24

Si éstos fueran nuestros últimos días,

si todos aquellos cuyos ojos pueden mirar al interior

dejaran de comprender,

¿quién quedaría para llorar?

Agachamos las cabezas,

acosados por el fracaso de la ambición.

Los ojos ven y son indiferentes.

Los ojos presencian y no les importa.

La pétrea mirada de las estatuas,

que protegen la perfeccionada plaza,

está tallada tan cálida

como la suave rendición de la historia.

Y las criaturas que bailando

entran y salen de nuestras bocas abiertas,

solas oyen el viento gimiendo;

su voz hueca, santificada.

Así que, en éstos, nuestros últimos días,

el fin de lo que vemos está dentro,

donde todo comenzó y comienza nunca jamás.

El alivio de un momento, y luego cae la oscuridad.

La danza sin testigos

—Pescador Kel Tath

El túmulo de Pico comenzó con unos cuantos huesos arrojados a la ceniza y el esqueleto carbonizado, astillado, que era todo lo que quedaba del joven mago. En poco tiempo, otros objetos se unieron al montón. Hebillas, broches, fetiches, monedas, armas rotas. Para cuando el puño Keneb estuvo listo para dar la orden de marchar, el montículo casi había alcanzado la altura de un hombre. Cuando la capitán Faradan Sort le pidió a Botella una bendición, el mago del pelotón negó con la cabeza y explicó que todo el campo de muerte que había quedado encerrado por la hechicería de Pico estaba muerto para la magia. Y lo más probable era que fuera permanente. Al oír la noticia, la capitán se había dado la vuelta, aunque Keneb creyó oírla decir: «No queda ni una vela que encender, entonces».

Cuando los marines emprendieron el camino hacia la ciudad de Letheras, pudieron oír el rumor sordo de unas detonaciones al sur, donde la consejera había desembarcado con el resto de los Cazahuesos y se enfrentaba a los ejércitos letherii. Keneb sabía que ese trueno no era cosa de hechicería.

Él debería estar conduciendo a sus tropas a esa batalla para machacar la retaguardia letherii y reunirse con Tavore y la fuerza principal. Pero Keneb estaba de acuerdo con la capitán, con Violín y Gesler. Sus malditos marines y él se lo habían ganado, se habían ganado el derecho a ser los primeros en atacar la capital de ese imperio.

—Podría haber otro ejército esperando en las murallas —había dicho el sargento Thom Tissy, y su rostro se contrajo en esa expresión típica de desaprobación que ponía él, como un hombre que se acabara de tragar una mierda de nacht.

—Es posible que lo haya —había admitido el puño. Y esa conversación concreta no fue más allá.

Subieron por el camino imperial, con sus adoquines bien ajustados y anchura suficiente para albergar una columna de diez soldados. Marcharon entre pertrechos desechados y la basura dejada por las legiones letherii. El día fue tocando a su fin y las sombras comenzaron a alargarse.

El anochecer no estaba lejos y ya había pasado cierto tiempo desde la última vez que habían dormido y, sin embargo, Keneb vio que sus soldados se movían (y cargaban con su equipo) como si acabaran de salir de un descanso de una semana. Tras unos cientos de pasos, la columna se topó con los primeros refugiados.

Rostros manchados, atemorizados. Sacos y cestas de provisiones escasas, bebés de ojos muy abiertos que se asomaban a los fardos en los que los llevaban. Mulas cargadas y carretas de dos ruedas que crujían y gemían bajo las posesiones. No se dio orden alguna, pero los letherii arrastraron los pies a los lados del camino y tiraron del poco equipo que llevaran con ellos mientras la columna continuaba su camino. Los ojos fijos en el suelo, los niños apretados con fuerza. Sin decir nada.

Faradan Sort se acercó a Keneb.

—Esto es muy raro —afirmó.

El puño asintió.

—Parecen personas que huyen de algo que ya ha pasado. Busque a uno, capitán, y consiga respuestas.

—Sí, señor.

Keneb estudió a los refugiados junto a los que pasaba y se preguntó qué había tras las miradas que unos cuantos de ellos les arrojaban con gesto furtivo a los soldados que marchaban, esos extranjeros de cabello blanco con sus resplandecientes armaduras. ¿Ven salvadores en ellos? Ni hablar. Y sin embargo, ¿dónde está la hostilidad? Los asusta más lo que han dejado atrás, en Letheras, que nosotros. ¿Se puede saber qué Embozado está pasando aquí?

¿Y dónde están los tiste edur?

Las multitudes se hicieron más densas, más reticentes a apartarse. Violín se colocó bien la mochila que llevaba al hombro y apoyó una mano en la empuñadura de su espada corta. El ritmo de la columna se había ralentizado y el sargento podía sentir la impaciencia creciente que se apoderaba de sus tropas.

Ya podían ver el final (por el aliento del Embozado), estaba detrás de ese muro blanco del nordeste, a una legua o menos de distancia. El camino imperial que iba bajando, que se extendía hacia ellos desde una puerta principal, era, bajo el fulgor rojo del atardecer, una serpiente que hervía. Van saliendo por miles.

¿Y por qué?

Disturbios, al parecer. Una economía en ruinas, un pueblo que se enfrentaba a la hambruna.

—¿A que no sabías que podíamos provocar tantos problemas, eh, Viol?

—No podemos ser nosotros, Sepia. No solo nosotros, quiero decir. ¿No te has dado cuenta? No hay tiste edur en esta multitud. O bien se han metido detrás de los muros de sus haciendas, o en el torreón del palacio o donde que sea que vive el emperador, o fueron los primeros en huir.

—Como los que dejamos atrás, entonces. Que regresan a sus tierras natales del norte.

—Quizá.

—Así que si este puñetero imperio ya está acabado, ¿entonces por qué nos molestamos con la capital?

Violín se encogió de hombros.

—Puede que Botella haya escondido una de sus ratas en el pelo de la consejera, ¿por qué no se lo preguntas a él?

—La consejera no tiene pelo suficiente para eso —murmuró Sepia, aunque sí que volvió la cabeza y miró al mago del pelotón. Botella no se dignó a responder—. ¿Ves a alguien en esos muros, Viol? Mis ojos no ven muy bien con mala luz.

—Si hay alguien, no tienen antorchas —contestó Violín.

Casi no había habido tiempo de pensar. En nada aparte de en continuar con vida. Desde esa maldita costa. Pero mientras recorría ese camino, Violín se encontró con que sus pensamientos vagaban por senderos polvorientos. Habían emprendido esa invasión en el nombre de la venganza. Y, quizá, para erradicar a un emperador tiránico para el que cualquiera que no fuera súbdito suyo era carne para el trinchador de un carnicero. Todo eso está muy bien, por el momento. Además, no es que el tal emperador sea el único que lo hace.

¿Entonces por qué es esta nuestra batalla? ¿Y adónde Embozado vamos después? Ansiaba creer que la consejera sabía lo que hacía. Y que, pasara lo que pasara y daba igual cómo terminara, lo que hacían significaría algo al final.

«Debemos ser nuestros propios testigos». ¿De qué, maldita sea?

—Soldados en el muro —exclamó Koryk—. No muchos, pero nos ven con bastante claridad.

Violín suspiró. Los primeros en llegar, y quizá hasta aquí lleguemos. Un ejército de ochocientos acampados junto a una puerta. Deben de estar meándose en las botas. Respiró hondo otra vez y recuperó la compostura.

—Muy bien. Por fin tenemos un público que sabrá apreciarnos.

A Sonrisas no le gustaba mucho el aspecto que tenían esos refugiados. Los rostros patéticos, los pies que se arrastraban, le recordaban demasiado a… su casa. Oh, por aquel entonces no había habido nada parecido a una huida desesperada, así que tampoco era eso. Solo la expresión animal y aturdida en esos ojos. Los niños que no entendían nada y a los que arrastraban por una mano o se aferraban a la túnica raída de la madre.

Los Cazahuesos marchaban hacia Letheras, ¿por qué no estaban esos idiotas chillando y gimiendo de terror? Son como esclavos, empujados a la libertad como ovejas al monte, y todo lo que esperan de su futuro es más esclavitud. Eso, o morir en las marañas de bosques vacíos. Se han llevado tantas palizas. Toda su vida.

Eso es lo que resulta tan conocido. ¿Verdad?

Volvió la cabeza y escupió en el camino. Que el Embozado se lleve todos los imperios. Que el Embozado se lleve los empujones y tirones. Si te encuentro, mi querido emperador de Lether, si llego a ti antes que nadie, te voy a hacer rodajitas muy pequeñas. Poco a poco, con muchísimo dolor. Por cada uno de estos miserables ciudadanos que van por este hediondo camino.

Muy bien, cuanto antes estos idiotas se quiten de nuestro camino, antes puedo empezar a torturar a su emperador.

—Nos dirigimos al palacio —le dijo Koryk a Chapapote—. Y que nada se interponga en nuestro camino.

—Tú te has fumado algo, Koryk —respondió el cabo—. Tendríamos que abrirnos camino entre unos cuantos miles de obstinados letherii para llegar. Y quizá incluso más edur. Y por si eso no fuera suficiente, ¿qué hay de ese muro de ahí? ¿Planeas saltarlo? No tenemos municiones suficientes para…

—Bobadas…

—A ver, que Keneb no va a permitir que los zapadores agoten todo su material, no cuando lo único que tenemos que hacer es esperar a la consejera y luego hacer un asedio como es debido.

Koryk lanzó un bufido.

—¿Como es debido como en Y’Ghatan? Lo estoy deseando.

—No hay ningún Leoman de los Mayales en Letheras —dijo Chapapote mientras se tiraba de la correa de la barbilla—. Solo un edur en el trono. Y seguro que borracho. Chiflado. Babeando y cantando nanas. Así que, ¿por qué molestarse con el palacio? Allí no habrá nada de interés. Yo digo que saqueemos unas cuantas fincas, Koryk.

—Los soldados malazanos no saquean.

—Pero ya no lo somos, ¿no? Quiero decir, soldados del Imperio de Malaz.

Koryk miró con gesto burlón a su cabo.

—¿Y eso significa que tú vuelves a hundirte en la barbarie echando espuma por la boca, Chapapote? ¿Por qué no me sorprende? Nunca me creí todos esos aires civilizados que siempre te estás dando.

—¿Qué aires?

—Bueno, de acuerdo, quizá sea como te ve todo el mundo. Pero ahora yo te veo de forma diferente. Un maldito matón, Chapapote, que se mantiene a la espera para ponérsenos agresivo.

—Solo estaba pensando en voz alta —dijo Chapapote—. No es como si Viol fuera a dejarnos hacer lo que queramos, ¿no?

—Yo no pienso dejarte hacer lo que quieras, Chapapote.

—Solo era hablar por hablar, Koryk. Nada más.

Koryk lanzó un gruñido.

—¿Te estás poniendo insolente con tu cabo, Koryk?

—Estoy pensando en meterte toda la armadura, y el escudo también, por el agujero de atrás, cabo. ¿Eso es insolencia?

—Cuando me acostumbre a diferenciarlo, ya te avisaré.

—Escucha, Corabb —dijo Botella—, ahora ya puedes dejar de cuidarme, ¿estamos?

El guerrero de hombros redondos que iba a su lado sacudió la cabeza.

—El sargento Violín dice…

—Eso da igual. Vamos en columna. Cientos de marines por todos lados, ¿no? Y ya casi estoy descansado, listo para montar follón si nos tienden una emboscada o lo que sea. Aquí estoy a salvo, Corabb. Además, no haces más que darme con esa vaina, tengo la pierna llena de magulladuras.

—Mejor una magulladura que la cabeza por los suelos —dijo Corabb.

—Bueno, eso también.

Corabb asintió, como si el tema hubiera quedado zanjado.

Botella se frotó la cara. El recuerdo del sacrificio de Pico lo perseguía. No había conocido al mago muy bien. Solo un rostro con una expresión boquiabierta o una gran sonrisa, un hombre bastante agradable no mucho mayor que el propio Botella. Para algunos (para los menos) los senderos hacia el poder eran llanos, despejados, y sin embargo el peligro estaba siempre ahí. Es demasiado fácil extraer demasiado, dejar que se derrame a través de ti sin más.

Hasta que solo eres cenizas.

Pero Pico les había salvado la vida. El problema era que Botella se preguntaba si había merecido la pena. Quizá las vidas de ochocientos marines no valían lo que la vida de un mago supremo innato. Fuera lo que fuera a pasar al final de ese viaje, iba a haber problemas. La consejera tenía a Peccado, y de eso se trataba. Otro talento natural… pero yo creo que está loca.

Consejera, su maga suprema está loca. ¿Será eso un problema?

Lanzó un bufido.

Corabb se tomó ese sonido como una invitación para hablar.

—¿Ves el miedo en estas personas, Botella? Los Cazahuesos les hielan el corazón. Cuando lleguemos a la puerta, se abrirá de par en par para nosotros. Los soldados letherii bajarán los brazos de golpe. El pueblo nos entregará la cabeza del emperador en una bandeja de cobre y nos arrojarán rosas al camino…

—Por el amor del Embozado, Corabb, ya basta. No haces más que buscar gloria en la guerra. Pero no hay ninguna gloria. Y los héroes, como Pico ahí atrás, terminan muertos. ¿Y qué es lo que consiguen? Un túmulo de basura, eso.

Pero Corabb estaba sacudiendo la cabeza.

—Cuando yo muera…

—No será en batalla —terminó Botella por él.

—Me hieres con tus palabras.

—Tienes a la Señora en tu sombra, Corabb. Seguirás salvándote por los pelos. Romperás armas o saldrán volando de tus manos. Tu caballo dará una voltereta entera y caerá de pie, contigo todavía en la silla. De hecho, apostaría todas mis pagas atrasadas a que, al final, serás el último que quede en pie.

—¿Crees que se luchará en esta ciudad?

—Pues claro que sí, idiota. De hecho, me sorprendería que pudiéramos superar siquiera las murallas antes de que llegue la consejera. Pero luego, sí, nos vamos a meter en una batalla complicada, calle por calle, y lo único seguro es que muchos nos vamos a dejar la vida.

Corabb se escupió en las manos y se las frotó.

Botella se lo quedó mirando. El muy memo estaba sonriendo.

—No has de temer nada —le aseguró Corabb— porque yo te protegeré.

—Estupendo.

Hellian frunció el entrecejo. Maldito camino abarrotado, ¿siempre estaba así? Debía de ser una ciudad muy ajetreada, y todo el mundo yendo a sus cosas como si no hubiera una columna de invasores extranjeros abriéndose paso entre ellos. Ella todavía sentía el calor de la vergüenza, se había quedado dormida ahí atrás, en ese campo de la muerte. Se suponía que tenía que estar lista para luchar, y si no era para luchar, entonces para morir de forma horrible en una conflagración de magia con olor a pis, ¿y qué hacía ella?

Se quedaba dormida. Y soñaba con luz blanca y fuegos que no queman, y como todo el mundo sabía que ella estaba soñando, todos habían decidido sacar sus provisiones ocultas de pasta de raíz de aeb y decolorarse el pelo, y luego pulir todo el equipo. Bueno. Ja, ja. Casi era la broma más elaborada que le habían gastado jamás, puñeta. Pero no pensaba decir ni mu. Fingir, sí, que no había nada diferente y cuando sus soldados se acercaron adonde había muerto ese marine (la única baja en toda la batalla y tenía que haber habido algún tipo de batalla porque el malvado ejército letherii había huido corriendo), ella había hecho lo mismo. Había dejado en el montículo una petaca vacía, y si eso no era honrar al idiota, ¿qué lo era?

Pero estaba oscureciendo y todas esas caras de luna mirándolos desde los lados del camino empezaban a ponerle los pelos de punta. Había visto un bebé, en los brazos flacos de una vieja, que le sacaba la lengua, y Hellian había tenido que echar mano de todo su autocontrol para no sacar la espada y desmochar la cabecita redonda del chiquillo, o quizá solo retorcerle las orejas o incluso matarlo a cosquillas, así que menos mal que nadie más podía escuchar lo que pensaba porque entonces sabrían que la broma la había puesto de los nervios y que se había quedado dormida cuando debería haber sido sargento.

Y encima tengo la espada pulida. Espada que puedo usar para cortarme todo el pelo blanco si quiero. Oh, sí, a mí me lo hicieron también.

Alguien tropezó con el dorso de su tacón y ella se volvió a medias.

—Échate atrás, cab… —Pero no era Pejialiento. Era ese seductor muchacho de ojos oscuros, ése con el que ella ya había fantaseado, y por el modo en el que el chico se lamía los labios cuando se encontraban los ojos de ambos puede que tampoco fueran fantasías. Fuertecalavera. No, Muertecalavera—. ¿Ahora estás en mi pelotón? —preguntó.

Una sonrisa ancha y deliciosa le respondió.

—Tiene loco al muy gilipollas —dijo su cabo desde detrás de Muertecalavera—. Casi podría adoptarlo, sargento —añadió con una voz diferente—. O casarse con él. O las dos cosas.

—No me vas a confundir, cabo, hablando así, de un lado a otro. Solo para que lo sepas.

De repente, la multitud fue disminuyendo, y allí, justo delante, el camino quedó despejado, alzándose hacia las enormes puertas dobles de la ciudad. Y las puertas estaban atrancadas.

—Oh —dijo Hellian—, genial. Ahora resulta que tenemos que pagar peaje.

El comandante de las fuerzas letherii murió con un cuadrillo en el corazón, uno de los últimos en caer en el postrero punto de repliegue a cuatrocientos pasos del río. Agotados, los soldados que quedaban arrojaron las armas y huyeron de la batalla. El adversario tenía pocas tropas montadas, así que la persecución fue un asunto que se prolongó, una locura caótica a medida que la luz del día se retiraba y la masacre internaba a los soldados extranjeros en el territorio para cazar a sus exhaustos y aterrorizados enemigos.

Por dos veces Sirryn Kanar consiguió eludir por los pelos a los despiadados pelotones del enemigo, y cuando oyó gemir los extraños cuernos en el atardecer, supo que habían tocado a retirada. Entre tropezones, tras deshacerse de toda su armadura, se abrió camino como pudo entre los matorrales y se encontró de lleno con las ruinas arrasadas de uno de los poblados de chabolas que había a las afueras de la muralla de la ciudad. Necesitaba regresar al interior, necesitaba llegar al palacio.

La incredulidad y la conmoción se precipitaban por las corrientes que llevaban al martilleo de su corazón. Estaba manchado de sudor y de la sangre de los camaradas caídos, unos estremecimientos incontrolables lo sacudían entero como si lo atormentara la fiebre. Jamás había sentido terror semejante. Asaeteado por la idea de que su vida terminara allí, o que un malnacido cobarde le clavara una hoja en su valioso cuerpo. La idea de que todos sus sueños y ambiciones se derramaran a borbotones en un torrente rojo que empapara el suelo. Eso era lo que lo había alejado de la primera línea, lo que lo había empujado a echar a correr tan rápido como pudieran llevarlo las piernas. No había honor en morir junto a tus camaradas; no conocía a ninguno, eran desconocidos, y los desconocidos podían morir en manadas, a él le daba igual. No, solo una vida importaba: la suya.

Y bendito fuera el Errante, Sirryn estaba vivo. Y escapando de esa matanza oscura.

El canciller sabría responder a todo aquello. El emperador (sus tiste edur, Hannan Mosag), todos darían respuesta a esos canallas extranjeros. Y en un año, quizá menos, el mundo volvería a su ser, con Sirryn ocupando un alto rango entre el personal del canciller, y todavía más alto entre los patriotas. Más rico de lo que lo había sido jamás. Una veintena de putas de ojos tiernos a su alcance. Podía incluso engordar si le apetecía.

Llegó a la muralla y fue recorriendo toda su longitud. Había postigos hundidos, túneles que invitaban a abrir una brecha, pero que estaban diseñados para inundarse con tirar de una única palanca. Sirryn sabía que dentro habría soldados vigilando las gruesas puertas de madera. Se abrió paso por los pies de la inmensa muralla y continuó su búsqueda.

Por fin la encontró, la puerta escondida en un hueco, en un ángulo que la hacía parecer una trampilla para el carbón, densas hierbas enmarañadas por todos lados. Con un murmullo de gracias al Errante, Sirryn se deslizó en la depresión y se apoyó en la madera durante un largo momento, los ojos apretados, la respiración ralentizándose.

Después sacó la única arma que le quedaba, una daga, y empezó a dar golpecitos con el pomo en la madera.

Y creyó oír un sonido al otro lado.

Sirryn apretó la mejilla contra la puerta.

—¡Da un golpecito si puedes oírme! —Su propio susurro áspero le pareció a sus oídos que tenía un volumen aterrador.

Tras media docena de latidos oyó un leve golpecito.

—Soy el finadd Sirryn Kanar, agente del canciller. No hay nadie más por aquí. ¡Déjame entrar, en el nombre del imperio!

De nuevo otra larga espera. Al fin, oyó el sonido de una barra que se quitaba con un arañazo, algo lo empujó y él retrocedió un poco para dejar que se abriera la puerta.

El rostro joven de un soldado se asomó y lo miró.

—¿Finadd?

Muy joven. Sirryn se metió en la entrada y obligó al soldado a echarse atrás. Tan joven que podría besarlo, ¡tomarlo aquí mismo, por el Errante!

—¡Cierra esta puerta, rápido!

—¿Qué ha pasado? —preguntó el soldado al tiempo que se apresuraba a cerrar el portal en la oscuridad repentina, luchando con la pesada barra—: ¿Dónde está el ejército, señor?

Cuando la barra encajó con un ruido sordo, Sirryn se permitió, por fin, sentirse a salvo. Volvía a ser él mismo. Estiró la mano, cogió un puñado de la túnica y arrastró al soldado hacia sí.

—¡Maldito imbécil! ¿Cualquiera se llama a sí mismo finadd y tú abres la puñetera puerta? ¡Debería hacer que te desollaran vivo, soldado! ¡De hecho, creo que lo haré!

P-por favor, señor, yo solo…

—¡Cállate! Vas a tener que convencerme de otro modo, creo.

—¿Señor?

Todavía había tiempo. El ejército extranjero estaba a un día de distancia, quizá más. Y él se sentía tan vivo en ese momento. Alzó un brazo y acarició la mejilla del muchacho. Y oyó una inspiración repentina. Ah, chico listo, entonces. Sería fácil…

La punta de un cuchillo lo pellizcó justo bajo el ojo derecho, y la voz joven del soldado se endureció.

—Finadd, si quiere vivir para trepar hasta el otro extremo del túnel, va a dejar las cosas tal y como están. Señor.

—Me vas a decir tu nombre…

—Y se puede quedar con él, finadd, y que el Errante bendiga su eterna búsqueda, porque no estaba tras esta puerta como guardia, señor. Estaba preparándome para huir.

—¿Para qué?

—La chusma domina las calles, finadd. Lo único que conservamos ahora mismo son las murallas y las garitas de guardia. Oh, y el Domicilio Eterno, donde el chiflado de nuestro emperador se dedica a matar campeones como si estuviera en la fiesta del pueblo. A nadie le interesa mucho asediar ese lugar. Además, los edur se fueron ayer. Todos ellos. Se largaron. Así que, finadd, si quiere llegar a su amante el canciller, bueno, puede intentarlo si quiere.

El cuchillo presionó la piel, la perforó y arrancó una gota de sangre.

—Veamos, señor. Puede intentar coger la daga que lleva en el cinturón, y morir. O puede soltarme la camisa.

La insolencia y la cobardía no resultaban cualidades muy atractivas.

—Encantado de complacerlo, soldado —dijo Sirryn, y soltó al hombre—. Y ahora, si va a salir, será mejor que me quede aquí y cierre la puerta tras usted, ¿no cree?

—Finadd, puede hacer lo que le plazca una vez que yo me vaya. Así que retroceda, señor. No, más todavía. Así está bien.

Sirryn esperó a que el soldado escapara. Todavía podía sentir la punta del cuchillo, la herida le escoció cuando el sudor se coló en ella. Se dijo que no había sido cobardía lo que lo había obligado a retroceder, a alejarse de ese cabrón impulsivo que tan ocupado estaba deshonrando su uniforme. Simple conveniencia. Necesitaba llegar al canciller, ¿verdad? Eso era lo primordial.

Y resultaba que, por absurdo que fuera, tendría que abrirse camino sin escolta por la misma ciudad en la que había nacido, y temiendo por su vida. El mundo se había vuelto del revés. Podría limitarme a esperar aquí, sí, en este túnel, en la oscuridad… no, vienen los extranjeros. El Domicilio Eterno… donde, si se exige la rendición, Triban Gnol puede llevar a cabo las negociaciones, puede supervisar la entrega del emperador. Y el canciller querrá a sus leales guardias a su lado. Querrá al finadd Sirryn Kanar, el último superviviente de la batalla en el río; Sirryn Kanar, que se abrió paso entre las líneas enemigas para regresar a toda prisa con su canciller, portador, sí, de desalentadoras noticias. Pero consiguió pasar, ¿no?

El soldado volvió a bajar la puerta desde el otro lado. Sirryn se acercó a ella, encontró la barra y la colocó en su sitio. Podía llegar al Domicilio Eterno, aunque eso significase ir nadando por los puñeteros canales.

Sigo vivo. Puedo superar todo esto.

No hay suficientes extranjeros para gobernar el imperio.

Necesitarán ayuda, sí.

Echó a andar por el túnel.

El joven soldado estaba a veinte pasos de la puerta escondida cuando unas figuras oscuras se alzaron por todos lados y él vio esas aterradoras ballestas apuntándolo. Se quedó inmóvil y levantó poco a poco las manos.

Una figura habló entonces en un idioma que el soldado no entendió, y se estremeció cuando alguien lo rodeó por detrás, una mujer que sonreía con dagas en las manos enguantadas. Lo miró a los ojos y le guiñó uno, después imitó un beso.

—Nosotros no decidir todavía dejarte vivir —dijo el primero en tosco letherii—. ¿Tú espía?

—No —respondió el soldado—. Desertor.

—Hombre honesto, bien. ¿Tú respondes todas nuestras preguntas? Estas puertas, túneles, ¿por qué hacer trabajo de zapador por nosotros? Explica.

—Sí, lo explicaré todo. No quiero morir.

El cabo Chapapote suspiró, le dio la espalda al prisionero y miró a Koryk.

—Será mejor que vayas a buscar a Viol y al capitán, Koryk. Parece que no vamos a tener que derrumbar ninguna muralla, después de todo.

Sonrisas lanzó un bufido y envainó sus cuchillos.

—Nada de elegante puñalada por la espalda. Nada de tortura. Esto no tiene gracia. —Hizo una pausa y añadió—: Pero menos mal que no nos cargamos al primero, ¿eh? Nos llevó justo hasta éste.

Los caballos no habían hecho ejercicio suficiente, y en ese momento resoplaban y movían las cabezas de arriba abajo mientras el sargento Bálsamo guiaba a su pequeña tropa tierra adentro. Estaba demasiado oscuro para cazar letherii y además, la diversión se había agriado a una velocidad endiablada. De acuerdo, tenía sentido provocar una masacre cuando se estaba en terreno enemigo, porque cada soldado que escapaba era probable que volviera a luchar, así que ellos tenían que perseguir y dar caza a aquellos miserables desgraciados. Pero era un trabajo agotador.

Cuando no había magia en una batalla, las municiones moranthianas ocupaban su lugar y todo encajaba a la perfección. En lo que a nosotros concierne, en cualquier caso. Dioses, solo con ver esos cuerpos, y trozos de cuerpos, volando por los aires, yo ya estaba empezando a desconcertarme, al principio. Trozos de letherii por todas partes y aquel zumbido en los oídos.

Se había recuperado al instante, en cuanto había visto al zapador idiota de Cordón, Bollito, corriendo ladera arriba, de cabeza hacia la línea enemiga con un puñetero maldito del Embozado en cada mano. Si no hubiera sido por todos esos letherii reventados que habían absorbido buena parte de las dos explosiones, Bollito todavía estaría en pie. O por lo menos las piernas. El resto de él sería una bruma roja flotando en el atardecer. Pero resultó que a Bollito lo aplastó una avalancha de trozos de cuerpos y terminó por salir trepando por todo aquel revoltijo, como si fuese uno de los aparecidos del Embozado. Aunque Bálsamo estaba bastante seguro de que los aparecidos no sonreían.

O por lo menos no eran sonrisas estúpidas.

Allí donde los malditos no habían borrado del mapa compañías enemigas enteras, el ataque principal (cuñas de pesados que avanzaban con infantería media y unos cuantos escaramuzadores y zapadores por delante) se había aproximado con una lluvia de fulleros que prácticamente había desintegrado las primeras filas letherii. Y luego solo quedaba el golpe de gracia de esas cuñas humanas que destrozaban las formaciones del enemigo y hacían retroceder a los soldados letherii hasta que terminaban todos apretujados y no podían hacer otra cosa que morir.

El Decimocuarto Ejército de la consejera, los Cazahuesos, había demostrado, por fin y ya era hora, que sabía combatir. La mujer había conseguido su batalla, larga, directa, escudo contra escudo, y ¿a que había sido fabulosa?

Cabalgando en cabeza iba Masan Gilani. Tenía sentido utilizarla a ella. En primer lugar, era la que mejor montaba, con diferencia, y en segundo, no había un solo soldado, hombre o mujer, que pudiera apartar los ojos del delicioso y redondo trasero que había en esa silla, lo que hacía que seguirla fuera muy fácil. Incluso cuando caía la oscuridad, sí. Y no es que refulja. O no creo. Pero… es asombroso cómo lo vemos todos a la perfección. De hecho, podría ser una noche sin ninguna otra luna y sin estrellas y sin nada más que el Abismo por todos lados, y nosotros seguiríamos esa gloriosa forma, con su hipnotizante movimiento

Bálsamo tiró de las riendas y se apartó a un lado, a punto de chocar con el caballo de Masan Gilani, que estaba parado, y a Masan de repente no se la veía por ninguna parte.

El sargento detuvo con una maldición a su agotado caballo y levantó una mano para dar el alto a los que iban tras él.

—¿Masan?

—Por aquí —dijo aquella voz suculenta, celestial, y un momento después la mujer surgió de la oscuridad—. Estamos en el campo de batalla.

—Imposible —respondió Rebanagaznates desde detrás de Bálsamo—. No hay cuerpos, Masan, no hay nada.

Olor a Muerto se adelantó unos pasos con el caballo, se detuvo y desmontó. Miró a su alrededor en la oscuridad.

—No, tiene razón —dijo—. Aquí fue donde los marines de Keneb cerraron filas.

Todos habían visto el extraño fulgor al norte; lo habían visto desde los barcos, de hecho, cuando los transportes viraron con cuidado y se precipitaron hacia la orilla. Y antes de eso, bueno, habían contemplado la hechicería letherii, esa oleada aterradora que trepaba por el cielo, y fue entonces cuando todo el mundo supo que los marines estaban acabados. No estaba Ben el Rápido para repelerla, incluso aunque pudiera haberlo hecho, y Bálsamo estaba de acuerdo con casi todos en que, bueno como era el mago supremo, no era tan bueno. No tenían a Ben el Rápido y tampoco a Peccado… sí, allí estaba, encaramada a la proa del Lobo de Espuma, con Larva a su lado, con los ojos clavados en ese pavoroso conjuro.

Cuando la cosa aquella avanzó rodando y después se estrelló, bueno, las maldiciones resonaron por el aire, maldiciones o plegarias y a veces las dos cosas, y eso, dijeron los soldados, eran peor incluso que Y’Ghatan, y esos pobres malditos marines, siempre les daban de hostias, solo que esa vez de allí no iba a salir ninguno. Lo único que estaría abriéndose paso en el suelo en unos días serían astillas de huesos quemados.

Así que los Cazahuesos de los transportes eran una panda de malhumorados cascarrabias para cuando vaciaron el agua de las botas y recogieron sus armas. Cascarrabias, sí, como ese ejército letherii podía dar fe, oh, sí.

Después de que se desvaneciera la magia letherii, que se deshizo con un estallido a lo lejos, se había oído un grito procedente de Peccado, y Bálsamo había visto con sus propios ojos a Larva bailando en la cubierta delantera. Y luego todos los demás habían admirado esa cúpula de color blanco azulado formada por un remolino de luz que se alzaba en el terreno sobre el que había descendido la magia letherii.

¿Qué significaba eso?

Cordón y Casco se habían acercado a Peccado, pero la chica no decía nada, lo que fue un sobresalto para todos. Y lo único que Larva dijo fue algo en lo que después nadie pudo ponerse siquiera de acuerdo, y puesto que Bálsamo no lo había oído en persona, llegó a la conclusión de que Larva seguramente no había dicho nada en absoluto, salvo quizá «Tengo pis», lo que explicaba tanto bailoteo.

—¿Esa magia letherii podría haberlos convertido a todos en polvo? —se preguntó Rebanagaznates mientras caminaba por el campo cargado de rocío.

—¿Y dejó las hierbas creciendo a placer? —respondió Masan Gilani.

—Por aquí hay algo —dijo Olor a Muerto a unos diez pasos de ellos.

Bálsamo y Rebanagaznates desmontaron y se reunieron con Masan Gilani, un poco por detrás de ella, a ambos lados. Y los tres echaron a andar tras Olor a Muerto, que estaba desapareciendo a toda prisa en la oscuridad.

—¡No corras tanto, cabo! —No es como si el Imán Universal estuviera rebotando ahí arriba contigo, ¿no?

Vieron que Olor a Muerto al fin se había parado y estaba junto a un montón gris de algo.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Bálsamo.

—Parece un vertedero de conchas —murmuró Rebanagaznates.

—Ja, siempre me pareciste un engendro de pescador.

—Engendro, ja, ja, qué gracioso, sargento.

—¿Sí? ¿Entonces por qué no te ríes? Pensándolo bien, no te rías, lo oirán en la ciudad y se cagarán de miedo. Bueno, se cagarán más de lo que ya lo están.

Se reunieron con Olor a Muerto.

—Es un puñetero túmulo —dijo Rebanagaznates—. Y mirad, son cosas malazanas. Dioses, sargento, ¿no creerá que todo lo que queda de esos marines está bajo este montón, verdad?

Bálsamo se encogió de hombros.

—Ni siquiera sabemos cuántos llegaron hasta aquí. Podrían ser solo seis. De hecho, ya es un milagro de la hostia que llegara alguno.

—No, no —dijo Olor a Muerto—. Ahí dentro solo hay uno, pero no puedo decir más, sargento. Aquí no queda ni un susurro de magia y es probable que nunca la vuelva a haber. Lo han dejado todo seco.

—¿Los letherii?

El cabo se encogió de hombros.

—Podría ser. Ese ritual fue un hechizo de lo más jodido. Magia antigua, más tosca que la que se saca de las sendas.

Masan Gilani se agachó y tocó una espada corta malazana llena de muescas.

—Parece que alguien dio un montón de tajos con este trasto, y si llegaron hasta aquí a base de eso, bueno, hecho polvo o no, un soldado no lo tira así como así.

—A menos que el muerto de dentro se ganase tal honor —dijo Olor a Muerto con un asentimiento.

—Así que —concluyó Masan—, un malazano. Pero solo uno.

—Sí, únicamente ése.

Masan se irguió.

—¿Y dónde están los demás?

—Empieza a buscar un rastro o algo —le dijo Bálsamo a Masan Gilani.

Todos la observaron alejarse en la oscuridad.

Y después se sonrieron unos a otros.

Lostara Yil se acercó adonde se encontraba la consejera.

—La mayor parte de los pelotones ha regresado —informó—. Estamos estableciendo los piquetes.

—¿Ha regresado el sargento Bálsamo?

—Todavía no, consejera. —Lostara dudó, luego añadió—: El puño Keneb habría enviado un mensajero.

Tavore se volvió un poco para mirarla.

—¿Lo habría enviado?

Lostara Yil parpadeó.

—Por supuesto. Incluso con todas las fuerzas, cosa que sabemos que sería imposible, no tiene los soldados necesarios para tomar Letheras. Consejera, puesto que no hemos sabido nada, tenemos que anticipar lo peor.

Durante la batalla, Lostara Yil había permanecido cerca de su comandante, aunque en ningún momento los letherii pusieron en peligro a la consejera. El desembarco se hizo de un modo rápido y profesional. En cuanto a la batalla, fue la clásica malazana, incluso sin el habitual contingente de marines para ampliar el avance desde la orilla. Perfecto y brutal.

Se dio cuenta de que los letherii estaban en baja forma. No como resultado de ningún combate, sino tras una marcha rápida desde el interior, era de suponer que desde donde había estallado la ola de hechicería. Trastornados en su agotamiento y, por alguna otra razón que desconocían, profundamente desconcertados.

O ése era el juicio que le habían merecido a la consejera tras observar cómo formaban filas las tropas enemigas.

Y el combate subsiguiente le había dado la razón. Los letherii se habían roto en pedazos como el hielo fino de un charco. ¿Y qué les había pasado a sus magos? No estaban por ningún lado, lo que había llevado a Lostara a creer que esos magos habían acabado de agotarse con esa terrible conflagración que habían desatado antes.

Las municiones moranthianas hicieron pedazos a los letherii, su comandante había enviado arqueros ladera abajo y los Cazahuesos habían tenido que capear un granizo de flechas en su avance. Unos trescientos habían resultado muertos o heridos, pero en realidad debería de haber más. Resultó que la armadura malazana era superior a la local; una vez que los escaramuzadores tuvieron a los letherii a tiro de sus ballestas y fulleros, los arqueros enemigos sufrieron grandes bajas antes de huir otra vez ladera arriba.

Los malazanos se limitaron a seguirlos.

Fulleros, unos cuantos malditos volando por encima de las cabezas de las primeras filas letherii. Incendiarios por la ladera del flanco izquierdo contrario para repeler una modesta carga de caballería. Humeantes en medio de la multitud para sembrar la confusión. Y después las cuñas remacharon la operación.

Incluso entonces, si los letherii hubieran reforzado sus defensas en el risco, habrían podido propinar una buena paliza a los malazanos. En su lugar, se disolvieron, las líneas se derrumbaron, se retorcieron como una serpiente herida y en un instante comenzó la desbandada. Y con ella, la matanza sin paliativos.

La consejera había dado rienda suelta a sus soldados, una decisión que Lostara Yil comprendía. Había sido tanto lo que se había contenido, y durante tanto tiempo… y la creencia creciente de que el puño Keneb y todos sus marines estaban muertos. Asesinados por la hechicería. A algo así solo se puede responder con una estocada en cada ocasión, hasta que el brazo se hace de plomo, hasta que se aspira el aire a bocanadas entrecortadas y desesperadas.

Los últimos de los soldados comenzaban a llegar al campamento, de regreso de la matanza de letherii. Rostros demacrados, expresiones entumecidas, como si cada soldado acabara de despertar de una pesadilla, una pesadilla en la que él o ella (ah sorpresa) era el monstruo.

Pretende endurecerlos, porque eso es lo que ella necesita.

—Larva no se comporta como un niño que ha perdido a su padre —dijo la consejera.

Lostara Yil lanzó un bufido.

—El muchacho está confuso, consejera. Ya lo vio bailar. Lo oyó cantar canciones sobre velas.

—Confuso. Sí, quizá.

—En cualquier caso —insistió Lostara—, al contrario que Peccado, Larva no tiene talento, no tiene forma de saber la suerte que ha corrido el puño Keneb. En cuanto a Peccado, bueno, como sabe, yo no tengo mucha fe en ella. No porque crea que carece de poder. Lo tiene, bien lo sabe Dryjhna. —Se encogió de hombros—. Consejera, estuvieron solos, solos por completo, durante mucho tiempo. Sin todos sus efectivos para llevar a cabo una invasión a gran escala. —Se detuvo al darse cuenta de lo crítico que sonaba todo aquello. ¿Y acaso no lo es? ¿Una crítica de esta situación, y de ti, consejera? ¿Es que no los abandonamos?

—Soy consciente de lo que opinan los soldados —dijo Tavore sin inflexión.

—Consejera —dijo Lostara—, no podemos llevar a cabo un asedio como es debido a menos que utilicemos los zapadores que tenemos y buena parte de nuestras municiones más pesadas; deduzco que usted tiene algo de prisa y no le interesa instalarse. ¿Cuándo se reunirán con nosotros el resto de los perecederos y los khundryl?

—No se reunirán con nosotros —respondió Tavore—. Nosotros nos reuniremos con ellos. Al este.

La otra mitad de esta campaña. Otra invasión, entonces. Maldita seas, consejera, ojalá compartieras tus estrategias. Conmigo. ¡Por el Embozado, con cualquiera!

—Me ha extrañado —dijo— la desordenada respuesta de los tiste edur y los letherii.

La consejera suspiró, fue algo tan bajo, tan prolongado, que Lostara Yil apenas lo percibió.

—Este imperio no está bien —dijo Tavore—. Nuestra estimación original de que los tiste edur eran supervisores impopulares era precisa. En lo que erramos, con respecto al desembarco del puño Keneb, fue en no comprender de manera suficiente las complejidades de esa relación. La división se ha producido, capitán. Solo que llevó más tiempo.

Y costó más de un millar de marines.

—El puño Keneb no enviaría un mensajero —dijo Tavore—. De hecho, encabezaría a sus marines y se dirigiría directamente a Letheras. «Los primeros en entrar, los últimos en salir», como diría el sargento Violín.

—Los últimos en entrar a echar un vistazo —dijo Lostara sin pensar, después hizo una mueca—. Disculpe, consejera…

—¿El lema de los Cazahuesos, capitán?

No pudo mirar a su comandante a los ojos.

—No es en serio, consejera. Acuñado por un soldado de la infantería pesada, según me han dicho…

—¿Quién?

La otra pensó con desesperación.

—Nefarrias Bredd, creo.

Y captó por el rabillo del ojo una sonrisa débil que se crispaba en los labios finos de Tavore. Al instante desapareció y, en realidad, quizá nunca hubiera estado allí.

—A ver si resulta —dijo la consejera— que el puño Keneb termina dejándonos ese lema irónico; es decir, a los que estamos aquí, en este campamento.

¿Un puñado de marines para conquistar una capital imperial?

—Consejera…

—Basta. Usted se pondrá al mando por esta noche, capitán, como mi representante. Emprendemos la marcha al amanecer. —Se volvió—. Yo debo regresar al Lobo de Espuma.

—¿Consejera?

Tavore hizo una mueca.

—Otra discusión con cierto armero y su belicosa mujer. —Hizo una pausa—. Ah, y cuando regrese, o si regresa, el sargento Bálsamo, me gustaría oír su informe.

—Por supuesto —respondió Lostara Yil. ¿Si…?

Observó alejarse a la consejera rumbo a la orilla.

A bordo del Lobo de Espuma, Shurq Elalle se apoyó en el palo mayor con los brazos cruzados y observó a los tres demonios negros, alados, sin pelo y con aspecto de simio peleándose por una espada corta. La pelea, un frenesí de volteretas, mordiscos, arañazos y un sinfín de cortes y cuchilladas sin querer provocadas por el arma en sí, se había desplazado desde el extremo de popa de la cubierta central y estaba trepando hacia la cubierta delantera.

Había marineros pululando que se mantenían a distancia e intercambiaban apuestas sobre qué demonio ganaría al final, un tema un tanto disputado puesto que era difícil distinguir a las tres bestias unas de otras.

—El del corte en la nariz… espera, ¡por la picha salada de Mael! ¡Ahora otro tiene el mismo corte! ¡Vale, el que no tiene…!

—¿El que acaba de perder esa oreja? ¡Corte en la nariz y sin oreja, entonces!

Muy cerca de Shurq Elalle se oyó una voz.

—Nada de esto es real, ¿sabe?

Shurq se volvió.

—Pensé que lo tenía encadenado abajo.

—¿Quién, la consejera? Por qué…

—No. Su mujer, Asimismo.

El hombre frunció el ceño.

—Eso es lo que parece, ¿no?

—Solo en los últimos tiempos —respondió ella—. Teme por usted, creo.

El hombre no respondió.

—Ahí viene una lancha —comentó Shurq, que se irguió—. Espero que sea la consejera, estoy lista para abandonar esta bendita compañía. No se ofenda, Asimismo, pero estoy nerviosa por mi primer oficial y lo que podría estar haciendo con el Gratitud Imperecedera.

El armero meckros se volvió y miró con los ojos guiñados la oscuridad del canal principal.

—La última vez que lo vi, todavía no había echado el ancla, se limitaba a navegar de un lado a otro.

—Sí —dijo Shurq—. La gente cuerda se pasea por su camarote. Skorgen se pasea con todo el puñetero barco.

—¿A qué viene tanta impaciencia?

—Supongo que quiere atracar en Letheras mucho antes de que llegue este ejército. Y embarcar a los nobles aterrados con todas sus mundanas posesiones. Así podemos volver a zarpar antes de que los malazanos entren en tromba, tiramos a los nobles al agua y compartimos el botín.

—Como haría cualquier pirata que se preciase.

—Exacto.

—¿Disfruta usted de su profesión, capitana? ¿No pierde ésta la frescura tras un tiempo?

—No, soy yo la que pierdo la frescura tras un tiempo. En cuanto a la profesión, pues sí, lo cierto es que la disfruto, Asimismo.

—¿Incluso cuando tira nobles por la borda?

—Con todo ese dinero, deberían haberse pagado unas lecciones de natación.

—Consejos financieros con retraso.

—No me haga reír.

Un clamor repentino entre los marineros. En la cubierta delantera, los demonios se las habían arreglado para ensartarse con la espada. El arma inmovilizaba a los tres contra la cubierta. Las criaturas se retorcían. Estaban sangrando por la boca y el que estaba abajo del todo empezaba a estrangular por detrás al del medio, que lo imitaba con el de encima. El demonio del medio empezó a estrellar la nuca contra la cara del demonio de debajo, al que le destrozó la nariz ya cortada.

Shurq Elalle les dio la espalda.

—Que el Errante me lleve —murmuró—. Casi lo pierdo.

—¿Pierde qué?

—No quiera saberlo.

Llegó la lancha, que chocó con un ruido seco contra el casco, y al poco apareció la consejera trepando. Echó una única mirada a los demonios atrapados y saludó con un asentimiento a Shurq Elalle mientras se acercaba a Asimismo.

—¿Es la hora? —preguntó él.

—Casi —respondió ella—. Venga conmigo.

Shurq observó a los dos, que se fueron bajo cubierta.

Asimismo, pobre hombre. Ahora yo también tengo miedo por ti.

Maldita sea, se me olvidó pedir permiso para irme. Se planteó seguirlos, pero decidió no hacerlo. Perdona, Skorgen, pero tú no te preocupes. Siempre podemos dejar atrás a un ejército que marcha. Después de todo, esos nobles no se van a ninguna parte, ¿verdad?

Al poco, mientras los marineros discutían sobre quién había ganado qué, los tres nachts (que habían quedado tirados, inmóviles, como si estuvieran muertos) se agitaron y se desprendieron con toda habilidad de la espada corta. Uno de ellos tiró el arma al río de una patada y se tapó los oídos con las manos para no oír el suave chapoteo.

Los tres después intercambiaron abrazos y caricias.

Con expresión divertida y curiosa, sentado como estaba con la espalda apoyada en una barandilla de la cubierta delantera, Banaschar, el último demidrek del Gusano del Otoño, continuó observando. Y, no obstante, lo cogió por completo por sorpresa cuando los nachts se arremolinaron en la borda y al momento se oyeron tres nítidos chapoteos.

Se levantó, fue a la barandilla y miró. Tres cabezas desdibujadas se mecían de camino a la orilla.

—Ya casi es la hora —susurró.

Rautos Hivanar se quedó mirando la abigarrada colección de objetos que había sobre la mesa, intentaba una vez más encontrarles algún sentido. Los había ordenado y vuelto a ordenar docenas de veces; presentía que había un patrón en alguna parte, y que si solo pudiera colocar los objetos en la posición adecuada, por fin lo entendería.

Los artefactos habían sido limpiados, el bronce se había pulido y resplandecía. Rautos había hecho listas de características para buscar una tipología, agrupamientos basados en ciertos detalles: ángulos de curvatura, peso, proximidad al punto donde los habían encontrado, incluso las diversas profundidades a las que habían estado enterrados.

Porque lo cierto era que los habían enterrado. No los habían tirado por ahí ni arrojado a un pozo. No, cada uno había sido depositado en un agujero esculpido en la arcilla, y él había conseguido crear moldes de esas depresiones, lo que había ayudado a establecer la inclinación y orientación de cada objeto.

La colección que tenía delante estaba colocada atendiendo a la ubicación espacial, cada uno situado con precisión en relación con los otros, al menos eso creía, basándose en su mapa. La única excepción era con el segundo y tercer artefacto. La excavación en ese momento (cuando se habían recuperado los tres primeros) no había sido metódica, así que la extracción de los objetos había destruido cualquier posibilidad de especificar con precisión el punto que ocupaban. Así que eran dos de esos tres los que estaba moviendo, una y otra vez. Con respecto al tercer objeto (el primero encontrado), él sabía de sobra cuál era su sitio.

Mientras, fuera de los muros altos y bien protegidos de la hacienda, la ciudad de Letheras se sumía en la anarquía.

Rautos Hivanar empezó a murmurar por lo bajo y levantó ese primer artefacto. Estudió ese ángulo a la derecha, tan conocido ya, percibió el peso seguro en sus manos y se preguntó de nuevo por qué estaba caliente el metal. ¿Se había calentado más en los últimos días? No estaba convencido y en realidad tampoco tenía forma de medirlo.

En la habitación había un olor leve a humo. No a humo de madera, que podría provenir de cien mil hogueras utilizadas para cocinar, sino el hedor más acre a tela y muebles barnizados quemados, junto con (mucho más sutil) el matiz dulce y áspero de la carne humana carbonizada.

Había enviado a sus criados a la cama, irritado con sus interminables informes, el miedo en sus ojos dóciles. No tenía hambre ni sed y parecía como si una nueva claridad se estuviera apoderando de su visión, de su mente. El detalle más intrigante de todos era que había encontrado doce contrapartidas a escala real repartidas por toda la ciudad; y cada una de éstas se correspondía a la perfección con el despliegue que tenía ante él, salvo esos dos, por supuesto. Así que lo que tenía sobre esa mesa era un mapa en miniatura, cosa que sabía que era importante.

Quizá el detalle más importante de todos.

Ojalá supiera por qué.

Sí, el objeto cada vez estaba más caliente. ¿Pasaba lo mismo con su compañero mucho más grande, allí, en el patio trasero de su nueva posada?

Se levantó. Por muy tarde que fuera, necesitaba averiguarlo. Volvió a poner con sumo cuidado el artefacto encima de la mesa de mapas, en la posición que ocupaba la posada, y se dirigió a su ropero.

Los sonidos de los disturbios en la ciudad se habían ido alejando y habían regresado a los distritos más pobres del norte. Tras ataviarse con un pesado manto y coger su bastón de paseo (era un objeto que no veía mucho uso en circunstancias normales, pero cabía la posibilidad de que precisara defenderse), Rautos Hivanar salió de la habitación. Atravesó la casa silenciosa. Una vez fuera, giró a la izquierda, hacia el muro exterior.

Los guardias que se encontraban en el postigo de la verja lateral le hicieron un saludo militar.

—¿Algún problema cerca? —preguntó Rautos.

—No en las últimas horas, señor.

—Deseo salir.

El guardia titubeó antes de contestar.

—Reuniré una escolta…

—No, no. Mi intención es ser discreto.

—Señor…

—Abra la puerta.

El guardia obedeció.

Rautos la atravesó y se detuvo un momento en la estrecha avenida mientras escuchaba cómo el guardia pasaba el cerrojo tras él. El olor a humo era allí más fuerte, una calima que formaba halos alrededor de esas pocas lámparas que todavía estaban encendidas sobre sus postes de hierro. La basura recubría los canalones, un detalle muy desagradable que evidenciaba hasta qué punto había caído todo orden y conducta civilizada. La falta de limpieza en las calles era símbolo de una cultura que se moría, una cultura que, a pesar de las ruidosas y públicas exhortaciones sobre lo contrario, había perdido su sentido del orgullo y había dejado de creer en sí misma.

¿Cuándo había ocurrido todo eso? ¿Con la conquista tiste edur? No, esa derrota no había sido más que un síntoma. La promesa de la anarquía, del derrumbamiento, se había susurrado ya mucho antes. Pero tan quedo había sido ese susurro que nadie lo había oído. Ah, pero eso es mentira. Fue solo que no queríamos oírlo.

Continuó mirando a su alrededor, sintiendo que una pesada laxitud se posaba en sus hombros.

Como con Letheras, así ocurre con el imperio.

Rautos Hivanar echó a andar para recorrer una ciudad moribunda.

Cinco hombres, que nada bueno tenían en mente, estaban acampados en el viejo cementerio tartheno. Con el ceño fruncido, Ublala Pung salió de la oscuridad y se coló entre ellos. Hizo volar los puños. Unos minutos más tarde se encontraba de pie en medio de cinco cuerpos inmóviles. Recogió al primero y lo llevó al pozo que había dejado un árbol enorme al caer, allí lo arrojó, al agujero empapado. Luego regresó a por los otros.

Al poco apagó la pequeña hoguera a pisotones y empezó a despejar un claro, a quitar hierba y a apartar piedras. Se hincó de rodillas para arrancar las malas hierbas más pequeñas y, sin prisas, se fue arrastrando en una espiral cada vez más grande.

En el cielo, la luna calinosa todavía estaba ascendiendo y al norte, por algún sitio, ardían edificios. Tenía que terminar antes del amanecer. El terreno despejado, un espacio ancho, circular, nada salvo tierra desnuda. Podía tener bultos. No había problema con eso, y menos mal que no había problema, porque los cementerios eran sitios llenos de bultos.

Al oír un gemido en el agujero donde había estado el árbol, Ublala se levantó, se limpió la tierra de las rodillas y de las manos y se acercó. Miró con cautela en el pozo y se quedó observando las formas grises hasta que averiguó cuál estaba volviendo en sí. Se agachó y aporreó al hombre en la cabeza unas cuantas veces más hasta que el gemido se detuvo. Satisfecho, regresó a su claro.

Antes del amanecer, sí.

Porque al amanecer, como bien sabía Ublala Pung, el emperador alzaría su espada maldita, y en pie enfrente de él, en el suelo de ese estadio, estaría Karsa Orlong.

En una cámara secreta (donde en un tiempo había estado una especie de tumba), Ormly, el campeón de los Cazarratas, estaba sentado enfrente de una mujer gordísima. El campeón fruncía el ceño.

—Aquí eso no te hace falta, Rucket.

—Cierto —respondió ella—, pero me he acostumbrado a ello. No creerías el poder que engendra ser enorme. La intimidación. ¿Sabes?, cuando las cosas por fin mejoren y vuelva a haber comida de sobra, estoy pensando en ponerme así de verdad.

—Pero es que de eso se trata —respondió Ormly inclinándose hacia delante—. Es todo relleno, y el relleno no pesa como el real. Te cansarás con solo atravesar una habitación. Te dolerán las rodillas. Te faltará el aliento porque los pulmones no pueden expandirse lo suficiente. Te saldrán estrías aunque nunca hayas tenido un bebé…

—¿Así que si también me quedo embarazada, entonces no habrá problema?

—Salvo por todo lo demás, bueno, no, supongo que no. Y no es que se fuera a dar cuenta nadie.

—Ormly, eres un auténtico idiota.

—Pero muy bueno en lo mío.

A eso Rucket asintió.

—¿Y bien? ¿Cómo fue?

Ormly la miró con los ojos entrecerrados y se rascó el rastrojo de la mandíbula.

—Es un problema.

—¿Grave?

—Grave.

—¿Cómo de grave?

—Más no puede ser.

—Hmm. ¿No se sabe nada de Selush?

—Todavía no. Y tienes razón, tendremos que esperar.

—Pero nuestra gente está en su sitio, ¿no? ¿No hay problema con todos esos disturbios y demás?

—En ese aspecto todo va bien, Rucket. No es que sean sitios muy populares, ¿no?

—¿Y ha habido algún cambio en la hora de ejecución?

Ormly se encogió de hombros.

—Veremos llegado el amanecer, suponiendo que siga trabajando algún pregonero. Desde luego espero que no, Rucket. Incluso así, es posible que fracasemos. Eso lo sabes, ¿verdad?

La mujer suspiró.

—Eso sería trágico. No, desgarrador.

—¿De verdad lo amas?

—Oh, no lo sé. Es difícil no quererlo, de hecho. Pero tendría competencia.

—¿Esa erudita? Bueno, a menos que estén en la misma celda, no creo que tengas que preocuparte.

—Como dije, eres idiota. Por supuesto que me preocupo, pero no por la competencia. Me preocupo por él. Me preocupo por ella. Me preocupa que todo esto salga mal y Karos Invictad consiga triunfar. Nos estamos quedando sin tiempo.

Ormly asintió.

—Bueno, ¿tienes alguna buena noticia? —preguntó ella.

—No sé si es buena, pero es interesante.

—¿Qué?

—Ublala Pung se ha vuelto loco.

Rucket negó con la cabeza.

—No es posible. No tiene sesos suficientes para volverse loco.

—Bueno, les dio una paliza a cinco escribas que se escondían de los disturbios en el cementerio tartheno, y ahora mismo se está arrastrando a gatas arrancando malas hierbas.

—Bueno, ¿y de qué va todo eso?

—Ni idea, Rucket.

—Se ha vuelto loco.

—Imposible.

—Lo sé —respondió ella.

Se quedaron sentados en silencio un rato, después habló Rucket.

—Quizá solo me quede con el relleno. Así puedo tenerlo sin los costes añadidos.

—¿Es relleno de verdad?

—Ilusiones y algo de verdad, una especie de labor de retales.

—¿Y crees que se enamorará si tienes ese aspecto? Quiero decir, comparada con Janath, que debe de estar enflaqueciendo por momentos, cosa que, como bien sabes, a algunos hombres les gusta porque hace que sus mujeres parezcan niñas o alguna otra espeluznante verdad secreta que nadie admite jamás en voz alta…

—Él no es de ésos.

—¿Estás segura?

—Lo estoy.

—Bueno, supongo que tú tendrías que saberlo.

—Así es —respondió Rucket—. En fin, lo que estás diciendo me está poniendo mala.

—Es lo que tienen las verdades viriles —dijo Ormly.

Se quedaron sentados. Y esperaron.

Ursto Hoobutt y su mujer y antigua amante Pinosel treparon a la orilla cenagosa. En las manos nudosas de Ursto había una enorme jarra de arcilla. Se detuvieron para estudiar el estanque congelado que, en otro tiempo, había sido el lago Escaño; el hielo refulgía bajo la luz difusa de la luna.

—Está fundiéndose, cerecita —dijo Ursto.

—Bueno, cada día más listo, queridín. Sabíamoslo que se estaba fundiendo. Sabíamoslo por mucho tiempo. Sabíamoslo sobrios y sabíamoslo borrachos. —Pinosel levantó la cesta—. Bueno, ¿qué va a ser, una cena muy tarde o vamos a por un desayuno muy temprano?

—Lo estiramos y hacemos las dos cosas.

—No podemos las dos. Una o la otra y si lo estiramos no será ninguna, así que decídete.

—¿Qué te tiene tan irritable, amor?

—Se está fundiendo, maldita sea, y eso significa hormigas en la comida.

—Sabíamos que iba a pasar…

—¿Y qué? Cuando hay hormigas, hay hormigas.

Se acomodaron en la orilla, espantando los mosquitos con las manos. Ursto destapó la jarra mientras Pinosel desvelaba lo que contenía la cesta. Él fue a coger un bocadito y ella le dio un manotazo. Él le ofreció la jarra, ella frunció el ceño y luego la aceptó. Cuando vio a su mujer con las manos llenas, él le quitó la golosina y se echó hacia atrás, contento mientras engullía el bocadito.

Y después tuvo una arcada.

—Por la oreja del Errante, ¿qué es esto?

—Eso era una bola de arcilla, amor. Para la escritura. Y ahora vamos a tener que desenterrar alguna más. O, más bien, las vas a desenterrar tú, ya que fuiste quien se comió la que teníamos.

—Bueno, tampoco estaba tan mal, la verdad. Trae, dame esa jarra para que pueda pasarla mejor.

Una velada agradable, reflexionó Ursto con cierta desolación, sentarse allí y ver fundirse el estanque.

Al menos hasta que el demonio gigante atrapado en el hielo se soltara. Ante tan inquietante pensamiento, le lanzó a su mujer y en otro tiempo amante una mirada y recordó el día, hace mucho tiempo, en el que habían estado sentados allí, tan tranquilos ellos, y ella le había estado dando la tabarra para que se casaran, y él había dicho… bueno; lo había dicho. Y allí estaban, y quizá fuera el empujoncito del Errante, pero a él no se lo parecía.

Pensara lo que pensara el Errante.

—Veo esa expresión nostálgica en tus ojos, maridín. ¿Qué te parece que tengamos un bebé?

Ursto se atragantó por segunda vez, pero con nada tan prosaico como una bola de arcilla.

El complejo central de los patriotas, el núcleo sólido de miedo e intimidación del imperio, estaba bajo asedio. De forma periódica, la turba se arrojaba contra los muros, y rocas y jarras de aceite con mechas de tela ardiendo volaban por encima y se estrellaban en el complejo. Las llamas habían consumido los establos y otras cuatro dependencias auxiliares tres noches antes, y el sonido terrible de los chillidos de los caballos había llenado el aire impregnado de humo. Los patriotas atrapados apenas habían sido capaces de evitar que el edificio principal se prendiera.

Dos veces habían atravesado la puerta principal, y una docena de agentes había muerto repeliendo a los ciudadanos frenéticos. Así que habían colocado una enorme barricada de escombros, vigas carbonizadas y muebles para bloquear el paso. Entre el hedor y los charcos de hollín del complejo caminaban figuras ataviadas con armaduras, como supuestos soldados, torpes con el pesado equipo. Pocos hablaban, pocos miraban a los ojos, por temor a ver revelada la incredulidad acosada, aturdida, que residía en sus almas.

El mundo no funcionaba así. A la gente siempre se la podía intimidar, los cabecillas aislados y traicionados con una bolsa de dinero o, si eso fallaba, eliminados de modo discreto. Pero los agentes no podían salir a las calles para emprender esos oscuros tratos. Había observadores, y bandas de matones cerca que disfrutaban matando de una paliza a desventurados agentes y después arrojaban las cabezas por encima del muro. Y los operativos que pudieran permanecer en la ciudad habían cejado en todo esfuerzo de comunicarse; o bien se habían escondido o estaban muertos.

La inmensa red de trabajo había quedado destrozada.

Tanal Yathvanar sabía que si fuera sencillo, si fuera tan fácil como negociar la liberación de prisioneros según las exigencias de la turba, podría restaurarse el orden. Pero esas gentes que estaban tras los muros del complejo no eran parientes y amigos de las decenas de eruditos, intelectuales y artistas todavía encerrados en las celdas de abajo. Les importaban un bledo los prisioneros y verían tan contentos cómo ardían junto con el bloque principal. Así que no había ninguna causa noble en todo aquello. Tanal empezaba a comprender que no era más que sed de sangre.

¿Es de extrañar entonces que nos necesitaran? Para controlarlos. Para controlar sus instintos más básicos. Y ahora mira lo que ha pasado.

Se encontraba cerca de la puerta principal, observando a los agentes que empuñaban picas y patrullaban el sucio complejo. De hecho, varias veces habían oído gritos que exigían ver a Tehol Beddict. La chusma quería encargarse de él en persona. Querían hacerlo pedazos. El Gran Ahogamiento del amanecer de la mañana siguiente no era suficiente para apaciguar su necesidad salvaje.

Pero no iban a liberar a Tehol Beddict. No mientras Karos Invictad permaneciera al mando.

Sin embargo, si lo entregáramos, quizá se calmaran y se fueran. Y nosotros podríamos empezar otra vez. Sí. Si yo estuviera al mando, podrían quedarse con Tehol Beddict con todas mis bendiciones.

Pero no con Janath. Oh no, ella es mía. Para siempre ya. Para él había sido una conmoción descubrir que la estudiosa no guardaba muchos recuerdos de su anterior encarcelamiento, pero había disfrutado mucho volviéndola a educar. Ja, reeducando a la profesora. Ésa me gusta. Por lo menos Karos Invictad había sido generoso y se la había dado. Así que la mujer residía en una celda privada, encadenada a una cama, y él podía utilizarla día y noche. Incluso cuando las multitudes bramaban contra los muros y los agentes morían por mantenerlos fuera, él yacía sobre ella y se complacía en ello. Y ella había aprendido pronto a decir todo lo que debía, a suplicar más, a susurrar su deseo inmarcesible (no, no la obligaría a hablar de amor, porque esa palabra ya había muerto entre ellos, muerto para siempre), hasta que esas palabras de deseo se convirtieron en realidad para ella.

La atención. El fin de la soledad. Incluso había gritado la última vez, había gritado su nombre mientras arqueaba la espalda y agitaba los miembros contra los grilletes.

Había gritado para llamarlo a él, Tanal Yathvanar, que incluso de niño había sabido que estaba destinado para la grandeza, ¿no era eso lo que le decían todos, una y otra vez? Sí, había encontrado al fin su mundo perfecto. ¿Y qué había pasado? La puñetera ciudad entera se había derrumbado y amenazaba todo lo que poseía.

Y todo por culpa de Karos Invictad. Porque se negaba a entregar a Tehol Beddict y se pasaba todas las horas de vigilia con los ojos clavados en el interior de una cajita de madera que contenía un insecto bicéfalo que había sido (ja, ja), en su lerda y obstinada estupidez, más listo que él. Hay una verdad oculta en eso, ¿no? Estoy seguro. Karos y su insecto bicéfalo que da vueltas y vueltas y más vueltas, y que seguirá dándolas hasta que se muera. Y cuando lo haga, el gran centinela se volverá loco.

Pero Tanal empezaba a sospechar que no podría esperar a eso. La chusma estaba demasiado ansiosa.

Más allá de los muros reinaba el silencio, de momento, pero algo inmenso y con un millar de cabezas hervía de furia al otro lado del canal de la Enredadera y no tardaría en cruzar desde los Límites Exteriores y bajar hasta las gradas del norte. Podía oír su susurro pesado, una marea en la oscuridad que se derramaba por las calles, entraba y salía a chorros de los callejones y se extendía, sangrienta y oscura, por las avenidas y caminos. Podía oler su hambre en el humo acre.

Y viene a por nosotros, y no va a esperar. Ni siquiera a Karos Invictad, el centinela de los patriotas, el hombre más acaudalado de todo el imperio.

Se permitió lanzar una leve carcajada, se dio media vuelta y entró en el bloque principal. Bajó por el pasillo polvoriento, caminando sin mirar por encima de las vetas costrosas dejadas cuando habían sacado a rastras a los heridos y moribundos. Olor a sudor rancio, orina y heces derramadas (tan penetrante como en las celdas de abajo). Y sí, ¿acaso no somos ahora también prisioneros? Con simples sobras de comida y el agua del pozo contaminada por cenizas y sangre. Atrapados con sentencias de muerte colgándonos del cuello como el peso de diez mil diques, y nada salvo agua profunda por todos lados.

Otro pensamiento para divertirlo, otro pensamiento para archivar en sus libros privados.

Subió las escaleras, sus botas resonaban en la caliza tallada, y entró en el pasillo que llevaba al despacho del centinela, el sanctasanctórum de Karos Invictad. Su propia celda privada. No había guardias en el pasaje, Karos ya no confiaba en ellos. De hecho, ya no confiaba en nadie. Salvo en mí. Y ése será al final su mayor error.

Al llegar a la puerta, la abrió de un empujón, sin llamar, y entró. Y entonces se detuvo en seco.

La habitación hedía y la fuente del mal olor estaba despatarrada en la silla que había enfrente del centinela y su escritorio.

Tehol Beddict. Embadurnado con heces, lleno de cortes, costras y magulladuras; la prohibición de Karos Invictad contra tal tratamiento había terminado, al parecer.

—Tengo visita —le soltó el centinela—. Nadie te invitó, Tanal Yathvanar. Es más, no te oí llamar; otra señal más de tu creciente insolencia.

—La chusma volverá a atacar —dijo Tanal, los ojos se le fueron un momento hacia Tehol—. Antes del amanecer. Me pareció que sería mejor informarlo de que nuestras defensas están debilitadas. No nos quedan más que catorce agentes capaces de defendernos. Esta vez me temo que se abrirán camino.

—La fama es sanguinaria —comentó Tehol Beddict a pesar de los labios partidos—. Dudo en recomendarla.

Karos Invictad siguió mirando a Tanal con furia un momento más antes de volver a hablar.

—En la habitación oculta, sí, ya sabes cuál es, soy consciente de ello, así que no es necesario que proporcione más detalles, en la habitación oculta, por tanto, Tanal, encontrarás un gran cofre lleno de monedas. Apiladas detrás hay unos cuantos cientos de bolsitas de tela. Reúne a los heridos y que llenen sacos con las monedas. Después entrégaselos a los agentes de los muros. Esas serán sus armas esta noche.

—Eso se podría volver contra usted —comentó Tehol, que pensó lo mismo que Tanal Yathvanar, pero lo expresó antes—, si llegan a la conclusión de que dentro hay más todavía.

—Estarán muy ocupados peleándose unos con otros para llegar a ninguna conclusión —dijo Karos con desdén—. Bien, Tanal, si no hay nada más, regresa con tu dulce víctima, que sin duda suplicará con desesperación que le prestes tu sórdida atención.

Tanal se lamió los labios. ¿Ya era hora? ¿Estaba listo?

Y entonces vio en los ojos del centinela una astucia que le heló los huesos. Me ha leído el pensamiento. Sabe lo que tengo en mente.

Tanal hizo un rápido saludo militar y salió a toda prisa de la habitación. ¿Cómo puedo derrotar a un hombre así? Siempre va diez pasos por delante de mí. Quizá debería esperar hasta que hayan pasado los problemas y moverme luego, cuando se relaje, cuando se sienta más seguro.

Había ido al despacho de Invictad para confirmar que seguía solo con su rompecabezas. Momento en el que había planeado bajar a las celdas y recoger a Tehol Beddict. Atado, amordazado y encapuchado, pretendía subirlo y sacarlo al complejo. Para apaciguar a la chusma, para verlos alejarse y salvar así su propia vida. Sin embargo, el centinela tenía a Tehol en su mismo despacho.

¿Para qué? ¿Una conversación? ¿Para recrearse todavía más? Oh, cada vez que creo conocer a ese hombre…

Encontró a un agente y de inmediato transmitió las instrucciones de Invictad, así como indicaciones para llegar a lo que había sido la habitación oculta. Después continuó su camino, solo vagamente consciente de que estaba siguiendo las órdenes del centinela al pie de la letra.

Descendió a un nivel inferior, bajó por otro pasillo (ése con una capa de polvo más gruesa que la mayor parte de los otros, salvo por aquellos lugares donde sus botas habían abierto un sendero impaciente) hasta una puerta, donde sacó una llave y descorrió el cerrojo. Y entró.

—Sabía que te sentirías sola —dijo.

La mecha del farol casi se había consumido y Tanal se acercó a la mesa donde reposaba.

—¿Tienes sed? Seguro que sí. —Miró por encima del hombro y la vio observándolo, vio el deseo en sus ojos—. Hay más disturbios en la ciudad, Janath. Pero yo te protegeré. Siempre te protegeré. Estás a salvo. Eso lo entiendes, ¿verdad? A salvo para siempre.

La mujer asintió y él vio que abría las piernas todavía más en la cama y luego lo invitaba con una arremetida de la pelvis.

Y Tanal Yathvanar sonrió. Él tenía a su mujer perfecta.

Karos Invictad contempló a Tehol Beddict por encima de los dedos que había unido en forma de chapitel.

—Muy parecida —dijo tras un rato.

Tehol, que había estado mirando como aturdido la caja del rompecabezas que estaba sobre el escritorio, se removió un poco y alzó los ojos desparejados.

—Muy parecida —repitió Karos—. La medida de su inteligencia, comparada con la mía. Usted es, según creo, el que más a la par está conmigo de todos los hombres que he conocido jamás.

—¿De veras? Gracias.

—Por lo general no suelo expresar mi admiración por la inteligencia de otros. Ante todo porque estoy rodeado de idiotas y cretinos…

—Incluso los idiotas y los cretinos necesitan líderes supremos —interpuso Tehol, sonrió e hizo una mueca cuando se le abrieron los cortes de los labios; al cabo, esbozó una sonrisa todavía mayor que antes.

—Los intentos de bromear, por desgracia —dijo Karos con un suspiro—, disimulan mal las deficiencias en la inteligencia. Quizá solo eso sea lo que nos distingue a los dos.

La sonrisa de Tehol se desvaneció y de repente pareció consternado.

—¿Usted nunca intenta bromear, centinela?

—La mente es capaz de jugar a un sinfín de juegos, Tehol Beddict. Algunos son útiles. Otros no merecen la pena, son una pérdida de tiempo. El humor es un ejemplo perfecto de esto último.

—Qué gracioso.

—¿Disculpe?

—Oh, perdón, solo estaba pensando. Qué gracioso.

—¿El qué?

—Usted no lo entendería, por desgracia.

—¿De veras se imagina que es usted más brillante que yo?

—Con respecto a eso no tengo ni idea. Pero, puesto que abjura de todo aspecto del humor, cualquier cosa que yo considere y después describa con la palabra «gracioso» es obvio que es algo que usted no entendería. —Tehol se inclinó un poco hacia delante—. ¡Pero espere, es justo eso!

—¿Qué tonterías está usted…?

—Por eso, después de todo, es por lo que soy mucho más listo que usted.

Karos Invictad sonrió.

—No me diga. Por favor, explíquese.

—Bueno, sin sentido del humor, usted está ciego a muchas cosas de este mundo. A la naturaleza humana. A lo absurdo de mucho de lo que decimos y hacemos. Piense en lo siguiente, un ejemplo apasionante: se acerca una turba que quiere mi cabeza porque yo robé todo su dinero, ¿y qué hace usted para calmarlos? ¡Nada menos que arrojarles todo el dinero que les robó usted a ellos! Pero es obvio que no era usted en absoluto consciente de lo hilarante que es en realidad la situación; tomó la decisión sin conocer qué, un ochenta por ciento de sus deliciosos matices. ¡Noventa por ciento! ¡Noventa y tres por ciento! Y la mitad o poco menos de una mitad, pero más de un tercio, pero menos de… oh, bueno, casi una mitad entera, entonces.

Karos Invictad agitó un dedo.

—Incorrecto, me temo. No es que no lo supiese. Es que tales matices, como usted los llama, me eran indiferentes. De hecho, carecen por completo de sentido.

—Bueno, puede que tenga parte de razón, puesto que parece capaz de apreciar su propia brillantez a pesar de su ignorancia. Pero veamos, quizá se me ocurra otro ejemplo.

—Está perdiendo su tiempo, Tehol Beddict. Y el mío.

—¿Ah, sí? No parecía que estuviera usted muy ocupado. ¿Qué es lo que lo mantiene tan afanado, centinela? Quiero decir aparte de la anarquía en las calles, el derrumbamiento económico, los ejércitos invasores, los agentes muertos y los caballos en llamas.

La respuesta fue involuntaria cuando los ojos de Karos Invictad se posaron por un instante en la caja del rompecabezas. Se corrigió, pero ya era demasiado tarde y vio en el rostro magullado de Tehol que su prisionero había caído en la cuenta y se inclinaba todavía más hacia delante en su silla.

—¿Qué es esto, entonces? ¿Algún receptáculo mágico en el que se encontrarán todas las soluciones para este desazonado mundo? Ha de serlo, para exigir todo su formidable genio. Espere, ¿hay algo moviéndose ahí dentro?

—El rompecabezas no es nada —dijo Karos Invictad, que agitó una mano enjoyada—. Estábamos hablando de sus defectos.

Tehol Beddict se echó hacia atrás e hizo una mueca.

—Ah, mis defectos. ¿Ése era el tema de esta crepitante conversación? Me temo que estoy confundido.

—Algunos rompecabezas no tienen solución —dijo Karos, y él mismo se dio cuenta de que su voz se había agudizado más. Se obligó a respirar hondo y continuó en un tono más bajo—. Alguien intentó confundirme. Sugiriendo que era posible una solución. Pero ahora veo que jamás fue posible una solución. El imbécil no jugó limpio y me desagradan tanto ese tipo de criaturas que, si lo pudiera encontrar, ya sea hombre o mujer, lo arrestaría de inmediato, y este edificio entero resonaría con los gritos y chillidos de ese idiota.

Karos hizo una pausa cuando vio que Tehol lo miraba con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa?

—Nada. Pero es gracioso.

El centinela estiró el brazo hacia su cetro y lo levantó del escritorio, satisfecho con el peso sólido del símbolo, con la sensación de sostenerlo en la mano.

—Está bien, no es gracioso. Perdón, no he dicho nada. No me golpee con esa cosa otra vez. Por favor. Aunque —añadió Tehol—, teniendo en cuenta que es el símbolo de su cargo, golpearme con él, si bien un tanto severo, es, no obstante, en cierto modo… gracioso.

—Estoy pensando que debería entregarlo a los ciudadanos de Letheras —dijo Karos al tiempo que alzaba los ojos para evaluar cómo reaccionaba aquel hombre a su afirmación. Y le sorprendió ver que el idiota sonreía otra vez—. ¿Cree que bromeo?

—Nunca. Como es obvio.

—¿Entonces disfrutaría siendo despedazado por la chusma?

—Lo dudo. Claro que no lo harían, ¿verdad? Me refiero a hacerme pedazos.

—Oh, ¿y por qué no?

—Porque no solo tengo más dinero que usted, centinela, a mí, al contrario que a usted, me resulta del todo indiferente quién termine poseyéndolo. Entrégueme, desde luego, señor. Y observe cómo compro mi vida.

Karos Invictad se quedó mirando al hombre.

Tehol agitó un dedo roto.

—Las personas que no tienen sentido del humor ni saben apreciarlo, centinela, siempre se toman el dinero demasiado en serio. O su posesión, al menos. Que es por lo que se pasan todo el tiempo apilando monedas, contando esto y aquello, contemplando arrobados su tesoro, en fin. Están compensando la vil penuria que reina en todos los demás aspectos de sus vidas. Bonitos anillos, por cierto.

Karos se obligó a permanecer sereno ante semejantes insultos descarados.

—He dicho que estaba pensando entregarlo. Por desgracia, me acaba de dar motivos para no hacerlo. Así pues, usted mismo ha garantizado su Ahogamiento llegada la mañana. ¿Satisfecho?

—Bueno, si mi satisfacción es esencial, ¿me permite sugerir…?

—Ya basta, Tehol Beddict. Ya no me interesa.

—Bien, ¿puedo irme ya?

—Sí —Karos se levantó y se dio unos golpecitos en un hombro con el cetro—. Y yo, por desgracia, he de escoltarlo.

—Es difícil mantener con vida al buen servicio en estos tiempos.

—Levántese, Tehol Beddict.

Al hombre le costó un poco cumplir la orden, pero el centinela esperó, había aprendido a ser paciente con esas cosas.

En cuanto Tehol se irguió del todo, sin embargo, una expresión de asombro iluminó sus rasgos.

—¡Vaya, pero si es un insecto bicéfalo! ¡Da vueltas y vueltas!

—A la puerta, ya —dijo Karos.

—¿Cuál es el desafío?

—No tiene sentido…

—Oh, venga, en serio, centinela. Afirma usted que es más listo que yo, y yo estoy a punto de morir… Me gustan los rompecabezas. De hecho, los diseño. Rompecabezas muy difíciles.

—Está mintiendo. Conozco a todos los diseñadores y usted no se encuentra entre ellos.

—Bueno, está bien. Solo he diseñado uno.

—Una pena, entonces, que no vaya a poder ofrecérmelo para mi momentáneo placer, puesto que ahora va a regresar a su celda.

—No pasa nada —respondió Tehol—. Era más un chiste que un rompecabezas, en cualquier caso.

Karos Invictad hizo una mueca y agitó el cetro para indicarle a Tehol la puerta.

—Pues he desentrañado el desafío, de todos modos —dijo Tehol mientras iba arrastrando los pies poco a poco—. Es hacer que el bicho deje de dar vueltas.

El centinela le bloqueó el paso con el cetro.

—Se lo he dicho, no hay solución.

—Yo creo que sí. Y creo que la sé, de hecho. Veamos, señor. Yo resuelvo ese rompecabezas que tiene en la mesa y usted pospone mi Ahogamiento. Digamos unos cuarenta años o así.

—De acuerdo. Porque no puede resolverlo. —El centinela observó a Tehol Beddict caminar como un viejo hasta el escritorio e inclinarse sobre él—. ¡No puede tocar el insecto!

—Por supuesto —respondió Tehol. Se inclinó todavía más y bajó la cara hacia la caja.

Karos Invictad se apresuró a colocarse a su lado.

—¡No toque!

—No lo haré.

—Las teselas se pueden recolocar, pero le aseguro…

—No hace falta recolocar las teselas.

Karos Invictad se encontró con que el corazón le martilleaba con fuerza en el pecho.

—Me está haciendo perder más el tiempo.

—No, estoy poniendo fin a su pérdida de tiempo, señor. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. Quizá sea un error. Oh, bueno.

Bajó la cabeza hasta la caja y lanzó un rápido soplido contra una de las teselas, que por un momento quedó enturbiada. Y el insecto, con una de las cabezas enfrente de esa superficie que de repente era opaca, que de repente no reflejaba nada, se detuvo sin más. Levantó una pata y se rascó el abdomen. Cuando la bruma se despejó en la tesela, el animalito se rascó otra vez y reanudó sus vueltas.

Tehol se irguió.

—¡Soy libre! ¡Libre!

Karos Invictad fue incapaz de hablar durante diez, quince latidos. Sentía de repente el pecho tenso, el sudor le perlaba la piel.

—No sea idiota —dijo entonces con voz ronca.

—¿Mintió? ¡Oh, no me puedo creer cómo me mintió! ¡Bueno, pues me meo en usted y también en su estúpido rompecabezas para meones!

El cetro del centinela dibujó un arco y se cruzó con la caja del escritorio, la hizo pedazos y mandó los restos volando al otro lado de la habitación. El insecto chocó contra una pared y se quedó allí un instante antes de empezar a trepar hacia el techo.

—¡Corre! —susurró Tehol Beddict—. ¡Corre!

El cetro se desplazó otra vez junto a Tehol, chocó contra su pecho y le partió varias costillas.

—Ténsame más de la cadena de los tobillos —dijo Janath—. Ábreme más las piernas.

—Disfrutas estando indefensa, ¿verdad?

—Sí. ¡Sí!

Con una sonrisa, Tanal Yathvanar se arrodilló junto a la cama. La cadena de debajo atravesaba unos agujeros que había en cada esquina del armazón de la cama. Unas clavijas sujetaban los tramos. Para tensar las cadenas que sujetaban los tobillos femeninos lo único que tuvo que hacer fue quitar una clavija de cada lado de los pies de la cama, bajó la cadena todo lo posible y, cuando escuchó gemir a la mujer, volvió a colocar las clavijas.

Después se levantó, se sentó en el borde de la cama y se la quedó mirando. Desnuda, la mayor parte de las magulladuras se estaban desvaneciendo puesto que ya no le gustaba hacer daño a aquella mujer. Un cuerpo precioso, sin duda; estaba adelgazando, cosa que él prefería en sus mujeres. Extendió la mano y luego la retiró otra vez. No le gustaba tocar hasta estar listo. La estudiosa gimió por segunda vez y arqueó la espalda.

Tanal Yathvanar se desvistió, se subió a la cama y se cernió sobre ella con las rodillas entre las piernas femeninas, las manos apoyadas con fuerza en el colchón a ambos lados del torso de la mujer.

Vio que los grilletes habían desgarrado las muñecas. Tendría que tratar el daño, esas heridas tenían mucho peor aspecto.

Poco a poco Tanal se posó en el cuerpo de la estudiosa y sintió que ella se estremecía bajo él cuando se deslizó con suavidad en su interior. Tan fácil, tan acogedora. La mujer gimió y él estudió su rostro.

—¿Quieres que te bese ahora? —le preguntó.

—¡Sí!

Tanal bajó la cabeza y fue entonces cuando hizo su primer embate profundo.

Janath, en otro tiempo estudiosa eminente, había encontrado en sí misma una bestia a la que los aguijonazos habían despertado como si hubiese estado durante siglos, quizá milenios, sumida en un sueño profundo. Una bestia que entendía lo que era la cautividad, que entendía que, a veces, lo que había que hacer implicaba un dolor atroz.

Bajo los grilletes que le sujetaban las muñecas, en buena parte ocultos por costras, sangre y jirones desgarrados de piel, los propios huesos se habían desgastado, astillado, agrietado. Por los tirones constantes, salvajes. Un ritmo animal, ciego a todo lo demás, sordo a cada grito de sus nervios. Tirones y más tirones.

Hasta que las clavijas bajo el armazón comenzaron a doblarse. Con una lentitud terrible se iban doblando, los agujeros de la madera se iban reconcomiendo y las clavijas se doblaban y excavaban más los agujeros.

Y en ese momento, con el tramo extra de cadena que había conseguido cuando Tanal Yathvanar había desplazado las clavijas de los pies del armazón de la cama, al fin tenía suficiente margen.

Para estirar el brazo izquierdo y cogerlo por un mechón de cabello. Para empujarle la cabeza hacia la derecha, hacia donde había llevado, entre un estrépito borroso, la mayor parte de la cadena que atravesaba el agujero, lo suficiente para rodearle el cuello a su captor, retorcer la mano por debajo y luego pasarla por encima; y con una determinación repentina, agonizante, levantó el brazo izquierdo, fue subiendo cada vez más ese brazo. El grillete y la muñeca derecha quedaron atrapados contra el armazón, la cadena se los había bajado hasta que ya no dio más.

El hombre se agitó, intentó meter los dedos por debajo de la cadena y ella estiró el brazo todavía más, rozando la cara masculina con la suya; sus ojos vieron el repentino tono azul de la cara del hombre, los ojos que se le salían de las órbitas y la lengua que asomaba.

Él podría haberla golpeado. Podría haberle metido los pulgares en los ojos. Es probable que hubiera podido matarla con tiempo para sobrevivir a todo aquello. Pero ella había esperado a que él expulsara el aire, esa exhalación que siempre brotaba cuando él empujaba por primera vez en su interior. Ese aliento, que ella había oído ya un centenar de veces, cerca de su oído, cuando utilizaba su cuerpo, ese aliento fue lo que lo mató.

El hombre necesitaba aire. No lo tenía. Nada más importaba. Se arañó la garganta para intentar meter los dedos bajo la cadena. Ella estiró el brazo izquierdo más, el codo se trabó y la mujer dejó escapar sus propios gritos en cuanto el grillete que le rodeaba la muñeca derecha se movió cuando un perno se deslizó por el agujero.

Ese rostro azul de ojos saltones, ese estallido húmedo en el pene, seguido por el chorro caliente de orina.

Ojos fijos, venas en las que florecía el rojo y luego el púrpura hasta que el blanco quedó lleno por completo.

Janath los miró de frente. Se miró en ellos y buscó el alma del hombre, intentó enzarzar su mirada con la de esa patética y vil alma moribunda.

Te mato. Te mato. ¡Te mato!

Las palabras silenciosas de la bestia.

La afirmación alegre, salvaje, de la bestia. Los ojos femeninos se lo gritaron al hombre, se lo gritaron al alma masculina.

Tanal Yathvanar. ¡Te mato yo!

Taralack Veed se escupió en las manos y se las frotó para extender la flema, después las levantó y se las pasó por el pelo para estirarlo hacia atrás.

—Huelo más humo —dijo.

El examinador superior, que estaba sentado enfrente de él, en la pequeña mesa, alzó las finas cejas.

—Me sorprende que pueda oler nada, Taralack Veed.

—He vivido en plena naturaleza, cabalhii. Puedo seguir el rastro de un antílope que tenga ya un día de antigüedad. Esta ciudad se está desmoronando. Los tiste edur se han ido. Y de repente el emperador cambia de opinión y masacra a todos los aspirantes hasta que no quedan más que dos. ¿Y le importa siquiera a alguien? —Se levantó de repente y se acercó a la cama, sobre la que había dejado todas sus armas. Desenvainó su cimitarra y estudió el filo una vez más.

—A estas alturas ya podría recortarse las pestañas con esa espada.

—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó Taralack con aire distraído.

—Una simple sugerencia, gral.

—Serví a los sin nombre.

—Lo sé —respondió el examinador superior.

Taralack se volvió y estudió con los ojos entrecerrados al hombrecito blando de la cara pintada.

—¿Lo sabes?

—A los sin nombre se les conoce en mi tierra natal. ¿Sabe por qué se llaman así? Se lo diré, puesto que veo que no lo sabe. Los iniciados deben renunciar a sus nombres, en la creencia de que conocerse a uno mismo por su nombre le da demasiado poder al mismo. El nombre se convierte en la identidad, se convierte en la cara, se convierte en el yo. Elimina el nombre y el poder regresa.

—A mí nunca me exigieron eso.

—Porque usted es poco más que una herramienta, no muy diferente de esa espada que empuña. No hace falta decir que los sin nombre no dan nombres a sus herramientas. Y en muy poco tiempo usted habrá dejado de ser útil.

—Y seré libre una vez más. Para regresar a casa.

—A casa —caviló el examinador superior—. A su tribu, para enderezar todos sus entuertos, para enmendar todas las heridas que infligió durante su entusiasta juventud. Volverá con ellos con los ojos marchitos, el corazón ralentizado y una mano dulcificada. Y una noche, mientras yace durmiendo en sus pieles, en la choza donde nació, alguien se deslizará en el interior y le rebanará la garganta con un cuchillo. Porque el mundo en el interior de su mente no es el mundo que hay más allá. Usted se llama Taralack Veed y ellos han tomado su poder. Del nombre, de la cara. Del nombre, del yo, y con él toda la historia y así, con su propio poder (regalado de buen grado hace tanto, tanto tiempo), lo asesinan.

Taralack Veed se lo quedó mirando, la cimitarra temblaba en sus manos.

—¿Y por eso, entonces, es por lo que a ti solo se te conoce como examinador superior?

El cabalhii se encogió de hombros.

—Los sin nombre son idiotas en su mayor parte. Prueba de lo cual se encuentra en su presencia aquí, con su compañero jhag. Pese todo, hay cosas que ambos comprendemos, lo que tampoco es de sorprender puesto que ambos procedemos de la misma civilización. Del Primer Imperio de Dessimbelackis.

—Era un chiste común en Siete Ciudades —dijo el gral con desdén—. Un día el sol morirá y un día no habrá guerra civil en las islas Cabal.

—La paz al fin se ha ganado —respondió el examinador superior al tiempo que plegaba las manos sobre el regazo.

—¿Entonces por qué cada conversación que tengo contigo en los últimos tiempos me da ganas de estrangularte?

El cabalhii suspiró.

—Quizá llevo fuera de casa demasiado tiempo.

Taralack Veed hizo una mueca y volvió a meter bruscamente la cimitarra en su vaina.

En el pasillo se abrió una puerta con un golpe seco, los dos hombres se pusieron rígidos en la habitación y sus miradas se encontraron.

Pisadas que no hacían ruido pasando junto a la puerta.

Con una maldición, Taralack empezó a abrocharse las armas. El examinador superior se levantó y se colocó bien la túnica antes de dirigirse a la puerta y abrirla solo lo justo para asomarse al exterior. Después volvió a meterse dentro con la cabeza gacha.

—Viene hacia aquí —dijo con un susurro.

Taralack asintió y se unió al monje, que abrió la puerta por segunda vez. Salieron al pasillo al tiempo que oían el ruido de una momentánea refriega, al poco un gruñido, tras lo cual algo crujió sobre el suelo de piedra.

Con Taralack Veed por delante, bajaron rápido y sin ruido por el corredor.

En el umbral de la puerta del patio de prácticas había alguien desplomado, el guardia. En el complejo, más allá, se oyó un grito sobresaltado, una refriega y el sonido de la puerta exterior al abrirse.

Taralack Veed se apresuró a salir a la oscuridad. Tenía la boca seca. El corazón le martilleaba con pesadez en el pecho. El asesor superior había dicho que Icarium no esperaría. Que Icarium era un dios y nadie podía contener a un dios cuando salía a hacer lo que quería hacer. Descubrirán que se ha ido. ¿Registrarán la ciudad? No, ni siquiera se atreven a desbloquear la verja del palacio.

¿Icarium? ¿Robavida, qué buscas?

¿Regresarás para enfrentarte al emperador y su espada maldita?

El monje le había dicho a Taralack que se preparara, que no durmiera esa noche. Y fue por esto.

Llegaron a la verja, pasaron por encima de los cuerpos de dos guardias y salieron con cautela.

Y lo vieron, de pie e inmóvil cuarenta pasos calle abajo, en el centro mismo. Un grupo de cuatro figuras que empuñaban porras se dirigían hacia él. A diez pasos de distancia se detuvieron y empezaron a retroceder. Luego giraron en redondo y echaron a correr, una de las porras rebotó con estrépito sobre los adoquines.

Icarium se quedó mirando el cielo nocturno.

Al norte, en algún lugar, había tres edificios ardiendo, reflejándose con un color carmesí chillón en los vientres de las nubes de humo que hervían en el cielo. Gritos lejanos se alzaron al aire. Taralack Veed, el aliento entrecortado en jadeos, sacó su espada. Los matones y asesinos quizá huyeran de Icarium, pero no había garantía de que fueran a hacer lo mismo al verlo a él y al monje.

Icarium bajó los ojos y miró a su alrededor, como si acabara de descubrir dónde estaba. Otra pausa más antes de echar a andar.

En silencio, el gral y el cabalhii lo siguieron.

Samar Dev se lamió los labios secos. Estaba echado en su cama, en apariencia dormido. Y llegado el amanecer, cogería su espada de pedernal, se pondría la armadura y caminaría en medio de los soldados letherii hacia el estadio imperial. Y saldría, solo, a la arena; los pocos cientos de espectadores de los bancos de mármol alzarían al aire abucheos intermitentes y silbidos. No habría nadie que aceptara apuestas, ni gritos frenéticos de probabilidades. Porque ese juego siempre terminaba igual. Y llegados a ese punto, ¿le importaba siquiera a alguien?

En su imaginación, Samar lo vio acercarse sin prisa al centro del estadio. ¿Estaría mirando al emperador? ¿Estudiando a Rhulad Sengar cuando saliera de la puerta contraria? ¿La ligereza de su paso, los patrones inconscientes que dibujaba la espada en el extremo de sus manos, patrones que susurraban todo lo que músculos y huesos habían aprendido y tenían por costumbre hacer?

No, será como siempre es. Será Karsa Orlong. Ni siquiera mirará al emperador hasta que Rhulad se acerque, hasta que empiecen los dos.

No habría un exceso de confianza. Ni indiferencia. Ni siquiera desdén. No habría explicaciones fáciles para el guerrero toblakai. Estaría concentrado en sí mismo, por completo en sí mismo, hasta que fuera hora de… de dar fe.

Pero Samar Dev sabía que nada saldría bien. Ni toda la pericia de Karsa Orlong, ni todo ese torrente que todo lo inundaba, que era una cascada que a su vez era la voluntad del toblakai; ni siquiera su multitud de espíritus atrapados en el cuchillo que sostenía ella en ese momento, y esos otros que perseguían la sombra del toblakai (almas de los asesinados, diosecillos del desierto y antiguos demonios de las arenas y la roca), espíritus que bien podrían surgir con un estallido y envolver a su dios campeón (¿y en verdad era eso?, ¿un dios?… ella no lo sabía) con todo su poder. No, nada de aquello importaría al final.

Mata a Rhulad Sengar. Mátalo tres veces. Mátalo una docena de veces. Al final se pondrá en pie, la espada ensangrentada, y entonces vendrá Icarium, el último de todos.

Para comenzar todo de nuevo.

Karsa Orlong, reducido a un simple nombre en la lista de los asesinados. Nada más que eso. Para este extraordinario guerrero. Y eso es lo que susurras, Caído, como tu credo sagrado. Grandeza, potencial y promesa, todo se rompe al final.

Incluso tu gran campeón, este tiste edur terrible, torturado, lo ves roto una y otra vez. Y lo arrojas de regreso, cada vez menos de lo que era, pero con mucho más poder en sus manos. Está ahí, sí, para todos nosotros. El poder y el que lo empuña, que está roto, roto por su poder.

Karsa Orlong se incorporó en su catre.

—Alguien se ha ido —dijo.

Samar Dev parpadeó.

—¿Qué?

El otro mostró los dientes.

—Icarium. Ha salido.

—¿Qué quieres decir con que ha salido? ¿Ha dejado el complejo? ¿Para ir adónde?

—No importa —respondió el toblakai, que giró las piernas y posó los pies en el suelo. Se la quedó mirando—. Lo sabe.

—¿Sabe qué, Karsa Orlong?

El guerrero se levantó, la sonrisa se ensanchó y crispó los tatuajes enloquecidos de su rostro.

—Que no se le necesitará.

—Karsa…

—Sabrás cuándo, mujer. Lo sabrás.

¿Saber qué, maldito seas?

—No lo habrían dejar marchar sin más —dijo ella—. Así que debe de haber acabado con todos los guardias. Karsa, ésta es nuestra última oportunidad. Para entrar en la ciudad. Para dejar todo esto…

—No lo entiendes. El emperador no es nada. El emperador, Samar Dev, no es el que busca.

¿Quién? ¿Icarium? No…

—Karsa Orlong, ¿qué secreto guardas? ¿Qué sabes sobre el dios Tullido?

El toblakai se levantó.

—Casi ha amanecido —dijo—. Casi es hora.

—Karsa, por favor…

—¿Querrás ser testigo?

—¿Tengo que hacerlo?

El toblakai la estudió por un momento y sus siguientes palabras, la conmocionaron hasta el fondo de su alma.

—Te necesito, mujer.

—¿Por qué? —inquirió ella, de repente casi a punto de llorar.

—Para ser testigo. Para hacer lo que hay que hacer cuando llegue el momento. —El guerrero respiró hondo, con satisfacción, y apartó los ojos, el pecho se le hinchó hasta que ella pensó que le iban a crujir las costillas—. Vivo para días como éstos —dijo.

Y entonces ella lloró de verdad.

Grandeza, promesa, potencial. Caído, ¿has de compartir así tu dolor?

—Las mujeres siempre son más débiles una vez al mes, ¿no es cierto?

—Vete al Embozado, cabrón.

—Y además se enfadan con rapidez.

Samar se había puesto en pie. Aporreaba con un puño el pecho sólido del toblakai.

Cinco veces, seis, hasta que él le cogió la muñeca, no con la fuerza suficiente para hacerle daño, pero sí deteniendo los golpes como si le hubieran puesto un grillete.

Alzó la vista y lo miró con furia.

Y ese hombre que la miraba no sonreía.

El puño femenino se abrió y se encontró atraída casi por un poder físico que la internó en aquellos ojos masculinos; como si los viera, parecía, por primera vez. Su inconmensurable profundidad, su brillante ferocidad y alegría.

Karsa Orlong asintió.

—Mejor, Samar Dev.

—Mierda condescendiente.

Karsa le soltó el brazo.

—Aprendo cada día más sobre las mujeres. Gracias a ti.

—Todavía tienes mucho que aprender, Karsa Orlong —dijo ella al tiempo que se daba la vuelta y se secaba las mejillas.

—Sí, y ése es un viaje que disfrutaré.

—En realidad debería odiarte —dijo ella—. Estoy segura de que la mayor parte de las personas que te conocen te odian, con el tiempo.

El toblakai lanzó un bufido.

—El emperador lo hará.

—Así que ahora debo caminar contigo. Ahora debo verte morir.

Llegaron gritos del exterior.

—Han descubierto la huida —dijo Karsa Orlong mientras recogía su espada—. Pronto vendrán a por nosotros. ¿Estás lista, Samar Dev?

—No.

Vio que el agua le había podrido los pies. Blancos como la piel de un cadáver, jirones que colgaban para revelar heridas rojas y abiertas, y cuando ella los subió al altar y se los metió bajo el cuerpo, el Errante compendió algo de repente. Sobre la humanidad, sobre la horda hirviente en su cruel avalancha a lo largo de la historia.

Con el sabor de las cenizas llenándole la boca, el Errante apartó los ojos y estudió los canales de agua que chorreaban por las paredes de piedra de la cámara.

—Está subiendo —dijo mientras se volvía para mirarla.

—Nunca estuvo tan perdido como creyó estarlo —dijo Bruja de la Pluma, que alzó una mano con gesto distraído para retorcerse los mechones mugrientos de ese cabello que había sido dorado—. ¿No estás impaciente, querido dios mío? Este imperio está a punto de hincarse de rodillas a tus pies. Y —sonrió de repente y reveló unos dientes marrones— a los míos.

Sí, a los tuyos, Bruja de la Pluma. Esos apéndices podridos y medio muertos que podrías haber utilizado para huir. Hace ya mucho tiempo. El imperio se arrodilla y los labios se estremecen en un puchero. Un beso que brota. Tan frío, tan parecido al engrudo, y el olor, oh, el olor…

—¿No es hora? —preguntó ella con una extraña mirada coqueta.

—¿De qué?

—Fuiste consorte. Conoces los modos del amor. Enséñame ahora.

—¿Enseñarte?

—Estoy intacta. Nunca he yacido con hombre o mujer.

—Mentira —respondió el Errante—. Gribna, el esclavo cojo en el pueblo hiroth. Tú eras muy pequeña. Te usó. Muchas veces y de mala manera. Es lo que te convirtió en lo que eres ahora, Bruja de la Pluma.

Y vio que los ojos femeninos lo rehuían, vio el ceño en su frente y comprendió la horrible verdad, ella no lo recordaba. Demasiado joven, demasiado inocente. Y después, cada momento enterrado en un agujero profundo en el fondo de su alma. Ella, por el Abismo, no recordaba.

—Bruja de la Pluma…

—Vete —dijo ella—. Ahora mismo no necesito nada de ti. Tengo a Udinaas.

—Has perdido a Udinaas. Nunca lo tuviste. Escucha, por favor…

—¡Está vivo! ¡Lo está! Y todos los que lo ansiaban están muertos, ¡las hermanas, muertas! ¿Te lo habrías imaginado?

—Idiota. Silchas Ruina viene hacia aquí. Para asolar esta ciudad. Para destruirla por completo…

—No puede derrotar a Rhulad Sengar —replicó ella—. ¡Ni siquiera Silchas Ruina puede hacer eso!

El Errante no respondió a esa aseveración. Después se volvió.

—He visto gangrena en tus pies, Bruja de la Pluma. Mi templo, como te gusta llamarlo, hiede a carne podrida.

—Entonces sáname.

—El agua está subiendo —dijo él, y esa vez la afirmación pareció retoñar en su interior y llenar todo su ser. El agua está subiendo. ¿Por qué?—. Hannan Mosag busca al dios demonio, el que estaba atrapado en el hielo. Ese hielo, Bruja de la Pluma, se está fundiendo. Agua… por todas partes. Agua…

Por las Fortalezas, ¿era posible? ¿Incluso esto? Pero no, atrapé al malnacido. ¡Lo atrapé!

—Se llevó el dedo —dijo Bruja de la Pluma tras él—. Lo cogió y pensó que era suficiente, solo llevárselo. Pero ¿cómo podía ir yo adonde ha ido él? No podía. Yo lo necesitaba, sí. Lo necesitaba y él nunca estuvo tan perdido como creía estar.

—¿Y qué hay del otro? —preguntó el Errante, todavía dándole la espalda.

—Nunca se encontró…

El dios ancestral giró en redondo.

—¿Dónde está el otro dedo? —exclamó.

Y vio que los ojos de la mujer se abrían más.

¿Es posible? ¿Es…?

Se encontró en el pasillo, con el agua por las caderas, aunque la atravesó sin esfuerzo. Ha llegado al momento… Icarium camina… ¿dónde? Se acerca un ejército extranjero y un mago horripilante. Silchas Ruina baja volando del norte con ojos de fuego. Hannan Mosag, el muy tonto, se arrastra hacia lago Escaño al tiempo que el dios demonio se agita, y ella dice que nunca estuvo tan perdido como creía estar.

Casi ha amanecido en algún lugar más allá de esos muros combados, sollozantes.

Un imperio de rodillas.

El beso que retoña, a solo unos instantes.

Llegó recado a Varat Taun, finadd recién nombrado de la Guardia de Palacio, que Icarium, junto con Taralack Veed y el examinador superior, habían escapado. Al oír esa frase se le debilitaron las rodillas y lo atravesó una riada, pero era una riada turbia, confusa. Alivio, sí, ante lo que se había evitado (al menos de momento, ¿pues no podría regresar Icarium?), alivio al que envolvió de inmediato un pavor creciente por el ejército invasor acampado a apenas dos leguas de distancia.

Habría un asedio y, sin prácticamente nadie para defender las murallas, sería un asedio muy corto. Y después el propio Domicilio Eterno sería el atacado y, para cuando todo hubiera terminado, era muy probable que solo el emperador Rhulad Sengar permaneciera en pie, rodeado por el enemigo.

Un emperador sin imperio.

En el extremo oriental, en las fronteras con Bolkando, cinco ejércitos letherii parecían haberse desvanecido. Ni una palabra de un solo mago entre esas fuerzas. Habían partido a las órdenes de una comandante competente, aunque no fuera brillante, para aplastar a los bolkandos y a sus aliados. Cosa que debería haber estado dentro de las posibilidades de esa mujer. De sobra. El último informe había llegado medio día antes de que los ejércitos chocaran.

¿A qué otra conclusión se podía llegar? Esos cinco ejércitos habían quedado hechos pedazos. El enemigo continúa su marcha y se adentra en el propio corazón del imperio. ¿Y qué ha pasado al este de Drene? Más silencio, y eso que a la atri-preda Bivatt la consideraba la mayoría la próxima preda de los Ejércitos Imperiales.

Rebelión en Rosazul, disturbios en cada ciudad. Deserciones en masa de unidades y guarniciones enteras. Los tiste edur se desvanecen como fantasmas, huyen de regreso a su tierra natal, sin duda. Por el Errante, ¿por qué no acompañé a Yan Tovis? ¿Por qué no regresé con mi mujer? Soy un idiota que va a morir aquí, en este maldito palacio. Morir para nada.

Se encontraba en su puesto, junto a la entrada del salón del trono, y observaba por debajo del borde de su yelmo al emperador de las Mil Muertes, que se paseaba por delante del trono. Mugriento de sangre y de los fluidos derramados por una docena de aspirantes muertos, una docena de derribados en un frenesí arrollador. Rhulad chillando mientras su espada giraba, cortaba, amputaba y parecía beber el dolor y la sangre de sus víctimas.

Y empezaba ya a amanecer en ese día y el insomne emperador se paseaba. Las monedas ennegrecidas se movían sobre los estragos de su rostro, las emociones modificaban sus rasgos en ciclos interminables de incredulidad, aflicción y miedo.

Ante Rhulad Sengar, de pie e inmóvil, estaba el canciller.

Tres veces el emperador se detuvo para mirar con furia a Triban Gnol. Tres veces fue a hablar, solo para reanudar sus paseos, la punta de la espada arrastrándose por las baldosas.

Su propio pueblo lo había abandonado. Había ahogado sin querer a sus propios padres. Había matado a todos sus hermanos. Había empujado al suicidio a la esposa que había robado. Lo había traicionado la primera y única concubina que había poseído, Nisall.

Una economía en ruinas, todo orden derrumbado y ejércitos invadiendo.

Y su única respuesta era obligar a unos desventurados extranjeros a que se metieran en las arenas del estadio para masacrarlos.

¿Patetismo o gran comedia?

No servirá, emperador. Toda esa sangre y tripas que te cubren no servirán. Cuando no eres más que las manos que sostienen la espada, la espada gobierna, y la espada no sabe nada salvo aquello para lo que la hicieron. No puede lograr resolución alguna, no puede haber para ella diplomacia sutil, no puede resolver ninguno de los problemas que afligen al pueblo por decenas de miles, cientos de miles.

Deja que una espada gobierne un imperio y el imperio cae. En la guerra, en la anarquía, en un torrente de sangre y un mar de miseria.

Recubierto de monedas, el que empuñaba la espada se paseaba por la verdadera extensión de su dominio, allí, en ese salón del trono.

Se detuvo y se enfrentó al canciller una vez más.

—¿Qué ha pasado?

La pregunta de un niño. La voz de un niño. Varat Taun sintió que su corazón cedía un poco, sintió que su dureza se ablandaba de repente. Un niño.

La respuesta del canciller fue medida, tan tranquilizadora que Varat Taun a punto estuvo de echarse a reír ante lo absurdo del tono.

—Nunca nos llegan a conquistar de verdad, emperador. Vos permaneceréis porque nadie puede apartaros. Los invasores lo verán, lo entenderán. Habrán acabado con el castigo que pretendían. ¿Habrá ocupación? Es una incógnita. Si no son ellos, entonces será la coalición que viene de los reinos del este, y esas coaliciones se rompen de forma inevitable, se devoran a sí mismas. Ellos tampoco podrán haceros nada, emperador.

Rhulad Sengar se quedó mirando a Triban Gnol; el emperador movía la boca, pero no emitía ningún sonido.

—He comenzado —continuó el canciller— a preparar nuestra rendición condicionada. Ante los malazanos. Como mínimo impondrán la paz en la ciudad, pondrán fin a los disturbios. Es probable que trabajen en colaboración con los patriotas. Una vez se restaure el orden, podemos emprender la tarea de resucitar la economía, acuñar…

—¿Dónde está mi pueblo? —preguntó Rhulad Sengar.

—Regresarán, emperador. Estoy seguro de ello.

Rhulad se volvió para mirar el trono. Y de repente se quedó muy quieto.

—Está vacío —susurró—. ¡Mira! —Giró en redondo y señaló el trono con la espada—. ¿Lo ves? ¡Está vacío!

—Mi señor…

—¡Como la silla de mi padre en nuestra casa! ¡Nuestra casa en el pueblo! ¡Vacía!

—El pueblo ya no está, emperador…

—¡Pero la silla continúa allí! ¡La veo! Con mis propios ojos… ¡la silla de mi padre! La pintura pierde el color al sol. Las junturas de la madera se parten bajo la lluvia. ¡Los cuervos se encaraman a los desgastados brazos! ¡La veo!

El grito resonó en el silencio. No se movía ni un guardia. El canciller, con la cabeza inclinada, ¿y quién sabía qué pensamientos aleteaban tras los ojos de serpiente?

Rendición condicionada. Rhulad Sengar continúa. Rhulad Sengar y, ah, sí, el canciller Triban Gnol. Y los patriotas. «No se nos puede conquistar. Somos eternos. Entra en nuestro mundo y éste te devora».

Los anchos hombros de Rhulad se encorvaron poco a poco. Se acercó al trono, se dio la vuelta y se sentó. Miró con ojos desolados.

—¿Quién queda? —preguntó con voz ronca y quebrada.

El canciller se inclinó.

—No queda más que uno, emperador.

—¿Uno? Debería haber dos.

—El aspirante conocido como Icarium ha huido, emperador. A la ciudad. Intentamos darle caza.

Mentiroso.

Pero Rhulad Sengar parecía indiferente, volvió la cabeza hacia un lado y bajó los ojos hasta que se clavaron en la espada salpicada de sangre y entrañas.

—El toblakai.

—Sí, emperador.

—Que asesinó a Binadas. A mi hermano.

—Así es, mi señor.

La cabeza se alzó con lentitud.

—¿Ha amanecido?

—Sí.

La orden de Rhulad fue tan queda como un aliento.

—Traedlo.

Dejaron irse al pobre idiota una vez que les mostró la puerta escondida que llevaba bajo la muralla de la ciudad. Estaba, por supuesto, cerrada con un cerrojo, y mientras el resto de los pelotones esperaba bajo la oscuridad que poco a poco se iba desvaneciendo (buscando el escaso refugio que pudieran encontrar y no era mucho), Violín y Sepia se metieron en la depresión para examinar la puerta.

—Hecha para que la derribaran —murmuró Sepia—, así que es como dijo el muchacho; entramos, se abren las compuertas y nos ahogamos. Viol, yo no veo forma de hacerlo, no con suficiente discreción como para que nadie lo oiga y comprenda que hemos caído en la trampa.

Violín se rascó la barba blanca.

—Quizá podríamos desmantelar la puerta entera, con marco y todo.

—No tenemos tiempo.

—No. Nos retiramos y nos ocultamos todo el día, y lo hacemos mañana por la noche.

—La consejera debería haber aparecido ya para entonces. Keneb quiere que seamos los primeros en entrar, y tiene razón, nos lo hemos ganado.

En ese momento oyeron un golpe seco detrás de la puerta y luego el arañazo bajo de la barra al izarse.

Los dos malazanos se colocaron a ambos lados y amartillaron a toda prisa las ballestas.

Un chirrido y la puerta se abrió con un empujón.

La figura que apareció trepando no era ningún soldado letherii. Vestía una armadura sencilla de cuero que revelaba, sin dejar lugar a dudas, que era una mujer, y en su rostro una máscara de esmalte con un modesto conjunto de sigilos pintados. Dos espadas cruzadas y atadas a la espalda. Una zancada, otra. Una mirada a Violín a su derecha y a Sepia a su izquierda. Hizo una pausa, se limpió tierra de la armadura y luego echó a andar. Se adentró en el campo de la muerte y se alejó.

Bañado en sudor, Violín se sentó y se puso cómodo, la ballesta le temblaba en las manos.

Sepia hizo un gesto de protección y se sentó él también.

—Tenía el aliento del Embozado en el cuello, Viol. Justo ahí, justo en ese momento. Lo sé, ni siquiera echó mano de esas armas, ni siquiera se inmutó…

—Sí —respondió Viol, la palabra susurrada como una bendición. Una puñetera seguleh del Embozado. Y encima de alto rango. Jamás habríamos llegado ni a disparar, imposible. Nuestras cabezas habrían rodado como un par de enormes bolas de nieve.

—Aparté la mirada, Viol. Miré justo al suelo cuando se volvió hacia mí.

—Yo también.

—Y por eso seguimos vivos.

—Sí.

Sepia se giró y se asomó al túnel oscuro.

—No tenemos que esperar hasta mañana por la tarde, después de todo.

—Vuelve con los otros, Sepia. Dile a Keneb que los reúna. Yo voy a comprobar el otro extremo. Si no hay guardias y está todo tranquilo, santo y bueno. Si no…

—Sí, Viol.

El sargento se dejó caer en el túnel.

Se movió por la oscuridad tan rápido como pudo sin hacer demasiado ruido. El muro que tenía encima era de un grosor desmesurado y tuvo que recorrer treinta pasos antes de ver el contorno borroso y gris de la salida al final de una pendiente pronunciada. Con la ballesta en las manos, Violín avanzó con tiento.

No tendría que haberse preocupado.

El túnel se abría a un blocao estrecho e incómodo, sin techo. Un banco bordeaba el muro que tenía a la derecha. Había tres cuerpos despatarrados en el suelo polvoriento de piedra, desangrándose por crueles heridas. Deberíais haber apartado los ojos, soldados. Suponiendo que la mujer les hubiera dado siquiera tiempo para decidir en un sentido u otro; después de todo, lo que quería era salir.

La puerta que tenía enfrente estaba entreabierta, Violín se acercó con sigilo y miró por la ranura. Una calle ancha salpicada de basura.

Habían pasado media noche escuchando los disturbios, y estaba claro que la muchedumbre lo había barrido todo; si no esa noche, entonces otras noches. Los bloques de la guarnición de enfrente estaban destripados y las ventanas manchadas de hollín. Cada vez mejor.

Se dio la vuelta y se apresuró a regresar por el túnel.

En el otro extremo encontró a Sepia, Faradan Sort y el puño Keneb, todos en pie, dentro, a pocos pasos de la puerta.

Violín les explicó lo que había encontrado.

—Debemos entrar ahora mismo, creo —dijo después—. Son ochocientos marines los que tienen que pasar y eso llevará un rato.

Keneb asintió.

—Capitán Faradan Sort.

—Señor.

—Entre con cuatro pelotones y establezca posiciones en los flancos. Envíe un pelotón directamente al barracón más cercano para ver si está de verdad abandonado. Si es así, ésa será nuestra escala. Desde ahí, yo encabezaré un cuerpo principal hacia la puerta de la muralla, para capturarla y asegurarla. Capitán, usted y cuatro pelotones atacarán en el interior de la ciudad, lleguen hasta donde puedan, y vayan provocando problemas todo el camino; cargue con municiones extra.

—¿Nuestro destino?

—El palacio.

—Sí, señor. Violín, recoja a Gesler, Hellian y Urb, ustedes son los primeros cuatro, y entren con sus pelotones. A la puñetera carrera si tienen la bondad.

Bajo la luz gris de los primeros momentos del amanecer, cuatro figuras salieron de un manchón de luz borrosa a veinte pasos de la torre Azath muerta, detrás del antiguo palacio. Cuando el portal se cerró con un remolino tras ellos, se irguieron y miraron a su alrededor.

Seto le dio a Ben el Rápido un ligero empujón, un gesto que estaba entre la camaradería y la irritación.

—Te lo dije, es hora de reunirse, mago.

—¿En dónde Embozado estamos? —inquirió Ben el Rápido.

—Estamos en Letheras —dijo Seren Pedac—. Detrás del antiguo palacio, pero aquí pasa algo.

Trull Sengar se rodeó con los brazos, el rostro demacrado por el dolor de las heridas recién sanadas, los ojos llenos de una angustia más profunda.

Seto sintió que parte de su anticipación se apagaba como una lámpara de aceite moribunda al estudiar al tiste edur. Pobre cabrón. Un hermano asesinado ante sus propios ojos. Y luego, la incómoda despedida con Onrack (alegría y gran tristeza, al ver a su viejo amigo y la mujer que tenía a su lado), una mujer que Onrack había amado durante tanto tiempo. ¿Tanto tiempo? Un tiempo casi prácticamente incomprensible, tanto fue.

Pero ahora…

—Trull Sengar.

El tiste edur se volvió poco a poco.

Seto le lanzó a Ben el Rápido una mirada, antes de hablar.

—Insistimos en escoltaros a ti y a Seren. Hasta su casa.

—La ciudad está siendo atacada —dijo Trull Sengar—. Mi hermano menor, el emperador…

—Todo eso puede esperar —interpuso Seto. Hizo una pausa mientras intentaba averiguar cómo decir lo que pretendía, después añadió—: Tu amigo Onrack robó el corazón de una mujer, y estaba todo allí. En sus ojos, quiero decir. Es decir, la respuesta. Y si mirases, solo mirases, Trull Sengar, en los ojos de Seren Pedac, bueno…

—Por el amor del Embozado —suspiró Ben el Rápido—. Quiere decir que Seren y tú necesitáis estar a solas antes que nada, y nosotros vamos a asegurarnos de que sea así. ¿De acuerdo?

La sorpresa en la cara de Seren Pedac fue casi cómica.

Pero Trull Sengar asintió.

Seto miró a Ben el Rápido una vez más.

—¿Estás bastante recuperado por si nos topamos con problemas?

—¿Algo que tus fulleros no puedan manejar? Sí, es probable. Quizá. Lleva un fullero en cada mano, Seto.

—Me vale… puesto que eres un maldito lerdo —respondió Seto—. Seren Pedac… deberías saber que este tiste edur de aquí me da mucha envidia, pero bueno. ¿Tu casa está muy lejos?

—No, no lo está, Seto de los Abrasapuentes.

—Entonces larguémonos de este lugar espeluznante.

Los sedimentos se arremolinaron alrededor de sus pies, subieron girando y le envolvieron las pantorrillas, después se alejaron con un remolino de humo por la corriente. Extrañas bolsas de luminosidad pasaron flotando, mutando como si estuvieran sometidas a presiones invisibles en ese mundo oscuro, implacable.

Bruthen Trana, al que habían enviado a buscar un salvador, recorrió una llanura interminable, los sedimentos densos y granulosos. Chocó con detritos enterrados, tropezó con raíces hundidas. Cruzó elevaciones de arcilla endurecida, barridas por la corriente, de las que sobresalían huesos pulidos de leviatanes muertos mucho tiempo atrás. Rodeó los restos de naufragios, las cuadernas de los cascos extendidas y el cargamento esparcido. Y mientras caminaba pensaba en su vida y en la inmensa serie de decisiones que había tomado, y otras que se había negado a tomar.

Sin esposa, ni una sola cara se alzaba en su imaginación. Había sido guerrero durante lo que parecía toda su existencia. Luchando junto a parientes de sangre y camaradas que sentía más cerca que cualquier pariente de sangre. Los había visto morir o perderse. Comenzaba a comprender que había visto cómo se deshacía su pueblo entero. Con la conquista, con esa pesadilla fría, anónima, que era Lether. En cuanto a los propios letherii, no, no los odiaba. Era más bien piedad y sí, compasión, pues estaban tan atrapados en la pesadilla como todos los demás. Esa desesperación rapaz, el torrente siempre creciente, siempre precipitado que era una cultura que nunca podía mirar atrás, que no podía ralentizar siquiera su zambullida de cabeza en un futuro resplandeciente que (si acaso llegaba siquiera) solo existiría para unos cuantos privilegiados.

Ese eterno lecho marino ofrecía su propio comentario, y era un comentario que amenazaba con arrastrarlo a los sedimentos, debilitado más allá de toda esperanza de continuar, de moverse siquiera. Frío, aplastante, ese lugar era como el peso de la propia historia, la historia no de un pueblo o una civilización, sino del mundo entero.

¿Por qué seguía caminando? ¿Qué salvador podía liberarlo de todo eso? Debería haberse quedado en Letheras. Libre para lanzar un asalto contra Karos Invictad y sus patriotas, libre de aniquilar a ese hombre y sus matones. Y entonces podría haberse vuelto contra el canciller. Imaginar sus manos alrededor de la garganta de Triban Gnol era una satisfacción, durante todo el tiempo que duraba la imagen, que nunca era suficiente. Una nube de silicios le subió a los ojos, otro objeto oculto le enganchó el pie.

Y allí, cerniéndose en ese momento ante él, columnas de piedra. Vio que las superficies hacían cabriolas con tallas, sigilos irreconocibles tan intrincados que giraban y cambiaban de posición ante sus ojos.

Cuando se acercó, los sedimentos se adelantaron en una ráfaga y Bruthen Trana vio aparecer trepando una figura. Armadura recubierta de verdete y envuelta en cieno. Un yelmo cerrado cubría la cara. En una mano enfundada en un guantelete había una espada letherii.

Y una voz habló en la cabeza del tiste edur.

Has caminado suficiente, fantasma.

Bruthen Trana se detuvo.

—No soy un fantasma, en realidad.

Lo eres, desconocido. Tu alma ha sido amputada de lo que es ahora tu carne fría, medio podrida. No eres más que lo que se encuentra aquí, ante mí. Un fantasma.

Por alguna razón, comprender eso no lo sorprendió. El legado de traición de Hannan Mosag hacía que todas las alianzas fueran sospechosas. Y sí, era cierto, comprendió, que se sentía… amputado. Hacía ya mucho tiempo, sí. Con toda probabilidad el rey hechicero no había dudado en cortar la garganta del cuerpo indefenso de Bruthen Trana.

—Entonces —dijo—, ¿qué me queda?

Una cosa, fantasma. Estás aquí para llamarlo. Para enviarlo de regreso.

—¿Pero no se amputó su alma también?

Su carne y huesos están aquí, fantasma. Y en este lugar hay poder. Pues aquí encontrarás a todos los dioses olvidados, el último hogar de sus nombres. Has de saber, fantasma, que si pretendiéramos desafiarte, rechazar tu invocación, podríamos. Incluso con eso que llevas.

—¿Me lo negaréis, entonces? —preguntó Bruthen Trana, y si la respuesta era afirmativa, se echaría a reír. Haber llegado hasta allí. Haber sacrificado su vida…

No. Comprendemos que es necesario. Mejor, quizá, que tú. —El guerrero de la armadura levantó la mano libre. Todo salvo los primeros de los dedos envueltos en metal se dobló—. Ve allí —dijo, y señaló una columna—. El lado que no tiene más que un nombre. Saca lo que posees de su carne y huesos. Pronuncia el nombre escrito en la piedra.

Bruthen Trana se acercó con lentitud a la piedra erecta, la rodeó hasta el lado que contenía un único relieve. Y leyó allí el nombre inscrito.

—«Brys Beddict, Salvador de la Fortaleza Vacía», yo te invoco.

La cara de piedra, que allí estaba limpia, que parecía casi fresca, empezó de inmediato a ondularse y se abombó en algunos sitios, las formas aleatorias y el movimiento se fundieron para crear una silueta humanoide que sobresalía de la piedra. Se liberó un brazo, después el hombro, luego la cabeza, la cara (ojos cerrados, rasgos crispados como si fuese doloroso), al fin el torso. Una pierna. El segundo brazo, Bruthen vio que a esa mano le faltaban dos dedos.

Frunció el ceño. ¡Dos!

Cuando las corrientes se abrieron paso, la fuerza expulsó a Brys Beddict de la columna. Cayó hacia delante, a gatas, y casi se lo tragaron los sedimentos que ondeaban.

Llegó el guerrero de la armadura con una espada envainada que clavó en el lecho marino, junto al letherii.

Cógela, salvador. Siente las corrientes, se impacientan. Ve, tienes poco tiempo.

Todavía a gatas, la cabeza colgando, Brys Beddict estiró el brazo hacia el arma. En cuanto rodeó con la mano la vaina, un empujón repentino de la corriente levantó al hombre del lecho marino. Giró en un frenesí de sedimentos y desapareció.

Bruthen Trana se quedó allí, inmóvil. Esa corriente lo había atravesado entero, sin obstáculos. Como atravesaría a un fantasma.

Y al instante se sintió solo y despojado de todo. No había tenido oportunidad de decirle ni una sola palabra a Brys Beddict, de contarle lo que había que hacer. Un emperador al que derribar una vez más. Un imperio al que resucitar.

Has acabado aquí, fantasma.

Bruthen Trana asintió.

¿Dónde irás?

—Hay una casa. La perdí. Querría encontrarla otra vez.

Entonces la encontrarás.

—¡Oh, Padderunt, mira! ¡Se mueve!

El anciano miró con los ojos entrecerrados a Selush entre una niebla de humo. En los últimos tiempos la mujer se pasaba la vida así, fumando cantidades ingentes de hoja de roya desde el arresto de Tehol Beddict.

—Ha amortajado muertos suficientes para saber el aspecto que tienen los pulmones de las personas que se exceden con eso, señora.

—Sí. No son diferentes de todos los demás.

—A menos que tengan la podredumbre, el cáncer.

—Los pulmones con la podredumbre se parecen todos, y ésa es la pura verdad. Bueno, ¿has oído lo que he dicho?

—Que se movió —respondió Padderunt, el cual se giró en su silla para mirar el tarro de cristal de burbujas que había en el estante y que contenía un dedito achaparrado suspendido en una gelatina rosa.

—Y ya era hora. Vete a ver a Rucket —dijo Selush entre bocanada y bocanada feroz de la boquilla; su más que considerable pecho se hinchaba como si estuviera a punto de estallar—. Y díselo.

—Que se movió.

—¡Sí!

—De acuerdo. —El viejo dejó la copa en la mesa—. Té de hoja de roya, señora.

—Me ahogaría.

—Inhalado no. Bebido, de manera civilizada.

—Sigues aquí, querido criado, y eso no me gusta nada.

El viejo se levantó.

—Ya me voy, oh, engalanada.

Se las había arreglado para apartar el cadáver de Tanal Yathvanar y en ese momento yacía junto a ella, como si se hubiera acurrucado a dormir, la cara hinchada, llena de manchas, junto a la suya.

Nadie iría a buscarla. Esa habitación estaba prohibida para todos salvo para Tanal Yathvanar y, a menos que ocurriera algún desastre en el complejo al día siguiente, o en los dos días, que llevara a Karos Invictad a exigir la presencia de Tanal y, por tanto, a pedir que lo buscaran, Janath sabía que sería demasiado tarde para ella.

Encadenada a la cama, las piernas abiertas, los fluidos de su persona filtrándose. Se quedó mirando al techo, consolada de una forma extraña por el cuerpo que yacía a su lado. Su quietud, la frialdad de la piel, la flácida falta de resistencia de la carne. Podía sentir el apéndice encogido que era su pene apretado contra el muslo derecho. Y la bestia de su interior se sintió complacida.

Necesitaba agua. La necesitaba por encima de todo. Un sorbo sería suficiente, le daría la fuerza que necesitaba para empezar una vez más a tirar de las cadenas, a frotar los eslabones contra la madera, a soñar con que el armazón entero se partía bajo ella; pero para eso haría falta un hombre fuerte, lo sabía, fuerte y sano. Su sueño no llegaba más allá, pero se aferraba a él como único divertimento que, esperaba, la seguiría a la muerte. Sí, hasta su último instante.

Sería suficiente.

Tanal Yathvanar, su atormentador, estaba muerto. Pero eso no significaba que pudiera huir de ella. Janal iba a reanudar su persecución, el alma de Janath (liberada al fin de esa carne), demoníaca en su ansia, en la crueldad que quería infligir al ente lloroso y acobardado que quedara de Tanal Yathvanar.

Un sorbo de agua. Qué dulce sería.

Podía escupírsela a la cara de ojos fijos que tenía junto a ella.

Las monedas lanzadas a la multitud beligerante atrajeron a una multitud más grande y más beligerante. Y, al fin, la inquietud despertó en Karos Invictad, el centinela de los patriotas. Envió sirvientes abajo, a las criptas más ocultas, para que subieran aunque fuera a rastras cofre tras cofre. En el complejo, sus agentes estaban agotados y se limitaban a lanzar puñados de monedas por encima de los muros, los saquitos hacía tiempo que se habían acabado. Y comenzaba a crecer la presión contra esos muros, una presión que parecía que no podría aliviar cantidad alguna de plata y oro.

Permaneció sentado en su despacho, intentando comprender esa verdad evidente. Por supuesto, se dijo, lo que ocurría era que había demasiados en la turba. El problema era que no había suficientes monedas. ¿Acaso no habían luchado como chacales por los sacos?

Había hecho y estaba haciendo lo que debería haber hecho el emperador. Vaciar el tesoro y enterrar a la gente en riquezas. Eso habría comprado la paz, sí. El fin de los disturbios. Todo el mundo regresando a sus casas, los negocios abriendo una vez más, comida en los puestos, putas llamando desde las ventanas, y cerveza y vino de sobra para fluir por todas las gargantas; todos los placeres que compraban la apatía y la obediencia. Sí, festivales, juegos y Ahogamientos, y eso habría resuelto la situación. Junto con unos cuantos arrestos y asesinatos discretos.

Pero se estaba quedando sin dinero. Su dinero. Ganado tan trabajosamente, un tesoro amasado gracias solo a su gran genio. Y se lo estaban llevando todo.

Bueno, volvería a empezar otra vez. Se lo volvería a robar a esos patéticos cabrones. Lo más fácil del mundo para alguien como Karos Invictad.

Tanal Yathvanar había desaparecido, seguro que se había escondido con su prisionera, y para lo que le importaba la centinela podía pudrirse en sus brazos. Oh, Karos sabía que ese hombre estaba intrigando para derrocarlo. Intrigas patéticas, simplistas. Pero no llegarían a nada, porque la próxima vez que Karos viese a ese hombre, lo mataría. Le clavaría un cuchillo en el ojo. Rápido, preciso, satisfactorio.

Oyó gritos que pedían la presencia de Tehol Beddict, un tanto menos fieros ya, y eso era, por extraño que pareciera, inquietante. ¿Ya no querían hacerlo pedazos? ¿Estaba oyendo de verdad gritos que reclamaban la liberación del tipo?

Unos golpes desesperados en la puerta de su despacho.

—Adelante.

Apareció un agente, la cara blanca.

—Señor, el bloque principal…

—¿Se han abierto paso?

—No…

—Entonces vete… Espera, comprueba cómo está Tehol Beddict. Asegúrate de que ha recuperado el sentido. Lo quiero capaz de caminar cuando lo conduzcamos a los Ahogamientos.

El hombre se lo quedó mirando un largo rato.

—Sí, señor —dijo después.

—¿Eso es todo?

—No, el bloque principal… —Señaló con gestos el pasillo.

—¿Qué pasa, maldito imbécil?

—¡Se está llenando de ratas, señor!

¿Ratas?

—Vienen del otro lado de los muros, nosotros arrojamos monedas y vuelven ratas. ¡Por miles!

—¡Ese gremio ya no existe!

El chillido resonó como el grito de una mujer.

El agente parpadeó y al instante cambió su tono, se hizo más firme.

—La turba, señor, piden la liberación de Tehol Beddict, ¿no lo oye? Lo llaman héroe, revolucionario…

Karos Invictad golpeó el escritorio con su cetro y se levantó.

—¿Es esto lo que pagó mi oro?

Bruja de la Pluma percibió el renacimiento de Brys Beddict. Dejó de arrancarse las tiras de piel que le colgaban de los dedos de los pies, y respiró hondo cuando sintió que se acercaba a toda prisa, cada vez más. ¡Y tan rápido!

Cerró los ojos con un canturreo por lo bajo y conjuró en su mente ese dedo amputado. Ese idiota del Errante todavía tenía mucho que aprender sobre su formidable sacerdotisa suprema. El dedo aún le pertenecía a ella, todavía contenía gotas de su sangre de cuando se lo había introducido en su interior. Mes tras mes, como un palo anegado en un arroyo, empapándola.

Brys Beddict le pertenecía a ella, y ella lo usaría bien.

La muerte que era una no-muerte para Rhulad Sengar, el emperador perturbado. El asesinato de Hannan Mosag. Y el canciller. Y todos los demás a los que no soportaba.

Y luego… el atractivo hombre arrodillado ante ella cuando lograra sentarse en su trono elevado del templo (en el nuevo templo que se construiría, santificado al Errante), arrodillado, sí, mientras ella se abría de piernas y lo invitaba a entrar. A besar el lugar donde había estado su dedo. A introducirle la lengua hasta lo más hondo.

El futuro era tan brillante, tan…

Bruja de la Pluma abrió los ojos de repente. Sin poder creérselo.

Cuando sintió que apartaban a Brys Beddict, que lo sacaban de su alcance. Alguna otra fuerza.

¡Apartado!

Chilló y se abalanzó sobre el estrado, las manos hundiéndose en la crecida, como si quisieran meterse en la corriente y aferrarse a él de nuevo, pero era más profunda de lo que recordaba. Perdido el equilibrio, la bruja se precipitó de cabeza al agua. Y sin querer aspiró una bocanada de ese fluido frío, cortante.

Los ojos clavados en la oscuridad mientras se agitaba, los pulmones se le contraían una y otra vez con cada nueva bocanada de agua, una tras otra.

Se hundía… ¿por dónde se subía?

Una rodilla rozó el suelo de piedra e intentó bajar las piernas, pero las tenía entumecidas, pesadas como troncos, no le funcionaban. Una mano en el suelo, impulsándose hacia arriba, pero no lo suficiente para salir a la superficie. La otra mano intentando juntarse las rodillas, pero una salía flotando en cuanto la soltaba para buscar la otra.

La oscuridad fuera de sus ojos entró y lo anegó todo. Anegó su mente.

Y con un alivio dichoso, dejó de luchar.

Empezaría a soñar. Podía sentir el aliciente dulce de ese sueño (casi a su alcance) y todo el dolor que sentía en el pecho desapareció, podía respirar aquello, podía. Inspiraba y exhalaba, inspiraba y exhalaba, y después ya ni siquiera tenía que hacer eso. Podía quedarse quieta, hundirse en el suelo cenagoso.

La oscuridad entraba y salía, el sueño se acercaba flotando, casi a su alcance.

Casi…

El Errante permaneció en el agua que le llegaba a la cintura, la mano en la espalda femenina. Esperó, aunque la mujer había dejado de debatirse.

A veces, era cierto, un empujoncito no bastaba.

Aquella cosa retorcida y deforme que era Hannan Mosag subió arrastrándose por la última calle antes del callejón estrecho y tortuoso que llevaba al lago Escaño. Manos vagabundas se habían topado con el miserable tiste edur en la oscuridad que precedía al amanecer y habían evitado tocarlo, espantadas por su carcajada.

Pronto todo volvería a él. Todo su poder, el Kurald Emurlahn más puro, y podría sanar ese cuerpo mutilado, sanar las cicatrices de su mente. Con el dios demonio liberado del hielo y vinculado a su voluntad una vez más, ¿quién podría desafiarlo?

Rhulad Sengar podría seguir siendo emperador, eso apenas importaba ya, ¿verdad? Al rey hechicero no le asustaría, ya no. Y para aplastarlo todavía más, poseía cierta nota, una confesión… ¡oh, la locura que se desataría entonces!

Y luego, esos malditos invasores, bueno, estaban a punto de encontrarse sin flota.

Y el río subirá, lo anegará todo, un torrente para limpiar esta infausta ciudad. De extranjeros. De los propios letherii. Los veré a todos ahogados.

Llegó a la boca del callejón y se adentró a rastras en su oscuridad, contento de salir de la luz gris del amanecer; el hedor del estanque bajó con un soplo hasta él. Podredumbre, disolución, la muerte del hielo. Al fin, todas sus ambiciones estaban a punto de hacerse realidad.

Reptó por los adoquines resbaladizos, recubiertos de cieno y moho. Podía oír a miles en las calles, cerca. Un nombre que se entonaba como un cántico. El asco llenó a Hannan Mosag. No quería tener nada que ver con esos letherii. No, él habría levantado un muro impenetrable entre ellos y su pueblo. Habría gobernado las tribus, se habría quedado en el norte, donde la lluvia caía como bruma y los bosques de árboles sagrados abrazaban cada pueblo.

Habría habido paz para todos los tiste edur.

Bueno, los había enviado a todos de regreso al norte, ¿no era cierto? Había comenzado sus preparativos. Y pronto se reuniría con ellos como rey hechicero. Y haría de su sueño una realidad.

¿Y Rhulad Sengar? Bueno, le dejo un imperio anegado, un yermo de barro, árboles muertos y cadáveres putrefactos. Que gobiernes bien, emperador.

Se encontró debatiéndose contra un torrente creciente de agua helada que se abría camino callejón abajo, el roce le entumecía las manos, las rodillas y los pies. Empezó a resbalar. Hannan Mosag maldijo por lo bajo e hizo una pausa con los ojos clavados en el agua que fluía a su alrededor.

Por encima de su cabeza se oyó un crujido estrepitoso y el rey hechicero sonrió. Mi hijo se revuelve.

Recurrió al poder de las sombras de ese callejón y reanudó su viaje.

—Ah, los malhadados guardianes —dijo Ormly mientras se dirigía sin prisas a la orilla embarrada del lago Escaño. El campeón de los Cazarratas venía del norte, donde había estado muy ocupado en el distrito de la Enredadera contratando a tipos al azar para que gritaran el nombre del gran revolucionario del imperio, el héroe de héroes, el esto y aquello y todo lo demás. ¡Tehol Beddict! ¡Ha recuperado todo el dinero, se lo ha quitado a todos esos ricachones vagos que tienen fincas! ¡Va a dárselo a cada uno de vosotros, va a pagar todas vuestras deudas! ¿Estáis escuchando? Tengo más basura que ofreceros, ¡esperad, volved! Cierto, el último trozo se lo acababa de inventar.

¡Qué noche tan atareada! Y después un mensajero de Selush le había llevado la maldita salchicha que un hombre había utilizado una vez para hurgarse en la nariz o algo.

De acuerdo, no es que eso fuera muy respetuoso y no era digno, no de Brys Beddict (¡el mismísimo hermano del héroe!) ni de sí mismo, Ormly de las Ratas. Así que ya bastaba.

—Oh, mira, pastelito, es él.

—¿Quién, galletita?

—Pues, no me acuerdo del nombre. Ése.

Ormly miró con el ceño fruncido a la pareja, estaban recostados en la orilla como un par de pescados con la boca abierta.

—¿Y yo os llamé guardianes? ¡Estáis borrachos los dos!

—Y tú también lo estarías —dijo Ursto Hoobutt— si tuvieeeses que escuchar a esta bruja atontaaada de aquí. —Meneó la cabeza e imitó a su mujer—. ¡Oooh, quiero un bebé! ¡Un bebé grande con solo un labio de arriba, pero también uno abajo pa engancharlo ya sabes ónde y que se haga más grande todavía! Oooh, cuchi-cuchi, oh, ¿por favor? ¿Me lo das? ¿Me lo das? ¿Me lo das?

—Pobre hombre —se compadeció Ormly mientras se acercaba a ellos. Hizo una pausa al ver las láminas levantadas y agrietadas de hielo que atestaban el centro del lago—. Está empujando, ¿eh?

—Bien tardas —murmuró Pinosel, que le lanzaba a su marido la tercera mirada furiosa desde que había llegado Ormly. Agitó lo que hubiera en la jarra que tenía en la mano izquierda y se la echó al coleto para dar un buen trago. Se limpió la boca, se inclinó hacia delante y miró con rabia a Ormly bajo las cejas sombrías—. Y tampoco va a tener un solo labio arriba. Estará muy sano…

—En serio, Pinosel —dijo Ormly—, la probabilidad de eso…

—¡Qué sabrás tú!

—De acuerdo, quizá no lo sepa. No con gente como vosotros dos. Pero sí sé una cosa. En el antiguo palacio hay un panel en los baños que se pintó hace unos seiscientos años. Del lago Escaño o un sitio muy parecido, con edificios al fondo. ¿Y quiénes están sentados ahí, en las hierbas de la orilla, compartiendo una jarra? Pues una mujer fea y un hombre más feo todavía, ¡y los dos se parecen mucho a vosotros dos!

—¿A quién llamas tú fea? —dijo Pinosel, que levantó la cabeza con cierto esfuerzo, respiró hondo para serenar los rasgos y se dio unos golpecitos en el nido de cuervos que era su pelo—. Es verdad —dijo— que he tenido días mejores.

—Y que lo digas —murmuró Ursto por lo bajo.

—¡Te he oído! ¿Y de quién es la culpa, eh, nariz de cerdo?

—Solo de la gente que ya nostaquí pa venerarnos y etcétera.

—¡Sasto!

Ormly frunció el ceño y miró el estanque y su hielo. Una lámina enorme se dobló con un enorme crujido. Y él se encontró retrocediendo sin querer, un paso, dos.

—¿Está subiendo? —preguntó.

—No —dijo Ursto, que miró con un ojo guiñado aquel montón de hielo que gemía—. Ése es el que necesita que le devuelvan el dedo.

El aguanieve que ribeteaba el hielo estaba borboteando y girando, levantaba nubes de sedimentos al tiempo que una corriente rodeaba la masa sólida del centro. Vueltas y más vueltas como un remolino, solo que al revés.

Y de repente algo se agitó con violencia, algo lo roció todo de agua y apareció una figura en medio, una figura que se acercaba con esfuerzo a la orilla, tosiendo, chorreando agua cenagosa y sujetando en una mano incompleta una espada envainada.

Pinosel, los ojos relucientes como diamantes, levantó la jarra en un brindis tembloroso.

—¡Ave, salvador! ¡Ave, perro medio ahogado que escupe barro! —Y después graznó y el grito se fue transformando en una risa seca, como un cacareo, antes de echar otro buen trago.

Ormly sacó el dedo amputado de su bolsita y bajó adonde se había arrodillado Brys Beddict.

—¿Buscas esto? —preguntó.

Hubo un tiempo de sueño y después un tiempo de dolor. Ninguno de ellos pareció durar mucho, y Brys Beddict, que había muerto envenenado en el salón del trono del Domicilio Eterno, se encontró a gatas junto a un lago de agua helada. Atormentado por los escalofríos y todavía tosiendo y escupiendo agua y cieno.

Había un hombre agachado junto a él, intentando darle un dedo amputado hinchado y teñido de rosa.

Sintió su mano izquierda aferrada a una vaina y supo que el dedo era suyo. Parpadeó para despejarse los ojos y echó una mirada rápida para confirmar que la espada todavía estaba en su interior. Así era. Apartó el regalo del hombre, se acomodó poco a poco en cuclillas y miró a su alrededor.

Un lugar conocido, sí.

El hombre que tenía al lado le puso entonces una mano cálida en el hombro, como si quisiera detener sus temblores.

—Brys Beddict —dijo en voz baja—. Tehol está a punto de morir. Brys, tu hermano te necesita, ahora.

Y cuando Brys dejó que el hombre lo ayudara a levantarse y sacó la espada, casi esperaba verla oxidada, inútil, pero no, el arma resplandecía como recién engrasada.

—¡Espera! —gritó otra voz.

El hombre que sostenía a Brys se volvió un poco.

—¿Qué pasa, Ursto?

—¡El dios demonio está a punto de liberarse! ¡Pregúntale!

—¿Preguntarle qué?

—¡El nombre! ¡Pregúntale cómo se llama, maldito seas! ¡No podemos mandarlo por ahí sin su nombre!

Brys escupió grava que tenía en la boca. Intentó pensar. El dios demonio del hielo, el hielo que se estaba deshaciendo. A unos momentos de liberarse, a unos momentos de…

Ay’edenan del Manantial —dijo—. Ay’edenan tek’velut enan.

El hombre que tenía al lado bufó.

—¡Intenta decir eso cinco veces seguidas, corre! ¡Por el Errante, intenta decirlo aunque sea una!

Pero alguien estaba lanzando una carcajada aguda.

—Brys…

Asintió. Sí. Tehol. Mi hermano.

—Llévame —dijo—. Llévame con él.

—Lo haré —le prometió el hombre—. Y por el camino te explico unas cosas, ¿de acuerdo?

Brys Beddict, salvador del Trono Vacío, asintió.

—Imagínate —dijo Pinosel con un profundo suspiro— un nombre en la lengua antigua. ¡Ah, hasta dónde ha llegao éste!

—¿Ya no estás borracha, caramelito?

La mujer se agitó, se puso en pie, bajó el brazo y tironeó de su marido.

—Venga, vamos.

—Pero tenemos que esperar… ¡para usar el nombre y mandarlo marchar!

—Tenemos tiempo. Vamos a encaramarnos a la cima del callejón Caragusano, nos tomamos otra jarra y vemos al edur subir arrastrándose hacia nosotros como la tortuga del Abismo.

Ursto lanzó un bufido.

—Tiene gracia que ese mito no durara.

Una sombra más profunda y fría se deslizó por encima de Hannan Mosag y éste cesó en sus esfuerzos. Ya casi estaba, sí, donde se abría el callejón; vio dos figuras sentadas en una postura descuidada, desgarbada, y apoyadas la una en la otra. Se iban pasando una jarra entre ellas.

Viles borrachos, pero quizá los testigos más apropiados… para la muerte de ese burdo imperio. Y además, los primeros en morir. Nada más lógico.

Intentó acercarse un poco más con un empujón, pero una gran mano se cerró alrededor de su manto, justo por debajo del cuello y lo levantó del suelo.

Siseando, buscando su poder…

La mano le dio la vuelta lentamente a Hannan Mosag, que se encontró mirando una cara inhumana. Piel de color gris verdoso como el cuero. Unos colmillos pulidos que sobresalían por las comisuras de la boca. Los ojos con pupilas verticales que lo contemplaban sin expresión.

Tras él, los dos borrachos se reían.

El rey hechicero, colgando en el aire ante esa demonia gigantesca, intentó recurrir a la hechicería de Kurald Emurlahn para reventar a la criatura y sumirla en el olvido. Y sintió que se hinchaba en su interior…

Pero entonces la otra mano de la bestia lo cogió por la garganta.

Y apretó.

Cartílagos aplastados como cáscaras de huevo. Vértebras que crujían, se abombaban, se rompían unas contra otras. El poder estalló y subió como un rayo que llenó el cráneo de Hannan Mosag de un fuego blanco.

La luz brillante, implacable, del sol le bañó de repente la cara.

Hermana Amanecer… me saludas…

Pero se quedó mirando los ojos de la demonia y siguió sin ver nada. Los ojos de un lagarto. Los ojos de una serpiente.

¿No le daría nada en absoluto?

El fuego de su cráneo estalló en una llamarada que lo cegó y después, con un rugido suave, medio desvanecido, se contrajo una vez más y la oscuridad lo invadió todo tras él.

Pero los ojos de Hannan Mosag ya no lo vieron.

El sol cayó con todo su fulgor sobre su rostro muerto y destacó cada giro, cada matiz estropeado de hueso, y los ojos ciegos que se clavaban en esa luz estaban vacíos.

Tan vacíos como los de la jaghut.

Ursto y Pinosel observaron a la jaghut arrojar al suelo aquel cuerpo patético, mutilado.

Luego los miró.

—Mi ritual está hendido.

Pinosel lanzó una carcajada por la nariz, lo que provocó un enrevesado estallido de limpieza que la mantuvo ocupada buena parte de los siguientes minutos.

Ursto le echó una mirada asqueada y después señaló con la cabeza a la hechicera jaghut.

—Oh, todos lo intentaron. Mosag, Menandore, Sukul Ankhadu, bla, bla, bla. —Agitó una mano—. Pero estamos aquí, dulzura. Tenemos el nombre, ¿sabes?

La jaghut ladeó la cabeza.

—Entonces, no se me necesita.

—Bueno, supongo que no. A menos que te apetezca una copa… —Le quitó a Pinosel la jarra de un pequeño tirón y la levantó.

La jaghut se quedó mirando un momento más.

—Muy amable, gracias —dijo tras un instante.

El maldito sol había salido, pero en ese lado de la muralla de la ciudad todo estaba en sombra. Salvo, según vio el sargento Bálsamo, la puerta abierta de par en par.

Algo más adelante, Masan Gilani volvió a hacer lo impensable: se alzó en los estribos, se inclinó hacia delante y azuzó a su caballo para que se pusiera al galope.

Justo detrás de Bálsamo, Rebanagaznates gimió como un perrito debajo de un ladrillo. Bálsamo sacudió la cabeza. Otro pensamiento enfermizo surgió en su cabeza de repente como una garrapata aplastada. ¿Se podía saber de dónde estaba sacando esos pensamientos? ¿Y por qué estaba abierta esa puerta y por qué estaban cabalgando todos directamente hacia ella?

¿Y eso que veía justo dentro eran cadáveres? ¿Figuras moviéndose entre el humo? ¿Armas?

¿Qué era ese sonido que salía del otro lado de esa puerta?

—Fulleros —exclamó Olor a Muerto detrás de él—. ¡Keneb está dentro! ¡Está resistiendo en la puerta!

¿Keneb? ¿Quién Embozado era Keneb?

—¡Cabalgad! —gritó Bálsamo—. ¡Vienen tras nosotros! ¡Cabalgad hacia Aren!

El trasero de Masan Gilani, que no dejaba de subir y bajar, se metió en la sombra de la puerta.

Rebanagaznates lanzó un grito y ése era el sonido, sí, señor, cuando el gato se mete debajo de la rueda del carro y las cosas se chafan, y no era culpa suya si casi ni había sido una patada.

—¡Se metió ahí debajo, ma! ¡Oh, odio las ciudades! ¡Vámonos a casa, cabalgad! ¡Por ese agujero! ¿Cómo se llama? ¡Ese agujero grande voladizo de arcos falsos!

Se precipitó en la oscuridad, los cascos del caballo resbalaron de repente, la bestia entera viró bajo él. Impacto. Cadera contra grupa y Bálsamo salió despedido, se vio levantando los brazos y envolviendo con fuerza un conjunto suave, flexible, de carne perfecta, y la dueña lanzó un gañido y dio un tirón… y Bálsamo se precipitó y arrastró a Masan Gilani al suelo con él.

Un buen golpe contra los adoquines; la cabeza de Bálsamo se estrelló contra el suelo, que le abolló y desalojó el yelmo. El peso femenino lo aplastó de forma deliciosa durante un único momento exquisito antes de apartarse rodando.

Caballos tropezando, cascos cayendo con un crujido demasiado cerca. Soldados acercándose a toda velocidad para sacarlos de allí.

Bálsamo levantó los ojos y se quedó mirando una cara conocida.

—¡Thom Tissy, no tas muerto!

El feo rostro se abrió en una gran sonrisa de sapo (el sapo bajo un ladrillo oh cómo sonríen entonces verdad) y después una mano llena de callos le dio una gran bofetada.

—¿Estás con nosotros, Bálsamo? Me alegro de verte, porque nos están presionando; parece que toda la puta guarnición de la ciudad está aquí, intentando volver a tomar la puerta.

—¿Guarnición? ¿Pero en qué ta pensando Blistig? ¡Estamos de su lado! Enséñame a las famosas bailarinas de Aren, Tissy, que eso es lo que vengo a ver y quizá a hacer algo más que ver, ¿eh?

Thom Tissy levantó a Bálsamo de un tirón, le volvió a poner el yelmo dentado en la cabeza, lo cogió por los hombros y le dio la vuelta.

Y allí estaba Keneb, y un poco más allá, barricadas de restos y soldados agazapados recargando ballestas mientras otros lanzaban tajos a soldados letherii que intentaban abrirse paso. A la derecha, por algún sitio, un fullero detonó en la boca de un callejón, donde el enemigo había estado reuniéndose para otra embestida. La gente gritó.

El puño Keneb se acercó a Bálsamo.

—¿Dónde está el resto, sargento?

—¿Señor?

—¡La consejera y el ejército!

—En los transportes, señor, ¿dónde si no? La peor tormenta que he visto jamás, y ahora todos los barcos están patas arriba…

Detrás de Bálsamo habló Olor a Muerto.

—Puño, deberían estar de camino.

—Suba a Masan Gilani otra vez a su caballo —dijo Keneb y a Bálsamo le apeteció besarlo—, y me da igual si mata a la bestia, pero quiero que llegue junto a la consejera. Tienen que venir a paso ligero. Que envíen a la caballería por delante a galope tendido.

—Sí, señor.

—Nos estamos quedando sin municiones y cuadrillos, se están reuniendo más letherii con cada puñetero momento que pasa y si encuentran un comandante decente, no podremos seguir resistiendo.

¿El puño le estaba hablando a Bálsamo? No estaba seguro, pero él quería darse la vuelta para mirar a Masan Gilani subirse de un salto con las piernas abiertas a lomos de ese caballo, oh, sí, pero esas manos en sus hombros no le dejaron y había alguien gimiéndole al oído…

—Deje de hacer ese sonido, sargento —dijo Keneb.

Alguien salió cabalgando por la puerta y ¿dónde se pensaba que iba? ¡Allí dentro se estaba luchando!

—Novios de las bailarinas —susurró y echó mano de su espada.

—Cabo —dijo Keneb—. Guíe ahí a su sargento a la barricada de la izquierda. Usted también, Rebanagaznates.

—Estará bien en un momento, señor… —dijo Olor a Muerto.

—Ya, váyanse.

—Sí, puño.

Novios. Bálsamo quería matarlos a todos y cada uno.

—Da la impresión de que lo que pasó por esta ciudad fue un huracán —dijo Sepia con un murmullo bajo.

Y no le faltaba razón. Los saqueos y demás ya tenían días de antigüedad, y al parecer se había corrido la voz sobre la brecha abierta por los malazanos, un mensaje que lo estaba barriendo todo en otra tormenta más (una que recibían con agotamiento). El pelotón estaba agazapado en las sombras cerca del extremo de un callejón, observando alguna que otra figura furtiva que cruzaba corriendo la calle.

Le habían tendido una emboscada a una unidad que estaba formando para marchar hacia la puerta occidental. Cuadrillos, fulleros y un incendiario bajo la carreta de las armas, que seguía ardiendo ahí atrás, junto a la columna de humo negro que se alzaba hacia el cielo cada vez más brillante. Se los habían cargado a todos, veinticinco muertos o heridos, y antes de que Gesler y él se apartaran, los vecinos ya estaban saliendo como ratones de todas partes para saquear los cuerpos.

El capitán había ordenado a Urb y su pelotón que fueran en busca de Hellian y sus soldados (la maldita borracha había torcido por donde no era en alguna parte), lo que dejaba a Violín y Gesler la tarea de seguir presionando rumbo al palacio.

Cuarenta pasos calle abajo, a su derecha, había un muro alto con un postigo fortificado. El bloque de la guarnición de la ciudad y su complejo; esa puerta se había abierto y las tropas estaban saliendo en fila para formar en la calle.

—Ahí es donde encontramos al comandante —dijo Sepia—. El que está organizando todo esto.

Violín miró justo enfrente de donde se escondían sus marines y él, y vio a Gesler y sus soldados en posición parecida a la entrada de otro callejón. Estaría bien pasar a los tejados. Pero nadie estaba por la labor de irrumpir en esos edificios de aspecto oficial y quizá terminar luchando contra escribanos frenéticos y porteros de noche. Un ruido como ése y tendrían tropas de verdad presionándolos por la espalda.

Quizá más cerca de palacio, allí hay bloques de viviendas, y además, apiñados. Nos ahorraría buena parte de esta mierda de agacharnos y reptar.

Y lo que podrían ser emboscadas tortuosas.

—Por el aliento del Embozado, Viol, ahí fuera hay un centenar y siguen apareciendo. —Sepia señaló—. Mira, ése es el hombre que está al mando.

—¿Quién maneja mejor la ballesta? —preguntó Violín.

—Tú.

Mierda.

—Pero a Koryk no se le da mal. Aunque, si tuviera que elegir, elegiría a Corabb.

Violín sonrió poco a poco.

—Sepia, a veces eres un genio. Y no es que por eso vayas a ascender a cabo ni nada parecido.

—Vale, ya puedo dormir tranquilo. —Sepia hizo una pausa y caviló—. Cuarenta pasos y un disparo limpio, pero nos cargaríamos cualquier oportunidad de tender una emboscada.

Violín sacudió la cabeza.

—No, esto es incluso mejor. El tipo dispara el cuadrillo, el hombre cae. Salimos en tromba, arrojamos cinco o seis fulleros, nos damos media vuelta y volvemos a toda velocidad al callejón; nos largamos tan rápido como podamos. Los supervivientes llegan corriendo, se agolpan en la boca del callejón y Gesler los golpea por detrás con otros cinco o seis fulleros.

—Una preciosidad, Viol. ¿Pero cómo va a saber Gesler…?

—Lo entenderá. —Violín se volvió y le hizo un gesto a Corabb para que se acercase.

Un recién nombrado finadd de la Guarnición Principal, de pie a cinco pasos del atri-preda Beshur, se volvió tras revisar sus pelotones y vio que la cabeza de un ayudante se crispaba, unas chispas salían volando de su yelmo, y después, el finadd Gart, que estaba junto al atri-preda, chilló. Había levantado una mano, al parecer justo en la cara de Beshur, y de repente el cabo de un cuadrillo le sobresalía de esa mano y a Beshur la sangre le chorreaba por la cara; cuando el atri-preda se tambaleó hacia atrás, el movimiento arrastró a Gart. Porque el cuadrillo estaba enterrado en la frente de Beshur.

El nuevo finadd, diecinueve años y recién convertido en el oficial de mayor rango de esa unidad completa, se quedó mirando sin poder creérselo.

Gritos, figuras que aparecían en la boca de un callejón, calle abajo. Cinco, seis en total, precipitándose con rocas en las manos…

El finadd señaló y ordenó con un chillido el contraataque, estaba corriendo a la cabeza de sus soldados agitando su espada en el aire.

Treinta pasos.

Veinte.

Las rocas salieron volando y dibujaron un arco hacia ellos. Esquivó una, que le pasó cerca del hombro derecho, y después, sordo de repente, los ojos llenos de arenilla, estaba tirado en los adoquines y había sangre por todas partes. Alguien entró tropezando en su línea de visión, una de sus soldados. El brazo derecho de la mujer le colgaba de una sola tira fina de carne, el apéndice se agitó como loco cuando la mujer hizo una extraña pirueta antes de sentarse de golpe.

La soldado lo miró, y chilló.

El finadd debería ponerse en pie, pero algo no iba bien. Sus miembros no funcionaban y además tenía fuego en la espalda (alguien le había prendido un puñetero fuego ahí, ¿por qué harían eso?). Un calor abrasador fue bajando entre un extraño entumecimiento, tenía la nuca mojada.

Luchó con toda su voluntad y consiguió llevarse una mano atrás y apoyar la palma en la nuca.

Y se encontró con que le había desaparecido todo el cráneo.

Sondeó con los dedos temblorosos y los metió en una especie de materia pulposa; de inmediato el dolor abrasador de la espalda se desvaneció.

Podía hacer que las cosas volvieran a funcionar, comprendió, y empujó un poco más, a más profundidad.

Fuera lo que fuera lo que tocó, lo mató.

Cuando Violín encabezó su pelotón en lo que parecía una desbandada, con cincuenta o sesenta soldados letherii cargando tras ellos, Gesler levantó la mano que sostenía un incendiario. Sí, ya, una maniobra sucia, pero eran muchos, ¿no?

Violín y sus marines entraron en el callejón y bajaron disparados por él.

Una multitud de letherii llegó a la boca de la calleja, con otros empujando por detrás.

Empezaron a volar municiones, y de repente la calle era una conflagración.

Sin esperar, y cuando una ráfaga de calor fiero lo barrió todo por encima de ellos, Gesler se volvió y empujó a Tormenta para que encabezara la retirada.

Corriendo, corriendo con todas sus fuerzas.

Buscarían la calle siguiente y girarían a la derecha, rodearían por el otro lado del complejo amurallado. Se suponía que tenían que ver a Violín y sus soldados esperándoles enfrente otra vez. Más bocas de callejones, y un poco más cerca del palacio.

—¡Tenemos oro, maldito seas!

—Eso lo tiene todo el mundo —respondió el tabernero, lacónico como siempre.

Hellian lo miró con furia.

—¿Qué acento es ése?

—El que debe tener la lengua de los mercaderes, lo que a uno de nosotros nos convierte en una persona culta, y supongo que eso ya es algo.

—¡Ah, ya te voy a enseñar yo! —Hellian sacó la espada de su cabo, al que dio un buen empujón en el pecho para liberar el arma, y aporreó la barra con el pomo. El arma le rebotó en la mano y el filo produjo un corte profundo en la oreja derecha de Hellian. La mujer maldijo, levantó la mano y la sacó roja de sangre—. ¡Y ahora mira lo que me has hecho hacer!

—Y supongo que también fui yo el que les hizo invadir nuestro imperio, y esta ciudad, y…

—No seas idiota, no eres tan importante. Eso fueron los monos alados.

El rostro largo y delgado del tabernero se crispó un poco cuando arqueó una única ceja.

Hellian se volvió hacia su cabo.

—¿Y tú qué clase de espada usas, idiota? De las que no funcionan, claro.

—Sí, sargento.

—Perdón, sargento.

—A mí no me vengas con sí y perdón, cabo. Y ahora saca esa espada de mi vista.

—¿Lo oyó venir? —preguntó uno de sus soldados.

—¿Qué? ¿Qué se supone que significa eso, Resoplobarco?

—Esto, me llamo…

—¡Te acabo de llamar por tu nombre!

—Na, sargento. No dije na.

El tabernero se aclaró la garganta.

—Bueno, pues si ya han acabado de farfullar entre ustedes, tengan la amabilidad de irse. Como ya he dicho, esta taberna está seca…

—No hacen tabernas secas —dijo Hellian.

—Estoy seguro de que eso no lo dijo del todo bien…

—Cabo, ¿estás oyendo todo esto?

—Sí.

—Eso.

—Bien. Cuelga a este idiota. Por los agujeros de la nariz. De esa viga de ahí.

—¿Por los agujeros de la nariz?

—¿Otra vez tú, Resoplocara?

Hellian sonrió cuando el cabo usó cuatro brazos para sujetar al tabernero y arrastrarlo por el mostrador. De repente, el hombre ya no se mostraba tan lacónico como había sido un momento antes. Balbuceaba, arañaba las manos que lo sujetaban.

—¡Espere! ¡Espere! —gritó.

Todo el mundo se detuvo.

—En el sótano —jadeó el hombre.

—Indícale a mi cabo, y más te vale indicarle bien —dijo Hellian, encantada de la vida, si no fuera por la oreja que le goteaba; claro que, bueno, si alguno de sus soldados se salía de madre, podía rascar la costra y sangrarles encima, y seguro que se sentían fatal y hacían justo lo que ella querían que hiciera—, que hay que vigilar la puerta.

—¿Sargento?

—Ya me has oído, vigila la puerta para que no nos molesten.

—¿Y de quién la vigilamos? —preguntó Narizmocosa—. No hay nadie…

—La capitán, ¿quién si no? Seguro que todavía viene a por nosotros, maldita sea.

Los recuerdos, comenzaba a comprender Icarium, no eran cosas aisladas. No existían dentro de compartimentos amurallados en una mente. Eran como ramas de un árbol, o quizá un mosaico continuo en un suelo sobre el que uno podía jugar con la luz, iluminando trozos aquí y allá. Sin embargo, y eso lo sabía él bien, para otros ese trozo de luz era inmenso y brillante, abarcaba buena parte de una vida y aunque hubiera detalles borrosos, las escenas desdibujas e inciertas con el tiempo, eran, no obstante, una entidad real. Y de ahí nacía una percepción del yo.

Que él no poseía y quizá no había poseído jamás. Y en las garras de esa ignorancia era tan maleable como un niño. Para que lo usaran, para que, de hecho, abusaran de él. Y muchos habían procedido así, pues había poder en Icarium, demasiado poder.

Una explotación que había llegado a su fin. Todas las exhortaciones de Taralack Veed eran como un viento lejano y no influían en él. El gral sería el último compañero de Icarium.

Permaneció en la calle, todos los sentidos alerta al darse cuenta que él conocía ese lugar, ese modesto trozo del mosaico recubierto con una promesa gris. Y la verdadera iluminación estaba al fin al alcance de la mano. La medida del tiempo, desde ese momento y para siempre jamás. Una vida comenzada de nuevo, sin riesgo de perder su sentido del yo.

Mis manos han trabajado aquí. En esta ciudad, bajo esta ciudad.

Y ahora me aguarda, para despertarlo.

Y cuando lo haya hecho, comenzaré de nuevo. Una vida, una multitud de teselas que ir colocando una por una.

Echó a andar hacia la puerta.

La puerta de su máquina.

Caminó sin hacer caso de los que se escabullían tras él, de las figuras y soldados que se alejaban de su camino. Oyó, pero no sintió curiosidad alguna por los sonidos de combates, la violencia que estallaba en las calles a ambos lados, las detonaciones que parecían rayos, aunque el amanecer surgía despejado y tranquilo. Pasó bajo sombras difusas arrojadas por el humo que salía ondeando de los edificios, carretas y barricadas que ardían. Oyó chillidos y gritos, pero no buscó de dónde procedían, ni siquiera para prestar auxilio como habría hecho en circunstancias normales. Pasó por encima de cuerpos tirados en la calle.

Anduvo durante un tiempo junto a un canal grasiento cargado de cenizas, llegó a un puente y cruzó a lo que era con toda claridad una parte más antigua de la ciudad. Bajó por otra calle hasta un cruce, giró a la izquierda y continuó.

Había más gente en ese barrio (con el día abriéndose con más audacia y los sonidos de combates convertidos en un rugido distante al oeste), pero incluso allí la gente parecía aturdida. Ninguna de las conversaciones habituales, ni los buhoneros pregonando sus mercancías, ni las bestias tirando de carretas cargadas. El humo acumulado bajaba flotando como un mal presagio y los ciudadanos vagaban por él como perdidos.

Se acercó a la puerta. Por supuesto, no se parecía en nada a una puerta de verdad. Era más como una herida, una brecha. Podía sentir su poder cobrando vida, pues al igual que él la sentía a ella, ella también lo sentía a él.

Icarium frenó entonces. Una herida, sí. Su máquina estaba herida. Las partes habían sido retorcidas, cambiadas de posición. Habían pasado eras desde que la había construido, así que no debería sorprenderle. ¿Funcionaría todavía? Ya no estaba tan seguro.

Esto es mío. Debo arreglarlo, sea cual sea el coste.

Tendré este regalo. Es mío.

Echó a andar una vez más.

La casa que había disimulado en otro tiempo ese nexo de la máquina se había derrumbado y no se había hecho ningún esfuerzo para quitar los escombros. Había un hombre de pie junto a la ruina.

Tras un largo momento, Icarium se dio cuenta de que reconocía a ese hombre. Había estado a bordo de los barcos y el nombre por el que se le había conocido era el de taxiliano.

Cuando Icarium se acercó a éste, el taxiliano, en los ojos un brillo extraño, se inclinó y retrocedió.

—Éste, Icarium —dijo—, es tu día.

¿Mi día? Sí, mi primer día.

Robavida se enfrentó a la ruina.

Un fulgor comenzaba a alzarse de algún lugar del interior, haces que subían sesgados entre maderas y vigas partidas, que salían alanceando desde debajo de piedra y ladrillo. El fulgor retoñó y, bajo él, el mundo pareció temblar. Pero no, no era ninguna ilusión, los edificios gemían, se estremecían. Ruidos de cosas que se astillaban, las contraventanas traqueteaban como si las atravesara el viento.

Icarium se acercó un paso más y sacó una daga.

Un trueno resonó bajo él haciendo que los adoquines botaran entre bocanadas de polvo. En algún lugar, en la ciudad, algunas estructuras comenzaron a partirse a medida que las secciones y los componentes que había en su interior cobraban vida y se ponían en inexorable movimiento. Para recobrar un patrón muy, muy antiguo.

Más truenos cuando los edificios estallaron.

Las columnas de polvo salieron disparadas al cielo en espiral.

Y todavía el fulgor blanco seguía subiendo, se extendía de un modo que era un cruce entre el líquido y el fuego, vertiéndose, saltando, los haces y las lanzas retorciéndose en el aire. Envolvían la ruina, se derramaban por la calle, lamían el espacio alrededor de Icarium, que se pasó la afilada hoja en diagonal, con un corte profundo, por un antebrazo; después hizo lo mismo con el otro, sujetando el arma con fuerza en una mano empapada en sangre.

Que después alzó las manos.

Para medir el tiempo, uno ha de empezar. Para crecer hacia el futuro, uno ha de echar raíces. Profundizar en la tierra con sangre.

Yo construí esta máquina. Este lugar que forjará mi comienzo. Ya no estaré fuera del mundo. Ya no estaré fuera del tiempo en sí. Dame esto, herido o no, dame esto. Si K’rul puede, ¿por qué no yo?

Todo lo que se vertió de sus muñecas llameó incandescente. E Icarium se adentró en el blanco.

El taxiliano se vio arrojado hacia atrás cuando estalló el fuego líquido. Un momento de sorpresa antes de quedar incinerado. La erupción irrumpió en los edificios vecinos y los borró del mapa. La calle de lo que en un tiempo había sido la Casa de las Escamas se convirtió en un caos de adoquines destrozados, los fragmentos de piedra subieron como rayos para puntear paredes y atravesar contraventanas. El edificio de enfrente se inclinó hacia atrás, todos los refuerzos se partieron y se derrumbó hacia dentro.

Taralack Veed y el examinador supremo echaron a correr para huir de la tormenta repentina, media docena de zancadas antes de que los dos se vieran arrojados al suelo.

El monje cabalhii, tirado de espaldas, tuvo una visión momentánea de una masa de mampostería precipitándose hacia él y estalló en carcajadas, un sonido interrumpido de repente cuando las toneladas de escombros lo aplastaron.

Taralack Veed había rodado al tropezar y había evitado, por poco, el muro que descendía sobre él. Ensordecido, medio ciego, utilizó las manos para arrastrarse, lo que hizo que se le astillaran las uñas y se lacerara las palmas de las manos y los dedos con los adoquines rotos.

Y allí, entre el polvo, entre el fuego blanco que ondeaba, vio su aldea, las chozas, los caballos en el corral de cuerdas y allí, en la colina que había detrás, las cabras acurrucadas bajo el árbol, refugiándose del terrible sol. Perros echados a la sombra, niños arrodillados jugando con las figuritas de arcilla que algún erudito errante malazano había pensado que tenían una gran trascendencia sagrada, pero que en verdad no eran más que juguetes, pues a todos los niños les encantaban los juguetes.

De hecho, él había tenido su propia colección, y eso había sido mucho antes de que matara a su mujer y al amante de ésta, antes de matar al hermano del hombre, que había proclamado la disputa y había sacado el cuchillo.

Pero en ese momento, de repente, las cabras estaban gritando, gritando de intenso dolor y terror… ¡se morían! El enorme árbol estaba en llamas y las ramas se derrumbaban.

Las chozas estaban ardiendo y había cuerpos despatarrados en el polvo, con los rostros rojos y destrozados. Así que eso era la muerte, muerte en el derrumbamiento de todo lo que siempre había sido sólido y predecible, puro y fiable. El derrumbamiento, la devastación, llevárselo todo.

Taralack Veed chilló, las manos ensangrentadas se estiraron hacia aquellos juguetes, aquellos juguetes tan hermosos, tan sagrados…

El enorme trozo de piedra que se descolgó golpeó la coronilla de Taralack Veed en ángulo y le aplastó hueso y cerebro, y al deslizarse, dejó una mancha grasienta de pelo veteado de gris y rojo.

En toda la ciudad los edificios estallaron en medio de nubes de polvo. Piedra, azulejos, ladrillos y madera salieron volando y el fuego blanco se derramó por todas partes, haces de luz argéntea se arquearon por los muros, como si no pudiera existir nada que les impidiera el paso. Una telaraña de luz enloquecida, reluciente, que unía cada pieza de la máquina. Y el poder fluyó, se precipitó en impulsos cegadores y todo se estiró hacia un solo lugar, un solo corazón.

Icarium.

Las murallas exteriores del norte y el oeste estallaron cuando partes de sus cimientos se desplazaron y recorrieron cuatro, cinco pasos, retorciéndose como si unas piezas inmensas de un rompecabezas gigantesco se estuvieran colocando en su sitio. Desgarradas, incompletas, partes de esos muros volcaron y el sonido de ese impacto provocó un rumor sordo bajo cada calle.

En el patio de una posada que, por medio de rastreras intrigas, se había convertido en propiedad de Rautos Hivanar, un enorme trozo de metal, doblado en ángulos rectos, se alzó directamente hacia el cielo hasta alcanzar el doble de la altura del hombre que estaba ante él. Y reveló, en su base, un gozne de fuego incandescente.

La estructura se ladeó y cedió hacia delante como el martillo de un herrero.

Rautos Hivanar se agachó para escapar, pero no fue lo bastante rápido, y el gigantesco objeto se estrelló contra la parte posterior de sus piernas.

Atrapado, con el fuego incandescente lamiendo el suelo hacia él, Rautos podía sentir la sangre que se le iba escapando de las piernas aplastadas y convertía en barro el polvo del complejo.

, pensó, tal y como empezó con barro, así termina ahora

El fuego incandescente lo envolvió.

Y absorbió cada recuerdo que poseía en su mente.

Lo que murió allí muy poco tiempo después no era Rautos Hivanar.

La palpitación de la inmensa red no duró más que media docena de latidos. El cambio de posición de las piezas de la máquina, con toda la destrucción que suponía, fue incluso más breve. Aun así, en ese tiempo, todos a los que devoró el fuego incandescente vaciaron sus vidas en él. Cada recuerdo, desde el dolor del nacimiento al último momento de la muerte.

La máquina, por desgracia, estaba rota de verdad.

Cuando los ecos de los quejidos de la piedra y el metal se fueron desvaneciendo, la red parpadeó y se desvaneció. Y el polvo combatió con el humo en el aire que cubría Letheras.

Unas cuantas secciones de piedra y ladrillo que quedaban se derrumbaron, pero no eran más que ajustes modestos de las secuelas de lo que había ocurrido antes.

Y cuando todo se volvió a aposentar, comenzaron a alzarse las primeras voces de dolor, los primeros gritos que pedían ayuda, voces débiles entre los montones de escombros.

Las ruinas de la Casa de las Escamas no eran más que polvo blanco, y en ellas nada se movía.

El fondo de un canal se había agrietado durante el terremoto y había abierto una fisura ancha por la que se precipitó el agua, que corrió por venas entre ladrillos y relleno compactados. Y en las réplicas temblorosas de las estructuras que caían, los cimientos enterrados se movían, se agrietaban, se desplomaban.

Apenas percibidas entre todas las demás, por tanto, la explosión que desgarró el canal entre un chorro de fango y agua fue relativamente pequeña, pero resultó ser singular en un único detalle: al tiempo que la lluvia cenagosa del agua del canal regaba las calles todavía combadas, una figura salió arrastrándose del canal, las manos estiradas para buscar los escalones del amarradero y auparse para salir de la espuma revuelta.

Un anciano.

Que se levantó, la túnica raída chorreando agua parda, y no se movió mientras el caos y las lanzas de luz cegadora desgarraban Letheras. Un hombre que permaneció inmóvil, incluso después de que esos aterradores acontecimientos se desvanecieran y deshicieran.

Un anciano.

Desgarrado entre una rabia incandescente y un miedo pavoroso.

Puesto que era quien era, se impuso el miedo. No por sí mismo, claro está, sino por un mortal que el anciano sabía que estaba a punto de morir.

Y él no conseguiría alcanzarlo a tiempo.

Bueno, así que sería la rabia, después de todo. Quería vengarse del Errante, pero eso tendría que esperar. Primero debía vengarse de un hombre llamado Karos Invictad.

Mael, dios ancestral de los Mares, tenía trabajo que hacer.

Lostara Yil y la consejera cabalgaban una al lado de la otra a la cabeza de la columna de caballería. Justo delante podían ver la muralla occidental de la ciudad. Unas grietas enormes quedaban a la vista entre el polvo. Y la puerta estaba abierta.

A los caballos les faltaba el aliento, las bocanadas de aire salían a chorro de los orificios, moteados de espuma, de la nariz.

Ya casi estamos.

—Consejera, ¿eso eran municiones?

Tavore le lanzó una mirada y negó con la cabeza.

—Imposible —dijo Masan Gilani tras ellas—. Solo tenían un puñado de buscapiés entre todos. Eso fue otra cosa.

Lostara se giró en la silla.

Cabalgando junto a Masan Gilani estaba Peccado. Y no era que montara muy bien. Gilani permanecía cerca, lista para estirar una mano y sujetarla. La niña parecía aturdida, casi borracha. Lostara se volvió de nuevo.

—¿Qué le pasa? —le preguntó a la consejera.

—No lo sé.

La ladera del camino iba subiendo hacia la puerta y podían ver el río a su izquierda. Repleto de velas. Había llegado la flota malazana y también los dos tronos de guerra. El ejército principal estaba solo dos o tres campanadas por detrás de la columna de la consejera y el puño Blistig los hacía avanzar a un ritmo endiablado.

Se acercaron más.

—Esa puerta no va a volverse a cerrar nunca más —comentó Lostara—. De hecho, me sorprende que siga en pie. —Varios bloques tallados del arco se habían soltado y se habían encajado encima de las inmensas puertas de madera, lo que servía para inmovilizarlas.

Cuando se acercaron a caballo, surgieron dos marines de las sombras. Tenían aspecto de pertenecer a la pesada y ambos estaban heridos. El dalhonesio las saludó con una mano.

La consejera tiró de las riendas y se detuvo ante los hombres, fue también la primera en desmontar, una mano enguantada echando mano de la espada al acercarse.

—Estamos resistiendo —dijo el marine dalhonesio. Levantó un brazo ensangrentado—. El cabrón me cortó el tendón, está todo enrollado debajo de la piel, ¿ve? Duele más que un erizo en el culo… señor.

La consejera pasó junto a los dos marines y se adentró en las sombras de la puerta. Lostara le indicó con un gesto a la columna que desmontara y echó a andar tras Tavore.

—¿De qué compañía son? —preguntó cuando llegó enfrente de los marines.

—Tercera, capitán. Quinto pelotón. Pelotón del sargento Badan Gruk. Yo soy Reliko y este zoquete es Inmenso Vacío. Menuda pelea que tuvimos.

Lostara siguió avanzando, atravesó la oscuridad polvorienta y salió a la luz del sol, sucia, cargada, llena de humo. Donde se detuvo de golpe y vio todos los cuerpos, toda la sangre.

La consejera estaba diez pasos más allá, Keneb estaba cojeando hacia ella y en su cara había un alivio desesperado.

Sí, sí que habían librado una buena pelea.

El viejo Joroba Arbat entró sin prisas en el espacio despejado y se detuvo junto a la figura que dormía en el centro. Dio una patada.

Un leve gemido.

Dio otra patada.

Ublala Pung abrió los ojos con un parpadeo y se quedó mirando sin comprender durante un buen rato, después se incorporó.

—¿Ya es hora?

—La mitad de la maldita ciudad se ha derrumbado, que es peor que lo que predijo el viejo Joroba, ¿no? Oh, sí, señor, peor y más que peor. Malditos dioses. Pero eso a nosotros no nos incumbe, dice el viejo Joroba. —Estudió con ojo crítico los esfuerzos del muchacho y asintió de mala gana—. Tendrá que servir. Menuda suerte la mía, el último tartheno que queda en Letheras y tiene que llevar un saco de gallinas cocidas por el sol.

Ublala frunció el ceño, estiró un pie y dio un empujoncito al saco. Respondió un cloqueo y el tartheno sonrió.

—Me ayudaron a limpiar —dijo.

El viejo Joroba Arbat se quedó mirando un momento, alzó los ojos y estudió el cementerio.

—¿Los hueles? El viejo Joroba sí. Sal del círculo, Ublala Pung, a menos que quieras unirte.

Ublala se rascó la mandíbula.

—Me dijeron que no me uniera a cosas de las que no sé nada.

—¿Sí? ¿Y quién te dijo eso?

—Una mujer gorda llamada Rucket cuando me hizo jurar lealtad al gremio de los Cazarratas.

—¿El gremio de los Cazarratas?

Ublala Pung se encogió de hombros.

—Supongo que cazan ratas, pero tampoco estoy muy seguro.

—Fuera del círculo, muchacho.

Tres zancadas del aspirante por las arenas del estadio y el terremoto había golpeado. Los bancos de mármol crujieron, la gente gritó, muchos cayeron tropezando y la propia arena resplandeció y pareció transformarse cuando unos grumos de sangre seca, conglomerados, granulosos, surgieron como granates en el tamiz de un buscador.

Samar Dev, que se estremecía a pesar de la luz sesgada del sol, se sujetó con fuerza a un borde del tembloroso banco, los ojos clavados en Karsa Orlong, que permanecía en pie, las piernas bien abiertas para mantener el equilibrio, pero de otro modo impasible, y allí, en el otro extremo del estadio, una figura pesada salió balanceándose de la boca de un túnel. La espada abría un surco en la arena.

Un fuego blanco iluminó de repente el cielo y se arqueó en el gris azulado del amanecer. Destelló, palpitó y se desvaneció mientras los temblores entraban ondulándose, procedentes de la ciudad, y se deshacían. Unos penachos de polvo subieron en espiral al cielo desde no muy lejos, en la dirección del antiguo palacio.

En el palco imperial, el canciller, la cara pálida y los ojos muy abiertos y alarmados, mandaba mensajeros en todas direcciones.

Samar Dev vio al finadd Varat Taun erguido cerca de Triban Gnol. Las miradas se entrelazaron y Samar lo comprendió al instante. Icarium.

Oh, taxiliano, ¿acertaste en tu suposición? ¿Viste lo que ansiabas ver?

—¿Qué está pasando?

El rugido la hizo darse la vuelta y mirar hacia donde el emperador Rhulad Sengar había alzado la vista hacia el canciller.

—¡Dime! ¿Qué ha pasado?

Triban Gnol sacudió la cabeza y levantó las manos.

—Un terremoto, emperador. Roguemos al Errante para que haya pasado.

—¿Hemos expulsado a los invasores de nuestras calles?

—Lo estamos haciendo en estos mismos momentos —respondió el canciller.

—Mataré a su comandante. Con mis propias manos mataré a su comandante.

Karsa Orlong sacó su espada de pedernal.

La acción captó la atención del emperador y Samar Dev vio que Rhulad Sengar enseñaba los dientes en una fea sonrisa.

—Otro gigante —dijo—. ¿Cuántas veces me vas a matar tú? Tú, con la sangre de mi familia manchándote ya las manos. ¿Dos veces? ¿Tres? No importará. ¡No importará!

Karsa Orlong, siempre osado en sus afirmaciones, siempre descarado en su arrogancia, no respondió más que cuatro palabras.

—Te mataré… una vez.

Y después se giró para mirar a Samar Dev, una mirada breve, y fue todo lo que Rhulad Sengar le dio.

Con un chillido, el emperador de las Mil Muertes se precipitó hacia él, la espada un remolino borroso sobre su cabeza.

Diez zancadas entre ellos.

Cinco.

Tres.

El arco resplandeciente del arma maldita lanzó una estocada, un golpe con intención de decapitar… que resonó con un tañido ensordecedor en la espada de piedra de Karsa. Saltó hacia atrás, lanzó un corte seco, y una vez más hubo un bloqueo.

Rhulad Sengar se echó hacia atrás, todavía esbozando su terrible sonrisa.

—Mátame entonces —dijo con un jadeo áspero.

Karsa Orlong no se movió.

Con un chillido, el emperador atacó otra vez para intentar hacer retroceder al toblakai.

Los impactos resonaban y parecían saltar de esas armas con cada salvaje ataque que era bloqueado, apartado. Rhulad giró, se ladeó, lanzó una cuchillada hacia el muslo derecho de Karsa. Esquivada. Una estocada con el revés de la hoja hacia el hombro del toblakai. Apartada de un golpe. Tambaleándose como consecuencia de ese bloqueo, el emperador de repente fue vulnerable. Un tajo seco lo derribaría, una estocada lo atravesaría… un maldito idiota podría haber acabado con Rhulad en ese instante.

Pero Karsa no hizo nada. Tampoco se había movido, más allá de girar sobre sí mismo para mantener al emperador enfrente de él.

Rhulad se apartó con un traspié, giró en redondo y enderezó la espada. El pecho le palpitaba bajo el mosaico de monedas incrustadas, los ojos salvajes como los de un verraco.

—¡Mátame entonces!

Karsa permaneció donde estaba. Sin provocar, sin ni siquiera sonreír.

Samar Dev tenía los ojos clavados en la escena, estaba paralizada. No lo conozco. Jamás lo he conocido. Dioses, deberíamos habernos acostado, ¡entonces lo sabría!

Otro ataque vertiginoso, de nuevo la reverberación aguda del hierro y el pedernal, un frenesí de chispas cayendo en cascada. Y Rhulad retrocedió con un tambaleo una vez más.

El emperador estaba chorreando de sudor.

A Karsa Orlong ni siquiera parecía faltarle el aliento.

Rhulad Sengar cayó sobre una rodilla para recuperar el resuello, una invitación que podría resultar letal.

Invitación no aceptada.

Tras un tiempo en el que la veintena de espectadores, o menos, permaneció mirando, silenciosa y confusa; en el que el canciller Triban Gnol se quedó allí, las manos entrelazadas, como un cuervo clavado a una rama; el emperador se irguió, levantó la espada una vez más y reanudó su vana agitación. Oh, había habilidad, sí, una habilidad extraordinaria, pero Karsa Orlong no cedió un palmo de terreno y ni una sola vez lo tocó aquella hoja.

En el cielo, el sol siguió ascendiendo.

Karos Invictad, sus relucientes sedas rojas manchadas y cubiertas de grava y polvo, atravesó el umbral con el cuerpo de Tehol Beddict a rastras. Regresaba a su despacho. Pasillo abajo había alguien gritando algo sobre un ejército en la ciudad y barcos que atestaban el puerto, pero nada de eso importaba ya.

Nada importaba salvo ese hombre inconsciente que tenía a los pies. Golpeado hasta que apenas se aferraba a la vida. Por el cetro del centinela, su símbolo de poder, ¿y no era lo que había que hacer? Vaya si lo era.

¿Seguía la chusma allí? ¿Estaba entrando? Un muro entero del complejo se había desmoronado, y ya no quedaba nada ni nadie para detenerlos. Le llamó la atención un movimiento y volvió la cabeza de golpe, solo otra rata más que pasaba deslizándose por el pasillo. El gremio. ¿A qué clase de juego estaban jugando esos idiotas? Él había matado a docenas de esos malditos bichos, tan fáciles de aplastar bajo el tacón o con un giro salvaje y certero de su cetro.

Ratas. No eran nada. No eran muy diferentes de la turba del exterior, todos esos maravillosos ciudadanos que no entendían nada sobre nada, que necesitaban líderes como Karos Invictad para guiarlos por el mundo. Sujetó mejor el cetro, iban cayendo motas de sangre y su palma parecía pegada al ornamentado mango, pero ese pegamento no se había endurecido y todavía tardaría un rato, ¿no? No se endurecería hasta que él hubiera acabado de verdad.

¿Dónde estaba esa asquerosa turba? Quería que lo vieran, el golpe definitivo que aplastaría el cráneo, su gran héroe, su revolucionario.

Con los mártires se podía lidiar. Una campaña de desinformación, rumores sobre vulgaridad, corrupción, oh, sí, era muy sencillo.

Me enfrenté solo, sí, ¿no es cierto? Contra la locura de este día. Lo recordarán. Más que cualquier otra cosa. Recordarán eso, y todo lo demás que decida contarles.

Maté al mayor traidor del imperio… con mis propias manos, sí.

Se quedó mirando a Tehol Beddict. El rostro magullado, partido, la respiración superficial que temblaba bajo las costillas fracturadas. Podía poner un pie en el pecho de ese hombre, apoyar cierto peso, hasta que esas costillas rotas perforaran los pulmones, los dejaran lacerados, y la espuma roja se derramara de la nariz aplastada de Tehol, de los labios rasgados. Y, ah, sorpresa. Se ahogaría, después de todo.

¿Otra rata en el pasillo? Se volvió.

La punta de la espada le rebanó el estómago. Brotaron fluidos, y tras ellos se derramaron órganos. Karos Invictad cayó con un chillido, de rodillas, levantó la cabeza y se quedó mirando al hombre que permanecía de pie ante él, se quedó mirando la espada con la hoja carmesí que tenía en la mano.

—No —dijo en un murmullo—, pero si estás muerto…

Los ojos castaños y serenos de Brys Beddict dejaron el rostro del centinela y observaron el cetro que todavía sostenía Karos en la mano derecha. La espada pareció retorcerse.

Un dolor abrasador en la muñeca del centinela, que bajó la vista. El cetro había desaparecido. La mano había desaparecido. La sangre chorreaba del muñón.

Una patada en el pecho mandó a Karos Invictad al suelo, arrastrando entrañas que le cayeron como un pene obsceno, deformado, entre las piernas.

El centinela bajó una mano para volver a meterlo todo, pero ya no le quedaban fuerzas.

¿He matado a Tehol? Sí, debo de haberlo hecho. El centinela es un auténtico sirviente del imperio, y siempre lo será, y habrá estatuas en los patios y las plazas de las ciudades. Karos Invictad, el héroe que destruyó la rebelión.

Karos Invictad murió entonces, con una sonrisa en la cara.

Brys Beddict envainó la espada, se arrodilló junto a su hermano, le levantó la cabeza y la apoyó en su regazo.

—Un sanador viene de camino —dijo Ormly tras él.

—No hace falta —dijo Brys. Y alzó la vista—. Viene un dios ancestral.

Ormly se lamió los labios.

—Salvador…

Tehol tosió.

Brys bajó la cabeza y vio que su hermano abría los ojos con un parpadeo. Uno marrón, uno azul. Esos ojos extraños se clavaron en él durante un largo momento y después Tehol susurró algo.

Brys se agachó más.

—¿Qué?

—He dicho que si esto significa que estoy muerto.

—No, Tehol. Ni yo tampoco; ya no, al parecer.

—Ah. Entonces…

—¿Entonces qué?

—La muerte, ¿cómo es, Brys?

Y Brys Beddict sonrió.

—Húmeda.

—Siempre he dicho que las ciudades eran sitios peligrosos —dijo Ben el Rápido al tiempo que se cepillaba yeso de las ropas. El edificio casi los había aplastado a los dos al derrumbarse, y el mago seguía temblando, no por lo cerca que había estado, sino por la horrenda hechicería que había iluminado el cielo matinal, una hechicería devoradora, con un hambre profunda. Si esa energía hubiese ido a por él, no estaba seguro de que hubiera podido soportarla.

—¿Sé puede saber qué Embozado fue eso? —preguntó Seto.

—Lo único que sé es que era antiguo. Y cruel.

—¿Crees que va a haber más?

Ben el Rápido se encogió de hombros.

—Espero que no.

Continuaron entre calles repletas de escombros y por todos lados los gritos de los heridos, figuras tambaleándose víctimas de la conmoción, el polvo y el humo alzándose a la luz del sol.

Entonces Seto alzó una mano.

—Escucha.

Ben el Rápido hizo lo que le decían.

Y algo más adelante, ya cerca del Domicilio Eterno, el eco de «¡Fulleros!».

—Sí, Rápido, sí. ¡Venga, vamos a buscarlos!

—Espera, un momento, zapador, qué…

—¡Es el Decimocuarto, zoquete cabezón!

Empezaron a apresurarse.

—La próxima vez que vea a Cotillion —siseó Ben el Rápido—, voy a estrangularlo con su propia cuerda.

A seis leguas al norte, un dragón blanco como el hueso, con ojos de un color rojo chillón, surcaba el cielo de la mañana. Las alas crujían, los músculos se arracimaban, el viento siseaba contra las escamas y entre los colmillos expuestos que tenían la longitud de espadas cortas.

Regresaba, tras todo ese tiempo, a la ciudad de Letheras.

Había advertido la presencia de Hannan Mosag. Había advertido la presencia del dios Tullido. Pero ninguno había escuchado a Silchas Ruina. No, habían conspirado con Sukul Ankhadu y Sheltatha Sabiduría, y era muy posible que con la propia Menandore. Para interponerse en su camino, para oponerse a él y a lo que había tenido que hacer.

Más que eso, el Imperio de Lether llevaba cazándolos un periodo de tiempo desmedido, y, paciente como era, Silchas Ruina había hecho caso omiso de la afrenta. Por respeto a la corifeo y los demás.

Pero ya no pensaba hacer caso omiso de nada más.

Un imperio, una ciudad, un pueblo, un ceda tiste edur y un emperador loco.

El hermano de Anomander y Andarist, siempre considerado el más frío de los tres, el más cruel, Silchas Ruina volaba, un leviatán blanco con intenciones asesinas en el corazón.

Blanco como el hueso, con los ojos rojos como la muerte.

Rhulad Sengar se apartó con un traspié, arrastrando su espada. Estaba sudando por todas partes y el pelo le colgaba desgreñado y chorreando. Había golpeado una y otra vez, y ni una sola había penetrado en la red defensiva de la espada de piedra de su aspirante. Había seis pasos entre los dos, la arena estropeada empapada y llena de bultos, sin nada más que salpicaduras del aceite brillante que hacía relucir las monedas.

Silenciosa como todos los demás testigos, Samar Dev siguió observando, preguntándose cómo terminaría todo aquello, preguntándose cómo podía terminar. Mientras Karsa se negara a contraatacar…

Y entonces el toblakai alzó su espada y avanzó.

Directamente hacia el emperador.

Así de fácil.

Que se irguió con una sonrisa repentina y levantó su arma en posición defensiva.

La espada de pedernal lanzó una rápida estocada, un corte torpe, pero llevado a cabo con tal fuerza que el bloqueo de Rhulad lo hizo soltar de golpe una de las manos de la empuñadura y la hoja de hierro se revolvió y, de repente, esa espada maldita pareció adquirir voluntad propia, la punta se precipitó en una arremetida que arrastró al emperador, que chilló.

Y la hoja se hundió en el muslo izquierdo de Karsa, atravesó la piel, el músculo, evitó por muy poco el hueso y salió de golpe por el lado posterior. El toblakai giró en redondo y con una fluidez apabullante bajó la espada en un corte descendente que atravesó con limpieza el hombro de Rhulad por encima del brazo de la espada.

Cuando el brazo, la mano todavía aferrada al arma, en ese momento trabada (atrapada en la pierna de Karsa), se separó del cuerpo de Rhulad, el toblakai lanzó un revés con la parte plana de la hoja contra la cara de Rhulad que lo mandó despatarrado por la arena.

Y Samar Dev se encontró con que estaba sosteniendo el cuchillo, la hoja desnuda, y cuando Karsa se volvió para mirarla, ella ya se estaba haciendo un corte profundo en la palma de la mano, siseando las antiguas palabras de liberación (soltando los espíritus aprisionados, los dioses menores del desierto y todos aquellos que estaban vinculados al viejo cuchillo).

Espíritus y fantasmas de los asesinados se vertieron, libres por el poder existente en la sangre femenina, se derramaron por las filas de bancos y cayeron a la arena.

Entre los terribles sonidos de los chillidos de Rhulad Sengar, esos espíritus se precipitaron hacia Karsa, lo rodearon, lo envolvieron… un remolino de caos… un momento cegador como de fuegos desatados…

Y Karsa Orlong, la espada del emperador y el brazo que todavía la sostenía, se desvanecieron.

Tirado solo en las arenas del estadio, Rhulad Sengar derramó carmesí del muñón de su hombro.

Y nadie se movió.

Morar dentro de una hoja de hierro había resultado, para el fantasma del ceda Kuru Qan, una experiencia muy interesante. Tras un tiempo inconmensurable de exploración, mientras percibía a todas las demás entidades atrapadas en el interior, había descubierto un medio de escapar siempre que lo deseara. Pero la curiosidad lo había retenido, una sospecha creciente de que todos moraban en ese oscuro lugar por algún propósito oculto. Y estaban esperando.

Anticipación, incluso impaciencia. Y, desde luego, mucha más sed de sangre de la que Kuru Qan podía soportar.

Se había planteado una campaña de dominación, derrotar a todos los demás espíritus y vincularlos a su voluntad. Pero comprendía que un líder no podía ser ignorante, e imponer la revelación del secreto era siempre una proposición arriesgada.

En su lugar había esperado, paciente como era su naturaleza, vivo o muerto.

Una conmoción repentina, entonces, al sentir el torrente del sabor de la sangre en la boca, y el éxtasis frenético que ese sabor desató él. Una admisión amarga (toda una lección de humildad) al descubrir semejante debilidad bestial en su interior, y cuando la invocación llegó en el lenguaje del Primer Imperio, Kuru Qan se encontró alzándose como un demonio para rugir su dominio sobre todos los demás; se precipitó por la hoja de hierro y salió al mundo una vez más al frente de una hueste pavorosa…

Ante el que permanecía en pie, thelomenio tharteno toblakai.

Y la espada que le empalaba la pierna.

Kuru Qan comprendió entonces lo que había que hacer. Comprendió el camino que se debía forjar, y comprendió, por desgracia, el sacrificio que se imponía.

Rodearon al guerrero toblakai. Se estiraron hacia esa espada maldita y cogieron la hoja. La empuñaron con la feroz necesidad de la sangre que corría por la pierna del toblakai, haciendo que se tambaleara y, con Kuru Qan a la vanguardia, los espíritus desgarraron una puerta.

Un portal.

El caos rugió por todas partes, intentó aniquilarlos, y los espíritus comenzaron a entregar sus vidas fantasmales, a sacrificarse al ansia rapaz que los asaltaba. Pero al hacerlo empujaron al toblakai hacia delante, forjando el camino, exigiendo el viaje.

Otros espíritus despertaron alrededor del guerrero, los propios asesinados del toblakai, y eran legión.

La muerte rugió. La presión del caos apuñaló, desgarró espíritus en pedazos (a pesar del número que alcanzaban, del poder de su voluntad, estaban perdiendo impulso, no podían abrirse paso). Kuru Qan chilló, sacar más del poder del toblakai lo mataría. Habían fallado.

Fallado…

En un círculo despejado en un viejo cementerio tartheno, el chamán decrépito que estaba sentado con las piernas cruzadas en el centro se despertó de repente y abrió los ojos con un parpadeo. Alzó la vista y vio a Ublala Pung de pie justo detrás del borde.

—Ahora, muchacho —dijo.

Con un sollozo, el joven tartheno se precipitó con un cuchillo en las manos, uno de los de Arbat, el hierro negro por los años, los glifos de la hoja tan gastados que eran casi invisibles.

Arbat asintió cuando Ublala Pung llegó junto a él y le hundió el arma en el pecho. No en el lado del corazón, el viejo Joroba necesitaba tardar un rato en morir, tenía que desangrar su poder, alimentar a la multitud de fantasmas que se estaban alzando en el cementerio.

—¡Sal de aquí! —gritó Arbat al tiempo que caía de lado, la sangre espumeándole en la boca—. ¡Largo!

Ublala Pung echó a correr con un berrido infantil.

Los fantasmas se reunieron, los de pura sangre y los mestizos, abarcando siglos tras siglos y despiertos después de tanto tiempo.

Y el viejo Joroba Arbat les mostró su nuevo dios. Y luego les mostró, con el poder de su sangre, la forma de pasar.

Kuru Qan sintió que lo levantaba una marea, que lo empujaba una especie de ola enorme, y al instante había espíritus, un ejército de espíritus.

Thelomen tartheno toblakai.

Tartheno…

Se abalanzaron, el caos retrocedió de golpe, se echó atrás y luego atacó una vez más.

Cientos se desvanecieron.

Miles de voces gimiendo con gritos de agonía.

Kuru Qan se encontró cerca del guerrero toblakai, justo delante de la figura que agitaba los brazos; el ceda se estiró hacia atrás, como si quisiera coger la garganta del toblakai. Cerró la mano, y tiró.

Agua, olas que se estrellaban, una arena de coral que se movía, salvaje, bajo los pies. Un calor cegador de un sol enfurecido.

Tropezando llegó a la orilla, y sí, hasta ahí podía llegar Kuru Qan.

Hasta la orilla.

Soltó al guerrero, lo vio subir tropezando a la playa de la isla, arrastrando la pierna empalada por la espada…

Detrás del viejo ceda, el mar se estiró y se llevó a Kuru Qan de nuevo con una inhalación ondulada que lo hizo dar un traspié.

Agua por todas partes, arremolinándose, arrastrándolo hacia el fondo, cada vez más oscuro.

Habían terminado.

Hemos terminado.

Y el mar, amigos míos, no sueña con vosotros.

En la arena del estadio, el emperador Rhulad Sengar yacía muerto. Desangrado, la poca carne que se veía era pálida como la arcilla del río, e igual de fría. La arena espolvoreaba las monedas sudadas y toda la sangre que se había derramado de su cuerpo se estaba poniendo negra.

Y los espectadores esperaron.

A que el emperador de las Mil Muertes se alzara otra vez.

El sol siguió su camino por el cielo, cada vez más alto, los sonidos de combates en la ciudad se fueron acercando.

Y, si alguien hubiera mirado, habría visto una mota en el horizonte, al norte. Una mota cada vez más grande.

A una calle del Domicilio Eterno, Violín encabezó a su pelotón al tejado de un edificio público del que no quedaban más que las paredes. Las motas de ceniza se arremolinaban en el aire caliente de la mañana y toda la ciudad que podían ver estaba velada tras polvo y humo.

Se habían separado de Gesler y su pelotón tras la emboscada de la guarnición, pero Violín no estaba demasiado preocupado. La oposición estaba hecha pedazos. Corrió agazapado hasta el borde que se asomaba al Domicilio Eterno, miró al otro lado y después abajo, a la calle.

Había una puerta, cerrada, pero no había guardias a la vista. Muy raro, joder. ¿Dónde está todo el mundo?

Regresó adonde esperaban sus soldados, que estaban recuperando el aliento en el centro del tejado plano.

—De acuerdo —dijo, dejó la ballesta y abrió su cartera—, hay una puerta que me puedo cargar con un maldito desde aquí. Después bajamos, cruzamos y entramos directamente, rápidos y al grano. Matamos todo lo que nos encontremos a la vista, ¿comprendido? —Sacó el cuadrillo con el maldito incorporado y cargó con cuidado la ballesta. Luego reanudó las instrucciones—. Chapapote cruza la calle en la retaguardia. Botella, mantén todo lo que tienes bien a mano…

—Sargento…

—Ahora no, Corabb. ¡Escuchad! Nos dirigimos al salón del trono. Quiero a Sepia por delante…

—Sargento…

—… con fulleros en la mano. Koryk, tú eres el siguiente…

—Sargento…

—¿Qué Embozado pasa, Corabb? —gritó Violín.

El hombre estaba señalando. Al norte.

Violín y los otros se volvieron.

Y vieron un enorme dragón blanco que se les echaba encima.

Grupitos deslavazados de soldados letherii derribados y pequeños fuegos dejados por las municiones les habían proporcionado a Ben el Rápido y Seto un rastro más que suficiente, así que en ese momento se encontraban agazapados a los pies de la puerta de un edificio calcinado.

—Escucha —insistía Seto—, el tejado está aquí, justo enfrente de la puerta. ¡Conozco a Viol y te digo que está en ese puñetero tejado del Embozado!

—Vale, vale, tú delante, zapador. —Ben el Rápido sacudió la cabeza. Hay algo… No sé…

Se precipitaron al interior. El hedor a humo era acre, cortante. Había restos calcinados por todas partes, detritos de un imperio en ruinas.

—Ahí —dijo Seto y se metió por un pasillo, rumbo a un tramo de escaleras que subían.

Hay algo… ¡oh, dioses!

—¡Muévete! —gruñó Ben el Rápido al tiempo que le pegaba un empujón al zapador.

—¿Qué?

—¡Deprisa!

El enorme dragón viró hacia abajo y se cernió sobre ellos.

Violín se lo quedó mirando un momento más, vio que la bestia abría la boca y supo lo que iba a pasar; levantó la ballesta y disparó.

El cuadrillo salió como un rayo al cielo.

Una pata trasera del dragón se estiró de golpe para desviar el proyectil de una patada.

Y el maldito detonó.

La explosión aplastó a los marines del tejado y mandó a Violín tropezando hacia atrás.

El propio tejado se combó bajo ellos con un chirrido.

Violín vislumbró por un instante al dragón, que chorreaba sangre, el pecho desgarrado; se deslizaba de lado y se dirigía al suelo, a la calle, las alas hechas jirones, agitándose como velas en medio de una tormenta.

Un segundo cuadrillo salió volando para interceptarlo.

Otra explosión que envió al dragón dando bandazos hacia atrás, al suelo, a estrellarse contra un edificio, que de repente se plegó sobre sí mismo por ese lado y se derrumbó con un rugido ensordecedor.

Violín se giró en redondo…

… y vio a Seto.

… y a Ben el Rápido, que estaba corriendo hacia el borde del tejado, las manos alzadas y la hechicería desarrollándose a su alrededor como si él fuera la proa de un barco que surca las aguas.

Violín se levantó de un salto y siguió al mago.

Entre los restos del edificio que estaba junto al Domicilio Eterno, el dragón se estaba excarcelando. Lacerado, los huesos sobresalían y la sangre se filtraba por las terribles heridas. Y luego, por imposible que fuera, se elevó al cielo una vez más; las alas desgarradas aleteaban, pero Violín sabía que era la hechicería lo que estaba remontando a la criatura de nuevo por los aires.

Cuando salió del edificio derrumbado, Ben el Rápido desató su magia. Una oleada de fuego chisporroteante se estrelló contra el dragón y lo mandó hacia atrás.

Otra.

Y luego otra… el dragón ya estaba a dos calles de distancia, retorciéndose bajo aquel asalto creciente.

Y luego, con un grito penetrante, giró en redondo, se elevó más al cielo y se alejó volando, en absoluta retirada.

Ben el Rápido bajó los brazos y cayó de rodillas.

Con los ojos clavados en aquel dragón que se iba haciendo más pequeño a toda prisa, Violín se echó la ballesta al hombro.

—Ésta no es tu guerra —le dijo a la lejana criatura—, puto dragón.

Después se volvió y se quedó mirando a Seto.

Que, con una gran sonrisa, lo miró a su vez.

—¿Nada de fantasma?

—Nada de fantasma. Sí, Viol, he vuelto.

Violín frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Que el Embozado nos ayude a todos. —Se volvió hacia Ben el Rápido—. ¿Y se puede saber dónde Abismo has estado tú?

Botella se levantó como pudo del tejado torcido y se quedó mirando a esos tres soldados. De uno de ellos solo sabía que era zapador. Y un puñetero abrasapuentes.

A su lado, Koryk gimió y escupió.

—Mira a ésos —dijo.

Botella asintió.

Y, por extraño que fuera, para todos los soldados del pelotón ya no hubo que decir nada más.

Botella entrecerró los ojos y miró al dragón que iba empequeñeciendo cada vez más deprisa. Permítenos que nos presentemos

Trull Sengar alzó con suavidad los brazos de Seren y se apartó de su abrazo. La mujer estuvo a punto de caer hacia delante, no quería que aquel momento acabara, algo frío le hizo un nudo en estómago. Hizo una mueca y se giró.

—Seren…

La corifeo agitó una mano y lo miró a los ojos una vez más.

—Mi hermano. Mis padres.

—Sí —dijo ella.

—No puedo fingir que no están ahí. Que no significan nada para mí.

Ella asintió, no confiaba en poder hablar.

Trull cruzó la polvorienta habitación dando patadas entre la basura; se habían llevado prácticamente todo, por inútil que fuese. Habían yacido juntos sobre sus mantos, observados por las arañas de las esquinas, cerca del techo, y los murciélagos colgados en fila bajo un alféizar. Trull recogió la lanza imass de donde la había dejado apoyada en una pared y la miró con una sonrisa débil.

—Puedo protegerme. Y solo puedo moverme más rápido…

—Ve, entonces —dijo ella, y sintió angustia ante la dureza repentina que había adquirido su voz.

La pequeña sonrisa masculina resistió un momento más, después asintió y salió al pasillo que llevaba a la puerta de la calle.

Tras un momento, Seren Pedac lo siguió.

—Trull…

Él hizo una pausa en la puerta.

—Lo entiendo, Seren. No pasa nada.

¡No, sí pasa!

—Por favor —dijo ella—, vuelve.

—Volveré. No puedo hacer otra cosa. Tú tienes todo lo que hay de mí, todo lo que queda.

—Entonces tengo todo lo que necesito —respondió ella.

Trull estiró un brazo y le rozó la mejilla con una mano.

Y se fue.

Al salir del sendero que cruzaba el patio, Trull Sengar, el cabo de la lanza resonando como el extremo de un bastón en los adoquines, se adentró en la calle.

Y partió en la dirección del Domicilio Eterno.

Desde las sombras de un callejón que había enfrente, el Errante lo observó.

—Me siento mucho mejor.

Brys Beddict le sonrió a su hermano.

—Tienes mejor aspecto. Así que, Tehol, tu criado es un dios ancestral.

—Acepto a cualquiera que pueda encontrar.

—¿Y por qué tienes ahora los ojos de dos colores diferentes?

—No estoy seguro, pero creo que Bicho es daltónico. Azul y verde, verde y azul, en cuanto a marrón, olvídate.

El dicho criado que resultaba ser un dios ancestral entró en la habitación.

—La encontré.

Tehol ya estaba de pie.

—¿Dónde? ¿Está viva?

—Sí, pero tenemos trabajo que hacer… otra vez.

—Hay que encontrar a ese hombre, a ese Tanal…

—No hace falta —respondió Bicho, los ojos posados en el cadáver de Karos Invictad.

Brys hizo lo mismo. Un insecto bicéfalo se dirigía con lentitud hacia las entrañas derramadas.

—Por el Errante, ¿se puede saber qué es eso?

Y Bicho siseó entre dientes.

—Sí —dijo—, es el siguiente.

Fuera, en el complejo, en la calle que había detrás, una muchedumbre de ciudadanos comenzaba a reunirse. Su sonido era como una marea que avanzaba. Había habido algunas explosiones atronadoras y el rugido inconfundible de la hechicería, procedente de la dirección del Domicilio Eterno, pero todo ello había sido casi fugaz.

Tehol miró a Bicho.

—Escucha a esa turba. ¿Vamos a poder salir de aquí vivos? De verdad que no estoy de humor para un Ahogamiento. Sobre todo si es el mío.

Brys lanzó un gruñido.

—No has estado prestando atención, hermano. Eres un héroe. Quieren verte.

—¿Lo soy? Vaya, nunca imaginé que les iba a dar por ahí.

—Y no les dio —respondió Bicho con una expresión amarga—. Ormly y Rucket se han gastado una fortuna en pregoneros.

Brys sonrió.

—¿Una lección de humildad, Tehol?

—Nunca. Bicho, llévame con Janath, por favor.

Al oír eso, Brys Beddict alzó las cejas. Ah, así que esas tenemos.

Bueno.

Bien.

Un oficial superviviente de la guarnición de la ciudad se rindió formalmente a la consejera junto a la puerta occidental de Letheras, por la que en ese momento estaba entrando Tavore a la cabeza de su ejército ocupante.

Tras dejar al puño Blistig al mando de la fuerza principal, la consejera reunió a los más o menos quinientos marines supervivientes, junto con el puño Keneb y su propia tropa de caballería montada, y partió hacia el palacio imperial. Ese mal llamado «Domicilio Eterno».

Peccado, que cabalgaba detrás de Lostara Yil, había lanzado un grito cuando había aparecido el dragón sobre la ciudad, después se había reído y había aplaudido cuando al menos dos malditos y oleada tras oleada de una hechicería feroz habían puesto en fuga a la criatura.

Los pelotones de avance de la capitán Faradan Sort seguían activos, eso al menos había quedado claro como el agua. Y ya habían llegado al palacio, o al menos muy cerca. Y no estaban para tonterías.

La mayor parte de los comandantes se habrían puesto furiosos, soldados sin control provocando el caos por la ciudad, un puñado de marines mugrientos que habían vivido en el monte demasiado tiempo y que en ese momento estaban aporreando la puerta de palacio con una sed de sangre enfebrecida e impacientes por vengarse. ¿Era así como quería la capitán anunciar su conquista? ¿Los malditos idiotas dejarían algo todavía respirando en ese palacio?

¿Y qué había de ese emperador imposible de matar? Lostara Yil no creía que algo así fuese siquiera posible. Un maldito en la entrepierna de ese cabrón del trono y se va a pasar días y días dándole al pueblo. Cosa que a ella tampoco le extrañaría de Violín. Un paso dentro del salón del trono, el golpe seco de esa enorme ballesta y el sargento echándose hacia atrás de repente para intentar apartarse antes de que estallase el salón entero. Seguro que estaba encantado de matarse él también solo por darse el gusto.

Sin embargo, si bien no cabía duda de que la consejera compartía esas visiones, Tavore no había dicho nada. Ni les metió prisa a sus tropas, y no era tampoco que estuvieran en condiciones, sobre todo los marines. En su lugar, avanzaron a un ritmo medido; los ciudadanos empezaron a aparecer por las calles laterales, los callejones y las avenidas, para observarlos pasar en su marcha. Algunos incluso lanzaron algún grito de bienvenida con voces que se quebraban por el alivio.

La ciudad estaba destrozada. Disturbios, terremotos y municiones moranthianas. Lostara Yil comenzó a darse cuenta que, si algo significaba la llegada de los Cazahuesos, era la promesa de un regreso al orden, un nuevo asentamiento de la civilización, de las leyes y, por irónico que fuera, de la paz.

Pero consejera, si nos demoramos aquí demasiado, regresará. Siempre lo hace. A nadie le gusta estar bajo el talón del ocupante. Simple naturaleza humana, coger tu propia desesperación, ponerle la cara de un extranjero y dejar sueltos los mastines de la sangre.

¿Ves esos ciudadanos? ¿Esos rostros brillantes y llenos de alegría? Cualquiera de ellos, antes de mucho tiempo, podría volverse en contra. Los segadores de la violencia pueden ocultarse tras los ojos más serenos, tras la más dulce de las sonrisas.

El ritmo de la columna se fue ralentizando, cada vez iban aumentando más las multitudes ante ellos. Se elevaban y caían cánticos por algunos sitios. Palabras letherii cuyo tono estaba entre la esperanza y la insistencia.

—Consejera, ¿qué es lo que están diciendo?

—Un nombre —respondió la otra—. Bueno, dos nombres, creo. Uno al que llaman el Salvador. El otro…

—El otro… ¿qué, señor?

La consejera le lanzó a Lostara una mirada rápida y tensó la boca.

—Emperador —dijo.

¿Emperador?

—Pero yo pensaba…

—Un nuevo emperador, capitán. Por aclamación, al parecer.

Oh, ¿y nosotros no tenemos nada que decir?

Justo delante había un muro de ciudadanos que bloqueaba toda esperanza de pasar, entre ellos se movía un pequeño grupo que se iba abriendo paso hasta el frente.

La consejera alzó una mano enguantada para dar el alto.

El grupo surgió entre la turba, una mujer gordísima iba a la cabeza, seguida por un hombrecito nudoso que parecía llevar ratas en los bolsillos del manto, y después dos hombres que parecían hermanos. Ambos enjutos, uno con un uniforme de oficial y el otro vistiendo una manta raída y manchada de sangre.

Tavore desmontó y le hizo un gesto a Lostara para que hiciera lo mismo.

Las dos mujeres se aproximaron al grupo. Cuando se acercaron, la mujer gorda se hizo a un lado y con un gesto de una mano regordeta, un gesto de una elegancia sorprendente, señaló.

—Comandante —dijo—, le presento a Brys Beddict, en otro tiempo paladín del rey Ezgara Diskanar, antes de la conquista edur, ahora proclamado el Salvador. Y su hermano, Tehol Beddict, genio de las finanzas, liberador de los oprimidos, ni de lejos malo en la cama y al que, en estos momentos, proclaman nuevo emperador de Lether sus súbditos, que tanto lo quieren.

La consejera no parecía saber muy bien cómo responder.

Lostara se quedó mirando a Tehol (aunque, a decir verdad, ella preferiría dejar que sus ojos se detuvieran en Brys) y frunció el ceño al ver la asquerosa manta que lo envolvía. ¿Genio de las finanzas?

Brys Beddict se adelantó y, al igual que había hecho la mujerona, habló en la lengua de los comerciantes.

—Quisiéramos escoltarla al Domicilio Eterno, comandante, donde, según creo, encontraremos un emperador sin imperio al que será necesario expulsar. —Vaciló y añadió—: Deduzco que vienen como libertadores, comandante. Y, por consiguiente, no tienen deseos de abusar de nuestra hospitalidad.

—Con eso —dijo la consejera— quiere insinuar que no cuento con fuerzas suficientes para imponer una ocupación viable. ¿Es usted consciente, Brys Beddict, que sus tierras fronterizas orientales han sido invadidas? ¿Y que ese ejército aliado se adentra ahora en su imperio?

—¿Vienen ustedes como conquistadores, entonces? —preguntó Brys Beddict.

La consejera suspiró, se desató el yelmo y se lo quitó. Sacó la mano del guante y se la pasó por el pelo corto y húmedo de sudor.

—El Embozado nos libre —murmuró—. Ábranos paso entre estas personas, Brys Beddict. —Hizo una pausa, miró a Tehol Beddict y frunció el ceño poco a poco—. Es usted bastante tímido para ser emperador —comentó.

Tehol lo refutó con una sonrisa brillante que lo transformó por completo, y de repente Lostara se olvidó del hermano de aquel hombre y su aspecto marcial.

Espíritus de la arena, esos ojos…

—Me disculpo, comandante, admito que me he quedado un tanto desconcertado.

La consejera asintió con lentitud.

—Por esta aclamación popular, sí, imagino…

—No, no por eso. La señora dijo que yo no era ni de lejos malo en la cama. Me destroza pensar en la otra parte, la parte «de cerca»…

—Oh, Tehol —dijo la gorda—. Solo pretendía ser modesta en tu nombre.

—¿Tú, modesta, Rucket? ¡Pero si no sabes lo que significa esa palabra! Es decir, solo tengo que mirarte, y es difícil no hacerlo, si sabes a lo que me refiero.

—No.

—¡En fin! —Tehol dio unas palmadas—. ¡Ya hemos disfrutado de los fuegos artificiales y es hora de empezar el desfile!

Sirryn Kanar bajó corriendo por el pasillo, alejándose de los combates. Los puñeteros extranjeros estaban en el Domicilio Eterno masacrando a todo el mundo, nada de peticiones de rendición, nada de exigir que arrojaran las armas. Solo esos cuadrillos letales, esas espadas cortas que iban lanzando tajos por donde pasaban y esas granadas devastadoras. Sus compañeros estaban muriendo a decenas, su sangre salpicaba las paredes en otro tiempo prístinas.

Y Sirryn se juró que él no correría la misma suerte.

No matarían al canciller. Lo necesitaban y, además, era un hombre viejo. Como es obvio, desarmado, un hombre pacífico. Civilizado. Y la guardia que se encontrarían junto a él, bueno, incluso él no llevaba más que un cuchillo en el cinturón. Ni espada, ni escudo, ni yelmo, ni siquiera armadura.

Podré conservar la vida allí, justo al lado del canciller.

¿Pero dónde está?

El salón del trono estaba vacío.

El emperador está en el estadio. Ese loco idiota sigue librando sus absurdos y patéticos combates. Y el canciller estaría allí, asistiendo, testigo irónico de la estupidez babeante del último tiste edur. El último tiste edur en la ciudad. Sí.

Se apresuró a seguir, a dejar los sonidos de los combates muy atrás.

Un día de locura, ¿es que nunca iba a terminar?

El canciller Triban Gnol retrocedió un paso. Había caído en la cuenta de repente, con la fuerza de un martillazo. Rhulad Sengar no va a regresar. El emperador de las Mil Muertes… ha sufrido su última muerte.

Toblakai. Karsa Orlong, no sé lo que has hecho, no sé cómo… pero has despejado el camino.

Lo has despejado y solo por eso yo te bendigo.

Miró a su alrededor y vio que el escaso público había huido; sí, en el Domicilio Eterno se había abierto una brecha y había entrado el enemigo. Se volvió hacia el finadd que tenía más cerca.

—Varat Taun.

—¿Señor?

—Aquí hemos terminado. Reúna a sus soldados y escólteme al salón del trono, donde aguardaremos a los conquistadores.

—Sí, señor.

—Y nos llevamos a esa bruja con nosotros, quisiera saber qué ha pasado aquí. Quisiera saber por qué se ha abierto la mano con ese cuchillo. Quisiera saberlo todo.

—Sí, canciller.

El capitán hizo alarde de una gentileza sorprendente cuando detuvo a la pálida mujer; de hecho, pareció susurrarle algo que obtuvo de la bruja un asentimiento cansado. Triban Gnol entrecerró los ojos. No, no confiaba en ese nuevo finadd. Ojalá tuviera a Sirryn con él.

Mientras salían del estadio, el canciller se detuvo un instante para echar un vistazo atrás, un último vistazo a esa figura patética que yacía en la arena ensangrentada. Muerto. Está muerto de verdad.

Creo que yo casi sabía que sería Karsa Orlong. Sí, creo que lo sabía.

Sintió la tentación de regresar, de bajar a la arena, cruzar el coso y pararse ante el cuerpo de Rhulad Sengar. Y escupirle al emperador en la cara.

No hay tiempo. Un placer que tendrá que esperar.

Pero juro que terminaré haciéndolo.

Sepia les hizo un gesto para que se acercaran al cruce. Violín encabezó al resto de su pelotón y se reunieron con el zapador.

—Éste es el acceso principal —dijo Sepia—. Tiene que serlo.

Violín asintió. El pasillo estaba muy ornamentado y era de una anchura impresionante, con un techo arqueado que resplandecía recubierto de pan de oro. No había nadie.

—Bueno, ¿y dónde están los guardias, y en qué dirección está el salón del trono?

—Ni idea —respondió Sepia—. Pero yo diría que tenemos que ir por la izquierda.

—¿Por qué?

—Por nada, salvo que todos los que intentaron escapar de nosotros se dirigían más o menos hacia allí.

—Bien pensado, a menos que todos estuvieran intentando salir por la puerta de atrás. —Violín se secó el sudor de los hombros. Sí, un auténtico baño de sangre, pero él había dado rienda suelta a sus soldados a pesar de las miradas de desaprobación de Ben el Rápido. El puñetero mago supremo, menudos aires que se daba, ¿y de dónde Embozado salía toda esa magia? Rápido jamás había mostrado nada parecido. Ni de lejos.

Miró a Seto.

El mismo Seto de siempre. Ni siquiera parecía mayor que la última vez que Violín lo había visto. Dioses, no parece real. Ha vuelto. Vivo, respirando, tirándose pedos… Estiró el brazo y le dio una colleja en un lado de la cabeza.

—Eh, ¿y eso a qué vino?

—A nada, pero estoy seguro de que se me debía al menos una.

—¿Quién te salvó el pellejo en el desierto, eh? ¿Y bajo la ciudad?

—Un fantasma que no tramaba nada bueno —respondió Violín.

—Por el Embozado, esa barba blanca te hace parecer viejísimo, Viol, ¿lo sabías?

Oh, cierra el pico.

—A ver, ¿ballestas cargadas, todo el mundo? Bien. Tú delante, Sepia, pero sin correr y con cuidado, ¿estamos?

Se habían adentrado cinco pasos por el pasillo cuando una entrada algo más adelante y a su derecha se llenó de repente de figuras. Y una vez más se desató el caos.

Chapapote vio al viejo primero, al que iba en cabeza, o incluso si no lo vio primero, disparó antes que nadie. Y el cuadrillo se hundió en un lado de la cabeza del hombre, justo en el centro de la sien izquierda. Y todo salió a chorro por el otro lado.

Lo alcanzaron otros cuadrillos, por lo menos dos, que hicieron girar el cuerpo flaco pero ataviado con una bonita túnica antes de que se derrumbara.

Un puñado de guardias que habían estado acompañando al anciano se tambalearon hacia atrás, al menos dos alcanzados a conciencia, y Chapapote ya estaba avanzando, sacando la espada corta y llevando el escudo al frente. Se dio un buen topetazo contra Corabb, que estaba haciendo lo mismo, y maldijo cuando el otro se puso por delante de él.

Chapapote alzó su espada, un impulso repentino y abrumador de aporrear con toda la hoja la cabeza del malnacido… pero no, deja eso para el enemigo…

Que estaba arrojando las armas al suelo al tiempo que se retiraba por el pasillo.

—¡Por el amor del Embozado! —gritó Ben el Rápido, que tuvo que arrastrar a Chapapote para poder pasar y después apartar a Corabb de un buen empujón—. ¡Se están rindiendo, malditos seáis! ¡Dejad de masacrarlos a todos!

—¡Nos rendimos! ¡No nos matéis! —exclamó una voz de mujer en malazano en el grupo letherii.

Esa voz fue suficiente para detenerlos a todos en seco.

Chapapote giró en redondo, al igual que todos los demás, y miró a Violín.

Tras un momento, el sargento asintió.

—Hacedlos prisioneros. Pueden guiarnos hasta el puñetero salón del trono.

Sonrisas se acercó corriendo al cuerpo del anciano y empezó a quitarle los llamativos anillos.

Un oficial letherii se adelantó con las manos levantadas.

—No hay nadie en el salón del trono —dijo—. El emperador está muerto… su cuerpo está en el estadio…

—Llévanos allí, entonces —exigió Ben el Rápido con una mirada furiosa a Violín—. Quiero verlo con mis propios ojos.

El oficial asintió.

—Acabamos de venir de allí, pero muy bien.

Violín hizo un gesto con el brazo para que su pelotón siguiera adelante y después miró ceñudo a Sonrisas.

—Ya harás eso más tarde, soldado…

La mujer le enseñó los dientes como un perro sobre una presa, sacó un gran cuchillo y con dos cortes salvajes se llevó las bonitas manos del anciano.

Trull Sengar salió a la arena del estadio, los ojos clavados en el cuerpo que yacía cerca del otro extremo. El fulgor de las monedas, la cabeza inclinada hacia atrás. Comenzó a andar despacio.

Había caos en los pasillos y las cámaras del Palacio Eterno. Ya buscaría más tarde a sus padres, aunque sospechaba que no los iba a encontrar. Se habían ido con el resto de los tiste edur. De regreso al norte. De regreso a su tierra natal. A final ellos también habían abandonado a Rhulad, su hijo menor.

¿Por qué yace sin moverse? ¿Por qué no ha regresado?

Llegó junto a Rhulad y cayó de rodillas. Dejó la lanza en el suelo. Faltaba un brazo, faltaba una espada.

Estiró las manos y levantó la cabeza de su hermano. Pesada, la cara llena de marcas, tan deformada por el dolor que apenas era reconocible. La posó en su regazo.

Dos veces ya me he visto obligado a hacer esto. Con un hermano cuyo rostro, bajo mis manos, descansa demasiado quieto. Demasiado vacío de vida. No puede… ser… así.

Lo habría intentado, una última vez, un último razonamiento con su hermano pequeño, un llamamiento a todo lo que había sido una vez. Antes de todo aquello. Antes de que, con un celo absurdo pero comprensible, se apoderara de una espada en un campo de hielo.

Rhulad, después, en otro momento de debilidad, condenaría a Trull al «pelado». Muerto a los ojos de todos los tiste edur. Y lo encadenaría a una piedra para que aguardara allí una muerte lenta que iría acabando con él poco a poco. O la subida del agua.

Trull había ido, sí, para perdonarlo. Era el grito que reinaba en su corazón, un grito con el que había vivido lo que le había parecido una eternidad. Estabas herido, hermano. Tan malherido. Él te había derribado, te había tumbado, pero no estabas muerto. Él había hecho lo que tenía que hacer para poner fin a tu pesadilla. Pero tú no lo viste así. No podías.

En su lugar, viste que tus hermanos te abandonaban.

Así que ahora, hermano mío, como yo te perdono a ti, ¿querrás perdonarme tú a mí?

Por supuesto no habría respuesta. No de ese rostro, para siempre quieto, para siempre vacío. Trull había llegado demasiado tarde. Demasiado tarde para perdonar y demasiado tarde para que lo perdonaran.

Se preguntó si Seren lo había sabido, si quizá había adivinado lo que iba a encontrar allí.

Al pensar en ella sintió que se quedaba sin aliento. Oh, jamás había sabido que podía existir un amor así. Y en ese momento, incluso entre las cenizas que lo rodeaban, el futuro se desplegaba como una flor, el aroma dulcísimo.

Esto es lo que significa el amor. Por fin lo veo…

La cuchillada penetró bajo el omóplato izquierdo y le atravesó el corazón.

Los ojos muy abiertos por el dolor repentino, por el asombro repentino. Trull sintió que la cabeza de Rhulad se ladeaba en su regazo, y se deslizaba de unas manos que habían perdido toda su fuerza.

Oh, Seren, amor mío.

Oh, perdóname.

Con una mueca que mostraba los dientes, Sirryn Kanar dio un paso atrás y liberó su arma de un tirón. Un último tiste edur. Muerto, y lo había matado él. La justicia pura todavía existía en ese mundo. Había purificado el Imperio de Lether con su cuchillo y mira, ya ves la densa sangre que chorrea y se acumula alrededor de la empuñadura.

Una cuchillada en el corazón, la conclusión de su acecho silencioso por las arenas, el aliento contenido demasiado tiempo durante los últimos tres pasos. Y su bendita sombra, justo bajo sus pies… no corría el riesgo de que avanzara por delante para advertir al malnacido. Había habido un momento en el que una sombra había aleteado por la arena (tenía que ser un puñetero búho), pero el idiota no se había dado cuenta.

Desde luego que no: el sol se encontraba en su punto más alto.

Y todas las sombras se agazapaban, temblando bajo ese fiero gobernante del cielo.

Sintió el sabor del hierro en la boca, un regalo tan amargo que se regocijó con su fría dentellada. Retrocedió un paso cuando el cuerpo cayó hacia un lado y se derrumbó justo encima de esa patética lanza de salvajes.

El bárbaro muere. Como ha de ser, pues mía es la mano de la civilización.

Oyó una conmoción en el otro extremo y giró en redondo.

El cuadrillo lo alcanzó con un fuerte golpe en el hombro izquierdo, lo echó hacia atrás, donde tropezó con los dos cadáveres, se giró en su caída y aterrizó sobre el lado herido.

El dolor destelló y lo aturdió.

—No… —gimió Seto y apartó de un empujón a Koryk, que se volvió con una expresión mortificada en la cara.

—Maldito seas, Koryk —empezó decir Violín.

—No —dijo Ben el Rápido—. Tú no lo entiendes, Viol.

Koryk se encogió de hombros.

—Perdón, sargento. Es la costumbre.

Violín observó al mago seguir a Seto hacia donde los tres cuerpos estaban echados en la arena. Pero el zapador no prestaba atención al letherii ensartado, en su lugar se dejó caer de rodillas junto a uno de los tiste edur.

—¿Veis las monedas de ése? —preguntó Sepia—. Incrustadas a fuego…

—Ése era el emperador —dijo el capitán que los había llevado allí—. Rhulad Sengar. El otro edur… no lo conozco. Pero —añadió entonces— parece que vuestros amigos sí.

Sí, Violín ya se había dado cuenta, y pareció que no había más que dolor en aquel lugar. Atrapado en los últimos alientos, expresado por los alarmantes gritos de dolor de Seto, unos lamentos casi animales, muy poco propios de él. Conmocionado, Violín se volvió hacia sus soldados.

—Tomad posiciones defensivas, todos. Capitán, usted y los otros prisioneros pónganse allí, junto a ese muro, y no se muevan si quieren conservar la vida. Koryk, deja tranquila la ballesta de los cojones, ¿ya?

Violín se acercó adonde estaban sus amigos. Y estuvo a punto de retirarse otra vez cuando vio la cara de Seto, la angustia tan desnuda, tan… expuesta.

Ben el Rápido se volvió y lanzó una mirada a Violín, una advertencia de algún tipo, y después el mago se acercó al letherii caído.

Temblando, confuso, Violín siguió a Ben el Rápido. Se quedó a su lado, mirando al hombre del suelo.

—Vivirá —dijo.

Tras ellos, la voz áspera de Seto.

—No, no vivirá.

Esa voz ni siquiera parecía humana. Violín se volvió, alarmado, y vio a Seto con los ojos alzados, mirando a Ben el Rápido, como si una comunicación silenciosa se estuviera transmitiendo entre los dos hombres.

—¿Puedes hacerlo, Rápido? —preguntó entonces Seto—. Algún lugar con… con un tormento eterno. ¿Puedes hacer eso, mago? ¡Te he preguntado que si puedes hacerlo!

Ben el Rápido miró a Violín, una pregunta en sus ojos.

Ah, no, Rápido, no soy yo el que debe decirlo…

—Violín, ayúdame a decidir. Por favor.

Dioses, hasta Ben el Rápido está de duelo. ¿Quién era este guerrero?

—Eres mago supremo, Ben el Rápido. Haz lo que hay que hacer.

El mago se volvió de nuevo hacia Seto.

—El Embozado me debe una, Seto.

—¿Qué clase de respuesta es ésa?

Pero Ben el Rápido se dio la vuelta, hizo un gesto y un contorno borroso y oscuro se alzó alrededor del letherii, encerró por completo el cuerpo del hombre y se fue encogiendo como si se metiera en la arena hasta que no quedó nada. Se oyó un grito leve cuando lo que fuera que aguardaba al letherii se estiró para apoderarse de él.

El mago alargó una mano de golpe y acercó a Violín a sí, tenía el rostro pálido de rabia.

—No lo compadezcas, Viol. ¿Me entiendes? ¡Ni se te ocurra compadecerlo!

Violín sacudió la cabeza.

—Yo… no lo haré, Rápido. Ni un solo momento. Que grite para toda la eternidad. Que grite.

Un asentimiento lúgubre y Ben el Rápido lo volvió a empujar.

Seto sollozó sobre el tiste edur, sollozó como un hombre para el que toda la luz del mundo se había perdido y jamás regresaría.

Y Violín no supo qué hacer.

Mientras observaba desde un lugar invisible, el Errante retrocedió un paso, se apartó como si hubiera estado a punto de arrojarse de un acantilado.

Era lo que era.

El que desequilibraba las cosas.

Y en ese momento, en ese día (que el Abismo lo devorara entero), un hacedor de viudas.

Karsa Orlong subió por la suave pendiente de la playa y se detuvo. Estiró el brazo para coger la espada que le empalaba la pierna y rodeó con la mano la hoja en sí, justo por encima de la empuñadura. Sin hacer caso de los bordes llenos de muescas que le rebanaban la carne, tiró del arma y la liberó.

La sangre brotó de las perforaciones, pero solo por un momento. La pierna se le estaba entumeciendo, pero todavía podría utilizarla durante un rato.

Continuó avanzando sin soltar la espada maldita por la hoja y cojeó hasta el césped. Y vio, a corta distancia a su derecha, una chocita de la que salían rachas de humo.

El guerrero toblakai se dirigió hacia allí.

Llegó enfrente, dejó caer la espada de hierro, dio otro paso más, se agachó y metió una mano bajo el borde de la choza. Con un tirón brusco levantó la estructura entera y la volcó como una tortuga tirada patas arriba.

El humo ondeó y lo atrapó la brisa, que se lo llevó flotando.

Ante él, sentada con las piernas cruzadas, había una criatura antigua, encorvada y rota.

Un hombre. Un dios.

Que alzó la cabeza con los ojos entrecerrados y llenos de dolor. Esos ojos se movieron, miraron algo tras Karsa, y el guerrero se giró.

Vio que había llegado el espíritu del emperador. Joven… más joven de lo que Karsa había imaginado que era Rhulad Sengar, y con esa carne limpia, sin mácula; un hombre al que no le faltaba atractivo. Estaba echado en el suelo como sumido en un sueño dulce.

El emperador abrió los ojos de golpe y chilló.

Un grito muy breve.

Rhulad se ladeó de un empujón, se apoyó en manos y rodillas y vio, tirada no muy lejos, su espada.

—¡Cógela! —exclamó el dios Tullido—. Mi querido y joven paladín, Rhulad Sengar de los tiste edur. ¡Toma tu espada!

—No lo hagas —dijo Karsa—. Tu espíritu está aquí, es todo lo que tienes, todo lo que eres. Cuando lo mate, el olvido y la nada te llevarán.

—¡Mírale la pierna! ¡Está casi tan tullido como yo! ¡Coge la espada, Rhulad, y acaba con él!

Pero Rhulad seguía vacilando, allí, a gatas, respirando con rápidos jadeos.

El dios Tullido resolló, tosió y después habló en voz baja, como un canturreo.

—Puedes regresar, Rhulad. A tu mundo. Puedes enmendarlo. Esta vez puedes enmendarlo todo. Escúchame, Rhulad. ¡Trull está vivo! ¡Tu hermano está vivo y se dirige al Domicilio Eterno! ¡Va a buscarte! ¡Mata a este toblakai y puedes regresar con él, puedes decir todo lo que hay que decir!

»Rhulad Sengar, puedes pedirle que te perdone.

Al oír eso, la cabeza del tiste edur se alzó. Los ojos se iluminaron de repente y lo hicieron parecer tan… tan joven.

Y Karsa Orlong sintió, en su corazón, un momento de pesar.

Rhulad Sengar estiró la mano hacia la espada.

Y la otra espada, la de pedernal, bajó con un movimiento amplio que lo decapitó.

La cabeza rodó y se posó encima de la espada. El cuerpo se precipitó de lado, las piernas patalearon de forma espasmódica y fueron aquietándose a medida que la sangre brotaba del cuello abierto. En un momento, el flujo de sangre se ralentizó.

Detrás de Karsa, el dios Tullido lanzó una carcajada áspera y entrecortada.

—Te he esperado mucho tiempo, Karsa Orlong —dijo—. He trabajado tanto… para traerte a esta espada. Pues es tuya, toblakai. Ningún otro puede empuñarla como tú. Ningún otro puede soportar su maldición, puede conservar la cordura, puede seguir siendo su amo y señor. Esta arma, elegido mío, es para ti.

Karsa Orlong se enfrentó al dios Tullido.

—A mí nadie me elige. No le doy a nadie ese derecho. Soy Karsa Orlong de los teblor. Soy yo el que elige.

—Entonces elige, amigo mío. Arroja ese patético trasto de piedra que llevas. Escoge el arma hecha para ti por encima de todas las demás.

Karsa mostró los dientes.

Los ojos del dios Tullido se abrieron más por un breve instante y se inclinó hacia delante, sobre su brasero de carbones ardientes.

—Con la espada, Karsa Orlong, serás inmortal. —Agitó una mano nudosa y se abrió una puerta como una ampolla a unos pocos pasos de distancia—. Ahí lo tienes. Regresa a tu tierra natal, Karsa. Proclámate emperador de los teblor. Guía a tu pueblo para siempre jamás. Oh, el tuyo es un pueblo acosado. Solo tú puedes salvarlos, Karsa Orlong. Y con la espada, nadie puede enfrentarse a ti. Los salvarás, los llevarás a la dominación absoluta… Una campaña de «niños» masacrados como el mundo no ha visto jamás. ¡Da respuesta, toblakai! ¡Da respuesta a todos los males que tú y tu pueblo habéis sufrido! ¡Que los niños sean testigos!

Karsa Orlong se quedó mirando desde su altura al dios Tullido.

Y su mueca burlona se ensanchó por un momento, antes de darse media vuelta.

—¡No la dejes aquí! ¡Es para ti! ¡Karsa Orlong, es para ti!

Alguien subía por la arena. Un hombre ancho de grandes músculos, y tres bhok’arala de piel negra.

Karsa fue cojeando a reunirse con ellos.

Asimismo sintió el corazón martilleándole en el pecho. No esperaba… bueno, no sabía qué esperar, solo lo que se esperaba de él.

—No eres bienvenido —dijo el gigante de la cara tatuada y la pierna herida.

—No me sorprende. Pero aquí estoy de todos modos. —Los ojos de Asimismo se posaron un momento en la espada tirada en la hierba. La cabeza del tiste edur reposaba sobre ella como un regalo. El armero frunció el ceño—. Pobre muchacho, nunca comprendió…

—Yo sí —rezongó el gigante.

Asimismo alzó la cabeza y miró al guerrero. Después volvió los ojos hacia donde se agazapaba el dios Tullido antes de que su mirada regresara con el gigante.

—¿Dijiste no?

—Así lo hice.

—Bien.

—¿La cogerás ahora?

—Lo haré… para romperla en la forja donde se hizo. —Y señaló la desvencijada herrería que se distinguía a lo lejos.

—¡Dijiste que nunca se podría romper, Asimismo! —siseó el dios Tullido.

El armero se encogió de hombros.

—Siempre decimos cosas así. Es lo que paga las facturas.

El dios Tullido dejó escapar un grito horrendo que terminó en un ataque estrangulado de toses ásperas.

El gigante también estaba estudiando a Asimismo.

—¿Tú hiciste esta arma maldita? —preguntó.

—Así es.

El revés cogió a Asimismo por sorpresa y lo mandó volando hacia atrás. Cayó con un golpe seco de espaldas y se quedó mirando los giros del cielo azul… que de repente se llenó del guerrero, que lo miraba desde su altura.

—No lo vuelvas a hacer.

Y después de decir eso, el gigante se alejó.

Parpadeando bajo la luz blanca del sol, Asimismo se las arregló para girarse de lado y vio que el gigante entraba en un portal de fuego y se desvanecía, el dios Tullido chilló otra vez. El portal desapareció de golpe con un gruñido desdeñoso.

Uno de los nachts acercó su horrenda carita a Asimismo, como un gato a punto de robarle el aliento. La criatura ronroneó.

—Sí, sí —dijo Asimismo al tiempo que lo apartaba de un empujón—, coge la espada. Sí. Rompe ese maldito trasto.

El mundo giró a su alrededor y tuvo la sensación de que iba a vomitar.

—Sandalath, amor, ¿vaciaste el cubo? Pues claro que era pis, pero olía sobre todo a cerveza, ¿no? Podría habérmelo vuelto a beber, ¿sabes?

Se puso en pie como pudo, se tambaleó de un lado a otro por un instante y después estiró el brazo y, tras unos cuantos intentos, consiguió recoger la espada.

Rumbo a la herrería. No había muchas formas de romper una espada maldita. Un arma incluso peor podría hacerlo, pero en ese caso no la había. Así que de vuelta al secreto del viejo herrero. Para romper un arma orientada, tráela a casa, a la forja donde nació.

Bueno, eso sería lo que haría, y lo haría en ese mismo momento.

Al ver a los tres nachts que lo miraban desde el suelo, frunció el ceño.

—Id a vaciar de agua el puñetero bote, no estoy de humor para ahogarme a cincuenta golpes de remo de la costa.

Las criaturas cayeron unas sobre otras en su precipitación por regresar a la playa.

Asimismo caminó hasta la vieja herrería para hacer lo que había que hacer.

Tras él, el dios Tullido berreaba al cielo.

Un sonido terrible, terrible, el llanto de un dios. Algo que él no quería volver a oír jamás.

En la forja, Asimismo encontró un viejo martillo y se preparó para deshacer todo lo que había hecho. Aunque, como comprendió cuando colocó la espada en el yunque oxidado y estudió la hoja salpicada de sangre, eso era, a decir verdad, imposible.

Tras un rato, el herrero levantó el martillo. Y lo bajó con fuerza.