21

Por la mañana comí un bollo y durante cuarenta y cinco minutos seguí la dirección oeste a través de la carretera 80. La carretera 80 de Nueva Jersey es una anodina franja de asfalto. Pasado Saddle Brook más o menos, desaparecen las casas y uno discurre entre dos hileras idénticas de árboles a uno y otro lado de la carretera. Una monotonía que sólo rompen las señales que indican la frontera interestatal. Al desviarme en la salida 163, en una población de nombre Gardensville, aminoré la marcha y contemplé la hierba alta. Sentí que el corazón me palpitaba con fuerza. Jamás había estado en aquel sitio. En los últimos ocho años había eludido a propósito ese tramo de la interestatal porque sabía que allí, a menos de cien metros de donde ahora me encontraba, se había descubierto el cadáver de Elizabeth.

Comprobé las indicaciones que había impreso la noche anterior. La oficina del forense del condado de Sussex estaba en Mapquest.com, o sea que sabía perfectamente cómo trasladarme hasta allí. La fachada del edificio tenía las aberturas protegidas con persianas y en ella no se veía letrero ni indicación alguna. Era simplemente un rectángulo desnudo de ladrillo sin ninguna floritura. ¿Cómo se va a adornar con florituras un depósito de cadáveres? Llegué pocos minutos antes de las ocho y media y di una vuelta alrededor del edificio con el coche. El despacho todavía estaba cerrado. Bien.

De pronto apareció un Cadillac Seville de color amarillo canario que aparcó en un lugar reservado a Timothy Harper, inspector médico del condado. El hombre que lo conducía aplastó en el suelo, al salir, la colilla de un cigarrillo. Jamás dejará de sorprenderme la cantidad de inspectores médicos que fuman. Harper era un hombre de mi misma talla, más o menos un metro ochenta, y tenía la piel olivácea y el cabello gris, rapado. Al verme esperando en la puerta, recompuso la expresión de su rostro. La gente no va a los depósitos de cadáveres a primera hora de la mañana para que le den buenas noticias.

Se me acercó sin prisa.

—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó.

—¿El doctor Harper?

—Sí, yo mismo.

—Soy el doctor David Beck —yo también era médico, por tanto éramos colegas—. Me gustaría que me concediera un minuto.

No exteriorizó ninguna reacción al oír mi nombre. Sacó una llave y abrió la puerta.

—¿Por qué no pasa a mi despacho?

—Gracias.

Lo seguí a lo largo de un pasillo. Harper iba accionando conmutadores de luz a su paso. Los fluorescentes del techo cobraban vida rezongando uno tras otro. El suelo estaba recubierto de linóleo lleno de arañazos. El sitio tenía menos de establecimiento fúnebre que de despacho impersonal de un médico, pero tal vez ésta era la intención. Nuestros pasos levantaban ecos que se confundían con el zumbido de las luces como marcando el ritmo. Harper recogió un montón de cartas, que fue clasificando mientras caminábamos.

El despacho privado de Harper se caracterizaba por la misma austeridad. Su mesa era metálica, parecida a la de los maestros de las escuelas primarias. Las sillas eran de madera barnizada, rigurosamente funcionales. En la pared había colgados varios diplomas. Había estudiado, como yo, en la facultad de Medicina de Columbia, pero veinte años antes. No se veían fotos de familia, ni trofeos de golf, ni impresos plastificados, ni nada personal. No estaba previsto que los visitantes de aquel despacho se entretuvieran en agradable cháchara. Lo último que esperaban ver en un sitio como aquél eran los sonrientes rostros de los nietos del médico.

Entrelazando los dedos sobre la mesa, Harper dijo:

—¿Qué puedo hacer por usted, doctor Beck?

—Hace ocho años que trajeron aquí a mi esposa —comencé a decir—. Fue víctima de un asesino en serie conocido con el nombre de KillRoy.

No me tengo por particularmente sagaz en lo que a leer rostros se refiere. Las miradas a los ojos no han sido nunca mi fuerte. Para mí cuenta muy poco el lenguaje corporal. Pero, mientras observaba a Harper, no pudo por menos de sorprenderme que un inspector médico avezado, un hombre familiarizado con la muerte, palideciera de aquel modo.

—Lo recuerdo —dijo en voz baja.

—¿Fue usted quien hizo la autopsia?

—Sí. Bueno, en parte.

—¿En parte?

—Sí. También participaron las autoridades federales. Trabajamos juntos en el caso, aunque como el FBI no tiene forenses fuimos nosotros los que dirigimos las investigaciones.

—Concédame un minuto y dígame qué vio cuando le trajeron el cadáver —pregunté.

Harper se agitó en el asiento.

—¿Puedo preguntarle por qué quiere saberlo?

—Soy el marido de la víctima.

—Fue algo que ocurrió hace ocho años.

—Cada víctima lleva las cosas a su manera, doctor.

—Sí, de eso estoy seguro, pero…

—Pero ¿qué?

—Que me gustaría saber qué es lo que quiere usted.

Opté por tomar la vía directa.

—¿Sacan ustedes fotos de todos los cadáveres que pasan por aquí?

Vaciló. Me di perfecta cuenta. Y como él se dio cuenta de que yo me daba cuenta, carraspeó.

—Sí. En la actualidad nos servimos de la tecnología digital. Dicho en otras palabras, de una cámara digital. Esto nos permite almacenar en un ordenador las fotos y las diferentes imágenes. Es útil tanto para el diagnóstico como para la catalogación.

Asentí sin dar importancia a lo que me decía. Hablaba por hablar. Cuando calló, intervine:

—¿Tomó fotografías de la autopsia de mi mujer?

—Sí, por supuesto. Pero… ¿cuánto tiempo hace que, según usted, ocurrió?

—Ocho años.

—Entonces debimos sacar Polaroids.

—¿Dónde están ahora esas Polaroids, doctor?

—En los archivos.

Eché una ojeada a un imponente archivador colocado en un rincón. Parecía un centinela.

—Aquí no —se apresuró a añadir—. El caso de su esposa está cerrado. Atraparon al asesino y lo condenaron. Por otra parte, el hecho ocurrió hace más de cinco años.

—¿Dónde se supone que están los archivos, pues?

—Almacenados en un depósito especial. En Layton.

—Me gustaría ver las fotografías, si es posible.

Garrapateó una nota e indicó con un gesto de la cabeza el trozo de papel.

—Haré lo posible.

—¿Doctor?

Levantó la vista.

—Ha dicho que recuerda a mi mujer.

—Pues sí, me refiero a que la recuerdo más o menos. Aquí no hay muchos asesinatos y menos tan especiales como aquél.

—¿Recuerda el estado de su cuerpo?

—En realidad, no. Me refiero a que no recuerdo detalles.

—¿Recuerda a la persona que la identificó?

—¿No fue usted?

—No.

Harper se rascó la sien.

—Fue su padre, ¿no?

—¿Recuerda cuánto rato tardó en identificarla?

—¿Cuánto rato?

—Sí. ¿Fue inmediatamente? ¿Tardó unos minutos? ¿Cinco minutos, diez?

—Realmente, no sabría decirle.

—Según acaba usted de decir, fue un caso muy especial.

—Sí.

—¿El más especial de todos los casos en que usted ha intervenido, quizá?

—Hace unos años tuvimos aquel caso tan sonado del asesinato del repartidor de pizzas —dijo—. Pero sí, yo diría que este caso fue uno de los más extraordinarios.

—Pero usted no recuerda si su padre tuvo problemas para identificar el cadáver.

Aquello no le gustó.

—Doctor Beck, con el debido respeto quisiera decirle que no veo a adónde quiere ir a parar.

—Soy el marido agraviado y estoy haciéndole unas preguntas de lo más elementales.

—Me refiero al tono con que las hace —dijo—. Me parece hostil.

—¿No le parece el adecuado?

—¿Qué diablos quiere decir con eso?

—¿Cómo supo que mi mujer había sido víctima de KillRoy?

—No sé.

—¿Por qué intervinieron los federales?

—Había unas señales que permitían la identificación…

—¿Se refiere a que la habían marcado con la letra K?

—Sí.

De pronto todo venía rodado y me sentía muy a gusto.

—Así pues, la policía la trasladó aquí, usted la examinó y descubrió la letra K…

—No, la policía estaba aquí. Me refiero a las autoridades federales.

—¿Antes de que trajeran el cadáver?

Dirigió los ojos hacia arriba como quien trata de recordar o de inventar.

—O inmediatamente después. No lo recuerdo.

—¿Cómo se enteraron tan rápidamente de que traían aquí el cadáver?

—No lo sé.

—¿No tiene ni idea?

Harper cruzó los brazos sobre el pecho.

—Es de presumir que alguno de los agentes que estaban presentes descubrió la marca y avisó al FBI. Pero esto no es más que una conjetura.

Sentí la vibración del busca en la cadera. Le eché una ojeada. Era una urgencia de la clínica.

—Lamento la desgracia —dijo en tono expeditivo—. Comprendo su sufrimiento, pero hoy tengo una agenda muy apretada. Quizá podríamos vernos en otra ocasión…

—¿Cuánto tiempo tardará en disponer del historial de mi mujer? —pregunté.

—Ni siquiera sé si estoy autorizado a hacer el trámite. Me refiero a que primero tengo que averiguar…

—Ley de Libertad de Información.

—¿Cómo dice?

—Me he enterado esta mañana. El caso de mi mujer actualmente está cerrado. Tengo pleno derecho a inspeccionar su expediente.

Harper se vio obligado a reconocerlo —al fin y al cabo, yo no era el primero que solicitaba que le enseñaran el historial de una autopsia— y asintió con la cabeza de forma exagerada.

—Pese a todo, hay unos canales por los que estoy obligado a pasar, unos formularios que hay que cumplimentar.

—¿Son maniobras dilatorias? —pregunté.

—Perdone pero…

—Mi esposa fue víctima de un crimen espantoso.

—Lo sé.

—Y yo tengo derecho a ver el expediente de mi esposa. Si usted me pone palos en las ruedas, tengo que preguntarme por qué lo hace. Nunca me he puesto en contacto con los medios de comunicación para hablar de mi esposa ni de su asesino. Ahora tendré la satisfacción de hacerlo. Y entonces nos preguntaremos todos por qué el inspector médico local puso tantos peros a una petición tan simple como la mía.

—Esto me suena a amenaza, doctor Beck.

Me levanté.

—Volveré mañana por la mañana —dije—. Le ruego que tenga preparado el expediente de mi mujer.

Había empezado a actuar. Y me sentía francamente a gusto.