Cuando el sol se elevó en el cielo para verter sus dorados rayos por las ventanas y ahuyentar las últimas sombras de la noche, Lilah estaba todavía en sus brazos. A Max le resultaba increíble saber que su cabeza estaba sobre su hombro y su mano, ligeramente cerrada, sobre su corazón. Lilah dormía como una niña, profundamente, acurrucada contra él, en busca de calor y cariño.
Aunque la noche había terminado, Max permanecía muy quieto, renuente a despertarla. Los pájaros ya habían comenzado su coro mañanero. Pero el silencio era tal que podía oír el viento deslizándose a través de las hojas de los árboles. Max sabía que las sierras y los martillos pronto perturbarían aquella paz y los harían regresar a la realidad. Así que permanecía aferrado a ese corto interludio entre el misterio de la noche y el ajetreo del día.
Lilah suspiró y se estrechó contra él mientras Max acariciaba su pelo. Max recordaba lo generosa que había sido durante aquellas oscuras horas de sueño. Había tenido la sensación de que le bastaba desearla para que Lilah se volviera hacia él. Habían hecho el amor una y otra vez, en silencio y con una compenetración absoluta.
Max quería creer en los milagros, creer que aquella noche había sido tan especial para ella como para él. Pero tenía miedo de darle algún valor a las palabras de Lilah.
«Nadie me ha hecho sentirme como tú».
Por mucho que intentara olvidarlas, aquellas palabras se repetían una y otra vez en su cabeza, dándole esperanzas. Si tenía cuidado y paciencia, si medía cada uno de sus pasos antes de darlo, quizá consiguiera el milagro.
Aunque sabía que no se ajustaba demasiado bien al papel de príncipe azul, inclinó el rostro para despertarla con un beso.
—Mmm —Lilah sonrió, pero no abrió los ojos—. ¿Puedes darme otro?
Su voz, ronca por el sueño, encendió al instante el deseo sobre la piel de Max. Se olvidó de ser prudente. Se olvidó de ser paciente. La segunda vez, tomó sus labios con una desesperación que hizo arder todos los circuitos de Lilah antes de que se hubiera despertado por completo.
—Max —lo abrazó estremecida—, te deseo. Ahora. Ahora mismo.
Max ya estaba dentro de ella, preparado para llevarla a donde ambos estaban deseando alejarse. El viaje fue rápido, furioso; los elevó a ambos hasta la cumbre en la que permanecieron jadeantes y aturdidos.
Cuando Lilah deslizó las manos por la espalda húmeda de Max, todavía no había abierto los ojos.
—Buenos días —consiguió decir—. Acabo de tener un sueño increíble.
Aunque todavía no se había repuesto del aturdimiento, Max se incorporó sobre sus brazos para mirarla.
—Cuéntamelo.
—Estaba en la cama con el hombre más atractivo del mundo. Tenía los ojos azules y el pelo negro, que siempre llevaba caído sobre la frente —sonriendo, abrió los ojos y le echó el pelo hacia atrás—. Y un cuerpo de músculos estilizados —sin dejar de mirarlo, comenzó a acariciarlo—. Yo no quería despertarme, pero cuando lo hacía, resultaba que la realidad era mejor que el sueño.
Temiendo aplastarla, Max cambió de postura.
—¿Qué posibilidades tenemos de pasar el resto de nuestras vidas en esta cama?
Lilah le besó en el hombro.
—Estoy dispuesta —y de pronto gimió al oír el zumbido de las herramientas irrumpiendo en el silencio de la mañana—. No pueden ser las siete y media.
Tan renuente como ella, Max miró el despertador de la mesilla.
—Me temo que pueden.
—Dime que hoy es mi día libre.
—Me gustaría poder decírtelo.
—Miénteme —sugirió Lilah.
—¿Me dejas llevarte al trabajo?
Lilah hizo una mueca.
—No digas esa palabra.
—¿Me dejarás llevarte después a dar una vuelta?
Lilah volvió a alzar la cabeza.
—¿Adónde?
—A donde sea.
Inclinando la cabeza, Lilah sonrió.
—Ese es mi lugar favorito.
Max mantuvo a Lilah fuera de su mente, o al menos lo intentó, concentrándose en la tarea de localizar a personas que pudieran tener relación con las que tenía en su lista. Comprobó informes judiciales, denuncias, registros eclesiásticos y certificados de defunción. Y su minucioso trabajo fue recompensado con un puñado de direcciones.
Cuando creyó haber agotado todas las posibilidades de descubrir algo más aquel día, condujo hasta el taller de C. C. La encontró enterrada hasta la cintura bajo el capó de un sedán negro.
—Siento interrumpir —gritó sobre el barullo provocado por un transistor.
—Entonces no interrumpa —había una mancha de grasa en su frente, pero su ceño desapareció en cuanto alzó la mirada y vio a Max—. Hola.
—Puedo volver en otro momento.
—¿Solo porque te he echado un rapapolvo? —sonrió y sacó un trapo del bolsillo del mono de trabajo para secarse las manos—. ¿Quieres tomar algo? —señaló con la cabeza la máquina de los refrescos.
—No, gracias. Solo he venido a preguntarte si sabes de algún coche.
—Estás usando el de Lilah, ¿no? ¿Te está dando problemas?
—No. La cuestión es que es posible que tenga que utilizarlo a menudo estos días y no me parece bien dejarla sin coche. He pensado que tú podrías saber si hay alguien por esta zona que quiera vender un coche.
C. C. apretó los labios.
—¿Quieres comprarte un coche?
—Sí, un coche que no sea demasiado caro. Que me sirva como medio de transporte. Después tengo que volver a Nueva York… —se le quebró la voz. No quería pensar en la vuelta a Nueva York—, y siempre puedo venderlo antes de irme.
—Pues sucede que conozco a alguien que tiene un coche en venta. Yo.
—¿Tú?
C. C. asintió y se metió el trapo en el bolsillo.
—Ahora que voy a tener un niño, he decidido cambiar mi Spitfire por un coche familiar.
—¿Spitfire? —no estaba seguro de qué modelo era ese, pero no le sonaba como el coche que conduciría un digno profesor de universidad.
—Ha sido mi coche durante años y creo que me sentiría mucho mejor vendiéndoselo a alguien que conozco —ya había agarrado a Max de la mano y estaba arrastrándolo hacia el exterior del garaje.
Allí estaba, un capricho rojo, descapotable y de asientos envolventes.
—Bueno, yo…
—Cambié el motor hace unos años —C. C. ya estaba abriendo el capó—. Conducirlo es un auténtico sueño. Tiene menos de diez mil kilómetros. Yo he sido su única propietaria, así que puedo garantizarte que ha sido tratado como una dama. Y aquí… —alzó la mirada y sonrió—. Vaya, parezco uno de esos tipos con una americana a cuadros intentando vender un coche de segundo mano.
Max podía ver su rostro reflejado en la brillante pintura del vehículo.
—Nunca he conducido un deportivo.
La nostalgia que reflejaba su voz hizo sonreír a C. C.
—Te diré lo que vamos a hacer. Déjame a mí el coche de Lilah y llévate este. Así veremos cómo te queda.
De modo que Max se encontró a sí mismo tras el volante, intentando no sonreír como un tonto mientras el viento azotaba su pelo. ¿Qué dirían sus alumnos, se preguntó, si vieran al inquebrantable profesor Quartermain conduciendo un llamativo descapotable? Probablemente pensarían que estaba chiflado. Y quizá lo estuviera, pero estaba pasando la mejor época de su vida.
Seguro que a Lilah le encantaba aquel coche, pensó. Ya se la estaba imaginando, sentada a su lado, con el pelo danzando a su alrededor mientras reía y elevaba los brazos al cielo. O recostada en el asiento con los ojos cerrados, dejando que el sol acariciara su rostro.
Era un sueño muy hermoso, y podría llegar a hacerse realidad. Al menos durante algún tiempo. Y quizá no vendiera aquel coche cuando regresara a Nueva York. No había ninguna ley que dijera que tenía que conducir un modelo sobrio y práctico. Podía conservarlo para que le recordara aquellas increíbles semanas que habían cambiado su vida.
Quizá ya nunca volviera a ser el serio e inquebrantable doctor Quartermain.
Rodó colina arriba y bajó de nuevo para probar el coche en medio del tráfico de la localidad. Encantado con el mundo en general, tamborileaba en el volante con los dedos, siguiendo el ritmo de la música de la radio.
Había mucha gente paseando por las aceras y abarrotando las tiendas. Si hubiera visto algún lugar para aparcar, él mismo habría dejado el coche y habría entrado en cualquier tienda, solo para poner a prueba su capacidad de resistencia. Pero como no encontró sitio, se entretuvo mirando a toda aquella gente que buscaba la camiseta perfecta.
Reparó de pronto en un hombre de pelo oscuro y una cuidada barba que permanecía en la acera, mirándolo fijamente. Satisfecho de sí mismo y de aquel fantástico coche, sonrió de oreja a oreja y lo saludó con la mano. Había recorrido ya media manzana cuando la verdad lo golpeó como un puño. Frenó, provocando un estallido de cláxones, se metió por una calle lateral y buscó la forma de volver de nuevo a aquella intersección. Para cuando llegó, el hombre ya se había ido. Max buscó por toda la calle, pero no había dejado ni rastro. Maldijo amargamente la falta de un sitio para aparcar, además de su propia carencia de reflejos.
Se había teñido el pelo y la barba ocultaba parte de su rostro. Pero los ojos… Max no podía olvidar aquellos ojos. Era el mismísimo Caufield el que permanecía en medio de aquella abarrotada acera, mirando a Max no con admiración o falta de interés, sino con una rabia apenas controlada.
Para cuando llegó a buscar a Lilah al centro de información del parque, ya había recuperado parte de su control. Y había tomado la que consideraba la decisión más lógica: no decirle nada a Lilah. Cuanto menos supiera, menos se involucraría en aquel caso. Y cuanto menos se involucrara, menos posibilidades habría de que resultara herida.
Era demasiado impulsiva, reflexionó. Si supiera que Caufield estaba en el pueblo, intentaría atraparlo ella sola. Y era demasiado inteligente. Si conseguía encontrarlo… La idea hizo que a Max le corriera la sangre en las venas a toda velocidad. Nadie sabía mejor que él lo cruel que podía llegar a ser aquel hombre.
Cuando vio a Lilah acercándose hacia el coche, supo que estaba dispuesto a arriesgarlo todo, incluso su vida, por mantenerla a salvo.
—Vaya, vaya, ¿esto qué es? —arqueó las cejas y tamborileó en el guardabarros con los dedos—. ¿Mi viejo cacharro no era suficiente para ti y has decidido pedirle el coche prestado a mi hermana?
—¿Qué? —desde que había reconocido a Caufield, se había olvidado del coche y de todo lo demás—. Ah, el coche.
—Sí, el coche —se inclinó para besarlo y se quedó estupefacta ante la falta de entusiasmo de su respuesta y la insulsa palmada que le dio en el hombro.
—En realidad estoy pensando en comprarlo. C. C. quiere comprarse un coche familiar, así que…
—Así que tú vas a comprarte este elegante juguetito.
—Sé que no es mi estilo habitual… —comenzó a decir a Max.
—No pensaba decirte eso —Lila lo miró con el ceño fruncido. Algo estaba ocurriendo en la compleja mente de Max—. Iba a darte la enhorabuena. Me alegro de que te hayas dado un descanso.
Se metió en el coche y se estiró. Buscó la mano de Max, pero este se limitó a apretársela y se la soltó. Diciéndose a sí misma que estaba siendo demasiado susceptible, Lilah intentó esbozar una sonrisa.
—¿Qué hay de esa vuelta que íbamos a dar? He pensado que podríamos acercarnos a la costa.
—Estoy un poco cansado —odiaba mentir, pero necesitaba volver cuanto antes a casa para hablar con Sloan y Trent y proporcionarle la nueva descripción de Caufield a la policía—. ¿Podemos dejarlo para otro día?
—Claro.
Lilah intentó no perder la sonrisa. Max se estaba mostrando tan educado, tan distante. Deseando evocar la intimidad de la noche anterior, Lilah posó la mano sobre la de Max cuando este se sentó a su lado en el coche.
—Yo siempre estoy dispuesta a echar una siesta. ¿En tu habitación o en la mía?
—Yo no… No creo que sea una buena idea.
Tensó la mano sobre la palanca de cambios y no movió los dedos para entrelazarlos con los de Lilah. Ni siquiera la miraba, de hecho, no la había mirado desde que había llegado.
—Ya entiendo —apartó la mano de la de Max y la dejó caer en su regazo—. Y, en estas circunstancias, supongo que tienes razón.
—Lilah…
—¿Qué?
No, decidió. Necesitaba hacer las cosas a su manera.
—Nada —alargó la mano hacia la llave y puso el motor en marcha.
No hablaron durante el trayecto a casa. Max continuaba convenciéndose a sí mismo de que lo mejor era mentir. Quizá se molestara porque había pospuesto su salida, pero ya intentaría volver a ganársela. Él solo tenía que intentar mantenerse fuera de su camino hasta que controlara algunos detalles. En cualquier caso, su mente estaba llena de posibilidades en las que quería pensar y trabajar. Si Caufield y Hawkins estaban en la isla y se habían arriesgado a instalarse en el pueblo, ¿eso significaba que habían encontrado algún dato interesante en los papeles? ¿Estarían buscando todavía las esmeraldas? ¿O quizá pretendían, al igual que él, consultar las fuentes que la biblioteca ofrecía para localizar más datos?
Después de haberlo visto, sabían que estaba vivo. ¿Intentarían ponerse en contacto con él? Y si lo consideraban un obstáculo para alcanzar sus fines, ¿su relación con Lilah podía poner a esta en peligro?
Era un riesgo que no podía permitirse el lujo de correr.
Giró hacia la carretera que llevaba hacia Las Torres.
—Es posible que tenga que regresar a Nueva York antes de lo que esperaba —dijo, expresando sus pensamientos en voz alta.
Intentando contener una protesta, Lilah apretó los labios.
—¿De verdad?
Max la miró de reojo y se aclaró la garganta.
—Sí… ha, ha surgido un asunto. Pero podría continuar investigando desde allí.
—Es muy considerado por tu parte, profesor. Estoy segura de que odias dejar las cosas a medias. Y jamás dejarías que ninguna relación inoportuna interfiriera en tu trabajo.
Max ya estaba pensando en todo lo que habría que hacer y contestó con un murmullo ausente de acuerdo.
Cuando llegaron a Las Torres, Lilah ya había convertido su dolor en enfado. Max no quería estar con ella y, con su actitud, estaba dejando claro que se arrepentía de lo que habían compartido. Estupendo. Ella no iba a quedarse allí sentada y malhumorada porque un profesor universitario no estuviera interesado en ella.
Resistió la tentación de cerrar el coche de un portazo, pero apenas resistió la de morderle la muñeca cuando Max posó la mano en su brazo.
—Quizá podamos dejar para mañana ese paseo por la costa.
Lilah alzó la mirada hacia su mano y después miró su rostro.
—Espérame sentado.
Max hundió las manos en los bolsillos mientras Lilah subía los escalones de la entrada. Definitivamente molesta, pensó.
Para cuando hubo transmitido la información a Sloan y a Trent, ordenado mentalmente la descripción e informado de ella a la policía, estaba agotado. Podía ser por la tensión o porque solo había dormido dos horas la noche anterior, pero cedió a ella, se tumbó en la cama y se olvidó del mundo hasta la hora de la cena.
Ya recuperado del cansancio, bajó al piso de abajo. Pensó en ir a buscar a Lilah y preguntarle si quería dar un paseo por el jardín después de cenar. O quizá pudieran dar una vuelta en coche, a la luz de la luna. No había sido una mentira de las peores y, tras haber puesto al corriente a la policía, no tenía por qué mantenerla. En cualquier caso, si decidía que lo mejor era marcharse, quizá no pudiera disfrutar de otra noche con ella.
Sí, irían a dar una vuelta en coche. Quizá pudiera preguntarle si le gustaría ir a verlo cuando estuviera en Nueva York. O proponerle que quedaran para pasar juntos un fin de semana en cualquier parte. Su relación no tenía por qué terminar; no, si él era capaz de dar los pasos adecuados.
Entró en el salón, lo encontró vacío y volvió a salir otra vez. Solos, ellos dos, observando la luna sobre el agua, quizá incluso saliendo a dar un paseo por la playa. Podría comenzar a cortejarla como era debido. Imaginaba que a Lilah le haría gracia que utilizara aquella expresión, pero eso era precisamente lo que él quería hacer.
Siguiendo el sonido del piano, llegó hasta el estudio de música. Suzanna estaba sola, tocando para ella. La música se adecuaba a la expresión de sus ojos. Había en ellos tristeza, una tristeza demasiado profunda para que nadie más pudiera sentirla. Pero en cuanto vio a Max, se interrumpió y le sonrió.
—No pretendía interrumpirte.
—No te preocupes. En cualquier caso, ya era hora de que volviera al mundo real. Amanda se ha llevado a los niños al pueblo, así que estaba aprovechando este momento de calma.
—Estaba buscando a Lilah.
—Oh, se ha ido.
—¿Que se ha ido?
Suzanna estaba alejándose del piano cuando Max ladró aquella frase.
—Sí, ha salido.
—¿Adónde? ¿Con quién?
—Ha salido hace un rato —Suzanna lo estudió mientras cruzaba la habitación—. Creo que tenía una cita.
—¿Una… cita? —se sintió como si alguien acabara de golpearle con un mazo en pleno plexo solar.
—Lo siento, Max —preocupada, posó la mano sobre la suya. No creía haber visto nunca a un hombre tan miserablemente enamorado—. No me he dado cuenta. Es posible que haya quedado con algunas amigas. O que se haya ido ella sola.
No, pensó Max, sacudiendo la cabeza. Tenía que haber ocurrido lo peor. Si había salido sola y Caufield estaba cerca… Intentó sacudirse el pánico. No era detrás de Lilah de quien iba aquel hombre, sino de las esmeraldas.
—No importa, solo quería comentarle algo.
—¿Ella sabe lo que sientes?
—No… Sí. No lo sé —contestó con escasa convicción. Veía cómo todos sus sueños románticos de un cortejo a la luz de la luna se convertían en humo—. No importa.
—A ella le importaría. Lilah no se toma los sentimientos de los demás a la ligera, Max.
Nada de ataduras, pensó Max. Ni de trampas. Bueno. Él ya había caído en la trampa y sentía sus propios sentimientos como una soga al cuello. Pero ese no era el problema.
—Lo único que pasa es que me preocupa que haya podido salir sola. La policía todavía no ha atrapado ni a Hawkins ni a Caufield.
—Ha salido a cenar. No puedo imaginarme a nadie irrumpiendo de pronto en el restaurante y pidiéndole unas esmeraldas que no tiene —Suzanna le apretó cariñosamente la mano—. Vamos, te encontrarás mejor en cuanto hayas comido algo. El pollo al limón de la tía Coco ya debería estar listo.
Max se sentó a cenar, esforzándose en fingir que tenía apetito y que el espacio vacío que quedaba en la mesa no tenía ninguna importancia para él. Discutió con Amanda sobre los progresos que había hecho en la lista de los sirvientes, esquivó la petición de Coco, que estaba deseando leerle las cartas y se sintió, principalmente, triste. Fred, sentado a los pies, era el beneficiario de su lúgubre humor y devoraba los suculentos pedazos del pollo que Max le deslizaba por debajo de la mesa.
Consideró la posibilidad de conducir hasta la ciudad y detenerse en varios restaurantes y cafés. Pero decidió que aquello le haría parecer mucho más estúpido de lo que ya se sentía. Al final, se refugió en su habitación y decidió concentrarse en el libro.
La novela no fluía con la misma facilidad de la noche anterior. En aquella ocasión, se producían largas y numerosas pausas entre frase y frase. Incluso así, descubrió que hasta las pausas resultaban constructivas mientras iba pasando una hora, dos y tres. Hasta que no miró el reloj y vio que eran las doce, no se dio cuenta de que Lilah todavía no había vuelto a casa. Había dejado la puerta ligeramente entornada para enterarse del momento en el que entrara en casa.
Pero había muchas posibilidades de que hubiera estado tan concentrado en su trabajo que no la hubiera oído dirigirse a su habitación. Si había salido a cenar, seguramente ya estaría de vuelta en casa. Nadie podía pasarse cinco horas comiendo. Pero tenía que comprobarlo.
Salió lentamente. Había luz en la habitación de Suzanna, pero las demás estaban a oscuras. En la puerta del dormitorio de Lilah, vaciló y después llamó suavemente. Sintiéndose terriblemente torpe, puso la mano en el picaporte. Había pasado la noche anterior con ella, se recordó. Difícilmente podría ofenderse si entraba y la veía dormida.
Pero no estaba. Lilah no estaba allí. La cama estaba hecha; el antiguo cabecero y los pies de hierro forjado, que probablemente habían pertenecido a la cama de algún sirviente, estaban pintados de un blanco resplandeciente. El resto era color, demasiado deslumbrante para sus ojos.
La colcha estaba hecha con trozos de tela de diferentes formas y colores. Retales moteados, cuadriculados, a rayas, sombras de rojos y azules. Estaba cubierta de una infinita variedad de cojines. La cama de una reina, pensó Max, una persona podía hundirse en ella y dormir durante todo un día. Era la cama apropiada para Lilah.
La habitación era enorme, al igual que la mayoría de las de Las Torres, pero ella había conseguido decorarla con un acogedor desorden. Una de las paredes estaba pintada en un intenso azul verdoso y sobre ella colgaban dibujos de flores silvestre. La firma que en ellos aparecía le indicó que los había hecho Lilah. Max ni siquiera sabía que Lilah dibujaba. Eso le hizo darse cuenta de que eran muchas las cosas que no sabía sobre la mujer de la que se había enamorado.
Después de cerrar la puerta tras él, paseó por la habitación, buscando retazos de Lilah. Había un cesto lleno de libros. Keats y Byron mezclados con espantosas novelas de misterio y romances contemporáneos. En frente de una de las ventanas, había montado una pequeña salita. Sobre el respaldo de una silla Reina Anne, había dejado descuidadamente una blusa y sobre la mesa Hepplewhite resplandecían montones de pendientes, brazaletes y collares. Al lado de un pingüino de porcelana china, había un cuenco lleno de piedras semipreciosas. Cuando levantó el pájaro, comenzó a sonar una versión jazzística de That’s Entertainment.
Había velas por todas partes, desde una elegante Meissen hasta una cursi reproducción de un unicornio. Y fotografías de su familia donde quiera que se dirigiera la mirada. Max levantó una foto enmarcada en la que aparecía una pareja, tomados por la cintura y riendo ante la cámara. Sus padres, pensó. La semejanza de Lilah con el hombre y de Suzanna con la mujer eran suficientes para darle esa certeza.
Cuando el reloj de cuco de la pared cantó, Max se sobresaltó y se dio cuenta de que eran las doce y media. ¿Dónde estaría Lilah?
Continuó paseando por la habitación, iba desde la ventana hasta el recipiente de cobre lleno de flores secas y desde allí hasta la estantería del tocador. Con los nervios a flor de piel, tomó un frasquito de color cobalto, lo abrió y aspiró. Olía a ella. Lo dejó precipitadamente cuando se abrió la puerta.
Lilah tenía un aspecto… increíble. Con el pelo ondeando por el viento y el rostro sonrojado. Llevaba un vestido de un rojo intenso que se ajustaba a sus piernas. Una larga columna de cuentas de colores colgaba de cada una de sus orejas. Al ver a Max allí, arqueó la ceja y cerró la puerta.
—Bueno —dijo—, estás en tu casa.
—¿Dónde demonios has estado? —le gritó, lleno de frustración y preocupación.
—¿He sobrepasado el toque de queda, papá?
Arrojó el bolso, también de abalorios, encima del tocador. Y estaba comenzando a quitarse el pendiente cuando Max la obligó a darse la vuelta.
—No te hagas la lista conmigo. Estaba terriblemente preocupado. Llevas horas fuera y nadie sabía dónde estabas —ni con quién, añadió para sí, pero consiguió no decirlo en voz alta.
Lilah sacudió furiosa su brazo libre. Max vio un relámpago de furia en su mirada, por ella mantuvo la voz fría y aparentemente serena.
—Es posible que te sorprenda, profesor, pero llevo mucho tiempo saliendo cuando me apetece.
—Ahora es diferente.
—¿Ah sí? —se volvió de nuevo hacia el escritorio. Tomándose su tiempo, se quitó el pendiente—. ¿Por qué?
—Porque nosotros… —porque eran amantes—. Porque no sabemos dónde está Caufield —dijo, ya más calmado—. Ni lo peligroso que puede llegar a ser.
—También llevo mucho tiempo cuidándome sola —fingiéndose somnolienta, buscó la mirada de Max en el espejo—. ¿Ya ha terminado la regañina?
—No es una regañina, Lilah, estaba preocupado. Tengo derecho a conocer tus planes.
Sin apartar la mirada de él, se quitó los brazaletes.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
—Somos… amigos.
La sonrisa de Lilah no llegó a sus ojos.
—¿Lo somos?
Max hundió impotente las manos en los bolsillos.
—Me importas. Y después de lo que sucedió anoche, pensé que nosotros… Pensé que significábamos algo el uno para al otro. Y, sin embargo, veinticuatro horas más tarde, ya estás saliendo con otro. O por lo menos eso era lo que parecía.
Lilah se quitó los zapatos.
—Anoche nos acostamos juntos y disfrutamos —estuvo a punto de atragantarse por culpa de la amargura que constreñía su garganta—. Y creo recordar que los dos estuvimos de acuerdo en que no habría complicaciones.
Inclinó la cabeza y lo estudió en silencio. Con un aparentemente despreocupado encogimiento de hombros, consiguió ocultar que tenía las manos cerradas en dos violentos puños.
—Y ya que estás aquí, podríamos repetir la función —con voz ronroneante, se acercó a él y deslizó el dedo por el pecho de su camisa—. Eso es lo que quieres de mí, ¿verdad, Max?
Furioso, Max le apartó la mano.
—No pienso ser el segundo plato de esta noche.
El rubor de las mejillas de Lilah se desvaneció, dejando sus mejillas blancas como el papel mientras se volvía.
—Felicidades —susurró—. Ha sido un golpe directo.
—¿Qué quieres que diga? ¿Que puedes entrar y salir cuando te apetezca, con quien te apetezca y yo estaré dispuesto a suplicar las migajas que caigan de la mesa?
—No quiero que digas nada. Solo quiero que me dejes en paz.
—No pienso salir de aquí hasta que no hayamos arreglado esto.
—Estupendo —el cuco volvió a cantar alegremente mientras Lilah se desabrochaba la cremallera del vestido—. Quédate todo lo que quieras. Yo voy a meterme en la cama.
Lilah deslizó el vestido hasta el suelo y lo sacó con un movimiento rápido del pie, quedándose solo con una combinación de encaje. Se sentó y comenzó a cepillarse el pelo.
—¿Y ahora por qué estás tan enfadada?
—Enfadada —Lilah apretó los dientes mientras alisaba sus rizos—. ¿Qué te hace pensar que estoy enfadada? No voy a enfadarme solo porque estés esperándome en mi habitación, indignado porque he tenido el valor de hacer mis propios planes cuando tú no has tenido ni tiempo ni ganas de pasar una sola hora conmigo.
—¿De qué demonios estás hablando? —la agarró del brazo y gimió cuando Lilah le dio un duro golpe en los nudillos con el cepillo.
—Ya te avisaré cuando quiera que me toques.
Max soltó una maldición, agarró el cepillo y lo tiró al otro extremo de la habitación. Demasiado encolerizado para advertir la sorpresa que se veía en sus ojos, la obligó a levantarse.
—Te he hecho una pregunta.
Lilah alzó la barbilla.
—Si ya has terminado esta pataleta… —contestó y Max estuvo a punto de levantarla en brazos.
—No me presiones —dijo Max entre dientes.
—No me hagas daño —explotó—. Anoche, esta mañana incluso, parecía que al menos me merecía algo de tiempo y atención. Pero, al parecer, todo era cuestión de sexo. Después, esta tarde, ni siquiera me has mirado. No podías esperar el momento de deshacerte de mí, de alejarte de mi lado.
—Eso es una locura.
—Es simplemente lo que ha ocurrido. Maldito seas, has puesto unas pobres excusas y prácticamente me has dado una palmadita en la cabeza. Y, esta noche, tienes el valor de enfadarte porque no estaba aquí para satisfacer tus deseos.
A esas alturas, Max ya estaba tan pálido como Lilah.
—¿Es eso lo que piensas de mí?
Lilah suspiró entonces y el enfado desapareció de su voz.
—Eso es lo que piensas tú de mí, Max. Y, ahora, suéltame.
Max le soltó el brazo para que ella pudiera alejarse.
—Esta tarde, tenía otras preocupaciones en mente. Pero no era que no quisiera pasar la tarde contigo.
—No quiero excusas —se acercó a las puertas de la terraza y las abrió. Quizá el viento pudiera secarle las lágrimas—. Ya has dejado suficientemente claro lo que sientes.
—Es evidente que no. Lo único que pretendía era no hacerte daño, Lilah —pero le había mentido, pensó. Y aquel había sido su primer error—. Justo antes de ir a buscarte, vi a Caufield en el pueblo.
Lilah giró sobre sus talones.
—¿Qué? ¿Lo has visto? ¿Dónde?
—Esta tarde, mientras esperaba en un semáforo lo he visto en la acera. Se ha teñido el pelo y se ha dejado crecer la barba. Para cuando me he dado cuenta de que era él, me he visto atrapado en medio del tráfico y no tenía manera de dar la vuelta. Y cuando he conseguido regresar donde estaba, ya se había ido.
—¿Y por qué no me has dicho que lo habías visto?
—No quería preocuparte y además no quería que se te ocurriera la estúpida idea de ir a atraparlo tú misma. Tienes la costumbre de actuar tan impulsivamente y…
—Eres un estúpido —el rubor había vuelto a sus mejillas mientras daba un paso hacia delante para darle un empujón—. Ese hombre está decidido a apoderarse de algo que pertenece a mi familia y no se te ocurre decirme que lo has visto a solo unos kilómetros de aquí. Si lo hubiera sabido, habría podido encontrarlo.
—Eso era exactamente lo que me temía. Y no quería que te involucraras en esto más de lo necesario. Ese es el motivo por el que he pensado que quizá sería mejor que regresara a Nueva York. Ahora ya saben que estoy aquí, y no voy a permitir que te atrapen a ti en medio.
—¿Que tú no lo permitirás? —lo habría empujado otra vez, pero Max la agarró por las muñecas.
—Exacto. Vas a mantenerte al margen de todo este asunto.
—No me digas…
—Te lo estoy diciendo —la interrumpió y le encantó verla gemir indignada—. Y es más, hasta que ese hombre no esté encarcelado, no vas a volver a vagabundear por las noches. Pero después de pensarlo detenidamente, he decidido que lo mejor es que me quede cerca de ti, vigilándote. Voy a cuidar de ti, te guste o no.
—Ni me gusta ni necesito que me cuiden.
—Tonterías —y dio por zanjada toda posible discusión.
Entonces fue ella la que empezó a tartamudear.
—Eres arrogante… engreído…
—Ya es suficiente —replicó Max, con su tono más severo de profesor, haciéndola pestañear—. No tiene sentido discutir cuando ya se ha tomado la decisión más inteligente. Ahora creo que lo mejor será que te lleve al trabajo cada día. Y cuando tengas otros planes, házmelo saber.
El enfado de Lilah se transformó en simple estupefacción.
—No lo haré.
—Sí —respondió Max sin alterarse—, lo harás —deslizó las manos detrás de su espalda, para acercarla a él—. Acerca de esta noche… —comenzó a decir cuando sus cuerpos se rozaron—. Evidentemente, has malinterpretado tanto mis motivos como mis sentimientos.
Lilah arqueó la espalda. Estaba más sorprendida que enfadada cuando Max la soltó.
—No quiero hablar de ello.
—No, supongo que prefieres que nos gritemos, pero me parece poco constructivo y además no es mi estilo —no disminuía en ningún momento la firmeza de sus manos y de su voz—. Para ser más preciso, no he venido aquí porque quisiera satisfacer mis deseos, aunque puedes estar segura de que tengo intención de hacer el amor contigo.
Lilah se quedó mirándolo desconcertada.
—¿Qué diablos te ha pasado?
—De pronto, me he dado cuenta de que la mejor forma de tratarte es la misma que utilizo con mis alumnos más difíciles. Hace falta algo más que paciencia. Se requiere mano firme y una línea clara de intenciones y objetivos.
—Una alumna difícil… —tomó aire, intentando contener su furia—. Max, creo que será mejor que te tomes una aspirina y te acuestes.
—Como iba diciendo —le susurró Max al oído—. No solo es una cuestión de sexo, a pesar de que en ese aspecto nuestra relación me resultó increíblemente satisfactoria. Es más un asunto de estar completamente hechizado por ti.
—No —dijo Lilah débilmente mientras Max se inclinaba para mordisquearle el oído.
—Quizá haya cometido el error de dar a entender que es solo tu aspecto, la sensación de tu cuerpo bajo mis manos y tu sabor lo que me atrae hacia ti —mordisqueó su labio inferior, succionándolo delicadamente hasta que Lilah desenfocó la mirada—. Pero es más que eso. No sé cómo decírtelo —Lilah sentía latir su propio pulso rápido y fuerte contra las manos de Max, mientras este la empujaba hacia atrás—. No ha habido nadie como tú en mi vida. Y no quiero que salgas de ella, Lilah.
—¿Qué estás haciendo?
—Llevándote a la cama.
Lilah intentaba aclarar sus pensamientos mientras Max deslizaba los labios por su cuello.
—No, no me vas a llevar a la cama.
Lilah estaba enfadada con él, pero mientras continuaba intentando seducirla con sus labios, Max no era capaz de adivinar el motivo.
—Necesito demostrarte lo que siento por ti —sin dejar de juguetear con sus labios, descendió con ella hasta la cama.
Liberó las manos de Lilah. Entonces ella las deslizó bajo su camisa para acariciar su pálida piel. Ya no quería pensar. Eran demasiados los sentimientos que en aquel momento tenía que asimilar, así que lo atrajo hacia ella con avidez.
—Estaba celoso —murmuró Max mientras deslizaba uno de los tirantes de encaje de su hombro para posar los labios sobre él—. No quiero que te toque ningún otro hombre.
—No —Max la acariciaba en aquel momento con caricias largas, que deslizaba a lo largo de su tembloroso cuerpo—, solo tú.
Max se hundió en aquel beso, deleitándose en el sabor, en la textura de Lilah, hasta sentirse completamente embriagado. Después, como un adicto, retrocedió para buscar algo más.
Aquello era el placer, el cuidado, el romanticismo, pensó Lilah vagamente. Continuar flotando junto a él, con aquella brisa que refrescaba sus cuerpos ardientes, susurrando palabras contra sus labios. Era un deseo tan perfectamente equilibrado con el cariño… Nada importaba más que aquel momento, se dijo, intentando contener sus esperanzas de amor.
Tras quitarle la camiseta por encima de la cabeza, dejó que sus manos vagaran por el torso de Max. Era tan fuerte. Era algo más que la sutil firmeza de sus músculos. Era su fuerza interior la que la excitaba. La integridad, la dedicación a lo que consideraba correcto. Max sería suficientemente fuerte para ser leal, honesto y delicado con aquella mujer a la que amara.
Max cambió de postura e instó a Lilah a recostarse contra los almohadones. Se arrodilló a su lado y comenzó a desatarle el diminuto lazo de encaje que descendía sobre su piel marfileña. El contraste de sus dedos pacientes y la urgencia de su mirada dejó a Lilah sin aliento. Max consiguió deshacer el lazo y acarició con los labios la piel fresca que dejó al descubierto, sorprendido de que la piel de Lilah pudiera ser tan suave y sedosa.
Con la misma paciencia que él había demostrado, Lilah terminó de desnudarlo. Aunque la necesidad de precipitarse los desgarraba a los dos, conseguían dominar su impaciencia, comunicándose sin necesidad de palabras.
Lilah se levantó y le rodeó el cuello con los brazos hasta que quedaron torso con torso, muslo con muslo. Envueltos en la tenue luz de la habitación, se exploraron el uno al otro. Un estremecimiento, un suspiro, una petición, una respuesta. Labios inquisidores buscaban nuevos secretos. Manos ansiosas descubrían placeres nuevos.
Cuando Lilah se abrazó a él, Max llenó su cuerpo. Deleitándose en aquella sensación, ella arqueó la espalda, hundiéndolo profundamente al tiempo que susurraba su nombre mientras comenzaba a experimentar las primeras oleadas de placer. Max podía verla, su cuerpo esbelto se inclinaba, su piel resplandecía bajo la luz mientras su pelo caía como una lluvia brillante por su espalda. Mientras se estremecía, el maravilloso placer que estaba experimentando se reflejaba en sus ojos.
Entonces Max sintió que se le nublaba la visión, su propio cuerpo temblaba. Deslizó las manos hasta los muslos de Lilah. Ella lo rodeó con fuerza mientras volaban ambos hasta la cúspide del deseo.