19

Plantado delante del maldito ordenador, comencé a beber como un loco. Intenté, a través de una docena de procedimientos diferentes, entrar en la página. Usé el Explorer y después el Netscape. Vacié la memoria caché y volví a cargar las páginas, me desconecté del servidor y volví a conectarme otra vez.

Pero no. Seguía recibiendo el mensaje de error.

A las diez, Shauna volvió a entrar en mi cubil. La bebida le había encendido las mejillas. Yo debía de tenerlas igual de encendidas, imagino.

—¿No ha habido suerte?

—Vete a casa —dije.

Asintió con un gesto.

—Sí, creo que será lo mejor.

A los cinco minutos llegó la limusina. Shauna caminó tambaleándose hasta el bordillo. El bourbon y el rolling rock le salían por las orejas. Como a mí.

Shauna abrió la puerta y se volvió.

—Oye una cosa, ¿no tuviste nunca la tentación de engañarla? Me refiero a cuando estabas casado.

—No —respondí.

Shauna, contrariada, hizo unos movimientos con la cabeza.

—Pues no sabes qué es arruinarse la vida.

Le di las buenas noches con un beso y me metí dentro. Seguí con los ojos clavados en la pantalla como si en ella se encerrara algo sagrado. Pero no se produjo ningún cambio.

Unos minutos más tarde Chloe se me acercó lentamente y restregó en mi mano su hocico húmedo. A través de la selva que era su pelo nuestros ojos se encontraron y habría podido jurar que la perra comprendió lo que yo sentía. No soy de los que atribuyen rasgos humanos a los perros, en parte porque sería rebajarlos, pero estoy convencido de que tienen un entendimiento básico de lo que sienten sus homólogos desde el punto de vista antropológico. Dicen que los perros huelen el miedo. ¿Por qué cuesta tanto creer que huelen también la alegría, la ira o la tristeza?

Sonreí a Chloe y le acaricié la cabeza. Me puso la pata en el brazo en un gesto reconfortante.

—¿Quieres ir a dar un paseo, cariño? —le pregunté.

La respuesta de Chloe fue ponerse a saltar como una artista del circo pero de forma mucho más acelerada. Como ya he dicho, son las pequeñas cosas las que cuentan.

El aire de la noche me cosquilleó los pulmones. Traté de concentrarme en Chloe, en su andar retozón, en el nerviosismo del rabo, pero me sentía alicaído. No es que emplee a menudo la palabra alicaído, pero ahora me parecía la adecuada.

No me había tragado del todo la hipótesis demasiado fácil de los trucos de la fotografía digital que había querido venderme Shauna. Sabía que se puede manipular una fotografía e incorporarla a un vídeo. Sabía que había otras personas que podían estar enteradas de lo que significaba la hora del beso. Sabía que se podía conseguir incluso que unos labios se movieran para pronunciar la frase: «Lo siento», Como sabía también que mi misma ansiedad podía contribuir a prestar realismo a aquella ilusión y a hacerme más receptivo a aquella añagaza.

Y lo que era todavía más cierto: la hipótesis de Shauna era infinitamente más racional que la mía, que presuponía nada menos que Elizabeth había regresado de la tumba.

A pesar de todo, había dos cosas que echaban por los suelos buena parte de aquellas verdades. En primer lugar, yo no soy de los que dejan volar la fantasía. Soy un tipo terriblemente aburrido con los pies sobre la tierra. En segundo lugar, la ansiedad podía enturbiar mis razonamientos y la fotografía digital hacer todo lo demás.

Todo sí, pero no aquellos ojos…

Sus ojos. Los ojos de Elizabeth. Me dije que no era posible modificar un vídeo digital introduciéndole datos de viejas fotografías. Aquellos ojos eran los de mi mujer. ¿Mi mente racional podía tener aquella certeza? No, era evidente. No estoy loco. Pero después de lo que había visto y de todas las preguntas que me planteaba, casi había descartado la demostración del vídeo que me había hecho Shauna. Volví a entrar en casa todavía convencido de que recibiría un mensaje de Elizabeth.

No sabía qué pensar. Seguramente el alcohol que había ingerido contribuía lo suyo en mi actitud.

Chloe se paró para dedicarse a un prolongado olisqueo. Esperé junto a un farol mientras contemplaba mi sombra alargada.

«La hora del beso».

Chloe ladró a un movimiento que acababa de producirse en la maleza. De pronto irrumpió una ardilla en plena calle. Chloe gruñó y fingió que se lanzaba en su persecución. La ardilla se detuvo y se volvió hacia nosotros. Chloe lanzó un ladrido cuyo significado era: «¡Si no estuviera sujeta con la correa, verías tú!». Pero era una baladronada. Chloe era más inofensiva que un perro de felpa.

«La hora del beso».

Incliné la cabeza como hace Chloe cuando oye un ruido desconocido. Pensé de nuevo en las imágenes de la pantalla del ordenador… y pensé también en todas las molestias que se había tomado quien fuese para mantener secreto el asunto. Pensé en el mensaje electrónico sin firmar donde se me pedía que pulsara el ratón en el hipervínculo a «la hora del beso». Y pensé en el segundo mensaje electrónico donde se abría una nueva cuenta a mi nombre.

«Vigilan…»

Había quien se molestaba y mucho en mantener secretas aquellas comunicaciones.

«La hora del beso…»

Si alguien… en fin, si Elizabeth hubiera querido enviarme un mensaje, ¿por qué no me telefoneaba o, simplemente, por qué no me enviaba directamente un mensaje electrónico? ¿Por qué tenía que hacerme saltar tantos obstáculos?

La respuesta era evidente: el secreto. Alguien, no quiero volver a nombrar a Elizabeth, quería guardar el secreto.

Y si uno tiene un secreto, de este hecho se desprende que quiere que lo sea para alguien. Y que ese alguien vigila o investiga o trata de encontrarte. O esto o que uno es un paranoico rematado. En otras circunstancias me habría alineado con los paranoicos, pero…

«Vigilan…»

¿Qué significaban exactamente aquellas palabras? ¿Quién vigilaba? ¿Los federales? Y si detrás de aquellos mensajes electrónicos estaban los federales, ¿por qué me hacían aquella advertencia? Lo que querían los federales era que yo actuase.

«La hora del beso…»

De pronto me quedé helado. Chloe volvió bruscamente la cabeza hacia mí.

¡Dios mío, qué estúpido había sido!

No se molestaron en usar la cinta adhesiva.

Tenían a Rebecca Schayes tendida en la mesa, gemía como un perro moribundo tirado en la cuneta, pero de cuando en cuando farfullaba palabras, dos o tres palabras seguidas sin ilación coherente. Estaba ya tan lejos que ni llorar podía. Habían cesado los ruegos. Todavía tenía los ojos abiertos pero la mirada era de incomprensión. Sus ojos ya no veían. En cuanto a su mente, hacía un cuarto de hora que había quedado hecha añicos sin remisión posible.

Era sorprendente que Wu no hubiera dejado señales. Ninguna señal, pero ahora Rebecca era veinte años más vieja.

Rebecca Schayes no sabía nada. El doctor Beck la había ido a ver porque estaba interesado en conocer detalles acerca de un antiguo accidente de automóvil que no era en realidad un accidente de automóvil. Había también fotografías. Beck había supuesto que las había hecho ella, pero no era así.

La sensación que le subía por las paredes del estómago, la que empezó como un simple cosquilleo cuando Larry Gandle se enteró de que habían descubierto los dos cadáveres del lago, seguía su ascensión. Pero aquella noche algo había ido mal. Esto era seguro, pese a que ahora Larry Gandle se temía que quizá todo había ido mal.

Había llegado el momento de que la verdad aflorase a la superficie.

Había consultado con su «segurata». Sí, Beck había salido a dar un paseo con el perro. Solo. Frente a las pruebas que urdiría Wu, ésa era una contundente coartada. Los federales se reirían en sus narices.

Larry Gandle se aproximó a la mesa. Rebecca Schayes miró hacia arriba y profirió un sonido que no era terrenal, una mezcla de quejido agudísimo y de risa frustrada.

Larry Gandle oprimió el arma contra la frente de Rebecca. Ésta profirió otro sonido igual que el anterior. Larry disparó dos veces y todo el mundo quedó en silencio.

Me dirigía a casa cuando recordé la advertencia.

«Vigilan».

¿Para qué correr riesgos? A tres manzanas de distancia había un Kinko. Abierto las veinticuatro horas. Al llegar a la puerta, comprendí por qué. Pese a que ya era medianoche, el local estaba atestado. Todo un tropel de ejecutivos agotados, cargados de papeles, pantallas para diapositivas y carteles.

Me puse al final de una laberíntica cola orientada por cordones de terciopelo y aguardé turno. Aquella cola me recordó las visitas a los bancos en los tiempos anteriores a los cajeros automáticos. La mujer que iba delante de mí iba vestida con traje chaqueta pese a ser medianoche y tenía unas ojeras tan marcadas como los botones de hotel. Detrás de mí había un hombre de cabello ensortijado y chándal oscuro que sacó rápidamente un móvil y empezó a pulsar las teclas.

—¿Señor?

Alguien con uniforme Kinko me indicó con el dedo a Chloe.

—No puede entrar con el perro.

Estuve a punto de decirle que ya estaba dentro, pero lo pensé mejor y me callé. La mujer del traje chaqueta permaneció impávida. El hombre de cabello ensortijado y chándal oscuro me miró y se encogió de hombros, como diciéndome: «¡Qué le vamos a hacer!». Me precipité al exterior, até a Chloe al palo de un parquímetro y volví a entrar. El hombre de cabello ensortijado me dejó ocupar mi sitio en la cola. Todavía hay buenas maneras.

A los diez minutos me encontraba en el primer lugar de la cola. El empleado de Kinko era joven y exuberante. Me indicó un terminal de ordenador y con enorme lentitud me puso al corriente del precio por minuto.

Seguí su pequeño discurso con leves movimientos de asentimiento y me introduje en la web.

«La hora del beso».

De pronto había visto claro que la clave era ésta. En el primer mensaje decía «la hora del beso», no «las seis y cuarto de la tarde». ¿Por qué? La respuesta era lógica. Era un código cifrado, por si el mensaje caía bajo miradas ajenas. Quienquiera que lo hubiera enviado, había tenido en cuenta la posibilidad de que el mensaje fuera interceptado. Quienquiera que lo hubiera enviado sabía que sólo yo sabía qué hora era la hora del beso.

Fue entonces cuando lo vi claro.

En primer lugar estaba el nombre de la cuenta. Calle del Murciélago. Cuando Elizabeth y yo éramos adolescentes, solíamos recorrer la cuesta de Morewood Street camino del campo de Little League. Allí estaba la casa de color amarillo sucio donde vivía aquella vieja repulsiva. Vivía sola y solía gritar cuando pasaban niños corriendo delante de la puerta de su casa. No hay pueblo que no tenga una de esas viejas brujas. Se les suele poner un apodo. En nuestro caso el apodo era «señora Murciélago».

Volví a Bigfoot. En la casilla reservada para el nombre del usuario tecleé la palabra Morewood.

Entretanto, junto a mí, el joven y exuberante empleado de Kinko repetía la perorata acerca del uso de la web al hombre de cabello ensortijado y chándal oscuro. Pulsé la tecla del tabulador y me trasladé a la casilla del texto para escribir la contraseña.

La otra palabra clave, «Adolescencia», era más fácil. En el primer año de bachillerato, un viernes por la noche fuimos a casa de Jordan Goldman. Éramos unos diez chicos. Jordan había descubierto un vídeo porno que su padre tenía escondido. Era la primera vez que veíamos uno de esos vídeos. Lo vimos todos y no paramos de reírnos todo el rato, nerviosos, y haciendo las acostumbradas observaciones maliciosas de rigor y sintiéndonos deliciosamente transgresores. Más adelante, cuando hubo que elegir un nombre para nuestro equipo de softball de la escuela, Jordan sugirió que utilizásemos la primera palabra del estúpido título de aquella película:

«Teenage Sex Poodles».[1]

Puse las palabras «Sex Poodles» en la contraseña. Tragué saliva y pulsé con el ratón en el icono de la entrada.

Eché una mirada al hombre de cabello ensortijado. Estaba absorto en una búsqueda de Yahoo. Volví a mirar el escritorio que tenía enfrente. La mujer del traje sastre observaba ceñuda a otro empleado de Kinko que tenía el aire feliz de la medianoche.

Me quedé a la espera de que apareciera el mensaje de error. Pero esta vez no se materializó, sino que ante mi vista se desplegó una pantalla dándome la bienvenida. En la parte superior se leía:

«¡Hola, Morewood!»

Más abajo decía:

«Tiene un mensaje en el buzón».

Mi corazón parecía un pájaro que pugnase por salir volando de la jaula de mis costillas.

Pulsé con el ratón en el icono de Mensaje Nuevo y mi pierna inició el acostumbrado bailoteo. Esta vez no había ninguna Shauna para frenarlo. A través del cristal del establecimiento veía a Chloe atada al parquímetro. Al descubrirme, comenzó a ladrar. Me llevé un dedo a los labios para ordenarle que se callara.

Entonces apareció el mensaje:

«Washington Square Park. Búscame en la esquina sureste. Mañana a las cinco.

»Te seguirán».

Y ya al final:

«Pase lo que pase, te quiero».

La esperanza, aquel pájaro enjaulado que se negaba a morir, voló libre. Me recosté en el respaldo de la silla. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas pero, por primera vez desde hacía mucho tiempo, sonreí plenamente satisfecho.

Elizabeth… seguía siendo la persona más inteligente que conocía.