En otros tiempos, hacía por lo menos diez años, ella tenía amigos que vivían en el Chelsea Hotel de la calle Veintitrés Oeste. El hotel, medio turístico, medio residencial, era en cualquier caso, excéntrico. Artistas, escritores, adictos a la metadona de todo pelaje y confesión. Uñas pintadas de negro, caras maquilladas de blanco, carmín rojo sangre en los labios, cabellos sin un solo rizo… Cosas que ocurrían antes de que las cosas se encauzaran.
Poco había cambiado en aquel hotel. Era un buen sitio para guardar el anonimato.
Después de proveerse de un trozo de pizza en la acera de enfrente, echó un vistazo pero no se aventuró a salir de la habitación. Nueva York. En otro tiempo había sido su ciudad, pero aquélla era sólo la segunda visita que le hacía en los últimos ocho años.
La echaba de menos.
Con mano experta se introdujo el cabello bajo la peluca. Hoy llevaba la rubia con raíces negras. Se puso unas gafas de montura metálica y se fijó los implantes en los dientes. Daban otra forma a su cara.
Le temblaban las manos.
Sobre la mesa de cocina de la habitación tenía dos pasajes de avión. Por la noche embarcarían en el vuelo 174 de British Airways en el aeropuerto JFK con destino al aeropuerto de Heathrow de Londres, donde les aguardaba su contacto, que les proveería de nuevas identidades. Allí tomarían el tren hacia Gatwick y por la tarde volarían a Nairobi, Kenia. Un jeep los trasladaría al pie de las colinas del monte Meru, en Tanzania, donde les esperaba una marcha de tres días.
Cuando llegasen allí, a uno de los pocos lugares del planeta sin radio, televisión ni electricidad, serían libres.
Los nombres que figuraban en los pasajes eran Lisa Sherman. Y David Beck.
Se dio un retoque a la peluca y miró atentamente su imagen en el espejo. Se le nublaron los ojos y por un momento volvió a encontrarse en el lago. En su pecho se encendió la esperanza y por una vez no hizo nada para apagarla. Se las arregló para sonreír y dio media vuelta.
Entró en el ascensor, que la llevó al vestíbulo, y salió directamente a la calle Veintitrés.
Desde allí le esperaba un hermoso paseo hasta Washington Square Park.
Tyrese y Brutus me dejaron en la esquina de las calles Cuatro Oeste y Lafayette, a unas cuatro manzanas al este del parque. Conocía la zona bastante bien. Elizabeth y Rebecca habían compartido un apartamento en Washington Square y se habían sentido deliciosamente vanguardistas en sus apartamentos del West Village, una fotógrafa y una abogada dedicada a la obra social, se esforzaban por ser bohemias y se mezclaban con aspirantes a revolucionarios, jóvenes de la periferia de la ciudad que contaban con recursos económicos. A decir verdad, yo no me lo tragué nunca, pero no estuvo mal.
Yo entonces estudiaba en la facultad de Medicina de Columbia y, técnicamente, vivía en la zona residencial de la ciudad, en la avenida Haven, cerca del hospital conocido hoy como New York-Presbiterian. Como es natural, pasaba allí mucho tiempo.
Aquéllos fueron años buenos.
Faltaba media hora para el encuentro.
Me dirigí hacia la calle Cuatro Oeste, más allá de Tower Records, y me adentré en una zona de la ciudad prácticamente ocupada por la universidad de Nueva York. La universidad reivindicaba su derecho al territorio exhibiendo multitud de llamativas banderas moradas con la enseña universitaria. Ondeaba el morado chillón, más feo que el demonio, en marcado contraste con el color apagado de los ladrillos de Greenwich Village. Una actitud excesivamente posesiva y territorial, pensé, en un enclave liberal como aquél. Pero así estaban las cosas.
El corazón aporreaba mi pecho como si quisiera emprender un vuelo de libertad.
¿Habría llegado ya?
No quise correr. Procuré mantenerme sereno y no pensar en lo que pudiera depararme la hora siguiente. Las huellas de mi reciente calvario me causaban entre escozor y quemazón. Los cristales de un edificio me devolvieron mi imagen reflejada en ellos, lo que me hizo considerar que estaba francamente ridículo con aquella ropa. Aprendiz de delincuente. Ni más ni menos.
Como me resbalaban los pantalones, procuraba sujetármelos con una mano sin perder el ritmo de la marcha.
Ya se avistaba la plaza. Sólo me faltaba una manzana para llegar al extremo sureste. Había susurros en el aire, tal vez anuncio de una tormenta, pero probablemente sólo eran efecto de mi imaginación desbocada. Mantenía baja la cabeza. ¿Habría salido mi fotografía en la televisión? ¿Habrían echado el ancla y difundido la voz de alarma? Lo dudaba. Pero seguí con los ojos clavados en el suelo.
Apreté el paso. Washington Square, en los meses de verano, siempre había tenido a mis ojos una intensidad superior a mi capacidad de resistencia. Demasiada tensión, ocurrían demasiadas cosas y ocurrían de una forma demasiado exagerada. Estaba al límite. En mi rincón favorito había unas mesas de cemento alrededor de las cuales se apiñaba la gente para jugar. A veces yo jugaba al ajedrez. Era bastante buen jugador, en este parque el ajedrez era el gran igualador. Ricos, pobres, blancos, negros, los que no tenían casa, los que vivían en rascacielos, los de los pisos de alquiler, los de las cooperativas de pisos… todos armonizaban sobre las antiguas figuritas blancas y negras. El mejor jugador que conocí en la zona era un negro que pasaba la mayor parte de sus tardes en la época pre-Giuliani acosando a los conductores para que le dejaran limpiar el parabrisas a cambio de unas monedas.
Elizabeth todavía no había llegado.
Me senté en un banco.
Faltaban quince minutos.
Sentí la tensión en el pecho multiplicarse por cuatro. En mi vida había tenido tanto miedo. Me acordé de la demostración tecnológica que me había hecho Shauna. ¿Sería una patraña? No dejaba de darle vueltas. Si fuera un engaño… Si Elizabeth estaba muerta… ¿Qué haría yo entonces?
Me dije al fin que todo aquello eran especulaciones inútiles. Un despilfarro de energía.
Tenía que estar viva. No había otra posibilidad. Me recosté en el banco y seguí esperando.
—Ya está aquí —dijo Eric Wu a través del móvil.
Larry Gandle atisbó a través del cristal oscuro de la furgoneta. David Beck estaba, efectivamente, donde se suponía que debía estar, vestido como un vagabundo. Tenía la cara cubierta de arañazos y moretones.
Gandle negó con la cabeza.
—No entiendo cómo ha podido escapar.
—Se lo preguntaremos —dijo Eric Wu con su voz cadenciosa.
—Necesitamos que la máquina funcione con suavidad, Eric.
—Sí, claro.
—¿Todo el mundo está en su sitio?
—Naturalmente.
—Ya no puede tardar —dijo Gandle consultando el reloj.
Situado entre las calles Sullivan y Thompson, el edificio más relevante de Washington Square era una torre alta de ladrillo de un tono marrón desleído que se levantaba en la zona sur del parque. Casi todo el mundo se figuraba que la torre seguía formando parte de Judson Memorial Church. Pero no era así. Durante los últimos veinte años había en la torre dormitorios estudiantiles para universitarios además de oficinas. Se podía acceder fácilmente a lo alto de la torre siempre que la persona que subiera lo hiciera con aire de saber adónde iba.
Desde arriba pudo contemplar todo el parque. Y entonces se echó a llorar.
Beck había acudido a la cita. Iba disfrazado de forma extravagante, pero el mensaje electrónico le había advertido que tal vez lo seguirían. Lo observó sentado en aquel banco, solo, esperando, la pierna derecha moviéndose arriba y abajo. El mismo movimiento de siempre con la pierna cuando estaba nervioso.
—¡Oh, Beck!…
Hasta ella misma percibió el amargo sufrimiento, el dolor que dejó traslucir su propia voz. Siguió sin apartar de él los ojos.
Pensó en lo que había hecho.
¡Qué estúpida había sido!
Se forzó a darse la vuelta para irse. Se le doblaron las piernas y dejó resbalar la espalda contra la pared hasta caer sentada en el suelo. Beck había ido a su encuentro.
Pero ellos también.
Estaba segura. Había detectado como mínimo a tres. Probablemente había más. También había descubierto la furgoneta de B&T PINTURAS. Marcó el número de teléfono del anuncio, pero no funcionaba. Quiso hacer la comprobación oportuna a través del servicio de informaciones. La empresa B&T PINTURAS no existía.
Los habían descubierto. Pese a todas las precauciones que había tomado, estaban allí.
Cerró los ojos. Estúpida. Había sido una estúpida. Se había figurado que podría salir de todo aquello. ¿Cómo había podido caer en semejante error? La ansiedad le había enturbiado las ideas. Ahora se daba cuenta. En cierto modo se había engañado hasta el punto de creer que podía transformar una espantosa catástrofe, los dos cadáveres descubiertos junto al lago, en una maravillosa oportunidad.
¡Qué estúpida había sido!
Se levantó del suelo y se arriesgó a volver a mirar a Beck. El corazón se le cayó a los pies como una piedra en un pozo. Lo vio tan solo allí abajo, tan pequeño, frágil e indefenso. ¿Se habría acostumbrado a la idea de que ella había muerto? Probablemente. ¿Habría logrado vencer las dificultades, habría sabido salir adelante? Probablemente también. ¿Se había recuperado del golpe sólo para que aquél otro se abatiera sobre su cabeza, por culpa de su estupidez?
Así era.
Las lágrimas volvieron a sus ojos.
Sacó los dos pasajes de avión. Había que estar preparada. Una medida que había sido siempre la clave de su supervivencia. Debía estar preparada para cualquier eventualidad. Por eso había planeado el encuentro en aquel parque público que conocía tan bien. Por lo menos tendría esa ventaja. Aunque no había querido admitirlo, sabía por lo menos que aquella posibilidad, mejor dicho, aquella probabilidad, existía.
Pero no, aquello era el final.
El pequeño resquicio que se había abierto, suponiendo que se hubiera abierto realmente, se había cerrado de golpe.
Tendría que irse. Sola. Y esta vez sería para siempre.
Se preguntó cómo reaccionaría Beck al ver que ella no aparecía. ¿Seguiría buscando en el ordenador mensajes que no llegarían nunca? ¿Seguiría escudriñando el rostro de mujeres desconocidas e imaginando que veía el suyo? ¿O simplemente se olvidaría de todo y seguiría adelante? Y cuando ella sondeara sus propios sentimientos, ¿no desearía acaso que así fuera?
En fin, no importaba. Lo primero era la supervivencia. La de él en todo caso. Ella no tenía alternativa, tenía que desaparecer.
Con un gran esfuerzo, desvió la mirada y se apresuró a bajar la escalera. Había una salida trasera que daba a la calle Tercera Oeste; gracias a ella no tendría que entrar en el parque. Empujó la pesada puerta metálica y salió a la calle. Enfiló la calle Sullivan y encontró un taxi en la esquina de la calle con Bleecker.
Se recostó en el asiento y cerró los ojos.
—¿Dónde vamos? —preguntó el taxista.
—Al aeropuerto JFK —respondió ella.