Max silbaba mientras se servía el café. Silbaba la melodía del peripuesto pingüino de porcelana, que le parecía de lo más ajustada a su humor. Tenía planes. Grandes planes. Un paseo en coche a lo largo de la costa, cenar en algún lugar con magníficas vistas y una larga y agradable caminata por la playa.
Bebió un sorbo de café, se escaldó la lengua y sonrió.
Estaba viviendo un romance.
—Vaya, es agradable ver a alguien de tan buen humor a primera hora de la mañana.
Coco entró en la cocina. Se había teñido el pelo de un negro azabache la noche anterior y el resultado la había dejado en un agradable estado mental.
—¿Qué te parecerían unas tortitas de arándanos?
—Estás guapísima.
Coco sonrió radiante mientras se ponía un delantal con volantes.
—Vaya, gracias, querido. Una mujer necesita cambiar de aspecto de vez en cuando, como siempre digo. De esa forma se mantiene a los hombres alerta —después de sacar un enorme cuenco del armario, lo miró—. Yo diría, Max, que también tú tienes muy buen aspecto esta mañana. El aire del mar o… algo, parece sentarte muy bien.
—Este lugar es maravilloso. Nunca podré agradeceros lo suficiente que me hayáis dejado quedarme aquí.
—Tonterías.
Y con su particular y desordenado estilo, comenzó a mezclar ingredientes en el cuenco. A Max nunca dejaba de sorprenderlo que pudiera cocinar de forma tan descuidada y después obtener tan exquisitos resultados.
—Tenía que ser así. Lo supe desde el momento en el que Lilah te trajo a casa. Ella se ha pasado la vida trayendo cosas a casa. Pájaros heridos, conejos casi recién nacidos. Incluso una vez trajo una serpiente —se llevó la mano al pecho al recordarlo—. Esta ha sido la primera vez que ha traído a un hombre inconsciente. Así es Lilah —continuó, batiendo alegremente la mezcla mientras hablaba—. Siempre actuando de manera inesperada. También tiene mucho talento. Conoce todos esos términos latinos para las plantas, las costumbres migratorias de los pájaros y todas esas cosas. Y cuando está de humor, dibuja magníficamente.
—Lo sé. He visto los dibujos de su habitación.
Coco lo miró de reojo.
—¿Ah sí?
—Yo… —dio un rápido sorbo a su café—. Sí. ¿Quieres una taza?
—No. Me tomaré el café cuando haya terminado con esto —«vaya, vaya», pensó, aquella historia estaba siendo preciosa, las cartas no mentían—. Sí, nuestra Lilah es una mujer fascinante. Es muy testaruda, como las otras, pero de una forma natural y engañosamente afable. Yo siempre he dicho que en cuanto llegara el hombre adecuado, reconocería lo especial que es —sin apartar la mirada de Max, lavó y secó los arándanos—. Ese hombre tiene que ser paciente, pero no maleable. Suficientemente fuerte para evitar que se desvíe demasiado y suficientemente sabio como para no intentar cambiarla —mezcló los arándanos con la mantequilla y sonrió—. Pero, claro, si amas a una persona, ¿por qué vas a intentar cambiarla?
—Tía Coco, ¿estás acribillando a preguntas al pobre Max? —Lilah entró bostezando en la cocina.
—Qué cosas dices —Coco calentó la plancha y chasqueó la lengua—. Max y yo estamos teniendo una conversación muy agradable, ¿verdad, Max?
—Fascinante, de hecho.
—¿De verdad? —Lilah le quitó la taza a Max y, como este no se movía, se inclinó para darle un beso de buenos días. Vio que Coco se frotaba las manos—. Lo tomaré como un cumplido y, como veo tortitas de arándanos en el horizonte, no me quejaré.
Encantada con aquel beso, Coco canturreaba mientras sacaba los platos.
—Te has levantado temprano esta mañana.
—Se está convirtiendo en un hábito —dio un sorbo al café de Max y le dirigió a este una sonrisa—. Un hábito con el que pronto tendré que acabar.
—El resto de la familia entrará en tropel de un momento a otro —y a Coco no había nada que le gustara más que tener a todos sus polluelos reunidos—. Lilah, ¿por qué no te sientas a la mesa?
—Definitivamente, tendré que acabar con esa costumbre —con un suspiro, le devolvió a Max su café, pero besó a Coco en la mejilla—. Me gusta tu pelo. Muy francés.
Haciendo un ruido que recordaba a una risa, Coco comenzó a batir la mantequilla.
—Pon la vajilla buena, querida. Tengo la sensación de que hay algo que celebrar.
Caufield colgó el teléfono y cedió a la rabia. Golpeó el escritorio con los puños, desgarró varios folletos a mordiscos y terminó estampando un jarrón de cristal contra la pared. Como no era la primera vez que lo veía en aquel estado, Hawkins decidió apartarse hasta que se calmara.
Después de respirar hondo tres veces, Caufield volvió a sentarse. La violencia de su mirada se desvaneció de sus ojos mientras se retorcía las manos.
—Parece que somos víctimas del destino, Hawkins. El coche que llevaba nuestro buen profesor está registrado a nombre de Catherine Calhoun St. James.
Con un juramento, Hawkins se separó de la pared sobre la que estaba recostado.
—Te dije que todo este asunto apestaba. Se supone que ese tipo debería estar muerto. Y lo que hizo fue caer directamente en su regazo. Seguro que les habrá contado todo.
Caufield juntó las puntas de los dedos.
—Oh, seguramente.
—Y si te reconoció…
—No me reconoció —con un férreo control, Caufield entrelazó los dedos y posó las manos en el escritorio—. Si me hubiera reconocido, no me habría saludado. No es suficientemente avispado —al sentir que los dedos se tensaban, los relajó intencionadamente—. Ese hombre es estúpido. Yo aprendí más en un año en las calles que él durante todos esos años en la universidad. Al fin y al cabo, estamos aquí y no en un yate.
—Pero lo sabe todo —insistió Hawkins, haciéndose sonar los nudillos—. A estas alturas, todos estarán enterados de nuestros planes y tomarán precauciones.
—Lo que añade un poco de pimienta a nuestro juego. Y ya es hora de empezar a jugar. Puesto que el doctor Quartermain se ha unido a las Calhoun, creo que ha llegado el momento de acercarme a una de esas damas.
—Estás loco.
—Ten cuidado, amigo —dijo Caufield sin elevar la voz—. Si no te gustan mis reglas, no tienes nada que hacer aquí.
—Yo fui el que pagó ese maldito yate —Hawkins se pasó una mano por el pelo—. Y ya le he dedicado a este asunto más de un mes de trabajo. Estoy haciendo una inversión.
—Entonces déjame terminarlo.
Con expresión pensativa, Caufield se levantó y se acercó a la ventana. Había unas hermosas flores en el exterior. Unas flores que le recordaron que había recorrido un largo camino desde que se movía por las barriadas del sur de Chicago. Con las esmeraldas, podría llegar incluso más lejos.
Quizá a una hermosa localidad de los mares del sur en la que podría relajarse y refrescarse mientras la Interpol lo buscaba. Ya tenía un pasaporte nuevo, un nuevo pasado y un nuevo nombre en la reserva.
Y una considerable suma de dinero produciéndole intereses en un banco suizo.
Había dedicado a aquellos negocios la mayor parte de su vida y con bastante éxito. No necesitaba las esmeraldas solo por el dinero que podía obtener al venderlas, pero las quería. Y pensaba hacerse con ellas.
Mientras Hawkins caminaba y continuaba machacándose los nudillos, Caufield permanecía asomado a la ventana.
—Por cierto, ahora que me acuerdo, durante mi breve amistad con la adorable Amanda, esta me comentó que su hermana Lilah era la que más información tenía sobre Bianca. Quizá también sea ella la que más sabe de las esmeraldas.
Al menos eso tenía algún sentido para Hawkins.
—¿Vas a secuestrarla?
Caufield hizo una mueca.
—Ese es tu estilo, Hawkins. Concédeme al menos el mérito de ser algo más refinado. Creo que haré una visita a Acadia. Dicen que las excursiones son muy informativas.
Lilah siembre había preferido los largos y soleados días del verano. Aunque sentía que también las noches de viento y tormenta del invierno tenían algo que merecía la pena. Pero ella prefería el verano. Nunca llevaba reloj. El tiempo era algo que debía ser apreciado solo por su existencia, no algo de lo que hubiera que estar pendiente. Pero, por primera vez desde que ella podía recordar, quería que el tiempo volara.
Lo echaba de menos.
No importaba lo ridícula que eso pudiera hacerle sentir. Estaba enamorada y encantada con ello. Y como el sentimiento era tan fuerte, se resentía de cada hora que pasaba separada de Max.
Era un sentimiento muy fuerte. Se había enamorado de su dulzura y de su bondad. Había reconocido su inseguridad y, como tantas veces había hecho con las alas y las garras rotas de los pajarillos, había intentado arreglarla.
Todavía amaba todas aquellas cosas, pero después del tiempo pasado a su lado, había visto facetas diferentes de Max.
Él había sido… magistral. Hizo una mueca al pensar en aquel término que, estaba segura, podría ser considerado ofensivo. Pero no lo era en el caso de Max. Había sido esclarecedor.
Él se había hecho cargo de todo. La había llevado por donde había querido, pensó con una intensa punzada de excitación. Aunque todavía la molestaba haber sido comparada con una alumna difícil, no podía menos que admirar su técnica. Max se había limitado a permanecer fiel a sus intenciones y a llevarlas a cabo.
Ella era la primera en admitir que habría sido capaz de dejar petrificado a cualquier otro hombre que hubiera intentado lo mismo con unas cuantas palabras bien elegidas. Pero Max no era cualquier otro hombre.
Y esperaba que él mismo comenzara a creerlo.
Mientras su mente vagaba, mantenía la mirada fija en el grupo. El estanque Jordan era un lugar privilegiado y aquel día el grupo era especialmente numeroso.
—Por favor, no hagan ningún daño a la vida vegetal. Sé que las flores son muy tentadoras, pero tenemos miles de visitantes que disfrutan con ellas en su emplazamiento natural. Las hojas amarillas que flotan en la superficie son espantalobos, una flor muy común en la mayor parte de los estanques de Acadia. La planta flota gracias a unas vejigas diminutas que le sirven también para atrapar pequeños insectos.
Con unos viejos vaqueros y una andrajosa mochila, Caufield escuchaba su conferencia. Tras las gafas negras, sus ojos observaban con atención. Prestaba atención a aquella conversación sobre plantas y ciénagas que no significaba nada para él. Y tuvo que contener un gesto de desprecio cuando el grupo jadeó admirado cuando una garza voló sobre sus cabezas para llegar a uno de los estanques que había a varios metros de allí.
Fingiéndose fascinado por aquella imagen, alzó la cámara que llevaba al cuello y disparó algunas fotografías al pájaro, a las orquídeas silvestres e incluso a una rana toro que flotaba sobre una hoja.
Pero lo que estaba haciendo era esperar el momento oportuno para acercarse a Lilah.
Esta continuaba hablando animadamente, contestando las preguntas a medida que caminaban al borde del agua. Se acercó a darle explicaciones a una cansada madre que llevaba a su pequeño en el regazo y le señaló una familia de patos negros.
Cuando la explicación hubo terminado, el grupo quedó libre para rodear al estanque o volver a sus coches.
—¿Señorita Calhoun?
Lilah miró a su alrededor. Ya se había fijado en aquel excursionista barbudo, aunque este no había hecho ninguna pregunta durante el trayecto. Había un deje sureño en su voz.
—¿Si?
—Quería decirle que me ha parecido magnífica su explicación. Doy clase de geografía en un instituto y cada verano me premio con un viaje a un parque natural. Y tengo que decirle que es usted una de las mejores guías con las que me he encontrado.
—Gracias —sonrió, aunque era un gesto natural en ella, sintió cierta reluctancia en el momento de tenderle la mano. No reconocía a aquel sudoroso y barbudo excursionista, pero había algo en él que la inquietaba—. Tendrá que visitar el Centro de la Naturaleza mientras esté aquí. Espero que disfrute de su estancia.
El supuesto profesor la agarró del brazo. Era un movimiento natural, en absoluto demandante, pero a Lilah le resultó intensamente desagradable.
—Si tiene un minuto, me gustaría que pudiéramos mantener una pequeña conversación mano a mano. Me gusta ofrecerles a los chicos un informe completo cuando comienza el colegio. Muchos de ellos nunca han visto el interior de un parque.
Lilah se obligó a sacudirse su recelos. Aquel era su trabajo, se recordó a sí misma, y le gustaba hablar con personas que demostraban un sincero interés.
—Estaría encantada de contestarle algunas preguntas.
—Magnífico —sacó una libreta de notas y comenzó a escribir cuidadosamente en ella.
Lilah se relajó ligeramente ofreciéndole una información más profunda de la que la media del grupo requería.
—Ha sido muy amable. Me pregunto si podría invitarla a un café o a un sándwich.
—No es necesario.
—Pero sería un placer.
—Tengo otros planes, pero gracias.
El profesor no perdió la sonrisa.
—Bueno, voy a estar por aquí unas cuantas semanas. Quizá en otra ocasión. Sé que esto le resultará extraño, pero juraría que la he visto antes. ¿Alguna vez ha estado en Raleigh?
Todos los instintos de Lilah se habían puesto en alerta y estaba deseando alejarse de él.
—No, nunca he estado.
—Pues es increíble —sacudió la cabeza, como si no diera crédito—. Me resulta tan familiar. Bueno, gracias, será mejor que me vaya —comenzó a volverse y de pronto se detuvo—. Ya lo sé. La prensa. Las esmeraldas. He visto su fotografía. Usted es la mujer de las esmeraldas.
—No. Me temo que soy la mujer sin las esmeraldas.
—Menuda historia. Leí aquellos artículos en Raleigh, hace un mes o dos, y entonces… Bueno, tengo que confesarle que soy adicto a esos tabloides de los supermercados. Supongo que es una de las consecuencias de vivir solo y leer demasiados ensayos —le dirigió una tímida sonrisa que, si no hubieran estado todos sus sentidos en tensión, a Lilah le habría parecido encantadora.
—Supongo que últimamente las Calhoun han frecuentado muchos hogares.
Moviéndose sobre sus talones, soltó una carcajada.
—Al menos conserva el sentido del humor. Supongo que es un fastidio, pero para personas como yo, nos proporciona grandes emociones. Esmeraldas perdidas, ladrones de joyas…
—Mapas del tesoro.
—¿Hay un mapa? —su voz se endureció y tuvo que esforzarse para relajarla nuevamente—. No lo sabía.
—Claro que sí, se pueden conseguir en el pueblo —se metió la mano en el bolsillo y sacó el último que había localizado—. Yo los colecciono. Hay mucha gente que se está gastando en ellos el dinero que tanto le cuesta ganar para terminar descubriendo cuando ya es demasiado tarde que esa X no marca el lugar del tesoro.
—Ah —intentó relajar las mandíbulas—. Esas son cosas del capitalismo.
—Puede estar seguro. Tome, un recuerdo —le tendió el mapa, teniendo mucho cuidado, por razones que ni siquiera era capaz de entender, de que sus dedos no se rozaran—. Es posible que a sus alumnos les guste.
—Estoy seguro de que les encantará —dándose tiempo, lo dobló y se lo metió en el bolsillo—. Estoy realmente fascinado con todo este asunto. Quizá podamos tomarnos pronto ese sándwich y así pueda contarme personalmente todo ese asunto. Debe ser tan emocionante como intentar encontrar un tesoro enterrado.
—Sobre todo es aburrido. Espero que disfrute de su estancia en el parque.
Comprendiendo que no había una forma discreta de detenerla, la observó marcharse. Advirtió que tenía un bonito cuerpo. Desde luego, esperaba no tener que hacerle daño.
—Llegas tarde —Max se encontró con Lilah cuando esta todavía estaba a unos quince metros de la zona de aparcamiento.
—Parece que hoy tengo el día de los profesores —se inclinó para besarlo, complacida por la firmeza y el calor de sus labios—. Me ha entretenido un caballero sureño que quería información sobre la flora para su clase de geografía.
—Espero que fuera calvo y gordo.
Lilah ni siquiera pudo reír mientras se frotaba los brazos intentando desprenderse del frío.
—No, la verdad es que era bastante delgado y tenía mucho pelo.
—¿Te ha hecho insinuaciones amorosas?
—No —alzó la mano antes de que Max pudiera atraparla. Y se echó a reír—. Max, estoy bromeando… y si no lo estuviera, te aseguro que puedo esquivar sola cualquier insinuación amorosa.
Max ya no se sentía ridículo, como podía haber llegado a sentirse incluso el día anterior.
—No esquivaste las mías.
—También soy capaz de interceptarlas. ¿Qué llevas en la espalda?
—Las manos.
Lilah soltó otra carcajada y lo besó encantada.
—¿Y qué más?
Max le tendió un ramo de margaritas.
—No las he arrancado —le advirtió, consciente de sus pensamientos—. Se las he comprado a Suzanna. Me ha dicho que tienes debilidad por las margaritas.
—Son tan alegres —murmuró, absurdamente conmovida. Enterró el rostro en ellas y luego lo alzó hacia él—. Gracias.
Mientras comenzaban a caminar, Max le pasó el brazo por los hombros.
—Esta tarde le he comprado el coche a C. C.
—Profesor, eres una caja de sorpresas.
—Y supongo que te gustará oír los progresos que estamos haciendo Amanda y yo con esa lista. Podríamos ir a la costa a cenar algo. A solas.
—Suena maravilloso. Pero las flores nos harán compañía.
Max sonrió de oreja a oreja.
—He comprado un jarrón. Está en el coche.
Mientras el sol se ponía tras las colinas del oeste, ellos caminaban por una playa de piedras situada en el extremo sur de la isla. El agua estaba tranquila, apenas susurraba sobre los montículos de cantos rodados. A medida que se acercaba la noche, el cielo y el mar se iban fundiendo en un azul intenso. Una gaviota solitaria, de camino a casa, voló sobre sus cabezas, con un largo y desafiante grito.
—Este es un lugar especial —le explicó Lilah. Posó la mano en la de Max y se acercó al borde del agua—. Un lugar mágico. Hasta el aire es diferente en esta zona —cerró los ojos para respirarlo—. Está lleno de energía.
—Es hermoso —se inclinó para tomar una piedra y sentir su textura—. La isla parece estar fundiéndose con el crepúsculo.
—Vengo aquí a menudo, solo para sentir. Tengo la sensación de haber estado aquí antes.
—Acabas de decir que vienes muy a menudo.
Lilah sonrió y lo miró con expresión dulce y soñadora.
—Me refiero hace cien años, o quinientos. ¿Tú no crees en la reencarnación, profesor?
—La verdad es que sí. Preparé un ensayo sobre la reencarnación en la facultad y, después de terminar la investigación, descubrí que era una teoría bastante viable. Cuando se aplica a la historia…
—Max —Lilah enmarcó su rostro con las manos—. Estoy loca por ti —curvó los labios en una sonrisa y los fundió con los suyos, que continuaron sonriendo cuando ella se apartó.
—¿Y eso por qué?
—Porque puedo imaginarte enterrado entre un montón de libros y tomando notas, con el pelo cayendo sobre tu frente y el ceño fruncido, como cuando estás concentrándote en algo, obstinado en descubrir la verdad.
Frunciendo el ceño, Max se cambió la piedra de mano.
—Es una imagen bastante aburrida.
—No, no lo es —inclinó la cabeza y lo estudió con atención—. Es auténtica y admirable. Incluso valiente.
Max soltó una risa seca.
—Encerrarte en una biblioteca no infunde ningún valor. Cuando era niño, era una forma buena de escapar. Nunca tenía asma leyendo un libro. Solía esconderme entre libros —continuó—. Me divertía mucho imaginándome a mí mismo navegando con Magallanes o explorando con Lewis y Clarck, muriendo en el Álamo o marchando a través de un campo en Antietam. Entonces mi padre…
—¿Tu padre qué?
Sintiéndose incómodo, Max se encogió de hombros.
—Él esperaba algo diferente de mí. Había sido una estrella del fútbol en la universidad. Durante una temporada estuvo jugando con un equipo semiprofesional. Es la clase de hombre que no ha estado enfermo un solo día de su vida. Le gusta beberse unas cuantas cervezas los sábados por la noche y salir a cazar cuando se abre la veda. Y yo me mareaba en cuanto me ponía una carabina en la mano —tiró la piedra—. Quería hacer de mí un hombre, pero nunca lo consiguió.
—Lo has hecho tú mismo —le tomó las manos, temblando de enfado por aquel hombre que no había sido capaz de apreciar ni comprender el regalo que le había sido entregado—. Si no está orgulloso de ti, la carencia es suya, no tuya.
—Es una bonita idea —estaba más que avergonzado por haber sacado aquellos viejos y dolorosos sentimientos a la luz—. En cualquier caso, seguí camino. Me sentía mucho más cómodo en clase que cuando estaba en el campo de fútbol. Y tal como lo veo, si no hubiera estado escondido en la biblioteca durante todos estos años, no estaría ahora mismo aquí contigo. Que es exactamente donde quiero estar.
—Esa sí que es una idea bonita.
—Si te digo que eres preciosa, ¿esta vez no me pegarás?
—Esta vez no.
Max la estrechó contra él. Quería estar abrazado a ella mientras caía la noche.
—Tengo que ir a Bangor un par de días.
—¿Para qué?
—He localizado a una mujer que trabajó como doncella en Las Torres el año que murió Bianca. Está viviendo en una residencia en Bangor y ya lo he arreglado todo para poder entrevistarla —inclinó el rostro de Lilah—. ¿Quieres venir conmigo?
—En cuanto haya reorganizado mi horario.
Cuando los niños se quedaron dormidos, le conté mis planes a la niñera. Sabía que le sorprendía que pudiera hablar de dejar a mi marido. Intentó disuadirme. ¿Cómo podía explicarle que no era el pobre Fred el que había motivado mi decisión? Aquel incidente me había hecho darme cuenta de lo inútil que era mantener un matrimonio asfixiante y desgraciado. ¿Me había convencido a mí misma de que lo hacía por los niños? Su padre no era capaz de verlos como niños que necesitaban ser amados y cuidados. Los consideraba como una especie de rehenes. Ethan y Sean tendrían que ser moldeados a su imagen, borraría de ellos cualquier rasgo que considerara una debilidad. Colleen, mi dulce pequeña, sería ignorada hasta que llegara el momento de casarla y, a través de su matrimonio, obtener algún beneficio o cambio de estatus que favoreciera a toda la familia.
Yo no tendría nada que hacer. Fergus, estaba segura, pronto me arrebataría el control de mis hijos. Su orgullo se lo exigía. Cualquier institutriz que él eligiera obedecería sus órdenes e ignoraría las mías. Los niños se verían atrapados en medio de un error que yo misma había cometido.
En cuanto a mí, él se daría cuenta de que había llegado a convertirme en poco más que un adorno en su mesa. Si lo desafiaba, tendría que pagar por ello. No tenía duda de que pretendía castigarme por haber cuestionado su autoridad delante de nuestros hijos. No sabía si sería un castigo físico o emocional, pero estaba segura de que sería severo. Podía disimular mi infidelidad delante de los niños, pero no podría ocultar mi abierta animadversión.
De modo que me llevaría a mis hijos. Buscaría algún lugar en el que pudiéramos desaparecer. Pero antes, me iría con Christian.
La luna estaba llena y soplaba la brisa aquella noche. Me puse la capa, ocultando la cabeza en la capucha. El cachorro se acurrucaba en mi pecho. Fui en el carruaje hasta el pueblo y desde allí caminé hasta su casa, sintiendo el olor del mar y las flores a mi alrededor. Mi corazón latía con tanta fuerza que me ensordecía mientras llamaba a su puerta. Aquel era el primer paso. Una vez dado, no podría retroceder.
Pero no era el miedo, no era el miedo el que me hacía temblar mientras él me abría la puerta. Era un inmenso alivio. En cuanto lo vi, supe que ya había tomado una opción.
—Bianca —me dijo Christian—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Tengo que hablar contigo.
Christian ya me estaba empujado al interior. Vi entonces que había estado leyendo a la luz de la lámpara. Su cálido resplandor y el olor de sus pinturas me relajaron más que las palabras. Dejé el cachorro en el suelo y este comenzó a explorar todos los rincones de la casa.
Christian me hizo sentarme y, sin duda consciente de mi nerviosismo, me trajo un brandy. Mientras lo bebía, le conté la escena con Fergus. Aunque le pedía que permaneciera en calma, podía ver su rostro, la violencia que en él se reflejaba cuando le conté cómo había cerrado las manos sobre mi cuello.
—¡Dios mío! —sin más, se agachó a mi lado y acarició mi cuello. Yo entonces no sabía que quedaban las marcas de los dedos de Fergus.
Los ojos de Christian se oscurecieron. Se aferró a los brazos de la silla antes de comenzar a levantarse.
—Lo mataré.
Tuve que agarrarlo para impedir que saliera violentamente de la cabaña. Tenía tanto miedo que no estaba segura de lo que dije, aunque sé que le expliqué que Fergus se había ido a Boston y que yo ya no podía soportar más violencia. Al final fueron mis lágrimas las que lo detuvieron. Me abrazaba como si fuera una niña, me mecía y me consolaba mientras yo desahogaba toda mi desesperación.
Quizá debería haberme avergonzado de suplicarle que nos llevara lejos a mí y a mis hijos, por depositar en él tamaña responsabilidad. Si él se hubiera negado, sé que me habría ido sola, que habría llevado a mis tres pequeños a cualquier ciudad tranquila de Inglaterra o Irlanda. Pero Christian secó mis lágrimas.
—Por supuesto que nos iremos. No pienso dejar que tus hijos o tú tengáis que pasar una sola noche más bajo el mismo techo que tu marido. No permitiré que vuelva a ponerte una mano encima. Será difícil, Bianca. No podréis disfrutar de la clase de vida a la que estáis acostumbrados. Y el escándalo…
—No me importa el escándalo. Los niños necesitan sentirse seguros y a salvo —me levanté entonces y comencé a caminar—. No puedo estar segura de qué es lo mejor. Me he pasado noche tras noche desvelada en la cama, preguntándome si tenía derecho a amarte, a desearte. Hice unos votos, unas promesas, y tengo tres hijos —me cubrí el rostro con las manos—. Una parte de mí sufre al pensar en romper esas promesas, pero debo hacer algo. Creo que me volveré loca si no lo hago. Dios podrá perdonarme, pero yo no podré soportar toda una vida de infidelidad.
Christian me tomó las manos para apartarlas de mi rostro.
—Nosotros tenemos que estar juntos. Lo sabemos, los dos, desde la primera vez que nos vimos. Yo me he conformado con las pocas horas que pasábamos juntos porque sabía que estabas a salvo. Pero ahora no voy a quedarme quieto, viendo cómo entregas tu vida a un hombre que te maltrata. Desde esta noche eres mía, y serás mía para siempre. Nada ni nadie podrá cambiar eso.
Lo creí. Con su rostro tan cerca del mío, y sus ojos grises tan claros y seguros, lo creí. Y lo necesité.
—Entonces, esta noche, hazme tuya.
Me sentí como una recién casada. En cuanto me tocó, supe que jamás me habían acariciado. Sus ojos estaban fijos en los míos mientras me quitaba las horquillas que sujetaban mi pelo. Sus dedos temblaban. Nada, nada me había conmovido nunca tanto como saber que tenía la capacidad de hacerlo temblar. Sus labios rozaban con una infinita delicadeza los míos a pesar de que sentía la tensión vibrando en todo su cuerpo. Bajo la luz de la lámpara, me desabrochó el vestido y se desabrochó la camisa. Y un pájaro comenzó a cantar en el bosque.
Por su manera de mirarme, supe que le gustaba. Lentamente, casi tortuosamente, se deshizo de la combinación y el corsé. Entonces acarició mi pelo, deslizando las manos por él.
—Algún día te retrataré así mismo —murmuró.
Me levantó en brazos y pude sentir su corazón latiendo en su pecho mientras me llevaba al dormitorio.
La luz era de plata, el aire como el vino. No hubo ninguna prisa en aquella unión forjada en la oscuridad, sino que fue una danza tan elegante y estimulante como un vals. No importaba lo imposible que pareciera, era como si hubiéramos hecho el amor infinitas veces, como si yo hubiera sentido aquel cuerpo firme y duro contra el mío noche tras noche.
Aquel era un mundo que hasta entonces no había conocido y, sin embargo, me resultaba dolorosa y bellamente familiar. Cada movimiento, cada suspiro, cada deseo era natural como respirar. Incluso cuando la urgencia me dejó casi sin sentido, la belleza no disminuyó. Mientras Christian me amaba, supe que había encontrado algo que cualquier alma anhelaba: el amor.
Dejarlo fue lo más difícil que había hecho en mi vida. Aunque nos dijimos el uno al otro que aquella sería la última vez que nos separarían, prolongamos cuanto fue posible aquella noche de amor. Casi había amanecido cuando regresé a Las Torres. Cuando entré en mi casa, supe que la echaría terriblemente de menos. Aquel, más que cualquier otro lugar en mi vida, había sido mi hogar. Christian y yo, con los niños, tendríamos un nuevo hogar, pero yo siempre llevaría Las Torres en mi corazón.
Eran pocas las cosas que podía llevarme. En aquel tranquilo amanecer, hice una pequeña maleta. La niñera me ayudaría a organizar todo aquello que los niños podrían necesitar, pero mi maleta quería hacerla sola. Quizá era un símbolo de independencia. Y quizá fue esa la razón por la que pensé en las esmeraldas. Eran la única cosa que Fergus me había regalado y que consideraba mía. Había veces en las que las había odiado, sabiendo que me habían sido entregadas como premio por haber dado a luz un heredero.
Pero eran mías, de la misma forma que mis hijos eran míos.
Creo que no pensé en su valor económico cuando las tomé, las sostuve en mis manos y observé su intenso resplandor a la luz de la lámpara. Aquellas esmeraldas las heredarían mis hijos, y los hijos de mis hijos, como un símbolo de libertad y esperanza. Y, junto a Christian, de amor.
Cuando amaneció, decidí guardarlas junto a este diario en un lugar seguro hasta que me reuniera con Christian otra vez.