24

No podía pensar en otra cosa más que en Washington Square Park. Todavía faltaban cuatro horas pero, si no se presentaba ninguna urgencia, era mi día libre. Era libre como un pájaro, como cantaba Lynyrd Skynyrd, un pájaro que no deseaba otra cosa que volar a Washington Square Park.

Iba camino de la clínica cuando el busca emitió, una vez más, su desagradable tonadilla. Con un suspiro, miré el número. Era el del móvil de Hester Crimstein y estaba codificado como urgente.

No podían ser buenas noticias.

Pasé un momento debatiéndome en la duda de si devolver la llamada o seguir volando… pero ¿para qué? Volví a la sala de reconocimiento. La puerta estaba cerrada y la palanca roja en su sitio, lo que significaba que dentro había otro médico.

Seguí pasillo adelante, doblé a la izquierda y encontré una habitación vacía en el departamento de obstetricia y ginecología de la clínica. Me sentía como un espía en campo enemigo. La sala brillaba por exceso de metal. Rodeado de estribos y otros artilugios de aire temiblemente medieval, marqué el número de teléfono.

Hester Crimstein no se molestó en saludarme.

—Beck, tenemos un gran problema. ¿Dónde está?

—En la clínica. ¿Qué pasa?

—Conteste una pregunta —dijo Hester Crimstein—. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Rebecca Schayes?

Sentí el lento y profundo latido de mi corazón.

—Ayer, ¿por qué?

—¿Y la vez anterior?

—Hace ocho años.

Crimstein soltó un taco por lo bajo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Anoche asesinaron a Rebecca Schayes en su estudio. Le dispararon dos tiros en la cabeza.

Sentí la desazón de la caída libre, esa sensación que se tiene pocos momentos antes de caer dormido. Me flaquearon las piernas. Y caí sentado en un taburete.

—¡Oh, Dios mío!…

—Beck, escúcheme. Ponga mucha atención.

Me acordaba de Rebecca, de su aspecto de ayer.

—¿Dónde estuvo anoche?

Aparté el teléfono e hice una profunda aspiración. Muerta, Rebecca estaba muerta. Era extraño, seguía recordando el brillo de su hermosa cabellera. Pensé en su marido. Pensé en las noches que le esperaban, solo en la cama, recordando aquellos cabellos desparramados sobre la almohada.

—¿Beck?

—En casa —dije—. Estuve en casa con Shauna.

—¿Y después?

—Salí a dar un paseo.

—¿Por dónde?

—Por ahí.

—¿Dónde es por ahí?

No respondí.

—Escúcheme bien, Beck, ¿me escucha? Han encontrado el arma del crimen en su casa.

Oí las palabras pero su significado tardó en abrirse camino hasta mi cerebro. La habitación se transformó de pronto en un espacio agobiante. No había ventanas. Me costaba respirar.

—¿Me oye?

—Sí —dije y, entendiendo a medias lo que acababa de oír, seguí repitiendo las mismas palabras—. No es posible.

—Mire, no hay tiempo para hablar de eso. Van a detenerle. He hablado con el fiscal del distrito. Es un cabrón de cuidado y ha decidido entregarlo.

—¿Me detendrán?

—Atienda lo que le digo, Beck.

—Yo no he hecho nada.

—Eso ahora no tiene importancia. Van a detenerlo. Van a llevarlo ante un tribunal. Conseguiremos una fianza. Estoy camino de la clínica. Voy a recogerlo. No se mueva de ahí. No diga nada a nadie. ¿Me oye? No hable con la policía, ni con los federales, ni con el compañero con quien lo encierren. ¿Me ha comprendido?

La mirada se me extravió hasta el reloj situado sobre la mesa de reconocimiento. Pasaban unos minutos de las dos. Washington Square. Pensé en Washington Square.

—No pueden detenerme, Hester.

—Todo se arreglará.

—¿En cuánto tiempo? —pregunté.

—¿En cuánto tiempo qué?

—¿Cuánto tiempo tardaré en obtener la fianza?

—No lo sé con seguridad. No creo que la fianza en sí sea un problema. Usted no tiene antecedentes. Es una persona íntegra, con raíces y vínculos en la comunidad. Es probable que tenga que entregar su pasaporte.

—¿Pero cuánto tiempo?

—¿Cuánto tiempo para qué, Beck? No le entiendo.

—Para quedar en libertad.

—Mire lo que le digo. Trataré de presionarlos, ¿de acuerdo? Pero incluso si son diligentes… no digo que vayan a serlo, tendrán que enviar sus huellas a Albany. Es la norma. Y si tenemos suerte, estoy hablando de mucha suerte, podemos conseguir que lo hagan comparecer ante el juez a medianoche.

¿Medianoche?

Un terrible pavor me atenazó el pecho como una cinta de acero. La cárcel equivalía a no poder acudir a la cita de Washington Square Park. El hilo que me unía a Elizabeth era tan frágil como el cristal veneciano. Si no podía estar a las cinco en Washington Square…

—Es imposible.

—¿Cómo?

—Tiene que pararles los pies, Hester. Conseguir que me detengan mañana.

—¿Está usted bromeando? Mire lo que le digo, es probable que ya estén ahí, que lo tengan vigilado.

Me asomé por la puerta y recorrí el pasillo con la mirada. Desde donde me encontraba sólo podía ver parte del mostrador de recepción, el extremo de la derecha, pero fue suficiente.

Había dos polis, posiblemente más.

—¡Oh, Dios mío! —exclamé, volviendo a la habitación.

—¿Beck?

—No puedo ir a la cárcel —volví a decir—. Hoy, no.

—Oiga, Beck, no me fastidie, ¿quiere? Quédese ahí. No se mueva, no hable, no haga nada de nada. Quédese sentadito en su despacho y espere. Voy enseguida.

Y colgó.

Rebecca muerta. Y se figuraban que yo la había matado. Ridículo, por supuesto, pero era indudable que ahí tenía que estar la conexión. Yo la había visto el día antes por primera vez desde hacía ocho años y la mataron esa misma noche.

¿Qué demonios estaba pasando?

Abrí la puerta y saqué la cabeza. Los polis no miraban hacia donde yo estaba. Salí al pasillo y avancé. Había una salida de emergencia en la parte posterior del edificio. Podía colarme por ella. Eso me permitiría ir hasta Washington Square Park.

¿Estaba ocurriendo todo aquello de veras? ¿Estaba huyendo de la policía?

No lo sabía. Cuando ya estaba en la puerta, me aventuré a volverme y mirar. Uno de los policías me descubrió. Me señaló con el dedo y echó a correr hacia mí.

Abrí la puerta de par en par y me lancé a la carrera.

Era increíble: yo huyendo de la policía.

La puerta de salida se cerró con estruendo y me dejó en un callejón oscuro detrás de la clínica. No conocía la calle. Aunque pueda parecer extraño, no conocía el barrio. Iba a la clínica, trabajaba y me marchaba. Trabajaba encerrado en un espacio sin ventanas, agobiado por la falta de sol, como un adusto mochuelo. Bastaba que me alejara una manzana en paralelo de mi lugar de trabajo para encontrarme en territorio totalmente desconocido.

Doblé a la derecha sin que ninguna razón particular me impulsara a hacerlo. Oí, detrás de mí, que la puerta se abría.

—¡Alto! ¡Policía!

Me llegaron las palabras. Pero no les hice caso. ¿Dispararían, quizá? Lo dudaba. No lo harían, en todo caso, por las repercusiones que podía tener disparar a un fugitivo desarmado. No era imposible, sobre todo en aquel vecindario, pero sí improbable.

No me topé con mucha gente en aquella manzana, pero los pocos que encontré me miraron con un interés que era poco más que pasajero y superficial, el mismo interés que pones cuando haces «zapping». Seguí corriendo. El mundo desfilaba ante mí como una nebulosa. Pasé como un bólido junto a un hombre de aspecto peligroso acompañado de un avieso rottweiler. Había unos viejos sentados en la esquina lamentándose de los tiempos que corrían. Mujeres cargadas con demasiadas bolsas. Chavales, a cuál más cínico, que habrían debido estar en la escuela, apoyados contra todas las cosas imaginables.

Y yo, entretanto, huyendo de la policía a todo correr.

Mi cabeza empezaba a tener dificultades para percatarse de la situación. Sentía que las piernas me flaqueaban, pero la imagen de Elizabeth mirando a la cámara me hacía seguir adelante, me daba arrestos.

Respiraba demasiado rápido.

Se habla mucho de la adrenalina, de que infunde energía y te da una fuerza asombrosa, pero tiene también su lado malo. La sensación embriaga, estás fuera de control. Potencia tus sentidos hasta la parálisis. Si no tienes las riendas del poder, te aplasta.

Me metí en un callejón, esa imagen tan habitual en la televisión, pero no tenía salida y terminaba en una hilera de contenedores de basura que eran, con toda seguridad, los más inmundos del planeta. Un hedor que tumbaba de espaldas. Hubo un tiempo, tal vez cuando LaGuardia era alcalde, en que los contenedores de basura eran verdes. Lo que quedaba de aquel verde no era más que óxido, una herrumbre que en muchos sitios había corroído y perforado el metal facilitando el paso a las ratas, que se movían a través de los agujeros como Pedro por su casa.

Busqué una vía de escape, una puerta o cualquier otra abertura, pero no vi nada. No había escapatoria. Me pasó por la cabeza la idea de romper una ventana para buscar una salida, pero las más bajas tenían barrotes.

No me quedaba otra posibilidad que volver sobre mis pasos, volver al lugar donde, sin duda alguna, la policía me estaría esperando.

Estaba atrapado.

Miré a la izquierda, a la derecha y después, aunque pueda parecer extraño, miré hacia arriba.

Las salidas de incendios.

Había varias sobre mi cabeza. Sacando fuerzas de mi gota a gota interno de adrenalina, di un salto con todo el ímpetu que me quedaba y extendí todo lo que pude los brazos… y caí de culo en el suelo. Volví a probar. No me acerqué mucho más. Las escaleras estaban muy altas.

¿Qué podía hacer?

Tal vez arrastrar un contenedor de basura, subirme a él y dar otro salto. Pero las tapaderas estaban rotas. Y aun poniéndome de pie sobre el montón de basura, no habría alcanzado la suficiente altura.

Aspiré profundamente e intenté pensar. Pero aquel hedor ya se estaba apoderando de mí, me trepaba por la nariz y hacía nido en mi interior. Retrocedí hacia la entrada del callejón.

Oí ruido de interferencias radiofónicas. Parecido a lo que emite una radio policial.

Me puse de espaldas contra el muro y presté atención.

Esconderme. Tenía que esconderme.

El ruido de las radios iba aumentando en potencia. Oí voces. Los polis se acercaban. Me sentía totalmente indefenso. Me aplasté aún más contra el muro como si la argucia pudiera servirme de algo. Como si ellos, cuando volvieran la esquina, pudieran confundirme con un cartel.

Las sirenas hicieron añicos la tranquilidad del aire.

Sonaban por mí.

Pisadas. Era evidente que se acercaban. No había más que un sitio donde esconderse.

Decidí rápidamente qué contenedor apestaría menos, cerré los ojos y me zambullí en su interior.

Leche agria. Leche muy agria. Fue el primer olor que me golpeó. Pero no el único. Había otro muy parecido al del vómito y aún peor. Y yo estaba sentado sobre aquello. Una cosa mojada y pútrida. Algo que se pegaba a mi cuerpo. La garganta optó por el reflejo de la náusea. Empecé a tener arcadas.

Oí a alguien que corría por la boca del callejón. Me aplasté hacia el fondo.

Una rata hacía sus escaramuzas por mi pierna.

Estuve a punto de gritar, pero alguna parte de mi subconsciente me impidió que me saliera la voz. ¡Oh, Dios mío, todo era tan surrealista! Contuve la respiración. Aquello ya estaba durando demasiado. Intenté respirar por la boca, pero volví a sentir náuseas. Me tapé con fuerza la nariz y la boca con la camisa. Ayudó algo, pero no mucho.

Los parásitos de radio se habían esfumado. También los pasos. ¿Había conseguido engañarles? De ser así, no duraría mucho rato. Enseguida oí nuevas sirenas de la policía que armonizaban con las anteriores, una auténtica rapsodia en azul. Los polis debían de haber recibido refuerzos. No tardaría en acercarse alguien. Escudriñarían el callejón. Y entonces, ¿qué?

Me agarré al borde del contenedor con la intención de levantarme. Me hice un corte en la palma de la mano con el metal oxidado. Me llevé la mano a la boca. Era sangre. El pediatra que llevaba dentro levantó inmediatamente la bandera de peligro del tétanos, pero el resto de mi persona sabía que el tétanos era la última de mis preocupaciones.

Escuché.

No oí ruido de pasos. No oí ruido de radios. Sólo se oía el lamento de las sirenas, pero ¿qué otra cosa podía esperar? Más refuerzos. En nuestra bella ciudad había un asesino suelto. Enseguida llegaría un gran contingente de buenos. Acordonarían la zona y lanzarían un operativo policial de captura.

¿Hasta dónde había llegado con mi carrera?

No habría sabido decirlo, pero por lo menos sabía una cosa: que no podía parar. Que debía poner distancia entre la clínica y mi persona.

Esto comportaba abandonar aquel callejón.

Me arrastré hacia la boca del callejón. Seguía sin oír pasos ni interferencias de radio. Era buena señal. Traté de pensar un momento. Huir era de por sí acertado, pero mejor habría sido saber adónde iba. Seguiría en dirección este, decidí, aunque ello supusiera introducirme en ambientes menos seguros. Recordé haber visto unos raíles.

El metro.

El metro me sacaría de allí. No tenía más que montar en un vagón, hacer varios cambios inesperados para conseguir desaparecer. Pero ¿dónde estaría la entrada más próxima?

Estaba tratando de conjurar el plano del metro que tenía en la cabeza cuando entró un policía en el callejón.

Era tan joven, iba tan acicalado, tan bien afeitado, tenía una cara tan sonrosada… Llevaba arremangadas las mangas azules de la camisa, dos torniquetes alrededor de sus bíceps hinchados. Tuvo un sobresalto, se sorprendió tanto al verme como yo de verlo a él.

Nos quedamos helados los dos, pero a él le duró a aquel estado una fracción de segundo más que a mí.

De haberme acercado a él como un boxeador o un experto en kung-fu, lo más seguro es que me hubiera saltado los dientes o dejado el cráneo hecho astillas. Pero no lo hice. Me entró pánico y actué movido por el miedo.

Me lancé directamente contra él.

Apretando con fuerza la barbilla contra el pecho, bajé la cabeza y apunté directo como un cohete hacia su centro. Elizabeth era jugadora de tenis. Una vez me dijo que, cuando tenías al contrincante junto a la red, lo mejor que podías hacer era lanzarle la pelota contra la barriga porque entonces no sabía hacia qué lado moverse. Se reducía su tiempo de reacción.

Eso es lo que ocurrió allí.

Arremetí con mi cuerpo contra el suyo y lo agarré por los hombros como se agarra un mono a una valla. Rodamos por el suelo. Levanté trabajosamente las rodillas y se las hundí en el pecho. Mantenía la barbilla baja y la parte superior de la cabeza debajo de la mandíbula del joven poli.

Aterrizamos con un golpe sordo.

Oí un crujido. Sentí un dolor punzante que bajó rebotando desde el punto donde mi cráneo tocaba con su mandíbula. El joven agente soltó un ruido como si se desinflase. Era aire que se escapaba de sus pulmones. Creo que su mandíbula se había roto. El pánico de la huida se adueñó totalmente de la situación. Me aparté de él como de un arma de descarga eléctrica.

Acababa de atacar a un agente de policía.

No había tiempo para las reflexiones. Lo único que quería era apartarme de él. Conseguí ponerme de pie y, ya estaba a punto de darme la vuelta y echar a correr, cuando sentí su mano en el tobillo. Al bajar los ojos, nuestras miradas se encontraron.

Aquel hombre estaba sufriendo y yo era el causante de su sufrimiento.

Logré restablecer el equilibrio y le solté un puntapié. Le había dado en las costillas. Esta vez el quejido que profirió era húmedo. De la boca le salía un hilo de sangre. Me parecía increíble todo lo que estaba haciendo. Le di otro puntapié. Lo bastante fuerte para que me soltara. Me había liberado.

Y entonces, eché a correr.