6

En una casa del tamaño de Las Torres no era difícil evitar a alguien durante un día o dos. Max advirtió que Lilah se había mantenido fuera de su camino sin hacer el menor esfuerzo durante ese período de tiempo. Y no podía culparla por ello después de lo mal que había llevado las cosas.

Aun así, lo sacaba de quicio que no hubiera aceptado su sincera disculpa. En vez de aceptarla, se había puesto… Maldita fuera, si al menos supiera exactamente cómo se había puesto. De lo único que estaba seguro era de que había dado la vuelta a sus palabras, a sus intenciones, y después se había marchado encolerizada.

Y la echaba terriblemente de menos.

Había estado bastante ocupado, enterrado en su investigación, en los documentos de la familia que tan minuciosamente había archivado Amanda atendiendo a la fecha de sus contenidos. Había encontrado lo que consideraba la última aparición pública de las esmeraldas, se trataba de un artículo de un periódico sobre un baile que se había celebrado en Bar Harbor el diez de agosto de mil novecientos trece. Dos semanas antes de la muerte de Bianca.

Aunque lo consideraba una posibilidad bastante remota, había comenzado a elaborar una lista de los empleados que estaban trabajando en Las Torres durante el verano de mil novecientos trece. Algunos de ellos incluso podrían estar vivos. Seguirles el rastro a través de sus familiares podría ser difícil, pero no imposible. Ya había entrevistado a otros ancianos con anterioridad para que compartieran con él los recuerdos de su juventud. Con mucha frecuencia, sus recuerdos eran tan claros como el cristal.

La idea de hablar con alguien que hubiera conocido a Bianca, que las hubiera visto a ella y a las esmeraldas, lo emocionaba. Un empleado recordaría Las Torres tal como habían sido, habría conocido las costumbres de sus patrones. Y, sin duda alguna, también sus secretos.

Confiando en aquella idea, Max se inclinó sobre la lista.

—Ya veo que estás trabajando duramente.

Max alzó la mirada y pestañeó al ver a Lilah en la puerta. No hizo falta que nadie le dijera a Lilah que acababa de arrancar a Max del pasado. Su mirada perpleja hizo que le entraran ganas de abrazarlo. Pero se reprimió y se apoyó perezosamente contra el marco de la puerta.

—¿Interrumpo algo?

—Sí… No —maldita fuera, la boca se le estaba haciendo agua—. Yo solo…, estaba haciendo una lista.

—Tengo una hermana con el mismo problema.

Lilah iba vestida con un vestido de algodón blanco; su pelo de gitana, aquella melena de fuego, caía libremente sobre él. Los dos pendientes de malaquita que llevaba en las orejas se mecieron mientras cruzaba la habitación.

—Amanda —dejó a un lado el bolígrafo que tenía en la mano. A esas alturas estaba ya empapado en sudor—. Ha hecho un magnífico trabajo catalogando toda esta información.

—Es una fanática de la organización —con un gesto completamente natural, apoyó la cadera en la mesa en la que Max estaba trabajando—. Me gusta tu camiseta.

Era la única que Lilah había elegido por él, aquella del dibujo de la langosta.

—Gracias. Pensaba que estarías trabajando.

—Hoy es mi día libre —se apartó de la mesa, la rodeó y miró por encima de su hombro—. ¿Tú nunca te lo tomas?

Aunque sabía que era ridículo, sintió que se tensaban todos sus músculos.

—¿Tomarme qué?

—Un día libre —se echó la melena a un lado y se volvió para mirarlo—, para disfrutar.

Lo estaba haciendo deliberadamente, no cabía ninguna duda. Quizá disfrutara viéndolo hacer el ridículo.

—Estoy ocupado —consiguió apartar la mirada de la boca de Lilah y fijarla en la lista que estaba elaborando. No fue capaz de leer un solo nombre—. Muy ocupado —añadió casi desesperadamente—. Estoy intentando anotar todos los nombres de las personas que trabajaban en la casa durante el verano en el que murió Bianca.

—Una tarea difícil.

Se inclinó hacia delante, encantada con su reacción. Definitivamente, tenía que ser más que lujuria. Un hombre no se resistía con tanta fuerza a un sentimiento tan básico como el deseo.

—¿Necesitas ayuda?

—No, este es un trabajo para una sola persona —y quería que Lilah se marchara antes de que él comenzara a gimotear.

—El ambiente debió ser terrible en la casa después de que Bianca muriera. Y peor todavía para Christian, que tuvo que enterarse de la noticia y leer todo sobre lo ocurrido sin poder hacer nada. Creo que la quería mucho. ¿Tú has estado enamorado alguna vez?

Una vez más, Lilah consiguió arrastrar la mirada de Max hacia ella. En aquel momento no sonreía. No había ningún brillo de humor en su mirada. Por alguna razón, Max tuvo la sensación de que aquella era la pregunta más seria que le había hecho Lilah desde que la conocía.

—No.

—Yo tampoco. ¿Cómo crees que será?

—No lo sé.

—Pero tienes que tener una opinión —se inclinó ligeramente hacia él—. Una teoría, alguna idea…

Max se sentía completamente hipnotizado.

—Debe ser como tener tu propio mundo privado. Como un sueño, en el que todo se intensifica y desaparece la lógica, pero es completamente tuyo.

—Eso me gusta —Max observó que la boca de Lilah se curvaba en una sonrisa. Casi podía saborearla—. ¿Te gustaría dar un paseo conmigo, Max?

—¿Un paseo?

—Sí, conmigo, por los acantilados.

Max ni siquiera estaba seguro de si podría levantarse.

—Sí, no estaría mal dar un paseo.

Sin decir nada, Lilah le tendió la mano. Cuando él se levantó, lo condujo hacia las puertas de la terraza.

El mismo viento que había despejado el cielo de nubes alzó la falda del vestido de Lila e hizo volar su pelo. Despreocupada, Lilah continuó caminando, tomando la mano de Max con suavidad. Cruzaron el jardín y se alejaron de los ruidos de los trabajadores de la obra.

—No suelo caminar mucho —le explicó—, puesto que es eso lo que hago la mayor parte de los días, pero me gusta pasear por los acantilados. Están llenos de recuerdos.

Max volvió a pensar en todos los hombres a los que Lilah habría amado.

—¿Recuerdos tuyos?

—No, de Bianca, creo. Y si continúas sin querer creer en esas cosas, por lo menos el paisaje merece la pena.

Max bajó la mirada hacia la pendiente que descendía hasta el mar. Le parecía un paisaje amable, sencillo, incluso amistoso.

—¿Ya no estás enfadada conmigo?

—¿Enfadada? —Lilah arqueó deliberadamente una ceja. No tenía intención de facilitarle las cosas—. ¿Enfadada por qué?

—Por lo de la otra noche. Sé que te hice enfadar.

—Ah, por eso.

Como no añadió nada más, Max volvió a intentarlo.

—He estado pensando en ello.

—¿De verdad? —elevó sus ojos cargados de misteriosos secretos hasta él.

—Sí. Y creo que no manejé demasiado bien la situación.

—¿Quieres que te dé otra oportunidad?

Max se quedó tan petrificado que hizo reír a Lilah.

—Relájate, Max —le dio un amistoso beso en la mejilla—. Simplemente, piensa en ello. Mira, el arándano silvestre ya está floreciendo —se inclinó para acariciar una de aquellas diminutas campanillas rosadas que crecían entre las rocas. A Max le llamó la atención que la acariciara y no la arrancara—. Esta es una época maravillosa para ver flores silvestres —se enderezó y se echó el pelo hacia atrás—. ¿Has visto esas?

—¿Esos hierbajos?

—Oh, y yo que pensaba que eras un poeta —sacudió la cabeza y volvió a tomarle la mano—. Lección número uno —comenzó a decir.

Mientras caminaban, iba señalando pequeños grupos de flores que crecían entre las grietas o conseguían prosperar sobre el delgado manto de las rocas. Le enseñó a reconocer los arándanos silvestres que podían arrancarse y ser comidos de inmediato. Observaron también el vuelo de las mariposas y las acrobacias de los zánganos sobre la hierba. Con Lilah, las cosas más vulgares parecían exóticas.

Lilah arrancó una hoja muy delgada y la machacó entre los dedos para extraer su acre fragancia, un olor que a Max le recordó al de su piel.

Se asomó con ella a un precipicio que caía directamente sobre el agua. Abajo, en la distancia, la espuma golpeaba las rocas, batiéndolas en una guerra eterna. Lilah lo ayudó a asomarse para ver los nidos de los pájaros, inteligentemente construidos a partir de los diminutos salientes de las rocas, a las que se aferraban con una sorprendente tenacidad.

Aquello era lo que Lilah hacía diariamente, tanto para los grupos de turistas como para ella misma. Pero descubría un nuevo placer al compartirlo con él, al mostrarle algo tan sencillo y especial al mismo tiempo como las rosas salvajes que crecían hasta alcanzar la altura de un humano. El aire era como un vino refrescado por el viento, así que Lilah se sentó en una roca para beberlo con cada una de sus respiraciones.

—Este lugar es increíble —Max no podía sentarse; había demasiadas cosas que ver, demasiadas cosas que sentir.

—Lo sé.

Lilah disfrutaba con el placer de Max tanto como con el sol que acariciaba su rostro y el viento que mecía su pelo. Había fascinación en los ojos de Max, oscurecidos hasta adquirir un hermoso color índigo mientras asomaba una débil sonrisa a sus labios. La herida de la sien estaba curándose, pero Lilah pensó que siempre quedaría en ella una pequeña cicatriz que añadiría cierta gracia a aquel rostro inteligente.

Mientras un tordo comenzaba a trinar, Lilah se abrazó a sus rodillas.

—Eres guapo, Max.

Distraído, Max la miró por encima del hombro. Lilah permanecía cómodamente sentada sobre las rocas, tan relajada como si estuviera en un mullido sofá.

—¿Qué?

—He dicho que eres guapo. Muy guapo —se echó a reír al ver que se quedaba boquiabierto—. ¿Nadie te ha dicho nunca que eres muy atractivo?

¿A qué estaba jugando?, se preguntó Max. Y se encogió de hombros, sintiéndose terriblemente incómodo.

—No que yo recuerde.

—¿Ni una sola alumna recién graduada, ni la inteligente profesora de literatura inglesa? Qué descuido. Supongo que más de una de ellas te habrá echado el ojo… y algo más, pero seguro que estabas demasiado ocupado con tus libros para darte cuenta.

Max frunció el ceño.

—Tampoco he sido un monje…

—No —sonrió—, de eso ya me he dado cuenta.

Las palabras de Lilah le recordaron vívidamente a Max lo que había ocurrido entre ellos dos noches atrás. La había acariciado, la había saboreado, y a duras penas había conseguido reprimirse para no terminar haciendo el amor con ella allí mismo, en la hierba. Y ella se había marchado corriendo, recordó, furiosa y ofendida. Sin embargo, en ese momento parecía estar provocándolo, desafiándolo a repetir su error.

—Nunca sé qué esperar de ti.

—Gracias.

—No era un cumplido.

—Mejor aún —sus ojos, medio cerrados, resplandecían contra la luz del sol. Cuando habló, su voz era prácticamente un susurro—. Pero a ti te gustan las cosas predecibles, ¿verdad, profesor? Siempre te gusta saber lo que va a suceder a continuación.

—Probablemente tanto como a ti te gusta irritarme.

Riendo, Lilah le tendió la mano.

—Lo siento, Max. A veces me resulta irresistible. Vamos, siéntate, te prometo portarme bien.

Receloso, Max se sentó a su lado en la roca. La falda de Lilah revoloteaba tentadoramente alrededor de sus piernas. Con un gesto que a Max le pareció casi maternal, Lilah le palmeó el muslo.

—¿Quieres que seamos amigos? —le preguntó.

—¿Amigos?

—Claro —sus ojos bailaban divertidos—. Me gustas. Una mente tan seria, un carácter tan honesto… —Max se tensó, haciéndola reír—. Y cómo intentas disimular cuando te sientes avergonzado.

—Yo no intento disimular nada.

—Y ese tono autoritario cuando te enfadas. Ahora se supone que tienes que decirme lo que te gusta de mí.

—Estoy pensándolo.

—Debería haber añadido tu seco ingenio.

Max no pudo menos que sonreír.

—Eres la persona más dueña de sí misma que he conocido en mi vida —la miró—, eres amable, sin necesidad de armar demasiado alboroto, e inteligente, también sin alborotos. Supongo que no armas alborotos por nada.

—Es demasiado cansado —pero las palabras de Max estaban llegándole directamente al corazón—. ¿Entonces puedo decir sin correr ningún riesgo que somos amigos?

—Desde luego.

—Estupendo —le apretó cariñosamente la mano—. Porque creo que para nosotros es importante que seamos amigos antes de convertirnos en amantes.

Max estuvo a punto de caerse de la roca.

—¿Perdón?

—Ambos sabemos que queremos hacer el amor —cuando Max comenzó a tartamudear, Lilah le sonrió con paciencia. Había pensado mucho en ello y estaba segura, bueno, al menos casi segura, de que sería lo mejor para los dos—. Relájate, en este estado no es ningún delito.

—Lilah, soy consciente de que he sido… eso, sé que he hecho algunas insinuaciones.

—Insinuaciones —desesperadamente enamorada, Lilah posó la mano en su mejilla—. Oh, Max.

—No estoy orgulloso de mi comportamiento —dijo muy tenso, y Lilah apartó la mano—. No quiero… —la lengua parecía habérsele hecho un nudo.

El dolor regresó, una combinación de rechazo y derrota que ella detestaba.

—¿No quieres acostarte conmigo?

Max sintió también un nudo en el estómago.

—Claro que quiero. Cualquier hombre…

—No estoy hablando de cualquier hombre —aquellas eran las peores palabras que Max podía haber elegido. Era él, solo él, el que le importaba. Ella necesitaba oírle decir, por lo menos, que la deseaba—. Maldita sea, estoy hablando de ti y de mí, aquí y ahora —la cólera la obligó a levantarse de la roca—. Quiero saber lo que sientes tú. Si quisiera saber lo que siente cualquier otro hombre, llamaría por teléfono o me acercaría al pueblo a preguntárselo a cualquiera.

Sin moverse de su asiento, Max consideró las palabras de Lilah.

—Para ser alguien que casi todo lo hace lentamente, tienes un genio muy rápido.

—Conmigo no utilices ese tono de profesor.

Entonces fue a Max al que le tocó sonreír.

—Pensaba que te gustaba.

—He cambiado de opinión —confundida por su propia actitud, Lilah se volvió hacia el mar. Era importante mantener la calma, se recordó a sí misma. Algo que siempre había conseguido hacer sin esfuerzo—. Sé lo que piensas de mí —comenzó a decir.

—No sé cómo puedes saberlo, cuando ni siquiera yo estoy seguro de mí mismo —tardó algunos segundos en recomponer sus pensamientos—. Lilah, eres una mujer muy hermosa…

Lilah se volvió para fulminarlo con la mirada.

—Si vuelves a decirme eso otra vez, te juro que te pegaré.

—¿Qué? —completamente desconcertado, extendió las manos y se levantó—. ¿Por qué? Dios mío, eres completamente frustrante.

—Eso está mucho mejor. No quiero oírte decir que mi pelo es del color del crepúsculo o que mis ojos son como la espuma del mar. Eso ya lo he oído y no me interesa nada en absoluto.

Max comenzó a pensar que ser un monje y vivir completamente alejado de los misterios femeninos tenía sus ventajas.

—¿Entonces qué quieres oír?

—No voy a decirte lo que quiero oír. Si lo hiciera, ¿entonces qué sentido tendría que me lo dijeras?

Incapaz ya de cualquier respuesta ingeniosa, Max se pasó las manos por el pelo.

—El problema es que yo no sé qué sentido tiene nada de esto. Estamos hablando de flores y de amistad y de pronto me preguntas que si quiero acostarme contigo. ¿Cómo se supone que debo reaccionar?

Lilah lo miró con los ojos entrecerrados.

—Dímelo tú.

Max buscaba mentalmente la forma de conducir la conversación hacia un terreno seguro, pero no encontró ninguna.

—Mira, soy consciente de que estás acostumbrada a relacionarte con hombres.

Los ojos de Lilah relampaguearon.

—¿A qué te refieres exactamente?

Si al final iba a hundirse, decidió Max, al menos podría intentar hacerlo con cierta elegancia.

—Cállate —le tomó las manos, la estrechó contra él y se apoderó de sus labios.

Lilah podía saborear la frustración, el enfado y una tensa pasión en los labios de Max. Parecía un reflejo de sus propios sentimientos. Por vez primera, se resistió, esforzándose en contener su propia respuesta. Y por vez primera, Max ignoró sus protestas, demandando una respuesta.

Posaba la mano en su ondulante melena, echándole la cabeza hacia atrás de forma que pudiera besarla con locura. Lilah arqueaba su cuerpo, intentando alejarse de él, pero Max la mantenía contra él, estrechándola de tal manera que ni siquiera el viento podía deslizarse entre ellos.

Aquello era diferente. Ningún hombre la había forzado a… sentir. Lilah no quería aquel deseo, aquella desesperación. Desde la última vez que habían estado juntos, se había convencido a sí misma de que si se era suficientemente inteligente, el amor podía ser algo indoloro, sencillo y confortable.

Pero allí había dolor. Ni la pasión ni el deseo podían ocultarlo por completo.

Furioso consigo mismo y con Lilah, Max abandonó su boca, pero no apartó las manos de sus hombros.

—¿Eso es lo que quieres? —le preguntó—. ¿Quieres que me olvide de todas las normas, de todos los códigos de decencia? ¿Quieres saber lo que siento? Cada vez que estoy cerca de ti, estoy desesperado por tocarte. Y cuando lo hago, deseo arrastrarte a cualquier lado para hacer el amor contigo hasta que olvides que alguna vez ha habido otros hombres en tu vida.

—¿Entonces por qué no lo haces?

—Porque me importas, maldita sea. Lo suficiente como para demostrarte algún respeto. Y demasiado como para querer ser un hombre más en tu cama.

El enfado se desvaneció en los ojos de Lilah para ser sustituido por una vulnerabilidad más conmovedora que las lágrimas.

—Nunca serías uno más —alzó la mano hasta su rostro—. Para mí eres el primero, Max. Jamás ha habido nadie como tú —Max no dijo nada y las dudas que Lilah vio en sus ojos le hicieron apartar la mano otra vez—. No me crees.

—Desde que te conozco, me resulta muy difícil pensar con claridad —de pronto se dio cuenta de que todavía continuaba aferrado a sus hombros y relajó las manos—. Podría decir que me deslumbras.

Lilah bajó la mirada. Qué cerca había estado, comprendió, de decirle todo lo que guardaba en su corazón. De humillarse a sí misma y de ponerle a él en una situación embarazosa. Si lo que había entre ellos era algo puramente físico, tendría que ser fuerte y aceptarlo.

—Entonces dejémoslo por ahora —consiguió esbozar una sonrisa—. En cualquier caso, creo que nos estamos tomando todo esto demasiado en serio —para consolarse a sí misma, le dio un ligero beso en los labios—. ¿Amigos?

Max dejó escapar un suspiro.

—Claro.

—Volvamos a casa, Max —deslizó la mano en la de Max—. Me apetece echarme una siesta.

Una hora más tarde, Max estaba sentado en la soleada terraza de su habitación, con un cuaderno olvidado en su regazo y la mente abarrotada de pensamientos que tenían a Lilah como protagonista.

No conseguía comprenderla. Y estaba seguro de que no lo conseguiría aunque dedicara algunas décadas a analizar aquel problema. Pero le importaba, lo suficiente como para añadir una buena dosis de miedo al resto de los sentimientos que Lilah despertaba en él. ¿Qué tenía él, un lastimoso profesor de universidad, que ofrecer a una mujer maravillosa, exótica, con un espíritu completamente libre, que rezumaba sexo con la misma naturalidad con la que otras mujeres exudaban un perfume?

Él era tan penosamente inepto que tan pronto estaba tartamudeando a su alrededor como la agarraba como un neanderthal.

Quizá lo mejor que podía hacer era recordarse que siempre se había sentido más cómodo con los libros que con las mujeres.

¿Cómo podía llegar a decirle que la deseaba tan terriblemente que apenas podía respirar? ¿Que lo aterraba dejarse llevar por el deseo porque temía que, una vez que lo hiciera, ya nunca podría olvidarla? Lo que para ella sería una aventura de verano, para él sería un acontecimiento que transformaría toda su vida.

Se estaba enamorando de ella, lo cual era completamente ridículo. En su vida no había lugar para Lilah, y esperaba ser suficientemente inteligente como para poder controlar sus sentimientos antes de que lo llevaran demasiado lejos. En unas pocas semanas, volvería a su agradable y ordenada rutina. Eso era lo que él quería. Y así era como tenía que ser.

Y si Lilah conseguía embrujarlo, él no podría sobrevivir a su hechizo.

—¿Max? —Trent, que se dirigía hacia el ala oeste, se detuvo al verlo—. ¿Te interrumpo?

—No —Max bajó la mirada hacia la hoja en blanco que tenía en el regazo—. No interrumpes nada.

—Tienes aspecto de estar intentando resolver un problema de especial dificultad. ¿Es algo que tenga que ver con las esmeraldas?

—No —alzó la mirada y entrecerró los ojos para protegerse del sol—, con las mujeres.

—Vaya. Buena suerte —arqueó una ceja—. Particularmente si estás pensando en una Calhoun.

—En Lilah —Max se frotó la cara con expresión de agotamiento—. Cuanto más pienso en ella, menos la comprendo.

—Un principio perfecto en una relación —como él mismo había experimentado algo parecido, Trent decidió tomarse unos minutos y se sentó a su lado—. Es una mujer fascinante.

—Yo he decidido que la palabra más adecuada para describirla es «inestable».

—Es una mujer muy hermosa.

—Pero no se le puede decir. Es capaz de arrancarte la cabeza —intrigado, estudió a Trent—. ¿C. C. te amenaza con pegarte cuando le dices que es guapa?

—No va tan lejos.

—Pensaba que podía tratarse de un rasgo familiar —comenzó a dar golpecitos con el bolígrafo sobre el cuaderno—. La verdad es que no sé mucho de mujeres.

—Bueno, entonces creo que debería decirte todo lo que sé yo —se recostó en su silla—. Son frustrantes, emocionantes, maravillosas e irritantes.

Max esperó un instante.

—¿Eso es todo?

—Sí —alzó la mirada y levantó la mano para saludar a Sloan, que se acercaba.

—¿Haciendo un descanso? —preguntó Sloan, y como la idea le pareció tentadora, sacó un cigarrillo.

—Tenemos una conversación sobre mujeres —le informó Trent—. Quizá quieras añadir algo a mi breve disertación.

Sloan encendió el cigarrillo lentamente.

—Son cabezotas como mulas, malintencionadas como un gato callejero, y el juego más condenadamente divertido de la ciudad —soltó una bocanada de humo y sonrió de oreja a oreja—. Te gusta Lilah, ¿eh?

—Bueno, yo…

—No seas tímido —Sloan intensificó su sonrisa mientras fumaba el cigarrillo—. Estás entre amigos.

Max no estaba acostumbrado a hablar de mujeres, y mucho menos de sus sentimientos hacia cierta mujer en particular.

—Sería difícil no estar interesado en ella.

Sloan soltó una carcajada y le guiñó el ojo a Trent.

—Hijo, estarías muerto si no te interesara. Entonces, ¿dónde está el problema?

—No sé qué hacer con ella.

Trent curvó los labios en una sonrisa.

—Eso me resulta familiar. ¿Qué quieres hacer?

Max le dirigió a Trent una larga y lenta mirada que hizo reír a su interlocutor.

—Sí, eso es —Sloan chupó con aire satisfecho su cigarro—. Y ella, ¿está interesada?

Max se aclaró la garganta.

—Bueno, ella ha dado a entender que… bueno, esta tarde hemos ido a dar un paseo por los acantilados, y… sí, está interesada.

—¿Pero? —intervino Trent.

—No consigo comprenderla.

—Tendrás que seguir intentándolo —le dijo Sloan, mirando la brasa de su cigarrillo—. Por supuesto, si la haces desgraciada, yo tendría que machacarte la cara —volvió a dar una calada—. Le tengo mucho cariño a Lilah.

Max lo estudió un momento, después echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Aquí no tengo forma de ganar, creo que por fin lo he comprendido.

—Ese es el primer paso —Trent se movió en la silla—. Y ya que tenemos un minuto a solas, sin compañía de las damas, creo que deberíais saber que por fin he recibido un informe sobre Hawkins. Jasper Hawkins, ladrón, salido de Miami. Se sabe que es socio de nuestro viejo amigo Livingston.

—Bueno, bueno —murmuró Sloan, apagando su cigarro.

—Empieza a parecer que Livingston y Caufield son la misma persona. Todavía no se sabe nada del yate.

—He estado pensado en eso —intervino Max—. Es posible que hayan intentado ocultar su rastro. Incluso aunque crean que estoy muerto, imaginarán que el cadáver habrá aparecido en la playa y habrá sido identificado.

—Así que quizá hayan abandonado el yate.

—O quizá hayan cambiado de embarcación —Max extendió las manos—. Pero no van a renunciar, de eso estoy convencido. Caufield, o quien quiera que sea, está obsesionado con las esmeraldas. Ha podido cambiar de tácticas, pero no va a renunciar.

—Tampoco nosotros —murmuró Trent. Los tres hombres intercambiaron miradas—. Si las esmeraldas están en la casa, las encontraremos. Y si ese canalla… —se interrumpió al ver que su esposa cruzaba a toda velocidad las puertas de la terraza—. C. C. —se levantó rápidamente y fijó en ella la mirada—. ¿Qué ocurre? ¿Qué estás haciendo en casa?

—Nada, no pasa nada —riendo, abrazó a su esposo—. Te quiero.

—Yo también te quiero —pero se apartó ligeramente para estudiar su rostro. C. C. tenía las mejillas sonrojadas y los ojos húmedos y brillantes—. Bueno, esto tiene que ser una buena noticia —le apartó el pelo de la cara, acariciándole suavemente la mejilla al hacerlo. Sabía que su esposa no se había encontrado demasiado bien durante la última semana.

—Una noticia inmejorable —C. C. miró a Sloan y a Max—. Perdonadnos un momento.

Agarró a Trent de la mano y lo condujo hacia su dormitorio, donde podría hablar con él en privado. Todavía no habían llegado cuando decidió darle la noticia.

—Oh, no puedo esperar. Creo que he rebasado todos los límites de velocidad mientras venía a casa después de haberme hecho el análisis.

—¿Qué análisis? ¿Estás enferma?

—Estoy embarazada —soltó la respiración y miró su rostro.

En el semblante de Trent había preocupación, sorpresa y admiración.

—¿Tú… estás embarazada? —miró boquiabierto el vientre plano de su esposa y elevó nuevamente la mirada hacia su rostro—. ¿Un bebé? ¿Vamos a tener un bebé?

Mientras C. C. asentía, Trent la levantó en brazos y giró con ella.

—¿Qué demonios les pasa? —preguntó Sloan.

—Hombres —detrás de Max, Lilah salió de la otra habitación—. Sois todos tan estúpidos —con un suspiro, posó la mano en el hombro de Max y miró a su hermana y a Trent con los ojos humedecidos por las lágrimas—. Vamos a tener un bebé, bobos.

—Maldita sea —después de soltar un grito de alegría, Sloan corrió hasta ellos, le palmeó la espalda a Trent y besó a C. C.

Al oír un sollozo tras él, Max se levantó.

—¿Estás bien?

—Claro —se secó una lágrima, pero escapó otra de sus ojos—. Es mi hermana pequeña —sollozó otra vez y soltó una carcajada llorosa cuando Max le ofreció su pañuelo—. Gracias —se frotó los ojos, se sonó la nariz y suspiró—. Voy a quedármelo un rato, ¿de acuerdo? Creo que todos vamos a llorar a raudales cuando bajemos a anunciarle la noticia al resto de mi familia.

—Sí, claro —inseguro de sí mismo, se metió las manos en los bolsillos.

—Bajemos a ver si hay champán en el congelador.

—Bueno, creo que yo debería quedarme aquí.

Sacudiendo la cabeza, Lilah le tomó la mano con firmeza.

—No seas tonto. Te guste o no, profesor, formas parte de la familia.

Max se dejó llevar y descubrió que le gustaba. Que de hecho, le gustaba un montón.

Todo empezó con ese cachorro perdido. Un perrito empapado, sin casa e indefenso. No sé cómo pudo llegar solo hasta los acantilados. A lo mejor lo había abandonado alguien, o quizá el cachorro se había separado de su madre y se había perdido. El caso es que lo encontramos, Christian y yo, en una de nuestras maravillosas tardes. El perrito estaba escondido detrás de unas rocas, muerto de hambre y gimiendo, era como una bolita de hueso y piel.

Con una dosis increíble de paciencia, palabras dulces y trocitos de queso y pan, Christian consiguió atraerlo hacia él. Me conmovió ver la dulzura y el amor de lo que es capaz este hombre al que adoro. Conmigo siempre es tierno, pero a veces he sido testigo de una intensa impaciencia en él cuando se enfrenta a sus cuadros. Y también he sentido una pasión casi cercana a la violencia, luchando por ser liberada cuando me abraza.

Pero con el cachorrito, ese pequeño huérfano, le ha salido instintivamente la bondad. Quizá porque la ha sentido, el perrito no ha dudado en lamerle la mano y después ha permitido que lo acariciara incluso después de haber engullido la magra comida que le hemos ofrecido.

—Es un luchador —comentó Christian riendo mientras deslizaba sus manos de artista por su sucio pelo—. Aunque un poco pequeño, ¿verdad?

—Necesita un buen baño —contesté yo, pero no pude menos que reír cuando el perrito marcó mi vestido con sus patitas—. Y una buena comida —encantada con la atención que le prestaba, el perrito comenzó a lamerme la cara, temblando de alegría.

Por supuesto, me dejó prendada. Era una cosita tan cariñosa, tan confiada y le hacían falta tantas cosas. Estuvimos jugando con él, tan ilusionados como si fuéramos niños y después tuvimos una pequeña discusión sobre cuál iba a ser su nombre.

Al final decidimos llamarlo Fred. A él pareció gustarle. Cuando se lo dijimos, se puso a ladrar y a saltar como un loco. Jamás olvidaré la dulzura y la sencillez de aquel momento. Mi amor y yo sentados en la hierba con aquel cachorrito perdido, fingiendo que podríamos cuidarlo juntos.

Al final, fui yo la que me traje a Fred. Ethan había estado pidiendo una mascota y pensé que ya tenía edad suficiente para apreciarla y al mismo tiempo hacerse responsable de ella. Cuando le llevé el cachorrito a la niñera, se produjo un auténtico clamor. Los niños abrían los ojos como platos, estaban emocionados, se turnaban para sostenerlo en brazos, para acariciarlo. Estoy segura de que el pequeño Fred se sintió como un rey.

Fue bañado y alimentado con gran ceremonia. Y también acariciado, acurrucado y mimado hasta que se quedó dormido, agotado por la emoción.

Regresó entonces Fergus. La emoción del encuentro con Fred me había hecho olvidarme de los planes que teníamos para la noche. Mi marido tenía motivos para enfadarse porque todavía no estaba lista para salir a cenar. Los niños, incapaces de contener su alegría, estaban tan nerviosos que aumentaron su impaciencia. El pequeño Ethan, orgulloso, llevó a Fred al salón.

—¿Qué demonios es eso? —quiso saber Fergus.

—Un cachorro —Ethan le tendió a su padre el inquieto perrito—. Se llama Fred.

Al advertir la expresión de mi marido, le quité el cachorro a mi hijo y comencé a explicar lo que había pasado. Supongo que pretendía apelar al lado más amable de Fergus, al amor, o al menos al orgullo, que sentía por Ethan. Pero se mantuvo inflexible.

—No pienso tener un chucho en mi casa. ¿Acaso crees que he trabajado durante toda mi vida, que he luchado para poder poseer todo esto para que venga ahora un saco de pulgas a aliviarse en mis alfombras o morder mis cortinas?

—Se portará bien —con labios tembloroso, Colleen se aferró a mi falda—. Por favor, papá. Lo guardaremos en nuestro cuarto y lo cuidaremos.

—No haréis nada de eso, jovencita —Fergus ignoró las lágrimas de Colleen y miró a Ethan, que también tenía los ojos llenos de lágrimas. Durante un instante, se suavizó su expresión. Al fin y al cabo, Ethan era su primer hijo varón, su heredero, la garantía de su inmortalidad—. Un chucho no es la mascota apropiada para ti, muchacho. El hijo de cualquier pescador puede tener un perro como ese. Si es un perro lo que quieres, buscaremos uno en cuanto regresemos a Nueva York. Un perro estupendo, de raza.

—Yo quiero a Fred —con sus dulces ojos al borde de las lágrimas, Ethan alzó la mirada hacia su padre. Hasta el pequeño Sean lloraba ya, aunque dudo que comprendiera lo que estaba ocurriendo.

—No hay nada más que discutir —a punto ya de perder la paciencia, Fergus se levantó hacia el bar y se sirvió un whisky—. Es completamente absurdo. Bianca, haz que cualquiera de los sirvientes se ocupe del perro.

Sé que me puse tan pálida como los niños. Hasta Fred aullaba, presionando su rostro contra mi pecho.

—Fergus, no puedes ser tan cruel.

Vi sorpresa en su mirada, sin duda. Jamás se le había ocurrido pensar que yo pudiera hablarle de esa forma delante de los niños.

—Bianca, haz lo que te he ordenado.

—Mamá dijo que podíamos quedárnoslo —comenzó a decir Colleen, alzando colérica su voz infantil—. Mamá lo prometió. No podrás sacarlo de casa. Mamá no te dejará.

—Soy yo el que dirige esta casa. Y si no quieres ganarte una bofetada controla tu tono de voz.

Me descubrí a mí misma aferrándome a los hombros de Colleen, tanto para contenerla como para protegerla. Jamás dejaré que le ponga una mano encima a uno de mis hijos. La furia me cegaba, me hacía temblar mientras me inclinaba sobre ella y posaba a Fred en sus brazos.

—Sube con la niñera —le dije quedamente—. Y llévate a tus hermanos.

—No matará a Fred —¿hay algo más conmovedor que la rabia de un niño?—. Lo odio, y no dejaré que mate a Fred.

—Chss. A Fred no le pasará nada, te lo prometo. Estará bien. Y ahora sube con la niñera.

—Has hecho un pobre trabajo con tus hijos, Bianca —empezó a decir Fergus cuando los niños salieron—. Esa niña ya tiene edad suficiente para saber cuál es su lugar.

—¿Su lugar? —sentía rugir en mi cabeza la furia que nacía en mi corazón—. ¿Cuál es su lugar, Fergus? ¿Quedarse tranquilamente sentada en una esquina, con las manos cruzadas, sin expresar lo que quiere ni lo que piensa hasta que le encuentres un buen marido? Son nuestros hijos, tus hijos, Fergus, ¿cómo puedes hacerles tanto daño?

Jamás en todo mi matrimonio había utilizado ese tono con él. Nunca se me había ocurrido hacer algo así. Por un instante, tuve la convicción de que me iba a pegar. Lo vi en sus ojos. Pero pareció contenerse, aunque sus dedos estaban blancos como el mármol mientras sujetaba el vaso.

—¿Me lo estás preguntando en serio, Bianca? —la furia había robado el color a su rostro y oscurecido sus ojos—. ¿Olvidas de quién es esta casa, quién te proporciona la comida que comes o la ropa que llevas?

—No —en ese momento sentí con una nueva tristeza que era eso a lo que se reducía nuestro matrimonio—. No, no lo olvido. No puedo olvidarlo. Pero preferiría vestir harapos o pasar hambre antes que dejar que hicieras daño a mis hijos. Y no pienso permitir que los destroces quitándoles ese cachorro.

—¿Permitir? —ya no estaba pálido, su rostro se había teñido de color carmesí—. Ahora eres tú la que olvidas cuál es tu lugar, Bianca. Con una madre como tú, no es sorprendente que los niños me desafíen tan abiertamente.

—Ellos quieren tu amor, tu atención —a pesar de todos mis esfuerzos por contenerme, a esas alturas ya le estaba gritando—. Igual que los quería yo. Pero tú solo quieres a tu dinero, tu posición.

Qué amargamente discutimos entonces. Ni siquiera puedo repetir todo lo que me llamó. Lanzó el vaso contra la pared, haciendo añicos el cristal y su propio control. Había una furia salvaje en sus ojos cuando me agarró por el cuello. Temí por mi vida, estaba aterrorizada por mis hijos. Me tiró a un lado y yo me dejé caer en una silla. Fergus me miraba fijamente, con la respiración agitada.

Muy lentamente, haciendo un gran esfuerzo, consiguió recobrar la compostura. Ya no era tan intenso el rubor de sus mejillas.

—Ahora me doy cuenta de que he sido demasiado generoso contigo —dijo—. Pero a partir de ahora, todo cambiará. ¿Crees que vas a continuar haciendo las cosas tal como te apetezca? Cancelaré los planes que teníamos para esta noche. Tengo un asunto que atender en Boston. Mientras esté aquí, me entrevistaré con varias institutrices. Ya es hora de que los niños aprendan a respetar y a apreciar su posición social. Entre tú y la niñera los habéis mimado demasiado —sacó su reloj de bolsillo y miró la hora—. Esta noche me iré y estaré fuera dos días. Cuando vuelva, espero que hayas recordado cuáles son tus deberes. Si ese chucho está todavía en la casa, tú y los niños seréis castigados. ¿He sido claro, Bianca?

—Sí —contesté con la voz estrangulada—. Muy claro.

—Excelente. Hasta dentro de dos días entonces.

Salió del salón. Yo no me moví de allí durante al menos una hora. Oí llegar el carruaje que venía por él. Le oí dar órdenes a los sirvientes. Para entonces, yo ya sabía lo que tenía que hacer.