2

—Pobre hombre.

Coco, espléndida con una vaporosa capa violeta, se acercó a la cama. Mantenía la voz baja y observaba con mirada de águila mientras Lilah vendaba una herida superficial en la sien de su paciente, que continuaba inconsciente.

—¿Qué diablos puede haberle ocurrido?

—Tendremos que esperar para preguntárselo —con dedos delicados, Lilah examinó el pálido rostro de Max.

Debía de tener unos treinta años, imaginó. No estaba moreno, a pesar de que estaban ya a mediados de junio. Era un tipo de puertas adentro, decidió, a pesar de que tenía unos músculos bastante fuertes. Su cuerpo estaba a tono, aunque era un tanto larguirucho… Y su peso le había dado más de un problema cuando había intentado arrastrarlo hasta el coche. Su rostro era delgado y un poco alargado también. Era un intelectual, pensó. La boca era cautivadora. Bastante poética, al igual que su palidez. Aunque en aquel momento tenía los ojos cerrados, sabía que eran azules. Su pelo, ya casi seco, estaba lleno de arena. Lo tenía largo y espeso. Y oscuro y liso, como sus pestañas.

—He llamado al médico —anunció Amanda mientras entraba corriendo al dormitorio. Tamborileó con los dedos los pies de la cama y frunció el ceño mientras miraba al paciente—. Dice que deberíamos llevarlo a urgencias.

Lilah alzó la mirada mientras un relámpago iluminaba la casa y la lluvia azotaba las ventanas.

—No quiero sacarlo a menos que sea necesario.

—Creo que Lilah tiene razón —Suzanna permanecía de pie al otro lado de la cama—. Y también creo que deberías darte un baño caliente y acostarte.

—Pero si estoy bien.

En ese momento, estaba envuelta en una bata y caldeada por una generosa dosis de brandy. En cualquier caso, se sentía demasiado responsable del hombre al que acababa de salvar como para apartarse de su lado.

—Lo que estás es completamente loca —C. C. masajeó el cuello de su hermana mientras la regañaba—. Mira que meterte en el mar en medio de una tormenta.

—Sí, supongo que debería haber dejado que se ahogara —Lilah palmeó la mano de C. C.—. ¿Dónde está Trent?

C. C. suspiró mientras pensaba en su marido.

—Él y Sloan están asegurándose de que la zona en obras está bien protegida. Está lloviendo mucho y les preocupan los daños que pudiera haber causado el agua.

—Creo que deberíamos hacer una sopa —el instinto maternal de Coco se puso en acción mientras volvía a estudiar a su paciente—. Es lo que va a necesitar en cuanto se despierte.

Max ya se estaba despertando, pero todavía estaba un poco atontado. Oía en la distancia el sonido adorable de voces de mujer. Voces bajas, suaves, tranquilizantes. Como si fuera una música que lo arrullaba dentro y fuera del sueño. Cuando volvió la cabeza, Max sintió una delicada caricia femenina en la frente. Abrió lentamente los ojos, todavía irritados por el agua salada del mar. La tenue luz de la habitación le pareció borrosa, entrecerró los ojos e intentó enfocar la mirada.

Había cinco mujeres, advirtió soñador. Cinco estupendos paradigmas de feminidad. A un lado de la cama estaba una mujer rubia, de una belleza poética, observándolo con preocupación. A los pies, una morena alta y elegante, que parecía al mismo tiempo impaciente y compasiva. Otra mujer, mayor que las otras, de cabello cano y regia figura, le sonreía radiante. A su lado, una joven de ojos verdes y pelo azabache, inclinaba la cabeza y sonreía con cierto recelo.

Y después estaba su sirena, sentada a su lado con una bata blanca y su fabulosa melena cayendo en salvajes rizos hasta su cintura. Max debió hacer algún gesto, porque de pronto todas se acercaron, como si quisieran ofrecerle consuelo. La sirena cubrió su mano con la de ella.

—Supongo que esto es el cielo —consiguió decir Max a pesar de la sequedad de su garganta—. Por esto merece la pena morir.

Riendo, Lilah le estrechó los dedos.

—Una bonita idea, pero estás en Maine —le corrigió. Levantó una taza y se la acercó a los labios—. No estás muerto, solo cansado.

—Sopa de pollo —Coco dio un paso adelante y le estiró las sábanas—. ¿No te parece apetecible, querido?

—Sí —imaginar algo caliente deslizándose por su garganta le parecía glorioso. Aunque le dolía al tragar, tomó ávidamente otro sorbo—. ¿Quiénes son ustedes?

—Somos las Calhoun —contestó Amanda desde los pies de la cama—. Bienvenido a Las Torres.

Calhoun. Había algo en aquel apellido que le resultaba familiar, pero era algo que no conseguía retener, como el sueño de ahogarse.

—Lo siento, pero no sé por qué estoy aquí.

—Te trajo Lilah —le explicó C. C.—. Ella…

—Tuviste un accidente —Lilah interrumpió a su hermana y sonrió—. Pero ahora no te preocupes por eso. Deberías descansar.

No era una cuestión de que debiera o no hacerlo. Max ya se sentía a punto de dormirse otra vez.

—Eres Lilah —dijo somnoliento. Mientras se hundía en el sueño, repitió el nombre, encontrándolo suficientemente lírico como para soñar con él.

—¿Cómo está la socorrista esta mañana?

Lilah se apartó de la cocina para mirar a Sloan, el prometido de Amanda. Era tan alto que llenaba todo el marco de la puerta, y tan ostensiblemente varonil, que Lilah no pudo menos que sonreír.

—Supongo que ayer me gané mi primera medalla.

—La próxima vez intenta llevar un salvavidas —después de cruzar la habitación, le dio un beso en la frente—. No nos gustaría perderte.

—Supongo que con meterme en un mar de tormenta una vez en la vida ya es suficiente —con un pequeño suspiro, se inclinó contra él—. Estaba aterrada.

—¿Y qué demonios hacías allí cuando estaba a punto de estallar una tormenta?

—Nada en particular —se encogió de hombros y continuó preparando el té. De momento, prefería mantener en secreto que algo la había impulsado a bajar a la playa.

—¿Ya has averiguado quién es?

—No, todavía no. No llevaba cartera y, como ayer se encontraba tan mal, no quise molestarlo —alzó la mirada y, al advertir la expresión de Sloan, sacudió la cabeza—. Vamos, grandullón, no es peligroso en absoluto. Y si estaba buscando una forma de entrar en la casa para robarnos las esmeraldas, podría haber elegido un método más sencillo que ahogarse.

Sloan no podía menos que mostrarse de acuerdo, pero después de que hubieran disparado a Amanda, no quería correr ningún riesgo.

—Quien quiera que sea, pienso que deberías llevarlo al hospital.

—Deja que sea yo la que me preocupe de ese tipo de cosas —comenzó a colocar los platos y las tazas en una bandeja—. Es una buena persona, Sloan. ¿Confías en mí?

Frunciendo el ceño, Sloan puso la mano sobre la de Lilah antes de que esta pudiera levantar la bandeja.

—¿Vibraciones?

—Absolutamente —con una risa, Lilah se echó la melena hacia atrás—. Y ahora, voy a llevarle al señor X algo de desayunar. ¿Por qué no continúas derribando paredes en el ala oeste?

—Hoy nos toca empezar a levantar alguna —y como confiaba en Lilah, se relajó un poco—. ¿No vas a llegar tarde al trabajo?

—Me he tomado el día libre para hacer de Florence Nightingale —le golpeó la mano que estaba acercando al plato de las tostadas—. Tú ponte a trabajar.

Haciendo equilibrios con la bandeja, abandonó a Sloan y salió al pasillo. El primer piso de Las Torres era un laberinto de habitaciones de techos altísimos y paredes agrietadas. En sus días de esplendor, había sido un lugar de interés turístico, una bien planificada residencia de verano construida por Fergus Calhoun en mil novecientos cuatro. Había sido el símbolo de su estatus, con relucientes paneles de madera en las paredes, los pomos de las puertas de cristal e intrincados frescos.

En ese momento, el techo tenía innumerables goteras, las cañerías se atascaban y el yeso de las paredes no cesaba de desprenderse. Al igual que sus hermanas, Lilah adoraba hasta la última moldura de aquella casa. Había sido su hogar, su único hogar; un lugar que guardaba los recuerdos de los padres que habían perdido quince años atrás.

Al llegar a las escaleras, se detuvo. Amortiguado por la distancia, llegaba hasta ella un incesante martilleo. El ala oeste estaba siendo remozada, algo que estaba pidiendo a gritos. Entre Sloan y Trent, Las Torres recuperarían al menos parte de su antiguo esplendor. A Lilah le encantaba la idea y, pese a ser una mujer que consideraba la siesta como uno de sus pasatiempos favoritos, disfrutaba al oír que otras manos trabajaban.

Max todavía estaba durmiendo cuando Lilah entró en la habitación. Sabía que apenas se había movido en toda la noche porque ella había permanecido un buen rato tumbada a los pies de la cama, negándose a abandonarlo, y había dormido allí, a ratos, hasta el amanecer.

Sin hacer ruido, Lilah dejó la bandeja sobre el escritorio y abrió las puertas de la terraza. Entró un aire cálido y fragante en la habitación. Incapaz de resistirse, salió a la terraza, deseando que aquella brisa la revitalizara. Los rayos del sol centelleaban sobre la hierba húmeda, hacían relucir los pétalos de las peonías, todavía inclinadas por el peso de la lluvia. Las clemátides, con sus enormes capullos azules, trepaban por el enrejado, compitiendo con las rosas.

Desde la balaustrada de la terraza, que apenas le llegaba a la cintura, podía ver el resplandor azul de la bahía y la más verdosa y menos serena superficie del Atlántico. Apenas podía creer que la noche anterior hubiera estado en aquellas mismas aguas, aferrándose a un desconocido para salvarle la vida. Pero los hombros, poco acostumbrados al ejercicio, le dolían lo suficiente como para hacerle revivir aquel momento… Y el terror regresó.

Prefería concentrarse en la mañana, en su generosa laxitud. Convertida en un juguete diminuto por la distancia, una de las embarcaciones turísticas serpenteaba en el agua, repleta de turistas con cámaras y niños emocionados por la posibilidad de que apareciera una ballena.

Era junio y la gente comenzaba a llegar a Bar Harbor para navegar, para tomar el sol, para hacer compras. Agotarían la langosta, consumirían todo tipo de helados y camisetas y rastrearían hasta el último rincón en busca del recuerdo perfecto. Para ellos, Bar Harbor era un lugar de veraneo. Para Lilah, era su hogar.

Observó una goleta de tres mástiles adentrándose en el océano y se permitió soñar un poco antes de regresar al interior de la casa.

Max estaba soñando. Parte de su mente reconocía que era un sueño, pero sentía cómo se le encogían los músculos del estómago y cómo se le aceleraba el pulso. Estaba solo, en medio de un mar oscuro y enfurecido, luchando para mover las piernas y los brazos a través de las olas. Las olas lo arrastraban, lo hundían hasta un mundo negro, sin aire. Los pulmones se le tensaban y sentía en la cabeza los latidos de su corazón.

La desorientación era completa… un mar negro debajo y un cielo no menos oscuro sobre él. Sentía un terrible palpitar en la sien y tenía los brazos y las piernas desesperadamente entumecidos. Se hundía de forma irremediable hasta el fondo del mar. Pero había alguien allí; veía una melena flotando alrededor de una mujer, ciñéndose sobre sus adorables senos, rodeando su torso. Tenía una mirada dulce, unos ojos verdes y misteriosos. Ella dijo su nombre, había alegría en su voz…, y una invitación a la risa. Lentamente y con la gracia de una bailarina, le tendió los brazos y lo abrazó. Max saboreó la sal y el sexo en sus labios cuando aquella sirena los acercó a los suyos.

Max se despertó con un gemido y un serio arrepentimiento. Sentía un dolor crudo y palpitante en el hombro y un dolor afilado en la cabeza. Los pensamientos parecían escapar de su mente. Concentrándose, consiguió encontrar un camino por encima del dolor y enfocar la mirada en un techo altísimo en el que las filigranas de las molduras se entrelazaban con las grietas. Se tensó ligeramente, siendo acusadamente consciente de que le dolía cada uno de los músculos de su cuerpo.

La habitación era enorme… O quizá se lo parecía porque apenas estaba amueblada. Pero qué mobiliario. Había un armario grandísimo, con las puertas intrincadamente talladas. La única silla que había en la habitación era, indudablemente, estilo Luis XV y la polvorienta mesilla de noche era una creación Hepplewhite. El colchón sobre el que descansaba estaba ligeramente combado, pero los pies y el cabecero de la cama eran de estilo georgiano.

Haciendo un considerable esfuerzo para incorporarse sobre el hombro, vio a Lilah asomada a la terraza. La brisa agitaba sus larguísimas hebras de pelo. Max tragó saliva. Por lo menos ya sabía que no era una sirena. Tenía piernas. Dios, claro que tenía piernas… y le llegaban casi hasta los ojos. Llevaba unos pantalones cortos de flores, una camiseta azul claro y una sonrisa radiante en el rostro.

—Así que estás despierto —Lilah se acercó a él y, con el gesto competente de una madre, posó la mano en su frente. Max sintió que se le secaba la boca—. No tienes fiebre. Estás de suerte.

—Sí.

Lilah sonrió abiertamente.

—¿Estás hambriento?

Definitivamente, Max tenía un agujero en el estómago.

—Sí.

Se preguntaba si alguna vez sería capaz de pronunciar algo más que monosílabos delante de ella, y al mismo tiempo, se regañaba a sí mismo por habérsela imaginado desnuda cuando ella había arriesgado la vida para salvarlo.

—Te llamas Lilah.

—Exacto —Lilah se volvió y se inclinó sobre la bandeja—. No estaba segura de que recordaras nada de lo que ocurrió anoche.

El dolor lo envolvía de tal manera que tuvo que apretar los dientes para luchar contra él y contenerlo seriamente para poder decir sin que se le quebrara la voz:

—Recuerdo a cinco mujeres muy hermosas. Pensaba que estaba en el cielo.

Lilah soltó una carcajada, dejó la bandeja a los pies de la cama y se acercó a él para ahuecarle la almohada.

—Eran mis tres hermanas y mi tía. Toma, ¿puedes incorporarte un poco?

Cuando Lilah deslizó la mano por su espalda para ayudarlo, Max se dio cuenta de que estaba desnudo. Completamente.

—Ah…

—No te preocupes. No miraré —rio otra vez, haciéndole sonrojarse—. Tu ropa estaba destrozada… Creo que la camisa es ya una causa perdida. Relájate —le dijo, mientras colocaba la bandeja en su regazo—. Mi cuñado y mi futuro cuñado fueron los que te metieron en la cama.

—Oh —al parecer, había vuelto a los monosílabos.

—Prueba el té —le sugirió Lilah—. Probablemente tragaste un galón de agua salada, así que debes tener la garganta en carne viva —advirtió la intensa concentración de sus ojos y el inmenso dolor que reflejaban—. ¿Te duele la cabeza?

—Muchísimo.

—Ahora mismo vuelvo —lo dejó, dejando tras ella una estela de exótica fragancia.

Max utilizó el tiempo que se quedó a solas para reunir las pocas fuerzas que tenía. Odiaba sentirse débil… una obsesión que conservaba desde la infancia, durante la que había sido un niño enclenque y asmático. Su padre había renunciado disgustado a convertir a su único y decepcionante hijo en una estrella del fútbol. Aunque sabía que era absurdo, cualquier enfermedad le hacía evocar a Max los recuerdos más tristes de su infancia.

Y como Max siempre había considerado su mente más fuerte que su cuerpo, la utilizó en aquel momento para bloquear el dolor.

Minutos después, entró Lilah en la habitación con un bote de aspirinas y otro de agua de Virginia.

—Tómate un par de aspirinas. Cuando termines de desayunar, puedo llevarte al hospital.

—¿Al hospital?

—Podrías querer que te viera un médico.

—No —se tragó las aspirinas—. Creo que no.

—Como quieras —se sentó en la cama para estudiarlo, meciendo perezosamente la pierna.

Jamás en su vida había sido Max tan consciente de la sexualidad de una mujer. De la textura de su piel, de la sutilidad de su tono, de las formas de su cuerpo, de sus ojos, de su boca. Aquel asalto a los sentidos lo dejaba incómodo y desconcertado. Había estado a punto de ahogarse, se recordó a sí mismo. Y en lo único que era capaz de pensar era en poner las manos sobre la mujer que lo había salvado. Que le había salvado la vida, se recordó.

—Todavía no te he dado las gracias.

—Pero imaginaba que lo harías en cuanto pudieras. Prueba esos huevos antes de que se enfríen. Necesitas alimentarte.

Max levantó el tenedor, obediente.

—¿Puedes contarme lo que pasó?

—Solo desde el momento en el que aparecí yo —relajada, se colocó el pelo tras el hombro y se sentó más cómodamente en la cama—. Me fui en coche hasta la playa, en un impulso —dijo, encogiéndose lentamente de hombros—. Había estado viendo cómo se acercaba la tormenta desde la torre.

—¿Desde la torre?

—Sí, aquí en la casa —le explicó—. Y de pronto, sentí la necesidad de bajar a verla hasta el mar. Entonces te vi —con un gesto despreocupado, le apartó un mechón de pelo de la frente—. Tenías problemas, así que decidí intervenir. Y no sé muy bien cómo, pero entre los dos conseguimos llegar a la orilla.

—Lo recuerdo. Me besaste.

Lilah curvó los labios en una sonrisa.

—Decidí que nos lo merecíamos —le acarició delicadamente la mano y la alzó después hasta la herida que se extendía por su hombro—. Te estrellaste contra las rocas. ¿Qué estabas haciendo allí?

—Yo… —cerró los ojos, intentando aclarar su confuso cerebro. El esfuerzo perló de sudor su frente—. No estoy seguro.

—De acuerdo. ¿Por qué no empezamos entonces por tu nombre?

—¿Mi nombre? —abrió los ojos y la miró sin comprender—. ¿No lo sabes?

—Todavía no hemos tenido oportunidad de presentarnos formalmente —le dijo, y le tendió la mano.

—Quartermain —aceptó la mano que le tendía, aliviado al ver que al menos eso lo tenía claro—. Maxwell Quartermain.

—Bebe un poco más de té, Max. El gingseng te vendrá muy bien —tomó el agua de Virginia y comenzó a frotarle delicadamente la herida—. ¿A qué te dedicas?

—Soy, ah, profesor de historia en Cornell —Lilah advirtió el dolor de su hombro e intentó ayudarlo a relajarse.

—Háblame de ti, Maxwell Quartermain —quería que se olvidara del dolor, quería verlo relajarse y dormir otra vez—. ¿De dónde eres?

—Crecí en Indiana —Lilah deslizó los dedos hasta su cuello, intentando destensar sus músculos.

—¿Creciste en una granja?

—No —suspiró al sentir que cedía la tensión, haciendo sonreír a Lilah—. Mis padres tenían un supermercado. Yo solía ayudarlos al salir del colegio y durante los veranos.

—¿Y te gustaba?

Sus ojos parecían cada vez más pesados.

—Estaba bien. Tenía mucho tiempo para estudiar. Siempre tenía la cabeza metida en algún libro y mi padre se enfadaba. No lo comprendía. Hice dos cursos en uno y me fui a Cornell.

—Con una beca —asumió Lilah.

—Ajá. Allí me doctoré —las palabras fluían lenta y pesadamente—. ¿Sabes lo mucho que ha conseguido el ser humano entre mil ochocientos setenta y mil novecientos setenta?

—Ha sido realmente sorprendente.

—Absolutamente —estaba ya a punto de dormirse, persuadido por la voz queda de Lilah y la delicadeza de sus manos—. Me gustaría haber vivido en mil novecientos diez.

—A lo mejor lo hiciste —sonrió, divertida y encantada con él—. Duérmete un rato, Max.

Cuando volvió a despertarse, estaba solo. Pero tenía una docena de dolores palpitantes haciéndole compañía. Advirtió que Lilah le había dejado las aspirinas y una botella de agua en la mesilla de noche y, agradecido, se tomó dos pastillas.

Cuando el pequeño coro de dolores lo agotó, se tumbó de nuevo, intentando recobrar el ritmo normal de la respiración. La luz del sol era intensa, y se extendía por la habitación a través de las puertas de la terraza, que también dejaban pasar la brisa fresca del mar. Había perdido el sentido del tiempo, y aunque le tentaba tumbarse y cerrar los ojos otra vez, necesitaba intentar recuperar el control.

Quizá Lilah le había leído el pensamiento, pensó al ver sus pantalones junto a una camisa pulcramente doblada a los pies de la cama. Se levantó penosamente, como un anciano de huesos quebradizos y músculos doloridos. Su cuerpo cantaba una melodía de dolores mientras tomaba la ropa y se asomaba a una puerta lateral. Vio una vieja bañera con patas y una ducha de cromo que contempló con placer.

Las tuberías hicieron un ruido sordo cuando abrió la ducha, y también sus músculos parecieron lamentarse al sentir el agua rozando su piel. Pero diez minutos después, casi se sentía vivo.

No le resultó fácil secarse. Hasta la más simple de las tareas hacía quejarse a sus miembros. Sin estar muy seguro de lo que lo esperaba, quitó el vapor del espejo para estudiar su rostro.

Bajo la sutil sombra de la barba, su piel estaba pálida y demacrada. Por debajo del vendaje de la sien, asomaba una herida. Max ya sabía que había muchas otras heridas en el resto de su cuerpo. Y como resultado del agua salada, sus ojos eran una patriótica mezcla de rojo, blanco y azul. Aunque nunca se había considerado un hombre vanidoso, su aspecto nunca le había hecho sentirse orgulloso, volvió a mirarse en el espejo.

Haciendo muecas, gimiendo, y soltando toda clase de juramentos, consiguió vestirse.

La camisa le quedaba bastante bien. Mejor, de hecho, que muchas de las que él tenía. Ir de compras lo aterraba, los dependientes lo intimidaban con sus radiantes e impacientes sonrisas. La mayor parte de sus compras las hacía por catálogo y se quedaba siempre con lo que le enviaban.

Bajó la mirada hacia sus pies desnudos y admitió que tendría que ir, y pronto, a comprarse unos zapatos.

Moviéndose lentamente, salió a la terraza. El sol le escocía en los ojos, pero sentía la brisa, aquel aire húmedo, como una bendición del cielo. Y la vista… Por un momento, solo fue capaz de detenerse y mirar… apenas respiraba siquiera. Agua, rocas y flores. Era como estar en la cima del mundo y al mirar hacia abajo descubrir una franja perfecta del planeta. Los colores eran vibrantes, zafiro, esmeralda, el rojo rubí de las rosas, el prístino blanco de las velas preñadas por el viento. No se oía nada, salvo el rumor del mar y, de vez en cuando, el distante y musical tañido de una boya. Podía apreciar la fragancia de las flores del verano y el olor penetrante del océano.

Aferrándose a la balaustrada de la terraza, comenzó a caminar. No sabía qué dirección tomar, así que caminó sin norte y no sin esfuerzo. En una ocasión, el mareo lo obligó a detenerse, cerró los ojos, respiró y consiguió superarlo.

Cuando llegó a un tramo de escaleras, decidió subirlas. Las piernas le temblaban y podía sentir que la fatiga lo acosaba. Pero el orgullo y la curiosidad lo ayudaron a continuar.

La casa estaba construida en granito. Una sobria y robusta piedra que no tenía nada que ver con la fantasía de la arquitectura. Max tenía la sensación de estar explorando la circunferencia de un castillo, algún obstinado baluarte de la historia que había decidido instalarse en aquellos acantilados y permanecer allí durante generaciones.

Entonces oyó el anacrónico zumbido de una herramienta mecánica y el juramento de un hombre. Caminó un poco más y reconoció los ruidos de una construcción en progreso, el golpe seco del martillo sobre la madera, la música procedente de un aparato de radio, el torbellino de una taladradora. Cuando se encontró el camino bloqueado por unos viejos maderos cubiertos por una lona, supo que había descubierto la fuente de aquellos ruidos.

Un hombre salió a otra de las terrazas de la casa. Tenía el pelo rubio rojizo, enmarcando un rostro bronceado. Al ver a Max, se metió los pulgares en los bolsillos.

—Veo que te has levantado y estás dando una vuelta por los alrededores.

—Más o menos.

Aquel tipo tenía el aspecto de haber sido coceado por todo un equipo de mulas, pensó Sloan. Tenía el rostro mortalmente blanco, los ojos enrojecidos y la piel le sudaba por el esfuerzo de mantenerse en pie. El único motivo por el que no caía al suelo era por pura cabezonería. Eso le hizo contemplarlo con recelo.

—Me llamo Sloan O’Riley —le dijo, y le tendió la mano.

—Maxwel Quartermain.

—Sí, ya me lo han comentado. Lilah dice que eres profesor de historia. ¿Estabas de vacaciones?

—No —Max frunció el ceño—. Creo que no.

No fue una forma de evadirse lo que Sloan vio en sus ojos, sino estupefacción mezclada con frustración.

—Supongo que todavía estás un poco afectado por lo ocurrido.

—Supongo que sí —con aire ausente, se llevó la mano al vendaje de la sien—. Estaba en un yate —musitó, mientras se esforzaba en visualizarlo—. Trabajando —¿pero en qué?—. El mar estaba muy agitado. Yo quería salir a cubierta, para tomar aire —se veía a sí mismo aferrado a la barandilla de cubierta. Aterrado—. Creo que me caí. —¿Saltó? ¿Lo tiraron?—. Debí caerme por la borda.

—Es extraño que nadie lo haya denunciado.

—Sloan, déjalo en paz. ¿Acaso tiene aspecto de ser un ladrón de joyas? —Lilah subió a grandes y lentas zancadas los escalones, con un perrillo negro a los pies. El perro corrió hacia Sloan, se enderezó e intentó sujetarse con las patas en sus vaqueros.

—Me preguntaba adónde habrías ido —continuó Lilah. Lo tomó por la barbilla para examinar su rostro—. Parece que estás un poco mejor —decidió, mientras el cachorro comenzaba a olfatear los pies descalzos de Max—. Este es Fred —le dijo—. Solo muerde a los delincuentes.

—Oh, estupendo.

—Y como tú acabas de contar con su aprobación, ¿por qué no descansas un poco más? Puedes sentarte al sol y comer algo.

Max comprendió que no había nada que le apeteciera más y se dejó conducir por Lilah.

—¿Esta es tu casa?

—Mi único y verdadero hogar. Mi bisabuelo la mandó construir en los años veinte. Cuidado con Fred —el cachorro se tambaleó, cayó entre ambos y gimió. Max, que se sentía tan torpe como él, lo compadeció al instante—. Estamos pensando en enseñarle a bailar —comentó Lila mientras el perro intentaba levantarse. Al advertir la palidez de Max, le palmeó la mejilla—. Creo que deberías tomar un poco más de la sopa de tía Coco.

Lo hizo sentarse y no apartó la mirada de él mientras comía. Normalmente, sus instintos protectores estaban reservados a la familia o a pequeños pájaros heridos. Pero había algo en aquel hombre que la conmovía. Parecía tan fuera de su elemento, pensó. Y tan indefenso.

Algo ocurría detrás de aquellos enormes ojos azules, reflexionó. Algo que iba más allá del cansancio. Casi podía ver el esfuerzo mental que estaba haciendo para organizar sus pensamientos.

Max empezaba a pensar que la sopa le había salvado la vida al menos tanto como la propia Lilah. La sentía deslizarse cálida y vigorizante por su cuerpo.

—Me caí de un yate —dijo bruscamente.

—Eso puede explicar lo que te ocurrió.

—Pero no sé lo que estaba haciendo en ese yate, exactamente.

Lilah, sentada a su lado en un silla, levantó una pierna para colocarse en la posición del loto.

—¿Estabas de vacaciones?

—No —frunció el ceño—, yo nunca tengo vacaciones.

—¿Por qué no? —estiró la mano para tomar una de las galletas saladas que había en el plato de Max. Llevaba un trío de anillos en la mano.

—Trabajo.

—Pero en verano no hay clases —repuso Lilah, estirándose con pereza.

—Siempre hay cursos. Pero… —había algo que golpeaba ligeramente su cerebro, como si estuviera provocándolo—, este verano iba a hacer algo distinto. Tenía un proyecto de investigación. Y pensaba empezar a escribir un libro.

—¿Un libro? ¿De verdad? —saboreaba la galleta como si estuviera cubierta de caviar. Max no pudo menos que admirar aquel sensual y básico disfrute—. ¿Qué tipo de libro?

Sus preguntas lo hicieron retroceder. Nunca le había hablado a nadie de su proyecto. Ninguno de sus conocidos habría creído nunca que el perseverante y aburrido Quartermain soñara con convertirse en novelista.

—Solo es algo en lo que llevo pensando algún tiempo, pero me surgió la oportunidad de trabajar en ese proyecto… en la historia de una familia.

—Bueno, supongo que eso es algo que encaja con una persona como tú. Yo era una estudiante terrible. Muy perezosa —dijo con una sonrisa en la mirada—. Me cuesta imaginarme a alguien que quiera pasarse la vida dentro de un aula. ¿A ti te gusta?

No era cuestión de que le gustara o no. Sencillamente, era lo que hacía.

—Se me da bien —sí, advirtió, se le daba bien. Sus alumnos aprendían, unos más que otros. La gente asistía a sus conferencias y estas eran bien recibidas.

—No es lo mismo. ¿Puedo verte la mano?

—¿La qué?

—La mano —repitió.

Lilah le tomó la mano y se la volvió para estudiar su palma.

—¿Qué haces?

Durante un loco instante, Max pensó que se iba a llevar su mano a los labios.

—Leerte la mano. Eres más inteligente que intuitivo. O quizá confías más en tu cerebro que en tu intuición.

Max clavó la mirada en la cabeza inclinada de Lilah y soltó una risa nerviosa.

—No creerás en ese tipo de cosas, ¿verdad? Como en la capacidad de leer el destino en las manos.

—Claro que sí… Pero no son las líneas las que se interpretan, sino lo que se siente —alzó la mirada hacia él con una sonrisa que era a la vez lánguida y eléctrica—. Tienes unas manos muy bonitas. Mira —deslizó un dedo por la palma de la mano de Max, haciendo que este tragara saliva—. Tienes una larga vida por delante, ¿pero ves esta ruptura? Muestra una experiencia cercana a la muerte.

—Te lo estás inventando.

—Está en tu mano —le recordó—. Tienes una gran imaginación. Creo que podrás escribir ese libro… Pero tendrás que trabajarte la confianza en ti mismo.

Alzó la mirada nuevamente y lo estudió con expresión compasiva.

—¿Tuviste una infancia difícil?

—Sí… No —avergonzado, se aclaró la garganta—. Imagino que no más que la de otros.

Lilah arqueó una ceja, pero lo dejó pasar.

—Bueno, ahora ya eres un chico grande —con la naturalidad que la caracterizaba, se echó el pelo hacia atrás y estudió nuevamente su mano—. Sí, mira, esto representa tu trabajo y esta es una rama que se desvía. Profesionalmente las cosas han sido muy fáciles para ti, te has marcado un sendero muy cómodo, pero esta otra línea se cruza con tu vida actual. Podría ser el esfuerzo de la literatura. Tendrás que elegir.

—Realmente no creo que…

—Claro que sí. Has estado pensando en ello durante años. Y aquí está el Monte de Venus. Eres un hombre muy sensual —lo miró a los ojos—. Y un amante muy cuidadoso.

Max no podía apartar la mirada de su boca. Era una boca llena, sin pintar, que se curvaba tentadoramente en una sonrisa. Besarla habría sido como hundirse en un sueño, en un sueño erótico y oscuro. Si un hombre sobrevivía a un sueño como aquel, terminaría rezando para no despertar nunca.

Lilah sentía que algo avanzaba sigilosamente por encima de su diversión. Algo inesperado y excitante. Era la forma en la que Max la miraba. Con aquella concentración tan absoluta. Como si ella fuera la única mujer sobre la tierra, o al menos la única que importaba.

No podía haber una mujer en el mundo que no sintiera como se debilitaban sus defensas bajo aquella mirada.

Por primera vez en su vida, se sentía a punto de perder el equilibrio por un hombre. Lilah estaba acostumbrada a tener el control, a marcar el tono de sus relaciones con su abierta naturalidad. Desde que había comprendido que los hombres y las mujeres eran diferentes, había utilizado el poder con el que había nacido para guiar a los representantes del sexo opuesto por el camino que ella misma elegía.

Pero Max estaba consiguiendo confundirla con solo una mirada.

Esforzándose para recuperar el tono abierto y desenfadado que normalmente le era tan fácil, comenzó a soltar la mano de Max. Este la sorprendió, y se sorprendió, aferrándose a ella con fuerza.

—Eres —dijo lentamente—, la mujer más hermosa que he visto nunca.

Era una frase muy poco original, trillada incluso. Y no debería haber hecho que le diera un vuelco el corazón. Lilah se rio de sí misma mientras se apartaba.

—¿No sales mucho, verdad profesor?

Lilah advirtió un fogonazo de enfado en su mirada antes de que volviera a sentarse. Estaba tan furioso consigo mismo como con ella. Él nunca había sido un Casanova. Y tampoco le habían puesto nunca de aquella manera en su lugar.

—No, pero en realidad era una simple declaración. Ahora supongo que debería ponerte una moneda de plata en la mano, pero acabo de quedarme sin blanca.

—La lectura de mano corre a cargo de la casa —arrepintiéndose de haber sido tan brusca, le sonrió otra vez—. Cuando te encuentres mejor, te llevaré a dar una vuelta por la torre encantada.

—Estoy deseándolo.

La sequedad de su respuesta la hizo reír a carcajadas.

—Tengo una sensación sobre ti, Max. Creo que serías mucho más divertido si te olvidaras de ser tan intenso y pensativo. Ahora me iré un rato al piso de abajo para que tengas un poco de tranquilidad. Sé un buen chico y descansa un poco.

Max podía estar débil, pero no era ningún niño. Se levantó cuando Lilah lo hizo. Aunque aquel movimiento la sorprendió, Lilah le dirigió una de sus lentas y lánguidas sonrisas. El color había vuelto a su rostro, advirtió. Tenía los ojos más claros y, como era solo unos centímetros más alto que ella, los veía al mismo nivel que los suyos.

—¿Puedo hacer algo más por ti, Max?

—Solo respóndeme una pregunta. ¿Tienes relaciones con alguien?

Lilah lo miró arqueando una ceja, al tiempo que se apartaba un mechón de pelo de la cara.

—¿En qué sentido?

—Es una pregunta muy sencilla, Lilah, y se merece una respuesta igualmente sencilla.

Su tono regañón hizo que Lilah lo mirara con el ceño fruncido.

—Si te refieres a si tengo relaciones sexuales o sentimentales con alguien, la respuesta es no. En este momento.

—Bien —la vaga irritación que vio en sus ojos lo complació. Quería una respuesta y la había conseguido.

—Mira, profesor, yo te saqué del agua. Y me pareces un hombre demasiado inteligente como para confundir la gratitud con otro tipo de sentimientos.

En aquella ocasión fue él el que sonrió.

—¿Para confundirla con qué tipo de sentimientos?

—Por ejemplo, con la lujuria.

—Tienes razón. Conozco la diferencia… sobre todo cuando siento las dos cosas al mismo tiempo.

Sus propias palabras lo sorprendieron. Quizá aquella experiencia tan cercana a la muerte había sacudido su cerebro. Por un momento, Lilah pareció estar a punto de abofetearlo. Después, brusca y maravillosamente, se echó a reír.

—Supongo que es otra sencilla declaración. Eres un hombre interesante, Max.

Y, se dijo a sí misma mientras se llevaba la bandeja, inofensivo.

O al menos eso esperaba.