10

Era una anciana. Permanecía sentada, con un aspecto tan frágil y quebradizo como una copa antigua, a la sombra de un olmo viejo. Cerca de ella, unos alegres y coloridos pensamientos disfrutaban del sol y flirteaban con los zánganos que zumbaban a su alrededor. Los residentes caminaban por los senderos empedrados que cruzaban los jardines de Madison House. Algunos lo hacían en silla de ruedas, eran empujados por familiares o trabajadores de la residencia; otros caminaban, por parejas o solos, con el cuidado y la indecisión de la edad.

Había pájaros cantando. Las mujeres escuchaban y movían suavemente la cabeza, negándose a rendirse a la artritis. La mujer que iban a visitar llevaba unos pantalones de color rosa y una blusa de algodón que le había regalado una de sus bisnietas. A ella siempre le habían gustado los colores vivos. Y algunas cosas no cambiaban con la edad.

Su piel era oscura y con tantas arrugas como un mapa antiguo. Hasta dos años antes, había vivido sola, cuidando de su propio jardín y haciéndose ella sola la comida. Pero una caída, una desgraciada caída, la había dejado impotente y dolorida en la cocina durante cerca de doce horas y se había convencido a sí misma de que necesitaba un cambio.

Tenía compañía cuando quería e intimidad cuando no la deseaba. Millie Tobías imaginaba que, a los noventa y ocho años, se había ganado el derecho a elegir.

Se alegraba de tener visitas. Sí, pensó mientras tejía, claro que le gustaba. El día había comenzado bien. Se había levantado sin más achaques de los habituales. La cadera le tiraba un poco, lo que quería decir que pronto iba a llover. Pero no importaba, reflexionó. La lluvia era buena para las flores.

Sus manos continuaban tejiendo, pero rara vez las miraba. Sabían perfectamente lo que tenían que hacer con las agujas y la lana. En vez de mirar su tejido, observaba el camino, ayudando a sus ojos con unas gruesas lentes. Vio a la joven pareja, un joven delgado con el pelo desgreñado y oscuro; la chica esbelta, con un ligero vestido de verano y el pelo del color de las hojas en otoño. Se acercaban a ella tomados de la mano. Millie tenía una foto de dos jóvenes amantes y decidió que eran tan hermosos como los de su foto.

Sus manos continuaron tejiendo cuando los jóvenes abandonaron el camino para reunirse con ella a la sombra del árbol.

—¿Señora Tobías?

Millie estudió a Max, vio unos ojos sinceros y una sonrisa tímida.

—Ajá —dijo—. Y usted debe ser el doctor Quartermain —su voz conservaba el marcado acento del este—. La gente se doctora muy joven en esta época.

—Sí, señora. Esta es Lilah Calhoun.

No había un gramo de timidez en todo su cuerpo, decidió, y no le disgustó en absoluto que Lilah se sentara en la hierba para admirar su tejido.

—Es precioso —Lilah lo acarició con un dedo—. ¿Qué va a ser?

—Lo que él mismo quiera. Eres de la isla.

—Sí, nací aquí.

Millie dejó escapar un suspiro.

—No he vuelto a la isla desde hace treinta años. No soporto vivir allí después de haber perdido a mi Tom. Pero todavía echo de menos el sonido del mar.

—¿Estuvieron mucho tiempo casados?

—Cincuenta años. Y disfrutamos de una vida muy hermosa. Tuvimos ocho hijos y los vimos crecer a todos ellos. Ahora tengo veintitrés nietos, quince bisnietos y siete tataranietos —soltó una carcajada—. A veces tengo la sensación de haber propagado yo sola todo este viejo mundo. Saca las manos de los bolsillos, muchacho —le dijo a Max—. Y siéntate aquí, para que no tenga que estirar el cuello —esperó hasta que Max se sentó—. ¿Esta es tu novia? —le preguntó.

—Ah… bueno.

—¿Es o no es? —exigió Millie, mostrando sus dientes en una radiante sonrisa.

—Sí, Max —Lilah le dirigió una divertida y perezosa mirada—. ¿Es o no es?

Acorralado, Max dejó escapar un bufido.

—Supongo que podría decirse que sí.

—Es de reacciones lentas, ¿verdad? —le dijo a Lilah y le guiñó un ojo—. No hay nada de malo en eso. Te pareces a ella —dijo bruscamente.

—¿A quién?

—A Bianca Calhoun. ¿No es de ella de quien queréis hablarme?

Lilah posó la mano en el brazo de Millie. Su carne era tan fina como el papel.

—La recuerda.

—Ajá. Era una gran dama. Hermosa y con un buen corazón. Adoraba a sus hijos. Muchas de las ricas damas que veraneaban en la isla estaban encantadas dejando a sus hijos al cuidado de las niñeras, pero a la señora Calhoun le gustaba cuidarlos personalmente. Le gustaba dar paseos con ellos y pasaba muchas horas en el cuarto de juegos. Subía a verlos antes de dormir, todas las noches, a menos que su marido tuviera algún plan y la hiciera salir antes de que los niños se hubieran acostado. Era una buena madre, y creo que de una mujer no se puede decir nada mejor.

Millie asintió con firmeza y volvió a animarse a hablar cuando vio que Max estaba tomando notas.

—Trabajé en Las Torres tres veranos, en el doce, el trece y el catorce —y con aquel curioso efecto de la edad en la memoria, podía recordarlo todo con perfecta claridad.

—¿Le importa? —Max sacó una pequeña grabadora—. Nos ayudará a recordar lo que nos diga.

—En absoluto —de hecho, la complacía terriblemente. Se sentía como si estuviera en un programa de televisión. Sus dedos dejaron de trabajar mientras se instalaba más cómodamente en la silla—. ¿Todavía vives en Las Torres? —le preguntó a Lilah.

—Sí, con mi familia.

—Cuántas veces habré bajado y subido esas escaleras. Al señor no le gustaba que empleáramos la escalera principal, pero cuando él no estaba, claro que la utilizaba, y me sentía como si fuera una dama; regodeándome en el frufrú de las faldas y alzando la nariz. En aquella época yo estaba bastante bien. Y utilizaba mi aspecto para coquetear con el jardinero. Pero solo era una forma de poner celoso a Tom, y de esa forma conseguí que se diera más prisa.

Suspiró y se recostó en el asiento.

—Nunca había visto una casa como aquella. Los muebles, los cuadros, la cristalería. Una vez a la semana, limpiábamos todas las ventanas con vinagre y resplandecían como diamantes. Y a la señora siempre le gustaba tener flores frescas por todas partes. Ella misma cortaba las rosas y las peonías del jardín o salía a buscar orquídeas silvestres.

—¿Qué puede decirnos del verano en el que murió? —la interrumpió Max.

—La señora pasaba mucho tiempo en la habitación de la torre, mirando a los acantilados o escribiendo su libro.

—¿Su libro? —intervino Lilah—. ¿Se refiere a su diario?

—Supongo que era algo así. A veces la veía escribir cuando le subía el té. Ella siempre me daba las gracias. Y me llamaba por mi nombre. «Gracias, Millie», me solía decir, «hace un buen día», o «no tenías que haberte molestado, Millie, ¿cómo está tu novio?». Era tan amable —sus labios se tensaron—. Sin embargo, el señor no era capaz de decirte una sola palabra. Para el caso que nos hacía, podíamos haber sido un pedazo de madera.

—No le gustaba —señaló Max.

—Yo no soy quién para decir si me gustaba o no, pero sí puedo decir que no he conocido a un hombre más duro y frío en mi vida. Las otras chicas y yo hablábamos a veces de él. ¿Cómo una mujer tan dulce y adorable podía estar casada con un hombre como aquel? Yo diría que por dinero. Oh, tenía unos vestidos preciosos, joyas, asistía a todo tipo de fiestas… Pero no era feliz. Sus ojos siempre estaban tristes. Salían algunas noches y otras las pasaban en casa. Él casi siempre se dedicaba a sus cosas, a los negocios y a la política, apenas prestaba atención a su esposa y mucho menos a sus hijos. Aunque al mayor parecía tenerle cariño.

—Ethan —le comentó Lilah—. Mi abuelo.

—Era un buen chico, y muy travieso. Le gustaba deslizarse por la barandilla y jugar en el barro. A la señora no le importaba que se ensuciara, pero tenía que asegurarse de que estuviera bien limpio para cuando llegaba el señor a casa. Era un hombre duro ese Fergus Calhoun. ¿Alguien puede asombrarse de que esa pobre mujer buscara a alguien más amable?

Lilah cerró la mano sobre la de Max.

—¿Sabía que se veía con otro hombre?

—Yo era la encargada de limpiar la torre. En más de una ocasión me asomaba a la ventana y la veía correr por los acantilados. Allí se encontraba con un hombre. Ya sé que era una mujer casada, pero a mí no me corresponde juzgarla. Cada vez que volvía después de haberlo visto, parecía feliz. Al menos durante unas horas.

—¿Sabe quién era él? —le preguntó Max.

—No. Un pintor, creo, porque a veces llevaba un caballete. Pero nunca se lo pregunté a nadie, y tampoco conté lo que había visto. Era el secreto de la señora. Se merecía al menos un secreto.

Como sus manos estaban ya cansadas, las posó en su regazo.

—El día antes de que muriera, les trajo un cachorro a los niños. Un perro perdido que se había encontrado en los acantilados. Dios, qué conmoción. Los niños se volvieron locos con ese perro. La señora hizo que uno de los jardineros llenara un balde en el patio y entre ella y los niños bañaron al cachorro. Reían cuando el perro aullaba. La señora echó a perder su vestido. Después, yo ayudé a la niñera a cambiar a los niños. Fue la última vez que los vi felices.

Se interrumpió un instante para ordenar sus pensamientos y fijó la mirada en dos mariposas que volaban hacia los pensamientos.

—Hubo una discusión terrible cuando el señor volvió a casa. Hasta entonces, nunca había oído a la señora levantarle la voz. Estaban en el salón y yo en el pasillo. Podía oírlos perfectamente. El señor no quería tener al perro en casa. Por supuesto, los niños estaban llorando, pero él dijo, con toda su frialdad, que la señora tenía que entregar el perro a los sirvientes para que se deshicieran de él.

Lilah sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Pero por qué?

—No era suficientemente bueno para ellos porque no era un perro de raza. La niña se enfrentó directamente a su padre y a él no pareció importarle lo pequeña que era. Yo pensé que iba a pegarle, pero la señora les dijo a sus hijos que se llevaran al perro y subieran con la niñera. Después de aquello, todo fue mucho peor. La señora estaba demasiado furiosa para contenerse. Yo jamás habría dicho que tenía tanto genio, pero aquella noche lo demostró. El señor le dijo cosas terribles, cosas terribles. Le dijo que se iba a ir a Boston unos días y que, mientras él estuviera fuera, debía deshacerse del perro y recordar cuál era su lugar. Cuando salió del salón, su rostro… nunca lo olvidaré. Parecía un loco, me dije a mí misma, y me asomé al salón donde estaba la señora, blanca como un fantasma, sentada en una silla y llevándose una mano al cuello. A la noche siguiente, estaba muerta.

Max no dijo nada durante unos segundos. Lilah desvió la mirada y pestañeó para contener las lágrimas.

—Señora Tobías, ¿oyó algo sobre que Bianca quería abandonar a su marido?

—Más tarde sí. El señor echó a la niñera, a pesar de que esos pobres niños estaban casi enfermos de tristeza. Ella, Mary Beals se llamaba, quería a esa mujer y a sus hijos como si fueran su propia familia. La vi en el pueblo el día que llevaban a la señora a Nueva York para enterrarla. Me dijo que la señora jamás se habría suicidado, que nunca les habría hecho una cosa así a sus hijos. Insistió en que había sido un accidente. Y después me dijo que la señora había decidido marcharse, que había llegado a la conclusión de que no podía seguir con el señor. Iba a llevarse a los niños. Mary Beals me dijo que pensaba irse a Nueva York y que pensaba quedarse con los niños dijera lo que dijera el señor Calhoun. Más tarde me enteré de que Mary Beals había sido despedida.

—¿Alguna vez vio las esmeraldas de los Calhoun, señora Tobías? —le preguntó Max.

—Ajá. Bastaba verlas una vez para no olvidarlas nunca. Cuando la señora las llevaba, parecía una reina. Desaparecieron la noche que murió —una débil sonrisa asomó a sus labios—. Conozco la leyenda, chico. Podría decir que la viví.

Nuevamente serena, Lilah volvió a mirar a la anciana.

—¿Tiene alguna idea de lo que ocurrió con ellas?

—Sé que Fergus Calhoun nunca las tiró al mar. Estaba demasiado aferrado a su dinero para malgastar un solo penique. Si ella pretendía dejarlo, es posible que decidiera llevárselas. Pero él regresó, ya ve.

Max frunció el ceño.

—¿Que regresó?

—El señor volvió la misma tarde que la señora murió. Por eso escondió ella las esmeraldas. Pero la pobre nunca tuvo oportunidad de llevárselas.

—¿Y dónde…? —murmuró Lilah—. ¿Dónde pudo guardarlas?

—En una casa tan grande es imposible saberlo —Millie retomó su labor—. Yo volví para empaquetar sus cosas. Fue un día muy triste. Era imposible no llorar. Envolvimos sus adorables vestidos en papel de seda y los guardamos en un baúl. Nos dijeron que despejáramos completamente la habitación, tuvimos que sacar de allí hasta sus cepillos y sus perfumes. El señor no quería que quedara nada de ella en la casa. Yo no volví a ver las esmeraldas nunca más.

—¿Ni tampoco su diario? —Max esperó mientras Millie apretaba los labios—. ¿Encontraron su diario en su habitación?

—No —sacudió la cabeza lentamente—. No había ningún diario.

—¿Y algunos objetos de escritorio, cartas, tarjetas…?

—Su papel de cartas estaba en el escritorio y también el librito en el que apuntaba sus citas, pero no vi el diario. Lo sacamos todo, no dejamos ni una horquilla. Al verano siguiente, el señor regresó. Mantuvo la que había sido la habitación de la señora cerrada y no quedaba una sola huella de ella en la casa. Las fotografías, los cuadros, habían desaparecido. Los niños apenas reían. Una vez me encontré al más pequeño de los chicos en la puerta de la habitación de su madre, mirándola fijamente. Yo dejé el trabajo a mitad del verano. No podía soportar trabajar en aquella casa con el señor. Se había convertido en un hombre todavía más frío, más duro. A veces subía a la habitación de la torre y se quedaba allí sentado durante horas. Aquel verano me casé con Tom y, desde entonces, nunca regresé a Las Torres.

Horas después, Lilah permanecía en el estrecho balcón de la habitación del hotel. A sus pies, podía ver el rectángulo de la piscina y oír las risas y los chapoteos de las familias y las parejas que disfrutaban de sus vacaciones.

Pero su mente no estaba en aquel verano luminoso ni en los gritos y el susurro del agua. Su corazón había volado ochenta años atrás, a la época en la que las mujeres se engalanaban con vestidos largos y elegantes y escribían sus sueños en diarios secretos.

Cuando Max salió y le rodeó la cintura con los brazos, Lilah se recostó contra él, buscando consuelo.

—Siempre he sabido que no fue feliz —dijo Lilah—. Podía sentirlo. De la misma forma que sentía que estaba desesperadamente enamorada. Pero, hasta hoy, no he sido consciente de que tuvo miedo. Eso no lo había sentido.

—Ha pasado mucho tiempo desde entonces, Lilah —Max besó su melena—. La señora Tobías puede haber exagerado. Recuerda que era una mujer joven e impresionable cuando todo eso ocurrió.

Lilah se volvió para mirarlo tranquila y profundamente a los ojos.

—No crees lo que estás diciendo, ¿verdad?

—No —deslizó los nudillos por su mejilla—. Pero no podemos cambiar lo que pasó. ¿En qué podría ayudarnos ahora?

—Claro que podemos, ¿no te das cuenta? Encontrando las esmeraldas y el diario. Bianca debió escribir todo lo que sentía en su diario. Todo lo que deseaba y temía. Y jamás habría dejado que Fergus lo encontrara. Si escondió las esmeraldas, también escondió el diario, seguro.

—Entonces lo encontraremos. Si atendemos al relato de la señora Tobías, Fergus regresó antes de lo que Bianca esperaba. Por lo tanto, no tuvo oportunidad de sacar las esmeraldas de la casa. Todavía están allí, así que encontrarlas solo es cuestión de tiempo.

—Pero…

Max sacudió la cabeza y le enmarcó el rostro con las manos.

—¿No eres tú la que dice que hay que confiar en los sentimientos? Piensa en ello. Trent vino a Las Torres y se enamoró de C. C. Cuando se le ocurrió la idea de restaurar la casa para convertirla en un hotel, la antigua leyenda salió nuevamente a la luz. Una vez se hizo pública, Livingston o Caufield, o como quiera que se llame, se obsesionó con las esmeraldas. Le hizo proposiciones a Amanda, pero ella ya estaba enamorada de Sloan, que también vino aquí por Las Torres. Desde entonces, ya hemos conseguido encajar algunas piezas de este gran rompecabezas. Hemos encontrado una fotografía de las esmeraldas. Hemos localizado a una mujer que conoció a Bianca y que ha corroborado la tesis de que escondió las esmeraldas en la casa. Cada uno de los pasos que hemos dado guarda relación con el anterior. ¿Crees que habríamos llegado tan lejos si de verdad no fuéramos a encontrarlas?

La mirada de Lilah se suavizó mientras rodeaba con las manos las muñecas de Max.

—Eres terriblemente bueno para mí, profesor. Un poco de lógica optimista era precisamente lo que necesitaba en este momento.

—Entonces te daré algo más. Creo que el siguiente paso es intentar seguir las huellas del pintor.

—¿De Christian? ¿Pero cómo?

—Eso déjamelo a mí.

—De acuerdo —deseando sentir los brazos de Max a su alrededor, apoyó la cabeza en su hombro—. Hay otra conexión posible. Quizá pienses que está fuera de lugar, pero no puedo evitar pensar en ella.

—Dime.

—Hace un par de meses, Trent fue a dar un paseo por los acantilados. Encontró a Fred. Nunca hemos sido capaces de averiguar qué hacía aquel cachorro por allí solo. Me ha hecho pensar en el perrito que Bianca les llevó a los niños, aquel por el que discutió tan amargamente con Fergus el día antes de morir —dejó escapar un largo suspiro—. También pienso en esos niños. Me resulta difícil imaginarme a mi abuelo como un niño pequeño. Nunca lo conocí porque murió antes de que yo naciera. Pero puedo imaginármelo en la puerta de la habitación de su madre, sufriendo. Y me rompe el corazón.

—Chss —Max tensó su abrazo—. Es mejor pensar que Bianca encontró la felicidad con ese pintor. ¿No puedes imaginártela corriendo a buscarlo por los acantilados, disfrutando a escondidas de unas horas de sol o buscando algún lugar tranquilo en el que pudieran estar solos?

—Sí —curvó los labios sobre el cuello de Max—. Sí, puedo. Quizá sea esa la razón por la que me gusta tanto estar en la torre. Bianca no era desgraciada cuando estaba en ella y podía pensar libremente en Christian.

—Y si hay justicia en el mundo, seguro que ahora están juntos.

Lilah inclinó la cabeza para mirarlo.

—Eres terriblemente bueno para mí. Te voy a proponer una cosa, ¿por qué no aprovechamos la piscina que tenemos ahí abajo? Me gustaría nadar contigo en una situación que no sea de vida o muerte.

Max le dio un beso en la frente.

—Has tenido una idea magnífica.

Lilah hizo algo más que flotar y nadar. Max jamás había visto a nadie que realmente fuera capaz de dormir en el agua. Pero Lilah podía. Cerraba despreocupadamente los ojos tras las gafas de sol, con el cuerpo completamente relajado. Llevaba un bikini de tirantes estrechos y un estampado de piel de leopardo que hacía que a Max le subiera la tensión sanguínea… Y tenía el mismo efecto en todos los hombres que había en cien metros a la redonda. Pero ella continuaba flotando tranquilamente, moviendo las manos con delicadeza en el agua. De vez en cuando, daba una patada perezosa para impulsarse y la melena flotaba a su alrededor. De tanto en tanto, buscaba la mano de Max, o le rodeaba el cuello con los brazos, confiando en que la mantuviera a flote.

Y de pronto, lo besó. Sus labios estaban fríos, húmedos. Y su cuerpo tan fluido como el agua que los rodeaba.

—Creo que este es el momento ideal para echarse una siesta —comentó Lilah. Lo dejó en la piscina y se estiró en una tumbona, bajo una sombrilla.

Cuando se despertó, las sombras ya eran mucho más largas y solo quedaban algunos acérrimos aficionados a la natación en el agua. Miró a su alrededor, buscando a Max, y comprobó vagamente desilusionada que no se había quedado con ella. Se envolvió en su pareo y fue a buscarlo.

La habitación estaba vacía, pero había una nota en la cama, escrita con la cuidada caligrafía de Max.

«Tengo un par de cosas que hacer. Volveré pronto».

Lilah se encogió de hombros, buscó en la radio una emisora de música clásica y se dio una larga y cálida ducha.

Reanimada y relajada, se quitó la toalla y comenzó a echarse crema con largas y perezosas caricias. Quizá encontraran un restaurante pequeño y acogedor en el que cenar, se dijo. Algún lugar con iluminación tenue y música en directo. Podrían prolongar la velada a la luz de las velas y deleitarse con un frío y burbujeante champán.

Después volverían al hotel y correrían las cortinas del balcón. Max la besaría de aquella forma tan minuciosa y embriagadora, hasta que ninguno de los dos fuera capaz de apartar las manos del otro. Lilah tomó un frasquito de perfume y lo vaporizó sobre su piel. Después, harían el amor, lenta o frenéticamente, delicada o desesperadamente, hasta que terminaran durmiéndose abrazados.

No pensarían en la tragedia de Bianca, ni en ladrones de esmeraldas. Aquella noche solo pensarían el uno en el otro.

Soñando en él, Lilah se adentró en el dormitorio.

Max la estaba esperando. Parecía que hubiera estado esperándola durante toda su vida. Ella se detuvo, con los ojos oscurecidos por la luz de las velas que Max había encendido. Su pelo húmedo llameaba frente a aquella delicada luz. Su perfume flotaba en la habitación, misterioso, seductor, mezclado con la fragancia del ramo de fresias que Max le había comprado.

Al igual que ella, había imaginado una noche perfecta y estaba intentando ofrecérsela.

La radio continuaba emitiendo melodías románticas. Sobre la mesa situada frente a las puertas del balcón, descansaban dos elegantes velas blancas. El champán acababa de ser servido en dos copas altas previamente escarchadas. Frente a ellos, el sol se ponía en el cielo, convertido en un globo escarlata que se hundía en el azul profundo del horizonte.

—He pensado que podríamos cenar aquí —le dijo, tendiéndole la mano.

—Max —la emoción le constreñía la garganta—. ¿Ves como siempre he tenido razón? —entrelazó los dedos con los de Max—. Eres un poeta.

—Quería estar a solas contigo —tomó uno de los frágiles capullos y se lo puso en el pelo—. Espero que no te importe.

—No —dejó escapar un trémulo suspiro cuando Max le besó la palma de la mano—. No me importa.

Max tomó las copas y le tendió una.

—En los restaurantes hay tanta gente…

—Y son tan ruidosos —se mostró de acuerdo Lilah, mientras acercaba su copa a la de Max.

—Y alguien podría protestar si comienzo a besarte antes de los aperitivos.

Sin dejar de mirarlo, Lilah bebió un sorbo de champán.

—Yo no lo haría.

Max deslizó un dedo por su cuello y le hizo inclinar la cabeza para que sus labios pudieran encontrarse.

—Creo que deberíamos darle a la cena una oportunidad —susurró Max al cabo de un momento.

Se sentaron juntos para contemplar la puesta de sol mientras se iban dando el uno al otro pedacitos de langosta empapada en dulce mantequilla caliente. Lilah dejaba que el champán explotara en su lengua y después se volvía hacia él, donde el sabor del champán se convertía en algo sencillamente embriagador.

Mientras les llegaba desde la radio un preludio de Chopin, Max besó suavemente su hombro y deslizó los labios hasta su cuello.

—La primera vez que te vi —le dijo mientras introducía un pedazo de langosta entre sus labios—, pensé que eras una sirena. Y aquella primera noche soñé contigo —frotó suavemente sus labios—. Desde entonces, he soñado contigo cada noche.

—Cuando me siento en la torre pienso en ti… de la misma manera que Bianca pensó en otro tiempo en Christian. ¿Crees que llegarían a hacer el amor?

—No creo que Christian pudiera resistirse.

Por los labios de Lilah escapaba su trémula respiración.

—No creo que ella quisiera que se resistiera —mirándolo a los ojos, empezó a desabrocharle la camisa—. Ella también se moría de deseo por él, de ganas de acariciarlo —con un suspiro, deslizó las manos por su pecho—. Cuando estaban juntos, solos, nada más importaba.

—Él se volvería loco por ella —tomó a Lilah de las manos para hacerla levantarse. La abandonó un momento, para cerrar las ventanas, de manera que quedaran encerrados entre la música y la luz de las velas—. Debían perseguirlo noche y día imágenes de Bianca. Su rostro… —recorrió con los dedos las mejillas de Lilah, la barbilla, la garganta—. Cada vez que cerraba los ojos, la vería. Su sabor… —presionó sus labios—. Cada vez que respiraba, estaría allí para recordarle sus besos.

—Y ella permanecería despierta noche tras noche en su cama, deseando sus caricias —con el corazón acelerado, deslizó la camisa por los hombros de Max y se estremeció cuando este le desató el cinturón de la bata—, recordando cómo la miraba cuando la desnudaba.

—Christian no podía desearla más de lo que te deseo a ti —la bata resbaló hasta el suelo. Y Max se acercó todavía más a Lilah—. Déjame demostrártelo.

La luz de las velas era cada vez menos intensa. Un solitario rayo de luna se filtraba por una minúscula rendija entre las cortinas. Se sentía la música, la creciente pasión y la fragancia de aquellas frágiles flores.

Promesas susurradas y respuestas desesperadas. Una risa grave y ronca, un gemido sollozante. Desde la paciencia a la urgencia, desde la ternura a la locura, se entregaron el uno al otro. Durante aquella oscura e interminable noche, se mostraron ávidos, incansables. Una delicada caricia podía causar un temblor; un toque más brusco un suspiro. Se acercaban el uno al otro con generoso afecto y al instante siguiente como si fueran belicosos guerreros.

Cada vez que se creían saciados, eran capaces de volver a excitarse.

Y no dejaron de amarse hasta que las velas se fundieron y la luz grisácea del amanecer se filtró sigilosa en la habitación.