9

Aparqué en una zona situada a dos manzanas de la clínica. Nunca era posible hacerlo a menos de una manzana.

Ante mí se materializaron el sheriff Lowell y dos hombres con un corte de pelo moderno y trajes grises. Los hombres trajeados estaban apoyados en un gran Buick marrón. Físicamente eran distintos. Uno era alto, delgado y blanco, el otro bajo, gordo y negro. Juntos eran como la bola un momento antes de derribar el último bolo. Los dos hombres me sonrieron. Lowell, no.

—¿El doctor Beck? —preguntó el bolo, o sea el alto y blanco.

Su aspecto era impecable: cabello engominado, pañuelo doblado en el bolsillo, corbata anudada con precisión sobrenatural, gafas de diseño con montura de concha como las que llevan los actores cuando quieren estar elegantes.

Miré a Lowell. No dijo nada.

—Sí.

—Soy el agente especial Nick Carlson de la Oficina Federal de Investigación —prosiguió el de aspecto impecable—. Y éste es el agente especial Tom Stone.

Los dos hicieron fulgurar sus relucientes insignias. Stone, el más bajo y arrugado de los dos, se subió bien los pantalones y me saludó con un movimiento de la cabeza. Al abrir la puerta trasera del Buick, dijo:

—¿Le importaría acompañarnos?

—Dentro de quince minutos me esperan mis pacientes —dije.

—Nos hemos ocupado de este extremo —puntualizó Carlson, indicándome la puerta con su largo brazo como quien muestra el premio al que puede aspirar el concursante en caso de acertar—. Tenga la bondad.

Me senté en la parte de atrás. Carlson se puso al volante. Stone se comprimió en el asiento frontal de pasajero. Lowell no subió al coche. No nos movimos de Manhattan, pero el trayecto duró casi cuarenta y cinco minutos. Llegamos al centro comercial de Broadway, cerca de la calle Duane. Carlson detuvo el coche delante de un edificio de oficinas en el que se leía: 26 Federal Plaza.

El interior era el típico de los edificios de oficinas. Hombres sorprendentemente bien trajeados se movían de un lado a otro con tazas de café de diseño. También había mujeres, pero en franca minoría. Entramos en una sala de juntas. Me invitaron a que me sentara, lo que hice enseguida. Me disponía a cruzar las piernas, pero no me pareció oportuno hacerlo.

—¿Pueden decirme qué pasa? —inquirí.

Carlson, el bolo blanco, tomó la palabra.

—¿Le servimos algo? —me preguntó—. Hacemos el peor café del mundo, si le interesa probarlo.

Quedaban explicadas las tazas de diseño. Me sonrió. Yo también le sonreí.

—Es tentador, pero no, gracias.

—¿Y un refresco? ¿Hay refrescos, Tom?

—¡Claro, Nick! Hay Coca, Sprite, lo que el doctor desee.

Volvieron a sonreír.

—No, estoy bien, gracias —dije.

—¿Snapple? —aventuró Stone.

Volvió a tirarse de los pantalones. Su estómago tenía una redondez que hacía difícil que no le resbalara nada que quisiera ceñir a su cintura.

—Tenemos un montón de variedades diferentes.

A punto estuve de aceptar para terminar de una vez, pero acabé por declinar educadamente el ofrecimiento. Sobre la mesa, que era una especie de conglomerado revestido de fórmica, no había más que un gran sobre de papel manila. Como no sabía qué hacer con las manos, las puse sobre la mesa. Stone avanzó a mi lado caminando como un pato y no se movió de allí. Carlson, que seguía llevando la voz cantante, se sentó en el ángulo y clavó en mí sus ojos.

—¿Qué sabe de Sarah Goodhart? —preguntó Carlson.

No sabía qué contestar, por lo que continué estudiando los diferentes aspectos de la situación sin que se me ocurriera nada.

—¿Doc?

Levanté la vista hacia él.

—¿Por qué quiere saberlo?

Carlson y Stone intercambiaron una mirada rápida.

—En una investigación que tenemos entre manos ha surgido el nombre de Sarah Goodhart —dijo Carlson.

—¿Qué investigación? —pregunté.

—Prefiero no entrar en detalles.

—No lo entiendo. Me gustaría saber qué tengo que ver yo en todo esto.

Carlson se tomó todo el tiempo del mundo para soltar un suspiro. Lanzó una mirada a su rotundo compañero y de pronto se esfumaron todas las sonrisas.

—Una cosa, Tom, ¿hago, quizá, una pregunta complicada?

—No, Nick, creo que no.

—Yo tampoco —Carlson volvió sus ojos hacia mí—. Quizá a usted no le gusta mi forma de preguntar, doc. ¿Es eso?

—Sí, siempre encuentran peros en la práctica, Nick —intervino Stone—. Ponen objeciones a la forma de preguntar.

—Así es, Tom, así es. Y después añaden: «Voy a reformular la pregunta». Esto o alguna cosa parecida.

—Sí, alguna cosa parecida.

Carlson me miró y dijo:

—Permítame que reformule la pregunta, pues: ¿Le dice a usted algo el nombre de Sarah Goodhart?

Aquello no me gustaba ni pizca. No me gustaba la actitud de los dos hombres ni el hecho de que hubieran sustituido a Lowell ni que me acribillaran de aquel modo en aquella sala de juntas. Eran ellos quienes debían averiguar qué significaba el nombre. No era tan difícil como eso. Bastaba con leer el nombre completo de Elizabeth y su domicilio. Pero opté por pisar con cuidado.

—El segundo nombre de mi mujer es Sarah —dije.

—El segundo nombre de mi mujer es Gertrude —dijo Carlson.

—¡Oh, Nick, vaya nombrecito!

—¿Cuál es el segundo nombre de tu mujer, Tom?

—McDowd. Es un apellido.

—Me gusta esa costumbre. Eso de usar un apellido como segundo nombre. Es una manera de honrar a los antepasados.

—A mí también me gusta, Nick.

Los dos hombres dirigieron sus miradas hacia mí.

—¿Cuál es su segundo nombre, doc?

—Craig —dije.

—Craig —repitió Carlson—. Perfecto, o sea que si yo le preguntase, por ejemplo… —hizo un gesto teatral con los brazos— si el nombre de Craig Dipwad le decía algo, usted me soltaría inmediatamente: «Mi segundo nombre es Craig», ¿verdad?

Carlson volvió a fulminarme con los ojos.

—Supongo que no —contesté.

—Supongo que no. Entonces vamos a intentarlo de nuevo: ¿le suena a usted el nombre Sarah Goodhart? ¿Sí o no?

—¿Se refiere a si lo he oído alguna vez?

—¡Por Dios! —exclamó Stone.

Carlson se puso rojo como un pimiento.

—¡Vaya, ahora hacemos ejercicios de semántica!, ¿verdad, doc?

En esto tenía razón. Me estaba portando como un estúpido. No hacía más que dar palos de ciego y, además, aquella última línea del mensaje electrónico —«No se lo digas a nadie»— no paraba de destellar en mi cabeza como un anuncio de neón. Me encontraba sumido en un mar de confusión. Tenían que saber forzosamente quién era Sarah Goodhart. Aquello no era más que una prueba para ver si estaba dispuesto o no a colaborar. Eso era. Tal vez era eso. Pero ¿en qué iba a colaborar?

—Mi mujer vivió en Goodhart Road —dije. Los dos hombres retrocedieron un poco como si quisieran dejarme más espacio y se quedaron con los brazos cruzados. Me habían conducido hasta un pozo de silencio en el que yo, tontamente, había caído—. Por esto he dicho antes que el segundo nombre de mi mujer era Sarah. Al oír el nombre Goodhart he pensado en ella.

—¡Claro, porque su mujer vivió en Goodhart Road! —dijo Carlson.

—Sí —volví a decir.

—Lo encuentro perfectamente lógico —dijo Carlson mirando a su compañero—. ¿No lo encuentras lógico, Tom?

—Completamente —asintió Stone, dándose unas palmadas en el estómago—. No es que quisiera eludir la respuesta ni muchísimo menos. Simplemente, la palabra Goodhart ha actuado como catalizador.

—Ni más ni menos. La palabra Goodhart le ha hecho pensar en su mujer.

Volvieron a mirarme. Pero esta vez me obligué a mantenerme callado.

—¿Utilizó su mujer alguna vez el nombre Sarah Goodhart? —preguntó Carlson.

—¿A qué se refiere cuando dice utilizar?

—A si alguna vez dijo: «¡Hola, soy Sarah Goodhart!» o si se sacó algún documento con este nombre o si se registró con él en las páginas calientes del sitio que fuese.

—No —dije.

—¿Está seguro?

—Sí.

—¿De veras?

—Sí.

—¿No necesita otro catalizador?

Me erguí en la silla y decidí hacer una exhibición de energía.

—No me gusta su actitud, agente Carlson.

Volvió a su rostro aquella sonrisa de dentífrico, aunque como híbrido cruel de su forma anterior. Levantó la mano y dijo:

—Perdone usted, tiene razón, he cometido una falta de educación.

Miró a su alrededor como si pensara en lo que había de decir a continuación. Esperé.

—¿Pegó usted alguna vez a su mujer, doc?

La pregunta me cayó como un trallazo.

—¿Cómo?

—¿Cómo? ¿Se escandaliza acaso? ¿No le gusta pegar a las mujeres?

—¿Qué dice? ¿Está loco?

—¿Cuánto cobró de los seguros cuando murió su esposa?

Me quedé helado. Le miré a los ojos y después miré a Stone. Los dos eran totalmente opacos. Me parecía increíble lo que estaba oyendo.

—Pero bueno, ¿quieren decirme qué es esto?

—Limítese a contestar la pregunta. A menos, por supuesto, que haya algo que no quiera decirnos.

—No es ningún secreto —dije—. Era una póliza de doscientos mil dólares.

Stone soltó un silbido.

—¿Doscientos de los grandes porque se te muere la mujer? Oye, Nick, ¿dónde apuntan para eso?

—Es un seguro de vida muy alto para una mujer de veinticinco años.

—Su primo estaba empezando a trabajar en State Farm —dije, notando que mis palabras se atropellaban y se montaban una sobre otra, pero lo bueno del caso era que, aunque yo no había hecho nada censurable, o por lo menos no lo que ellos pensaban, empezaba a sentirme culpable. Era una sensación extraña. Me notaba las axilas húmedas de sudor—. Mi mujer quería ayudarlo. Por eso suscribió esa póliza tan importante.

—Todo un detalle de su parte —dijo Carlson.

—No se le puede negar —se sumó Stone—. La familia es una cosa muy importante, ¿no cree?

No dije nada. Carlson volvió a sentarse en el ángulo de la mesa. De su rostro había vuelto a desaparecer la sonrisa.

—Míreme, doc.

Lo miré. Sus ojos trepanaron los míos. Conseguí sostener la mirada, pero me costó un esfuerzo ímprobo.

—Conteste mi pregunta esta vez —dijo lentamente—. Y no se sorprenda ni se sienta insultado. ¿Pegó usted alguna vez a su mujer?

—No, nunca —dije.

—¿Ni una vez siquiera?

—Ni una vez siquiera.

—¿Ni un empujón siquiera?

—No, nunca.

—¿No la atacó nunca de alguna forma en un momento de enfado? ¿Qué quiere que le diga? Lo hemos hecho todos, doc. Un sopapo que se te escapa… No es ningún crimen. Es algo natural en cuestiones de corazón, ya sabe a qué me refiero.

—Jamás en la vida pegué a mi mujer —dije—. No le di nunca ningún empujón, no le di nunca ninguna bofetada, no la ataqué de ningún modo movido por la ira. ¡Nunca!

Carlson miró a Stone.

—¿Te basta con esto, Tom?

—Por supuesto, Nick. Acaba de decir que no le pegó nunca y a mí me basta con esto.

Carlson se rascó la barbilla.

—A menos que…

—¿A menos que qué, Nick?

—A menos que pueda ofrecer al doctor Beck otro catalizador.

Los ojos de los dos volvieron a clavarse en mí. La respiración me resonaba en los oídos, trabajosa e irregular. Me sentía aturdido. Carlson aguardó un momento antes de coger el gran sobre de papel manila. Se concedió un buen rato y desató parsimoniosamente el cordel con que estaba atado con sus dedos largos y elegantes y a continuación levantó la solapa, alzó el sobre y dejó caer su contenido sobre la mesa.

—¿Qué le parece esto como catalizador, doc?

Eran fotografías. Carlson las empujó hacia mí. Al mirarlas, sentí que el agujero de mi corazón iba en aumento.

—¿Doctor Beck?

Clavé los ojos en las fotos. Extendí los dedos con gesto inseguro y las toqué.

Elizabeth.

Eran fotos de Elizabeth. La primera era una ampliación de su rostro. Estaba de perfil y con la mano derecha se apartaba el cabello de la oreja. Tenía un ojo hinchado y amoratado. En el cuello, debajo de la oreja, tenía un corte profundo y más magulladuras.

Parecía haber llorado.

En otra foto aparecía de cintura para arriba. La única prenda que llevaba era el sujetador y señalaba con la mano una gran mancha que tenía en las costillas. Sus ojos también estaban bordeados de rojo. La luz era extrañamente dura, como si el foco tratara de poner de relieve el cardenal y hacerlo más evidente a la lente.

Había tres fotos más, todas tomadas desde diversos ángulos y que presentaban diversas partes del cuerpo. En todas eran visibles otros cortes y moretones.

—¿Doctor Beck?

Levanté bruscamente los ojos. Casi me sobresaltó verlos en la habitación. Sus expresiones eran neutras, pacientes. Miré a Carlson, después a Stone, después de nuevo a Carlson.

—¿Se figuran que esto se lo hice yo?

Carlson se encogió de hombros.

—Usted nos lo dirá.

—Por supuesto que no.

—¿Sabe usted cómo se hizo su mujer estas contusiones?

—En un accidente de automóvil.

Se miraron el uno al otro como si acabase de decirles que mi perro se me había comido los deberes.

—Se pegó un batacazo terrible —expliqué.

—¿Cuándo fue eso?

—No lo recuerdo exactamente. Tres o cuatro meses antes… —las palabras se me atragantaron un momento— antes de morir.

—¿Fue al hospital?

—No, no creo.

—¿No cree?

—Yo no estaba con ella.

—¿Dónde estaba usted?

—Estaba haciendo un taller de pediatría en Chicago. Me dijo lo del accidente cuando regresé.

—¿Cuánto tiempo tardó en decírselo?

—¿Después del accidente?

—Sí, doc, después del accidente.

—Pues no sé. Al cabo de dos o tres días seguramente.

—¿Ya estaban ustedes casados?

—Hacía unos meses.

—¿Por qué no se lo dijo enseguida?

—Me lo dijo enseguida. Quiero decir que me lo dijo en cuanto llegué. Supongo que no quería preocuparme.

—Ya comprendo —dijo Carlson. Miró a Stone. No se molestaron en disfrazar su incredulidad—. O sea que fue usted quien sacó las fotos, ¿verdad, doc?

—No —dije, y en cuanto lo hice deseé no haberlo dicho.

Intercambiaron otra mirada, sedientos de sangre. Carlson inclinó la cabeza y se acercó un poco más.

—¿Había visto usted esas fotografías? —preguntó.

No dije nada. Se quedaron esperando. Pensé en la pregunta. La respuesta era no, pero… ¿de dónde las habían sacado? ¿Por qué no estaba enterado yo de su existencia? ¿Quién había sacado aquellas fotos? Miré a los dos hombres a la cara, pero su expresión no dejaba traslucir nada.

Es muy sorprendente, sobre todo cuando uno se detiene a reflexionar sobre la cuestión, que las lecciones más importantes sobre la vida nos lleguen a través de la televisión. La inmensa mayoría de conocimientos que tenemos sobre interrogatorios, derechos Miranda, autoacusaciones, contrainterrogaciones, listas de testigos, sistemas de jurado, han llegado hasta nosotros a través de Policías de Nueva York, Ley y Orden y otras producciones semejantes. Ahora mismo, si yo le arrojase a usted una pistola y le ordenase disparar, usted haría lo que ha visto hacer en la televisión a otras personas en las mismas circunstancias. Y si yo le dijese que buscase un «sabueso», sabría de qué le estoy hablando en caso de haber visto Mannix o Magnum.

Les miré e hice la pregunta clásica:

—¿Sospechan de mí?

—¿En qué aspecto?

—En cualquier aspecto —contesté—. ¿Sospechan que he cometido algún delito?

—Es una pregunta muy vaga, doc.

La respuesta también era vaga. No me gustaba nada el cariz que estaba tomando el asunto. Por eso me decidí por algo que también había aprendido en la televisión.

—Quiero llamar a mi abogado —dije.