—He tenido una idea maravillosa —anunció Coco. Como un barco en plena navegación, entró en la cocina, donde Lilah, Max, Suzanna y sus hijos estaban disfrutando del desayuno.
—Bien por ti —dijo Lilah, por encima del borde de un cuenco lleno de cereales con chocolate y leche—. Cualquier persona capaz de pensar a esta hora se merece una medalla.
Como una mamá gallina, Coco revisó las hierbas que tenía plantadas en una maceta, sobre la repisa de la cocina. Se inclinó sobre la albahaca antes de volverse.
—No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Realmente es tan…
—Alex me está dando patadas por debajo de la mesa.
—Alex, deja en paz a tu hermana —dijo Suzanna con paciencia—. Y Jenny, no interrumpas.
—No estaba haciéndole nada —una gota de leche resbalaba por la barbilla de Alex—. Es ella la que está acercando la rodilla a mi pie.
—No es verdad.
—Claro que sí.
—Cara de pavo.
—Cabeza de moco.
—Alex —Suzanna tuvo que morderse el labio para no reírse y mantener un gesto severo de desaprobación—. ¿Quieres comerte esos cereales?
—Ha empezado ella —murmuró él.
—No es verdad —dijo Jenny con voz queda.
—Claro que sí.
Otra mirada de su madre y los dos callaron para mirarse con disgusto por encima del borde de sus cuencos.
—Y ahora que ya hemos recuperado la tranquilidad —Lilah chupó divertida la cuchara—. ¿Qué es esa idea tan maravillosa que tienes, tía Coco?
—Bueno —se atusó el pelo con aire ausente, revisó su imagen en el tostador y mostró con una sonrisa su aprobación—. Tiene que ver con Max. En realidad es algo tan evidente… Pero claro, estábamos tan preocupados por su salud, y resulta tan difícil pensar con todo el ruido de la obra… ¿Sabéis que uno de esos jóvenes que está trabajando en la terraza esta mañana solo lleva encima unos vaqueros y el cinturón de las herramientas? Así es imposible no distraerse —miró por la ventana de la cocina, solo por si acaso.
—Siento habérmelo perdido —Lilah le guiñó el ojo a Max—. ¿Era ese tipo con el pelo largo y rubio y unas sandalias de cuero?
—No, yo me refiero a uno moreno, con el pelo rizado y bigote. Y debo decir que tiene un cuerpo perfecto. Supongo que no es difícil mantenerlo así si uno se pasa todo el día martilleando. Pero ese ruido es una molestia. Espero que no te moleste mucho, Max.
—No —se inclinó hacia delante, intentando seguir el curso de los pensamientos de Coco—. ¿Quieres más café? —le ofreció.
—Oh, qué amable de tu parte. Creo que sí —se sentó mientras Max se levantaba para servirle una taza—. Han transformado literalmente la habitación del billar. Por supuesto, todavía queda un largo camino por recorrer… gracias, querido —añadió cuando Max colocó una taza de café frente a ella—. Y todas esas lonas y herramientas que lo afean todo. Pero al final merecerá la pena —mientras hablaba, aderezó el café con crema y montones de azúcar—. Por cierto, ¿por dónde iba?
—Tenías una idea maravillosa —le recordó Suzanna, posando la mano en el hombro de Alex para evitar que le lanzara un cereal empapado en leche a su hermana.
—Oh, sí —Coco bajó su taza y suspiró—. Se me ocurrió ayer por la noche, cuando estaba echándome el tarot. Hay algunos asuntos personales que me gustaría resolver y además quería tener algún criterio sobre otros asuntos.
—¿Qué otros asuntos? —quiso saber Alex.
—Cosas de mayores —Lilah le dio un suave codazo en las costillas para hacerlo reír—. Un aburrimiento.
—Chicos, deberíais ir a buscar a Fred —Suzanna miró el reloj—. Si hoy queréis venir conmigo, tenéis cinco minutos para arreglaros.
Ambos se levantaron y salieron gritando de la habitación como dos pequeñas fieras. Disimuladamente, Max se frotó la rodilla, que también había sufrido algún contacto con el pie de Alex.
—Las cartas, tía Coco —dijo Lilah cuando el alboroto remitió.
—Sí. He visto que hay un peligro, pasado y futuro. Es desconcertante —dirigió una mirada cargada de preocupación a sus sobrinas—. Pero vamos a contar con ayuda para superarlos. Al parecer tendremos dos fuentes diferentes de ayuda. La una es cerebral, la otra es física… y potencialmente violenta —incómoda, frunció ligeramente el ceño—. No soy capaz de determinar cuál es la fuente física, aunque al parecer debería proceder de alguien de la familia. Yo pensé que podía venir de Sloan, él es tan… bueno, tan del oeste. Pero no, estoy segura de que no es él —dejó de lado aquella inquietud y volvió a sonreír—. Pero naturalmente, la cerebral es Max.
—Naturalmente —Lilah le palmeó la mano y él se removió incómodo en su silla—. Nuestro huésped es un genio.
—No te burles de él —Suzanna se levantó para llevar los cuencos al fregadero.
—Oh, él sabe que no solo me gusta su cerebro, ¿verdad, Max?
Max tenía un miedo mortal a ruborizarse de un momento a otro.
—Si continúas interrumpiendo a tu tía, llegarás tarde al trabajo.
—Y yo también —señaló Suzanna—. ¿Cuál era tu idea, tía Coco?
Coco había comenzado a elevar la taza otra vez y, una vez más, la bajó sin haber probado el café.
—He pensado que Max debería dedicarse a lo que había venido a hacer aquí —sonriendo, extendió sus perfectamente manicuradas manos—. Investigar a los Calhoun. Averiguar todo lo que pueda sobre Bianca, Fergus y todos los que lo rodeaban. En vez de trabajar para ese terrible Caufield o como quiera que se llame, lo hará para nosotros.
Intrigada, Lilah estuvo considerando la idea.
—Pero ya hemos revisado todos los documentos que encontramos…
—No con la mirada objetiva y académica de Max —señaló Coco. Palmeó el hombro de Max, al que ya había tomado cariño. Las cartas también le habían indicado que él y Lilah se llevarían muy bien—. Estoy segura de que si se dedica a pensar en todo ello, descubrirá toda clase de teorías maravillosas.
—Es una buena idea —Suzanna volvió a la mesa—. ¿Qué te parece?
Max lo consideró detenidamente. Aunque no tenía ninguna fe en las cartas del tarot, no quería herir los sentimientos de Coco. Además, fuera cual fuera el medio por el que se le había ocurrido la idea, le parecía buena. Y sería una forma de devolverles todo lo que habían hecho por él, además de una buena excusa para quedarse en Bar Harbor algunas semanas más.
—Me gustaría hacer algo. Es muy posible que ni siquiera con toda la información que le proporcioné a la policía puedan encontrar a Caufield. Mientras todo el mundo lo busca, yo podría concentrarme en buscar las esmeraldas de Bianca.
—¿Lo veis? —Coco se recostó en su asiento—. Lo sabía.
—Yo quería investigar en la biblioteca, en los periódicos, entrevistar a algunos de los antiguos residentes, pero Caufield rechazó la idea —cuanto más pensaba en ello, más le apetecía trabajar por su cuenta—. Decía que quería que toda la información saliera de los documentos de la familia o de sus propias fuentes —apartó su taza—. Evidentemente, no quería darme carta blanca para evitar que pudiera averiguar la verdad.
—Pues ahora ya tienes carta blanca —señaló Lilah. Le divertía ver cómo estaban cambiando las cosas—. Pero no creo que encuentres la gargantilla en la biblioteca.
—Quizá encuentre una fotografía, o una descripción.
Lilah se limitó a sonreír.
—Yo ya te la he descrito.
Max tampoco tenía ninguna confianza en los sueños y en las visiones, de modo que se encogió de hombros.
—En cualquier caso, me gustaría encontrar algo tangible. Y estoy seguro de que encontraré algo sobre Fergus o Bianca Calhoun.
—Supongo que eso te mantendrá ocupado —sin molestarse por su falta de fe en sus creencias místicas, Lilah se levantó—. Necesitarás un coche para moverte por aquí. ¿Por qué no me llevas al trabajo y usas el mío?
Irritado por la falta de confianza de Lilah en sus habilidades investigadoras, Max pasó horas en la biblioteca. Como siempre le ocurría, se sentía como en su propia casa rodeado de aquellos estantes repletos de libros, en el centro de un susurrante silencio y con su libreta bajo el brazo. Para él, la investigación era una aventura… Quizá no tan excitante como montar un brioso corcel. Había un misterio que tenía que ser resuelto, aunque las pistas no tuvieran el mismo cariz aventurero que una pistola humeante o un resto de sangre.
Pero con paciencia, inteligencia y cierta habilidad, se sentía como una especie de caballero, o un detective buscando minuciosamente una respuesta.
Max sabía que el hecho de que siempre se hubiera sentido atraído por lugares como las bibliotecas había decepcionado amargamente a su padre. Incluso cuando era niño prefería el ejercicio intelectual al físico. Él no había seguido la estela de gloria dejada por su padre en los campos de fútbol del instituto. Y tampoco había añadido trofeo alguno a la estantería.
Su carencia de interés y su torpeza habían hecho de él un fracaso en los deportes. Odiaba cazar y en una de las últimas excursiones que había hecho con su padre, en la que este le había presionado a participar, lo único que había atrapado había sido un terrible ataque de asma.
Incluso después de los años pasados, todavía podía recordar la voz disgustada de su padre en la habitación del hospital.
—Este chico es un mariquita. No lo puedo comprender. Prefiere leer a comer. Cada vez que intento hacer un hombre de él, termina jadeando como una vieja.
Había superado el asma, se recordó Max. Incluso había llegado a hacer algo de sí mismo, aunque su padre no lo considerara un hombre. Y aunque nunca hubiera llegado a estar totalmente satisfecho de sí mismo, por lo menos podía sentirse competente.
Intentó sacudirse la tristeza y continuó investigando.
Encontró datos sobre Fergus y Bianca. Había pequeñas pepitas de información que hacían más agradable la búsqueda. En la familiar comodidad de la biblioteca, Max tomaba montones de notas y sentía cómo iba creciendo su excitación.
Se había enterado de que Fergus Calhoun era un hombre hecho a sí mismo, un inmigrante irlandés que con astucia y valor había llegado a convertirse en un hombre rico e influyente. Había llegado a Nueva York en mil ochocientos ocho, joven, pobre y, como muchos otros, se había instalado en la isla Ellis buscando fortuna. En menos de quince años, había levantado un imperio. Y disfrutaba alardeando de ello.
Quizá para enterrar su mísero pasado, se había rodeado de opulencia. Con voluntad y dinero, se había abierto camino hasta la alta sociedad. Y había sido en aquel ambiente exclusivo en el que había conocido a Bianca, una joven debutante, hija de una prestigiosa familia con más refinamiento que dinero. Fergus había construido Las Torres, decidido a superar a todos los ricos veraneante de la zona y al año siguiente se había casado con Bianca.
Su toque de oro había continuado. Su imperio había crecido, y también su familia con el nacimiento de tres niños. Ni siquiera el escándalo de la muerte de su esposa en mil novecientos trece había afectado a su fortuna monetaria.
Aunque después de su muerte Fergus se había convertido en un eremita, había continuado ejerciendo su poder desde Las Torres. Su hija no se había casado nunca y, emocionalmente distanciada de su padre, se había ido a vivir a París. El hijo más pequeño había escapado, después de cometer un desliz con una mujer casada, a las Indias Orientales. Ethan, el mayor de los varones, se había casado y había tenido dos hijos, Judson, el padre de Lilah, y Cordelia Calhoun, convertida con los años en Coco McPike.
Ethan había muerto en un accidente marítimo y Fergus había pasado los últimos años de su vida en un psiquiátrico, después de algunos estallidos de violencia y una errática conducta.
Una historia interesante, pensó Max, pero la mayoría de los datos podría haberlos obtenido de las propias Calhoun. Él quería algo más, algún dato que le permitiera abrirse camino en otra dirección.
Lo encontró en un volumen polvoriento y destrozado titulado Veraneando en Bar Harbor.
Era una novela frívola y pobremente escrita que había estado a punto de dejar de lado. Pero el profesor que había en su interior le había forzado a leerla como habría leído el examen de un estudiante mal preparado. Se merecía, como mucho, un suficiente, pensó Max. Jamás en su vida había visto tal derroche de adjetivos y superlativos en una sola página. De seductoramente a milagrosamente, de magnífico a maravilloso. El autor era un gran admirador de los ricos y famosos, alguien que los consideraba como una suerte de realeza. Suntuoso, espectacular y fantástico. La sintaxis provocó algunas muecas de Max, pero continuó lidiando con el texto.
Había dos páginas completas dedicadas a un baile que se había celebrado en Las Torres en mil novecientos doce. El cansado cerebro de Max se despertó. Era obvio que el autor había asistido, por los minuciosos detalles con los que describía desde las vestimentas de los asistentes hasta la cocina. Bianca Calhoun llevaba un vestido de seda dorada, un vestido de tubo con la falda bordada de cuentas. El color del vestido realzaba el brillo de su pelo. Y sobre el corpiño descansaban las brillantes… esmeraldas.
Estaban descritas con todo lujo de detalles. A través de ese entramado de adjetivos e imaginería romántica, Max consiguió visualizarlas. Garabateó unas notas y pasó una página. Y se quedó mirando fijamente.
Era una antigua fotografía, quizá extraída de algún periódico. Estaba bastante borrosa, pero no tuvo ningún problema para reconocer a Fergus. El hombre estaba tan rígido y serio como en el retrato que las Calhoun conservaban en el salón. Pero fue la mujer que estaba sentada a su lado la que le robó a Max el aliento.
A pesar de los defectos de la fotografía, era una belleza exquisita, etérea y eterna. Y era la viva imagen de Lilah. La piel de porcelana, el cuello esbelto y desnudo rodeado de una masa de pelo recogido al estilo Gibson. Tenía unos ojos enormes y estaba seguro de que debían ser verdes. Y no sonreían, a pesar de que curvaba los labios en una sonrisa.
¿Se lo estaría imaginando o realmente había tristeza en su rostro?
Permanecía sentada en una elegantísima silla, al lado de su marido. Este posaba la mano en el respaldo de la silla en vez de en su hombro. Aun así, a Max le pareció advertir cierta posesividad en su gesto. Iban vestidos de manera muy formal, Fergus perfectamente almidonado y planchado, Bianca rodeada de pliegues y delicadeza. Aquella afectada fotografía había sido tomada en mil novecientos doce.
Y alrededor del cuello de Bianca, desafiando al tiempo, estaban las esmeraldas.
La gargantilla era exactamente tal como la había descrito Lilah, con las dos vueltas y la suntuosa esmeralda que colgaba solitaria como una gota de agua. Bianca las llevaba con una frialdad que tornaba su opulencia en elegancia e intensificaba la sensación de poder.
Max deslizó el dedo por cada una de las esmeraldas, casi seguro de que podría sentir la suavidad de las gemas. Comprendía que aquellas piedras preciosas se hubieran transformado en leyenda, que hubieran atrapado la imaginación de los hombres y encendido su codicia.
Pero aquello se le escapaba, era solo una imagen. Sin darse apenas cuenta de lo que estaba haciendo, dibujó el rostro de Bianca y pensó en la mujer que lo había heredado.
La mujer que lo había atrapado.
Lilah se detuvo durante el paseo por el parque natural para que el último grupo de visitantes tuviera tiempo de hacer unas fotografías y descansar. Habían tenido un número excelente de visitantes aquel día. Un alto porcentaje de ellos se había mostrado suficientemente interesado como para hacer un recorrido con el apoyo de uno de los guías. Lilah había pasado de pie la mayor parte de las ocho horas de trabajo y había cubierto el mismo trayecto ocho veces, dieciséis si contaba el camino de vuelta.
Pero todavía no estaba cansada. Y sus explicaciones no se limitaban a lo que podía encontrarse en la guía del parque.
—La mayor parte de la vegetación de la isla es típica del norte —comenzó a decir—. Algunas plantas son del subártico, han existido desde que desaparecieron los glaciares hace más de diez mil años. Pero las especies más recientes fueron traídas por los europeos durante los últimos doscientos cincuenta años.
Con una paciencia que era una parte esencial de su carácter, Lilah contestaba preguntas, evitaba que los visitantes más jóvenes pisotearan las flores y proporcionaba información sobre la flora local a aquellos que se mostraban interesados en ella. Identificaba el solidago de la costa, las campánulas más jóvenes y cuantas plantas le pedían. Era el último grupo del día, pero le dedicaba tanto tiempo y atención como al primero.
En cualquier caso, ella siempre disfrutaba de aquellos paseos por la costa, escuchando el murmullo de los cantos rodados que chocaban en la superficie y el grito de las gaviotas, y descubriendo para ella y para los turistas los tesoros que merodeaban en los estanques dejados por la marea.
La brisa era ligera y agradable, llevaba hasta ellos la anciana y misteriosa fragancia del mar. Allí las rocas tenían perfiles mucho más suaves, el flujo y reflujo de la marea las había esculpido con sinuosas y elegantes formas. Sobre la piedra negra, relucían las largas vetas del cuarzo blanco. Por encima de sus cabezas, el cielo estaba intensamente azul, casi sin nubes. En el mar, se deslizaban los barcos y las boyas repicaban.
Lilah pensó en el yate, el Windrider. Aunque en cada una de sus excursiones inspeccionaba todos los de los alrededores, no había visto nada, salvo algunos yates de turistas adinerados o las robustas embarcaciones de los pescadores de langosta.
Cuando vio a Max recorriendo el camino del parque para unirse al grupo, sonrió. Llegaba puntualmente, por supuesto, no esperaba menos. Sintió un cálido cosquilleo mientras Max deslizaba la mirada desde sus pies hasta su rostro. Realmente, aquel hombre tenía unos ojos maravillosos, pensó. Serios, intensos, y ligeramente tímidos. Como le ocurría cada vez que lo veía, sintió al mismo tiempo ganas de bromear con él y la necesidad de acariciarlo. Una combinación interesante, pensó, que, por cierto, no podía recordar haber experimentado con nadie.
Lilah parecía tan fría, pensó Max, con aquel uniforme tan masculino sobre su esbelta y femenina figura. Era curioso el contraste del caqui de aspecto militar con los pendientes de oro y cristal que colgaban de sus orejas. Se preguntó si sabría lo bien que quedaba frente al mar, mientras este burbujeaba y se mecía a su espalda.
—En la zona situada entre las mareas —comenzó a decir Lilah—, la vida se ha aclimatado a los cambios. En primavera es cuando más sube y baja la marea, con una diferencia entre el punto más alto de la marea y el más bajo de unos cuarenta metros.
Continuó hablando de las criaturas que allí sobrevivían y se alimentaban con aquella voz suave y tranquila. Mientras hablaba, una gaviota se deslizó hasta una roca cercana para estudiar a los turistas con su ojo pequeño y expectante. Las cámaras se pusieron en funcionamiento. Lilah se agachó al lado de uno de los estanques. Fascinado por su descripción, Max se acercó para verlo por sí mismo.
Había unos largos abanicos rojos a los que Lilah describió como un tipo de algas marinas. Todos los niños del grupo gimieron cuando les explicó que se podían comer crudos o cocidos. En aquel pequeño estanque de agua, descubrió todo un mundo de seres vivos, todos esperando, explicó, a que subiera otra vez la marea para volver después a sus asuntos.
Con un grácil gesto, señaló unas anémonas que parecían más flores que animales y las diminutas babosas que parecían dormitar sobre ellas. Les mostró también los caparazones que ocultaban las tortugas y caracoles marinos como los buccinos. Hablaba a veces como un biólogo marino y otras como una comediante.
Su agradecida audiencia la bombardeó a preguntas. Max descubrió a un adolescente mirando a Lilah con una soñadora expresión de deseo y lo compadeció al instante.
Echándose la trenza hacia atrás, Lilah puso fin a la excursión, explicando toda la información de la que disponían en el centro de visitantes y otras rutas por parques naturales de la zona. Algunos miembros del grupo comenzaron a marcharse mientras otros se entretuvieron haciendo más fotografías. El adolescente se quedó merodeando por allí después de que sus padres comenzaran a alejarse, haciendo todas las preguntas que a su aturdido cerebro se le ocurrían sobre los charcos dejados por la marea, las flores silvestres, y aunque no habría prestado la más mínima atención a un petirrojo, los pájaros. Cuando hubo agotado ya todos los temas y su madre lo llamó impacientemente por segunda vez, comenzó a marcharse sin muchas ganas.
—Esta excursión no la olvidará en mucho tiempo —comentó Max.
Lilah se limitó a sonreír.
—Me gusta pensar que todos ellos recordarán parte de la excursión. Me alegro de que hayas podido venir, profesor —haciendo lo que sus instintos le pedían, lo besó suavemente en los labios.
Al volver la mirada, el adolescente experimentó una punzada de miserable envidia. Max se quedó completamente fuera de combate. Los labios de Lilah continuaban curvándose en una sonrisa cuando se separó de él.
—Entonces —le comentó—, ¿cómo ha ido el día?
¿Podía una mujer besar a un hombre de tal manera y pretender que continuara conversando después con normalidad? Evidentemente, Lilah podía, decidió mientras intentaba respirar.
—Ha sido interesante.
—No se puede esperar nada mejor de un día —comenzó a caminar por el sendero que conducía al centro de información del parque. Arqueó una ceja y miró a Max por encima del hombro—. ¿Vienes?
—Sí —con las manos en los bolsillos, empezó a andar detrás de ella—. Eres muy buena.
Lilah soltó una carcajada cálida y ligera.
—Vaya, muchas gracias.
—Me refiero… me refería a tu trabajo.
—Por supuesto —lo agarró del brazo—. Es una pena que te hayas perdido los primeros veinte minutos de la última excursión. Hemos visto dos cormoranes de doble cresta y un águila pescadora.
—Siempre he deseado ver un cormorán de doble cresta —contestó Max haciendo que Lilah volviera a reír—. ¿Siempre haces el mismo recorrido?
—No, tenemos diferentes rutas. Una de mis favoritas es la del estanque Jordan, también podemos ir al Centro de la Naturaleza o subir a las montañas.
—Supongo que eso impide que se convierta en un trabajo aburrido.
—Jamás es aburrido, si lo fuera, yo no habría durado un solo día. Hasta haciendo la misma excursión ves cada día cosas diferentes. Mira —señaló unas plantas de hojas finas y capullos rosa pálido, prácticamente secas—. Rhodora —le dijo—. Azalea común. Hace solo una semana estaba en pleno esplendor. Es increíble. Ahora los capullos están prácticamente secos y tendrán que esperar hasta la primavera para volver a florecer —acarició las hojas con un dedo—. Me gustan los ciclos. Son tranquilizadores.
Aunque Lilah decía ser una mujer de pocas energías, caminaba sin ningún esfuerzo por el sendero, pendiente de cualquier cosa que pudiera resultar interesante. Podía ser un liquen aferrado a una roca, un gorrión en pleno vuelo o las tardías huellas del rocío sobre una vellosita. Le gustaba cómo olía en aquel lugar; la fragancia dejada por el mar se mezclaba con la de los árboles que se apiñaban frente a ellos.
—No sabía que en el trabajo pasabas la mayor parte del día de pie.
—Por eso procuro que mis pies descansen durante el resto del día —inclinó la cabeza para mirarlo—. Mira, la próxima vez que tenga una tarde libre, haremos una excursión por esta zona. Podremos matar dos pájaros de un tiro. Disfrutar del paisaje y dar una vuelta por los alrededores para ver si vemos a tu amigo Caufield.
—Me gustaría que te mantuvieras al margen de todo este asunto.
Aquella respuesta la pilló tan desprevenida que dio varios pasos antes de comprender lo que le estaba diciendo.
—¿Qué te gustaría qué?
—He dicho que me gustaría que te mantuvieras al margen de todo este asunto —repitió—. He estado pensando mucho en ello.
—¿Ah sí? —si la hubiera conocido mejor, Max habría reconocido el deje de enfado que se reflejaba en su aparentemente tranquila voz—. ¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
—Caufield es un hombre peligroso —recordaba el tono fanático de su voz—. Creo que podría ser incluso un desequilibrado. Y, desde luego, es un hombre violento. Ya nos ha disparado a tu hermana y a mí. Y no quiero que te pongas en su camino.
—No es cuestión de lo que tú quieras o dejes de querer. Este es un asunto de la familia.
—Ha sido mío desde que tuve que lanzarme al agua en medio de una tormenta —se detuvo en medio del camino y posó las manos en los hombros de Lilah—. Tú no lo oíste hablar aquella noche, yo sí, Lilah. Dijo que no habría nada que pudiera impedirle hacerse con las esmeraldas y hablaba en serio. Este es un trabajo para la policía, no para un puñado de mujeres que…
—¿Un puñado de mujeres que qué? —lo interrumpió Lilah con un brillo de furia en la mirada.
—Que están demasiado involucradas emocionalmente en todo este asunto para actuar de forma prudente.
—Ya entiendo —asintió lentamente—. Así que os corresponde a Sloan a Trent y a ti, tres hombres valerosos, proteger a estas pobres e indefensas mujeres y sacarlas de su apuro.
Max comprendió, cuando ya era demasiado tarde, que se estaba metiendo en un terreno resbaladizo.
—No he dicho que seáis mujeres indefensas.
—Pero lo has insinuado. Déjame decirte una cosa, profesor, no hay una sola de esas mujeres Calhoun que no sea capaz de cuidarse a sí misma y protegerse de cualquier hombre al que se le ocurra acercarse a nosotras. Y eso incluye a los genios y a los ladrones de joyas desequilibrados.
—Ya está, ¿lo ves? —apartó las manos de sus hombros, pero no tardó en posarlas otra vez—. Estás reaccionando de manera totalmente emocional, sin ningún tipo de lógica.
Lilah lo miró con los ojos entrecerrados por la furia.
—¿Quieres ver lo que es la emoción?
Además de un buen cerebro, Max se preciaba de tener algunas salidas inteligentes.
—Creo que no.
—Estupendo. Entonces te aconsejo que tengas cuidado con lo que dices y te lo pienses dos veces antes de volver a decirme que me mantenga al margen de un asunto que me concierne —se apartó de él para continuar caminando hacia el centro de información del parque.
—Maldita sea, no quería hacerte daño.
—Y yo no voy a dejar que me lo hagas. Tengo un umbral muy bajo para el dolor. Pero no voy a quedarme sentada y con los brazos cruzados mientras alguien está planificando cómo robarme lo que es mío.
—La policía…
—Hasta ahora no nos ha servido de mucha ayuda —replicó—. ¿Sabes que la Interpol ha estado buscando a Livingston, y a sus muchos alias, durante más de quince años? Nadie ha sido capaz de proporcionar una sola pista sobre él después de que disparara a Amanda para quedarse con nuestros papeles. Si Caufield y Livingston son la misma persona, entonces nos va a tocar a nosotras proteger lo que es nuestro.
—¿Aunque eso signifique que puedan volarte la tapa de los sesos?
Lilah lo miró por encima del hombro.
—Yo me preocuparé de mis sesos, profesor. Tú ocúpate de los tuyos.
—Yo no soy ningún genio —murmuró Max, haciendo que Lilah sonriera.
La exasperación que se reflejaba en el rostro de Max había conseguido aplacar su enfado. Se detuvo en medio del camino.
—Aprecio tu preocupación, Max, pero está fuera de lugar. ¿Por qué no me esperas un momento aquí? Puedes sentarte al lado de esa pared. Yo tengo que ir a buscar mis cosas.
Mientras se alejaba, Max continuaba murmurando para sí. Él solo quería protegerla, ¿qué tenía eso de malo? Lilah le importaba. Al fin y al cabo, le había salvado la vida. Frunciendo el ceño, se sentó en un asiento de piedra. La gente se arremolinaba alrededor del edificio. Los niños gimoteaban mientras sus padres los arrastraban o los llevaban en brazos hasta los coches. Algunas parejas paseaban lentamente de la mano mientras otros visitantes consultaban ávidamente las guías. Max vio a algunos turistas colorados como langostas a causa del sol.
Bajó la mirada hacia sus propios brazos y se sorprendió al verlos bronceados. Las cosas estaban cambiando, comprendió. Se estaba poniendo moreno. No tenía ningún horario que cumplir, ningún itinerario que seguir. Y estaba fraguando una relación con una mujer misteriosa e increíblemente sensual.
—Bueno —Lilah se colocó la correa del bolso en el hombro—, pareces muy satisfecho.
Max alzó la mirada y sonrió.
—¿Ah sí?
—Como un gato con un montón de plumas en la boca. ¿Quieres contarme el motivo?
—De acuerdo. Ven aquí —se levantó, tiró de Lilah y cerró la boca sobre sus labios, depositando todas aquellas nuevas y sorprendentes sensaciones en el beso.
Aunque profundizó aquel beso más de lo que en un principio pretendía, aquello sirvió para aumentar el placer de su descubrimiento. Y si al besarla hizo que se alejara la gente que los rodeaba, aquello solo acentuó la sensación de novedad. Era un principio refrescante.
Era felicidad más que deseo lo que Lilah percibía en aquel beso. Y aquello la confundía. O quizá fuera la manera en la que Max deslizaba los labios sobre los suyos la que empañaba todo pensamiento coherente. No se resistió. Ya había olvidado los motivos de su enfado. Lo único que sabía en aquel momento era que le parecía maravilloso, prácticamente perfecto, estar allí con él, en aquel patio soleado, sintiendo su corazón latiendo contra el suyo.
Cuando Max apartó los labios, Lilah dejó escapar un largo y complacido susurro y abrió los ojos lentamente. Max sonreía radiante y la expresión de alegría de su rostro hizo que Lilah le devolviera la sonrisa. Y como no estaba muy segura de qué hacer con la ternura que Max despertaba en ella, le palmeó cariñosamente la mejilla.
—No es que me esté quejando —comenzó a decir—, ¿pero a qué ha venido esto?
—Simplemente me apetecía.
—Un excelente primer paso.
Riendo, Max le pasó el brazo por los hombros mientras se dirigían al aparcamiento.
—Tienes la boca más sexy que he probado en toda mi vida.
Max no pudo ver la sombra que oscureció la mirada de Lilah. Y si la hubiera visto, ella no podría habérsela explicado. Al final todo terminaba siempre en una cuestión de sexo, supuso, mientras hacía un esfuerzo por olvidar la vaga desilusión que la embargaba. Normalmente, los hombres siempre la veían de esa forma y no había razón alguna para que empezara a molestarla en ese momento, sobre todo cuando había disfrutado del beso tanto como Max.
—Me alegro de poder decir lo mismo de la tuya —contestó con aparente despreocupación—. ¿Por qué no conduces tú?
—De acuerdo, pero antes quiero enseñarte algo —después de sentarse en el asiento del conductor, sacó un sobre de papel Manila—. He estado consultando un montón de libros en la biblioteca. En algunas biografías y libros de historia se menciona a tu familia. Había uno en particular que he pensado que podría interesarte.
—Mmm —Lilah ya se estaba estirando en su asiento, pensando en echarse una siesta.
—He hecho una fotocopia para ti. Es de una fotografía de Bianca.
—¿Una fotografía? —Lilah volvió a erguirse en el asiento—. ¿De verdad? Fergus destruyó todas sus fotografías después de que muriera, así que nunca he podido verla.
—Sí, la has visto —sacó la fotocopia y se la tendió—, cada vez que te miras en el espejo.
Lilah no dijo nada, pero con los ojos fijos en aquella copia granulada, alzó la mano hacia su propio rostro. La misma barbilla, la misma boca, la nariz, los ojos. ¿Sería esa la razón por la que siempre se había sentido tan unida a Bianca?, se preguntó, mientras sentía que las lágrimas se agolpaban en su garganta.
—Era muy bella —dijo Max quedamente.
—Y tan joven —suspiró Lilah—. Era más joven que yo cuando murió. Cuando le hicieron esta fotografía ya estaba enamorada, se ve en sus ojos.
—Llevaba el collar de esmeraldas.
—Sí, lo sé —al igual que había hecho Max, lo acarició con el dedo—. Qué difícil debió ser para ella estar atada a un hombre cuando estaba enamorada de otro. Y el collar… era un símbolo del poder que ese hombre tenía sobre ella, y el recuerdo de sus hijos.
—Así es como ves las esmeraldas, ¿cómo un símbolo?
—Sí, y creo que lo que Bianca sentía por ellas era algo muy fuerte. De otro modo, no las habría escondido —deslizó la fotografía en el interior del sobre—. Un buen día de trabajo, profesor.
—Y eso solo ha sido el principio.
Sin dejar de mirarlo, Lilah entrelazó los dedos con los de Max.
—Me gustan los principios. Durante los principios todo está lleno de posibilidades. Vayamos a casa para enseñar la fotografía a todo el mundo. Pero antes deberíamos hacer un par de paradas.
—¿Un par de paradas?
—Es el momento para otro principio: necesitas ropa nueva.
Max odiaba ir de compras. Se lo dijo a Lilah, se lo repitió con firmeza, pero ella lo ignoró despreocupadamente y lo fue llevando de tienda en tienda. Max consiguió protestar cuando le mostraron una camiseta de color fluorescente. Pero perdió frente a otra con el dibujo de una langosta vestida de maître.
Lilah no se dejaba intimidar por los dependientes, sino que participaba en el proceso de selección y búsqueda con un aire lánguido, de absoluta relajación. La mayoría de los vendedores la llamaban por su nombre, y durante las conversaciones que acompañaban al proceso de la venta, Lilah dejaba caer preguntas sobre un hombre que respondía a la descripción de Caufield.
—¿Todavía no hemos terminado? —en la voz de Max había una súplica que consiguió hacer reír a Lilah mientras salían a la calle. Una calle repleta de gente vestida con prendas veraniegas de brillantes colores.
—Todavía no —se volvió hacia él. Definitivamente agobiado. Y definitivamente adorable. Iba cargado de bolsas y el flequillo le caía sobre los ojos. Lilah se lo echó hacia atrás—. ¿Cómo te las estás arreglando con la ropa interior?
—Bueno, yo…
—Vamos, cerca de aquí hay una tienda en la que tienen cosas magníficas. Estampado de tigre, frases obscenas y corazoncitos rojos.
—No —Max se detuvo en seco—. Ni lo sueñes.
Le costó bastante, pero Lilah consiguió dominar una carcajada.
—Tienes razón. Serían completamente inadecuados en tu caso. Así que nos limitaremos a comprar unos de esos calzoncillos blancos que vienen en paquetes de tres.
—Para no tener hermanos, sabes mucho sobre ropa interior masculina —agarró con fuerza las bolsas y, tras pensárselo dos veces, le tendió la mitad a Lilah—. En cualquier caso, creo que con la ropa interior podré arreglármelas solo.
—De acuerdo. Te esperaré en el escaparate.
No le costó distraerse en aquel escaparate lleno de objetos de cristal de diferentes formas y tamaños. Colgaban de un alambre, arrancando colores a la luz del sol que se filtraba por el cristal. Bajo ellos, había toda una exposición de bisutería artesanal. Lilah estaba a punto de entrar a preguntar por un par de pendientes cuando alguien chocó con ella por detrás.
—Perdone —el tono de la disculpa fue amabilísimo.
Lilah alzó la mirada hacia un hombre robusto, de pelo gris y rostro curtido. Parecía mucho más irritado de lo que un ligero tropiezo podría justificar y había algo en sus ojos claros que la hizo retroceder. Aun así, consiguió encogerse de hombros y sonreír.
Frunció ligeramente el ceño y se volvió de nuevo hacia el escaparate. Vio a Max, a solo unos metros de ella, mirándola estupefacto desde el interior del establecimiento. Después, corrió hacia ella con tal expresión de pánico que Lilah contuvo la respiración.
—Max.
Con un fuerte empujón, Max la obligó a entrar en la tienda.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó en un tono tan alterado que Lilah abrió los ojos como platos—. ¿Te ha tocado? Si ese bastardo te ha puesto una sola mano encima…
—Ya basta, Max —como la mayoría de los clientes estaba empezando a mirarlos, Lilah mantenía la voz baja—. Tranquilízate. No sé de qué estas hablando.
Max sentía correr una violencia a través de sus venas que jamás había experimentado. El reflejo de aquella furia en sus ojos hizo que algunos turistas se volvieran hacia la puerta.
—Lo he visto a tu lado.
—¿A ese hombre? —desconcertada, miró hacia la ventana, pero el hombre en cuestión ya se había ido—. Solo se ha tropezado conmigo. En verano las calles están abarrotadas de gente.
—¿No te ha dicho nada? —ni siquiera se había dado cuenta de que le estaba agarrando las muñecas con tanta fuerza que empezaba a hacerle daño—. ¿No te ha hecho ningún daño?
—No, por supuesto que no. Venga, será mejor que nos sentemos —hablaba suavemente mientras tiraba de él hacia la puerta, pero en vez de sentarse en uno de los bancos de la calle, Max la obligó a colocarse tras él y comenzó a mirar entre la multitud—. Si hubiera sabido que comprar ropa interior te ponía en este estado, no se me habría ocurrido proponértelo.
Max se volvió mostrándole la cólera que encendía su mirada.
—Era Hawkins —dijo en tono grave—. Todavía está aquí.