7

—¿Para qué diablos nos va a servir todo este montón de papeles?

Hawkins caminaba nervioso por una de las soleadas habitaciones de la casa que habían alquilado. Él nunca había sido un hombre paciente. Prefería usar sus puños o cualquier arma a su cerebro. Su socio, que había adoptado el nombre de Robert Marshall, estaba sentado en un escritorio de roble, revisando detenidamente los documentos que había robado de Las Torres un mes antes. Se había teñido el pelo de un indefinido tono castaño.

Si Max Quartermain lo hubiera visto, lo habría identificado al instante como Ellis Caufield. Ningún nombre falso, ningún disfraz, podría esconder que era el ladrón cuya mente sin escrúpulos había planificado robar las esmeraldas de las Calhoun.

—Me tomé numerosas molestias para conseguir esos documentos —replicó Caufield en tono aplacible—. Y ahora que hemos perdido al profesor, tendré que descifrarlos yo mismo. Simplemente, tardaré un poco más.

—Todo este asunto apesta.

Hawkins fijó la mirada en la ventana, en los frondosos árboles que flanqueaban la casa. Estaba escondida detrás de un bosquecillo de álamos cuyas hojas agitaba continuamente la brisa. Con las ventanas del estudio abiertas de par en par, la esencia de los pinos y los guisantes dulces inundaba la habitación. Pero Hawkins solo podía oler su propia frustración. El luminoso azul de la bahía no mejoraba su humor. Había pasado suficiente tiempo en prisión como para sentirse encerrado en aquel lugar, por hermosos que fueran los alrededores.

Haciendo crujir sus nudillos, Hawkins se apartó de la ventana.

—Podríamos pasarnos semanas aquí metidos.

—Deberías aprender a apreciar este paisaje. Y esta habitación —el nerviosismo de su compañero era irritante, pero lo toleraba. Al menos mientras necesitara a Hawkins. Después de que las esmeraldas fueran encontradas… Bueno, ese era otro asunto—. Desde luego, yo prefiero la casa al yate. Y encontrar un alojamiento adecuado frente a la bahía ha sido caro y difícil.

—Esa es otra de las cosas —Hawkins sacó un cigarrillo—. Estamos gastando un dineral y lo único que hemos conseguido hasta ahora ha sido un montón de papeles.

—Te aseguro que las esmeraldas valdrán mucho más que todo el dinero que llevamos gastado.

—Si es que las malditas esmeraldas existen.

—Existen —Caufield despejó el humo con la mano, con un gesto de irritación y repitió con expresión intensa—: Existen. Y antes de que termine este verano, las tendré en mis manos —alzó las manos. Eran suaves, blancas y ágiles. En ese momento, estaba imaginando las relucientes piedras preciosas sobre ellas—. Y serán mías.

—Nuestras —lo corrigió Hawkins.

Caufield alzó la mirada y sonrió.

—Nuestras, por supuesto.

Después de cenar, Max volvió a concentrarse en la lista. Se dijo a sí mismo que estaba siendo responsable, haciendo lo que tenía que hacer. Pero la verdad era que tenía que poner distancia entre él y Lilah. No podía continuar engañándose diciendo que lo que sentía por ella solo era deseo. Que era una simple reacción física que podría ser activada por una imagen en la televisión o una voz en la radio.

Porque sabía que no había nada simple ni fácil de ignorar en su forma de reaccionar ante Lilah.

A medida que iban pasando los días, sus sentimientos eran más confusos, menos estables y más ingobernables. La situación ya era suficientemente complicada cuando le bastaba mirarla para desearla. En ese momento, le bastaba mirarla para sentir que sus deseos se fundían con sueños poco realistas, absurdos e imposibles.

Max nunca había dedicado mucho tiempo a pensar en el amor, y ninguno en absoluto a pensar en el matrimonio o la familia. Su trabajo siempre había sido suficiente para él, había llenado todos los vacíos de su vida. Había disfrutado de las mujeres, y aunque estaba lejos de haber sido el Don Juan de Cornell, había mantenido algunas relaciones cómodas y satisfactorias. Aun así, nunca había sentido la necesidad de correr al altar o comenzar a construir un hogar.

La soltería le gustaba. Cuando pensaba en el futuro se imaginaba a sí mismo como un malhumorado anciano y con un hermoso perro como única compañía.

Era un hombre sencillo que vivía una vida tranquila. Al menos hasta entonces. Y en cuanto ayudara a localizar las esmeraldas de las Calhoun, regresaría a su vida tranquila. Y regresaría solo. Aunque las cosas ya nunca serían exactamente iguales para él, sabía que Lilah se olvidaría del torpe profesor de universidad antes de que los vientos invernales comenzaran a soplar en la bahía.

E imaginaba que cuanto antes terminara lo que se había mostrado de acuerdo en hacer y se marchara, más fácil le resultaría irse. Terminó la lista y decidió que ya había llegado la hora de dar el siguiente paso hacia el final del más increíble verano de su vida.

Encontró a Amanda en su habitación, trabajando en su propia lista. Era la de los invitados a su boda, que se celebraría en menos de tres semanas.

—Siento interrumpir.

—No te preocupes —Amanda empujó suavemente sus gafas y sonrió—. Tengo todo bajo control, excepto mis nervios —ordenó sus papeles y los dejó sobre la bandeja que tenía en el escritorio—. Yo era partidaria de fugarme con Sloan, pero tía Coco me habría asesinado.

—Supongo que una boda lleva muchísimo trabajo.

—Incluso preparar una ceremonia sencilla y familiar es como planificar la mayor de las ofensivas. O como estar en el circo —decidió, y soltó una carcajada—. Tienes que terminar haciendo malabares con los fotógrafos, la colocación de los invitados y los arreglos florales. Pero me está saliendo todo muy bien. Me está ayudando C. C. aunque debería ser capaz de hacerlo todo yo sola. Pero… —se quitó las gafas y comenzó a doblar y desdoblar las patillas—. Todas estas cosas me desequilibran, así que Max, intenta distraerme un rato y cuéntame qué te preocupa a ti.

—He estado trabajando en esta lista y no sé si está completa —le mostró la lista—. Son todos los nombres de los sirvientes que trabajaron en la casa el verano en el que Bianca murió, al menos los que he podido encontrar.

Amanda apretó los labios y volvió a ponerse las gafas. Admiró aquellas columnas ordenadas, escritas con una letra nítida.

—¿Son todos estos?

—Son los que aparecen en el libro de contabilidad que he consultado. He pensado que podríamos ponernos en contacto con sus familias. Quizá incluso tengamos suerte y alguno de ellos viva.

—Cualquiera que trabajara aquí en esa época, debe rondar ya los cien años.

—No necesariamente. Muchos de los empleados podrían ser muy jóvenes. Algunas doncellas, el jardinero, o las ayudantes de cocina, por ejemplo —cuando Amanda comenzó a tamborilear con el lápiz en la mesa, añadió—: Hay pocas probabilidades, lo sé, pero…

—No —con la mirada fija en la lista, Amanda asintió—. Aunque no pudiéramos encontrar a nadie de los que trabajó entonces aquí, es posible que les contaran algo a sus hijos. Es casi seguro que la mayor parte de ellos vivían en esta zona, y quizá todavía lo sigan haciendo —alzó la mirada—. Has tenido una buena idea, Max.

—Me gustaría que me ayudaras a confirmar algunos nombres.

—Te ayudaré en todo lo que pueda, pero no va a ser fácil.

—Investigar es lo que mejor se me da.

—Y has hecho un gran trabajo —le tendió una mano para estrechársela—. ¿Por qué no nos dividimos la lista entre los dos y comenzamos mañana? Supongo que la cocinera, el mayordomo, el ama de llaves, la dama personal de Bianca y la niñera vendrían con ellos desde Nueva York.

—Pero seguramente las asistentas y los empleados de menor rango serían contratados en la localidad.

—Exactamente, podemos dividir la lista de esa forma y después comprobar los datos —se interrumpió cuando Sloan entró en la habitación con una botella de champán y dos copas.

—Te dejo cinco minutos sola y ya empiezas a entretenerte con otro —dejó la botella de champán a un lado—. Y además estáis hablando de comprobar datos. Esto debe ser algo serio.

—Ni siquiera hemos empezado a ponerlos en orden alfabético —respondió Amanda.

—Parece que he llegado justo a tiempo —tomó el lápiz que Amanda tenía en la mano antes de hacerla levantarse—. Cinco minutos más, y ya podrías haber estado empezando a hacer correlaciones.

Desde luego, allí no lo necesitaban, decidió Max. Por la forma en la que se estaban besando, aparentemente se habían olvidado de él. Mientras se marchaba, miró envidioso por encima del hombro. Se estaban mirando el uno al otro, sonriendo, sin decir nada. Era evidente que se trataba de dos personas que sabían lo que querían: se querían el uno al otro.

Ya de vuelta en su habitación, Max decidió que pasaría el resto de la velada tomando notas para su libro. Si pudiera reunir el valor suficiente, se sentaría en frente de la máquina de escribir que Coco le había prestado. Podía dar ese paso, ese enorme paso, y comenzar a escribir directamente su novela, en vez de dedicarse a prepararse para escribirla.

Miró la tantas veces aporreada Remington y sintió que se le encogía el estómago. Quería sentarse, deslizar los dedos por aquellas teclas con la misma desesperación que un hombre ansiaba tener a la mujer deseada en sus brazos. Pero le daba tanto miedo tener que enfrentarse a la hoja en blanco como verse frente al pelotón de fusilamiento. O quizá más.

Solo necesitaba prepararse, se dijo a sí mismo. Colocar mejor sus libros de referencia. Intentar que sus notas fueran más fácilmente accesibles. Y ajustar la luz.

Pensó en docenas de detalles que debía perfeccionar antes de empezar. Una vez hubo terminado con ellos, intentó y fracasó pensar en algo más. Y se sentó.

Allí estaba, comprendió, a punto de empezar algo con lo que había soñado durante toda su vida. Lo único que tenía que hacer era escribir la primera frase y ya estaría comprometido a continuar.

Curvó los dedos sobre el teclado.

¿Por qué habría pensado que podía escribir una novela? Una tesis, una conferencia, sí. Ambas eran cosas que estaba preparado para hacer. Pero una novela, Dios, una novela no era algo que nadie pudiera enseñar a hacer. Hacía falta imaginación, ingenio, sentido del dramatismo. Pensar en una historia y articularla sobre el papel eran dos cosas completamente diferentes.

¿Y no era una tontería comenzar algo que estaba destinado al fracaso? Mientras continuara preparándose para escribir su novela, no correría ningún riesgo y, por lo tanto, tampoco habría ninguna decepción. Pero si comenzaba, si realmente comenzaba, ya no podría continuar escondiéndose tras las notas y la búsqueda de libros. Y cuando fracasara, ya ni siquiera podría soñar con su novela.

Con movimientos tensos, deslizó los dedos sobre las teclas, mientras en su mente continuaban agolpándose docenas de excusas para posponer el momento de empezar. Cuando la primera frase pasó desde su cerebro hasta sus dedos y apareció sobre la página en blanco, dejó escapar un largo y tembloroso suspiro.

Tres horas después, tenía diez páginas llenas. La historia, a la que había estado dando vueltas en su cabeza durante tanto tiempo, estaba comenzando a cobrar forma a través de la palabra. Sus palabras. Max sabía que probablemente era espantosa, pero no parecía importarle. Estaba escribiendo, escribiendo de verdad. El proceso lo fascinaba y lo llenaba de júbilo. Escuchar el repiqueteo de las teclas le parecía el mayor de los placeres.

Se quitó la camisa y los zapatos y se inclinó hacia delante, con el ceño fruncido y la mirada ligeramente desenfocada. Sus dedos volaban sobre las teclas y se detenían de pronto, mientras él se devanaba los sesos intentando encontrar la manera de trasladar al papel lo que tenía en la cabeza.

Y así fue como Lilah lo encontró. Max había dejado abiertas las puertas de la terraza para que entrara la brisa. La habitación estaba prácticamente a oscuras, con la única iluminación de la lámpara que había sobre el escritorio. Se quedó observándolo, excitada por su total concentración y encantada con la forma en la que el flequillo caía sobre sus ojos.

¿Era extraño que hubiera ido a buscarlo? Estaba tan completamente enamorada de él que le habría resultado imposible mantenerse lejos. No encontraba nada malo en pasar una noche con él para demostrarle su amor de una manera que Max pudiera comprender y aceptar. Necesitaba hacer el amor con él, fraguar una unión que pudiera ser importante para ambos.

No mediante sexo, sino a través de la intimidad. Una intimidad que había comenzado en el momento en el que, mientras yacía medio muerto en la playa, había elevado la mano hasta su rostro. Había una conexión entre ellos de la que Lilah no podía escapar. Y, como había pensado mientras se levantaba de la cama para ir a su encuentro, de la que no quería escapar.

Su intuición la había llevado hasta el dormitorio de Max aquella noche, de la misma forma que la había arrastrado hasta la playa el día de la tormenta.

La decisión tenía que tomarla ella, lo sabía. Sin embargo, por terriblemente que lo deseara, no podía tomar lo que nadie le había ofrecido. Y él vacilaría en tomar incluso lo que le ofrecían porque tenía sus propias normas y códigos éticos. Quizá si la amara…

Pero no podía permitirse pensar en eso. Con el tiempo, Max llegaría a amarla. Sus propios sentimientos eran demasiado fuertes y profundos como para que los de Max no estuvieran a su altura.

Así que ella daría el primer paso. Seducción.

La concentración de Max era tan intensa que ni siquiera un grito habría conseguido romperla. Pero la fragancia de Lilah, deslizándose en la habitación enredada con la brisa, consiguió hacerla añicos. El deseo brotó en su sangre antes de que alzara la mirada y la viera en el marco de la puerta. La bata blanca flotaba a su alrededor. Atrapada en la corriente de aire, la melena danzaba sobre sus hombros. Tras ella, el cielo era una lona negra de la que Lilah, ilusión o realidad, acababa de surgir. Lilah sonrió y los dedos de Max cayeron mustios sobre el teclado.

—Lilah.

—He tenido un sueño —era verdad, y decir la verdad era algo que siempre había calmado sus nervios—. Sobre ti y sobre mí. Estábamos iluminados por la luna. Casi podía sentir la luz de la luna sobre mi piel, hasta que tú me tocabas —entró en la habitación, haciendo que la seda susurrara suavemente a su alrededor, como el agua rizándose sobre el agua—. Entonces ya solo te sentía a ti. Había flores, de una fragancia muy ligera y muy dulce. Y un ruiseñor, lanzando su cálido canto para buscar pareja. Ha sido un sueño adorable, Max —se detuvo al lado de su mesa—. Después me he despertado, sola.

Max estaba convencido de que la bola de tensión que sentía en el estómago iba a explotar de un momento a otro, dejándolo completamente indefenso. Lilah era más hermosa que cualquier fantasía, su pelo se extendía como un fuego abrasador sobre sus hombros y su grácil y esbelta figura se recortaba contra la delgada y escurridiza seda.

—Es tarde —intentó aclararse la garganta—. No deberías estar aquí.

—¿Por qué?

—Porque es…

—¿Indecoroso? —sugirió—. ¿Temerario? —le apartó el flequillo—. ¿Peligroso?

Max se tambaleó sobre sus pies y se aferró al respaldo de la silla.

—Sí, todo eso.

Los ojos de Lilah parecían estar llenos de secretos femeninos milenarios.

—Pero yo me siento temeraria, Max. ¿Tú no?

«Desesperado» era la palabra adecuada. Desesperado por acariciarla. Sus dedos palidecían sobre el respaldo de la silla.

—Es una cuestión de respeto.

La sonrisa de Lilah se tornó repentinamente cálida y muy dulce.

—Te respeto, Max.

—No, a lo que me refiero… —Lilah estaba tan adorable cuando sonreía de ese modo, tan joven, tan frágil—. Decidimos ser amigos.

—Y lo somos —posando los ojos sobre los de Max, alzó la mano para acariciar su pelo. Sus anillos resplandecieron bajo la luz de la lámpara.

—Y eso es…

—Eso es lo que los dos quisimos —terminó Lilah por él. Cuando se inclinó hacia Max, este retrocedió. La silla se tambaleó. La risa de Lilah no era burlona, sino cálida y encantadora—. ¿Te pongo nervioso, Max?

—Esa es una palabra demasiado amable para expresar lo que siento —apenas conseguía tomar aire a través de su garganta seca. Había convertido sus manos en puños que se retorcían como el nudo que sentía en el estómago—. Lilah, no quiero que echemos a perder lo que tenemos. El cielo sabe que no quiero que me desgarres el corazón.

Lilah sonrió, sintiendo renacer la esperanza a través de sus propios nervios.

—¿Podría?

—Sabes que podrías. Probablemente ya hayas perdido la cuenta de todos los corazones que has roto.

Ya estaba allí otra vez, pensó Lilah, invadida por la desilusión. Max todavía la veía, y probablemente siempre lo haría, como una sirena despreocupada que tentaba a los hombres para después deshacerse de ellos. No comprendía que era su corazón el que estaba en peligro, el que había estado en peligro desde el primer momento. Pero no permitiría que eso la detuviera, no podía. Aquella noche iba a pasarla con él. Se sentía demasiado fuerte para estar equivocada.

—Dime, profesor, ¿alguna vez has soñado conmigo? —camino hacia él y Max retrocedió. Permanecían ambos en las sombras, tras la luz de la lámpara—. ¿Alguna vez has permanecido despierto en la cama, preguntándote cómo sería?

Max estaba perdiendo terreno muy rápidamente. Su mente estaba tan llena de ella que ya no había espacio para nada más, salvo el deseo.

—Sabes que sí.

Otro paso y serían atrapados por un rayo de luna, tan blanco como la bata de Lilah, e igualmente seductor.

—Y cuando sueñas en ello, ¿dónde estamos?

—No creo que eso importe —tenía que tocarla, no podía resistirlo, aunque solo fuera rozar su pelo—. Estamos solos.

—Ahora estamos solos —deslizó las manos por sus hombros para entrelazarlas detrás de su cuello—. Bésame, Max. Como me besaste la primera vez, cuando estábamos sentados en la hierba.

Max posó las manos en su pelo, con los dedos tensos como cables.

—No terminaré ahí, Lilah. Esta vez no.

Lilah curvó los labios mientras los alzaba hacia él.

—Tú solo bésame.

Max luchó para controlar la fuerza de sus manos mientras la agarraba, para que su beso fuera delicado mientras deslizaba los labios sobre su boca. Seguramente tenía fuerza suficiente para contener la necesidad desgarradora de devorarla. No le haría ningún daño, se prometió. Y se aferró a la débil esperanza de que podría pasar una noche con ella y emerger ileso.

Era tan dulce, pensó Lilah. Tan adorable. La ternura de su beso era todavía más conmovedora porque Lilah podía sentir el temblor de la pasión que ambos estaban reprimiendo. Su propio corazón, ya rebosante de amor, se desbordaba. Cuando sus labios se separaron, brillaban las lágrimas en sus ojos.

—Yo no quiero que esto termine aquí —volvió a rozar sus labios—. Ninguno de los dos lo quiere.

—No.

—Entonces, hagamos el amor, Max —murmuró. Mantenía los ojos fijos en los de Max mientras retrocedía y se desabrochaba la bata—. Esta noche te necesito —la bata se deslizó hasta el suelo.

Bajo la bata, la piel de Lilah aparecía blanca y suave como el mármol. Sus largos miembros podrían haber sido tallados y pulimentados por las manos de un artista. Lilah permanecía erguida, cubierta únicamente por la luz de la luna y esperando.

Max jamás había visto nada más perfecto, más elegante o más frágil. De pronto, sentía sus manos enormes y torpes y sus dedos rudos. Tenía serias dificultades para respirar mientras la tocaba. Aunque sus dedos apenas flotaban sobre la piel, lo aterraba dejar marcas en ella. Fascinado, observaba su propia mano moviéndose sobre Lilah, trazando la curva de sus hombros, deslizándose por sus brazos perfectos. Con cuidado, con muchísimo cuidado, acarició la piel, suave como el agua, de sus senos.

Primero sintió aquella debilidad en las piernas. Nadie la había tocado de aquella manera, con una delicadeza tan embriagadora. Era como si fuera la primera mujer que Max había visto en su vida y estuviera intentando memorizar su rostro y sus formas a través de las yemas de los dedos. Lilah había llegado a su habitación para seducirlo, pero sus brazos caían inertes a ambos lados de su cuerpo. Y estaba siendo seducida. Dejó caer la cabeza hacia atrás, en un involuntario gesto de rendición. Y Max no tenía forma de saber que aquella era la primera vez que Lilah se rendía.

La vulnerable columna de su cuello era imposible de resistir. Max presionó su boca contra ella mientras con la palma de la mano rozaba ligeramente uno de sus pezones.

Aquella combinación provocó un violento estallido de sensaciones que atravesó su cuerpo. Confundida, Lilah se estremeció al tiempo que jadeaba su nombre.

Max retrocedió al instante, maldiciéndose a sí mismo.

—Lo siento —se había dejado cegar por el deseo y sacudió la cabeza, para intentar despejar sus pensamientos—. Siempre he sido muy torpe.

—¿Torpe? —envuelta ya en la niebla del deseo, se inclinó hacia él para recorrer con los labios sus hombros, su garganta y su pecho—. ¿No te das cuenta de lo que me estás haciendo? No te detengas —su boca encontró sus labios y se detuvo allí—. Creo que me moriría si lo hicieras.

Aquel constante bombardeo a su sistema central estuvo a punto de hacerlo caer. Lilah lo acariciaba, impaciente y ansiosa. Su boca, Dios, su boca era rápida y ardiente al mismo tiempo, abrasaba su piel con cada uno de sus besos. Max no podía pensar, apenas podía respirar. No podía hacer nada que no fuera sentir.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano para recuperar el control, elevó el rostro de Lilah hacia el suyo, e intentó apaciguarla a ella y a sus labios concentrando todos sus deseos en uno de aquellos interminables besos. Sí, podía sentir el efecto que estaba teniendo en Lilah y estaba completamente admirado. Con un gemido grave y gutural, Lilah relajó cada uno de sus músculos, en una rendición más erótica que cualquier seducción. Su cuerpo parecía derretirse contra el suyo con una total maleabilidad, con una confianza absoluta. Cuando Max la levantó en brazos, ella dejó escapar un suave y perezoso sonido de placer.

Tenía los ojos casi completamente cerrados. Max adivinaba bajo sus pestañas una brillante veta de iris verde. Mientras la llevaba a la cama, se sentía tan fuerte como Hércules. Delicadamente y contemplando su rostro, la dejó sobre las sábanas.

La luz de la luna bañaba la cama, inundaba la habitación, entrando por las ventanas como un río de plata. Max podía oír el viento susurrando entre los árboles y el distante retumbar del agua contra las rocas. La fragancia de Lilah, tan misteriosa como la de Eva, lo envolvía con la misma facilidad que sus brazos.

Tomó sus manos. Atrapado por el romanticismo de la noche, las llevó a sus labios y posó su boca sobre los nudillos, las yemas de los dedos y las palmas. La miraba constantemente mientras la mordisqueaba ligeramente, mientras la acariciaba y excitaba con la lengua. Oía cómo se aceleraba su respiración, contemplaba sus ojos nublándose con un confuso deseo mientras él continuaba haciendo el amor con sus manos. Cuando posó los labios en su muñeca, sintió su pulso palpitante.

Max estaba extrayendo de ella algo para lo que Lilah no se había preparado. La había dejado completamente indefensa. ¿Sería consciente de que la tenía en su poder?, se preguntó vagamente. Aquel placer ligero y embriagador flotaba desde sus dedos a todo los rincones de su cuerpo. Cuando Max deslizó los labios por su brazo para detenerse en el rincón de su codo, un gemido escapó de su garganta.

Lilah ni siquiera era consciente de que se estaba moviendo bajo él, invitándolo a tomar todo lo que deseara. Cuando la boca de Max encontró por fin sus labios, la única palabra que estos pudieron formar fue el nombre de su amado.

Max intentaba contener su ansiedad. Pero era casi imposible dominarla, sintiendo el cuerpo de Lilah tan suave, tan ágil bajo el suyo. Pero se negaba a entregarse a ella. Aquella noche, que podría ser la única, tenía que durar. Él quería mucho más que la rápida y frenética unión que su cuerpo anhelaba. Él quería el deslumbrante placer de aprenderse cada centímetro de su cuerpo, de descubrir sus secretos, su debilidad. Con paciencia, podría grabarse en su cerebro lo que era tocarla y sentirla temblar, lo que era saborearla y escuchar sus suspiros. Cuando Lilah movió sus manos sobre él, supo que también ella estaba perdida en medio de la noche.

Bajó entonces lentamente hasta ella, marcando su piel con los labios y el susurro de sus dedos. Con una tortuosa paciencia, se entretuvo en sus senos hasta verlos henchidos de placer. Su boca fue bajando gradualmente, mientras sus dedos se aferraban a su pelo. Pudo oír entonces sus suaves e incoherentes súplicas, sus suspiros jadeantes mientras deslizaba los labios por su torso y mordisqueaba tentadoramente sus caderas.

Lilah sintió su respiración aleteando contra sus muslos y gritó, arqueándose al sentir una violenta sacudida, la primera oleada de fuego.

Lilah voló hasta el borde de aquel placentero precipicio y descendió mientras Max erraba, vagaba por su rodilla.

Max no podía saciarse. Cada bocado de ella era más potente que el anterior. Sentía cómo comenzaba a rugir la tensión en sus mejillas, cómo ardía en su sangre. Aferrándose a sus manos, se dejó llevar por la locura al tiempo que la empujaba hasta el clímax otra vez. Cuando sintió su cuerpo laxo y su respiración sollozante, volvió a su boca.

Lilah estaba deseando suplicar, pero no podía decir palabra. Estaba siendo sacudida por una cadena interminable de sensaciones que la dejaban débil, aturdida y anhelando mucho más. Deseándolo desesperadamente, intentó quitarle los vaqueros. Habría gritado de frustración si Max no hubiera atrapado su boca para convertir su grito en un gemido.

Tirando de los pantalones entre jadeos, consiguió arrastrarlos hasta sus caderas, sintiéndose enloquecer de alegría al ser consciente de que sus dedos inquietos lo estaban haciendo estremecerse. Estrechándose piel contra piel, entre ambos consiguieron deshacerse de los vaqueros.

—Espera —las palabras salieron precipitadamente de sus labios mientras luchaba por conservar su última capacidad de control—. Mírame —tensó los dedos sobre su pelo mientras Lilah abría los ojos—. Mírame —repitió—. Quiero que recuerdes esto.

Con los músculos temblando por el esfuerzo de hacer las cosas lentamente, se hundió en ella. La mirada de Lilah se nubló, pero mantuvo los ojos abiertos mientras ambos comenzaban a moverse al mismo ritmo. Lilah sabía, mientras Max la llenaba de sí mismo con una bellísima perfección, que estaba viviendo algo que nunca olvidaría.

Era tan dulce, tan natural, la forma en la que la cabeza de Max reposaba sobre sus senos. Lilah sonrió ante aquella sensación mientras acariciaba su pelo. Entrelazaba una mano con la suya, como cuando se habían deslizado juntos por las cumbres más altas del placer. Medio soñando, imaginó lo que sería dormir juntos, como en aquel momento, noche tras noche.

Max la sintió relajarse bajo él, sintió su cuerpo cálido y flexible, y su piel todavía brillante por el rocío de la pasión. Su corazón iba disminuyendo gradualmente el ritmo de sus latidos. Por un instante, Max podía fingir que aquella era una noche entre muchas. Que Lilah podría llegar a pertenecerle de la forma tan íntima y compleja en la que un hombre pertenecía a una mujer.

Sabía que le había dado placer y que, durante unas horas, habían estado todo lo unidos que podían llegar a estar dos personas. Pero en aquel momento, no tenía ni la menor idea de lo que podía decir… Porque lo único que quería decir era que quería volver a hacer el amor con ella.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Lilah.

—Mi cerebro todavía no ha empezado a trabajar.

Lilah soltó una carcajada, grave y cálida. Se estiró y culebreó en la cama hasta que sus rostros quedaron a la misma altura.

—Entonces te diré lo que estoy pensando yo —acercó su boca hasta la de Max para detenerse en un lánguido y prolongado beso—. Me gustan tus labios —le mordisqueó tentadoramente el labio inferior—. Y tus manos, y tus hombros, y tus ojos —mientras hablaba, deslizaba el dedo por su espalda—. De hecho, en este momento no se me ocurre nada que no me guste de ti.

—La próxima vez que te haga enfadarte, te lo recordaré —acarició su pelo, porque disfrutaba viendo extenderse su melena sobre las sábanas—. Me cuesta creer que esté aquí contigo, así.

—¿No lo sentiste desde el principio, Max?

—Sí —dibujó el perfil de su boca con un dedo—. Pero imaginaba que era solo una ilusión, un deseo.

—No confías demasiado en ti, profesor —cubrió su rostro de diminutos besos—. Eres un hombre atractivo, con una mente admirable y un sentimiento de compasión que resulta irresistible —en sus ojos no brillaba la diversión cuando Max la miró. Posó la mano en su mejilla—. Cuando hemos hecho el amor esta noche, ha sido precioso. Esta ha sido la noche más hermosa de mi vida.

Lo vio entonces en sus ojos. No era ya pudor, si no una absoluta incredulidad. En un momento en el que Lilah estaba completamente indefensa, en el que acababa de desnudar completamente su alma, nada podría haberle dolido más.

—Lo siento —dijo muy tensa, y se apartó—. Estoy segura de que te parece una frase hecha viniendo de mí.

—Lilah…

—No, estoy bien —apretó los labios hasta que estuvo segura de que su voz sonaría ligera y alegre otra vez—. No hace falta complicar las cosas —se sentó en la cama y se echó el pelo hacia atrás—. Entre nosotros no hay ataduras, profesor. Nada de trampas ni cláusulas ocultas en nuestro contrato. Somos dos adultos que disfrutan estando juntos, ¿de acuerdo?

—No estoy seguro.

—Digamos entonces que nos limitaremos a vivir el día a día. O quizá fuera mejor decir la noche —se inclinó para besarlo—. Y ahora que ya lo hemos dejado claro, creo que será mejor que me vaya.

—No —le tomó la mano antes de que pudiera levantarse de la cama—. No te vayas. Nada de ataduras —le dijo mientras la estudiaba—. Nada de complicaciones. Solo quédate conmigo esta noche.

Lilah sonrió ligeramente.

—Solo te seduciré otra vez.

—Estaba esperando que lo dijeras —la estrechó contra él—. Quiero estar contigo cuando amanezca.