Estaba a punto de estallar una tormenta. Por la ventana de la torre, Lilah pudo ver un rayo plateado rasgando el cielo hacia el Este. Un trueno lo siguió, abriéndose paso entre los cúmulos de nubes y retumbando entre las rocas. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero no era de miedo, sino de emoción.
Iba a ocurrir algo. Lo sentía, y no solo en aquella atmósfera espesa, cargada, sino en el latido primitivo de su propia sangre.
Cuando posó la mano en el cristal de la ventana, casi esperaba que sus dedos chisporrotearan, sacudidos por el poder de la electricidad. Pero el cristal estaba frío y suave, y tan oscuro como el cielo.
Sonrió ligeramente al oír el trueno en la distancia y pensó en su bisabuela. ¿Habría estado Bianca alguna vez allí, contemplando cómo iba formándose la tormenta, esperando que se desatara sobre la casa y bañara la torre con su luz fantasmagórica? ¿Habría deseado estar junto a su amante, para compartir con él el poder y la fuerza de la pasión que los cielos desataban? Por supuesto, pensó Lilah. ¿Qué mujer no lo habría hecho?
Pero seguramente Bianca había estado allí completamente sola, Lilah lo sabía, igual que lo estaba ella en aquel momento. Quizá había sido la soledad, el intenso dolor de la soledad, el que le había hecho arrojarse por esa misma ventana para estrellarse contra las inmisericordes rocas.
Sacudiendo la cabeza, Lilah apartó la mano del cristal. Se estaba poniendo taciturna otra vez y tenía que evitarlo. La depresión y los pensamientos tristes no eran algo propio de una mujer que prefería tomarse la vida tal como le iba llegando y que había convertido en una filosofía vital el evitar sus cargas más pesadas.
A Lilah no la avergonzaba el hecho de preferir estar sentada a estar de pie o pasear a correr y le parecían mucho más saludables las largas siestas que el hacer ejercicio para mantener el cuerpo y la mente en forma.
No era que no fuese ambiciosa. Simplemente, sus ambiciones tenían en cuenta el hecho de que para ella la comodidad tenía prioridad sobre cualquier posible cumplido.
No le gustaba verse taciturna y pensativa y estaba enfadada consigo misma porque había convertido ambas cosas en un hábito durante aquellas semanas, cuando debería estar siendo completamente feliz. Su vida continuaba transcurriendo a paso firme y sin prisas. Su casa y su familia, que para ella eran tan importantes como su propia comodidad, estaban a salvo. De hecho, ambas parecían expandirse de forma muy satisfactoria.
La más pequeña de sus hermanas, C. C. acababa de regresar de su luna de miel y estaba resplandeciente como una rosa. Amanda, la más práctica de las hermanas Calhoun, estaba locamente enamorada y planificando su propia boda.
Y los dos hombres que acababan de entrar en la vida de sus hermanas, merecían la total aprobación de Lilah. Trenton St. James, su reciente cuñado, era un astuto hombre de negocios que, bajo aquellos trajes de corte tan meticuloso, escondía un tierno corazón. Sloan O’Riley, con sus botas de vaquero y su acento de Ocklahoma, se merecía toda la admiración de Lilah por haber sido capaz de ver más allá de la apariencia quisquillosa de Amanda.
Por supuesto, tener a dos de sus adorables sobrinas unidas a un hombre, hacía que tía Coco delirara de felicidad. Lilah rio suavemente, pensando en cómo su tía estaba convencida de que había sido ella la responsable de ambas relaciones amorosas. Y en ese momento, naturalmente, la que durante tanto tiempo había sido guardiana de las hermanas Calhoun, estaba dispuesta a prestar el mismo servicio a Lilah y a Suzanna, la mayor de las hermanas.
Buena suerte, le deseó Lilah a su tía. Después de un divorcio traumático y dos niños de los que cuidar, por no mencionar el negocio del que tenía que ocuparse, Suzanna no parecía muy dispuesta a colaborar. Ya se había quemado una vez, terriblemente además, y una mujer inteligente no iba a acercarse por segunda vez al mismo fuego.
En cuanto a ella, Lilah había hecho todo lo posible por enamorarse, por oír aquel vibrante clic interior que sonaba cuando se encontraba a la persona que el destino había dispuesto para uno. Pero, de momento, aquella habitación de su corazón permanecía obstinadamente en silencio.
Ya habría tiempo para eso, se recordó a sí misma. Tenía veintisiete años y se consideraba feliz con su trabajo y su familia. Unos meses atrás, habían estado a punto de perder Las Torres, la excéntrica vivienda de los Calhoun que había sido construida sobre los acantilados y dominaba el mar desde su altura. Si no hubiera sido por Trent, Lilah podría no haber vuelto jamás a la habitación de la torre que tanto adoraba, ni observar desde allí la formación de una tormenta.
De modo que tenía su casa, su familia, un trabajo que le interesaba y, se recordó a sí misma, un misterio que resolver. Las esmeraldas de la bisabuela Bianca. Aunque nunca las había visto, era capaz de visualizarlas perfectamente con solo cerrar los ojos.
Dos espectaculares filas de esmeraldas realzadas con fríos diamantes. El destello del oro convertido en una caprichosa filigrana. Y colgando de la gargantilla, esa rica y resplandeciente esmeralda en forma de lágrima. Más que su valor económico o estético, aquella joya representaba para Lilah un vínculo directo con una antepasada que la fascinaba y la esperanza de una amor eterno.
La leyenda decía que Bianca, decidida a poner fin a un matrimonio sin amor, había guardado sus más queridas pertenencias, entre las que se encontraba aquella gargantilla, en una caja. Esperando encontrar la forma de reunirse con su amante, las había escondido. Pero antes de que hubiera podido fugarse para empezar una nueva vida con Christian, la desesperación la había llevado a lanzarse desde aquella misma torre hacia la muerte.
Un trágico final para un romance, pensó Lilah, pero no siempre se entristecía al pensar en él. El espíritu de Bianca permanecía en Las Torres y en aquella habitación en la que Bianca había pasado tantas horas anhelando a su amante. Lilah se sentía muy cerca de ella.
Encontraría las esmeraldas, se prometió a sí misma. Merecía la pena encontrarlas.
La verdad era que la gargantilla ya había causado ciertos problemas. La prensa se había enterado de su existencia y había especulado de forma incesante sobre el tesoro escondido. Con tanto éxito, pensó Lilah, que había atraído a decenas de turistas y aficionados a la búsqueda del tesoro, e incluso había llevado a un implacable ladrón al interior de su casa.
Cuando pensaba que Amanda podría haber sido asesinada por intentar proteger los papeles de la familia, y los riesgos que había corrido intentando evitar que pudiera caer cualquier pista sobre las esmeraldas en otras manos, Lilah se estremecía. A pesar del heroísmo de Amanda, el hombre que había dicho llamarse William Livingston se había marchado de la casa con un montón de papeles. Y Lilah esperaba sinceramente que no hubiera encontrado nada más que recetas viejas y facturas pendientes de pago.
William Livingston, alias Peter Mitchell, alias otra docena de nombres, no iba a conseguir poner sus sucias manos sobre aquellas esmeraldas. No si las mujeres Calhoun podían hacer algo para evitarlo. En lo que a Lilah concernía, entre aquellas mujeres incluía a Bianca, que era tan esencial a Las Torres como el yeso de las paredes o la madera de las vigas.
Inquieta, se apartó de la ventana. No era capaz de comprender por qué las esmeraldas y la mujer a la que le habían pertenecido se aferraban de forma tan intensa a sus pensamientos aquella noche. Pero Lilah era una mujer que creía en la intuición y en las premoniciones con la misma naturalidad con la que creía que el sol salía todos los días por el Este.
Aquella noche iba a ocurrir algo.
Miró nuevamente hacia la ventana. La tormenta estaba cada vez más cerca, era cada vez más fuerte. Y sintió la loca necesidad de salir a encontrarse con ella.
Max sentía el estómago revuelto mientras navegaba en aquel bote. En aquel yate, se recordó a sí mismo. Un hermoso yate con todas las comodidades de una casa. Desde luego, con más comodidades que su propia casa, que consistía en un diminuto apartamento, apenas amueblado, situado cerca del campus de la Universidad de Cornell. El problema era que aquella belleza de doce metros de eslora estaba navegando en un más que malhumorado Atlántico. Y las dos píldoras contra el mareo que Max se había metido en el cuerpo no parecían estar haciéndole efecto.
Se apartó un oscuro mechón de pelo de la frente, donde, como siempre, volvió a caer rebelde otra vez. El tambaleo del barco sacudió la lámpara de cobre que colgaba sobre el escritorio. Max hizo todo lo que pudo para ignorarla. Tenía que concentrarse en su trabajo. A un profesor de historia no le ofrecían todos los días un empleo tan fascinante y lucrativo como aquel. Y aquella era una muy buena oportunidad que tenía que aprovechar.
Ser contratado como investigador por un millonario excéntrico era un tema digno de ficción. Pero, en su caso, se había convertido en realidad.
Cuando el barco se inclinó, Max se llevó la mano a su agitado estómago e intentó respirar hondo. Como aquello no funcionó, intentó concentrarse en su buena suerte.
La carta de Ellis Caufield había llegado en el momento ideal, justo antes de que Max se hubiera comprometido a trabajar en otro lugar durante el verano. Y la oferta le había resultado al mismo tiempo irresistible y halagadora.
En su vida cotidiana, Max no consideraba que tuviera ninguna reputación en especial. Algunos artículos bien recibidos, algún que otro premio, pero eso era todo lo que había conseguido en el hermético mundo de la academia en el que había decidido enterrarse. Si era un buen profesor, pensaba que se debía al placer que le proporcionaba hacer comprender y admirar el pasado a alumnos tan pendientes siempre del presente.
Había sido toda una sorpresa que Caufield, un hombre de leyes, hubiera oído hablar de él y lo respetara lo suficiente como para ofrecerle un trabajo tan interesante.
Y, para un hombre con la mentalidad de Maxwell Quartermain, más interesante aún que el yate, el salario y la idea de pasar el verano en Bar Harbor, era acceder a la historia que encerraba cada uno de los pedazos de papel que le habían pedido que catalogara.
Un recibo de un sombrero de mujer que databa de mil novecientos treinta y dos. La lista de invitados a una fiesta celebrada en mil novecientos once. Una copia de la cuenta de reparación de un Ford de mil novecientos treinta y cinco. Las instrucciones manuscritas para preparar un remedio a base de hierbas contra la difteria. Había cartas escritas antes de la Primera Guerra Mundial, recortes de periódicos con nombres como Carnegie o Kennedy, recibos de compra de un armario Chippendale y un candelabro Waterford. Viejos carnés de baile y ajadas recetas.
Para un hombre que pasaba la mayor parte de su vida intelectual en el pasado, aquello era un tesoro. Max habría analizado cada uno de aquellos pedazos de papel a cambio de nada, pero Ellis Caufield se había puesto en contacto con él y le había ofrecido más de lo que Max podía ganar dando clases durante dos semestres completos.
Era como un sueño hecho realidad. En vez de pasarse el verano luchando para despertar el interés de aburridos estudiantes por la política y la situación de los Estados Unidos antes de la Gran Guerra, estaba viviendo en un sueño. Con el dinero, la mitad del cual ya le habían depositado en el banco, podría tomarse un año sabático y comenzar la novela que durante tanto tiempo había deseado escribir.
Max sentía que había contraído una gran deuda con Caufield. Un año entero para hacer lo que quería. Era más de lo que nunca se había atrevido a soñar. Gracias a su cerebro, había conseguido una beca que le había permitido estudiar en Cornell. Su cerebro había trabajado duramente para permitirle convertirse en doctor en historia con solo veinticinco años. Había pasado ocho años desde entonces, ahorrando, dando clases, preparando conferencias y clasificando documentos. Y solo había tenido tiempo para escribir unos cuantos artículos.
En ese momento, gracias a Caufield, iba a poder tomarse el tiempo del que nunca se había atrevido a disponer. Podría comenzar el proyecto que había mantenido guardado en su corazón y en su cabeza durante años.
Quería escribir una novela ambientada en la segunda década del siglo veinte. No una lección de historia, ni un ensayo sobre los efectos y las causas de la guerra, sino una historia de personas que se habían visto arrastradas por la Historia. La clase de personas a las que había ido conociendo y comprendiendo a través de aquellos viejos papeles.
Caufield le había dado ese tiempo y él iba a aprovechar la oportunidad. Y todo ello aderezado por un verano en un lujoso yate. Era una pena que Max no hubiera previsto cómo iba a afectar a su cuerpo el movimiento del mar.
Particularmente durante las tormentas, pensó, llevándose la mano a su sudoroso rostro. Se esforzaba en concentrarse, pero las desvaídas letras de los papeles se mecían y duplicaban ante sus ojos, añadiendo un terrible dolor de cabeza a sus náuseas. Lo que necesitaba era tomar aire, se dijo a sí mismo. Una buena ráfaga de aire fresco. Aunque sabía que Caufield prefería que se quedara investigando en su camarote durante las noches, Max imaginó que también lo preferiría saludable a acurrucado y gimiente en la cama.
Se levantó y gimió suavemente al sentir que se le revolvía el estómago con la llegada de la siguiente ola. Casi pudo sentir su piel adquiriendo un tono verduzco. Definitivamente, necesitaba aire. Se tambaleó por el camarote, preguntándose si alguna vez llegaría a acostumbrarse al mar. Al cabo de una semana, pensaba que se le estaba dando bastante bien, pero le había bastado saborear el primer incidente climático para ponerse a temblar.
Era una suerte que no hubiera estado, como tantas veces había imaginado, navegando en el Mayflower. Jamás habría conseguido llegar a Plymouth Rock.
Aferrándose con la mano a los paneles de caoba, consiguió trasladarse hasta el pasillo que conducía hasta las escaleras que subían a cubierta.
La puerta del camarote de Caufield estaba abierta. Max, que jamás se habría detenido para escuchar a escondidas, se paró un instante con intención de darle a su estómago un momento de reposo. Oyó entonces a su jefe hablando con el capitán. Cuando consiguió sobreponerse al mareo, se dio cuenta de que no estaban hablando ni del tiempo ni de un posible cambio de rumbo.
—No pienso perder ese collar —dijo Caufield con impaciencia—. Ya me he visto envuelto en bastantes problemas por su culpa.
La respuesta del capitán no fue menos tensa.
—No entiendo por qué has metido a Quartermain en esto. Si llega a averiguar a qué se debe tu interés en esos documentos y cómo los has conseguido, él también se convertirá en un problema.
—No lo averiguará nunca. En lo que a nuestro buen profesor concierne, esos papeles pertenecen a mi familia. Y me considera suficientemente rico y excéntrico como para querer preservarlos.
—Si alguna vez llega a oír algo…
—¿Oír algo? —lo interrumpió Caufield con una carcajada—. Está tan enterrado en el pasado que no es capaz de oír ni su propio nombre. ¿Por qué crees que lo he elegido? Yo sé hacer mi trabajo, Hawkins, y he investigado a Quartermain exhaustivamente. Es un académico con más cerebro que ingenio y solo siente curiosidad por el pasado. Acontecimientos como un robo a mano armada o la desaparición de las esmeraldas de los Calhoun le son completamente indiferentes.
En el pasillo, Max permanecía quieto y en silencio, mientras su malestar físico comenzaba a mezclarse con una repugnante sospecha. Robo a mano armada. Aquella frase se repetía en su cerebro.
—Habría sido mejor irnos a Nueva York —se quejó Hawkins—. Podría haber ido trabajando en el caso Waffingford mientras tú te pasabas todo un mes esperando. Podríamos haber tenido los diamantes de esa vieja dama en menos de una semana.
—Esos diamantes pueden esperar —Caufield endureció la voz—. Quiero esas esmeraldas y voy a conseguirlas. Llevo veinte años en este negocio, Hawkins, y sé que un hombre solo tiene una oportunidad en su vida de conseguir algo tan grande.
—Los diamantes…
—Son piedras —en ese momento su voz parecía mucho más dulce, quizá incluso con algún tinte de locura—. Esas esmeraldas son una leyenda. Y van a ser mías. Cueste lo que cueste.
Max permanecía completamente paralizado fuera del camarote. Las desagradables náuseas que minutos antes sacudían su estómago habían cesado a causa de la impresión. No tenía la menor idea de lo que estaban hablando y tampoco de cómo encajar todas aquellas piezas de información. Pero una cosa era evidente: estaba siendo utilizado por un ladrón y había algo más que historia en los documentos que pretendían que investigara.
No le había pasado por alto el fanatismo que reflejaba la voz de Caufield, y tampoco la violencia reprimida de Hawkins. Y a lo largo de la historia, el fanatismo había demostrado ser la más peligrosa de las armas. Solo se la podía combatir mediante el conocimiento.
Él tenía los documentos en su mano, los conservaría y encontraría la manera de abandonar el barco e ir directamente a la policía. Aunque lo que podía llegar a explicar no tenía ningún sentido. Retrocedió, esperando haber aclarado sus pensamientos para cuando llegara de nuevo a su camarote. Pero una inoportuna ola sacudió el barco en ese momento y Max se vio lanzado a través de la puerta abierta.
—Doctor Quartermain —aferrándose a ambos lados de su escritorio, Caufield elevó una ceja—. Bueno, parece que ha llegado al lugar equivocado en el momento equivocado.
Max se aferró al marco de la puerta y se tambaleó mientras maldecía la inestabilidad del suelo que tenía a los pies.
—Yo… quería tomar aire.
—Ha oído todo lo que hemos dicho —musitó el capitán.
—Soy consciente de ello, Hawkins. No puede decirse que el profesor haya sido dotado con la inexpresividad de un jugador de póquer. Me temo que no va a poder poner un solo pie en la playa durante nuestra estancia en Bar Harbor, doctor —sacó un revólver cromado—. Un serio inconveniente, lo sé. Pero estoy seguro de que su camarote le resultará más adecuado para satisfacer sus necesidades mientras trabaja. Hawkins, llévatelo y enciérralo.
El retumbar de un trueno hizo vibrar la embarcación. Fue todo lo que Max necesitó para comenzar a mover las piernas. Mientras el yate se mecía, volvió corriendo hasta el pasillo. Aferrándose a la barandilla, luchaba contra el movimiento del yate. Los gritos que oía tras él se perdieron en el aullido del viento cuando llegó a cubierta.
Una ráfaga de agua salada le golpeó el rostro, cegándolo por un instante mientras buscaba frenéticamente la manera de escapar. Un rayo rasgó los cielos, mostrándole en aquel instante de luz el mar revuelto, las escarpadas rocas y una franja de tierra a lo lejos. El siguiente movimiento del barco estuvo a punto de tirarlo al suelo, pero consiguió mantenerse en pie gracias a la suerte y a su férrea voluntad de mantenerse erguido. Dejándose llevar por el instinto, echó a correr sobre la húmeda y resbaladiza cubierta. Con el siguiente fogonazo de luz, vio a uno de sus dos repentinos enemigos mirándolo. El hombre gritó y le hizo un gesto, pero Max dio media vuelta y continuó corriendo.
Intentó pensar, pero tenía la cabeza demasiado abarrotada, demasiado confusa. La tormenta, el movimiento del yate, el destello de la pistola. Era como estar atrapado en medio de una pesadilla de otra persona. Él era un profesor de historia, un hombre que vivía entre libros y salía escasas veces a la superficie intentando recordar si había comido o se había encargado de la limpieza. Era, lo sabía, terriblemente aburrido, y sus días transcurrían tranquilamente, inmersos en la rutina en la que había convertido su vida. No podía estar en un yate en medio del Atlántico, siendo perseguido por dos ladrones armados.
—Doctor.
La voz de su jefe sonó suficientemente cerca como para hacer que Max se volviera. La pistola que vio a menos de dos metros de él le hizo comprender que algunas pesadillas eran reales. Fue girando lentamente hasta quedar atrapado frente a la barandilla del barco. Ya no tenía forma de salir corriendo.
—Sé que esto es una incomodidad para usted —dijo Caufield—, pero creo que sería más inteligente que regresara a su camarote —un relámpago de luz enfatizó su argumento—. La tormenta puede ser corta, pero es muy intensa. Y no nos gustaría que… se cayera por la borda.
—Es usted un ladrón.
—Sí —con las piernas abiertas sobre cubierta, Caufield sonrió. Parecía estar disfrutando de la situación. Del viento, del aire cargado de electricidad y del rostro pálido de la presa que tenía acorralada—. Y ahora que puedo ser sincero con usted, le diré exactamente lo que tiene que buscar. De esa forma nuestro trabajo avanzará mucho más rápido. Vamos, doctor, utilice su tan famoso cerebro.
Por el rabillo del ojo, Max vio que Hawkins se acercaba por el otro lado, moviéndose con tanta seguridad sobre la cubierta como una cabra por un accidentado sendero en la montaña. En cuestión de segundos, lo atraparían. Y cuando lo hicieran, estaba seguro, no volvería a ver un aula.
Con un instinto de supervivencia que hasta entonces no había puesto a prueba, se lanzó sobre la barandilla. Oyó el retumbar de otro trueno y sintió que le ardía la sien, después, se sumergió en las aguas convulsas y oscuras del Atlántico.
Lilah había bajado, siguiendo una sinuosa carretera, hasta la base de los acantilados. Se había levantado un viento terrible, que sintió aullar con fiereza y azotar su pelo en cuanto salió del coche. No sabía por qué se había sentido impulsada a acercarse hasta allí, a permanecer sola en aquel estrecho y rocoso pedazo de playa esperando la tormenta.
Pero allí estaba, y sentía la euforia entrando a raudales en su interior, corriendo bajo su piel, imprimiendo velocidad a su corazón. Cuando rio, el sonido de su risa flotó en el viento y el eco lo repitió. El poder y la pasión explotaban a su alrededor en medio de una guerra que contemplaba con deleite.
El agua se estrellaba contra las rocas, explotaba hasta quedar pulverizada sobre ellas y se alzaba hasta donde estaba Lilah. Estaba tan fría que se estremeció, pero no retrocedió. Cerró los ojos, elevó el rostro hacia el cielo y absorbió aquella sensación.
El ruido era terrible, salvaje, primitivo. En el cielo, y cada vez más cerca, se cernía la tormenta. Inmensa, oscura y tempestuosa. La lluvia se sentía con tanta fuerza en el aire que casi se podía saborear, tocar, pero eran los relámpagos los que dominaban la tormenta, cruzando los cielos mientras el retumbar del trueno competía con la violencia del agua y del viento.
Lilah tenía la sensación de estar sola en medio de un cuadro, pero no experimentaba soledad y mucho menos miedo. Era anticipación lo que cosquilleaba en su piel. Una pasión tan oscura como la propia tormenta palpitaba en su sangre.
Algo iba a ocurrir, pensó nuevamente, mientras elevaba el rostro hacia el cielo.
Si no hubiera sido por los relámpagos, no lo habría visto. Al principio, observó la oscura forma que se adivinaba en el agua y se preguntó si un delfín habría podido acercarse tanto a las rocas. Con curiosidad, caminó sobre las rocas de esquisto, apartándose con la mano el pelo que el viento llevaba a su rostro.
No era un delfín, advirtió con una punzada de pánico. Era un hombre. Demasiado estupefacta para moverse, continuó observándolo. Seguramente serían imaginaciones suyas, se dijo. Se había dejado atrapar por la tormenta, por su misterio y por aquella sensación apremiante que la embargaba. Era una locura pensar que había visto a alguien luchando contra las olas en aquel solitario y convulso palmo de agua.
Pero cuando la figura apareció otra vez, flotando, Lilah se quitó las sandalias y corrió hacia el agua helada.
Le flaqueaban las fuerzas. Aunque había conseguido deshacerse de los zapatos, las piernas le pesaban terriblemente. Él siempre había sido un buen nadador. Era el único deporte que se le daba bien. Pero el mar era infinitamente más fuerte que él. Era él el que lo arrastraba, y no sus brazos y sus piernas. Lo hundía a capricho y después lo liberaba, permitiéndole tomar una nueva bocanada de aire.
Ni siquiera podía recordar por qué luchaba. El frío que hacía tiempo ya había entumecido su cuerpo comenzaba a tener el mismo efecto en su cerebro. Sus movimientos eran ya prácticamente automáticos y cada vez más débiles. Era el mar el que lo guiaba, el que lo atrapaba, y el que, estaba empezando a aceptarlo, terminaría matándolo.
Lo sacudió una ola y, exhausto, se dejó arrastrar por ella. Lo único que esperaba ya era ahogarse antes de ser estampado contra las rocas.
Sintió que algo le rodeaba el cuello y, con sus últimas fuerzas, lo empujó. Alguna serpiente marina, o quizá fueran algas, se había enredado en su cuello. Entonces su rostro emergió otra vez a la superficie. Sus pulmones sedientos absorbieron el aire. Vio un rostro cerca del suyo. Un rostro pálido y sorprendentemente bello. Un glorioso pelo húmedo y oscuro flotaba sobre él.
—Agárrese —le gritó la chica—. Todo saldrá bien.
Estaba arrastrándolo hacia la orilla, batiéndose contra la estela dejada por una ola. Era una alucinación, pensó Max. Tenía que estar alucinando para ser capaz de imaginar a una mujer tan bella llegando en su ayuda justo antes de morir. Pero la posibilidad de que hubiera ocurrido un milagro reavivó su ya casi agotado instinto de supervivencia y comenzó a colaborar con ella.
Las olas los golpeaban, los arrastraban hacia dentro cada vez que conseguían dar un paso. Por encima de sus cabezas, el cielo se abrió para dejar caer un aguacero. Ella le estaba gritando algo otra vez, pero lo único que Max podía oír era el zumbido de su propia cabeza.
Decidió que debía estar muerto. Desde luego, ya no sentía dolor. Lo único que podía ver era el rostro de aquella mujer, el brillo de sus ojos y sus pestañas cubiertas de agua. A un hombre podían ocurrirle cosas peores que morir con aquella imagen en mente.
Pero los ojos de la joven brillaban con enfado, parecían haberse cargado de electricidad. Quería que la ayudara, comprendió Max. Necesitaba ayuda. Instintivamente, le pasó el brazo por la cintura, para que se apoyaran el uno en el otro.
Perdió la cuenta mientras caminaban, de las veces que caía y volvía a levantarse. Cuando vio las rocas que sobresalían en el agua, las afiladas aristas que asomaban entre la espuma, sin pensárselo dos veces, volvió su cuerpo agotado hacia ella. Una furiosa ola los derrumbó con la misma facilidad con la que un ser humano se deshace de una hormiga.
Se golpeó el hombro contra la roca, pero apenas lo sintió. Sentía también los granos de arena bajo sus rodillas. El agua luchaba por engullirlos, pero, arrastrándose sobre las rocas, consiguieron alcanzar la orilla.
Las náuseas iniciales fueron espantosas, lo atormentaban de tal manera que por un instante pensó que su cuerpo se iba a partir en dos. Cuando pasó lo peor, dio media vuelta y, tosiendo, se tumbó de espaldas. El cielo giraba sobre su cabeza, negro y brillante. El rostro estaba otra vez sobre él. Sintió una mano acariciando delicadamente su frente.
—Lo has conseguido, marinero.
Max se limitó a mirarla fijamente. Era misteriosamente bella, como un ser que hubiera podido conjurar él mismo si hubiera tenido suficiente imaginación. Bajo los relámpagos, podía ver un hermoso pelo cobrizo. Tenía toneladas de pelo. Flotaba alrededor de su rostro, bajaba hasta sus hombros y alcanzaba su propio pecho. Sus ojos tenían el mismo color verde de un mar en calma. Mientras el agua goteaba desde su melena hasta él, Max alzó la mano para tocar su rostro, seguro de que sus dedos atravesarían aquella misteriosa imagen. Pero sintió una piel, fría, húmeda y tan suave como la lluvia de primavera.
—Eres real —dijo con un graznido—. Eres real.
—Condenadamente cierto —sonrió, enmarcó su rostro con las manos y rio—. Estás vivo. ¡Estamos vivos!
Y lo besó. Profunda, generosamente, hasta conseguir que volviera a darle vueltas la cabeza.
Había algo más que risa en aquel beso. Max advirtió júbilo en él, pero no la alegría del simple alivio.
Cuando volvió a mirarla, la vio borrosa; aquel rostro etéreo se desvaneció hasta dejar únicamente frente a él unos ojos increíbles y resplandecientes.
—Nunca he creído en las sirenas —musitó, antes de perder la consciencia.