12

No la perdió en ningún momento de vista. Aunque habían transmitido a las autoridades la descripción de Caufield, Max no quería correr riesgos. Para cuando el día terminó, sabía más sobre el régimen de mareas de la zona de lo que quería y era capaz de reconocer las diferentes clases de musgo de las rocas, aunque todavía arrugaba la nariz cuando Lilah comentaba que con el musgo se hacía un helado excelente.

Pero no habían encontrado ni rastro de Caufield.

Por si había alguna posibilidad de que no hubiera mentido cuando había dicho que estaba acampado en el parque, la policía había rastreado la zona, pero no habían encontrado nada.

Nadie había visto a un hombre barbudo observando aquella infructuosa búsqueda tras sus gafas de sol. Y nadie vio tampoco la cólera que reflejaron sus ojos cuando comprendió que lo habían descubierto.

Mientras conducían hacia casa, Lilah se deshacía la trenza.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó a Max.

—No.

Lilah hundió las manos bajo su pelo para dejar que el viento la refrescara.

—Pues deberías, aunque has sido muy amable al preocuparte por mí.

—Esto no tiene nada que ver con la amabilidad.

—Creo que estás un poco desilusionado porque no habéis podido tener un combate cuerpo a cuerpo.

—Quizá.

—De acuerdo —se inclinó hacia él y le mordisqueó la oreja—. ¿Quieres pelea?

—Esto no es ninguna broma —musitó Max—. Y no voy a sentirme bien hasta que lo hayan atrapado.

Lilah se removió en su asiento.

—Si tiene un ápice de sentido común, renunciará y se irá. Nosotros vivimos en Las Torres y no hemos hecho muchos progresos.

—Eso no es cierto. Hemos verificado la existencia de las esmeraldas. Hemos encontrado una fotografía de ellas. Hemos localizado a la señora Tobías y tenemos un testigo de lo que ocurrió el día anterior a la muerte de Bianca. Y hemos identificado a Christian.

—¿Que hemos qué? —Lilah se enderezó al instante—. ¿Cuándo hemos identificado a Christian?

Max hizo una mueca mientras la miraba.

—Se me había olvidado decírtelo. No me mires así. Primero, invade tu casa tu tía abuela y comienza a causar problemas a toda la familia. Después me hablas de ese hombre del parque. Creía que te lo había dicho.

Lilah inspiró y exhaló intentando no perder la paciencia.

—¿Y por qué no me lo cuentas ahora?

—Lo descubrí ayer, en la biblioteca —comenzó a contarle y completó su explicación sobre lo que había encontrado.

—Christian Bradford —dijo Lilah en voz alta, intentando ver cómo sonaba el nombre—. Me resulta familiar. Me pregunto si alguna vez habré visto alguno de sus cuadros. Supongo que no sería extraño, puesto que vivió y murió en esta zona.

—¿No lo estudiaste en el instituto?

—En el instituto yo no estudiaba nada, a menos que me gustara. No iba demasiado bien en clase y para mí la pintura ha sido más una afición que otra cosa. No quería trabajar como pintora porque me gustaba disfrutar de la pintura. Y siempre he querido ser naturalista.

—¿Una ambición? —Max sonrió—. Lilah, estás arruinando tu imagen.

—Bueno, ha sido la única. Todo el mundo tiene derecho a tener alguna. Bradford, Bradford —repitió—. Juraría que me suena —cerró los ojos y volvió a abrirlos cuando llegaron a Las Torres—. ¡Ya lo tengo! Conocimos a un Bradford. Creció en la isla. Holt, Holt Bradford. Era un chico sombrío, malhumorado. Tenía algunos años más que yo. Probablemente ahora tenga treinta. Se fue de aquí hace diez o doce años, pero me parece haber oído que ha vuelto. Tiene una casa en el pueblo. Dios mío, Max, si es el nieto de Christian, quizá sea la misma casa.

—No adelantemos acontecimientos. Es preferible ir paso a paso.

—Si estás buscando una pista más razonable, hablaré con Suzanna. Ella lo conocía un poco mejor. Recuerdo que lo tiró de su motocicleta el día que le dieron el carné de conducir.

—No lo tiré de la motocicleta —negó Suzanna, y hundió su dolorido cuerpo en el agua cálida y fragante de la bañera—. Se cayó de la moto porque no fue capaz de girar. Yo iba por mi carril.

—Eso es igual —Lilah se sentó en el borde de la bañera—. ¿Qué sabemos de él?

—Tenía un carácter terrible. Aquel día pensé que iba a matarme. Pero no se habría hecho un solo rasguño si hubiera llevado casco.

—Me refería a su pasado, no a su carácter.

Suzanna miró a su hermana con cansancio. Normalmente, la bañera era el único lugar en el que encontraba un poco de paz e intimidad. Y, de pronto, hasta ese rincón había sido invadido.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Te lo diré después. Vamos, Suze.

—De acuerdo, déjame pensar. En el instituto, iba tres o cuatro cursos por delante de mí. La mayor parte de las chicas estaban locas por él porque les parecía peligroso. Su madre era muy amable.

—Lo recuerdo —murmuró Lilah—. Vino a vernos después…

—Sí, después de que mamá y papá murieran. Hacía artesanía. Le hizo algunas piezas preciosas a mamá. Creo que todavía tenemos algunas. Y su marido era pescador de langosta. Se perdió en el mar cuando éramos adolescentes. Aunque de eso no tengo muchos recuerdos.

—¿Alguna vez hablaste con él?

—¿Con Holt? La verdad es que no. Siempre estaba de mal humor, mirando con rabia a los demás. Cuando tuvimos ese pequeño accidente, me dirigió toda clase de insultos. Después se fue a vivir a otro lugar, a Portland me parece. Recuerdo que la señora Marsley me comentó algo sobre él el otro día, cuando le vendí unas rosas trepadoras. Al parecer llegó a ser policía, pero tuvo un pequeño incidente y renunció.

—¿Qué clase de incidente?

—No lo sé. En cuanto la señora Portland me empieza hablar, desconecto. Creo que ahora se dedica a arreglar barcos o algo así.

—¿Nunca habló de su familia contigo?

—¿Por qué diablos iba a hablarme de su familia? ¿Y por qué de pronto te importa tanto?

—Porque el apellido de Christian era Bradford y tenía una casa en la isla.

—Oh —Suzanna dejó escapar un largo suspiro mientras asimilaba aquella información—. Vaya una casualidad.

Lilah dejó a su hermana enjabonándose y fue a buscar a Max. Antes de que hubiera llegado a su habitación, Coco la abordó.

—Oh, estás aquí.

—Cariño, pareces agotada —Lilah le dio un beso en la mejilla.

—¿Y cómo no voy a estarlo? Esa mujer… —Coco tomó aire, intentando tranquilizarse—. Todas las mañanas hago veinte minutos de yoga para poder soportarlo mejor. Sé buena y llévale esto.

—¿Qué es?

—El menú de esta noche —respondió Coco entre dientes—. Insiste en actuar como si esto fuera un crucero.

—Mientras no tengamos que montarle un casino…

—Oh, ¿ya te ha dado Max la nueva noticia?

—Ah, sí, pero con retraso.

—¿Y ha tomado alguna decisión? Sé que es una oportunidad maravillosa, pero odio pensar que tenga que irse tan pronto.

—¿Irse?

—Si acepta ese puesto, tendrá que volver a Cornell la semana que viene. Pensaba echar las cartas anoche, pero estando en casa tía Colleen, me resulta imposible concentrarme.

—¿De qué puesto hablas, tía Coco?

—De la dirección del departamento de historia —miró a Lilah desconcertada—. Pensaba que te lo había dicho.

—Estaba pensando en otra cosa —tuvo que hacer un serio esfuerzo para hablar con naturalidad—. ¿Así que va a irse dentro de unos días?

—Eso tendrá que decidirlo él —Coco tomó a Lilah por la barbilla—. Bueno, tendréis que decidirlo entre los dos.

—Creo que Max ha elegido no darme oportunidad de decidir nada —fijó la mirada en el menú hasta que las lágrimas le impidieron ver las letras—. Es una oportunidad magnífica. Estoy segura de que querrá aprovecharla.

—En la vida surgen muchas posibilidades.

Lilah sacudió la cabeza.

—No voy a hacer nada para desanimarlo o para impedirle hacer algo que desee. Si lo quiero, no puedo hacerle algo así. Así que será él el que tendrá que tomar una decisión.

—¿Qué es todo ese parloteo? —gritó Colleen desde su habitación, golpeando con el bastón en el suelo.

—Me gustaría agarrar ese bastón y…

—Más yoga —le sugirió Lilah, forzando una sonrisa—. Yo me encargaré de ella.

—Buena suerte.

—Estabas gritando, tía —dijo Lilah mientras cruzaba la puerta.

—No has llamado a la puerta.

—No, no he llamado. El menú de esta noche, señorita Calhoun. Espero que lo encuentre de su agrado.

—Mocosa —Colleen dejó el papel a un lado y miró a su sobrina con el ceño fruncido—. ¿Qué te pasa, pequeña? Estás blanca como un fantasma.

—La piel blanca es una peculiaridad de la familia. Es la herencia irlandesa.

—Y el genio es otra —había visto esa mirada otras veces, pensó. Dolor, confusión. Pero entonces era solo una niña, incapaz de comprenderla—. Así que tienes problemas con ese joven.

—¿Por qué dices eso?

—Que no me haya atado nunca a un hombre no quiere decir que no sepa muchas cosas de ellos. En mi época yo también coqueteaba.

—Coquetear —aquella vez, la sonrisa asomó fácilmente a sus labios—. Una bonita palabra. Supongo que algunas de nosotras tenemos que coquetear durante toda la vida —deslizó un dedo por uno de los postes de la cama—. Al igual que hay algunas mujeres a las que los hombres desean, pero de las que nunca se enamoran.

—Estás parloteando.

—No, estoy intentando ser realista. Normalmente no lo soy.

—Ser realista es un duro consuelo.

Lilah arqueó la ceja.

—Oh, Dios mío. Me temo que me parezco más a ti de lo que pensaba. Qué idea tan aterradora.

Colleen disimuló una risa.

—Sal de aquí. Me das dolor de cabeza —dijo, y añadió cuando Lilah estaba ya en la puerta—. Ningún hombre capaz de poner esa mirada en tus ojos merece la pena.

Lilah soltó una corta carcajada.

—Tía, tienes toda la razón.

Lilah fue a la habitación de Max, pero no lo encontró allí. Así que tendría que decidir si ir a buscarlo para hablar abiertamente de sus planes o debía esperar a que se los comunicara él mismo. Al final, decidió dejarse llevar por su intuición. Acarició con aire ausente la camiseta que Max había dejado a los pies de la cama. Era aquella tonta camiseta que le había hecho comprarse el día que habían ido de compras. La camiseta y los recuerdos la hicieron sonreír. La dejó a un lado y se acercó a su escritorio.

Tenía varias pilas de libros. Gruesos volúmenes de la Primera Guerra Mundial, una historia de Maine, y un ensayo sobre la Revolución Industrial. Arqueó una ceja al ver un libro de la moda de mil novecientos. Max también conservaba uno de los folletos del parque natural en el que aparecía un detallado mapa de la isla.

En otra pila había libros de arte. Lilah tomó uno de ellos y lo abrió en la página que Max había dejado marcada. Y sintió una fuerte emoción al leer el nombre de Christian Bradford. Se sentó en la silla que había delante de la máquina de escribir y leyó dos veces la biografía.

Fascinada, emocionada, dejó el libro para buscar otro. Fue entonces cuando se fijó en aquellas páginas mecanografiadas y pulcramente amontonadas. Más informes, pensó con una débil sonrisa. Y pensó en el cuidado con el que Max había transcrito la entrevista con Millie Tobías.

Desde lo alto de la torre, se enfrentaba al mar…

Con curiosidad, y sentándose más cómodamente, continuó leyendo. Estaba a mitad del segundo capítulo cuando Max entró. Las emociones de Lilah eran tan violentas que tardó algunos segundos en poder hablar.

—Tu novela. Has empezado tu novela.

—Sí —se metió las manos en los bolsillos—. Estaba buscándote.

—Es Bianca, ¿verdad? —Lilah dejó la página que estaba leyendo—. Laura… es Bianca.

—En parte.

Max no podría haberle explicado cómo se sentía al saber que acababa de leer sus palabras, palabras que no hacía mucho habían brotado directamente de su cabeza y de su corazón.

—La has ambientado aquí, en la isla.

—Me ha parecido adecuado —no se acercaba a ella, ni siquiera sonreía. Permanecía cerca de la puerta, con aspecto de sentirse incómodo.

—Lo siento —fue una disculpa tan tensa como exageradamente educada—. No debería haberla leído sin pedirte permiso, pero me ha llamado la atención y…

—No pasa nada —sin sacar las manos de los bolsillos, se encogió de hombros. A Lilah le había parecido aborrecible la novela, pensó—. No importa.

—¿Por qué no me lo has contado?

—No había nada que contar. Solo llevo cincuenta páginas, son muy malas. Pensé que…

—Es maravillosa.

Luchó para dominar el dolor mientras se levantaba.

—Es maravillosa —repitió, y descubrió que el dolor se transformaba rápidamente en enfado—. Y creo que tienes capacidad suficiente para saberlo. Has leído miles de libros en tu vida y sabes distinguir un buen libro de uno malo. Si no quieres compartir tu novela conmigo, eso es problema tuyo.

Todavía estupefacto, Max sacudió la cabeza.

—No era eso lo que…

—¿Qué era entonces? ¿Soy suficientemente importante para compartir tu cama, pero no para participar de ninguna de las decisiones más importantes de tu vida?

—No seas ridícula.

—Estupendo —dejándose envolver por la furia, se echó el pelo hacia atrás—. Pues sí, quiero ser ridícula. Todo lo ridícula que al parecer llevo siendo algún tiempo.

Las lágrimas se agolpaban en su voz, confundiendo e irritando a Max al mismo tiempo.

—¿Por qué no nos sentamos y me cuentas a qué viene todo esto?

Lilah continuó dejándose llevar por su intuición y empujó una silla hacia él.

—Adelante, siéntate. Pero creo que no hay nada de lo que hablar. Empezaste tu novela, pero no te pareció necesario mencionarlo. Te han ofrecido un ascenso, pero tampoco has considerado importante comentarlo. Tú tienes tu vida, profesor, y yo tengo la mía. Eso es lo que dijimos desde el principio. Ha sido solo cuestión de mala suerte que al final yo me haya enamorado de ti.

—Si solo… —asimiló entonces las últimas palabras de Lilah; unas palabras que lo aturdían, asombraban y deleitaban al mismo tiempo—. Dios mío, Lilah —corrió hacia delante, pero ella lo detuvo con ambas manos.

—¡No me toques! —le advirtió con tanta fiereza que Max se detuvo desconcertado.

—¿Qué esperas entonces que haga?

—No espero nada. Y si hubiera sido capaz de no esperar nada desde el principio, no habrías podido hacerme ningún daño. Como no ha sido así, el problema es mío. Y ahora, si me perdonas…

Max la agarró del brazo antes de que hubiera alcanzado la puerta.

—No puedes dejar las cosas así. No puedes decirme que estás enamorada de mí e irte después como si tal cosa.

—Puedo hacer exactamente lo que quiera —con una mirada glacial, se liberó de su brazo—. No tengo nada más que decirte, y ahora mismo tampoco tú puedes decir nada que me apetezca oír.

Salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.

Horas después, permanecía en su cuarto, maldiciéndose por haber perdido el orgullo y la paciencia tan completamente. Lo único que había conseguido había sido ponerse en una situación tan embarazosa para ella como para Max y un terrible dolor de cabeza.

Se había rebajado delante de Max, lo cual había sido una estupidez. Después lo había presionado, lo cual había sido una segunda estupidez. Y había echado a perder cualquier posibilidad de ir haciendo poco a poco que se enamorara de ella porque le había pedido cosas que él no estaba dispuesto a darle. Y, muy probablemente, había destrozado una amistad que había sido muy importante para ella.

No había ninguna posible disculpa. Por triste que se sintiera, no podía pedir perdón por haber dicho la verdad. Y tampoco podía decir que sentía haberse enamorado.

Inquieta, se asomó a la terraza. No había nubes que cubrieran la luna. El viento las hacía rodar por el cielo, de manera que la luz temblaba un momento y al siguiente se estabilizaba. El calor del día no había cesado; la noche era casi bochornosa. Sobre la negra alfombra de la hierba, danzaban las luciérnagas como chispas de un fuego recién extinguido.

Retumbó un trueno en la distancia, pero no se apreciaba la fragancia refrescante de la lluvia. La tormenta estaba sobre el mar y, aunque el viento caprichoso la empujara hasta tierra, pasarían horas hasta que consiguiera mitigar aquel brumoso calor. Lilah, envuelta en el olor cálido y pesado de las flores, miró hacia el jardín. Estaba tan concentrada en sus pensamientos que no fue consciente de que lo que estaba viendo era la luz de una linterna hasta un minuto después de que sus ojos la hubieran percibido.

Otra vez no, pensó. Estaba tan deprimida que estuvo a punto de dejar que aquel buscador de tesoros aficionado disfrutara su ilusión. Pero Suzanna había trabajado mucho en aquel jardín para dejar que cualquier idiota con un mapa lo destrozara. Y, en cualquier caso, al menos echar a un intruso era algo constructivo.

Bajó lentamente los escalones hasta llegar al jardín en penumbra. Era muy sencillo seguir aquel haz de luz. Mientras caminaba hacia él, Lilah se debatía entre usar la maldición de los Calhoun o anunciar la próxima llegada de la policía. Ambas eran formas bastante efectivas de deshacerse de intrusos. Y en cualquier otro momento, la perspectiva la habría divertido.

Cuando la luz pestañeó, se detuvo y frunció el ceño, intentando escuchar. Solo se oía el sonido de su propia respiración. No se movía una sola hoja. Ningún pájaro cantaba entre los arbustos. Se encogió de hombros y continuó caminando. A lo mejor la habían oído y habían emprendido ya la retirada, pero quería asegurarse.

En la oscuridad, estuvo a punto de caerse sobre un montón de tierra. Toda posible diversión se desvaneció cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad y vio el destrozo que habían causado en el precioso lecho de dalias de Suzanna.

—Canallas —musitó, y pateó un montón de tierra—. ¿Qué demonios os creéis, estúpidos? —con un pequeño gemido, se inclinó para levantar uno de los capullos. Estaba cerrando los dedos sobre él cuando alguien le tapó la boca.

—No hagas ningún ruido —le susurró una voz al oído.

En cuanto reaccionó, Lilah comenzó a retorcerse, pero se quedó petrificada al sentir la punta de un cuchillo en el cuello.

—Haz exactamente lo que te diga y no te haré daño. Intenta gritar, y te rebanaré la garganta, ¿entendido?

Lilah asintió y dejó escapar un largo y cuidadoso suspiro cuando él apartó la mano de su boca. Habría sido una tontería preguntarle que qué quería. Conocía de antemano la respuesta. Pero aquella no era una excursión turística ni una broma divertida para la media noche.

—Está perdiendo el tiempo. Las esmeraldas no están aquí.

—No intentes jugar conmigo. Tengo el mapa.

Lilah cerró los ojos y reprimió una histérica y peligrosa carcajada.

Max caminaba nervioso por la habitación. Frunció el ceño y deseó tener algo que patear. Había conseguido estropearlo todo. No estaba muy seguro de cómo lo había conseguido, pero había herido, enfurecido y distanciado a Lilah de un solo golpe. Jamás había visto a una mujer atravesar un espectro tan amplio de sentimientos en tan poco tiempo. De la tristeza a la furia, de la furia al hielo y todo sin dejarle decir una sola palabra.

Habría podido defenderse, si hubiera estado del todo seguro de cuál había sido la ofensa. ¿Pero cómo iba a saber que la iba a ofender que no le hubiera mencionado nada de la novela? Él no quería aburrirla. No, era mentira. No le había dicho nada porque tenía miedo, pura y sencillamente.

En cuanto a lo del ascenso, la verdad era que tenía intención de decírselo, pero se le había olvidado. ¿Cómo podía creer Lilah que iba a aceptar ese puesto y marcharse sin decir nada?

—¿Y qué demonios querías que pensara, idiota? —murmuró y se dejó caer en una silla.

¡Después de todos sus planes, de su intención de cortejarla paso a paso! Todo su minucioso itinerario para hacer que Lilah se enamorara de él, le había estallado en pleno rostro. Porque Lilah llevaba enamorada de él ya mucho tiempo.

Estaba enamorada de él. Se pasó la mano por el pelo. Lilah Calhoun estaba enamorada de él y él no había tenido que utilizar una varita mágica ni poner en práctica ningún complicado plan. Lo único que había tenido que hacer era ser él mismo.

Había estado enamorada de él durante todo ese tiempo, pero él había sido demasiado estúpido para creerlo, ni siquiera cuando Lilah había intentado decírselo. En ese momento, Lilah debía estar encerrada en su habitación y no querría oír nada de lo que pudiera decirle.

Tal como él lo veía, tenía dos opciones. Podía continuar allí sentado, esperar a que se tranquilizara e ir después a suplicarle. O podía levantarse en ese preciso instante, llamar a su puerta y exigirle que lo hiciera.

Le gustaba la segunda idea. De hecho, pensó, era la más inspirada.

Sin darse tiempo para debatir consigo mismo, cruzó las puertas de la terraza. Como eran las dos de la mañana, le pareció más sensato que llamar desde el interior y despertar así a toda la casa. Además era más romántico. De modo que abriría las puertas de la terraza, cruzaría la habitación y la estrecharía en sus brazos hasta que…

Su erótico sueño tuvo que cambiar de rumbo cuando la vio alejarse y desaparecer por el jardín.

Estupendo, pensó. Quizá fuera mejor. Un tórrido jardín en medio de la noche. Aire perfumado y pasión. Lilah no sabía lo que la esperaba.

—Tú sabes dónde están —Hawkins le tiró de la cabeza hacia atrás y Lilah estuvo a punto de gritar.

—Si supiera dónde están, las tendría.

—Ese es un truco publicitario —la hizo girar y posó la punta del cuchillo en su mejilla—. Lo sé todo. Habéis estado mintiendo para conseguir que vuestro apellido saliera en los periódicos. He invertido mucho tiempo y mucho dinero en todo esto y pienso recuperarlo esta noche.

Lilah estaba demasiado asustada para moverse. Bastaría el más ligero temblor para que aquel cuchillo atravesara su piel. Reconocía la furia de sus ojos de la misma forma que lo había reconocido a él. Era el hombre al que Max había llamado Hawkins.

—El mapa —empezó a decir, y entonces oyó que Max la llamaba. Antes de que hubiera podido respirar, el cuchillo estaba otra vez en su garganta.

—Un solo grito y te mataré, y después lo mataré a él.

De todas formas iba a matarlos a los dos, pensó histérica. Lo veía en sus ojos.

—El mapa —dijo en un susurro—, es un engaño —jadeó al sentir la presión de la hoja del cuchillo en la piel—. Se lo demostraré. Puedo enseñarle dónde están las esmeraldas.

Tenía que alejarlo de allí, tenía que alejarlo de Max. Este estaba llamándola otra vez y la frustración que se reflejaba en su voz hizo que volvieran a llenársele los ojos de lágrimas.

—Hay que bajar por allí —señaló en un impulso y dejó que Hawkins la arrastrara por el camino, hasta que dejó de oír la voz de Max. Al final del jardín, el camino se dirigía hacia las rocas. Desde allí, se oía con fuerza el sonido del mar—. Por allí.

Se tambaleó cuando Hawkins la empujó por aquel terreno irregular. A un lado, el camino se inclinaba hacia la loma. Bajo ellos, se veían los dentados perfiles de las rocas y el mar embravecido.

Cuando la alcanzó el primer haz de luz de la linterna, Lilah se sobresaltó y miró desesperadamente por encima del hombro. Se había levantado el viento, pero ella ni siquiera lo había notado. Las nubes continuaban ocultando la luna y amortiguando por tanto la luz.

¿Estarían suficientemente lejos?, se preguntó. ¿Habría renunciado ya Max a buscarla y habría vuelto al interior de la casa, donde estaría a salvo?

—Si lo que pretendes es empujarme…

—No, están allí —tropezó con un montón de piedras y continuó bajando por una zona de pronunciada inclinación—. Allí abajo, en una caja escondida debajo de las rocas.

Se iría alejando lentamente, se dijo a sí misma, mientras todo su instinto de supervivencia le gritaba que echara a correr. Mientras él estaba entretenido buscando las esmeraldas, podría dar media vuelta y salir corriendo.

Pero Hawkins le agarró la falda, desgarrándola.

—Un movimiento equivocado y eres mujer muerta —Lilah vio el resplandor de sus ojos mientras se inclinaba—. Y si no encuentro la caja, también te mataré.

Entonces alzó la cabeza, como un lobo en alerta. En medio de la oscuridad, se oyó un juramento de Max mientras se abalanzaba sobre él.

Lilah gritó al ver el resplandor de la hoja del cuchillo. Hawkins y Max cayeron a su lado y rodaron sobre las rocas. Todavía seguía gritando cuando saltó sobre la espalda de Hawkins e intentó agarrarle la mano con la que sujetaba el cuchillo. El arma se clavó en el suelo, a solo unos centímetros del rostro de Max antes de que Hawkins se deshiciera de Lilah con una sacudida.

—¡Maldita sea, corre! —le gritó Max, agarrando a Hawkins por la muñeca con ambas manos. Un segundo después, gemía al sentir el puño de Hawkins rozando su sien.

Estaban forcejeando otra vez, el ímpetu los hizo bajar rodando la colina. Lilah corrió, pero hacia ellos. Al hacerlo, resbaló y envió sobre ellos una lluvia de piedras. Jadeando para tomar aire, agarró una piedra. Su siguiente grito rasgó el aire mientras veía la pierna de Max oscilando en el espacio, al borde del acantilado.

Lo único que Max podía ver era el rostro que se contorsionaba sobre el suyo. Lo único que podía oír era a Lilah gritando su nombre. Después vio las estrellas cuando Hawkins le empujó la cabeza contra las rocas. Por un instante, quedó suspendido en el borde de aquel precipicio, colgando entre el cielo y el mar. Con las manos, se aferraba al sudoroso antebrazo de Hawkins. Cuando el cuchillo bajó, olió la sangre y oyó el gruñido triunfal de Hawkins.

Pero había algo más en el ambiente. Algo apasionado y suplicante…, tan intangible como el viento, pero tan fuerte como las rocas. Lo golpeó como un puño. Era el convencimiento de que no solo estaba luchando por su vida, sino también por la vida que Lilah y él iban a construir juntos.

No podía perderla. Con cada átomo de fuerza que le quedaba, golpeó con el puño el rostro que sonreía ante él. Comenzó a salir sangre de la nariz de Hawkins y en cuestión de segundos estaban luchando cuerpo a cuerpo otra vez, con el cuchillo entre ellos.

Lilah agarraba la piedra con las dos manos para hacerla caer cuando los hombres que estaban a sus pies cambiaran de posición. Sollozando, retrocedió. Oyó gritos y ladridos tras ella. Agarró con fuerza la única arma que tenía y rezó para tener oportunidad de utilizarla.

De pronto, los forcejeos cesaron y los dos hombres se quedaron inmóviles. Con un gemido, Max empujó a Hawkins a un lado y consiguió ponerse de rodillas. Su rostro era una máscara de dolor y sangre, una sangre que también salpicaba su ropa. Sacudió débilmente la cabeza, intentando pensar, y miró hacia Lilah. Esta permanecía como un ángel vengador, con el pelo al viento y agarrando una piedra con las dos manos.

—Ha caído sobre su propio cuchillo —dijo Max con voz distante—. Creo que está muerto —aturdido, dejó caer la mano hacia el hombre que acababa de morir. Después alzó la cabeza otra vez—. ¿Estás herida?

—Oh, Max. Oh, Dios mío —la piedra resbaló de sus manos mientras caía de rodillas delante de él.

—Estoy bien —Max le palmeó el hombro y le acarició el pelo—. Estoy bien —repitió, aunque se sentía tan terriblemente débil que pensaba que iba a desmayarse.

El perro fue el primero en llegar y, tras él, llegaron los demás como una tromba, en camisón, pijama, o con los vaqueros puestos a toda velocidad.

—Lilah —Amanda tocaba desesperada el cuerpo de su hermana en busca de heridas—. ¿Estás bien? ¿Estás herida?

—No —pero los dientes comenzaron a castañetearle a pesar del calor de la noche—. No, él… Max —bajó la mirada y vio a Trent agachado a su lado, examinando la herida que tenía en el brazo—. Estás sangrando.

—No mucho…

—Es poco profunda —dijo Trent entre dientes—. Pero supongo que tiene que doler de una forma infernal.

—Todavía no —murmuró Max.

Trent alzó la cabeza y vio a Sloan caminando hacia el hombre que yacía en el suelo. Sloan sacudió la cabeza con los labios apretados.

—Está muerto —dijo brevemente.

—Era Hawkins —Max consiguió ponerse de pie—. Había atrapado a Lilah.

—Hablaremos de eso más tarde —dijo Coco con una sequedad impropia de ella y agarró a Max del brazo—. Ambos están en estado de shock. Llevémoslos a casa.

—Vamos, pequeña —Sloan levantó a Lilah en brazos.

—Yo no estoy herida —desde la cuna de sus brazos, estiró la cabeza para mirar a Max—. Está sangrando. Necesita ayuda.

—Nosotros nos encargaremos de todo —le prometió Sloan mientras cruzaban el jardín—. No te preocupes, cariño, el profesor es más fuerte de lo que tú crees.

Frente a ellos, se alzaban Las Torres, con todas las ventanas encendidas. Retumbó un trueno sobre su altura y se oyó su eco en el silencio de la noche. De pronto, apareció una figura alta en la terraza del segundo piso, con un bastón en la mano y un revolver de cromo en la otra.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó Colleen—. ¿Cómo se supone que puede disfrutar una persona de una noche decente de sueño con todo este alboroto?

Coco miró hacia arriba con extremo cansancio.

—Oh, cállate y vuelve a la cama.

Por alguna extraña razón, Lilah apoyó la cabeza en el hombro de Sloan y comenzó a reír a carcajadas.

Casi había amanecido cuando las cosas volvieron a la calma. La policía ya se había ido, llevándose consigo su espantosa carga. Habían contestado todo tipo de preguntas… Lilah se había pasado la noche sirviéndose brandy y participando de todo el alboroto de la casa y al final había pedido que le prepararan un baño caliente.

No le habían dejado curar la herida de Max. Algo que posiblemente había sido lo mejor para él. Porque todavía le temblaban las manos.

Max se había recuperado considerablemente bien de aquel incidente, pensó mientras se acurrucaba en el asiento de la ventana de la habitación de la torre. Mientras ella continuaba aturdida y temblorosa, él permanecía en el salón, con el brazo vendado y ofreciéndole a la policía un informe claro y conciso de todo el incidente.

Parecía estar en una de sus conferencias sobre las consecuencias de la Primera Guerra Mundial en la economía alemana, pensó con la sombra de una sonrisa. Evidentemente, el teniente Koogar había apreciado aquella precisión y claridad.

A Lilah le gustaba pensar que ella también había estado bastante tranquila, aunque no había sido capaz de controlar su temblor cuando sus hermanas se habían reunido con ella.

Al final, Suzanna había dicho que con un teniente ya era más que suficiente y había acompañado a su hermana al piso de arriba.

Pero a pesar del baño y el brandy, no había sido capaz de dormir. Tenía miedo de cerrar los ojos y volver a ver a Max suspendido al borde del precipicio. Apenas habían hablado desde que había ocurrido aquel horrible suceso. Tendrían que hacerlo, por supuesto, reflexionó. Aunque para ello tendría que aclarar sus pensamientos y encontrar las palabras adecuadas.

Pero cuando el alba comenzaba a dorar el cielo y Lilah a temer que nunca las encontraría, entró Max en la habitación. Se quedó en el marco de la puerta, con expresión torpe y el brazo vendado.

—No podía dormir —empezó a decir—. Y he pensado que estarías aquí.

—Supongo que necesitaba pensar. Y aquí me resulta más fácil hacerlo —sintiéndose tan torpe como él, se pasó la mano por el pelo. La melena, del color del sol del amanecer, caía indomable sobre la seda blanca de la bata—. ¿Quieres sentarte?

—Sí —Max cruzó la habitación e instaló sus doloridos músculos a su lado. El silencio se extendía entre ellos. Un minuto, dos…—. Menuda noche —dijo por fin.

—Sí.

—No —musitó él cuando vio que los ojos de Lilah se llenaban de lágrimas.

—No —tragó saliva, controló las lágrimas y fijó la mirada en la ventana—. Pensaba que iba a matarte. Ha sido como una pesadilla. La oscuridad, el calor, la sangre.

—Ya ha pasado todo —le tomó la mano y apretó sus dedos con fuerza—. Lo has alejado del jardín. Estabas intentando protegerme, Lilah. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.

Totalmente desprevenida, Lilah se volvió hacia él.

—¿Y qué se supone que debía hacer? ¿Dejar que saltara sobre las petunias y te diera un navajazo?

—Se suponía que tenías que dejar que fuera yo el que te protegiera.

Lilah intentó liberar su mano, pero Max se la sostuvo con firmeza.

—Sí, ¿verdad? Tanto si quería como si no. Has salido corriendo como un loco y has saltado sobre un maniaco con un cuchillo en la mano, y has estado a punto… —se interrumpió, luchando para recobrar la compostura mientras él continuaba mirándola con aquellos ojos cargados de paciencia—. Me has salvado la vida —dijo más tranquila.

—Entonces estamos en paz, ¿no? —Lilah se encogió de hombros y volvió a mirar hacia el cielo—. Durante los últimos minutos que estaba peleando con Hawkins, ha ocurrido algo de lo más extraño. Estaba a punto de resbalar, de dejarme caer, cuando he sentido algo increíblemente fuerte. Yo diría que era simple adrenalina, pero no parecía proceder de mí. Ha sido algo muy extraño —dijo, estudiando su perfil—. Supongo que para ti sería una fuerza. Y he sabido que no iba a perder, que había muchas razones para que no lo hiciera. Supongo que siempre me preguntaré si esa fuerza, si ese sentimiento, procedía de ti o de Bianca.

Los labios de Lilah se curvaron en una sonrisa mientras lo miraba.

—Caramba, profesor, qué irracional.

Max no sonrió.

—Acababa de salir hacia tu habitación para pedirte que me escucharas cuando te vi en el jardín. En otro momento, habría considerado que lo mejor, o lo más racional, era darte tiempo y dejar que te recuperaras después de lo que había ocurrido. Pero ahora las cosas han cambiado.

Lilah apoyó la frente contra el frío cristal y asintió.

—De acuerdo, tienes derecho. Pero antes me gustaría decirte que sé que el enfado de antes por el libro… Bueno, sé que no tenía que haber reaccionado así.

—No, creo que tenías toda la razón al reaccionar como lo has hecho. Tú has confiado plenamente en mí y yo no he confiado en ti. Tenía miedo de que no me dijeras lo que pensabas.

—No te comprendo.

—Escribir es algo que he querido hacer durante la mayor parte de mi vida, pero… bueno, no estoy acostumbrado a correr riesgos.

Lilah soltó una carcajada y, dejándose llevar por sus sentimientos, se inclinó para darle un beso en el vendaje del brazo.

—Max, creo que has elegido el peor de los momentos para decir algo así.

—Digamos que no estaba acostumbrado a correr riesgos —se corrigió—. Pensé que si te decía lo de la novela y reunía el valor suficiente para mostrártela, pensarías que no podías echar a perder la que había sido la ilusión de mi vida e intentarías ser amable conmigo.

—Es una tontería tener tanta inseguridad sobre algo para lo que tienes tanto talento —entonces suspiró—. Y ha sido una estupidez por mi parte tomármelo como algo personal. Lo que voy a decirte, tómalo como la declaración de alguien que no tiene nunca demasiado interés en quedar bien. Estás escribiendo un libro maravilloso, Max. Algo de lo que puedes sentirte muy orgulloso.

Max le pasó la mano por el cuello.

—Ya veremos si sigues diciendo lo mismo después de unos cientos de páginas más —se inclinó hacia ella y rozó delicadamente sus labios. Pero cuando comenzó a profundizar el beso, Lilah se levantó.

—Haré la primera crítica en cuanto la publiquen —nerviosa, comenzó a pasear por la habitación.

—¿Qué te pasa, Lilah?

—Nada. Es que han pasado tantas cosas —tomó aire antes de volverse con una sonrisa en los labios—. El ascenso. Antes estaba tan concentrada en mi enfado que ni siquiera te he felicitado.

—No pretendía ocultártelo.

—Max, no empecemos otra vez con eso. Lo más importante es que es un gran honor. Creo que deberíamos organizar una fiesta para celebrarlo antes de que te vayas.

A los labios de Max asomó una sonrisa.

—¿De verdad?

—Por supuesto. No todos los días le nombran a uno director de departamento. Después de eso, serás decano. Es solo cuestión de tiempo. Y entonces…

—Lilah, siéntate, por favor.

—De acuerdo —intentó aferrarse a aquella alegría desesperada—. Le diremos a tía Coco que haga una tarta y…

—¿Entonces te alegras de que me hayan hecho esa propuesta? —la interrumpió.

—Estoy muy orgullosa de ti —contestó, y le apartó un mechón de pelo de la frente—. Y me gusta saber que las autoridades aprecian lo valioso que eres.

—¿Y quieres que acepte esa propuesta?

Lilah frunció el ceño.

—Por supuesto. ¿Cómo vas a rechazar algo así? Esta es una maravillosa oportunidad para ti. Algo para lo que has trabajado y que te mereces.

—Pues es una pena —sacudió la cabeza y se inclinó hacia atrás, observándola atentamente—. Porque ya la he rechazado.

—¿Que tú qué?

—Que la he rechazado. Y esa es una de las razones por las que no te lo mencioné. Pensé que no tenía sentido.

—No lo comprendo. Una oportunidad profesional como esa no es algo que se pueda rechazar tan fácilmente.

—Eso depende de tu profesión. También he presentado la renuncia.

—¿Que has renunciado? Pero eso es una locura.

—Probablemente —y porque lo era, sonrió de oreja a oreja—. Pero si vuelvo a dar clases a Cornell, la novela terminaría en un archivo, cubriéndose de polvo —le tendió la mano con la palma hacia arriba—. Una vez me leíste la mano y me dijiste que tendría que tomar una decisión. Ya la he tomado.

—Ya entiendo —contestó Lilah lentamente.

—Solo en parte.

Miró alrededor de la torre, iluminada por una luz perlada que lentamente iba transformándose en oro. No podía haber ni un momento ni un lugar mejor para hacer lo que tenía que hacer. Le tomó las manos.

—Te he amado desde la primera vez que te vi, Lilah. No podía creer que tú sintieras lo mismo que yo, por mucho que lo deseara. Y como no lo creía, hice las cosas mucho más difíciles de lo que podrían haber sido. No, no digas nada. Todavía no. Ahora escúchame —se llevó las manos de Lilah a los labios—. Me has cambiado, Lilah. Me has abierto. Sé que quería estar contigo, y lo he conseguido gracias a una gargantilla que ha estado perdida durante la mayor parte del siglo. Encontremos o no las esmeraldas, ellas me han llevado hasta ti, y tú eres el mayor tesoro que alguien pueda desear.

La atrajo hacia él para besar su boca mientras el sol de la mañana se elevaba y barría las últimas sombras de la habitación.

—No quiero que esto sea un sueño —murmuró Lilah—. Muchas veces he estado aquí sentada, pensando en ti, deseando que esto ocurriera.

—Esto es real —enmarcó su rostro con las manos y volvió a besarla para demostrárselo.

—Eres todo lo que quiero, Max. Llevo esperándote durante mucho tiempo —acarició delicadamente su pelo—. Tenía tanto miedo de que no me quisieras, de que te marcharas. De tener que dejar que te alejaras de mí.

—Este ha sido mi hogar desde la primera noche. Aunque no pueda explicar por qué.

—No tienes por qué hacerlo.

—No —besó la palma de su mano—. No, a ti no. Una última cosa —volvió a tomarle las manos—. Te amo, Lilah, y tengo que preguntarte si quieres correr el riesgo de casarte con un ex profesor en paro que cree que puede llegar a escribir una novela.

—No —sonrió y le rodeó el cuello con los brazos—. Pero voy a casarme con un hombre talentoso y brillante que está escribiendo una novela maravillosa.

Riendo, Max apoyó la frente en la de Lilah.

—Creo que tu opción es la mejor.

—Max —Lilah se acurrucó en el hueco de su brazo—. Vamos a decírselo a tía Coco. Se emocionará tanto que nos preparará tortitas de arándanos para ofrecernos un desayuno de compromiso.

Max se dejó caer contra los almohadones del asiento.

—¿Y qué tal si lo dejamos en una comida de compromiso?

Lilah se echó a reír y lo besó.

—En esta ocasión, creo que tu opción es la mejor.