Hester y Shauna tomaron un taxi para ir a la clínica. Linda había ido en el primer tren al domicilio de su gestor financiero en el World Financial Center para liquidar unos valores y reunir dinero para pagar la fianza.
Delante de la clínica de Beck encontraron una docena de coches policiales, todos apuntando hacia diferentes direcciones, como beodos que disparasen dardos. Las luces giratorias pasaban del rojo al azul en señal de máxima alerta. Las sirenas aullaban. Se acercaban más coches de la policía.
—¿Qué coño pasa aquí? —preguntó Shauna.
Hester descubrió al ayudante del fiscal del distrito, Lance Fein, pero no antes de que él la hubiera descubierto a ella. Fue directo hacia las mujeres. Estaba rojo como un pimiento y la vena de la frente le palpitaba.
—El hijo de puta se ha escapado —le escupió Fein sin más preámbulos.
Hester recogió el lanzamiento y contraatacó:
—Será que sus hombres le han pegado un susto.
Llegaron dos coches policiales más. También la furgoneta del Canal 7, el de las noticias. Fein lanzó un taco por lo bajo.
—¡Vaya! ¡La prensa! ¡Maldita sea! ¿Sabe cómo me van a poner, Hester?
—¿Cómo, Lance?
—Pues como un jodido lameculos que trata a los ricos de manera diferente que a los demás. Así me pondrán. ¿Cómo ha podido hacerme esto, Hester? ¿Sabe qué hará conmigo el alcalde? Me va a hacer papilla. Y Tucker… (Tucker era el fiscal del distrito de Manhattan)… Dios mío, ¿tiene idea de lo qué hará Tucker?
—¡Señor Fein!
Quien lo llamaba era un oficial de policía. Fein dirigió una última mirada a las dos mujeres antes de apartarse bruscamente de ellas.
—¿Qué le pasa a Beck? ¿Se ha vuelto loco?
—Tiene miedo —dijo Shauna.
—Huye de la policía —gritó Hester—. ¿Es que no te das cuenta? ¿No captas la situación? —señaló con el dedo la furgoneta de la prensa—. Dios Santo, ¡si hasta los medios de comunicación están aquí! Dirán que el asesino se ha dado a la fuga. Y es peligroso. Le hace parecer culpable. Influye en el jurado.
—¡Cálmate, por favor! —dijo Shauna.
—¿Que me calme? ¿No comprendes qué ha hecho?
—Ha huido. Eso es todo. Igual que OJ,[3] ¿o no? En el caso de OJ, esto no influyó en el jurado.
—Aquí no se trata de OJ, Shauna. Estamos hablando de un médico rico y blanco.
—Beck no es rico.
—¡Y qué coño importa eso! Todos querrán crucificarlo. Olvídate de la fianza y olvídate de un juicio justo —tomó aire y se cruzó de brazos—. Y además, no será solamente la reputación de Fein la que resulte comprometida.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que también me compromete a mí —gritó Hester—. De un solo golpe, Beck ha echado por los suelos mi credibilidad ante los ojos del fiscal del distrito. Si prometo que voy a entregar a un tipo, tengo que hacerlo.
—¿Hester?
—¿Qué?
—En este momento me importa un rábano tu reputación.
De pronto las sobresaltó un alboroto repentino. Al volverse, vieron que una ambulancia se acercaba. Alguien gritó. Después se oyó otro grito. Empezaron a rebotar polis como cuando lanzas a la vez muchas bolas en una máquina del millón.
La ambulancia se detuvo tras dar un patinazo. De la cabina saltaron dos sanitarios, un hombre y una mujer. Muy aprisa. Demasiado aprisa. Desatrancaron la puerta trasera y sacaron una litera del interior.
—¡Por aquí! —gritó alguien—. ¡Está aquí!
Shauna notó que su corazón acababa de saltarse un latido. Se acercó corriendo a Lance Fein. Hester la siguió.
—¿Qué pasa? —preguntó Hester—. ¿Ha ocurrido algo?
Fein no le hizo caso.
—¿Lance?
Éste, por fin, las miró. Los músculos de la cara le temblaban de rabia.
—Su cliente.
—¿Qué le pasa a mi cliente? ¿Está herido?
—Acaba de atacar a un agente de policía.
Era un desatino.
Al atacar al policía, crucé una frontera… No podía retroceder. Por eso eché a correr. Me lancé a una loca carrera.
—¡Ha caído un agente!
Se lo oí gritar a alguien. Y después oí más gritos. Más interferencias de radio. Más sirenas. Todo girando a mi alrededor. Tenía el corazón en un puño. Pero yo continuaba dando caña a mis piernas, que ya estaban poniéndose pesadas y tiesas como si los músculos y ligamentos se estuvieran petrificando. Estaba extenuado. Me resbalaban los mocos por la nariz. Y los mocos se juntaban con el polvo que se me había acumulado en el labio superior y serpenteaba hasta la boca.
Seguí pasando de una manzana a otra, como si así pudiera burlar a la policía. No me volví para ver si me seguían. Sabía que me seguían. Me lo decían las sirenas y el ruido de las radios.
No tenía escapatoria.
Atravesé como un meteoro barrios en los que ni siquiera en coche me habría aventurado a circular. Tras saltar una cerca, eché a correr a través de un espacio de hierba alta que cubría lo que en otro tiempo pudo haber sido un parque infantil. Se hablaba mucho de la subida que había experimentado el precio del suelo en Manhattan. Pero allí, no lejos de Harlem River Drive, había muchos solares cubiertos literalmente de cristales rotos y restos oxidados de lo que quizá un día fueron columpios o estructuras para hacer gimnasia o más probablemente coches.
Frente a un grupo de edificios altos de renta baja había unos adolescentes negros con aires de gángsteres, y ropa conjuntada ad hoc, que me miraron como quien mira los restos de un apetitoso banquete. Estaban a punto de hacer algo, no sabía qué, cuando advirtieron que la policía me estaba persiguiendo.
Entonces empezaron a darme ánimos.
—¡Vamos, blanco!
Les dirigí un gesto vago con la cabeza al pasar junto a ellos como una flecha, igual que hacen los atletas aclamados por la multitud. Uno me gritó:
—¡Diallo!
Seguí corriendo. Naturalmente, yo sabía quién era Amadou Diallo. Todos los neoyorquinos lo sabían. Diallo había sido cuarenta y una veces objeto de los disparos de la policía… siempre desarmado. Por un momento pensé que de ese modo querían advertirme de que la policía podía disparar contra mí.
El abogado que actuó de defensor en el juicio de Diallo alegó que cuando éste se disponía a sacar la cartera del bolsillo, los agentes creyeron que era un arma. A partir de entonces la gente solía manifestar su protesta metiéndose la mano en el bolsillo en un gesto rápido y sacando al mismo tiempo la cartera mientras gritaba: «¡Diallo!». Los agentes que patrullaban por las calles solían decir que cuando veían que alguien se metía la mano en el bolsillo y hacía este gesto sentían la tenaza del miedo.
Fue lo que ocurrió entonces. Mis nuevos aliados —aliados porque seguramente creían que yo era un asesino— se sacaron las carteras del bolsillo en un gesto rápido. Los dos polis que me perseguían vacilaron un momento. Bastó aquello para aumentar mi prestigio.
Pero ¿me sirvió de algo?
La garganta me quemaba. Tragaba demasiado aire. Los zapatos me pesaban como botas de plomo. Sentía una gran flojera. Arrastraba los pies, se me liaban el uno con el otro. Hasta que perdí el equilibrio, resbalé y caí de bruces en el suelo. Me arañé las palmas de las manos, la cara y las rodillas.
Me las arreglé como pude para levantarme, pero me temblaban las piernas.
Era el final.
El sudor me pegaba la camisa al cuerpo. Oía en mi cabeza una especie de rugido que me salía por las orejas. Siempre he detestado correr. Los adictos a la carrera hablan de la embriaguez que produce, dicen que alcanzan un nirvana conocido con el nombre de «colocón del corredor». Bien, de acuerdo. Pero yo siempre he creído firmemente que, igual que en el caso de la asfixia provocada, ese estado de bienestar obedece más a la falla de oxígeno en el cerebro que a una verdadera descarga de endorfina.
Pero mi estado, puedo asegurarlo, no era de bienestar.
Exhausto. Demasiado exhausto. No podría seguir corriendo siempre. Miré detrás de mí. Ningún poli. La calle estaba desierta. Intenté abrir una puerta. Imposible. Probé con otra. Volví a oír el crepitar de la radio. Corrí de nuevo. Hacia el final de la calle descubrí la trampilla de un conducto subterráneo ligeramente entreabierta. También estaba oxidada. Todo estaba oxidado en aquel lugar.
Me agaché y tiré de la manija metálica. La trampa cedió con un chirrido ingrato. Atisbé la oscuridad.
Un poli gritó:
—¡Córtale el otro lado!
No me molesté en volverme a mirar. Me colé rápidamente por el agujero. Tanteé el primer peldaño. Estaba inseguro. Busqué con el otro pie el segundo. No existía.
Me quedé un instante suspendido en busca del segundo peldaño, como el Coyote al rebasar corriendo el borde de un desfiladero, antes de precipitarme sin remedio en el oscuro pozo.
Probablemente la altura desde la que caí no excedía los tres metros, pero el camino que recorrí antes de tocar tierra se me antojó muy largo. Agité los brazos. No me sirvió de nada. Aterricé con el cuerpo en el cemento y el golpe hizo que me sonaran los dientes.
Me encontraba boca arriba con los ojos dirigidos hacia lo alto. La puerta se había cerrado ruidosamente detrás de mí. «Mejor», pensé, aunque la oscuridad era absoluta. Hice un somero examen de mi estado y el médico que había en mí se encargó del examen interno. Me dolía todo.
Volví a oír a los polis. Las sirenas continuaban sin darse tregua o quizá el ruido que producían persistía en mis oídos. Muchas voces. Muchos parásitos radiofónicos.
El cerco a mi alrededor comenzaba a estrecharse.
Me puse de lado. Me apoyé en la mano derecha y noté el escozor de los cortes que tenía en la palma al tratar de levantarme. La cabeza siguió al cuerpo, pero protestó con un grito al ponerme de pie. Estuve a punto de volver a derrumbarme.
¿Y ahora, qué?
¿Tenía que quedarme escondido allí dentro? No, no habría servido de nada. Seguramente ya estaban buscándome casa por casa. Al final me atraparían. Y aunque eso no ocurriese no había huido para quedarme escondido en la humedad de aquel conducto. Si había corrido tanto era porque no quería perderme la cita que tenía con Elizabeth en Washington Square.
Había que moverse.
Pero ¿hacia dónde?
Mis ojos ya se iban adaptando a la oscuridad o cuando menos lo suficiente para entrever formas entre la sombra. Vi cajas amontonadas desordenadamente. Montones de esteras, algunos taburetes, un espejo roto. Me vi reflejado en él y la imagen casi me tumbó de espaldas. Me vi una herida en la frente. Tenía los pantalones rotos a la altura de las rodillas. La camisa estaba hecha jirones, parecía la del Increíble Hulk. Llevaba tanta suciedad encima que tenía más pinta de deshollinador que de otra cosa.
¿Qué haría?
Una escalera. Allí, en algún sitio, tenía que haber una escalera. Me abrí camino a tientas moviéndome en una especie de danza espástica y sirviéndome de la pierna izquierda como de un bastón blanco. Oí el crujido de cristales rotos bajo el zapato. Pero seguí adelante.
De pronto oí lo que se me antojó una voz que farfullaba y en aquel momento se atravesó en mi camino un gigantesco rollo de alfombra. Lo que tal vez fuera una mano avanzó hacia mí como salida de un sepulcro. Refrené un alarido.
—¡A Himmler le gustan los filetes de atún! —me dijo a voz en grito.
El hombre, entonces pude ver claramente que se trataba de un hombre, intentaba tenerse en pie. Era alto y negro, y su barba era tan blanca y gris y algodonosa que parecía que se hubiera zampado un cordero.
—¿Me has oído? —gritó—. ¿Has oído lo que acabo de decirte?
Avanzó hacia mí y yo me encogí.
—¡Himmler! ¡Le gustan los filetes de atún!
Era evidente que el hombre de la barba estaba enfurecido por algo. Cerró el puño y lo dirigió contra mí. Sin pensarlo dos veces, me hice a un lado. Su puño viajó a través del aire con ímpetu suficiente, o quizá con suficiente alcohol, para derrumbarlo. Cayó desplomado de bruces en el suelo. No me molesté en esperar a ver qué pasaba. Busqué la escalera y subí corriendo.
La puerta estaba atrancada.
—¡Himmler!
Gritaba mucho, demasiado. Apreté la puerta. Pero no hubo manera de abrirla.
—¿Me has oído? ¿Has oído lo que te he dicho?
Oí un crujido. Al mirar hacia atrás vi algo que me llenó el corazón de espanto.
La luz del sol.
Alguien acababa de abrir la misma trampilla a través de la cual yo había entrado a aquel acueducto.
—¿Quién hay ahí abajo?
La voz de la autoridad. En el suelo bailaba el haz de luz de una linterna. Se posó en el hombre de la barba.
—¡A Himmler le gustan los filetes de atún!
—¿Era usted el que gritaba, buen hombre?
—¿Me has oído?
Apoyé el hombro contra la puerta y concentré contra ella todo cuanto tenía. La jamba comenzó a crujir. Se me apareció la imagen de Elizabeth, la misma que había visto en el ordenador, con el brazo levantado, los ojos invitándome a seguirla. Empujé con más fuerza.
La puerta cedió.
Caí desplomado en el suelo a muy poca distancia de la puerta principal del edificio.
¿Y ahora, qué?
Había polis merodeando por los alrededores, pues seguía oyendo la radio, y vi que uno estaba entrevistando al biógrafo de Himmler. No podía perder tiempo. Necesitaba ayuda.
Pero ¿dónde conseguirla?
No podía llamar a Shauna. La policía se le habría echado encima. Lo mismo habría ocurrido con Linda. Y en cuanto a Hester, habría insistido en que debía entregarme.
Alguien abrió la puerta principal de la casa.
Eché a correr por un pasillo. El pavimento estaba cubierto de linóleo y de mugre. Todas las puertas eran metálicas y todas estaban cerradas. Había muchos desconchones en la pintura. Abrí de un golpe una puerta de incendios y me dirigí a una escalera. Al llegar al tercer piso, salí.
Vi a una vieja en el corredor.
Me sorprendió que fuera blanca. Supuse que probablemente había oído todo aquel alboroto y se había asomado a ver qué pasaba. Paré en seco. Estaba lo bastante separada de la puerta abierta de su casa para que yo pudiera pasar entre ella y la puerta…
¿Lo haría? ¿Recorrería aquel tramo para escapar?
La miré. Me miró. Y sacó un arma.
Oh, Dios…
—¿Qué busca? —preguntó.
Y me encontré respondiendo:
—¿Podría hacerme el favor de dejarme telefonear?
Pero aquella mujer no perdía comba.
—Veinte pavos.
Busqué el billetero y extraje de él los billetes. La vieja asintió con un gesto y me dejó entrar en su casa. El piso era minúsculo, y bien cuidado. Había tapetes de encaje sobre la tapicería y las mesas de madera oscura.
—Es aquí —me indicó.
El teléfono era de disco giratorio. Introduje un dedo en los diminutos agujeros. Pero me ocurrió algo muy curioso. Jamás había marcado aquel número, no había tenido necesidad de hacerlo, pero lo sabía de memoria. Seguramente los psiquiatras encontrarían aquí un campo de estudio. Al terminar de marcar, esperé.
Después de dos timbres, me respondió una voz:
—¿Sí?
—¿Tyrese? Soy el doctor Beck. Necesito que me ayudes.