30

Pasó mucho tiempo.

Me quedé sentado en el banco esperando. Podía ver a lo lejos el famoso arco de mármol. Parece que fue «diseñado» por Stanford White, el famoso arquitecto de principios del siglo pasado, asesinado por un hombre en un acceso de celos por causa de una muchachita de quince años. Era algo que no acababa de entender. ¿Cómo se puede diseñar una obra que, en realidad, es una réplica de la que ha hecho otra persona? No era un secreto para nadie que Washington Arch era una copia descarada del Arco de Triunfo de París. A los neoyorquinos les entusiasmaba lo que era, en realidad, un facsímil. No podía comprender sus razones.

Ahora ya nadie podía tocar el arco. Estaba rodeado por una cadena de hierro muy parecida a las que había visto en el South Bronx y cuya finalidad era disuadir de sus intenciones a los artistas de graffiti. En el parque abundaban las cercas. Prácticamente todos los espacios de hierba estaban cercados, la mayoría incluso con una doble cerca.

Pero ¿dónde estaba Elizabeth?

Las palomas se contoneaban con ese aire de arrogancia que suele asociarse a los políticos. Algunas revoloteaban hacia mí. Me picoteaban las zapatillas y después levantaban la cabeza como disgustadas al descubrir que no eran comestibles.

—Ty suele sentarse aquí.

Era la voz de un indigente, un muchacho con un gorro de molinete y orejas tipo Spock. Estaba sentado delante de mí.

—¡Oh! —exclamé.

—Ty les da de comer. A las palomas les gusta Ty.

—¡Oh! —exclamé de nuevo.

—Por eso las tiene a su alrededor. No es que usted les guste. Piensan que a lo mejor usted es Ty. O un amigo de Ty.

—¡Ah!

Miré el reloj. Llevaba casi dos horas allí sentado. No vendría. Algo había fallado. Volví a preguntarme si todo sería una broma, pero descarté rápidamente la idea. Mejor continuar dando por sentado que los mensajes eran de Elizabeth. Si todo era una broma, acabaría por enterarme.

«Pase lo que pase, te quiero…».

Eso decía el mensaje. No sabía a qué podía referirse. Era como si algo pudiera salir mal. Como si pudiera ocurrir algo. Como si yo pudiera olvidarlo y seguir adelante.

Al diablo con todo.

Experimentaba una sensación extraña. Sí, estaba exhausto. La policía andaba tras de mí. Estaba agotado, hecho papilla, al borde de la locura. Pese a todo, me sentía con más fuerzas que desde hacía años. No sabía por qué. Lo que sí sabía era que no quería que aquello se me escapara de las manos. Elizabeth era la única que sabía aquellas cosas: la hora del beso, «la señora Murciélago», los «Caniches Sexuales de la Adolescencia». Por tanto, la persona que había enviado los mensajes no podía ser otra que Elizabeth. U otra persona a las órdenes de Elizabeth. En cualquiera de los dos casos, Elizabeth estaba viva. Tenía que seguir tras de aquella pista. No había más remedio.

Pero ¿qué podía hacer?

Saqué mi nuevo móvil. Después de restregarme un rato la barbilla, se me ocurrió una idea. Pulsé los dígitos. Un hombre sentado a una cierta distancia —llevaba mucho rato leyendo el periódico— me dirigió una mirada. No me gustó. Mejor prevenir que lamentar. Me levanté y me situé donde no pudieran oírme.

Shauna respondió al teléfono.

—¿Diga?

—El teléfono del viejo Teddy —dije.

—¿Eres Beck? ¿Dónde demonios…?

—Tres minutos.

Colgué. Supuse que los teléfonos de Shauna y Linda estarían pinchados. O sea que la policía podía estar escuchando la conversación. En el piso de abajo vivía un viudo llamado Theodore Malone. Shauna y Linda le echaban una mano de vez en cuando. Tenían la llave de su piso. Pensaba llamarlas allí. Los federales, la policía o quienquiera que me vigilase no atinaría a tener pinchado aquel teléfono. Por lo menos de momento.

Pulsé el número.

Shauna estaba sin resuello.

—¿Diga?

—Tienes que ayudarme.

—¿Tienes idea de la que has armado?

—Supongo que se ha organizado una cacería para atraparme —me sentía extrañamente tranquilo…, por lo menos aparentemente.

—Beck, tienes que entregarte.

—No he matado a nadie.

—Lo sé, pero como continúes huyendo…

—¿Quieres ayudarme o no? —la interrumpí.

—¿De qué se trata? —dijo.

—¿Han determinado ya la hora en que se cometió el asesinato?

—Alrededor de medianoche. La hora está muy ajustada, pero suponen que saliste en cuanto me fui yo.

—Bien —dije—, tienes que hacerme un favor.

—¿Cuál?

—En primer lugar, sacar a Chloe.

—¿A tu perra?

—Sí.

—¿Por qué?

—Pues porque, entre otras cosas, necesita un paseo.

Eric Wu hablaba por su móvil.

—Está hablando por teléfono, pero mi hombre no puede acercarse lo suficiente a él.

—¿Ha descubierto a tu hombre?

—Es posible.

—Entonces quizá anule la cita.

Wu no respondió. Vio que el doctor Beck se metía el móvil en el bolsillo y se disponía a atravesar el parque.

—Tenemos un problema —dijo Wu.

—¿Qué problema?

—Parece que sale del parque.

El otro extremo de la línea quedó en silencio. Wu esperó.

—La otra vez lo perdimos —dijo Gandle.

Wu no respondió.

—No podemos arriesgarnos, Eric. Atrápalo. Cógelo ahora, averigua qué sabe y acaba con este asunto.

Eric asintió con un gesto mirando hacia la furgoneta. Y dirigió sus pasos hacia Beck.

—Eso está hecho.

Seguí a través del parque y dejé atrás la estatua de Garibaldi desenvainando la espada. Resultaba curioso que mis pasos tuvieran un destino. De momento descartaba la visita a KillRoy. No la haría. En cuanto a las iniciales PF del diario de Elizabeth, que correspondían a Peter Flannery, picapleitos sin escrúpulos, ya era otro cantar. Podía ir a verle y charlar un rato con él. Aunque no tenía ni idea de qué descubriría. Pero estaba seguro de que algo conseguiría. Por lo menos sería un comienzo.

A mi derecha había un parque infantil donde unos niños, menos de una docena, estaban jugando. A mi izquierda estaba el George's Dog Park, una magnífica extensión de terreno poblada de perros cubiertos con pañuelos de colores. En el escenario del parque dos hombres hacían juegos malabares. Pasé junto a un grupo de estudiantes enfundados en ponchos y sentados en semicírculo. Un asiático teñido de rubio cuya constitución lo asemejaba a La Cosa de Los Cuatro Fantásticos se deslizó a mi derecha. Me volví a mirar. El hombre que momentos antes leía el periódico había desaparecido.

Me hice algunas preguntas al respecto.

No se había movido de su sitio en casi todo el tiempo que estuve esperando. Ahora de pronto, después de varias horas, había decidido marcharse a la misma hora que yo. ¿Era una coincidencia? Podía ser.

«Te seguirán…»

Eso decía el mensaje electrónico. No decía que quizá me siguiesen. Juzgado retrospectivamente, me parecía que demostraba una curiosa seguridad. Seguí andando y reflexionando sobre el particular. Nada. Ni el mejor escolta de este mundo habría podido seguirme a lo largo de todo lo que hoy había tenido que soportar.

El tipo del periódico, por ejemplo, no me habría podido seguir. Por lo menos no me había dado esa impresión.

¿Habrían interceptado el mensaje?

Pero no veía cómo. Lo había borrado. Ni siquiera había pasado por mi ordenador.

Atravesé la zona oeste de Washington Square. Al llegar al bordillo noté una mano en el hombro. Primero fue un contacto suave. Como la mano de un viejo amigo que me sorprendiera por detrás. Tuve el tiempo justo, al volverme, de ver que se trataba del asiático con el pelo teñido de rubio.

Su mano entonces estrujó mi hombro.