28

Me puse unos vaqueros negros cuya cintura medía aproximadamente como la circunferencia del neumático de un camión. Doblé el pantalón por arriba y me los ceñí con el cinturón. La camisa negra uniforme de White Sox me caía como una guayabera. La gorra negra de béisbol que me adjudicaron, con un logo que no pude identificar, tenía la visera rota. Tyrese me facilitó también unas gafas de sol como las que gozaban de las preferencias de Brutus.

Tyrese estuvo a punto de soltar una carcajada cuando me vio salir del cuarto de baño de aquella guisa.

—Le queda muy bien, doc.

—La palabra apropiada sería «chachi».

Se rió entre dientes y movió la cabeza.

—Esos blancos…

Pero de pronto se puso serio. Me tendió unas hojas de papel sujetas con grapas. Las cogí. En la de encima se leía «Últimas Voluntades y Testamento». Le miré con aire interrogativo.

—De eso quería hablarle —dijo Tyrese.

—¿De tu testamento?

—Me quedan dos años para acabar mi plan.

—¿Qué plan?

—Sigo con esto otros dos años. Entonces tendré bastante dinero para sacar a TJ de aquí. Tengo una probabilidad de sesenta contra cuarenta de conseguirlo.

—¿De conseguir qué?

Los ojos de Tyrese se pararon en los míos.

—Usted ya me entiende.

Lo entendía. Estaba hablando de sobrevivir.

—¿Adónde piensas ir?

Me dio una postal. Un escenario con sol, mar azul y palmeras. La postal estaba ajada de tanto manoseo.

—Florida —dijo con un deje dulzón en la voz—. Conozco el sitio. Un lugar tranquilo. Piscinas, buenas escuelas. Sin nadie que me pregunte de dónde he sacado el dinero, no sé si me capta.

Le devolví la foto.

—Lo que no capto es qué pinto yo en todo esto.

—Esto si gana el sesenta por ciento —me mostró la foto—. Y esto —me indicó el testamento—, si gana el cuarenta por ciento.

Le dije que seguía sin entender nada.

—Hará unos seis meses que un día me fui al centro, usted ya me entiende. Busqué un abogado pero de los buenos. Una visita de un par de horas me costó dos de los grandes. Se llama Joel Marcus. Si muero, tendrá que ir a verlo porque usted es mi albacea. Tengo unos papeles bajo llave. Allí dice dónde tengo el dinero.

—¿Y por qué me has elegido a mí?

—Cuidó a mi hijo.

—¿Y Latisha?

—Latisha es una mujer, doc —dijo en tono despreciativo—. En cuanto palme, se busca otro macho al momento, ¿me capta? Lo más seguro es que le hagan otro bombo. A lo mejor vuelve a engancharse —se sentó y se cruzó de brazos—. No se puede confiar en las mujeres, doc. A esta altura ya debería saberlo.

—Es la madre de TJ.

—Es verdad.

—Le quiere.

—Sí, lo sé. Pero no es más que una mujer, no sé si me capta. Si le dejo esta pasta va y se la cepilla en un día. Por eso me guardo unos valores y unas cuantas mierdas más. Y usted es mi albacea. Que ella quiere dinero para TJ, pues usted dice sí o usted dice no. Usted y ese tal Joel Marcus.

Habría querido decirle que era un machista, un neandertaloide, pero no era el momento. Me revolví en la silla y lo miré. Tyrese tendría unos veinticinco años. Había visto a tantos como él que los metía siempre en el mismo saco, tenía sus rostros difuminados en la oscura nebulosa de la maldad.

—¿Tyrese?

Me miró.

—Vete ahora.

Frunció el ceño.

—Con el dinero que tienes. Búscate un trabajo en Florida. Yo te prestaré dinero si te hace falta. Vete ahora y llévate a tu familia.

Negó con la cabeza.

—¿Tyrese?

Se levantó.

—Venga, doc. Es mejor que nos vayamos.

—Todavía lo estamos buscando.

Lance Fein echaba chispas, su cara cerosa estaba empapada de sudor. Dimonte mascaba. Krinsky tomaba notas. Stone se estiró los pantalones hacia arriba.

Carlson estaba abstraído en un fax que acababan de enviarle al coche.

—¿Qué hay de los disparos? —le espetó Lance Fein.

El agente uniformado, Carlson no se había molestado en aprender su nombre, se encogió de hombros.

—Nadie sabe nada. Supongo que no tienen nada que ver con el asunto.

—¿Que no tienen nada que ver? —Le gritó Fein—. ¿Qué clase de idiota incompetente eres, Benny? Corrían por la calle y gritaban no sé qué de un blanco.

—Bien, pues ahora nadie sabe nada.

—Fíate de ellos —dijo Fein—. Fíate totalmente de ellos. Quiero decir que por algo gritaban. ¿Cómo diablos han dejado escapar al individuo? ¿Me lo quieres decir?

—Lo atraparemos.

Stone dio unos golpecitos en la espalda a Carlson.

—¿Qué hay, Nick?

Carlson miraba el papel impreso con el ceño fruncido. Era un hombre meticuloso, ordenado hasta un extremo obsesivo-compulsivo. Se lavaba las manos demasiadas veces. Cuando salía de casa, cerraba y abría con llave una docena de veces la puerta. Si seguía con la mirada fija en el papel era porque allí veía algo que no cuadraba.

—¿Nick?

Carlson se volvió hacia él.

—Encontramos la treinta y ocho en la caja de seguridad de Sarah Goodhart.

—¿La caja que se abría con la llave que encontramos en el cadáver?

—Sí.

—¿Qué más? —preguntó Stone.

Carlson seguía con el ceño fruncido.

—Aquí hay muchas lagunas.

—¿Lagunas?

—En primer lugar, damos por sentado que la caja de seguridad de Sarah Goodhart es de Elizabeth Beck, ¿no es así?

—Así es.

—Y sin embargo, alguien ha pagado cada año durante ocho años el alquiler de la caja —dijo Carlson—. Elizabeth Beck está muerta. Los muertos no pagan recibos.

—A lo mejor ha sido su padre. Me parece que sabe más de lo que aparenta.

A Carlson aquello no le gustó.

—¿Y qué me dices de las escuchas que encontramos en casa de Beck? ¿Qué hay de eso?

—No sé —replicó Stone encogiéndose de hombros—. Quizá alguien más del departamento también sospechaba de él.

—A estas alturas ya lo sabríamos. Y está el informe sobre la treinta y ocho que encontramos en la caja —lo señaló—. ¿Sabes con qué han salido los de ATF? [5]

—No.

—Pues dicen que las pruebas balísticas no han dado resultado, aunque no es de extrañar, porque los datos no se remontan a ocho años atrás —las pruebas balísticas eran el módulo de análisis de bala usado por el Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas para relacionar los datos de delitos anteriores con armas de fuego recientemente descubiertas—. Pero los del Centro de Rastreo Nacional se han apuntado un tanto. ¿Sabes quién era el último propietario registrado?

Tendió a Stone el documento. Stone le echó una ojeada y lo descubrió al momento.

—¿Stephen Beck?

—El padre de David Beck.

—Está muerto, ¿no?

—Exactamente.

Stone le devolvió el papel.

—Esto significa que probablemente el hijo heredó el arma de su padre —dijo—. El arma era de Beck.

—Pero entonces, ¿por qué su mujer la tenía guardada en una caja de seguridad junto con las fotos?

Stone reflexionó un momento.

—Quizá temía que Beck utilizase el arma contra ella.

Carlson frunció todavía más el ceño.

—Aquí falta algo.

—Mira, Nick, no hagamos las cosas más complicadas de lo que son. Hemos colgado a Beck el asesinato de Rebecca Schayes. No está nada mal. Vamos a olvidarnos de Elizabeth Beck, ¿no te parece?

—¿Olvidarnos de ella? —Carlson lo miró fijamente.

Stone carraspeó y abrió los brazos.

—Afrontemos las cosas como son. Colgar a Beck lo de la Schayes es un buen bocado. Pero su mujer… ¡por Dios, si lleva ocho años muerta! Tenemos cabos sueltos, es verdad, pero no hagamos responsable de todo a Beck. Un poco tarde para eso. Tal vez… —y se encogió de hombros de manera teatral—… tal vez sea mejor no remover en aguas tranquilas.

—Pero ¿qué diablos estás diciendo?

Stone se acercó más e indicó a Carlson con una seña que se acercase.

—Algunas personas del departamento preferirían que no hurgásemos en esto.

—¿Quién?

—Eso tiene poca importancia, Nick. Estamos todos en el mismo barco, ¿no? Si descubrimos que KillRoy no mató a Elizabeth Beck, el asunto despedirá muy mal olor, ¿comprendes? Y entonces su abogado exigirá que se celebre otro juicio…

—Nunca lo juzgaron por lo de Elizabeth Beck.

—Fue un caso que adjudicamos a KillRoy. Sembraríamos la duda. La cosa así queda más arreglada.

—Pero yo no quiero que quede más arreglada —dijo Carlson—, lo que quiero es la verdad.

—La verdad la queremos todos, Nick. Pero lo que queremos por encima de todo es que se haga justicia, ¿no te parece? A Beck lo condenarán a cadena perpetua por la muerte de la Schayes. KillRoy seguirá en la cárcel. Es como debe ser.

—Quedan lagunas, Tom.

—No paras de decirlo, yo no veo esas lagunas. Tú fuiste el primero en decir que Beck podía ser el asesino de su mujer.

—Exactamente —dijo Carlson—, el asesino de su mujer, no de Rebecca Schayes.

—No veo adónde quieres ir a parar.

—El asesinato de la Schayes no encaja en el cuadro.

—¿Me tomas el pelo? Ese asesinato lo deja todo atado. Schayes sabía algo. Nosotros empezamos a estrechar el cerco. Beck tuvo que hacerla callar.

Carlson volvió a fruncir el ceño.

—¿Cómo? —prosiguió Stone—. ¿Crees que la visita que le hizo ayer Beck en su estudio, poco después de que empezáramos a presionarlo, fue una pura coincidencia?

—No —dijo Carlson.

—¿Entonces, qué fue, Nick? Pero ¿es que no lo ves? El asesinato de la Schayes encaja perfectamente.

—Demasiado bien —replicó Carlson.

—¡Bah, no empieces con la misma canción!

—Deja que te pregunte una cosa, Tom. ¿Te parece que Beck planeó y ejecutó bien el asesinato de su mujer?

—¡Muy bien!

—Estás en lo cierto. Mató a todos los testigos. Se desembarazó de los cadáveres. De no haber sido por la lluvia y el oso, no se habría sabido nada. Admitámoslo, ni siquiera con esto contamos con pruebas suficientes para procesarlo, ya no digamos condenarlo.

—¿Qué más?

—¿Por qué Beck habría de volverse imbécil de pronto? Sabe que le estamos pisando los talones. Sabe que el ayudante de la Schayes declarará que visitó a Rebecca Schayes el día del asesinato. ¿Por qué iba a ser tan estúpido como para guardar el arma en su propio garaje? ¿Por qué iba a ser tan estúpido como para tirar los guantes de goma en su propio contenedor de basura?

—Pues muy fácil —dijo Stone—. Esta vez el tiempo apremiaba. Cuando lo de su mujer, tuvo tiempo de sobra para planearlo todo.

—¿Has visto esto?

Pasó a Stone el informe de vigilancia.

—Beck ha ido a ver al forense esta mañana —dijo Carlson—. ¿Por qué?

—No sé. Quizá quería saber si en el expediente de la autopsia había algo comprometedor.

Carlson frunció nuevamente el ceño, le picaban las manos, le estaban pidiendo que se las lavara.

—Aquí falla algo, Tom.

—No veo qué, pero de todos modos lo tendremos bajo custodia. Siempre habrá tiempo de rectificar, ¿no te parece?

Stone se acercó a Fein. Carlson dejó que se acallaran las dudas. Volvió a pensar en la visita de Beck al forense. Se sacó el móvil, lo restregó con el pañuelo y marcó los dígitos. Al oír una voz, dijo:

—Póngame con el forense del condado de Sussex.