12

Cuando volví a la clínica, la sala de espera estaba atiborrada de gente quejosa e impaciente. Un televisor presentaba un vídeo de La sirenita que, al llegar al final, se rebobinaba automáticamente y volvía a empezar y que, debido a tantos pases, estaba descolorido y gastado. Después de las horas pasadas con el FBI, mi estado mental estaba en sintonía con la cinta. No paraba de repetir en mi fuero interno las palabras de Carlson, que evidentemente era el chico de la película, y de tratar de imaginar qué perseguía realmente sin conseguir otra cosa que hacer el cuadro más confuso e irreal. Me provocaba, además, un dolor de cabeza galopante.

—Hola, doc.

Tyrese Barton salió a mi encuentro. Llevaba unos pantalones con bolsas en el trasero y lo que parecía una chaqueta universitaria de talla superior a la suya, un conjunto que debía de ser obra de algún diseñador que, si de momento era desconocido, no tardaría en dejar de serlo.

—Hola, Tyrese —dije.

Tyrese me dio un complicado apretón de manos que parecía más bien un paso rutinario de danza dirigido por él, que yo seguía. Él y Latisha tenían un hijo de seis años a quien llamaban TJ. Era hemofílico. Y además, ciego. Lo conocí al poco tiempo de haber irrumpido en el mundo y cuando a Tyrese le faltaban segundos para que lo detuvieran. Tyrese aseguraba que yo aquel día había salvado la vida de su hijo. Pero era una hipérbole.

A lo mejor a quien salvé fue a Tyrese.

Él estaba convencido de que aquello nos había convertido en amigos, como si él fuera el león que tenía una espina clavada en la pata y yo el ratón que se la había arrancado. Se equivocaba.

Tyrese y Latisha no llegaron a casarse nunca, pero él era uno de los pocos padres que yo había visto en la consulta. Acabó dándome un apretón de manos y dos Ben Franklins, como si yo fuera un artista de Le Cirque.

Y mirándome a los ojos me dijo:

—Ocúpese de mi hijo.

—De acuerdo.

—No hay nadie como usted, doc —me dijo tendiéndome su tarjeta de visita, en la que no figuraba nombre, dirección ni profesión alguna. Sólo el número de su teléfono móvil—. Si necesita algo, no tiene más que llamar.

—Lo tendré presente —contesté.

Sin dejar de mirarme, insistió:

—Lo que sea, doc.

—De acuerdo.

Me metí los billetes en el bolsillo. Hacía seis años que seguíamos la misma rutina. Desde que trabajaba allí, sabía mucho de traficantes de droga, pero de ninguno que hubiera estado más de seis años en el negocio.

Ni que decir tiene que no me quedé con el dinero. Se lo di a Linda para sus obras de caridad. Sé que es algo discutible desde el punto de vista legal, pero me dije que mejor que el dinero fuera a parar a obras de caridad que a manos de un traficante de drogas. No tenía ni idea del dinero que podía haber acumulado Tyrese. Cambiaba constantemente de coche, con una decidida preferencia por los BMW de cristales oscuros, y el guardarropa de su hijo estaba muy por encima de la ropa de mi armario. Sin embargo, como la madre del niño estaba acogida a la asistencia sanitaria pública, las visitas eran gratuitas.

Sé que es un desatino.

El móvil de Tyrese soltó una musiquilla de hip hop.

—Tengo que atender la llamada, doc. Negocios.

—De acuerdo —dije de nuevo.

A veces me sulfuro. ¿Quién no? Pero a pesar de toda esta niebla, aquí hay niños de verdad. Hacen sufrir. No quiero decir que todos los niños sean maravillosos. No lo son. Algunos de los que trato —lo sé muy bien— no valen nada. Pero los niños son, por lo menos, seres desvalidos. Débiles e indefensos. Créanme si les digo que he visto casos capaces de modificar la definición que uno se hace de los seres humanos.

Por eso me centro en los niños.

Estaba previsto que yo terminara mi trabajo a las doce del mediodía pero, para compensar el tiempo que me habían hecho perder los del FBI, me quedé viendo pacientes hasta las tres de la tarde. No podía sacarme de la cabeza el interrogatorio al que me habían sometido. Las fotos de Elizabeth, magullada y hecha una piltrafa, seguían atormentando mi cerebro como la más grotesca de las luces estroboscópicas.

¿Quién conocía aquellas fotografías?

La respuesta, cuando me tomé el tiempo necesario para reflexionar, me pareció obvia. Me incliné sobre el teléfono y marqué un número al que no llamaba desde hacía años pero que, pese a todo, no había olvidado.

—Schayes Photography —respondió una mujer.

—Hola, Rebecca.

—¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo estás, Beck?

—Bien. ¿Y tú?

—No muy mal. Trabajando como una condenada.

—Trabajas demasiado.

—Ahora menos. Me casé el año pasado.

—Lo sé, siento no haber llegado a tiempo para impedirlo.

—¡Bah, pamplinas!

—Bien. De todos modos, felicidades.

—¿Ocurre algo?

—Quiero hacerte una pregunta —dije.

—¡Huy, huy, huy!

—Es sobre el accidente de coche.

Oí un ruido metálico. Después, silencio.

—¿Te acuerdas del accidente de coche? ¿El que tuvo Elizabeth antes de que la mataran?

Rebecca Schayes, la mejor amiga de mi mujer, no respondió.

Carraspeé.

—¿Quién conducía el coche?

—¿Cómo? —dijo hablando a alguien fuera del teléfono—. Está bien, que espere —y después, volviendo a hablar conmigo—. Mira, Beck, acaba de surgir un contratiempo. ¿Puedo llamarte dentro de un momento?

—Rebecca…

Pero ya había colgado.

La verdad que encierra la tragedia es ésta: es buena para el alma.

El hecho es que yo soy mejor persona a causa de las muertes. Si todas las nubes están orladas de plata, hay que reconocer que en esta nube la orla es muy fina. Pero hay plata. Lo cual no significa que valga la pena ni que sea un asunto regular ni nada parecido, pero sé que ahora soy mejor que antes. Sé valorar lo importante. Tengo una comprensión más profunda del dolor humano.

Hubo un tiempo —ahora esto parece risible— en que me preocupaba por los clubes a los que pertenecía, por los coches que conducía, por los títulos universitarios que colgaría en la pared de mi casa. Todas esas monsergas relacionadas con la posición social. Quería ser cirujano porque es una profesión que fascina a la gente. Quería impresionar a mis supuestos amigos. Quería ser un gran hombre.

Como he dicho antes, risible.

Alguien diría que si ahora soy mejor, es porque he madurado. En parte tendría razón. Y gran parte del cambio obedece a que ahora estoy solo. Elizabeth y yo formábamos una pareja, una única entidad. Era tan estupenda que yo podía permitirme el lujo de valer menos que ella, como si su excelencia nos elevara a los dos, como si fuera una especie de nivelador cósmico.

Sigo diciendo que la muerte es una gran maestra. La muerte es implacable.

Me gustaría poder decir que, gracias a la tragedia, he conseguido penetrar verdades absolutas que hasta ahora no había descubierto, verdades capaces de alterar mi vida y que ahora podría transmitir. Pero no, no lo digo. Los tópicos al uso, tales como «lo importante son las personas, la vida es preciosa, el materialismo está sobrevalorado, lo que cuenta son las pequeñas cosas, hay que vivir el momento…» podría repetírselos indefinidamente. Y usted podría escuchar, pero sin asimilar lo que yo le dijese. La tragedia llama a la puerta. La tragedia se queda grabada en el alma. Uno podrá ser menos feliz, pero es mejor.

Lo más irónico de todo es que he pensado muchas veces que ojalá Elizabeth pudiera verme ahora. Pero por mucho que lo haya deseado, no creo que los muertos puedan observarnos ni creo en ninguna de las fantasías que nos forjamos para consolarnos. Creo que los muertos se van para siempre. No obstante, esto no me impide pensar: «Quizá ahora yo sea digno de ella».

Un hombre más religioso que yo podría preguntarse si es por eso por lo que ella ha vuelto.

Rebecca Schayes era una fotógrafa muy buena que trabajaba por su cuenta. Publicaban sus fotografías las revistas más prestigiosas si bien, por extraño que parezca, estaba especializada en hombres. Hombres, por ejemplo, como los atletas profesionales que aceptaban aparecer en la cubierta de GQ, solían pedir que fuera ella quien hiciera la foto. Rebecca acostumbraba a decir en tono de broma que su especial habilidad para retratar cuerpos masculinos obedecía a que había dedicado toda su vida a estudiarlos a fondo.

Encontré su estudio en la calle Treinta y dos Oeste, no lejos de Penn Station. El edificio era una especie de almacén espantoso que apestaba a los coches de caballos de Central Park que estaban alojados en la planta baja del edificio. Prescindí del montacargas y subí a pie la escalera.

Rebecca atravesaba a toda prisa el pasillo. La seguía un ayudante flaco, vestido de negro, con brazos como cañas y un vello en la cara que parecía pintado a lápiz carbón. Arrastraba dos maletas de aluminio. Rebecca seguía teniendo los mismos pelos rebeldes como pinchos de cactus que yo le recordaba, una cabellera bravía que se retorcía furiosamente y que crecía a su aire. Tenía unos ojos verdes muy separados. Si había cambiado en el curso de los últimos ocho años, yo no pude verlo.

Apenas redujo la marcha al verme.

—Llegas en mal momento, Beck.

—¡Mala suerte! —dije.

—Tengo sesión. ¿No podemos dejarlo para más tarde?

—No.

Se paró, murmuró algo al ceñudo ayudante vestido de negro y dijo:

—De acuerdo. Ven.

Su estudio tenía el techo alto y las paredes de cemento pintadas de blanco. Había muchos paraguas-pantalla, filtros negros y cables serpenteando por todas partes. Rebecca se puso a manipular un rollo de película y a hacer como que estaba muy ocupada.

—Háblame del accidente de coche —dije.

—No lo entiendo, Beck —abrió un bote, lo dejó, volvió a taparlo, volvió a abrirlo—. Hace ocho años que no nos vemos, ¿verdad? Y ahora, de pronto, me sales con esta obsesión por un accidente de coche que ocurrió hace un montón de tiempo.

Me crucé de brazos en actitud de espera.

—¿Por qué, Beck? Después de tanto tiempo. ¿A qué vienen esas ganas de saber?

—Contéstame.

Rebecca seguía rehuyendo la mirada. La cabellera indómita le tapaba la mitad de la cara, pero no se molestaba en apartarla.

—La echo de menos, Beck —dijo—. Y a ti también.

No le respondí.

—Te llamé.

—Lo sé.

—Traté de establecer contacto contigo. Quería estar a tu lado.

—Lo siento —dije.

Y era verdad. Rebecca había sido la mejor amiga de Elizabeth. Habían compartido un piso cerca de Washington Square Park antes de que yo me casara con Elizabeth. Habría debido contestar a sus llamadas, invitarla, hacer algo. Pero no hice nada.

El dolor puede ser muy egoísta.

—Elizabeth me dijo que habíais tenido un accidente de coche sin importancia —proseguí—. Por culpa de ella, según me dijo. Apartó los ojos de la carretera. ¿Es verdad?

—¿Qué puede eso arreglar?

—Alguna cosa.

—¿Cómo?

—¿De qué tienes miedo, Rebecca?

Ahora le tocó a ella el turno de callarse.

—¿Hubo accidente o no?

Se le vencieron los hombros como si acabaran de segarle alguna cosa por dentro. Hizo unas cuantas inspiraciones profundas y mantuvo baja la cabeza.

—No lo sé.

—¿Por qué dices que no lo sabes?

—También a mí me dijo que había sido un accidente de coche.

—¿No ibas con ella?

—No, tú estabas fuera de la ciudad, Beck. Una noche, al llegar a casa, encontré a Elizabeth. Tenía todo el cuerpo magullado. Al preguntarle qué le había pasado, me dijo que había tenido un accidente de coche y que, en caso de que alguien me hiciera alguna pregunta, dijese que el accidente había sido con mi coche.

—¿Si alguien te hacía alguna pregunta?

Rebecca levantó por fin los ojos.

—Creo que se refería a ti, Beck.

Hice un esfuerzo para asimilar las palabras.

—¿Qué ocurrió, en realidad?

—No me lo dijo.

—¿La llevaste a un médico?

—No me dejó —Rebecca me dirigió una mirada extraña—. Sigo sin saber nada. ¿Por qué me haces estas preguntas ahora?

«No se lo digas a nadie».

—Sólo porque quiero tener detalles más precisos.

Asintió, pero vi que no se tragaba mis palabras. Ninguno de los dos era particularmente mentiroso.

—¿Sacaste fotos?

—¿Fotos?

—De las heridas que había sufrido en el accidente.

—¡Dios, no! ¿Por qué iba a sacar fotos?

Una pregunta realmente lógica. Me quedé sentado reflexionando sobre todo aquello. No sé cuánto rato.

—¿Beck?

—Sí.

—Tienes muy mal aspecto.

—Tú no —dije.

—Estoy enamorada.

—Te sienta bien.

—Gracias.

—¿Es buen chico?

—No podría ser mejor.

—Entonces, quizá te merece.

—Quizá —echó hacia delante el cuerpo para besarme en la mejilla. Me agradó, me sentí reconfortado—. Ha ocurrido algo, ¿verdad?

Esta vez opté por la verdad.

—No lo sé —contesté.