Shauna sacudió la cabeza.
—¿Que Beck ha atacado a alguien? ¡Imposible!
La vena de la frente de Fein, ayudante del fiscal del distrito, comenzó a latir de nuevo. Avanzó un paso hacia Shauna hasta que sus caras quedaron frente a frente.
—Ha atacado a un agente de policía en un callejón. Es probable que le haya roto la mandíbula y un par de costillas —dijo Fein acercándose más y salpicando de saliva las mejillas de Shauna—. ¿Ha oído lo que le he dicho?
—Le he oído —respondió Shauna—, y ahora haga el favor de echarse hacia atrás, señor Aliento, o le subo las bolas al cuello de un rodillazo.
Fein estuvo un segundo sin moverse antes de apartarse rebosante de ansias asesinas. Hester Crimstein hizo lo mismo y se encaminó hacia Broadway. Shauna fue detrás de ella.
—¿Dónde vas?
—Me retiro —dijo Hester.
—¿Qué?
—Búscale otro abogado, Shauna.
—No lo dirás en serio.
—Lo digo en serio.
—No puedes dejarlo tirado.
—Pues ya lo ves.
—Sería perjudicial.
—Les di mi palabra de que se entregaría —dijo.
—Que se joda tu palabra. Quien cuenta aquí es Beck, no tú.
—Eso será para ti.
—¿O sea que te colocas tú antes que tu cliente?
—No quiero trabajar con un hombre que hace esas cosas.
—¿Bromeas? Pero si has defendido a violadores en serie.
Hester agitó una mano.
—Abandono.
—Lo que tú eres es una asquerosa hipócrita que sólo quiere estar bien con los medios de comunicación.
—¿Qué dices, Shauna?
—Hablaré con ellos.
—¿Qué?
—Que hablaré con los periodistas.
Hester se paró.
—¿Qué les dirás? ¿Que he dejado en la cuneta a un asesino embustero? Pues adelante. Voy a cubrir a Beck de tanta mierda que Jeffrey Dahmer[4] a su lado será el novio ideal.
—No tienes nada de qué acusarlo —replicó Shauna.
Hester se encogió de hombros.
—A mí nunca me ha parado nadie los pies.
Las dos mujeres se taladraron con los ojos. Y ninguna apartó la vista.
—Quizá te parezca que mi reputación no cuenta para nada —dijo Hester, bajando de pronto la voz—. Pero te equivocas. Como la Oficina del fiscal del distrito deje de confiar en mi palabra, adiós a mis clientes. Igual que adiós a Beck. Así de sencillo. No voy a dejar que mi carrera ni mis clientes se vayan por el desagüe sólo porque tu amiguito decide portarse como un idiota.
Shauna movió la cabeza.
—Apártate de mi vista.
—Y otra cosa más.
—¿Qué?
—Los que son inocentes no huyen corriendo, Shauna. ¿Te digo una cosa de tu amiguito Beck? Pues que apuesto cien contra uno a que mató a Rebecca Schayes.
—Es cosa tuya —dijo Shauna—. Y ahora déjame que te diga una cosa a ti, Hester. Como digas una palabra más contra Beck van a tener que recoger tus restos con cucharilla para poder enterrarte. ¿Está claro?
Hester no replicó. No se había apartado un paso de Shauna cuando el estampido de unos tiros rasgó el aire.
Estaba casi en cuclillas reptando por una escalera de incendios oxidada cuando el ruido de los disparos por poco me hizo perder pie. Me aplasté contra la superficie rasposa y aguardé.
Más disparos.
Oí gritos. Debía de haberlo esperado, pero todavía tenía reservada otra sorpresa. Tyrese me dijo que saliera de allí dentro y le esperara. Me había preguntado cómo pensaba sacarme de allí, pero ya estaba empezando a tener una ligera idea.
Era una maniobra dilatoria.
Oí que alguien, a distancia, gritaba:
—¡Chico blanco disparando!
Y otra voz:
—¡Chico blanco armado! ¡Chico blanco armado!
Más disparos. Pero, por mucho que agucé el oído, ya no oí más radios. Seguí agachado procurando no pensar demasiado. Tuve la impresión de que se me había producido un cortocircuito en el cerebro. No hacía más de tres días yo era un médico diligente que avanzaba sonámbulo por la vida, pero desde entonces había visto un fantasma, había recibido mensajes electrónicos de personas difuntas, me había convertido en sospechoso no de un asesinato sino de dos, había pasado a ser fugitivo de la ley, había atacado a un agente de policía y, finalmente, había recabado ayuda de un conocido traficante de droga.
Todo en el término de setenta y dos horas.
Estuve a punto de echarme a reír.
—Soy yo, doc.
Miré hacia abajo y vi a Tyrese. Junto a él había otro negro de poco más de veinte años, ligeramente más bajo que el edificio. El gigante me escudriñó a través de unas vistosas y desafiantes gafas de sol que cuadraban a la perfección con la lividez de su rostro.
—¡Vamos, doc, al tajo!
Bajé corriendo la escalera de incendios. Tyrese no paraba de mirar a derecha e izquierda. El tipo alto estaba más quieto que un poste, los brazos cruzados sobre el pecho en una postura arrogante que en otros tiempos se habría llamado del búfalo. Vacilé antes de llegar al último peldaño tratando de imaginar cómo saltaría desde él al suelo.
—¡Eh, doc, la palanca de la izquierda!
La localicé, tiré de ella y la escalera se deslizó hacia abajo. Al llegar al suelo, Tyrese, haciendo una mueca, agitó la mano delante de la nariz y dijo:
—¡Vaya, doc, huele a tigre!
—Lo siento, pero no he podido ducharme.
—Por aquí.
Tyrese hizo un rápido rodeo a través del solar trasero. Lo seguí, aunque seguirlo me obligó a correr detrás de él. El gigante se deslizaba en silencio detrás de nosotros. En ningún momento volvió la cabeza a derecha ni a izquierda, pese a lo cual seguí teniendo la impresión de que se le escapaba muy poco de cuanto ocurría.
Llegó de pronto a toda velocidad un BMW negro con cristales oscuros en las ventanas, una antena complicadísima y marco de cadena en la matrícula trasera. Todas las puertas estaban cerradas, pero hasta mis oídos llegaba la música rap. Los bajos me vibraban en el pecho como si fuera un diapasón.
—El coche —dije frunciendo el ceño—. ¿No es un poco llamativo?
—Si usted fuera uno de la pasma y buscase a un médico blanco como un lirio, ¿qué sitio sería el último donde miraría?
Un punto a su favor.
El gigante abrió la puerta de atrás. La música al volumen de un concierto de Black Sabbath me estalló en la cara. Tyrese extendió el brazo al estilo de los lacayos. Me metí dentro. Él se deslizó detrás de mí. El tipo alto se sentó en el asiento del conductor.
Apenas comprendí una palabra de lo que decía el cantante de rap del CD, pero era evidente que estaba hasta las narices de alguien, «el tío». De repente lo comprendí todo.
—Ése se llama Brutus —dijo Tyrese.
Se refería al gigante que estaba al volante. Intenté verle los ojos a través del retrovisor, pero sus gafas de sol me lo impedían.
—Mucho gusto —dije.
Brutus no respondió.
Me volví a Tyrese.
—¿Cómo conseguiste traerlo hasta aquí?
—Un par de colegas han preparado una ensalada de tiros en la calle Ciento cuarenta y siete.
—¿No los descubrirán?
Tyrese soltó un bufido:
—¡Sí, hombre!
—¿Tan fácil es?
—Para ellos sí. Tenemos un agujero en el Edificio Cinco de Hobart Houses. Pago diez pavos al mes a los vecinos para que dejen la basura delante de las puertas de atrás. Así las bloqueo, ¿me capta? Y la pasma no puede entrar. Buen sitio para trabajar. Por eso mis chicos han soltado unos tiritos desde las ventanas, no sé si me capta. Y cuando hayan llegado los polis, adiós muy buenas, si te he visto no me acuerdo.
—¿Quién ha gritado que había un hombre blanco con un arma?
—Pues otro par de colegas. Nada, se han puesto a correr por la calle diciendo que había un loco blanco suelto.
—En teoría, yo —dije.
—En teoría —repitió Tyrese con una sonrisa—. ¡Qué bonitas palabras dice usted, doc!
Apoyé la cabeza. Sentí la fatiga instalada en los huesos. Brutus dobló en dirección este. Cruzamos el puente azul que hay junto al Yankee Stadium, cuyo nombre siempre he ignorado, lo que significaba que estábamos en el Bronx. Ya iba a deslizar el cuerpo hacia abajo por si a alguien se le ocurría atisbar dentro del coche, pero recordé que tenía los cristales teñidos. Miré fuera.
Aquella zona era peor que el infierno, se parecía a esos escenarios de las películas apocalípticas donde se ve cómo quedará todo después de la bomba. Quedaban restos en diferentes fases de descomposición de lo que habían sido edificios. Se habían desmoronado las estructuras, pero desde dentro, como si se hubiera carcomido lo que las sustentaba.
Seguimos adelante. Yo trataba de adquirir conciencia de lo que pasaba, pero el cerebro seguía interponiendo obstáculos. Una parte de mí reconocía que me encontraba en un estado próximo a la conmoción, pero el resto de mi persona no me permitía considerar siquiera esta posibilidad. Estaba concentrado en lo que me rodeaba. A medida que seguíamos avanzando, a medida que nos íbamos hundiendo en la ruina, iban escaseando los edificios habitables. Aunque era probable que nos encontrásemos a menos de tres kilómetros de la clínica, no tenía idea de dónde estábamos. Suponía que seguíamos en el Bronx, seguramente el sur del Bronx.
Tirados en la calzada, como heridos de guerra, había neumáticos viejos y colchones destripados. Entre la hierba asomaban grandes mazacotes de cemento. También coches despanzurrados y, aunque no se veían hogueras, tal vez las había habido.
—¿Viene usted a menudo por aquí, doc? —me preguntó Tyrese con sonrisa burlona.
No me molesté en contestar.
Brutus acercó el coche a una parada delante de otro edificio condenado. Era un edificio triste rodeado por una alambrada. Las ventanas estaban tapadas con una lámina de contrachapado. Vi un papel pegado a la puerta, seguramente el aviso de la inminente demolición. La puerta también era de contrachapado. Alguien la abrió. Del interior salió un hombre medio tropezando y con los brazos levantados para protegerse los ojos del sol, tambaleándose como Drácula ante una embestida violenta.
Mi mundo seguía en su remolino.
—Bajando —dijo Tyrese.
El primero en bajar fue Brutus. Me abrió la puerta y le di las gracias. Brutus seguía con su aire estoico. Tenía una cara como la de esos indios que venden tabaco y en cuyo rostro no es imaginable, ni deseable, la sonrisa.
A la derecha habían cortado y vuelto a colocar en su sitio la alambrada. Nos agachamos para pasar a través de ella. El hombre tambaleante se acercó a Tyrese. Brutus envaró el cuerpo, pero Tyrese lo saludó con un gesto. El individuo y Tyrese se saludaron cordialmente y se entregaron a un complicado apretón de manos. A continuación siguieron por caminos diferentes.
—Entre —me dijo Tyrese.
Ya dentro, me agaché, todavía obnubilado. Lo primero que vino a mi encuentro fue el hedor, el olor ácido de la orina y la inequívoca hediondez de las materias fecales. Algo, creí saber qué, se estaba quemando, y las paredes emanaban el olor húmedo y amarillo del sudor de que estaban impregnadas. Pero había algo más. Ese olor que no es el de la muerte sino de la «premuerte», como la gangrena, algo que, aunque se está muriendo y ya ha empezado a descomponerse, aún continúa respirando.
El calor asfixiante era el de los altos hornos. Los seres humanos, cincuenta, o tal vez cien, cubrían el suelo como boletos desechados en un establecimiento de apuestas. El interior estaba oscuro. Al parecer, no había electricidad ni agua corriente ni muebles de ningún tipo. Unas tablas de madera impedían la entrada del sol, la única luz visible era la que se filtraba a través de las grietas y tenía la forma de la guadaña de un segador. Se vislumbraban sombras y formas, poco más.
Admito que he presenciado pocas escenas relacionadas con las drogas. En urgencias he tenido ocasión de comprobar sus resultados en múltiples ocasiones. Pero las drogas no me han interesado nunca en el aspecto personal. Supongo que ha sido porque mi veneno preferido es el alcohol. Pese a todo, los estímulos eran suficientes para deducir que nos encontrábamos en un fumadero de crack.
—Por aquí —dijo Tyrese.
Comenzamos a abrirnos camino a través de los enfermos. Brutus abría la marcha. Los que estaban reclinados se apartaban para dejarle paso como si fuera Moisés. Yo iba detrás de Tyrese. Se iluminaban los extremos de las pipas, lucecillas que perforaban la oscuridad. Me acordé de cuando, de niño, iba al circo Barnum and Bailey y hacía girar bengalas en la oscuridad. Eso parecía. La oscuridad. Las sombras. Los destellos.
No se oía música. Apenas hablaba nadie. Pero se percibía un zumbido en el aire. También la aspiración húmeda de los que fumaban. De vez en cuando un grito traspasaba el aire, un sonido no totalmente humano.
También se oían quejidos. Algunos se entregaban a los actos sexuales más lascivos sin ningún recato, sin buscar intimidad alguna.
Hubo una imagen en particular, prefiero ahorrarme los detalles, que me obligó a apartarme horrorizado. Tyrese observó mi expresión con aire casi divertido.
—Se quedan sin dinero y hacen trueque —explicó Tyrese.
Noté sabor de bilis en la boca. Me volví hacia él y Tyrese se encogió de hombros.
—Es comercio, doc. El comercio hace girar el mundo.
Tyrese y Brutus seguían adelante. Sentí que me flaqueaban las piernas. Las paredes estaban desconchadas, había terrones de argamasa en el suelo. Se veía gente por todas partes, viejos, jóvenes, blancos, negros, hombres, mujeres; no parecían tener huesos, eran blandos como los relojes de Dalí.
—¿Fumas crack, Tyrese? —le pregunté.
—Fumaba. Me enganché a los dieciséis años.
—¿Cómo conseguiste salir?
Tyrese sonrió.
—¿Ha visto a mi compañero? ¿A Brutus?
—Sería difícil no reparar en él.
—Pues le dije que le daría mil dólares por cada semana que estuviera limpio. Desde entonces Brutus no me deja a sol ni a sombra.
Asentí. El procedimiento me parecía mucho más efectivo que una semana con Betty Ford.
Brutus abrió una puerta. La habitación, sin estar exactamente bien amueblada, por lo menos tenía mesas y sillas y hasta luces y nevera. Observé que en un rincón había un generador portátil.
Tyrese y yo entramos. Brutus cerró la puerta y se quedó en el pasillo. Estábamos solos.
—Bienvenido a mi despacho —dijo Tyrese.
—¿Sigue Brutus ayudándote a mantenerte alejado de la mierda?
Movió negativamente la cabeza.
—No, quien me ayuda ahora es TJ. No sé si capta lo que le digo.
Lo capté.
—¿Y lo que haces aquí no te crea ningún problema?
—Los problemas me sobran, doc —Tyrese se sentó y me invitó también a sentarme. Le vi un centelleo en los ojos al mirarme y lo que leí en ellos no me gustó—. No soy uno de los buenos, doc.
Como no sabía qué decirle, preferí cambiar de tema.
—Tengo que estar en Washington Square Park a las cinco en punto.
Se recostó en la silla.
—Dígame de qué se trata.
—Es una larga historia.
Tyrese sacó una navaja roma y se puso a limpiarse las uñas.
—Cuando mi hijo se pone enfermo, voy al que entiende del asunto, ¿o no?
Asentí con un gesto.
—Pues si tiene problemas con la ley, debería hacer lo mismo.
—Es y no es lo mismo.
—A usted le ocurre algo malo, doc —dijo abriendo los brazos—. Pues lo malo es lo mío. No podía encontrar guía mejor que yo.
Así pues, se lo conté todo. Casi todo. Estuvo asintiendo con la cabeza todo el rato, pero dudo que me creyera cuando le dije que yo no tenía nada que ver con los asesinatos. Dudo, además, que le importara.
—Muy bien —dijo cuando terminé—, prepárese. Después hablaremos de otra cosa.
—¿De qué?
Tyrese no respondió. Se acercó a lo que parecía un armario metálico blindado que tenía en un rincón. Lo abrió con una llave, se inclinó hacia el interior y sacó un arma.
—La Glock, jefe, la Glock —dijo tendiéndome el arma. Me quedé rígido, en mi cabeza destelló de pronto una imagen huidiza de negrura y sangre que se desvaneció rápidamente; no fui tras ella. Había transcurrido mucho tiempo. Me acerqué a Tyrese y cogí la pistola con dos dedos, como si quemara—. El arma de los campeones —añadió.
Iba a rechazarla, pero habría sido una estupidez. Ya me habían hecho sospechoso de dos asesinatos, de atacar a un policía, de resistirme a que me detuvieran y probablemente de un montón de cosas más por el hecho de haber huido de la ley. ¿Que importaba ya si ahora me acusaban de llevar un arma escondida?
—Está cargada —dijo.
—¿Tiene puesto el seguro o lo que sea?
—Ya no.
—¡Oh! —exclamé haciéndola girar lentamente entre las manos y recordando la última vez que había tenido un arma en la mano.
Era agradable la sensación de volver a tocar un arma. Algo que tenía que ver con el peso, supongo. Pero también me gustaba su textura, la frialdad del acero, el hecho de que encajara tan bien en la palma de la mano, su entidad. No me gustó que me gustase.
—Tome esto también —dijo tendiéndome lo que parecía un móvil.
—¿Qué es? —pregunté.
Tyrese frunció el ceño.
—¿Qué le parece? Un móvil, ¿no? Pero tiene un número falso. No lo pueden localizar, ¿me capta?
Asentí, sintiéndome de pronto fuera de mi elemento.
—Detrás de la puerta hay un cuarto de baño —dijo Tyrese indicándomelo con un gesto de la mano—. No hay ducha, pero sí bañera. Para que se lave su apestoso culo. Le buscaré ropa limpia. Y después lo llevo con Brutus hasta Washington Square.
—Antes me has dicho que tenías algo que decirme.
—Vístase primero —contestó Tyrese—. Hablamos después.