Epílogo

Ella atravesó los sudarios del atardecer

y llegó al refrigerio,

a las Puertas de la Locura.

Donde los vivos jugaban con los muertos

y se pavoneaban triunfantes,

a las Puertas de la Locura.

Donde los muertos se burlaban de los vivos

y contaban relatos de futilidad

a las Puertas de la Locura.

Ella llegó a posar su hijo recién nacido

allí, en el altar manchado,

a las Puertas de la Locura.

Esto, dijo ella, es lo que debemos hacer,

con esperanza y humildad,

a las Puertas de la Locura.

Y el niño lloró en la noche

para anunciar la osada llegada,

a las Puertas de la Locura.

¿Lo hemos soñado suficiente ya?

¿Nuestra promesa de sufrimiento

a las Puertas de la Locura?

¿Querrás bajar los ojos y contemplar este rostro nuevo,

y susurrar canciones de angustia

a las Puertas de la Locura?

¿Cogiendo la llave serrada en la mano

para soltar un futuro roto

a las Puertas de la Locura?

Cuéntale entonces tu relato de futilidad al niño,

todos tus juegos con la muerte,

a las Puertas de la Locura.

Los que aquí nos encontramos ya lo hemos oído antes,

en éste el otro lado

de las Puertas de la Locura.

Plegaria del niño

—Los monjes enmascarados de Cabal

Sacó su alma a rastras de su lugar de agotamiento y horror, el sonido de una cadena que giraba despertó a Nimander Golit. Se quedó mirando el techo manchado de su pequeña habitación, el corazón le latía con fuerza en el pecho, el cuerpo bañado en sudor bajo las mantas húmedas.

El sonido… había parecido tan real…

Fue abriendo los ojos y lo volvió a oír.

Giros y después unos chasquidos secos, extraños. ¡Snap! Y luego más giros otra vez.

Se sentó. El miserable pueblo dormía fuera, ahogado en una oscuridad que no mitigaba luna alguna. Y sin embargo… el sonido procedía de la calle que tenía justo debajo.

Nimander se levantó de la cama, se dirigió a la puerta y se encaminó por el pasillo gélido. Grava y polvo bajo sus pies desnudos mientras bajaba sin ruido por las desvencijadas escaleras.

Salió por la puerta y se precipitó a la calle.

Sí, el pozo más profundo de la noche, y no era, no podía ser, un sueño.

La cadena que siseaba y el tintineo suave, cercano, lo hizo darse la vuelta. Y vio salir otro tiste andii de la oscuridad. Un desconocido. Nimander ahogó un grito.

El desconocido estaba dándole vueltas a una cadena que le colgaba de una mano levantada, una cadena con anillos en cada extremo.

—Hola, Nimander Golit.

—¿Quién… quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?

—He recorrido un largo camino hasta esta isla de los Temblor; son parientes nuestros, ¿lo sabías? Supongo que sí, pero pueden esperar; aún no están listos y quizá nunca lo estén. No hay solo sangre andii, después de todo. Sino también edur. Quizá incluso liosan, por no mencionar humana. No importa. Déjale a Crepúsculo su isla… —se echó a reír—, su imperio.

—¿Qué quieres?

—A ti, Nimander Golit. Y a tus parientes. Ve ahora, reúnelos. Es hora de irnos.

—¿Qué? ¿Dónde?

—¿Es que eres un niño? —soltó el desconocido de repente con tono frustrado. Los anillos tintinearon, la cadena le envolvió con fuerza el índice—. Estoy aquí para conduciros a casa, Nimander. A todos los que engendró Anomander Rake, el señor de las Alas Negras.

—¿Pero dónde está nuestra casa?

—¡Escúchame! ¡Os voy a llevar con él!

Nimander se quedó mirando y dio un paso atrás.

—No nos quiere allí…

—No importa lo que él quiera. ¡Ni siquiera lo que quiero yo! ¿No lo entiendes todavía? ¡Soy el heraldo de ella!

¿De ella?

De repente Nimander lanzó un grito, se dejó caer de golpe de rodillas sobre los adoquines y se llevó las manos a la cara.

—Esto… ¿esto no es un sueño?

El desconocido esbozó una mueca burlona.

—Puedes quedarte con tus pesadillas, Nimander. Puedes clavar los ojos en la sangre de tus manos para toda la eternidad por lo que a mí respecta. Ella estaba, como tú dices, loca. Y era peligrosa. Te voy a decir una cosa, yo habría dejado su cadáver aquí tirado, en la calle, esta noche, si siguiera con vida. Así que ya basta.

»Vete, trae aquí a tus parientes. Rápido, Nimander, mientras la Oscuridad todavía domina esta isla.

Nimander se puso en pie y se metió cojeando en el deteriorado bloque de pisos.

Su heraldo. Oh, madre Oscuridad, ¿llamarías a nuestro padre como nos llamas ahora a nosotros?

¿Pero por qué?

Oh, tiene que ser. Sí. Nuestro exilio, por el Abismo del inframundo, ¡nuestro exilio está llegando a su fin!

Mientras esperaba en la calle, Clip hacía girar su cadena. Si el mejor de todos era Nimander, menuda pandilla de patéticos. Bueno, tendrían que servir, no mentía cuando decía que los temblor no estaban listos todavía.

Ésa era, de hecho, la única verdad que había contado en ésa, la más oscura de las noches.

¿Y cómo te fue en Letheras, Silchas Ruina? No demasiado bien, apostaría.

No eres tu hermano. Nunca lo fuiste.

Oh, Anomander Rake, te encontraremos. Y nos responderás. No, ni siquiera un dios puede alejarse tan alegremente, no puede escapar de las consecuencias. De la traición.

Sí, te encontraremos. Y te enseñaremos. Te enseñaremos lo que se siente.

Rud Elalle encontró a su padre sentado encima de un canto rodado erosionado por los elementos al borde del pequeño valle que había cerca del pueblo. Trepó, se reunió con Udinaas y se acomodó a su lado, sobre la piedra calentada por el sol.

Un ternero de ranag se había separado de algún modo de su madre, del rebaño entero, de hecho, y estaba vagando por el fondo del valle berreando.

—Podríamos darnos un festín con ése —dijo Rud.

—Podríamos —respondió Udinaas—, si no tienes corazón.

—Debemos vivir, y para vivir hemos de comer…

—Y para vivir y comer, debemos matar. Sí, sí, Rud, soy consciente de todo eso.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —preguntó Rud, que se quedó sin aliento. La pregunta le había salido sin más, la que había estado temiendo hacer durante tanto tiempo.

Udinaas le lanzó una mirada sorprendida y volvió a posar los ojos en el ternero perdido.

—Ella llora —dijo—. El dolor es tan profundo en su corazón que me alcanza, como si la distancia no fuera nada. Nada. Es lo que pasa —añadió sin rastro de amargura— cuando se viola a alguien.

Rud decidió que era demasiado duro observar el rostro de su padre en ese momento, así que bajó los ojos hacia el ternero que se veía a los lejos.

—Se lo conté a Onrack —continuó Udinaas—. Tuve que hacerlo. Solo… solo para sacarlo, antes de que me devorara. Ahora, bueno, me arrepiento de haberlo hecho.

—No tienes por qué. Onrack no tenía ningún amigo mejor. Era necesario que supiera la verdad…

—No, Rud, eso no es nunca necesario. Conveniente, unas veces. Útil, otras. El resto del tiempo, solo hiere.

—Padre, ¿qué harás?

—¿Hacer? Bueno, nada. Ni por Seren, ni por Onrack. No soy más que un antiguo esclavo. —Una sonrisa momentánea, irónica—. Que vive con los salvajes.

—Eres más que eso —dijo Rud.

—¿Lo soy?

—Sí, eres mi padre. Así que te lo pregunto otra vez, ¿cuánto tiempo te vas a quedar?

—Hasta que me eches, supongo.

Rud estuvo más cerca que nunca en su vida de estallar en lágrimas. Se le cerró la garganta, el nudo era tan fuerte que durante un largo momento no pudo decir nada mientras la marea de sentimientos se alzaba en su interior, y solo fue remitiendo muy poco a poco. Con los ojos empañados observó al ternero vagar por el valle.

Udinaas continuó como si no le importara la reacción que habían provocado sus palabras.

—Y no es que pueda enseñarte mucho, Rud. A arreglar redes, quizá.

—No, padre, puedes enseñarme lo más importante de todo.

Udinaas lo miró de soslayo, escéptico y suspicaz.

Tres ranag adultos aparecieron en una cima y bajaron con pesadez hacia el ternero. Al verlos, la bestezuela gritó otra vez, incluso más alto si cabe, y salió disparado para encontrarse con ellos.

Rud suspiró.

—Padre, tú puedes enseñarme tu mayor habilidad. Cómo sobrevivir.

Ninguno de los dos dijo nada durante algún tiempo, Rud mantuvo los ojos clavados en los ranag que subían por el otro lado del valle. Durante ese tiempo pareció que a Udinaas le pasaba algo en los ojos, porque se llevaba las manos a la cara una y otra vez. Rud no se volvió para observarlo.

Luego, con el tiempo, con el valle vacío ante ellos, su padre se levantó.

—Parece que vamos a pasar hambre, después de todo.

—Nunca durante por mucho tiempo —respondió Rud levantándose también.

—No, eso es cierto.

Y regresaron al pueblo.

Con las manos manchadas de pintura, Onrack ató las correas de cuero crudo alrededor del fardo, se lo echó al hombro y miró a su mujer.

—Debo irme.

—Eso dices —respondió Kilava.

—El viaje, adonde se encuentra el cuerpo de mi amigo, aliviará mi espíritu.

—Sin duda alguna.

—Y he de hablar con Seren Pedac, hablarle de su esposo, de su vida desde el momento en el que él le entregó su espada.

—Sí.

—Y ahora —dijo Onrack—, debo ir y abrazar a nuestro hijo.

—Voy contigo.

Onrack sonrió.

—Le dará vergüenza.

—No, maldito idiota. He dicho que voy contigo. Si crees que te vas a alguna parte sin mí es que estás loco.

—Kilava…

—Lo he decidido. Dejaré que el viaje alivie tu espíritu, marido. No parlotearé hasta que te sangren los oídos y, como un bhederin, busques el risco más cercano.

Él se la quedó mirando con el amor rebosándole por los ojos.

—¿Parlotear? Jamás te he oído parlotear.

—Ni me oirás.

Él asintió.

—Me parece bien, esposa. Ven conmigo, entonces. Ayúdame a sanar solo con tu presencia…

—Cuidado, Onrack.

Como hombre sabio que era, Onrack no dijo nada más.

Fueron a despedirse de su hijo.

—¡Esto es agotador! —dijo el emperador Tehol Beddict mientras se dejaba caer en su trono.

La cara de Bicho se agrió al hablar.

—¿Por qué? Todavía no ha hecho nada.

—Bueno, solo han pasado tres semanas. Déjame que te diga que mi lista de reformas es tan larga que jamás me pondré a hacer nada.

—Aplaudo que abrace la incompetencia —dijo Bicho—. Será usted un magnífico emperador.

—Bueno —aventuró Brys desde donde se encontraba apoyado, en un muro a la derecha del estrado—, hay paz en la tierra.

Bicho hizo una mueca.

—Sí, lo que nos lleva a preguntarnos cuánto tiempo puede un imperio aguantar el aliento.

—Y si alguien tiene la respuesta a eso, querido criado, tienes que ser tú.

—Oh, ahora sí que me divierto.

Tehol sonrió.

—Te lo notamos. Y que conste que ése no era el plural mayestático. Al que admitimos que no podemos acostumbrarnos en nuestra joven inocencia.

—La consejera viene de camino —dijo Brys—, y luego está Shurq Elalle, que quiere hablar contigo de algo. ¿No hay cosas que es necesario debatir? —Esperó una respuesta, cualquier respuesta, pero en su lugar no se ganó más que miradas inexpresivas de su hermano y de Bicho.

Por una entrada lateral apareció la nueva canciller entre un remolino de túnicas chillonas. Brys ocultó una mueca de dolor. ¿Quién habría pensado que se zambulliría en el mal gusto como un gusano en una manzana?

—Ah —dijo Tehol—, ¿no tiene mi canciller un aspecto encantador esta mañana?

La expresión de Janath siguió siendo distante.

—Se supone que los cancilleres no tienen un aspecto encantador. La competencia y la elegancia bastan.

—No me extraña que usted destaque tanto aquí —murmuró Bicho.

—Además —continuó Janath—, son descripciones que se ajustan más al papel de primera concubina, lo que me indica con precisión con qué cerebro estás pensando ahora mismo, amado esposo. Otra vez.

Tehol alzó las manos como si se rindiese y contestó a su esposa en su tono de voz más razonable, un tono que Brys reconoció con cierta consternación.

—Sigo sin ver razón alguna para que no puedas ser también primera concubina.

—No hago más que decírselo —dijo Bicho—. Esposa del emperador significa que es emperatriz. —Se volvió hacia Janath—. Lo que le concede a usted tres títulos legítimos.

—No te olvides de erudita —comentó Tehol—, que la mayoría sostendría que anula a todos los demás. Incluso el de esposa.

—Vaya —dijo Bicho—, ahora sus lecciones jamás terminarán.

Otro momento de silencio mientras todo el mundo consideraba lo dicho.

Tehol se agitó en su trono.

—¡Siempre está Rucket! ¡Ella sería una magnífica primera concubina! Cielos, cómo fluyen y rebosan las bendiciones.

—Cuidado no te ahogues, Tehol —dijo Janath.

—Bicho jamás dejaría que pasara eso, cielito. Oh, puesto que estamos debatiendo asuntos importantes antes de que llegue la consejera a despedirse, estaba pensando que el preda Varat Taun necesita un finadd capacitado para que le ayude en sus esfuerzos de reconstrucción y demás.

Brys se irguió. Por fin se metían en temas de verdad.

—¿A quién tenías en mente?

—¡Pues nada menos que a Ublala Pung!

—Yo me voy a dar un paseo —dijo Bicho.

Seren Pedac utilizaba una barra de hierro como palanca para luchar con los pesados adoquines que había a la entrada de su casa. El sudor resplandecía en sus brazos desnudos y el cabello se le había soltado de las cintas que lo sujetaban, tendría que cortárselo pronto. Como correspondía a su nueva vida.

Pero esa mañana todavía tenía que terminar esa tarea y ella se puso a realizarla con implacable diligencia, utilizando su cuerpo sin considerar las consecuencias. Tenía que soltar las pesadas piedras, arrastrarlas y empujarlas a un lado con las manos ensangrentadas, llenas de arañazos.

Una vez hecho eso, cavaría con una pala el relleno inferior, a tanta profundidad como consiguiera llegar.

De momento, sin embargo, la piedra central la estaba desafiando y Seren mucho se temía que no tendría la fuerza para moverla.

—Disculpe la intrusión —dijo una voz de hombre—, pero parece que necesita ayuda.

Seren alzó la vista de donde estaba apoyada en la barra. Guiñó los ojos con escepticismo.

—No sé si quiere arriesgarse, señor —le dijo al anciano, pero después se quedó callada. El hombre tenía muñecas de albañil, manos grandes y curtidas. Seren se limpió el sudor de la frente y miró ceñuda el adoquín—. Lo sé, esto debe de parecer… inusual. Mientras en todos los demás sitios la gente está volviendo a colocar las cosas, aquí estoy yo…

El anciano se acercó.

—En absoluto, corifeo… usted fue corifeo, ¿no es cierto?

—Eh, sí. Lo fui. Ya no. Soy Seren Pedac.

—No, en absoluto, entonces, Seren Pedac.

La corifeo señaló con un gesto la piedra central.

—Esta puede más que yo, me temo.

—No durante mucho tiempo, sospecho, pase lo que pase. Parece usted muy decidida.

Seren sonrió, y le sorprendió lo extraño que le pareció. Cuándo había sido la última vez que había sonreído… no, no quería pensar en aquel entonces.

—Pero debería tener usted cuidado —continuó el anciano—. Traiga, déjeme probar.

—Gracias —dijo ella, y retrocedió para dejarle espacio.

El anciano de inmediato dobló la barra.

Ella se lo quedó mirando.

El hombre apartó la barra con una maldición y se agachó para meter los dedos en un lado del enorme bloque de piedra.

Lo alzó por el borde, metió las manos a los lados, levantó la piedra a pulso con un gruñido, giró, se tambaleó dos pasos y la dejó encima de las demás. Se irguió y se limpió el polvo de las manos.

—Contrate a un par de hombres jóvenes para volver a colocarla cuando haya terminado.

—Cómo… no, bueno. Pero. ¿Cómo sabe que tengo intención de colocarla otra vez?

El hombre la miró.

—No guarde luto demasiado tiempo, Seren Pedac. Es usted necesaria. Su vida es necesaria.

Y después se inclinó ante ella y se fue.

Seren se lo quedó mirando.

Tenía que entrar en la casa, recoger la lanza de piedra y la espada de él, enterrar las armas bajo el umbral de su hogar, su hogar con aquel terrible vacío.

No obstante, seguía dudando.

El anciano regresó de repente.

—Vi al Errante —dijo—. Teníamos mucho que… debatir. Así fue como supe de usted y de lo que había pasado.

¿Qué? ¿Es que está confuso, el pobre viejo? ¿Uno de los nuevos fanáticos del Errante? Fue a darse la vuelta…

—¡No, espere, Seren Pedac! Usted tiene todo lo que hay de él, todo lo que queda. Cuídelo y quiéralo, por favor. Seren Pedac, cuídelo. Y cuídese usted. Por favor.

Y mientras se iba, era como si sus palabras la hubieran bendecido de un modo inexplicable.

«Tienes todo lo que hay de mí, todo lo que queda…».

Con gesto inconsciente levantó la mano y se la posó en la tripa.

No tardaría en dedicar mucho tiempo a hacer eso.

Así termina el séptimo relato

del libro malazano de los caídos