Hawkins estaba harto y cansado de esperar. En lo que a él concernía, cada día pasado en la isla era una pérdida de tiempo. Y lo peor era que había renunciado a un trabajo en Nueva York que podía haberle permitido ganar al menos diez de los grandes. En vez de eso, había invertido la mitad de lo que podía haber ganado en un robo que cada vez le parecía más un auténtico descalabro.
Sabía que Caufield era bueno. Y había pocas cosas mejores que vivir levantando cerraduras y escapando de la policía. En los diez años que había durado su asociación, habían llevado a cabo varias operaciones sin ningún tipo de complicaciones. Y eso era precisamente lo que lo preocupaba.
En el asunto de las esmeraldas, lo único que parecía haber eran preocupaciones. Aquel maldito profesor de universidad había enredado bien las cosas. Hawkins estaba resentido porque Caufield no le había dejado ocuparse de Quartermain. Él sabía que Caufield no lo consideraba capaz de finura alguna, pero él podía haber arreglado aquel asunto fingiendo un accidente.
El verdadero problema era que Caufield estaba obsesionado con las esmeraldas. Hablaba de ellas día y noche, y se refería a ellas como si fueran seres vivos y no unas piedras preciosas que podían proporcionarles una considerable cantidad de dinero.
Hawkins estaba comenzando a creer que Caufield no pensaba vender las esmeraldas cuando las consiguiera. Él conocía el olor de la traición y estaba observando a su socio como un halcón. Cada vez que Caufield salía, recorría aquella casa vacía, buscando alguna pista sobre las intenciones de su socio.
Después estaban sus ataques de cólera. Caufield tenía fama de tener un carácter inestable, pero aquellas terribles pataletas eran cada vez más frecuentes. El día anterior, había entrado en casa hecho una furia, con el rostro pálido, una mirada salvaje y temblando de rabia porque una de las chicas Calhoun no estaba en el parque natural; había destrozado una de las habitaciones y había roto un mueble con un cuchillo de cocina antes de conseguir recobrar la calma.
Hawkins le tenía miedo. Aunque él fuera un hombre robusto y de puños ágiles, no tenía ningunas ganas de medirse físicamente con Caufield. Y menos cuando veía aquel fuego salvaje en sus ojos. Su única esperanza era, si quería la parte que le correspondía y fugarse limpiamente de allí, poder burlar a su socio.
Aprovechando que Caufield había vuelto a marcharse al parque natural, Hawkins inició una lenta y metódica búsqueda por la casa. Aunque era un hombre grande, a menudo considerado como falto de ingenio por sus socios, podía registrar toda una habitación sin levantar una sola mota de polvo. Echó un vistazo a los documentos robados y los descartó disgustado. Allí no había nada. Si Caufield hubiera encontrado algo, no los habría dejado tan a la vista. Decidió empezar por lo más obvio, por el dormitorio de su socio.
Sacudió primero los libros. Sabía que Caufield fingía ser un hombre formado, incluso erudito, aunque no había recibido más educación que él. Pero en los volúmenes de Shakespeare y Steinbeck no encontró nada más que palabras.
Hawkins buscó bajo el colchón y en los cajones de la cómoda. Como la pistola de Caufield no estaba por los alrededores, decidió que la habría metido en la mochila antes de ir a buscar a Lilah. Con infinita paciencia, miró detrás de los espejos, dentro de los cajones y bajo la alfombra. Cuando se volvía hacia al armario, empezaba a pensar ya que había juzgado equivocadamente a su socio.
Y allí, en el bolsillo de un par de vaqueros, encontró el mapa.
Era un dibujo tosco, en un papel amarillento. Para Hawkins, no había ningún posible error de interpretación. Las Torres estaban claramente representadas, junto a algunas direcciones y distancias y algunas marcas, aunque las proporciones no eran muy buenas.
El mapa de las esmeraldas, pensó Hawkins mientras intentaba alisar los pliegues del papel. Una furia amarga lo invadía mientras estudiaba cada una de aquellas líneas. Había descubierto el doble juego de Caufield, pero no se lo diría. Él también podía jugar al mismo juego, pensó. Salió de la habitación con el mapa en el bolsillo. Caufield iba a sufrir un serio ataque de cólera cuando descubriera que su socio le había quitado las esmeraldas delante de sus narices. Era una pena que no fuera a estar allí para verlo.
Max encontró a Christian. Fue mucho más fácil de lo que había imaginado. Solo tuvo que sentarse y estudiar atentamente el libro que tenía entre las manos. En menos de media jornada en la biblioteca, tropezó con aquel nombre en un polvoriento volumen titulado Pintores y su Arte: 1900-1950. Había revisado pacientemente la lista de apellidos que comenzaban con la letra A, y estaba revisando atentamente los que empezaban por la B cuando lo encontró. Christian Bradford, nacido en mil ochocientos ochenta y cuatro y fallecido en mil novecientos setenta y seis. Aunque Max se había animado al encontrar su nombre, no esperaba que fuera tan fácil. Pero pronto cada pieza encajó en su lugar.
«Aunque Bradford no disfrutó de un auténtico éxito hasta los últimos años de su vida, sus primeros trabajos han llegado a adquirir un considerable valor tras su muerte».
Max leyó por encima las características artísticas del pintor.
»Considerado como un nómada en su vida, debido a su costumbre de trasladarse de un lugar a otro, Bradford a menudo vendía su trabajo a cambio de alojamiento y comida. Era un prolífico artista, capaz de terminar un cuadro en cuestión de días. Se decía que era capaz de trabajar durante veinticuatro horas seguidas cuando estaba inspirado. Continúa siendo un misterio por qué no produjo nada entre mil novecientos catorce y mil novecientos dieciséis.
Oh, Dios, pensó Max, y se frotó las palmas de las manos en los pantalones.
»Casado en mil novecientos veinticinco con Margaret Doogan, Bradford tuvo un único hijo. Poco más se sabe de su vida personal, puesto que fue un hombre obsesionado con conservar su intimidad. Sufrió un ataque cardiaco cerca de los sesenta años, pero continuó pintando. Murió en Bar Harbor, Maine, donde había conservado su casa durante más de cincuenta años. Lo sobrevivieron su hijo y su nieto.
—Te he encontrado —murmuró Max.
Volvió la página y estudió la reproducción de uno de los trabajos de Bradford. Era una tormenta, abriéndose camino desde el mar. Apasionada, violenta, furiosa. Era una vista que Max conocía… La vista que se veía desde los acantilados, bajo Las Torres.
Una hora después, llegaba a casa con media docena de libros bajo el brazo. Todavía faltaba una hora para que pudiera ir a buscar a Lilah al parque, una hora para poder decirle que habían vencido el siguiente obstáculo. Riendo por su éxito, saludó tan alegremente a Fred que el perro comenzó a correr por el pasillo, saltando y moviendo la cola.
—Dios mío —Coco bajó trotando las escaleras—. Qué conmoción.
—Lo siento.
—No tienes por qué disculparte. No sabría qué hacer si un día transcurriera sin ningún tumulto. Además, Max, es evidente que estás encantado.
—Bueno, el caso es que…
Se interrumpió cuando llegaron Alex y Jenny cruzando el fuego invisible de sus pistolas láser.
—¡Hombre muerto! —gritó Alex—. ¡Hombre muerto!
—Si tienes que matar a alguien —le dijo Coco—, por favor, hazlo fuera. Fred necesita tomar un poco de aire fresco.
—Muerte a los invasores —anunció Alex—. ¡Los freiremos como beicon!
Completamente de acuerdo con él, Jenny apuntó a Fred con su pistola, haciendo que Fred saliera correteando por el pasillo otra vez. Decidiendo que era el invasor que tenían más a mano, los niños salieron corriendo tras él. Incluso en la distancia, el sonido del portazo retumbó en toda la casa.
—No sé de dónde sacan esa imaginación tan violenta —comentó Coco con un suspiro de alivio—. Suzanna tiene un carácter tan tranquilo, y su padre… —algo oscureció sus ojos cuando se interrumpió—. Bueno, esa es otra historia. Ahora, dime, ¿por qué estás tan contento?
—Acabo de salir de la biblioteca y…
En aquella ocasión fue el teléfono el que los interrumpió. Coco se quitó un pendiente mientras levantaba el auricular.
—Hola. Sí. Ah, sí, ahora mismo está aquí —cubrió con la mano el auricular—. Es el decano, cariño. Quiere hablar contigo.
Max dejó los libros en la mesita del teléfono mientras Coco enderezaba algunas fotografías y se separaba discretamente de allí.
—¿Dean Hodgins? Sí, soy yo, gracias. Es una buena noticia. Bueno, todavía no he decidido cuándo voy a volver… ¿El profesor Blake?
Coco advirtió un deje de alarma en su voz.
—¿Cuándo? ¿Es en serio? Siento que esté enfermo. Espero… ¿perdón? —dejó escapar un largo suspiro y se apoyó contra la mesa—. Me siento halagado, pero… —se produjo otro lapsus. Max se pasó nervioso la mano por el pelo—. Gracias. Lo comprendo. Si pudiera disponer de un día o dos para considerarlo. Se lo agradezco. Sí, señor. Adiós.
Como Max permanecía sin moverse, con la mirada perdida en el vacío, Coco se aclaró la garganta.
—Espero que no sean malas noticias, querido.
—¿Qué? —fijó en ella la mirada y sacudió la cabeza—. No, bueno, sí. El director del departamento de historia sufrió un infarto la semana pasada.
—Oh —inmediatamente compasiva, Coco se acercó a él—. Es terrible.
—En realidad ha sido bastante suave, si se puede utilizar un término así en este caso. Los médicos lo consideran una advertencia. Le han recomendado que recorte sus cargas laborales y al parecer él se lo ha tomado muy en serio, pues ha decidido retirarse —miró a Coco desconcertado—. Y por lo visto me han recomendado para ocupar su puesto.
—Muy bien —sonrió y le palmeó cariñosamente la mejilla, pero él la observaba con recelo—. Es un honor, ¿no?
—Tengo que volver la semana que viene —dijo para sí—. Y sustituir al director del departamento hasta que se tome la decisión final.
—A veces es difícil saber lo que se tiene que hacer, qué camino tomar. ¿Por qué no te tomas un té? —le sugirió—. Después leeré las hojas y veremos lo que dicen.
—En realidad no creo… —la siguiente interrupción fue un alivio, pero Coco chasqueó molesta la lengua mientras se acercaba a abrir la puerta.
—Oh, Dios mío —fue lo único que dijo. Se llevó la mano al pecho y volvió a repetir—: ¡Oh, Dios mío!
—No te quedes ahí con la boca abierta, Cordelia —exigió una voz crispada y autoritaria—. Dile a alguien que se ocupe de mis maletas.
—¡Tía Colleen! —las manos de Coco revoloteaban—. Qué sorpresa tan… agradable.
—¡Ja! Parece que acabas de ver al mismísimo Satán en la puerta de tu casa —apoyándose en un bastón con el puño dorado, entró en el vestíbulo.
Max vio a una mujer alta, extremadamente delgada, con una exuberante mata de pelo blanco. Vestía un elegante traje blanco y unas perlas resplandecientes. Su piel, generosamente arrugada, era pálida como el lino. Podría haber sido un fantasma, salvo por aquellos ojos azules con los que lo escudriñaba.
—¿Quién demonios es ese?
—Hum… Hum…
—Habla, chica. No tartamudees —Colleen golpeó el suelo con el bastón y una buena dosis de impaciencia—. No has conservado ni una pizca del sentido común que Dios te dio.
Coco comenzó a retorcerse las manos.
—Tía Colleen, este es el Doctor Quartermain. Max, Colleen Calhoun.
—Doctor —ladró Colleen—. ¿Quién está enfermo? Maldita sea, no pienso quedarme en una casa en la que haya alguien con una enfermedad contagiosa.
—Yo soy doctor en historia, señorita Calhoun —le explicó Max con una cautelosa sonrisa—. Encantado de conocerla.
—¡Ja! —arrugó la nariz y miró a su alrededor—. Así que continuáis dejando que esta casa se caiga delante de vuestras narices. Sería mejor que la partiera un rayo. O que se achicharrara en un incendio. Llévate esas maletas, Cordelia, y tráeme una taza de té. He hecho un largo viaje —y sin más, se dirigió con paso firme hacia el salón.
—Sí, señora —incapaz de dejar quietas las manos, Coco le dirigió a Max una mirada de impotencia—. Odio tener que pedir…
—No te preocupes por eso. ¿Dónde tengo que llevar estas maletas?
—Oh, Dios mío —Coco se llevó las manos a las mejillas—. La primera habitación a la derecha, en el segundo piso. Oh, no habrá pagado al taxista. Esta vieja tacaña… Llamaré a Amanda. Ella les avisará a las otras. Max… —le tomó las manos—. Si crees que sirve de algo rezar, reza para que esta visita sea corta.
—¿Dónde está ese maldito té? —gritó Colleen, acompañando su grito con un golpe de bastón.
—Ahora mismo va —Coco dio media vuelta y salió corriendo por el pasillo.
Poniendo en juego toda su capacidad de acción, Coco le sirvió a su tía un té con pastas, sacó a Trent y a Sloan de su trabajo y le suplicó a Max que se quedara. Hicieron los arreglos pertinentes para que Amanda fuera a buscar a Lilah y a Suzanna con intención de que llegaran cuanto antes y organizaran la habitación de invitados.
Era como estar preparando una invasión, pensó Max mientras se reunía con el grupo en el salón. Colleen sentada, tiesa como un general, mientras medía a sus oponentes con una mirada de acero.
—Así que tú eres el que se ha casado con Catherine. Te dedicas al negocio de los hoteles, ¿verdad?
—Sí, señora —contestó Trent educadamente mientras Coco se movía nerviosa por la habitación.
—Nunca me alojo en hoteles —dijo Colleen desdeñosamente—. Os casasteis rápido, ¿verdad?
—No quería darle ninguna oportunidad de cambiar de opinión.
Colleen casi sonrió, pero aspiró sonoramente por la nariz y apuntó hacia Sloan.
—Y tú eres el que anda detrás de Amanda.
—Exacto.
—¿Y ese acento? —exigió, endureciendo la mirada—. ¿De dónde eres?
—De Oklahoma.
—O’Riley —pensó un momento y después lo señaló con uno de sus largos dedos—. Petróleo.
—Ahí está.
—Humm —dio un sorbo a su té—. Así que habéis sido vosotros los que habéis tenido esa disparatada idea de convertir el ala oeste en un hotel. Sí, supongo que es mejor que quemarla y reclamar el dinero del seguro.
—¡Tía Colleen! —exclamó Coco escandalizada—. No estarás hablando en serio.
—Estoy hablando completamente en serio. He odiado este lugar durante la mayor parte de mi vida —se estiró para mirar el retrato de su padre—. Él habría odiado ver a huéspedes en Las Torres. Lo habría mortificado.
—Lo siento, tía Colleen —comenzó a decir Coco—. Pero hemos tomado la mejor de las opciones.
—¿Acaso he pedido yo una disculpa? —replicó Colleen—. ¿Dónde demonios están mis sobrinas? ¿No van a tener la amabilidad de presentarme sus respetos?
—No tardarán en llegar —desesperada, Coco le sirvió más té—. Esto ha sido tan inesperado, y nosotras…
—Una casa siempre tiene que estar preparada para recibir invitados —contestó Colleen complacida por su malicia, y frunció el ceño cuando vio entrar a Suzanna—. ¿Y esta quién es?
—Yo soy Suzanna —diligente, se acercó a su tía para darle un beso en la mejilla.
—Te pareces a tu madre —decidió Colleen con un desganado asentimiento—. Yo le tenía mucho cariño a Deliah —miró repentinamente a Max—. ¿Esa es tu novia?
Max pestañeó mientras Sloan se las arreglaba para convertir una carcajada en una tos.
—Ah, no. No, señora.
—¿Por qué no? ¿Tienes algún problema en los ojos?
—No —se enderezó en la silla mientras Suzanna sonreía de par en par y se sentaba sobre un almohadón.
—Max ha estado con nosotros durante unas semanas —dijo Coco, acudiendo a su rescate—. Nos está ayudando a hacer… una investigación histórica.
—Las esmeraldas —con los ojos resplandecientes, Colleen se recostó en el sofá—. No me tomes por una estúpida, Cordelia. En el barco también nos llegaban periódicos. Era un crucero —le dijo a Trent—. Son mucho más civilizados que los hoteles. Ahora cuéntame qué demonios está pasando aquí.
—Realmente nada —Coco volvió a aclararse la garganta—. Ya sabes cómo infla la prensa todas estas cosas.
—¿Pero entró un ladrón en la casa y disparó?
—Bueno, sí. Fue bastante molesto, pero…
—Tú —Colleen alzó su bastón y señaló con él a Max—. Tú, profesor de historia. Supongo que serás capaz de hablar con claridad. Explícame la situación brevemente.
Ante la mirada suplicante de Coco, Max dejó su taza de té.
—La familia decidió, después de una serie de acontecimientos, investigar la veracidad de la leyenda de las esmeraldas de los Calhoun. Desgraciadamente, las noticias sobre la gargantilla desaparecida despertaron el interés y las especulaciones de varias personas, algunas bastantes desagradables. El primer paso que he dado ha sido catalogar los documentos de la familia, para verificar la existencia de las esmeraldas.
—Por supuesto que existen —lo interrumpió Colleen con impaciencia—. ¿Acaso no las vi yo con mis propios ojos?
—Tú eres muy difícil de localizar —comenzó a decir Coco y fue silenciada con una mirada.
—En cualquier caso —continuó Max—, alguien entró en la casa y se llevó un gran número de documentos —Max pasó por alto su irrupción en el caso para darle el mayor número de datos.
—Humm —Colleen lo miró con el ceño fruncido—. ¿A qué te dedicas? ¿A escribir?
Max arqueó las cejas sorprendido.
—Soy profesor. De historia. En la universidad de Cornell.
Colleen volvió a aspirar sonoramente.
—Bueno, menudo lío habéis organizado. Todos vosotros. Trayendo ladrones a casa, manchando nuestro apellido en los periódicos y estando a punto de ser asesinados. Por lo que yo sé, el viejo vendió las esmeraldas.
—En ese caso habría algún recibo —comentó Max y Colleen volvió a estudiarlo con atención.
—En eso tiene razón, señor doctor. Llevaba la cuenta de cada penique que ganaba y cada penique que gastaba —cerró los ojos un momento—. La niñera siempre nos dijo que mi madre las había escondido. Para nosotros —abrió los ojos con expresión feroz—. Todo eso eran cuentos.
—Me gustan los cuentos —dijo Lilah desde el marco de la puerta. Permanecía en medio de C. C. y Amanda.
—Ven aquí, donde pueda verte.
—Tú primero —le musitó Lilah a C. C.
—¿Por qué yo?
—Porque eres la más pequeña —empujó suavemente a su hermana.
—Así que arrojando a una mujer embarazada a los lobos —murmuró Amanda.
—Tú eres la siguiente.
—¿Qué es eso que tienes en la cara? —le preguntó Colleen a C. C. en tono exigente.
C. C. se limpió la mejilla.
—Supongo que grasa de motor.
—¿Pero qué le está ocurriendo a este mundo? Tienes un buen cuerpo —decidió—. Habéis crecido bien. ¿Y tú todavía no estás embarazada?
C. C. se metió las manos en los bolsillos y sonrió.
—Pues el caso es que sí. Trent y yo vamos a ser padres en febrero.
—Estupendo —Colleen sacudió la mano. Dándose valor, Amanda dio un paso adelante.
—Hola, tía Colleen. Me alegro de que hayas decidido venir a la boda.
—Todavía no sé lo que voy a hacer —estudió a Amanda con los labios apretados—. En cualquier caso, sabes cómo escribir una carta. Me llegó la semana pasada, junto a la invitación —era adorable, pensó Colleen. Igual que sus hermanas. Se sentía orgullosa de ellas, pero se habría arrancado la lengua antes de admitirlo—. ¿Y hay alguna razón por la que no hayas podido casarte con un hombre perteneciente a una familia respetable del este?
—Sí. Ninguno de ellos conseguía enfadarme tanto como Sloan.
Con un sonido que podría haber sido una carcajada, Colleen hizo un gesto con la mano con el que daba por terminado el interrogatorio de Amanda. Cuando se fijó en Lilah, sintió un intenso escozor en los ojos y tuvo que apretar los labios para impedir que le temblaran. Era como estar viendo a su madre, después de todos aquellos años y de todo el dolor que había tenido que superar.
—Así que tú eres Lilah —cuando se le quebró la voz, frunció el ceño de tal manera, que Coco tembló.
—Sí —Lilah le dio un par de besos en las mejillas—. La última vez que te vi tenía ocho años. Y me regañaste por andar descalza.
—¿Y, desde entonces, qué has estado haciendo de tu vida?
—Oh, lo menos posible —contestó Lilah despreocupadamente—. ¿Cómo estás tú?
Colleen estaba a punto de sonreír, pero se volvió hacia Coco.
—¿Es que no les has enseñado modales a estas chicas?
—No le eches la culpa a ella —Lilah se sentó a los pies de Max—. Somos incorregibles —miró por encima del hombro para dirigirle a Max una sonrisa y después posó la mano en su rodilla.
A Colleen no le pasó desapercibido aquel gesto.
—Así que tú le has echado el ojo a este.
Lilah se echó la melena hacia atrás y sonrió.
—Desde luego que sí. ¿Es guapo, verdad?
—Lilah —musitó Max—. Dame un respiro.
—No me has dado un beso de bienvenida —replicó Lilah sin bajar la voz.
—Deja al chico en paz —más divertida de lo que habría admitido nunca, Colleen golpeó su bastón—. Al menos él tiene educación —señaló con la mano el servicio de té—. Llévate todo esto, Cordelia, y tráeme un brandy.
—Yo te lo traeré —Lilah se levantó y se acercó al armario de las bebidas. Le guiñó el ojo a Suzanna mientras su hermana se llevaba el carrito del té—. ¿Cuánto tiempo crees que piensa quedarse a convertir nuestras vidas en un infierno?
—Os he oído.
Impertérrita, Lilah se volvió con la copa de brandy.
—Por supuesto, tiíta. Mi padre siempre decía que tenías el oído de un gato.
—No me llames «tiíta» —prácticamente, le arrebató el brandy.
Colleen estaba acostumbrada a un trato deferencial. Su dinero y su personalidad siempre lo habían exigido. O quizá hubiera sido el miedo… ese tipo de miedo que tan fácilmente se instalaba en ella. Pero disfrutaba, terriblemente, de la irreverencia.
—El problema es que vuestro padre nunca os puso una mano encima.
—No —musitó Lilah—. No, nunca.
—Nadie lo quería más que yo —dijo Colleen enérgicamente—. Ahora, creo que ya ha llegado el momento de que decidáis lo que vais a hacer con todo este lío en el que os habéis metido. Cuanto antes lo arreglemos, antes podré volver a mi crucero.
—No querrás decir… —Coco se interrumpió y reformuló precipitadamente la frase—. ¿Piensas quedarte con nosotros hasta que encontremos las esmeraldas?
—Pienso quedarme hasta que decida marcharme —Coco le dirigió una mirada de advertencia y disgusto.
—Qué bien —musitó Coco entre dientes—. Creo que voy a ir preparando la cena.
—Ceno a las siete y media. En punto.
—Por supuesto —mientras Coco se levantaba, se oyó un estruendo, habitual en aquella casa, acercándose por el pasillo—. Dios mío.
Suzanna se levantó inmediatamente.
—Yo me ocuparé de ellos —pero ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos, los niños entraron como un torbellino en la habitación.
—Tramposo, tramposo, tramposo —acusaba Jenny con ojos brillantes.
—Llorona —pero el propio Alex estaba cerca de las lágrimas mientras le daba un empujón a su hermana.
—¿Quiénes son estos vándalos?
—Estos vándalos son mis hijos.
Suzanna estudió atentamente a ambos y advirtió que, aunque ella misma los había arreglado veinte minutos atrás, tenían un aspecto atroz. Evidentemente, la idea de que pasaran una hora jugando en el jardín había sido un desastre.
Colleen giró la copa que tenía en la mano.
—Tráelos aquí. Quiero echarles un vistazo.
—Alex, Jenny —aquel tono de advertencia funcionaba perfectamente—. Acercaos a conocer a la tía Colleen.
—No irá a besarnos, ¿verdad? —murmuró Alex mientras arrastraba los pies por la habitación.
—Desde luego que no. No me gusta besar a niños sucios —tuvo que tragar saliva. Se parecía tanto a Sean, su hermano pequeño. Le tendió formalmente la mano—. ¿Cómo estás?
—Bien —ligeramente sonrojado, Alex tomó aquella mano blanca y huesuda.
—Eres muy vieja —observó Jenny.
—Tienes toda la razón —le confirmó Colleen antes de que Suzanna pudiera decir nada—. Y si tienes suerte, algún día tú también lo serás —le habría gustado acariciar el cabello fino y rubio de la niña, pero eso habría hecho añicos su imagen—. Espero que reprimáis las ganas de gritar y alborotar mientras esté yo en casa. Es más… —se interrumpió cuando algo le rozó la pierna. Bajó la mirada y vio a Fred olfateando la alfombra, en busca de cualquier miga caída.
—¿Eso qué es?
—Eso es nuestro perro —en un arrebato de inspiración, Alex levantó al cachorrillo en brazos—. Si nos tratas mal, te morderá.
—No hará nada parecido —repuso Suzanna al tiempo que posaba la mano en el hombro de su hijo.
—Pero podría —protestó Alex—. No le gusta la gente mala. ¿Verdad, Fred?
Colleen palideció todavía más.
—¿Cómo se llama?
—Se llama Fred —contestó Jenny alegremente—. Trent lo encontró en los acantilados y nos lo trajo a casa —le quitó el cachorro a su hermano—. No muerde, es un perro muy bueno.
—Jenny, déjalo en el suelo antes de que…
—No —Colleen interrumpió la advertencia de Suzanna—. Déjame verlo —Fred se retorcía, ensuciando el prístino traje de Colleen mientras esta lo sentaba en su regazo y lo acariciaba con manos trémulas—. Yo tuve un perro que se llamaba Fred —una solitaria lágrima resbaló por su mejilla—. Lo tuve durante muy poco tiempo, pero lo quise mucho.
Sin decir nada, Lilah buscó la mano de Max y la apretó con fuerza.
—Si quieres puedes jugar con él —le ofreció Alex, asombrado de que alguien tan viejo pudiera llorar—. En realidad no muerde.
—Por supuesto que no muerde —una vez recuperada la compostura, Colleen lo dejó en el suelo y se enderezó trabajosamente—. Sabe que yo también lo mordería si lo hiciera. ¿Alguien va a enseñarme mi habitación o voy a tener que quedarme aquí todo el día y la mayor parte de la noche?
—Nosotros te la enseñaremos —Lilah tiró a Max de la mano para que la ayudara a levantarse.
—Que alguien me sujete el brandy —dijo Colleen imperiosa, y comenzó a golpear el suelo con el bastón.
—Tienes unos parientes encantadores, Calhoun —murmuró Sloan.
—Ya es demasiado tarde para arrepentirte, O’Riley —Amanda dejó escapar un suspiro de alivio—. Vamos, tía Coco, te acompañaré a la cocina.
—¿En qué habitación me vas a instalar? —preguntó Colleen, sin excesivos problemas para respirar tras haber subido hasta el segundo piso.
—En esta primera —respondió Lilah. Max le abrió la puerta y se apartó para dejarla pasar.
Habían abierto las puertas de la terraza para dejar pasar la brisa. Los muebles habían sido encerados precipitadamente, tras haberlos sacado del almacén. Sobre la cómoda de madera de palo de rosa, habían colocado un jarrón con flores frescas y habían llevado cuadros de otras habitaciones para disimular las zonas en las que se despegaba el papel de las paredes. Una delicada colcha de encaje cubría la cama.
—Está bien —murmuró Colleen, decidida a luchar contra la nostalgia—. Asegúrate de que hay toallas limpias, chica. Y tú, Quartermam, ¿no? Sírveme otra dosis de ese brandy y no seas tacaño.
Lilah se asomó al baño adyacente y comprobó que todo estaba como debía.
—¿Necesitas algo más, tiíta?
—Controla tu tono, y no me llames tiíta. Podéis enviarme a la doncella cuando sea la hora de la cena.
Lilah presionó la lengua contra la mejilla.
—Me temo que hace años que no hay empleados en esta casa.
—No puede ser —Colleen se apoyó sobre su bastón—. ¿Quieres decir que ni siquiera tenéis una asistenta?
—Sabes perfectamente que desde hace algún tiempo nuestra situación económica no es muy boyante.
—Y a mí no me vais a sacar un solo penique para este maldito lugar —caminó sofocada hasta las puertas de la terraza. Dios, pensó, aquella vista… Nada había cambiado. ¿Cuántas veces, y durante cuántos años había contemplado aquella vista?—. ¿Quién tiene la habitación de mi madre?
—Yo —respondió Lilah, alzando la barbilla.
Colleen se volvió muy lentamente.
—Por supuesto —suavizó la voz—. ¿Sabes que te pareces mucho a ella?
—Sí, Max encontró una fotografía suya en un libro.
—Una fotografía en un libro —volvía la amargura a su voz—. Eso fue todo lo que nos quedó de ella.
—No. Hay mucho más. Siempre quedará una parte de ella en esta casa.
—No digas tonterías. Fantasmas, espíritus… Esa es la influencia de Cordelia. Bazofia. La muerte es la muerte, chica. Y cuando estés tan cerca de ella como lo estoy yo ahora, lo sabrás.
—Si tú la sintieras como la siento yo, pensarías de forma diferente.
Colleen se encerró en sí misma.
—Cerrar la puerta al salir. Me gusta defender mi intimidad.
Lilah esperó hasta que estuvo fuera para comenzar a farfullar:
—Es un viejo murciélago grosero y gruñón —después, se encogió de hombros y agarró a Max del brazo—. Vamos a tomar un poco de aire fresco. Y pensar que realmente he llegado a sentir algo bueno por ella cuando ha sentado a Fred en su regazo.
—En realidad no es tan mala, Lilah —salieron por la habitación de Max a la terraza—. Es posible que tú seas tan cascarrabias como ella cuando cumplas ochenta años.
—Yo nunca seré tan cascarrabias —cerró los ojos, se echó el pelo hacia atrás y sonrió—. Yo tendré una preciosa mecedora en la que tomaré el sol y me pasaré la mayor parte del día dormida —deslizó la mano por su brazo—. ¿No me vas a dar un beso de bienvenida?
—Sí —enmarcó su rostro entre las manos—. Hola, ¿cómo te ha ido el día?
—Ha sido un día caluroso y ajetreado —pero en aquel momento se sentía deliciosamente fresca y relajada—. Ha vuelto ese profesor del que te hablé. Parece muy interesado en mí. Me pone muy nerviosa.
La sonrisa de Max desapareció.
—Deberías denunciarlo a la policía.
—¿Por qué? ¿Porque me da malas vibraciones? —soltó una carcajada y lo abrazó—. No, hay algo en él que no me gusta. Siempre lleva gafas de sol, como si quisiera ver a los demás, pero no quisiera que lo vieran.
—Estás permitiendo… —de pronto, Max la agarró con fuerza del brazo—. ¿Qué aspecto tiene?
—Es un hombre muy normal. ¿Por qué no nos echamos un rato antes de cenar? La tía Colleen me ha dejado agotada.
—¿Qué aspecto tiene? —repitió Max.
—Mide más o menos como tú, es atractivo. Andará por los treinta años, imagino. Viste como casi todos los excursionistas: camiseta y vaqueros. Pero no está nada moreno —añadió, frunciendo repentinamente el ceño—. Y es extraño, porque me ha dicho que ha estado acampando un par de semanas. Tiene el pelo castaño, barba y bigote.
—Podría ser él —la posibilidad de que se tratara de Caufield lo dejó completamente helado—. Dios mío, ha estado contigo.
—Crees… crees que es Caufield —la idea la dejó tan estremecida que tuvo que apoyarse contra la pared—. ¡Qué tonta he sido! Tuve la misma sensación, idéntica, cuando ese supuesto Livingston vino a buscar a Amanda para llevarla a cenar —se pasó las manos por el pelo—. Debo estar perdiendo facultades.
Los ojos de Max se ensombrecieron mientras miraba hacia los acantilados.
—Si vuelve, estaré preparado para recibirlo.
—No empieces a jugar al héroe —alarmada, lo agarró del brazo—. Es peligroso.
—No dejaré que vuelva a acercarse a ti —volvía a su rostro aquella expresión intensa y obstinada—. Mañana pasaré todo el día contigo.