27

Eric Wu estaba mirando fijamente el árbol de ufano ramaje. Su rostro era sereno, ladeaba ligeramente la barbilla.

—¿Eric? —la voz pertenecía a Larry Gandle.

Wu no se volvió.

—¿Sabes cómo se llama este árbol? —le preguntó.

—No.

—El Olmo del Verdugo.

—Un nombre encantador.

Wu sonrió.

—Algunos historiadores creen que, en el siglo dieciocho, se hacían ejecuciones públicas en este parque.

—Fantástico, Eric.

—Sí.

Dos hombres sin camisa se deslizaron con sus patines ante ellos. De algún artefacto salía, estruendosa, la música de Jefferson Airplane. Washington Square Park —que, por extraño que parezca, no toma su nombre de George Washington— era uno de esos sitios que intentan seguir aferrados a los años sesenta pese a que se les escapa constantemente el asidero de las manos. Aunque solían frecuentarlo manifestantes de todo tipo, en realidad éstos tenían más pinta de actores de una reposición nostálgica que de auténticos revolucionarios. Artistas callejeros que se movían por el escenario con excesiva delicadeza. Los indigentes sin techo eran la nota de color, elementos artificiales del cuadro.

—¿Seguro que tenemos la zona cubierta? —preguntó Gandle.

Wu asintió sin apartar los ojos del árbol.

—Seis hombres. Más los dos de la furgoneta.

Gandle se volvió a mirar. La furgoneta era blanca y llevaba un rótulo magnético en el que se leía B&T PINTURAS, un número de teléfono y un logo muy vistoso con un hombrecito muy parecido al del Monopoly con una escalera y una brocha. En caso de tener que describir la furgoneta, lo único que recordarían los testigos, de recordar algo, sería el nombre de la empresa y tal vez el número de teléfono.

Y tanto la una como el otro eran falsos.

La furgoneta estaba estacionada en doble fila. En Manhattan, despierta más sospechas un vehículo de trabajo aparcado donde corresponde que uno aparcado en doble fila. Pese a todo, estaban alerta. De aparecer un policía, habrían desalojado el lugar al instante. En ese caso habrían trasladado la furgoneta a un solar de la calle Lafayette y allí habrían cambiado la matrícula y el letrero magnético. Y después se habrían vuelto a estacionar en el mismo sitio.

—Tendrías que volver a la furgoneta —dijo Wu.

—¿Crees que vendrá Beck?

—Lo dudo —respondió Wu.

—Yo suponía que, si lo detenían, ella desaparecería del mapa —dijo Gandle—. No creía que él llegara a arreglar el encuentro.

Uno de sus hombres, el de pelo rizado con pantalones de chándal que estaba en Kinko's la noche anterior, había recogido el mensaje en el ordenador de Kinko. Pero en el momento de transmitir el mensaje, Wu ya había colocado las pruebas en casa de Beck.

No importaba. La cosa funcionaría.

—Hay que pescarlos a los dos, pero ella tiene prioridad —añadió Gandle—. Como las cosas se pongan mal, los liquidamos. Pero mejor vivos. Así podemos enterarnos de lo que saben.

Wu no respondió. Seguía mirando fijamente el árbol.

—¿Eric?

—A mi madre la colgaron de un árbol como ése —dijo Wu.

Como Gandle no sabía qué responder, se limitó a decir:

—Lo siento.

—Se figuraban que era una espía. La cogieron seis hombres, la desnudaron y la molieron a latigazos. Estuvieron dándole varias horas seguidas. En todo el cuerpo. Hasta la carne del rostro le arrancaron. No perdió el conocimiento. No dejó de gritar. Le costó mucho morir.

—¡Santo Dios! —murmuró Gandle en voz baja.

—Cuando se cansaron de azotarla, la colgaron de un árbol enorme —señaló el Olmo del Verdugo—. Un árbol como éste. Se supone que lo hacían para dar una lección, por supuesto. Así ya nadie más espiaría. Algunos pájaros y otros animales se acercaron al cuerpo de mi madre. A los dos días en aquel árbol no había más que huesos.

Wu volvió a ponerse los auriculares del «walkman» en los oídos. Se apartó del árbol.

—Mejor que no te dejes ver —dijo a Gandle.

A Larry le costaba apartar los ojos del árbol gigantesco, pero al final asintió con un gesto y se alejó.