Lilah no sabía qué hacer con él. Sola, bajo el resplandor dorado de la lámpara, permanecía en la habitación de la torre, observando cómo caía suavemente la noche sobre el mar y las rocas. Y pensaba en Max. No era tan simple como al principio había creído, o como, estaba segura, el propio Max creía de sí mismo.
Tan pronto se mostraba dulce, tímido, cohibido incluso, como se tornaba fiero como un vikingo. El azul apacible de sus ojos adquiría un tono eléctrico y su boca de poeta se transformaba en una mueca. La metamorfosis era tan fascinante como turbadora y había dejado a Lilah desconcertada. No era una sensación que le gustara.
Después de que hubiera visto a aquel hombre al que Max se había referido como Hawkins, el profesor la había arrastrado hasta el coche, musitando palabras ininteligibles durante todo el trayecto. En cuanto habían llegado al coche, la había empujado al interior y se había puesto a conducir. Una vez en Las Torres, había llamado a la policía y les había contado lo ocurrido con la mima calma con la que les habría recitado la lista de lecturas recomendadas a sus alumnos. Con una actitud típicamente masculina, había organizado una asamblea con Sloan y Trent.
Las autoridades todavía no habían localizado el yate de Caufield y tampoco habían identificado ni a Caufield ni a Hawkins a partir de las descripciones hechas por Max.
Todo aquello era demasiado complicado, decidió Lilah. Ladrones, alias y policía internacional. Ella prefería las cosas sencillas. No la monotonía, claro, pero sí la sencillez. Desde que la prensa había sacado a relucir el asunto de las esmeraldas de las Calhoun, su vida había pasado a ser cualquier cosa menos sencilla. Y desde que Max había aparecido en la playa, las cosas se habían complicado más todavía.
Pero se alegraba de la aparición de Max. No estaba segura de por qué. Desde luego, jamás había considerado que los hombres tímidos e intelectuales fueran su tipo. Era cierto que disfrutaba con los hombres en general, simplemente por el hecho de que lo fueran. Un rasgo que seguramente se debía al haber pasado entre mujeres la mayor parte de su vida. Pero cuando se citaba con algún chico, buscaba casi siempre diversión y una agradable compañía. Alguien con quien bailar o con quien reír alrededor de una buena comida. Siempre había pensado que terminaría enamorándose de alguno de esos hombres despreocupados y sin complicaciones y comenzaría con él una vida tranquila y sin preocupaciones.
Un sobrio profesor de universidad con una visión completamente anticuada sobre la caballerosidad y un carácter tan serio, apenas se merecía esos calificativos.
Pero era tan dulce, pensó con una ligera sonrisa. Y cuando la había besado, no había habido nada sobrio ni cerebral en su beso.
Con un pequeño suspiro, se preguntó qué debería hacer con el doctor Maxwell Quartermain.
—Eh —C. C. asomó la cabeza por el marco de la puerta—. Sabía que te encontraría aquí.
—Eso es que me estoy convirtiendo en alguien muy predecible —feliz de tener compañía, Lilah se acurrucó para hacerle sitio a su hermana en el asiento de la ventana—. ¿Qué es de tu vida, señora St. James?
—Estoy a punto de terminar de arreglar ese Mustang —suspiró mientras se sentaba—. Dios, qué maravilla. He tenido que ocuparme de un sistema eléctrico con el que he estado a punto de darme un soponcio y he terminado dos puestas a punto —un cansancio desacostumbrado en ella le hizo cerrar los ojos y pensar en acostarse pronto aquella noche—. Y después todo el revuelo que se ha montado en casa. Imagínate, irte a tropezar con uno de esos tipos detrás de los que anda la policía.
—Inconvenientes y ventajas de vivir en un sitio tan pequeño.
—He dado una vuelta por los alrededores antes de volver a casa —C. C. encogió sus cansados hombros—. He bajado hasta la cueva Hulls y he vuelto.
—No deberías merodear tú sola por esa zona.
—Solo estaba mirando —C. C. se encogió de hombros—. En cualquier caso, no he visto nada. Pero nuestros valerosos hombres acaban de salir dispuestos a encontrar y destrozar a nuestros enemigos.
Lilah se irguió sobresaltada.
—¿Max se ha ido con ellos?
C. C. bostezó y abrió los ojos.
—Claro, de pronto se han convertido en los Tres Mosqueteros. ¿Habrá algo más irritante que el machismo?
—Una muela con caries —respondió Lilah con aire ausente, pero con todos los nervios en tensión—. Pensaba que Max se iba a dedicar a investigar en los libros.
—Pues bien, ahora ya es un hombrecito más —palmeó el tobillo de su hermana—. No te preocupes, cariño. Saben cuidar de sí mismos.
—Por el amor de Dios, es un profesor de historia. ¿Qué ocurrirá si se meten realmente en problemas?
—Él ya tiene problemas —le recordó C. C.—. Pero es más fuerte de lo que parece.
—¿Qué te hace pensar eso? —absurdamente afligida, Lilah se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
Aquella inusitada demostración de energía, hizo que C. C. la mirara arqueando una ceja.
—Ese hombre saltó de un barco en medio de una tormenta y estuvo a punto de llegar por sí solo hasta la orilla a pesar de que tenía una herida de bala en la sien. Al día siguiente estaba en pie, con un aspecto infernal, pero ya estaba en pie. Hay una veta de cabezonería detrás de esos ojos tranquilos. Me gusta.
Inquieta, Lilah se encogió de hombros.
—¿Y a quién no? Es un hombre adorable.
—Bueno, después de todo lo que averiguó Amanda sobre él, cualquiera esperaría que fuera un tipo presuntuoso o estirado. Pero no lo es. Es muy dulce. La tía Coco ya está dispuesta a adoptarlo.
—Es muy dulce, sí —se mostró de acuerdo Lilah y volvió a sentarse—. Y no quiero que le hagan daño por culpa de un equivocado sentimiento de gratitud.
C. C. se inclinó hacia delante para mirar a su hermana a los ojos. Había algo más que la lógica preocupación en ellos, pensó, y sonrió para sí.
—Lilah, ya sé que tú eres la mística de la familia, pero, definitivamente, estoy sintiendo vibraciones. ¿Sientes algo serio por Max?
—Serio —aquella palabra puso todos los nervios de Lilah en alerta—. Por supuesto que no. Le tengo cariño y, de alguna manera, me siento responsable de él —y cuando la besaba, directamente se derretía. Frunció ligeramente el ceño y añadió lentamente—: Me gusta estar con él.
—Es muy atractivo.
—Te recuerdo que eres una mujer casada.
—Pero no estoy ciega. Hay algo muy atractivo en toda esa inteligencia, en ese aspecto erudito y romántico —esperó un instante—. ¿No crees?
Lilah retrocedió. Sus ojos se curvaron en una sonrisa idéntica a la que brillaba en su mirada.
—¿Estás haciendo de aprendiz de casamentera con tía Coco?
—Solo estoy haciendo algunas averiguaciones. Soy tan feliz que me gustaría que todo el mundo se sintiera como yo.
—Yo también soy feliz —estiró los brazos—. Soy demasiado perezosa para no serlo.
—Hablando de pereza, tengo la sensación de que podría dormir durante toda una semana. Y como Trent todavía está fuera, jugando a los Chicos Duros, creo que me iré a la cama —C. C. empezaba a levantarse cuando un mareo la hizo derrumbarse en el asiento otra vez. Lilah se incorporó como un rayo y se inclinó sobre ella.
—¿Eh, cariño, estás bien?
—Me he levantado muy rápido, eso es todo —se llevó la mano a la cabeza, que no dejaba de darle vueltas—. Me encuentro un poco…
Moviéndose rápidamente, Lilah le hizo colocar a su hermana la cabeza sobre las rodillas.
—Respira lentamente, intenta tranquilizarte.
—Esto es una tontería —pero hizo lo que su hermana le decía hasta que sintió que cesaba la sensación de debilidad—. Estoy agotada. Quizá vaya a enfermarme, maldita sea.
—Mmm —sospechando cuál era el verdadero problema de C. C., Lilah esbozó una sonrisa—. ¿Cansada? ¿Has tenido náuseas últimamente?
—La verdad es que no —sintiéndose más fuerte, C. C. se enderezó—. Pero supongo que ando un poco pachucha, llevo un par de días levantándome con el estómago revuelto.
—Cariño —con una risa, Lilah golpeó suavemente la cabeza de su hermana—. Despierta y comienza a pensar en un futuro bebé.
—¿Qué?
—¿No se te ha ocurrido pensar que podrías estar embarazada?
—¿Embarazada? —abrió los ojos como platos—. ¿Embarazada? ¿Yo? Pero si solo llevamos casados poco más de un mes.
Lilah soltó una carcajada y enmarcó el rostro de su hermana entre las manos.
—Y supongo que no os habéis pasado todo el mes jugando a las cartas, ¿no?
C. C. abrió la boca y volvió a cerrarla antes de poder decir una sola palabra.
—Jamás se me había pasado por la cabeza… Un bebé —sus ojos se transformaron, se suavizaron y se humedecieron al mismo tiempo—. Oh, Lilah…
—Podría ser Trenton St. James IV.
—Un bebé —repitió C. C. y se llevó la mano al vientre con un gesto que mostraba al mismo tiempo admiración y cuidado—. ¿De verdad lo crees?
—De verdad —volvió a sentarse para abrazar a su hermana—. Y no hace falta que te lo pregunte para saber cómo te sientes. Tu cara lo dice todo.
—Todavía no le digas nada a nadie. Antes quiero asegurarme —riendo, se estrechó contra su hermana—. De pronto me ha desaparecido todo el cansancio. Llamaré al médico a primera hora de la mañana. O quizá debería comprarme una de esas pruebas que venden en las farmacias. A lo mejor hago las dos cosas.
Lilah la dejó divagar a su antojo. Mucho después de que C. C. se hubiera ido, el eco de su júbilo permanecía en la habitación.
Aquello era lo que la torre necesitaba, pensó Lilah. El júbilo de la más pura felicidad. Permaneció allí donde estaba, sintiéndose satisfecha y contemplando elevarse la luna en el horizonte. Una luna medio llena, blanca, flotando en el cielo y haciéndola soñar.
¿Qué se sentiría viviendo con alguien, estando felizmente casada y sintiendo crecer un bebé en las entrañas? Creando una vida junto a alguien que podía llegar a conocerla tan bien. Alguien capaz de conocerla y amarla a pesar de sus defectos. Quizá incluso a causa de ellos.
Sería adorable, pensó. Sería, sencillamente, adorable. Y aunque ella todavía no hubiera encontrado aquel amor, le bastaba mirar a C. C. y a Amanda para saberlo.
Con cierto pesar, apagó la luz de la habitación y comenzó a bajar a su habitación. La casa estaba en completo silencio. Suponía que debía ser ya media noche y todo el mundo se habría ido a la cama. Una opción inteligente, pensó, pero ella todavía estaba demasiado inquieta para descansar.
Intentando tranquilizarse, se dio un largo y fragante baño y después se puso su bata favorita. Aquel era uno de los pequeños placeres con los que a menudo se complacía, agua caliente y perfumada, después, el frío tacto de la seda. Todavía nerviosa, salió a la terraza para dejarse arrullar por la brisa nocturna.
Era demasiado romántico, pensó. Los rayos plateados de la luna sobre los árboles, el quedo chapoteo del agua en las rocas, los dulces aromas del jardín. Mientras permanecía allí, un pájaro tan inquieto como ella comenzó a entonar una solitaria canción nocturna. Aquella música la hizo anhelar algo. A alguien. Una caricia, un susurro en la oscuridad. Un brazo sobre sus hombros.
Un compañero.
No solo una pareja física, sino una pareja sentimental y espiritual. Había conocido a hombres que la habían deseado y sabía que eso nunca sería suficiente. Tenía que haber alguien capaz de ver más allá del color de su pelo o de la forma de su rostro, alguien capaz de encontrar su corazón.
Quizá estuviera pidiendo demasiado, pensó Lilah con un suspiro. ¿Pero no era preferible a pedir poco? Mientras tanto, tendría que concentrarse en otras cosas y dejar su corazón en las caprichosas manos del destino.
Comenzaba a volverse para entrar en su dormitorio cuando un movimiento le llamó la atención. Bajo la luz de la luna, vio dos sombras inclinadas, moviéndose silenciosa y rápidamente por el jardín. Antes de que hubiera podido hacer nada más que registrar su existencia, las sombras ya se habían fundido con las del jardín.
No se lo pensó dos veces. Una casa era algo que merecía la pena defender. Con los pies descalzos para no hacer ruido, bajó los escalones y caminó hacia las sombras. Quien quiera que hubiera traspasado el territorio de las Calhoun, iba a llevarse el susto de su vida.
Como un fantasma, se deslizó por el jardín, dejando que la bata flotara a su alrededor. Oyó voces, amortiguadas y emocionadas al mismo tiempo y distinguió el débil haz de luz de una linterna. Se oyó una risa que fue rápidamente sofocada y después el sonido de una pala removiendo la tierra.
Aquel sonido, más que ninguna otra cosa, sacó a la superficie todo el temperamento de los Calhoun. Con el valor de saberse con la razón, caminó hacia delante.
—¿Qué demonios pensáis que estáis haciendo?
Se oyó el golpe de la pala contra una piedra, como si la hubieran dejado caer. La luz de la linterna iluminó las azaleas. Dos nerviosos adolescentes, con el mapa del tesoro en la mano, miraron asustados a su alrededor, buscando la fuente de aquella voz. Vieron la figura de una mujer vestida de blanco. Consciente de su imagen, Lilah alzó los brazos, sabiendo que las mangas se inflarían de manera perfecta.
—Soy la guardiana de las esmeraldas —estuvo a punto de echarse a reír, complacida por el tono de su voz—. ¿Os atrevéis a enfrentaros a la maldición de los Calhoun? A cualquiera que se atreva a profanar estas tierras le espera una muerte terrible. Si apreciáis en algo vuestras vidas, salid corriendo ahora mismo de aquí.
No tuvo que decírselo dos veces. El mapa del tesoro por el que habían pagado diez dólares salió volando mientras ellos corrían por el camino, empujándose el uno al otro y tropezando con sus propios pies. Riéndose de sí misma, Lilah fue a buscar el mapa.
Había visto antes mapas como aquel. Algún espíritu emprendedor lo había dibujado y se lo vendía a los crédulos turistas. Tras guardárselo en el bolsillo, Lilah decidió darle a sus inesperados invitados una ración extra de estímulo. Los seguiría. Dispuesta a aullar como un fantasma, se adentró en el jardín.
Pero su aullido se transformó en un gruñido al tropezar con otra sombra. Detenido a media carrera, Max perdió el equilibrio, se balanceó y terminó cayendo en el suelo encima de ella.
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Soy yo —consiguió contestar Lilah y tomó aire—. ¿Qué demonios estás haciendo tú?
—He visto a alguien. Quédate aquí.
—No —lo agarró del brazo para mantenerlo a su lado—. Solo eran un par de adolescentes con un mapa del tesoro. Acabo de asustarlos.
—Tú… —furioso, se incorporó sobre un codo. A pesar de la oscuridad, se distinguía perfectamente su enfado en la mirada—. ¿Es que te has vuelto loca? —le preguntó—. ¿Cómo se te ocurre venir aquí sola y enfrentarte a dos intrusos?
—A dos adolescentes aterrorizados con un mapa del tesoro —lo corrigió y alzó la barbilla—. Estoy en mi casa.
—Me importa un comino de quién sea esta casa. Podrían haber sido Caufield y Hawkins. Podría haber sido cualquiera. A nadie con un mínimo de sentido común se le ocurriría enfrentarse solo a dos posibles ladrones en medio de la noche.
Lilah contuvo la respiración y lo miró atentamente.
—¿Y qué estabas haciendo tú?
—Pensaba ir tras ellos —comenzó a decir, entonces advirtió su expresión—. Pero eso es diferente.
—¿Por qué, porque soy una mujer?
—No. Bueno, sí.
—Eso es una estupidez, falso y además sexista.
—Eso es algo sensato, cierto y sexista —discutían mediante furiosos susurros. De pronto, Max suspiró—. Lilah, podrían haberte hecho daño.
—El único que me ha hecho daño has sido tú, con ese placaje.
—No te he hecho ningún placaje —musitó—. Lo que ha pasado ha sido que estaba mirándolos y no te he visto. Y, desde luego, no esperaba encontrarte merodeando en medio de la noche.
—No estaba merodeando —sopló para apartar un mechón de pelo de sus ojos—. Estaba haciendo de fantasma, y con mucho éxito por cierto.
—Haciendo de fantasma —Max cerró los ojos—. Ahora ya estoy seguro de que estás completamente loca.
—Pues ha funcionado —le recordó.
—Esa no es la cuestión.
—Esa es precisamente la cuestión. Y la otra cuestión es que me has tirado antes de que pudiera terminar mi trabajo.
—Ya me he disculpado.
—No, no te has disculpado.
—De acuerdo. Lo siento si… —comenzó a apartarse de ella y cometió el error de bajar la mirada.
La bata de seda se había abierto durante la caída y había quedado abierta hasta la cintura. Los senos de Lilah resplandecían como si fueran de alabastro bajo la luz de la luna.
—Oh Dios —consiguió decir Max a través de sus labios repentinamente secos.
Lilah había vuelto a quedarse sin respiración. Permanecía muy quieta, observando cómo cambiaban los ojos de Max. De la irritación a la sorpresa, de la sorpresa al asombro, y del asombro a un profundo y oscuro deseo. Cuando Max deslizó la mirada por su cuerpo hasta encontrarse con sus ojos, Lilah se sintió como si cada uno de sus músculos se derritiera como la cera bajo el fuego.
Nadie la había mirado nunca de esa forma. Había tanta intensidad en su mirada… Era la misma concentración que había visto en sus ojos cuando Max intentaba bloquear y luchar contra el dolor. Sus ojos vagaron por su boca y quedaron detenidos sobre ella hasta que los labios de Lilah se entreabrieron para susurrar su nombre.
Era como adentrarse en un sueño, pensó Max mientras se inclinaba hacia Lilah. Todo lo demás quedaba fuera de su campo de visión, convertido en un fondo borroso. Sus manos se perdieron en la melena de Lilah. Bajo sus labios, sentía su boca, cálida, maravillosamente cálida. Lilah lo rodeó con sus brazos como si hubiera estado esperando aquel momento. Max la oyó exhalar un suspiro largo y profundo.
Los labios de Max eran tan delicados… La besaba como si temiera que pudiera desvanecerse si precipitaba las cosas. Lilah percibía la tensión en su forma de sujetarla, en la forma en que posaba las manos en su pelo, en el temblor de su respiración mientras rozaba sus labios. Sentía los brazos y las piernas pesadas y la cabeza sorprendentemente ligera. Aunque quería mantener los ojos abiertos como él, se le cerraban. El más agradable de los deseos se extendía por su cuerpo mientras Max mordisqueaba delicadamente sus labios entreabiertos. Los murmullos de Lilah se entremezclaban con los de Max, haciéndose del todo indescifrables.
La hierba susurraba mientras Lilah se estiraba bajo él. Aquella fría y fresca fragancia parecía asimilarse perfectamente a Max. Mientras este deslizaba los dedos por sus senos, Lilah se oyó a sí misma emitir un gemido de aceptación.
Era increíblemente perfecta, pensó Max aturdido. Como una fantasía conjurada en medio de una noche solitaria. Brazos y piernas largas, piel sedosa y una boca ávida y generosa. El puro placer físico de sentirla tan cerca de él era como una droga a la que Max ya se estaba haciendo adicto.
Musitando su nombre, Max rozó apenas su garganta con los labios. Sentía palpitar su pulso y el calor de aquella piel fundido con su exquisita fragancia cada vez que respiraba. Saborear a Lilah era como hundirse en el pecado. Tocarla era el paraíso. Max regresó hasta sus labios para perderse nuevamente en aquella deliciosa frontera entre el cielo y el infierno.
Lilah casi podía sentirse flotando sobre la hierba húmeda. Sentía su cuerpo tan libre como el aire, tan suave como el agua. Cuando sus bocas volvieron a encontrarse, se permitió entregarse sin límites a aquel beso. Y entonces sucedió.
No fue como el dulce clic o la imagen de una puerta abierta que tantas veces había imaginado. Fue como un rugido, como un golpe de viento que sacudió su cuerpo. Tras él, despertando a una velocidad aterradora, el dolor, intenso, dulce y sorprendente. Lilah se tensó contra Max; su grito de protesta quedó amortiguado contra sus labios.
La pasión de Max no se habría enfriado más rápidamente si Lilah lo hubiera abofeteado. Retrocedió bruscamente y la vio mirándolo fijamente, con los ojos abiertos como platos, rebosantes de miedo y confusión. Horrorizado por su conducta, se puso de rodillas; estaba temblando, advirtió. Y también ella. No era extraño. Había actuado como un maníaco, tirándola primero y después toqueteándola.
Dios, que el cielo lo ayudara, porque estaba deseando hacerlo otra vez.
—Lilah… —su voz era un ronco susurro y carraspeó para aclararla.
Lilah no movía un solo músculo. No apartaba los ojos de él. Max quería acariciarle la mejilla, acercarse a ella y estrecharla contra él, pero no se atrevía a volver a tocarla.
—Lo siento. Lo siento mucho. Estabas tan hermosa… Supongo que he perdido la cabeza.
Lilah esperó un instante, deseando recuperar el equilibrio que siempre había formado parte de ella. Pero no llegaba…
—¿Eso es todo?
—Yo… —¿qué más querría que dijera?, se preguntó Max. Él ya se sentía como un monstruo—. Eres una mujer increíblemente deseable —le dijo cuidadosamente—. Pero eso no es excusa para lo que acaba de ocurrir.
¿Qué había ocurrido? Ella tenía miedo de haberse enamorado de él y de que, si de verdad lo había hecho, el amor la hiciera sufrir. Porque ella odiaba sufrir.
—Así que me deseas físicamente.
Max se aclaró la garganta. «Desear» no era la palabra adecuada. «Ansiar» describiría mejor lo que sentía. Con la misma delicadeza con la que habría tratado a una niña, le cerró la bata.
—Cualquier hombre te desearía —contestó, con todos los nervios en tensión.
Cualquier hombre, pensó Lilah y cerró los ojos intentando combatir aquel latigazo de desilusión. Ella no había estado esperando a cualquier hombre, sino a un solo hombre.
—No pasa nada, Max —en su voz había una sombra de tensión mientras se sentaba—. No me has hecho ningún daño. Simplemente nos encontramos atractivos el uno al otro. Es algo que sucede constantemente.
—Sí, pero… —no a él, pensó. Y no de aquella manera.
Bajó la mirada hacia una pala que había sobre la hierba con el ceño fruncido. Para ella era más fácil, pensó. Era tan extravertida y desinhibida. Probablemente había habido docenas de hombres en su vida, pensó con una oleada de furia que le hizo desear partir la pala en dos.
—¿Y qué sugieres que hagamos al respecto? —le preguntó.
—¿Al respecto de qué? —contestó Lilah. Su sonrisa era tensa y ni siquiera la miraba a los ojos—. Podemos esperar a ver si se pasa. Como si fuera una gripe.
Max la miró entonces con un brillo peligroso en los ojos.
—No se pasará. Por lo menos a mí. Te deseo. Una mujer como tú debería saber cuánto te deseo.
Aquellas palabras avivaron la emoción y el dolor en Lilah.
—Una mujer como yo —repitió suavemente—. Sí, esa es la cuestión, ¿verdad, profesor?
—¿La cuestión de qué? —comenzó a preguntar Max, pero ella ya se había levantado.
—Una mujer que disfruta con los hombres y que es generosa con ellos, ¿verdad?
—Yo no pretendía…
—Una mujer capaz de tumbarse semidesnuda con un hombre en la hierba. Un poco bohemia para ti, doctor Quartermain, pero tampoco pasa nada por experimentar algunas cosas con una mujer como yo.
—Lilah, por el amor de Dios… —él también se levantó, confundido.
—Si fuera tú, yo no volvería a disculparme. No hace ninguna falta —con un terrible dolor, se echó el pelo hacia atrás—, por lo menos con las mujeres como yo. Al fin y al cabo, me has puesto en mi lugar, ¿no? Ya me has puesto la etiqueta, ¿verdad?
Dios santo, ¿eran lágrimas lo que veía en sus ojos? Hizo un gesto de impotencia.
—No tengo la menor idea de a qué te refieres.
—Muy bien. Así que de todo esto lo único que entiendes es lo que tú quieres —se tragó las lágrimas—. Bien, profesor, pensaré en ello y te haré saber la decisión que tome.
Completamente perdido, clavó la mirada en la falda de la bata mientras Lilah subía las escaleras como un rayo. Segundos después, las puertas de la terraza se cerraban con un audible clic.
Lilah no iba a llorar. Se recordó a sí misma que era una experiencia agotadora y además casi siempre le causaba un terrible dolor de cabeza. No podía pensar en un solo hombre por el que mereciera la pena tomarse aquella molestia. Así que abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó una de las barritas de chocolate que tenía para las situaciones de emergencia.
Después de dejarse caer en la cama, dio un generoso mordisco a la barrita y fijó la mirada en el techo.
Sexy. Deseable. Hermosa. Maldito fuera, pensó mientras mordía nuevamente el chocolate. A pesar de su celebrada inteligencia, Maxwell Quartermain era tan estúpido como cualquier otro hombre. Lo único que era capaz de ver era un bonito envoltorio que, en cuanto hubiera sido desenvuelto, dejaría de tener interés para él. No sería capaz de ver ninguna otra sustancia, de atender a ninguna de sus necesidades.
Oh, era más educado que la mayoría. Un caballero hasta el final, pensó disgustada. No había hecho falta que se deshiciera de él. El cielo sabía que Max se había dado suficiente prisa para librarse de ella.
Le había dicho que había perdido la cabeza. Por lo menos era sincero, pensó, mientras se secaba con impaciencia una lágrima que había conseguido superar sus defensas.
Lilah era consciente de la imagen que proyectaba. Y rara vez le molestaba lo que la gente pudiera pensar. Se entendía bien consigo misma, se sentía cómoda con Lilah Maeve Calhoun. Y, desde luego, no se avergonzaba de disfrutar con los hombres. Aunque no disfrutara de ellos tanto como los demás pensaban, incluyendo, suponía, a su propia familia.
¿Desinhibida? Quizá, pero eso no era sinónimo de promiscuidad. ¿Flirteaba? Sí, era algo natural en ella, pero no lo hacía ni con malicia ni con intención de engaño.
Si un hombre coqueteaba con una mujer se le consideraba cariñoso. Si era una mujer la que coqueteaba, se la consideraba una seductora. Pues bien, por lo que a ella concernía, el juego entre los sexos tenía dos carriles y a ella le gustaba jugar. En cuanto al buen profesor…
Se acurrucó en la cama, en actitud defensiva. Oh, Dios, le había hecho daño. Todas aquellas disculpas y explicaciones tartamudeadas.
Y parecía tan asustado.
«Una mujer como tú». Aquella frase se repetía una y otra vez en su cabeza.
¿No era capaz de darse cuenta de que si había conseguido impactarla había sido por su cuidado y su ternura? ¿No era capaz de sentir lo profundamente que la afectaba? Lo único que ella quería era que la acariciara otra vez, que le dirigiera una de aquellas dulces y tímidas sonrisas y le dijera que la quería. Por quien era ella, por lo que era, por lo que sentía. Ella quería consuelo y confianza… y él le había dado excusas. Había alzado la mirada hacia él, sintiendo todavía el zarpazo del amor, temblando de miedo… y él había retrocedido como si le hubiera dado una bofetada.
Lilah deseó haberlo hecho. Si aquello era amor, no tenía ninguna gana de compartirlo.
Porque la casa estaba en silencio, o quizá porque sus oídos ya se habían acostumbrado a los movimientos de Max, oyó que este subía los escalones y sintió que vacilaba al lado de su puerta. Dejó de respirar, aunque su corazón comenzó a latir rápidamente. ¿Entraría, empujaría la puerta y entraría para decirle lo que tan terriblemente deseaba oír? Prácticamente estaba viendo su mano sobre el picaporte. Después oyó sus pasos otra vez, mientras Max se dirigía a la terraza de su propio dormitorio.
La respiración de Lilah se transformó en un susurro. En los principios de Max no encajaba entrar en un dormitorio sin haber sido invitado. En el jardín, sobre la hierba, Max había seguido sus instintos más que su inteligencia, admitió Lilah. Y no había nadie que estuviera más a favor de los instintos que ella misma. Para él, había sido el momento, la luna… Era difícil culparlo y, desde luego, imposible esperar que sintiera lo que ella sentía. Que deseara lo que ella deseaba.
Pero, sinceramente, esperaba que no pegara ojo en toda la noche.
Resopló, tragó otro pedazo de chocolate y comenzó a pensar. Solo dos meses atrás, C. C. había ido a verla, ofendida y furiosa porque Trent la había besado y después le había pedido disculpas.
Apretando los labios, Lilah dio media vuelta en la cama. Quizá fuera otro ejemplo de la clásica estupidez masculina. Era difícil culpar a alguien por algo con lo que había nacido. Si Trent se había disculpado porque realmente le importaba su hermana, entonces era posible que Max estuviera jugando las mismas cartas.
Era una teoría interesante y que además no le resultaría muy difícil demostrar. O descartar, pensó con un suspiro. En cualquier caso, lo mejor era averiguarlo cuanto antes. Y lo único que necesitaba para ello era un plan.
Lilah decidió hacer lo que mejor se le daba y se durmió.