Ni siquiera cuando consiguió acceder a los fondos de su cuenta corriente en Ithaca, a las Calhoun se les ocurrió sugerirle a Max que se trasladara a un hotel. La verdad era que tampoco él hacía mucho por oponerse a prolongar su estancia en Las Torres. Nunca había sido cuidado o mimado como entonces. Más aún, jamás se había sentido parte de una familia tan grande y bulliciosa. Lo trataban con una hospitalidad tan natural que le resultaba irresistible.
Max estaba comenzando a conocer y a apreciar tanto sus diferentes personalidades como la unidad familiar. Aquella era una casa en la que siempre parecía estar ocurriendo algo y en la que todo el mundo tenía siempre algo que decir. Para alguien que había crecido siendo hijo único en una casa en la que su afición a los libros era considerada un terrible defecto, era toda una revelación estar entre personas que celebraban tanto sus propios intereses como los de los otros.
C. C. era una mecánica de coches que hablaba de motores al tiempo que exhibía el misterioso resplandor de las recién casadas. Amanda, organizada y enérgica, ocupaba el puesto de ayudante de dirección en un hotel cercano. Suzanna era propietaria de un negocio de jardinería y se entregaba con devoción a sus hijos. Nadie mencionaba al padre de los niños. Coco llevaba la casa, cocinaba manjares deliciosos y apreciaba la compañía masculina. Solo lo ponía nervioso a Max cuando lo amenazaba con leerle las hojas del té.
Y después estaba Lilah. Max había descubierto que trabajaba como naturalista en el Parque Natural Acadia. Le gustaba echarse largas siestas, la música clásica y los elaborados postres de su tía. A veces, cuando tenía ganas de hablar, se repantigaba al lado de Max en una silla y le contaba pequeños detalles de su vida. O podía acurrucarse como un gato bajo el sol, bloqueando la presencia de Max y de todo lo que le rodeaba para encerrarse en sus pensamientos o dejarse llevar por cualquiera de sus sueños secretos. Después se estiraba, sonreía y permitía que accedieran de nuevo a su vida.
Continuaba siendo un misterio para Max, una combinación de ardiente sensualidad y misterio inalcanzable, de una asombrosa transparencia con una soledad inaccesible.
En los tres días que llevaba en la casa, Max había recuperado sus fuerzas, pero todavía no había puesto una fecha definitiva a su marcha de Las Torres. Sabía que lo más sensato era irse, utilizar su dinero para comprarse un billete de vuelta a Nueva York y ver si podía conseguir algún trabajo para el verano.
Pero no le apetecía ser sensato.
Aquellas eran sus primeras vacaciones y, aunque se había visto empujado a ellas por las circunstancias, las estaba disfrutando. Le gustaba despertarse por las mañanas con el sonido y la fragancia del mar. Y era un alivio que su accidente no le hubiera provocado miedo o repugnancia al agua. Le resultaba increíblemente relajante quedarse en la terraza, contemplando aquella agua de color índigo o esmeralda y observar las islas lejanas.
Y aunque el hombro todavía lo molestaba de vez en cuando, podía sentarse fuera y dejar que el sol de la tarde lo ayudara a aliviar las molestias. Allí había tiempo para los libros. Para pasar una hora, incluso dos, sentado a la sombra y engullendo una novela o una biografía de la biblioteca de los Calhoun.
Y por debajo del sencillo placer de no tener un horario que cumplir ni preguntas que contestar, estaba su creciente fascinación por Lilah.
Lilah entraba y salía sigilosamente de la casa. Cuando se iba por las mañanas, lo hacía pulcra y arreglada con su uniforme de trabajo y su fabulosa melena peinada en una trenza perfecta. Cuando llegaba a casa horas después, se ponía una de sus faldas de flores o un par de pantalones increíblemente sexys. Le sonreía, hablaba con él y se mantenía a una amistosa pero tangible distancia.
Max se entretenía garabateando en un cuaderno o entreteniendo a los dos hijos de Suzanna, Alex y Jenny, que comenzaban a mostrar ya signos del aburrimiento del verano. También salía a pasear por los jardines o entre los acantilados, hacía compañía a Coco en la cocina u observaba a los hombres trabajando en el ala oeste.
Lo más asombroso de todo era que podía hacer lo que él decidía.
Aquel día estaba sentado en la hierba, con Alex y Jenny acuclillados a cada lado como dos ranitas. El sol aparecía como un disco luminoso y plateado tras las nubes. Juguetona y enérgica, la brisa llevaba hasta ellos el olor de la lavanda y el romero desde unas rocas cercanas. Había mariposas danzando sobre la hierba y eludiendo sin esfuerzo la persecución de Fred. Desde la rama de un viejo y nudoso roble, un pájaro cantaba con insistencia.
Max estaba narrando la historia de un joven atrapado por los terrores y las emociones de la guerra. Mediante la ficción, mantenía a los niños entretenidos al tiempo que les inculcaba su amor a la historia.
—Apuesto a que mató un montón de sucios casacas rojas —dijo Alex alegremente. A los seis años, tenía una vívida y violenta imaginación.
—Montones de ellos —se mostró de acuerdo Jenny. Tenía un año menos que su hermano y le gustaba demostrar que estaba a su altura—. Y sin la ayuda de nadie.
—La Revolución no solo fueron pistolas y bayonetas, ¿sabéis? —le divirtió ver a los pequeños cerrando la boca ante la falta de estragos—. Muchas batallas fueron ganadas mediante el espionaje y la intriga.
Alex se esforzó en encontrarle sentido a aquellas palabras y de pronto miró a Max radiante.
—¿Espías?
—Espías —le confirmó Max, revolviéndole el flequillo. Como él mismo había experimentado aquella carencia, reconocía el ansia de Alex por establecer vínculos con un hombre.
Utilizando a aquel protagonista adolescente como catalizador, podía explicarles a los niños los discursos de Patrick Henry o la convención convocada por Samuel Adams en la que los Hijos de la Libertad mostraban sus deseos de rebelión planificando acciones para boicotear el té importado.
Y entonces, cuando tenía a su joven héroe transportando cajones de té por las aguas poco profundas del puerto de Boston, Max vio a Lilah cruzando el césped.
Se movía lánguidamente sobre la hierba, con una gracia gitana mientras su finísima falda de chifón era mecida por el viento. Llevaba el pelo suelto, revoloteando libremente alrededor de los tirantes de su camiseta azul pálido. Iba descalza y con los brazos adornados por docenas de brazaletes.
Fred corrió hacia ella para darle la bienvenida, saltaba y gemía haciéndola reír. Cuando se inclinó para acariciarlo, uno de los tirantes se deslizó por su brazo. Entonces el perro se alejó saltando, y continuó su infructífera persecución de mariposas.
Lilah se enderezó y se colocó el tirante lentamente mientras continuaba caminando por la hierba. Max percibió su fragancia, libre y salvaje, antes de que dijera nada.
—¿Esta es una reunión privada?
—Max nos está contando un cuento —le explicó Jenny y tiró de la falda de su tía para que se sentara.
—¿Un cuento? —el pendiente de cuentas de colores que colgaba en su oreja se meció mientras se agachaba—. Me gustan los cuentos.
—Cuéntaselo también a Lilah —Jenny se acercó a su tía y comenzó a jugar con los brazaletes.
—Sí —había risa en su voz, y también un brillo de humor en sus ojos cuando se encontró con los de Max—. Cuéntaselo también a Lilah.
Aquella mujer sabía exactamente el efecto que tenía en un hombre, se dijo Max. Exactamente.
—Ah, ¿por dónde íbamos?
—Jim se había pintado la cara con un corcho negro y estaba tirando el maldito té al puerto —le recordó Alex—. Pero todavía no ha disparado nadie.
—Exacto.
Tanto para defenderse de Lilah como para continuar entreteniendo a los niños, Max regresó a la fragata en la que había dejado a Jim. Podía sentir el frío del aire y el calor de la excitación. Con una habilidad natural que consideraba fundamental para la enseñanza, mantenía el suspense, definía con destreza a sus personajes y describía los acontecimientos históricos de tal manera que Lilah no pudo evitar mirarlo con un nuevo interés y respeto.
Aunque terminó con los rebeldes burlando a los ingleses y sin disparar un solo tiro, ni siquiera Alex, siempre sediento de sangre, terminó desilusionado.
—¡Ganaron! —se levantó de un salto y soltó un grito de guerra—. ¡Yo soy un Hijo de la Libertad y tú eres un repugnante casaca roja! —le dijo a su hermana.
—Uh-uh —Jenny también se levantó.
—¡Rescisión del impuesto del té! —gritó Alex, y salió corriendo por la casa, con Jenny pisándole los talones y Fred moviéndose pesadamente tras ellos.
—Por hoy ya es suficiente.
—Muy astuto, profesor —Lilah se inclinó hacia atrás, apoyándose sobre los codos—. Convertir la historia en una diversión.
—Eso es —contestó él—. Lo importante no son los nombres y las fechas, sino la personas.
—Tal como tú lo cuentas, sí, pero cuando yo estaba en el colegio, se suponía que tenía que aprenderme lo que sucedió en mil novecientos seis de la misma forma que tenía que memorizar la tabla de multiplicar —con gesto perezoso, se frotó la espinilla con uno de los pies descalzos—. Ya no me acuerdo ni de la tabla de multiplicar ni de lo que ocurrió en el mil novecientos seis, a menos que fuera entonces cuando Aníbal cruzó los Alpes con todos esos elefantes.
Max sonrió radiante.
—No exactamente.
—¿Lo ves?
Lilah se estiró como un gato. Dejó caer la cabeza hacia atrás y su melena se extendió sobre la hierba. Movió los hombros de tal forma que el tirante volvió a deslizarse por su brazo. El placer que le proporcionaba aquella pequeña indulgencia se evidenció en su rostro.
—Y creo que normalmente me quedaba dormida para cuando llegábamos al Congreso Continental.
Cuando Max se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, la soltó lentamente.
—He estado pensando en dar algunas clases.
Lilah abrió ligeramente los ojos.
—Este chico debería salir de vez en cuando del aula —murmuró y arqueó una ceja—. Dime, ¿sabes mucho sobre fauna y flora?
—Lo suficiente como para distinguir un conejo de una petunia.
Encantada, Lilah se sentó y se inclinó hacia él.
—Eso es estupendo, profesor. Quizá pudiéramos llegar a intercambiar conocimientos.
—Quizá.
Max parecía tan guapo, pensó Lilah. Allí sentado, en la hierba, con aquellos vaqueros y la camiseta que le habían prestado y el pelo cayendo rebelde sobre su frente. Había tomado el sol y la palidez estaba siendo reemplazada por un ligero bronceado. Lilah sentía una calma que la convencía de que había sido una tontería ponerse nerviosa a su lado. Max era un buen hombre, un poco aturdido por las circunstancias, que despertaba su simpatía y su curiosidad. Para demostrárselo, posó una mano en su rostro.
Max vio diversión en sus ojos. Alguna broma secreta le hizo curvar los labios a Lilah antes de rozar los del profesor con un ligero y amistoso beso. Como si hubiera quedado satisfecha con el resultado, sonrió, se inclinó hacia atrás y comenzó a hablar. Max le rodeó la muñeca con la mano.
—Esta vez no estoy medio muerto, Lilah.
Primero llegó la sorpresa. Max la vio y también que se transformaba en una natural aceptación. Maldita fuera, pensó Max mientras deslizaba la mano por el cuello de Lilah. Ella parecía muy segura de que no había ocurrido nada extraordinario. Con una combinación de orgullo herido y pánico, presionó sus labios.
Lilah disfrutaba besando… disfrutaba del cariño que se reflejaba en un beso y del placer físico que proporcionaba. Y Max le gustaba. Por eso se entregó a aquel beso, esperando un agradable cosquilleo, un confortable calor. Pero no esperaba aquel sobresalto.
El beso repercutió en todo su cuerpo, empezando por sus labios, volando como una flecha hasta su estómago y vibrando hasta en las yemas de sus dedos. La boca de Max era muy firme, muy seria y muy suave. De aquella textura escapaba un sonido de placer, como el de un niño tras saborear por primera vez el chocolate. Antes de que la primera sensación hubiera podido ser absorbida, llegaron otras para enredarse y mezclarse con ellas.
Flores y un sol ardiente. La fragancia del jabón y del sudor. Unos labios suaves y húmedos y la tersa dureza de los dientes. Su propio suspiro y la firme presión de los dedos de Max sobre la sensible piel de la nuca. Pero había algo más que simple placer en aquel beso, comprendió Lilah. Algo más dulce y mucho menos tangible.
Encantada, levantó la mano de aquella alfombra de hierba para acariciarle el pelo.
Max volvía a experimentar la sensación de estar ahogándose, de ser arrastrado por algo fuerte y peligroso. Pero en aquella ocasión no sentía la urgencia de luchar. Fascinado, deslizaba la lengua sobre la de Lilah, paladeando sus sabores más secretos. Suntuosos, oscuros, seductores, reflejaban su fragancia, la esencia que ya había penetrado su sistema nervioso de tal manera que pensaba que podría saborearla cada vez que respirara.
Sintió que algo se tensaba en su interior, que se estiraba, se expandía y se calentaba hasta tenerlo firmemente sujeto por el cuello.
Aquella mujer era vergonzosamente sexual, desenfrenadamente erótica y más aterradora que cualquiera de las mujeres que hasta entonces había conocido. Volvió a conjurar la imagen de la sirena sentada en una roca, peinándose el pelo y cantando para seducir a hombres indefensos, para destruirlos con las promesas de placeres abrumadores.
Espoleado por el instinto de supervivencia, retrocedió. Lilah permaneció donde estaba, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Hasta ese momento, Max no se dio cuenta de que todavía no le había soltado la muñeca y sentía su caótico pulso bajo los dedos.
Lentamente, intentando prolongar aquel momento embriagador durante unos segundos más Lilah abrió los ojos y se humedeció los labios, queriendo atrapar el sabor de Max que en ellos quedaba. Después sonrió.
—Bueno, doctor Quartermain, parece que la historia no es lo único que se te da bien. ¿Qué te parecería darme otra clase? —deseando algo más, se inclinó hacia delante, pero Max se levantó. El suelo, descubrió, era tan inestable como la cubierta de un barco.
—Creo que por hoy ya es suficiente.
Lilah se apartó el pelo de la cara y lo miró con curiosidad.
—¿Por qué?
—Porque… —porque si la besaba otra vez tendría que acariciarla… y deseaba acariciarla desesperadamente… Tendría que hacer el amor con ella, allí, en la hierba, donde podían verlos desde la casa—. Porque no quiero aprovecharme de ti.
—¿Aprovecharte de mí? —Lilah sonrió, conmovida y divertida a un tiempo—. Ese es un gesto muy dulce.
—Te agradecería que no me hablaras como si fuera tonto —dijo Max muy tenso.
—¿Crees que lo hago? —su sonrisa se tornó pensativa—. Ser un hombre dulce no te convierte en un tonto. Lo que pasa es que la mayor parte de los hombres que conozco estarían encantados de aprovecharse. Mira, antes de que te ofendas también por eso, ¿por qué no entramos en la casa? Te enseñaré la torre de Bianca.
Ya se había sentido ofendido y estaba a punto de decírselo, pero las últimas palabras de Lilah acababan de afectarlo de una manera especial.
—¿La torre de Bianca?
—Sí. Me gustaría enseñártela —alzó una mano, esperando respuesta.
Max la miraba con el ceño fruncido, intentando encajar el nombre de Bianca en algún recuerdo. Después sacudió la cabeza y ayudó a Lilah a levantarse.
—Estupendo. Vamos.
Max ya había explorado parte de la casa, aquel laberinto de habitaciones, algunas vacías y otras atiborradas de muebles y cajas. Desde fuera, la casa era en parte una fortaleza y en parte una casa solariega, con sus brillantes ventanas y sus elegantes porches combinados con las torretas y parapetos. El interior era un enmarañado laberinto de pasillos sombríos, habitaciones bañadas por el sol, suelos gastados y relucientes pasamanos. Y ya lo había cautivado.
Lilah lo condujo por una escalera circular hasta una puerta situada al final del ala este.
—Dale un empujón, ¿quieres, Max? —le pidió y este se vio forzado a empujar la robusta puerta de madera con su hombro bueno—. Tengo que pedirle a Sloan que la arregle —tomó la mano de Max y entró en el interior.
Era una habitación circular, rodeada de ventanas ovaladas. Una ligera capa de polvo cubría el suelo, pero alguien había cubierto de mullidos cojines un asiento empotrado bajo una de las ventanas. Cerca de él, habían colocado una vieja lámpara de suelo con una pantalla satinada y llena de borlas.
—Supongo que aquí tenía cosas preciosas —comenzó a decir Lilah—, para que le hicieran compañía. Solía venir a esta habitación a estar sola, a pensar.
—¿Quién?
—Bianca, mi bisabuela. Mira qué vistas —sintiendo la necesidad de compartirlo con él, lo arrastró a la ventana.
Desde allí solo se veían las rocas y el mar. Debía haberle parecido un lugar solitario, pensó Max. Pero le resultaba estimulante y desgarrador al mismo tiempo. Cuando posó una mano en el cristal, Lilah lo miró sorprendida. Ella misma había hecho ese gesto incontables veces, como si estuviera intentando atrapar algo que estaba fuera de su alcance.
—Es… triste —pretendía decir «bello» o «impresionante». Frunció el ceño.
—Sí, pero a veces también es un lugar reconfortante. Cuando estoy aquí, siempre me siento cerca de Bianca.
Bianca, aquel nombre era como un zumbido insistente en el cerebro de Max.
—¿Todavía no te ha contado la historia tía Coco?
—No. ¿Es que hay alguna historia?
—Por supuesto —lo miró con curiosidad—. Me preguntaba si te habría dado la versión de los Calhoun, para contrarrestar lo que publicó la prensa.
Max comenzó a sentir que le palpitaba la sien, allí donde la herida se le estaba curando.
—Tampoco conozco esa versión.
Al cabo de unos segundos de silencio, Lilah continuó.
—Bianca se tiró por esa ventana una de las últimas noches del verano de mil novecientos trece. Pero su espíritu continúa aquí.
—¿Por qué se suicidó?
—Es una larga historia —Lilah se sentó en el asiento, a los pies de la ventana, con la barbilla cómodamente apoyada en las rodillas y se lo explicó.
Max escuchó la historia de aquella esposa desgraciada, atrapada en un matrimonio sin amor durante los años previos a la Gran Guerra. Bianca se había casado con Fergus Calhoun, un rico financiero, al que le había dado tres hijos. Durante uno de los veranos, había conocido a un joven artista. Por una vieja agenda que los Calhoun habían descubierto, sabían que el nombre del pintor era Christian, pero nada más. El resto era leyenda, que había sido transmitida a sus hijos por la niñera que había sido también confidente de Bianca.
El joven pintor y la desgraciada esposa se habían enamorado profundamente. Debatiéndose entre el deber y su corazón, Bianca había sufrido lo indecible intentando tomar una decisión y al final había optado por dejar a su marido. Había tomado unos cuantos objetos personales, que con el tiempo habían llegado a ser conocidos como «el tesoro de Bianca» y los había escondido antes de fugarse. Entre ellos, estaba una gargantilla de esmeraldas, que le había regalado el bisabuelo de Lilah por el nacimiento de sus dos primeros hijos. Pero en vez de irse con su amante, Bianca se había tirado por la ventana de la torre. Y las esmeraldas nunca habían sido encontradas.
—No conocimos la historia hasta hace unos meses —añadió Lilah—. Aunque yo ya había visto las esmeraldas.
A Max le daba vueltas la cabeza. Intentando aliviar el persistente dolor, se llevó la mano a la sien.
—¿Las has visto?
Lilah sonrió.
—He soñado con ellas. Y después, durante una sesión de espiritismo…
—Una sesión de espiritismo —repitió Max débilmente y se sentó.
—Exacto —Lilah se echó a reír y le palmeó la mano—. Hicimos una sesión de espiritismo y C. C. tuvo una visión —Max hizo un extraño sonido con la garganta que provocó de nuevo la risa de Lilah—. Tenías que haber estado allí, Max. En cualquier caso, C. C. vio el collar y entonces fue cuando Coco decidió que ya era hora de transmitirnos la leyenda de los Calhoun. Y para llegar ya a la situación en la que nos encontramos hoy, te contaré que Trent se enamoró de C. C. y decidió no comprar Las Torres. Estábamos en una situación económica tan terrible que nos veíamos obligadas a venderlas. Pero entonces apareció él con la idea de convertir el ala oeste en un hotel, con el nombre de los St. James. ¿Has oído hablar de los hoteles St. James?
Trenton St. James. Así que el cuñado de Lilah era el propietario de una de las más importantes cadenas hoteleras del país.
—Sí, son muy famosos.
—Bien, Trent contrató a Sloan para comenzar a rehabilitar la casa, y Sloan se enamoró de Amanda. Considerándolo todo, las cosas no podían haber salido mejor. Hemos podido conservar la casa, combinarla con un negocio y además culminar dos romances.
El enfado asomó a sus ojos, oscureciéndolos visiblemente.
—El inconveniente de todo esto fue que la historia sobre las esmeraldas se filtró y empezó a llegar una plaga de buscadores de tesoros y algún consumado ladrón. Hace solo unas semanas, alguien estuvo a punto de matar a Amanda y se llevó montones de papeles que habíamos estado revisando por si podíamos encontrar en ellos alguna pista sobre la gargantilla.
—Papeles —repitió Max mientras una náusea se apoderaba de su estómago.
Lo sacudía con tanta fuerza que se sentía como si estuviera estrellándose contra las rocas otra vez. Calhoun. Esmeraldas. Bianca.
—¿Qué te pasa, Max? —preocupada, Lilah posó una mano en su frente—. Estás blanco como una sábana. Creo que llevas demasiado tiempo levantado —decidió—. Déjame acompañarte abajo, para que puedas descansar.
—No, estoy bien. No es nada —se apartó para levantarse y comenzó a caminar nervioso por la habitación.
¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo podía decírselo después de que le hubiera salvado la vida, después de lo mucho que se había preocupado por él? Después de haberla besado. Las Calhoun le habían abierto su casa sin vacilar, sin hacerle ninguna pregunta. Habían confiado en él. ¿Cómo podía decirle a Lilah que, aunque inadvertidamente, había estado trabajando para un hombre que estaba planeando robarle?
Pero tenía que hacerlo. Su profunda honestidad no le permitía otra cosa.
—Lilah —se volvió y advirtió que lo estaba observando con una mezcla de preocupación y recelo en la mirada—. El yate. He recordado lo del yate.
El alivio hizo sonreír a Lilah.
—Estupendo. Sabía que lo recordarías en cuanto dejaras de preocuparte. ¿Por qué no te sientas, Max? Es mejor para pensar.
—No —respondió con dureza mientras se concentraba en su rostro—. El yate… el hombre que me contrató. Se llamaba Caufield. Ellis Caufield.
Lilah extendió las manos.
—¿Y?
—¿Ese nombre no significa nada para ti?
—No ¿Debería?
Quizá estuviera equivocado, pensó Max. A lo mejor había dejado que aquella historia familiar se fundiera en su mente con su propia experiencia.
—Mide aproximadamente un metro noventa, es muy elegante. De unos cuarenta años. Con el pelo rubio oscuro y algunas canas en la sien.
—Muy bien.
Max suspiró frustrado.
—Se puso en contacto conmigo hace un mes y me ofreció trabajo. Quería que investigara y catalogara los documentos de una familia. El salario era muy generoso e iba a pasar unas semanas en un yate. Con ese dinero tendría medios y tiempo para trabajar en el libro.
—Y como tu cerebro funciona perfectamente, decidiste aceptar ese trabajo.
—Sí, pero, maldita sea, Lilah… los papeles, los recibos, las cartas, los libros de contabilidad… Aparecía tu apellido en todos ellos.
—¿Mi apellido?
—Calhoun —metió sus inútiles manos en los bolsillos—. ¿No lo comprendes? Estuve contratado y trabajé en ese barco durante una semana, investigando la historia de tu familia en los documentos que os habían robado.
Lilah se quedó mirándolo fijamente. Max tuvo la sensación de que pasaba una eternidad hasta que Lilah se levantó de su asiento.
—¿Estás diciéndome que has estado trabajando para el hombre que intentó matar a mi hermana?
—Sí.
Lilah no apartaba la mirada de Max en ningún momento. Este casi podía sentir que estaba intentando leerle los pensamientos, pero cuando habló, la voz de Lilah era muy fría.
—¿Y por qué me lo cuentas ahora?
Terriblemente nervioso, Max se pasó la mano por el pelo.
—No lo he recordado hasta ahora, hasta que me has contado lo de las esmeraldas.
—Es muy extraño, ¿no te parece?
Max observó el recelo que cubría sus ojos y asintió.
—No espero que me creas, pero no lo recordaba. Y cuando acepté este trabajo, ni siquiera lo sabía.
Lilah continuaba observándolo atentamente, calibrando cada una de sus palabras, de sus gestos, de sus expresiones.
—¿Sabes? Me resulta extraño que no oyeras hablar ni del collar ni del robo. Es un tema que ha estado en la prensa durante semanas. Tendrías que vivir en una cueva para no haberte enterado.
—O en un aula —musitó Max. Recordó las burlas de Caufield sobre su falta de ingenio y esbozó una mueca—. Mira, te diré todo lo que pueda antes de marcharme.
—¿Marcharte?
—Supongo que no querréis que me quede aquí después de esto.
Lilah lo miraba pensativa. La intuición la advertía en contra de lo que determinaba su sentido común. Con un largo suspiro, levantó una mano.
—Será mejor que cuentes esta historia a toda la familia. Después decidiremos lo que haremos.
Aquella fue la primera reunión familiar de Max. Él había crecido en un país democrático, pero bajo la intransigente dictadura de su padre. Las Calhoun hacían las cosas de forma diferente. Se reunieron alrededor de la enorme mesa de caoba del comedor y parecían tan unidas que Max se sentía como un intruso por primera vez desde que había despertado en el piso de arriba. Lo escucharon y le hicieron algunas preguntas mientras él repetía lo que le había relatado a Lilah en la torre.
—¿No comprobaste sus referencias? —le preguntó Trent—. ¿Aceptaste un trabajo de un hombre al que ni siquiera conocías y del que no sabías absolutamente nada?
—No me parecía que hubiera ningún motivo razonable para hacerlo. Yo no soy un hombre de negocios —advirtió cansino—. Soy un profesor.
—Entonces no te importará que te investiguemos —sugirió Sloan.
—No —respondió Max, mirando aquellos ojos cargados de sospecha.
—Yo ya lo he hecho —intervino Amanda. Tamborileaba los dedos sobre la mesa mientras todos los ojos se volvieron hacia ella—. Me parecía lo más lógico, así que hice un par de llamadas.
—Genial. Y supongo que no se te ocurrió comentarlo con nosotros —respondió Lilah.
—No.
—Chicas —dijo Coco, sentada en la cabecera de la mesa—, no empecéis.
—Creo que Amanda debería habernos dicho algo —el genio de los Calhoun afilaba la voz de Lilah—. Era algo que nos concernía a todos. Además, ¿qué derecho tiene a fisgonear en la vida de Max?
Comenzaron a discutir acaloradamente, las cuatro hermanas lanzaban sus opiniones y objeciones. Sloan dejaba que la discusión siguiera su curso. Trent cerró los ojos. Max se limitaba a mirarlas fijamente. Estaban hablando de él. ¿No se daban cuenta de que estaban discutiendo sobre él, lanzando su nombre de un lado a otro de la mesa como si fuera una pelota de ping-pong?
—Perdón —comenzó a decir, y fue totalmente ignorado. Lo intentó otra vez, y lo único que consiguió fue una sonrisa de Sloan—. ¡Maldita sea, ya está bien! —utilizó su tono de profesor irritado y funcionó. Las cuatro mujeres se callaron y se volvieron hacia él con expresión furiosa.
—Mira, tío —comenzó a decir C. C., pero Max la cortó.
—Mira tú. En primer lugar, ¿por qué iba a haberos contado todo si tuviera otras intenciones? Y como lo que queréis es corroborar quién soy y a qué me dedico, ¿por qué no dejáis de discutir entre vosotras y os dedicáis a averiguarlo?
—Porque nos gusta discutir entre nosotras —le dijo Lilah presuntuosa—. Y no nos gusta que nadie se entrometa mientras lo estamos haciendo.
—Ya está —intervino Coco, aprovechando la calma—. Puesto que Amanda ya ha investigado a Max, aunque eso sea un poco descortés…
—¡Sensato! —protestó Amanda.
—Grosero —la corrigió Lilah.
Podían haber empezado otra vez, pero Suzanna alzó la mano.
—Sea lo que sea, ya está hecho. Y creo que deberíamos oír lo que ha averiguado Amanda.
—Como iba diciendo —Amanda pestañeó mirando a Lilah—. Hice un par de llamadas. El decano de Cornell habla muy bien de Max. Recuerdo que comentó que era brillante y muy trabajador. Se le considera uno de los más importantes expertos en historia de América del país. A los veinte años, consiguió licenciarse cum laude y a los veinticinco se doctoró.
—¡Cerebrín! —le dijo Lilah a Max con una consoladora sonrisa cuando lo vio retorcerse nervioso en su asiento.
—Nuestro doctor Quartermain —continuó diciendo Amanda—, procede de Indiana, es soltero y no tiene ningún pasado criminal. Trabaja en la Universidad de Cornell desde hace ocho años y ha publicado artículos que han sido muy bien recibidos. El último era una perspectiva general sobre el ambiente político social previo a la Gran Guerra. En círculos académicos, Max es considerado un niño prodigio, serio, constante, responsable y con un potencial ilimitado —consciente del embarazo de Max, suavizó su tono—. Siento haberme entrometido en tu vida, Max, pero no quería correr riesgos con mi familia.
—Todos lo sentimos —Suzanna le sonrió—. Pero hemos tenido dos meses muy agitados.
—Lo comprendo —y estaba convencido de que no podían saber lo mucho que le molestaba que se le considerara un niño prodigio—. Y si mi perfil académico os tranquiliza, me alegro de que me hayan investigado.
—Hay algo más —continuó Suzanna—. Nada de eso explica qué estabas haciendo en el agua la noche que te encontró Lilah.
Max intentó ordenar sus recuerdos mientras los demás esperaban. Le resultaba fácil volver al pasado. Tan fácil como situarse en la batalla de Bull Run o en la Casa Blanca de Woodrow Wilson.
—Había estado trabajando en esos documentos y se estaba formando una tormenta. Supongo que no soy un buen marinero. Estaba intentando salir a cubierta para tomar aire cuando oí a Caufield hablando con el capitán Hawkins.
Todo lo concisamente que pudo, les contó lo que había oído y cómo se había dado cuenta del lío en el que se había metido.
—No sé lo que pensaba hacer. Por un instante se me ocurrió la loca idea de tomar los papeles, salir del barco y avisar a la policía. No era una idea muy brillante, dadas las circunstancias. En cualquier caso, me atraparon. Caufield tenía una pistola, pero la tormenta estaba de mi lado. Salté por la cubierta y decidí probar suerte en el agua.
—¿Saltaste por la borda en medio de una tormenta? —le preguntó Lilah.
—No fue un gesto muy inteligente.
—Pero sí muy valiente —lo corrigió ella.
—No, si se tiene en cuenta que estaban a punto de dispararme —con el ceño fruncido, Max se frotó la sien.
—La descripción que has hecho de Ellis Caufield no encaja —Amanda tamborileaba los dedos en la mesa mientras pensaba en ello—. Livingston, el hombre que nos robó los papeles, tenía el pelo oscuro y no tendría más de treinta años.
—A lo mejor se tiñó el pelo —Lilah alzó las manos—. No podía venir utilizando el mismo nombre o el mismo aspecto con el que se presentó la otra vez. La policía tenía su descripción.
—Espero que tengas razón —una sonrisa carente de humor curvó los labios de Sloan—. Y también que ese cerdo vuelva para que pueda darle su merecido.
—Para que todos podamos darle su merecido —lo corrigió C. C.—. La pregunta es, ¿qué vamos a hacer ahora?
Empezaron a discutir sobre ello. Trent le decía a su esposa que ella no iba a hacer nada. Amanda le recordó que aquel era un problema de las Calhoun. Sloan le sugirió acaloradamente que ella procurara mantenerse fuera. Coco decidió que había llegado el momento de tomar un brandy y fue ignorada por todos.
—Cree que estoy muerto —murmuró Max, casi para sí—. Así que se siente a salvo. Probablemente todavía esté cerca, quizá incluso en el mismo yate. El Windrider.
—¿Recuerdas cómo era? —Lilah alzó la mano, pidiendo silencio—. ¿Podrías describirlo?
—Con todo lujo de detalles —le dijo Max con una pequeña sonrisa—. Es el primer yate en el que he montado.
—Le entregaremos esa información a la policía —Trent miró alrededor de la mesa y asintió—. Y nosotros mismos haremos algunas averiguaciones. Las damas conocen la isla tan bien como su propia casa. Si está por aquí o por los alrededores, lo encontraremos.
—Estoy deseando hacerlo —Sloan miró a Max y se dejó llevar por su intuición—. ¿Te quedas, Quartermain?
Max pestañeó sorprendido y se descubrió a sí mismo sonriendo.
—Sí, me quedo.
He ido a la casa de Christian. Quizá haya sido arriesgado, podría haberme visto cualquier conocido, pero deseaba terriblemente ver el lugar en el que vive, ver las pequeñas cosas que lo rodean.
Es una casa pequeña, situada cerca del agua, un pequeño edificio de madera con las habitaciones atiborradas de cuadros y olor a trementina. Encima de la cocina, está su estudio. A mí me ha parecido una casa de muñecas, con sus preciosas ventanas y sus altos techos. Unos frondosos árboles dan sombra a la fachada principal de la casa y en la parte trasera hay un pequeño porche en el que nos sentamos a contemplar el agua.
Christian dice que a veces la marea baja tanto que se puede caminar sobre las rocas hasta el claro. Y por la noche, el aire se llena de sonidos. La música de los grillos, el ulular de los búhos, el chapoteo del agua…
Me sentía como en mi propia casa, tan tranquilamente satisfecha como si hubiera pasado allí toda mi vida. Como si lleváramos años viviendo juntos. Cuando se lo he dicho a Christian, se ha acercado a mí y me ha abrazado.
—Te quiero —ha dicho—, quiero que vengas aquí. Necesitaba verte en mi casa, verte entre mis cosas —al apartarse de mí, estaba sonriendo—. Ahora ya siempre te veré aquí. Nunca estaré sin ti.
Quería jurarle que me quedaría a su lado. Dios, las palabras han estado a punto de escapar de mi garganta, solo mi sentido del deber ha conseguido bloquearlas. Desdichado deber. Christian debe haberlo sentido y me ha besado como si quisiera sellar con un beso mis palabras.
Solo estuve una hora con él. Ambos sabíamos que tenía que regresar a mi marido, a mis hijos, a la vida que elegí antes de conocerlo a él. He sentido sus brazos a mi alrededor, he saboreado sus labios, he sentido crecer el deseo dentro de él, un deseo tan vibrante como el mío.
—Te deseo —me oí suspirar sin sentir ninguna vergüenza—. Acaríciame Christian, quiero ser tuya —mi corazón latía a toda velocidad mientras me estrechaba sensualmente contra él—. Haz el amor conmigo, llévame a tu cama.
Christian me abrazaba con tanta fuerza… tan intensamente que apenas podía respirar. Cuando posó las manos en mi rostro, sentí el temblor de sus dedos. Sus ojos parecían negros. Era tanto lo que se podía leer en ellos. Pasión, amor, desesperación, arrepentimiento.
—¿Sabes cuántas veces he soñado con ello? ¿Cuántas noches he permanecido despierto, deseándote? —entonces me soltó y cruzó la habitación hasta llegar a la pared de la que cuelga mi retrato—. Te deseo, Bianca, cada vez que respiro. Y te amo demasiado para tomar lo que no puede ser mío.
—Christian…
—¿Crees que podría dejar que te marcharas si llegara a tocarte? —había enfado en su voz, un enfado intenso y violento—. Odio que nos tengamos que esconder como pecadores para poder pasar juntos una hora tan inocente como si fuéramos niños. Si no tengo la fuerza para apartarme de ti en este momento, entonces tendré que tenerla para evitar que des un paso del que solo podrías arrepentirte.
—¿Cómo voy a arrepentirme nunca de pertenecerte?
—Porque ya perteneces a otro hombre. Y cada vez que vuelves a él, sueño con matarlo con mis propias manos, solo porque él puede mirarte cuando para mí es imposible. Si doy un paso más, ya no tendrías opción. No podrías volver con él, Bianca. No volverías a tu casa, ni a tu vida.
Y yo sabía que era cierto.
Así que lo dejé y volví a casa, a ponerle a Colleen un lazo en el pelo, a perseguir a Ethan, a secar las lágrimas de Sean porque se había hecho una herida en la rodilla. A cenar fríamente junto a mi marido que cada vez me resulta más lejano.
Las palabras de Christian eran ciertas, y era una verdad a la que yo tendría que enfrentarme. Iba a llegar un momento en el que ya no podría seguir viviendo en ambos mundos, en el que debería elegir uno, solo uno.