23

He visto el rostro de la pena.

Mira a lo lejos,

al otro lado de todos estos puentes,

de donde yo vine,

y esas arcadas, apuntaladas y curvadas,

sostienen nuestras vidas mientras regresamos

a como pensábamos entonces,

a como pensábamos que pensábamos entonces.

He visto de la pena el rostro,

pero siempre da la espalda,

y sus palabras me dejan ciego,

sus ojos me enmudecen.

No entiendo lo que me dice.

No sé si obedecer

o intentar una riada de lágrimas.

He visto su rostro.

No habla.

No llora.

No me conoce.

Pues no soy más que una piedra encajada

en el puente por el que camina.

Trova de los Abrasapuentes

—Toc el Joven

Una vez, largo tiempo atrás, Onrack el Fracturado cometió un crimen. Le había declarado su amor a una mujer moldeando su retrato en el muro de una cueva. Había tanto talento en sus manos, en sus ojos, que había unido dos almas en esa piedra. La suya… y a eso tenía derecho, podía escoger. Pero la otra alma, oh, el egoísmo de ese acto, la crueldad de ese robo…

Se encontraba ante otro muro de piedra, dentro de otra cueva, contemplando una serie de pinturas, las bestias con cada músculo definido, cada insinuación de movimiento, celebrando su veracidad, la precisión del genio. Y en medio de esas magníficas criaturas del mundo exterior, unas torpes figuritas hechas con palos que representaban a los imass hacían cabriolas en una pobre imitación de un baile. Sin vida, como exigía la ley. Allí estaba, seguía siendo el Fracturado, seguía siendo el ladrón de la vida de una mujer.

En la oscuridad de su cautiverio, mucho tiempo atrás, alguien había ido a él con manos dulces y carne rendida. Deseaba tanto creer que había sido ella, aquélla cuya alma él había robado. Pero era algo que desconocía; tan confuso se había hecho el recuerdo, tan imbuido de todo lo que su corazón deseaba creer.

E, incluso si había sido ella la que había acudido, bueno, quizá no había tenido alternativa. Aprisionada por el delito de él, impotente ante un deseo masculino que no podía desafiar. Al romperse a sí mismo, Onrack también la había destruido a ella.

Estiró el brazo y posó las yemas de los dedos en una de las imágenes. Un ranag perseguido por un ay. Bajo la luz vacilante de la antorcha, ambas bestias parecían en movimiento, los músculos se ondulaban. Para celebrar el mundo, que no se arrepentía de nada, los imass se reunían hombro con hombro en esa cueva y con sus voces marcaban el ritmo de los alientos, de los resoplidos de las bestias; mientras que otros, colocados en concavidades concretas, aporreaban con las manos tambores de madera ahuecada y piel, hasta que los ecos de las pezuñas tronaban por todos lados.

Somos los testigos. Somos los ojos atrapados para siempre fuera. Hemos sido separados del mundo. Y es lo que está en el fondo de la ley, de la prohibición. Nos creamos a nosotros mismos como entes carentes de vida, torpes, apartados. Una vez fuimos como las bestias, y no había interior, ni exterior. Solo había ése, el único mundo, del que nosotros éramos su carne, su hueso, la carne no muy diferente de las hierbas, los líquenes y los árboles. Los huesos no muy diferentes de la madera y la piedra. Éramos su sangre, en la que corrían ríos que bajaban a los lagos y los mares.

Damos voz a nuestra pena, a nuestra pérdida.

Al descubrir lo que es morir, nos han expulsado del mundo.

Al descubrir la belleza, nos convertimos en feos.

Nosotros no sufrimos como sufren las bestias, pues desde luego que sufren. Nosotros sufrimos con el recuerdo de cómo era antes de que llegara el sufrimiento, y eso profundiza la herida, eso desgarra el dolor. No hay bestia que pueda rivalizar con nuestra angustia.

Así que cantad, hermanos. Cantad, hermanas. Y a la luz de la antorcha, desprendiéndose de los muros de nuestras mentes (de las cuevas de nuestro interior), ved todas las caras de la pena. Ved a todos los que han muerto y nos han abandonado. Y cantad vuestro dolor hasta que las mismas bestias huyan.

Onrack el Fracturado sintió las lágrimas en sus mejillas y se maldijo por ser un idiota sentimental.

Tras él, Trull Sengar permaneció en silencio. Complacía sin impaciencia el capricho de un tonto imass. Onrack sabía que se limitaría a esperar, y seguiría esperando. Hasta el momento en el que Onrack despertase de sus lúgubres recuerdos y recordase una vez más los dones del presente. Y lo haría…

—Fue con gran habilidad como se pintaron a esas bestias.

El imass, todavía mirando la pared de piedra, todavía dándole la espalda al tiste edur, se encontró sonriendo. Así que, incluso aquí y ahora, me dejo llevar por fantasías bobas que, si bien consuelan, no significan nada.

—Sí, Trull Sengar. Auténtico talento. Es una habilidad que se transmite con la sangre y con cada generación existe el potencial de que… florezca. Y se convierta en lo que vemos aquí.

—¿Está el artista entre los clanes que hay aquí? ¿O éstos los pintaron hace mucho tiempo, alguna otra mano?

—El artista —dijo Onrack— es Ulshun Pral.

—¿Y es éste el talento que le ha granjeado el derecho a gobernar?

No. Nunca eso.

—Este talento —respondió el imass— es su debilidad.

—¿Mejor que tú, Onrack?

Se giró, su sonrisa se había hecho irónica.

—Veo algunos defectos. Veo insinuaciones de impaciencia. De emociones libres y salvajes como las bestias que pinta. Veo también, quizá, señales de un talento que había perdido y que no ha vuelto a descubrir todavía.

—¿Cómo se pierde un talento así?

—Al morir, solo para regresar.

—Onrack —y había un tono nuevo en la voz de Trull, una gravedad que desconcertó a Onrack—, he hablado con estos imass. Con muchos de ellos. Con el propio Ulshun. Y no creo que murieran jamás. No creo que fueran una vez t’lan imass, solo para haberlo olvidado en el sinfín de generaciones de su existencia aquí.

—Sí, dicen que están entre los que no se unieron al ritual. Pero eso no puede ser cierto, Trull Sengar. Tienen que ser fantasmas convertidos en carne y hueso por la fuerza de la voluntad, sostenidos aquí por la intemporalidad de la Puerta que hay al final de esta cueva. Amigo mío, no se conocen a sí mismos. —Y entonces hizo una pausa. ¿Puede ser verdad?

—Ulshun Pral dice que recuerda a su madre. Dice que sigue viva. Aunque no está aquí ahora mismo.

—Ulshun Pral tiene cien mil años, Trull Sengar. O más. Lo que recuerda es falso, un delirio.

—No lo creo, ya no. Creo que el misterio que hay aquí es más profundo de lo que comprende cualquiera de nosotros.

—Continuemos —dijo Onrack—. Quiero ver esa Puerta.

Y abandonaron la cámara de las bestias.

La inquietud invadía a Trull. Algo había despertado en su amigo (lo habían despertado las pinturas) y el sabor que dejaba era amargo. Había visto, en las líneas de la espalda de Onrack, en sus hombros, una especie de derrumbamiento lento. El regreso de alguna carga antigua. Y al verlo, Trull se había obligado a hablar, a romper el silencio antes de que Onrack pudiera destruirse a sí mismo.

Sí. Las pinturas. El crimen. ¿No volverás a sonreír, Onrack? No la sonrisa que me ofreciste cuando te volviste hace un momento, demasiado rota, demasiado llena de dolor, sino la sonrisa que he llegado a atesorar desde que llegamos a este reino.

—Onrack.

—¿Sí?

—¿Todavía sabemos lo que estamos esperando? Sí, se acercan amenazas. ¿Entrarán por esa Puerta? ¿O por el otro lado de las colinas que hay más allá del campamento? ¿Sabemos en verdad si estos imass están realmente amenazados?

—Prepárate, Trull Sengar. El peligro se está acercando… por todos lados.

—Quizá, entonces, deberíamos regresar con Ulshun Pral.

—Rud Elalle está con ellos. Hay tiempo todavía… para ver esta Puerta.

Un poco más tarde, llegaron al borde de la inmensa cueva que parecía carecer de límites, y los dos se detuvieron.

No una Puerta. Muchas puertas.

Y todas hervían con un fuego silencioso, salvaje.

—Onrack —dijo Trull al tiempo que se descolgaba la lanza—. Será mejor que regreses con Rud Elalle y lo avises… esto no es lo que describió.

Onrack señaló un montón central de piedras.

—Ella ha fracasado. Este reino, Trull Sengar, se está muriendo. Y cuando muera…

Ninguno habló por un momento.

—Regresaré pronto, amigo mío —dijo entonces Onrack—, para que no te enfrentes solo… a lo que pueda llegar por aquí.

—Espero con impaciencia tu compañía —respondió Trull—. Así que… date prisa.

A cuarenta y tantos pasos del campamento se alzaba una colina modesta que se extendía como si una vez hubiera sido un atolón, suponiendo que las llanuras hubieran estado en algún momento bajo el agua y eso, se dijo a sí mismo Seto, mientras se abría paso a patadas entre una cinta de arena tachonada de conchas rotas, no era tan descabellado pensarlo. Llegó a la cima alargada, posó su enorme ballesta cerca de un afloramiento de caliza blanqueada por el sol y se acercó adonde estaba Ben el Rápido, sentado con las piernas cruzadas, mirando dos colinas que había a dos mil pasos al sur.

—No estarás meditando ni nada de eso, ¿verdad?

—Si lo hubiera estado —soltó el mago, enfadado—, acabarías de arruinarlo y es muy posible que nos hubieras matado a todos.

—Cuánta pose, Rápido —dijo Seto mientras se dejaba caer en la gravilla, a su lado—. Hasta cuando te hurgas la nariz parece un puñetero ritual del Embozado, así que al final yo ya renuncio a saber cuándo puedo hablar contigo y cuándo no.

—En ese caso, no me hables nunca y así seremos felices los dos.

—Serpiente miserable.

—Roedor imberbe.

Los dos se quedaron sentados en amigable silencio durante un rato. Después, Seto estiró un brazo y cogió un fragmento de pedernal de color marrón oscuro. Miró con atención un borde serrado.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ben el Rápido.

—Reflexionar.

—Reflexionar —lo imitó Ben el Rápido meneando la cabeza de un lado a otro al ritmo de cada sílaba.

—Podría rebanarte la garganta con esto. De una sola pasada.

—Nunca nos llevamos bien, ¿verdad? Dioses, no me puedo creer cómo nos abrazamos y nos dimos palmadas en la espalda, allí en ese río…

—Arroyo.

—Abrevadero.

—Manantial.

—¿Quieres, por favor, cortarme ya la garganta, Seto?

El zapador tiró el pedernal y se sacudió las manos con enérgicas palmadas.

—¿Qué te hace estar tan seguro de que los malos van a subir por el sur?

—¿Quién dice que estoy seguro de nada?

—Así que podríamos estar aquí plantados en el sitio que no es. Mirando en la dirección equivocada. Quizá estén masacrando a todo el mundo en estos mismos instantes.

—¡Bueno, Seto, si tú no hubieras interrumpido mi meditación, quizá habría descifrado ya dónde deberíamos estar ahora mismo!

—Ah, muy buena, mago.

—Vienen del sur porque es el mejor acceso.

—Si son, ¿qué? ¿Conejos?

—No, si son dragones, Seto.

El zapador miró con los ojos entrecerrados al mago.

—Siempre hubo algo en ti que olía a soletaken, Rápido. ¿Por fin vamos a ver qué bestezuela escuálida escondes ahí dentro?

—Ésa es una forma bastante atroz de exponerlo, Seto. Y la respuesta es no.

—¿Todavía estás débil?

El mago le lanzó una mirada, los ojos brillantes y medio febriles; en otras palabras, su expresión normal.

—No. De hecho, justo lo contrario.

—¿Y cómo es eso?

—Me forcé, mucho más de lo que lo había hecho jamás. Me ha hecho más… cruel.

—No me digas.

—No te dejes llevar por la impresión, Seto.

—Yo lo único que sé —dijo el zapador, que se levantó con un gruñido— es que cuando te arrollen, solo voy a quedar yo y un suministro interminable de malditos. Por mí, de perlas.

—No me revientes el cuerpo en pedazos, Seto.

—¿Incluso si ya estás muerto?

—Sobre todo entonces, porque no lo estaré, ¿a que no? Tú solo pensarás que sí porque te conviene, ¡porque entonces puedes volverte loco con tus puñeteros malditos hasta que te encuentres plantado en un puñetero cráter del Embozado de una puñetera legua de anchura del Embozado!

El último trozo había sido una especie de chillido.

Seto siguió mirando con los ojos guiñados.

—No hace falta ponerse así —dijo con tono ofendido, se volvió y regresó con su ballesta, su amado volador. Y después dijo por lo bajo—: ¡Nos lo vamos a pasar de vicio, estoy deseando empezar!

—¡Seto!

—¿Qué?

—Viene alguien.

—¿Por dónde? —preguntó el zapador mientras colocaba un maldito en la horquilla de la ballesta.

—Ja, ja. Del sur, vejiga hinchada de pis.

—Lo sabía —dijo Seto y fue a colocarse junto al mago.

Había optado por quedarse como estaba en lugar de transformarse en su variante soletaken. Ya lo haría más tarde. Así que cruzó andando la llanura, entre las hierbas altas de la cuenca. En un risco que tenía justo delante había dos figuras. Una era un fantasma, pero quizá algo más que un simple fantasma. La otra era un mago y, sin duda, algo más que un simple mago.

Una astilla de inquietud agitó los pensamientos de Menandore. Una astilla que de inmediato quedó barrida. Si Rud Elalle había elegido a esos dos como aliados, lo aceptaría. Igual que había reclutado al tiste edur y al conocido como Onrack el Fracturado. Todo… complicaciones, pero no estaría sola a la hora de lidiar con ellos, ¿verdad?

Los dos hombres la miraron mientras subía por la suave ladera. Uno de ellos acunaba una extraña ballesta. El otro jugaba con un puñado de piedrecitas pulidas como si intentara elegir cuál era su favorita.

Son tontos. Idiotas.

Y muy pronto serán polvo los dos.

Clavó en ellos su mirada más dura mientras alcanzaba el borde de la cima.

—Sois patéticos. ¿Por qué os plantáis… sabéis quién se acerca? ¿Sabéis que vendrán del sur? Lo que significa que vosotros dos seréis lo primero que verán. Y por tanto, los primeros que matarán.

El más alto y de piel más oscura se volvió un poco y contestó.

—Aquí viene tu hijo, Menandore. Con Ulshun Pral. —El tipo frunció el ceño—. Qué andares más conocidos… Me pregunto por qué no me había dado cuenta antes.

¿Andares? ¿Andares conocidos? Está loco de remate.

—Los he llamado yo —dijo ella y se cruzó de brazos—. Debemos prepararnos para la batalla.

El más bajo lanzó un gruñido.

—No queremos compañía. Así que elige otro sitio para tus batallitas.

—Me apetece aplastarte el cráneo entre las manos —dijo Menandore.

—No funciona —murmuró el mago—. Todo vuelve a su sitio otra vez con un «pop».

El de la ballesta le dedicó una gran sonrisa.

—Os aseguro —dijo Menandore— que no tengo ninguna intención de quedarme cerca, aunque conservo la esperanza de llegar a ver vuestras horripilantes muertes.

—¿Por qué estás tan segura de que serán horripilantes? —preguntó el mago, que en ese momento estudiaba un guijarro en concreto, levantándolo hacia la luz como si fuera una especie de piedra preciosa, pero Menandore observó que no era ninguna gema. Una simple piedra, y además opaca.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

El mago la miró, cerró la mano alrededor de la piedra y se la llevó a la espalda.

—Nada. ¿Por qué? Además, te acabo de hacer una pregunta.

—¿Y estoy obligada a contestarla? —Menandore lanzó un bufido burlón.

Llegaron entonces Rud Elalle y Ulshun Pral, que se detuvieron unos pasos por detrás del mago y su compañero.

Menandore vio la expresión dura en el rostro de su hijo. ¿Podría haber visto alguna otra cosa? No. No para esto.

—Amado hijo…

—A mí me da igual el finnest —dijo Rud Elalle—. No me uniré a ti en tu lucha, madre.

Ella se lo quedó mirando, iba abriendo más los ojos a medida que se le llenaban de una rabia ardiente.

—¡Debes hacerlo! ¡No puedo enfrentarme a los dos!

—Tienes nuevos aliados —dijo Rud Elalle—. Estos dos, que ya vigilan el acceso…

—¿Estos zoquetes descerebrados? ¡Hijo mío, me envías a morir!

Rud Elalle se irguió.

—Me llevo a mis imass de aquí, madre. Son todo lo que me importa…

—¿Más que la vida de tu madre?

—¡Más que la lucha que elige mi madre! —soltó él, enfadado—. Este choque, esta disputa, no es mía. Es tuya. ¡Siempre fue tuya! ¡Yo no quiero tener nada que ver!

Menandore se retrajo un poco ante la furia de su hijo. Intento sostenerle la mirada, pero fracasó y apartó los ojos.

—Así sea —susurró—. Ve entonces, hijo mío, y llévate a los parientes que has elegido. ¡Vete!

Pero cuando Rud Elalle asintió y se volvió, su madre habló en un tono más duro que cualquier otro que se hubiera oído antes.

—Pero a él no.

Su hijo se giró en redondo y vio que su madre señalaba el imass que tenía a su lado.

Ulshun Pral.

Rud Elalle frunció el ceño.

—¿Qué? No alcanzo…

—No, hijo mío, no alcanzas. Ulshun Pral debe quedarse aquí.

—No permitiré…

Y entonces el líder de los bentract estiró una mano para contener a Rud Elalle, que estaba a solo unos momentos de transformarse en dragón para enzarzarse en combate con su propia madre.

Menandore esperó, sumida en una aparente calma, serena, aunque el corazón le palpitaba con fiereza en el pecho.

—Dice la verdad —dijo Ulshun Pral—. Debo quedarme.

—¿Pero por qué?

—Por el secreto que poseo, Rud Elalle. El secreto que todos buscan. Si voy con vosotros, todos nos perseguirán. ¿Lo comprendes? Y ahora, te lo ruego, llévate a mi pueblo de aquí, a un lugar seguro. ¡Llévatelos de aquí, Rud Elalle, y rápido!

—¿Lucharás ahora a mi lado, hijo mío? —preguntó Menandore—. ¿Para garantizar la vida de Ulshun Pral?

Pero Ulshun Pral ya estaba empujando a Rud Elalle para que se alejara.

—Haz lo que te pido —le dijo al hijo de Menandore—. No puedo morir temiendo por mi pueblo, por favor, llévatelos.

El mago habló entonces.

—Haremos todo lo posible por salvaguardarlo, Rud Elalle.

Menandore lanzó un bufido de desdén.

—¿Quieres arriesgarte? —le preguntó a su hijo.

Rud Elalle se quedó mirando al mago, después al tipo sonriente de la ballesta; Menandore advirtió que una extraña calma se deslizaba por la expresión de su hijo, y la astilla de inquietud le provocó otra punzada.

—Me arriesgaré —dijo entonces Rud Elalle, y extendió un brazo hacia Ulshun Pral. Un gesto suave, una mano que se posaba por un instante en un lado de la cara del imass. Al poco retrocedió, se dio media vuelta y echó a andar hacia el campamento.

Menandore se volvió hacia los dos hombres que quedaban.

—¡Malditos idiotas!

—Solo por eso —dijo el mago—, ya no te doy mi piedra favorita.

Seto y Ben el Rápido la observaron bajar con paso furioso la ladera.

—Qué raro —murmuró el zapador.

—A que sí.

Se quedaron callados otros cien latidos, después Seto se volvió hacia Ben el Rápido.

—Bueno, ¿qué piensas?

—Sabes exactamente lo que estoy pensando, Seto.

—Lo mismo que yo, entonces.

—Lo mismo.

—Dime algo, Rápido.

—¿Qué?

—¿Era esa de verdad tu piedra favorita?

—¿Te refieres a la que yo tenía en la mano? ¿O a la que le metí en su elegante manto blanco?

Con la piel arrugada y manchada tras milenios enterrada en turba, Sheltatha Sabiduría era un auténtico icono del atardecer. A juego con su cabello rojizo y el tono turbio de sus ojos, lucía un manto de un profundo color borgoña, pantalones ajustados negros y botas. Un chaleco tachonado de bronce le ceñía el pecho con fuerza.

A su lado (y como Sheltatha, mirando las colinas) se encontraba Sukul Ankhadu, Moteada, el jaspeado de su piel era visible en las manos y antebrazos desnudos. Sobre los hombros delgados un manto de noche letherii, igual que los que vestían las aristócratas y las mujeres de los tiste edur del imperio, aunque el suyo estaba un poco ajado.

—Pronto —dijo Sheltatha Sabiduría— este reino será polvo.

—¿Eso te complace, hermana?

—Quizá no tanto como te complace a ti, Sukul. ¿Por qué es este lugar una abominación a tus ojos?

—No siento cariño alguno por los imass. Imagínate, un pueblo que revuelve la tierra de las cuevas durante cientos de miles de años, sin construir nada. Toda su historia atrapada como recuerdos, retorcida como relatos que se cantan en rimas cada noche. Son un pueblo defectuoso. En sus almas tiene que haber un defecto, una falta. Y estos de aquí se han engañado para creer que existen de verdad.

—No todos ellos, Sukul.

Moteada hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—El mayor defecto que hay aquí, Sheltatha, se encuentra en el señor de la Muerte. Si no fuera por la indiferencia del Embozado, este reino jamás podría haber existido tanto tiempo. Me irrita semejante falta de cuidado.

—Así que —dijo Sheltatha Sabiduría con una sonrisa— apresurarás la desaparición de estos imass, aunque, con el reino muriéndose de todos modos, ya están condenados.

—No lo entiendes. La situación ha… cambiado.

—¿A qué te refieres?

—Su vanidad —dijo Sukul— los ha hecho reales. Ahora son mortales. Sangre, carne y hueso. Capaces de sangrar, de morir. Pero continúan desconociendo la extinción inminente de su mundo. Cuando los masacre, hermana, les estaré haciendo un favor.

Sheltatha Sabiduría lanzó un gruñido.

—Estoy deseando oírlos darte las gracias.

Un dragón dorado y blanco apareció ante ellas, volando bajo sobre las crestas de las colinas.

Sukul Ankhadu suspiró.

—Ya comienza.

La soletaken se deslizó por la ladera hacia ellas. Inmensa, pero todavía a cincuenta pasos de distancia, la dragona movió las alas hacia atrás, las plegó, estiró los miembros traseros y los posó en el suelo.

Un remolino desdibujado envolvió a la bestia y, un momento después, Menandore salió andando de la perturbación cargada de especias.

Sheltatha Sabiduría y Sukul Ankhadu esperaron sin decir nada, los rostros inexpresivos, mientras Menandore se acercaba y al fin se detenía a cinco pasos de ellas, los ojos en llamas moviéndose de una hermana a otra y vuelta a empezar.

—¿Todavía estamos de acuerdo, entonces? —dijo.

—Tan glorioso precedente, este momento —comentó Sheltatha Sabiduría.

Menandore frunció el ceño.

—Necesidad. Al menos deberíamos dejar eso claro. No puedo enfrentarme sola, no puedo proteger el alma de Scabandari. El finnest no puede caer en sus manos.

Un ligero respingo de Sukul.

—¿Está cerca, entonces?

—Oh, sí. He robado los ojos de uno que viaja con él. Una y otra vez. Están llegando a la última puerta y contemplan su herida, están ante el cadáver desgarrado de esa tonta de invocahuesos imass que creyó que podía sellarla con su propia alma. —Menandore esbozó una sonrisa desdeñosa—. Imaginad el descaro. ¡Starvald Demelain! ¡Las mismísimas cámaras del corazón de K’rul! ¿Esa mujer no sabía cómo lo debilitaba eso? ¿Que lo debilitaba todo?

—Así que nosotras tres matamos a Silchas Ruina —dijo Sheltatha Sabiduría—. Y luego a los imass.

—Mi hijo opta por oponerse a nosotras en ese último detalle —dijo Menandore—. Pero los imass han dejado de ser útiles. Heriremos a Rud si es lo que debemos hacer, pero no lo matamos. ¿Comprendido? Quiero vuestra palabra. Una vez más. Aquí y ahora, hermanas.

—De acuerdo —dijo Sheltatha Sabiduría.

—Sí —dijo Sukul Ankhadu—, aunque hará las cosas más difíciles.

—Habrá que vivir con eso —dijo Menandore; después se volvió—. Es hora.

—¿Ya?

—Unos patéticos mortales pretenden interponerse en nuestro camino, hay que aplastarlos antes. Y Silchas Ruina tiene aliados. Nuestro trabajo del día empieza ahora, hermanas.

Y con eso se encaminó a las colinas y comenzó a transformarse en dragón.

Tras ella, Sheltatha Sabiduría y Sukul Ankhadu intercambiaron una mirada y se separaron para darse el espacio que necesitaban.

Para transformarse en dragones.

Amanecer, Atardecer y la conocida como Moteada. Un dragón de color oro y blanco. Uno manchado de marrón y que parecía medio podrido. El último moteado, ni claro ni oscuro, sino la frágil interacción entre los dos. Soletaken con la sangre de tiam, la madre. Con alas como velas y cuello de serpiente, con garras y escamas, la sangre de los eleint.

Se alzaron al cielo sobre ráfagas de hechicería pura. Menandore encabezaba la formación en cuña. Sheltatha Sabiduría a su izquierda. Sukul Ankhadu a su derecha.

Ante ellas las colinas, que comenzaban a caer a medida que iban aupando sus inmensas masas.

Dejaron atrás las crestas, el risco antiguo de una antigua costa, y el sol captó escamas resplandecientes que se abrían entre las membranas de las alas; en el suelo, tres sombras se precipitaban sobre la hierba y la roca, sombras que enviaban a los pequeños mamíferos a escabullirse en busca de refugio, que lanzaban a los pájaros a emprender el vuelo entre chirridos y que hacían que las liebres se detuvieran en seco.

Las bestias del cielo salían de caza, y nada en el suelo estaba a salvo.

Un paisaje plano tachonado de montículos jorobados, dragones muertos, espeluznantes como túmulos rotos, de los que sobresalían huesos entretejidos de piel y tendones desecados. Las alas se partían como los restos de barcos hundidos. Cuellos retorcidos sobre el suelo, cabezas en las que la piel se había contraído, se había retirado para revelar los huecos demacrados de las cuencas de los ojos y bajo los pómulos. Enseñaban colmillos recubiertos de polvo gris como en un desafío eterno.

Seren Pedac no había creído que hubiera habido alguna vez tantos dragones. No había creído, en realidad, que esas criaturas existieran siquiera, salvo aquellos que podían crear tal forma con sus propios cuerpos, como Silchas Ruina. En un principio se preguntó si todos aquéllos eran soletaken. Por alguna razón sabía que la respuesta era «no».

Dragones de verdad, de los que Silchas Ruina, en su pavorosa forma alada, no era más que una burla. Desprovisto de majestad, de pureza.

La rotura de huesos y alas era producto del tiempo, no de la violencia. Ninguna de esas bestias había quedado tirada al llegar la muerte. Ninguna revelaba heridas abiertas. Cada una se había posado y adoptado su última postura.

«Como moscas azules en el alféizar de una ventana», había dicho Udinaas. «En el lado equivocado, intentando salir. Pero la ventana permaneció cerrada. Para ellas, quizá para todos, para todo. O… quizá no para todo». Y después había sonreído, como si la idea lo divirtiera.

Habían visto la puerta que era con toda claridad su destino, la habían visto desde muy lejos, y, de hecho, parecía que los montículos de los dragones eran más numerosos cuanto más se acercaban, apiñándose por todas partes. Los flancos del arco eran altos como torres, finos hasta el punto de resultar esqueléticos, mientras que el arco en sí parecía retorcido, como una inmensa telaraña que envolviera una rama muerta. Encerrado por esa estructura había un muro liso y gris, pero con unas vagas siluetas arremolinadas que lo atravesaban todo, hasta el otro mundo. Donde, según entendían ya sin excepción, se encontraría el alma restante de Scabandari, padre Sombra, el Traidor. Ojodesangre.

El aire sin vida a Seren Pedac le sabía mal, como si un dolor inconmensurable manchara cada aliento que se aspiraba en ese reino, una fragancia lúgubre que no se desvanecía ni siquiera después de un sinfín de milenios. La ponía enferma, minaba la fuerza de sus miembros, de su espíritu mismo. Amedrentador como era ese portal, ansiaba abrirse paso con uñas y dientes a través de esa barrera gris, sin forma. Ansiaba un fin para aquello. Para todo ello.

Había una forma, estaba convencida, tenía que haber una forma, de negociar y evitar la confrontación casi inminente. ¿No era ése su único talento, la habilidad singular que podía permitirse reconocer?

Tres zancadas por delante de ella caminaban Udinaas y Tetera, la mano diminuta de la niña acunada en la más grande y más maltratada del antiguo esclavo. La visión (que la había precedido prácticamente desde su llegada a ese desapacible lugar) era otra fuente de angustia e inquietud. ¿Él era el único capaz de olvidar todas sus pesadillas para consolar a esa niña solitaria y perdida?

Hace mucho, al comienzo de ese viaje, Tetera se había pegado a Silchas Ruina. Había sido él quien había hablado con ella a través del moribundo azath. Y había jurado proteger la floreciente vida que había llegado a ella. Y por eso la pequeña había contemplado a su benefactor con toda la adoración que se esperaría de una huérfana en tales circunstancias.

Pero ya no era así. Sí, Seren Pedac veía gestos suficientes, gestos pequeños, que subrayaban esa antigua alianza, los hilos que unían a esos dos seres tan diferentes, su lugar de nacimiento compartido, el valioso reconocimiento mutuo que era la soledad, la separación de todos los demás. Pero Silchas Ruina había… revelado más de sí mismo. Había revelado, en su fría indiferencia, una brutalidad capaz de quitarte el aliento. Bueno, ¿es que eso es muy diferente de los relatos de Tetera de cuando asesinaba gente en Letheras? ¿De cuando los desangraba y con sus cadáveres alimentaba los hambrientos y necesitados terrenos del azath?

No obstante, Tetera ya no expresaba ninguno de esos deseos. Al volver a la vida había abandonado sus viejas costumbres, se había convertido, con cada día que pasaba, cada vez más, en una simple niña. Una huérfana.

Testigo, una y otra vez, de las interminables riñas y disputas de su familia adoptiva. De las amenazas innegables, las promesas de asesinato. Sí, esto es lo que le hemos ofrecido.

Y no se puede decir que Silchas Ruina esté por encima de todo, ¿verdad?

¿Pero qué había de Udinaas? No había revelado un gran talento, ni un terrible poder. No había revelado, en realidad, más que una profunda vulnerabilidad.

Ah, y eso es lo que la atrae. Lo que él le regala cuando se cogen de la mano, la sonrisa suave que invade incluso sus ojos tristes.

Udinaas, comprendió Seren Pedac con cierta conmoción, era el único miembro del grupo que era agradable de verdad.

Ella no podía de ninguna manera incluirse como alguien con potencial siquiera para recibir sentimientos sinceros de calidez de cualquiera de los otros, no desde que había violado la mente de Udinaas. Pero incluso antes ella ya había revelado su escasez de habilidades en el terreno de la camaradería. Siempre melancólica, con eterna tendencia al abatimiento (eran el legado de todo lo que había hecho, y no había hecho) en su vida.

Abriéndose paso a patadas entre el polvo, con Clip y Silchas Ruina muy por delante de los otros, con las inmensas jorobas de los dragones muertos por todos lados, se acercaron todavía más a la imponente puerta. Temor Sengar, que había estado caminando dos zancadas por detrás de ella, a su izquierda, se colocó a su lado. Había posado la mano en la empuñadura de la espada.

—No seas tonto —le siseó ella.

El rostro masculino mostraba una expresión severa, los labios apretados.

Por delante, Clip y Silchas alcanzaron la puerta y se detuvieron. Ambos parecían haber bajado la cabeza y contemplaban una forma vaga que había en el suelo, parecía muy pequeña.

Udinaas frenó el paso cuando la niña, cuya mano sostenía, empezó a retroceder. Seren Pedac lo vio bajar la mirada y decir algo en voz muy queda.

Si Tetera respondió, fue en un susurro.

El antiguo esclavo asintió entonces y un momento después continuaron. Tetera mantuvo el paso sin aparente reticencia.

¿Qué había hecho retroceder a la cría?

¿Qué había dicho él para hacerla avanzar con tanta facilidad una vez más?

Se acercaron y Seren Pedac oyó un suspiro bajo de Temor Sengar.

—Contemplan un cuerpo —dijo.

Oh, que el Errante nos proteja.

—Corifeo —continuó el tiste edur, en voz tan baja que solo ella lo pudo escuchar.

—¿Sí?

—Debo saber… cómo elegirás.

—No tengo intención de hacerlo —le soltó ella con una irritación repentina—. ¿Hacemos juntos todo este camino solo para matarnos ahora?

Él lanzó un gruñido de diversión irónica.

—¿Tan igualados estamos?

—Entonces, si de verdad es inútil, ¿por qué intentar nada?

—¿He venido hasta aquí solo para apartarme, entonces? Corifeo, debo hacer lo que tengo que hacer. ¿Me apoyarás?

Se habían detenido a cierta distancia de los demás, reunidos alrededor del cadáver. Seren Pedac se desató la correa del yelmo, se lo quitó y se tiró del pelo grasiento.

—Corifeo —insistió Temor—, has mostrado poder, ya no eres la más débil entre nosotros. Lo que elijas podría suponer la diferencia entre que vivamos o muramos.

—Temor, ¿qué es lo que buscas en el alma de Scabandari?

—Redención —respondió él de inmediato—. Para los tiste edur.

—¿Y cómo imaginas que el alma rota, hecha trizas, de Scabandari os concederá esa redención?

—Yo la despertaré, corifeo, y juntos purgaremos Kurald Emurlahn. Expulsaremos el veneno que nos aflige. Y haremos pedazos, quizá, la espada maldita de mi hermano.

Eso es demasiado vago, idiota. Incluso si despertaras a Scabandari, ¿no podría estar a su vez esclavizado por ese veneno y su promesa de poder? ¿Y qué hay de sus propios deseos, ansias, qué hay de la venganza que buscará él también?

—Temor —dijo ella con un cansancio repentino, casi abrumador—, tu sueño es inútil.

Y lo vio estremecerse, vio el terrible retroceso en sus ojos.

Entonces le ofreció una sonrisa débil.

—Sí, deja que esto rompa tu juramento, Temor Sengar. No merezco protección, sobre todo en nombre de un hermano muerto. Confío en que lo veas ahora.

—Sí —susurró él.

Y en esa palabra había tal angustia que Seren Pedac estuvo a punto de gritar. Después se lo recriminó. ¡Era lo que quería! ¡Maldita sea! Lo que quería. Lo que necesitaba. ¡Como debe ser!

Oh, Errante bendito, cuánto daño le has hecho, Seren Pedac. Incluso a éste. Igual que a todos los demás.

Y supo entonces que no habría negociación. No habría forma de salir de lo que estaba por llegar.

Así sea. No cuentes conmigo, Temor Sengar. Ni siquiera conozco mi poder, ni el control que tengo sobre él. Así que no cuentes conmigo.

Pero haré, por ti, lo que pueda.

Una promesa, pero una promesa que no expresaría en voz alta, ya era demasiado tarde para eso. Lo vio en los ojos masculinos, que se habían hecho fríos en su rostro, endurecido de golpe.

Mejor que no espere nada, sí. De modo que, si fallase… Pero no pudo terminar ese pensamiento, no con cada palabra siguiente pintada de colores tan brillantes en su mente… pintada de cobardía.

Temor Sengar echó a andar y la dejó atrás. La corifeo vio, cuando lo siguió, que el tiste edur ya no se aferraba a su espada. De hecho, de repente parecía más flexible, más relajado, de lo que lo había visto jamás.

En ese momento no entendió lo que significaba semejante transformación. En un guerrero. En un guerrero que sabía matar.

Quizá siempre había sabido dónde terminaría ese viaje. Quizá esa primera visita en apariencia accidental había sido cualquier cosa salvo eso y a Udinaas le habían mostrado dónde lo llevaría cada una de las decisiones que tomara entretanto, tan inevitable como la marea. Y allí lo habían arrastrado las olas, al fin, detrito en el agua cargada de sedimentos.

¿Estaré pronto cenando carne de ranag? Me parece que no.

El cuerpo de la mujer imass era una visión lastimosa. Desecada, los miembros encogidos al contraerse los tendones. La mata salvaje de su cabello había crecido como raíces de un árbol muerto, las uñas de los dedos achaparrados como garras aplastadas del tono del carey. Los granates manchados que eran sus ojos se habían hundido en las cuencas, pero todavía parecían contemplar con hostilidad el cielo.

Sí, la invocahuesos. La bruja que dio su alma para restañar la herida. Tan noble este sacrificio fallido, inútil. No, mujer, por ti no lloraré. Deberías haber buscado otro modo. Deberías haber continuado con vida, entre tu tribu, guiándolos para salir de su oscura cueva de bendita ignorancia.

—El mundo que hay detrás muere —dijo Clip, que parecía casi complacido con la perspectiva. Los anillos canturreaban en los extremos de la cadena. Uno plateado, uno dorado, girando desdibujados.

Silchas Ruina miró a su compañero tiste andii.

—Clip, continúas ciego a la… necesidad.

Una sonrisa débil, burlona.

—No creas, oh Cuervo Blanco. No creas.

El guerrero albino se volvió entonces y clavó los misteriosos ojos enrojecidos en Udinaas.

—¿Ella sigue con nosotros?

La mano de Tetera se tensó en la del antiguo esclavo y él apenas fue capaz más que de apretar la de la niña para tranquilizarla.

—Calculó nuestra ubicación hace unos momentos —respondió Udinaas, lo que se ganó un siseo de Clip—. Pero ahora, no.

Silchas Ruina miró la puerta.

—Se está preparando, entonces. En el otro lado.

Udinaas se encogió de hombros.

—Imagino que sí.

Seren Pedac se removió entonces.

—¿Significa eso —preguntó— que sostiene el finnest? ¿Silchas? ¿Udinaas?

Pero Silchas Ruina negó con la cabeza.

—No. Eso no se habría tolerado. No lo habrían tolerado sus hermanas. No lo habrían tolerado los poderosos ascendientes que lo hicieron fabricar en primer lugar…

—¿Entonces por qué no están ellos aquí? —inquirió Seren—. ¿Qué te hace pensar que aceptarán que tú lo poseas, Silchas Ruina, cuando no tolerarán que Menandore lo tenga…? Porque estamos hablando de Menandore, ¿no?

Udinaas lanzó un bufido.

—No has dejado piedra sin volver en mi cerebro, ¿eh, corifeo?

Silchas no respondió a la pregunta de la mujer.

El antiguo esclavo miró a Temor Sengar y vio un guerrero a punto de entrar en batalla. Sí, así de cerca estamos, ¿verdad? Oh, Temor, no te odio. De hecho, es probable que hasta me gustes. Quizá me burle del honor que posees. Quizá desprecie este sendero que has elegido.

Como desprecié el de esta invocahuesos, y sí, edur, por las mismas razones.

Porque yo no puedo seguirlo.

Udinaas se desprendió con suavidad su mano de la de Tetera y levantó la lanza imass que llevaba atada a la espalda. Se acercó a Seren Pedac y le colocó el arma en las manos sin hacer caso de las cejas alzadas de la mujer, de la confusión que se deslizaba por su mirada.

Sí, corifeo, si vas a intentar ayudar a Temor Sengar, y yo creo que lo harás, entonces tu necesidad es mayor que la mía.

Después de todo, yo tengo intención de huir corriendo.

Silchas Ruina sacó sus dos espadas y las clavó en el suelo. Y después empezó a apretarse las hebillas y correas de su armadura.

Sí, no tiene sentido precipitarse ahí dentro sin prepararse antes, ¿no? Tendrás que moverte rápido, Silchas Ruina, ¿verdad? Muy rápido, desde luego.

Se encontró con que tenía la boca seca.

Seca como ese cadáver patético que tenía a sus pies.

Seren Pedac se aferró a su brazo.

—Udinaas —susurró.

Él se liberó el brazo con una sacudida.

—Haz lo que tengas que hacer, corifeo. —Nuestra gran misión, nuestros años de poner un pie delante del otro, todo llega ahora a su fin.

Así que aclamemos a la sangre. Saludemos como soldados la inevitabilidad.

¿Y quién, cuanto todo haya acabado, saldrá vadeando de esta marea carmesí?

Rud Elalle, hijo mío, cómo temo por ti.

Tres motas en el cielo sobre las colinas del sur. El llamado Seto se volvió en ese momento a medias y miró con los ojos guiñados a Ulshun Pral.

—Será mejor que te retires a la cueva —dijo—. No te separes de Onrack el Fracturado. Ni de Trull Sengar.

Ulshun Pral sonrió.

El hombre frunció el ceño.

—Rápido, este zoquete no entiende malazano. —Señaló hacia las rocas—. ¡Vete allí! Onrack y Trull. ¡Vete!

El más alto lanzó un bufido.

—Ya basta, Seto. Ese zoquete te entiende a la perfección.

—¿Y entonces por qué no me escucha?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Ulshun esperó un momento más y clavó en su recuerdo los rostros de esos dos hombres para que la muerte no se los llevara. Esperaba que ellos estuvieran haciendo lo mismo con él, aunque por supuesto era muy posible que no entendieran el regalo, ni siquiera que lo habían hecho.

Los imass conocían muchas verdades que se habían perdido para esos que eran, en todos los sentidos, sus hijos. Lo cual, por desgracia, no hacía superiores a los imass, pues la mayor parte de esas verdades eran desagradables y esos niños no podían defenderse contra ellas, su debilidad sería letal si las reconocían.

Por ejemplo, se recordó Ulshun Pral, él había estado esperando ese momento, comprendía todo lo que iba a suceder, todas las verdades vinculadas a lo que ocurriría. Al contrario que su pueblo, él no había sido un recuerdo fantasma. Él no había vivido incontables milenios en una bruma de autoengaño. Oh, su vida se había extendido todo ese tiempo, pero había sido solo eso, una vida. Prolongada casi hasta la inmortalidad, no por medio de ningún ritual que destruía el alma, sino a causa de ese reino. Ese reino sin muerte.

Que ya no carecía de muerte.

Echó a andar, dejó a esos dos valientes niños, y se dirigió hacia la cueva.

Podría empezar allí, bajo ese cielo vacío. Pero Ulshun Pral sabía que terminaría ante las Puertas de Starvald Demelain.

Donde una invocahuesos bentract había fracasado. No porque la herida resultase ser demasiado virulenta o demasiado inmensa, sino porque la invocahuesos no era más que un fantasma. Un alma desvaída, pálida, un ente con apenas el poder suficiente para sostenerse sola.

Ulshun Pral estaba a veinte pasos de la entrada de la cueva cuando salió Onrack el Fracturado y en el corazón de Ulshun brotó tal pozo de orgullo que las lágrimas le llenaron los ojos.

—Así que, por lo que entiendo —dijo Seto mientras encajaba el pie de la ballesta—, eso que estábamos pensando los dos significa que ninguno de los dos está muy sorprendido.

—Cedió con demasiada facilidad.

Seto asintió.

—Sí que lo hizo. Pero yo me sigo preguntando, Rápido, ¿por qué no se hizo con ese puñetero finnest hace ya mucho tiempo? ¿Por qué no se escabulló con él y lo guardó en algún lugar en el que Silchas Ruina jamás pudiera encontrarlo? ¡Respóndeme a eso!

El mago gruñó mientras se acercaba a la cima de la ladera.

—Es probable que pensara que había hecho justo lo que acabas de decir, Seto.

Seto parpadeó y después frunció el ceño.

—Ah. No se me había ocurrido.

—Porque eres un lerdo, zapador. Bueno, si esto va como yo quiero, tú no harás ninguna falta. Tenlo presente, Seto. Te lo ruego.

—Oh, tú a lo tuyo.

—Muy bien. Eso haré.

Y Ben Adaephon Delat se irguió y después, poco a poco, levantó los brazos.

Esos brazos escuálidos. Seto se echó a reír.

El mago lo miró con furia por encima de un hombro.

—¿Quieres parar de una vez?

—¡Perdona! No tenía ni idea de que fueras tan suspicaz.

Ben el Rápido maldijo, se volvió y regresó con Seto.

Y le dio un puñetazo en la nariz.

Aturdido, con los ojos llenos de lágrimas, el zapador se tambaleó hacia atrás y se llevó una mano a la cara para restañar el borbotón repentino de sangre.

—¡Me has roto la nariz, joder!

—Pues sí —respondió el mago al tiempo que sacudía una mano—. Y mira, Seto, estás sangrando.

—¿Y te extraña? Ay…

—Seto. Estás sangrando —repitió recalcando la última palabra.

Estoy… oh, dioses.

—¿Lo entiendes ya?

Y Rápido se giró, regresó caminando y volvió a adoptar la misma postura en la cima.

Seto se quedó mirando su mano llena de sangre.

—¡Mierda!

La conversación se detuvo entonces.

Porque los tres dragones ya no eran motas diminutas.

El odio que sentía Menandore por sus hermanas no era óbice para el respeto que le inspiraba el poder de las dos, y contra Silchas Ruina haría falta ese poder. Sabía que las tres juntas podían destruir al cabrón. Del todo. Cierto, una o dos de ellas quizá terminaran cayendo. Pero no Menandore. Ella tenía planes para asegurarse la supervivencia.

Ante ella, minúsculo al borde de esa elevación, un mortal solitario, el otro estaba agazapado como si estuviera aterrorizado, muy por detrás de su compañero, más valiente pero igual de estúpido, un único mortal que levantaba las manos.

Oh, mago, pensar que eso bastará.

¡Contra nosotras!

El poder retoñó en su interior y a ambos lados sintió lo mismo, una presión repentina, una promesa repentina.

Viró hacia abajo, a una altura de tres hombres de las hierbas leonadas de la cuenca. Unas sombras enormes se iban acercando, cada vez más. Y caían como granizo hacia esa ladera.

Menandore desencajó las mandíbulas.

Seto se limpió la sangre de la cara, parpadeó para aclararse la visión, maldijo su cabeza, que le palpitaba como un diablo, y levantó la ballesta. Solo por si acaso. Un caramelito para la del medio, sí.

El trío de dragonas, las alas bien abiertas, se deslizó en vuelo bajo sobre el terreno, a una altura que las pondría más o menos al nivel de la cima de ese antiguo atolón. Eran, comprendió Seto, horrorosamente grandes.

En perfecta sincronía, las tres dragonas abrieron la boca.

Y Ben el Rápido, allí en pie, como un frágil sauce ante un tsunami, desató su magia.

La propia tierra de la ladera se alzó, una palpitación que aporreó a las dragonas como puños enormes en los torsos. Los cuellos dieron un latigazo. Las cabezas se echaron atrás con un golpe seco. La hechicería explotó en esas mandíbulas, las oleadas estallaron hacia el cielo, arrojadas inútilmente al aire, donde las tres hechicerías chocaron y se retorcieron en un frenesí de destrucción mutua.

Donde había estado la ladera ya solo había nubes de polvo, tierra polvorienta, trozos de terrones todavía girando al viento, largas raíces arrastrándose como cabellos, la colina dio una sacudida cuando las dragonas, envueltas en toneladas de tierra, se estrellaron contra el suelo a cuarenta pasos de donde se encontraba Ben el Rápido.

Y hacia allí, para internarse en esa tormenta caótica de suelo y dragón, marchó el mago.

Surgían de él, como un estallido, oleadas que rodaban con el crujido de los rayos y bajaban barriendo como crestas que cargaban contra las criaturas. Y golpeaban a las bestias revolcadas con una sucesión de impactos que sacudían la colina entera. Goteaba el fuego negro, las rocas crepitaban al lanzarse al aire, donde se limitaban a hacerse pedazos y convertirse en polvo.

Oleada tras oleada desatadas por las manos del mago.

Seto se tambaleó como un borracho hasta el borde y vio una dragona, machacada de frente, arrojada de espaldas y después empujada, resbalando, dando patadas, como una avalancha de carne y hueso hasta la cuenca, abriendo surcos profundos por la llanura a medida que la fuerza la impulsaba sin descanso alguno.

Otra, cuya piel parecía en llamas, intentó alzarse en el aire.

Una nueva oleada se elevó sobre la bestia y la volvió a aplastar con un crujido de huesos partidos.

La tercera criatura, medio enterrada bajo suelo humeante, se volvió de repente y se precipitó a por la dragona que tenía al lado. Abrió las mandíbulas, la magia brotó como un desgarro y alanceó el costado de la que había sido su aliada. La carne estalló y la sangre lo roció todo en una nube negra.

Un chillido agudo, ensordecedor, el latigazo de la cabeza de la dragona golpeada cuando unas mandíbulas enormes se cerraron sobre su garganta.

Seto vio que ese cuello se desplomaba en un mar de sangre.

Más sangre se derramó de la boca abierta de la dragona caída, una puñetera fuente entera…

Ben el Rápido regresaba ladera arriba, en apariencia indiferente a la carnicería que dejaba atrás.

La tercera dragona, la expulsada hacia la cuenca, en el extremo de una pista destrozada que se extendía por la hierba como una herida, se alzó por el aire chorreando sangre y, subiendo cada vez más, viró hacia el sur y luego al este.

Las dragonas que luchaban en la base de la ladera se acuchillaban y desgarraban, pero la atacante no soltaba a su presa, herida de muerte, a la que había aferrado por el cuello la otra, y esos enormes colmillos la estaban atravesando de parte a parte. Entonces la columna crujió y se partió y, de repente, la cabeza cercenada y la garganta, de un brazo de largo, cayeron al suelo revuelto con un golpe seco y pesado. El cuerpo dio unas patadas y perforó con sus garras el bajo vientre de su asesina durante un momento más, después se hundió cuando una exhalación estalló del cuello amputado y lo salpicó todo.

Ben el Rápido llegó tambaleándose a la cima.

Seto apartó de mala gana los ojos de la escena de abajo y se quedó mirando al mago.

—Por tu aspecto se diría que el Embozado se ha limpiado el culo contigo, Rápido.

—Y así es como me siento, Seto. —Giró en redondo, el movimiento como el de un anciano—. ¡Sheltatha, qué criatura más desagradable, se volvió contra Menandore así, sin más!

—Cuando se dio cuenta de que no las ibas a dejar pasar, sí —dijo Seto—. Apostaría a que la otra va a por los imass.

—No irá más allá de Rud Elalle.

—No me extraña, la has convertido en una magulladura gigante.

En la cuenca, Sheltatha Sabiduría, el vientre desgarrado y abierto, se iba alejando muy maltrecha.

Seto contempló a la traicionera bestia.

—Sí, zapador —dijo Ben el Rápido con voz hueca—. Ahora puedes jugar tú.

Seto lanzó un gruñido.

—Pues menudo juego más corto, Rápido, leches.

—Y después te echas la siesta.

—Muy gracioso.

Seto levantó la ballesta e hizo una pausa para calibrar el ángulo. Apoyó el índice de su diestra en el gatillo. Y sonrió.

—Toma, chúpate ésta, vaca gorda con alas.

Un golpe sólido y seco cuando el maldito salió disparado y empezó a descender.

Y aterrizó dentro de la cavidad abierta en el vientre de Sheltatha Sabiduría.

La explosión mandó trozos de carne de dragón en todas direcciones. La lluvia densa, roja y pestilente se precipitó sobre Seto y Ben el Rápido. Y lo que podría haber sido una vértebra golpeó a Seto justo entre los ojos, dejándolo sin sentido al instante.

Vapuleado y a gatas por la conmoción, Ben el Rápido se quedó mirando a su amigo inconsciente y se echó a reír. Una carcajada más aguda de lo habitual.

Cuando entraron en la cueva de las pinturas, Onrack estiró una mano para detener a Ulshun Pral.

—Quédate aquí —dijo.

—Nunca es fácil —respondió Ulshun Pral, pero se detuvo no obstante.

Onrack asintió y miró las imágenes de los muros.

—Ves una y otra vez los defectos.

—Los fallos de mi mano, sí. El lenguaje de los ojos siempre es perfecto. Al reproducirlo sobre la piedra es donde se halla la debilidad.

—Éstos, Ulshun Pral, muestran pocas debilidades.

—Con todo…

—Quédate, por favor —dijo Onrack al tiempo que sacaba poco a poco la espada—. La Puerta… habrá intrusos.

—Sí.

—¿Es a ti a quien buscan?

—Sí, Onrack el Fracturado. Es a mí.

—¿Por qué?

—Porque un jaghut me dio algo, una vez, hace mucho tiempo.

—¿Un jaghut?

Ulshun Pral sonrió al ver el asombro en la cara de Onrack.

—Aquí, en este mundo —dijo—, hace mucho tiempo pusimos fin a nuestra guerra. Aquí, elegimos la paz.

—Y sin embargo, lo que te dio el jaghut ahora te pone en peligro, Ulshun Pral. Y a tus clanes.

Unos golpazos atronadores, profundos, sacudieron de pronto los muros que los rodeaban.

Onrack enseñó los dientes.

—Debo irme.

Ulshun Pral se quedó solo en la cueva con todas las pinturas que había elaborado, y ya no había luz una vez que Onrack y la antorcha que llevaba se habían ido. Mientras los tambores de magia lúgubre reverberaban por la roca que lo rodeaba, él se quedó donde estaba, inmóvil, durante una docena de latidos. Después echó a andar, tras Onrack. En dirección a la Puerta.

No había, en verdad, más elección.

Rud Elalle se había adentrado con los imass en las colinas escarpadas, habían bajado por un desfiladero estrecho y retorcido donde algún terremoto pasado había partido por la mitad una masa entera de caliza que había formado muros altos, sesgados, que flanqueaban una grieta que le atravesaba el corazón. A la entrada de ese canal, mientras Rud Elalle instaba a los últimos imass para que se metieran en el estrecho pasaje, Hostil Rator, Til’aras Benok y Gr’istanas Ish’ilm se detuvieron.

—¡Deprisa! —exclamó Rud Elalle.

Pero el jefe de clan estaba sacando con la diestra su espada de obsidiana larga como un alfanje y con la izquierda un mazo de granito con mango de hueso.

—Se acerca un enemigo —dijo Hostil Rator—. Continúa, Rud Elalle. Los tres protegeremos la entrada de este pasaje.

Oyeron un terrible trueno justo al sur del antiguo campamento.

Rud Elalle parecía perdido, sin saber qué hacer.

—No vinimos a este reino… esperando lo que hemos encontrado —dijo Hostil Rator—. Ahora somos de carne, y también lo son esos imass que tú llamas tuyos. La muerte, Rud Elalle, ha llegado. —Señaló al sur con su espada—. Una única dragona ha escapado del mago supremo. Para darte caza a ti y a los bentract. Rud Elalle, incluso como dragona, debe aterrizar aquí. Debe cambiar entonces y adoptar su otra forma para poder caminar por este pasadizo. La esperaremos aquí, nosotros tres… desconocidos.

—Puedo…

—No, Rud Elalle. Esta dragona quizá no sea el único peligro para ti y los clanes. Debes irte, debes prepararte para resistir como su último protector.

—¿Por qué… por qué hacéis esto?

—Porque nos agrada. —Porque tú nos agradas, Rud Elalle. Y también Ulshun Pral. Y los imass

Y vinimos aquí con caos en el corazón.

—Vete, Rud Elalle.

Sukul Ankhadu sabía que sus hermanas estaban muertas y, a pesar de la conmoción que engendraba comprender eso (se había hecho pedazos su plan de destruir a Silchas Ruina, de esclavizar el finnest de Scabandari y someter a esa alma desgarrada y vulnerable a una crueldad interminable), una parte de ella estaba llena de júbilo. Menandore (a quien ella y Sheltatha Sabiduría habían tenido intención de traicionar en cualquier caso) jamás volvería a ensuciar los deseos y las ambiciones de Sukul. Sheltatha, bueno, había hecho lo que había que hacer, se había vuelto contra Menandore en su momento de mayor debilidad. Y si hubiera sobrevivido, Sukul habría tenido que matar a la muy zorra ella misma.

Extraordinario, que un solitario mortal humano pudiera desatar semejante poder venenoso. No, no un simple mortal humano. Estaba convencida de que había otras cosas ocultas dentro de ese cuerpo escuálido. Si jamás se lo volvía a encontrar, Sukul conocería una vida de paz, una vida sin miedo.

Sus heridas eran, dadas las circunstancias, relativamente leves. Tenía un ala hecha pedazos, lo que la obligaba a depender casi por completo de la hechicería para mantenerse en el aire. Un surtido de arañazos y brechas, pero la hemorragia ya había menguado y las heridas se estaban cerrando.

Podía oler el hedor de los imass, podía seguir con facilidad el rastro que serpenteaba por las accidentadas colinas de allí abajo.

Rud Elalle era un auténtico hijo de Menandore. Un soletaken. Pero tan joven, tan ingenuo. Si la fuerza bruta no podía derrotarlo, lo derrotaría la perfidia. Su último acto de venganza (y traición) contra Menandore.

El rastro conducía a un canal estrecho de paredes altas, un canal que parecía llevar más abajo, quizá a unas cuevas. Ante la entrada había un claro pequeño y llano, limitado en ambos extremos por cantos rodados.

Sukul se dejó caer y ralentizó su vuelo.

Y vio, de pie ante la entrada del desfiladero, un guerrero imass.

Bien. Puedo matar. Puedo nutrirme.

Se posó en el claro, el sitio era muy estrecho, la única ala que le funcionaba tuvo que encogerse mucho, y después se transformó, retrayendo su poder hacia el interior. Hasta que se quedó allí plantada, ni a veinte pasos del imass.

Mortal. Nada más que lo que parecía.

Sukul Ankhadu se echó a reír. Se acercaría a él andando, le arrancaría las armas de piedra y le hundiría los dientes en la garganta.

Todavía riéndose, Sukul se acercó.

El mortal se preparó, y para ello se agazapó.

A diez pasos, el mortal la sorprendió. El mazo, tras dibujar un rizo solapado, salió disparado del brazo estirado del hombre.

Sukul se arrojó a un lado (si ese arma la hubiera alcanzado, le habría hecho pedazos el cráneo), y cuando el imass saltó hacia ella con la espada, ella estiró el brazo y lo cogió por la muñeca. Retorció y partió los huesos. Con la otra mano lo cogió por la garganta y lo levantó del suelo.

Y vio una sonrisa en el rostro del mortal cuando le aplastó la garganta.

Detrás de ella, dos invocahuesos se transformaron en bestias idénticas (osos de patas largas, con colas vestigiales, recubiertos de denso pelo castaño y negro, con los morros aplastados, los hombros a la altura de un tiste) que surgieron del refugio de los cantos rodados y, cuando murió Hostil Rator, los soletaken se abalanzaron a la carga.

Y se estrellaron contra Sukul Ankhadu, uno por la izquierda, el otro por la derecha. Unas garras enormes la acuchillaron, unas inmensas patas delanteras la rodearon y unas mandíbulas bien abiertas la desgarraron.

Los caninos inferiores se hundieron bajo la mandíbula, por la izquierda, los caninos superiores perforaron carne y hueso y, cuando la bestia azotó la cabeza hacia un lado, la mandíbula inferior de Sukul, el pómulo izquierdo y el hueso temporal, todo fue detrás.

La segunda bestia le atravesó la parte superior del brazo derecho cuando cerró las mandíbulas alrededor del torso de Sukul y atrapó un bocado entero de costillas aplastadas y pulmón destrozado.

Cuando el terrible dolor y la presión se desprendieron de repente de su cabeza, Sukul se dio la vuelta. El brazo izquierdo, el único que todavía tenía acoplado al cuerpo, había estado sujetando al guerrero y al liberar al imass moribundo desplazó ese brazo hacia atrás y le asestó un revés al oso gigante en un lado de la cabeza. Y con ese impacto liberó una oleada de poder.

La cabeza de la bestia estalló en una masa de fragmentos de hueso, cerebro y dientes.

Cuando la cabeza cayó, Sukul Ankhadu intentó retorcerse otra vez para alcanzar el morro de la segunda bestia.

Ésta se echó hacia atrás con una sacudida y desgarró costillas y pulmón.

Sukul giró en redondo y metió la mano entre las clavículas de la criatura. Penetró en la gruesa piel, en un mar de chorros de sangre y carne blanda, los dedos se cerraron alrededor de la tráquea irregular…

Una zarpa con garras la golpeó en un lado de la cabeza, el mismo lado que ya había malherido la primera bestia, y donde había estado el hueso temporal, la masa cerebral salió a chorro con el impacto. Las garras atraparon más hueso y cartílago duro y hurgaron en la parte anterior del cerebro al salir.

El movimiento arrancó la parte superior delantera de la cabeza de Sukul y el resto de la cara, derramando sesos por el espacio abierto.

En ese momento, la otra zarpa aporreó lo que quedaba del otro lado. Cuando hubo completado su paso, todo lo que quedaba era una sección del hueso occipital enganchado a un trozo de cuero cabelludo que aleteaba, colgando de la nuca.

Las rodillas de Sukul Ankhadu cedieron. Su mano izquierda salió de la herida de la garganta de la segunda bestia con una especie de sollozo.

Podría haberse quedado de rodillas, equilibrada por la repentina ausencia de peso alguno sobre los hombros, pero entonces la criatura que al fin la había matado se precipitó hacia delante y su enorme peso la aplastó contra el suelo. El soletaken, que en otro tiempo había sido Til’aras Benok, se fue asfixiando poco a poco con la tráquea aplastada.

Unos momentos después, el único sonido que surgía en aquel modesto claro era el gorgoteo de la sangre.

Trull Sengar oyó los ecos apagados de la hechicería y temió por sus amigos. Algo estaba intentando llegar a ese lugar y si ese ente (o entes) conseguía dejar atrás a Seto y Ben el Rápido, Trull se encontraría una vez más con casi todo en contra. Incluso con Onrack a su lado…

No obstante, mantuvo la mirada puesta en las puertas. Las llamas silenciosas se alzaban y decaían dentro de los portales, cada una con su propio ritmo, cada una teñida de un tono diferente. El aire estaba cargado. Las chispas de estática crujían en el polvo que había empezado a arremolinarse y alzarse del suelo de piedra.

Oyó un ruido tras él y se volvió. Lo invadió el alivio.

—Onrack…

—Buscan a Ulshun Pral —respondió su amigo al salir de la boca del túnel, dos pasos, tres, antes de detenerse—. Estás demasiado cerca de esas puertas, amigo mío. Ven…

No llegó a decir más.

Los fuegos de una de las puertas se apagaron con un guiño y del interior del portal oscuro surgieron, súbitamente, unas figuras.

Dos zancadas por detrás de Silchas Ruina, Seren Pedac fue la siguiente en cruzar el umbral. No supo lo que la empujó a pasar de golpe por delante de Temor Sengar, y no le atribuyó especial importancia a que Clip se quedara atrás. Un extraño tirón se apoderó de su alma, un ansia repentina, insoportable, que arrolló su miedo creciente. De repente, la lanza de piedra que sostenía en las manos le pareció tan ligera como un junco.

Oscuridad, un destello momentáneo, como una luz lejana, y se encontró pisando piedra granulosa.

Una cueva. A ambos lados, los buches furiosos de más puertas que lo inundaban todo de luz.

Silchas Ruina se detuvo delante de ella y sus espadas salieron con un siseo de las vainas. Había alguien de pie delante de él, pero en ese momento la visión de Seren Pedac estaba bloqueada por el Cuervo Blanco.

Vio un guerrero salvaje en pie, más atrás, y tras él, una silueta solitaria a la entrada de un túnel.

Temor Sengar apareció a su izquierda.

Seren dio otro paso para rodear a Silchas Ruina, para ver quién había hecho detenerse al tiste andii albino.

Y en ese mismo instante comenzó el terror.

En el rostro de Temor Sengar una expresión de profundo horror cuando pasó como una exhalación junto a Seren Pedac. Con un cuchillo en la mano alzada. La hoja bajando con un destello hacia la espalda de Silchas Ruina.

Y entonces cesó todo movimiento de Temor. El brazo del cuchillo se agitó y acuchilló el aire cuando Silchas Ruina (como si no fuera en absoluto consciente del ataque) daba un único paso adelante.

Un terrible gorgoteo surgió de Temor Sengar.

Seren Pedac se giró en redondo y vio a Clip justo detrás de Temor. Vio que la cadena que había entre las manos de Clip se deslizaba casi sin esfuerzo por la garganta de Temor Sengar. La sangre salió disparada.

Más allá de Clip, Udinaas, con Tetera sujeta con fuerza entre sus brazos, intentaba huir; una sombra brotó bajo él, se enroscó alrededor de sus miembros inferiores y arrastró al letherii al suelo de piedra, donde Marchito se arremolinó sobre Udinaas.

Clip soltó un extremo de la cadena y de un latigazo la desprendió de la garganta de Temor Sengar. Con los ojos fijos, una expresión de fiero propósito clavada en la cara, la cabeza del tiste edur se encorvó hacia atrás y reveló una brecha que le llegaba hasta la columna. Cuando Temor Sengar cayó, Clip se deslizó como un contorno borroso y letal hacia Udinaas.

Paralizada por la conmoción, Seren Pedac se quedó allí clavada. No podía creerlo, un grito de negación desgarrado le atravesaba la garganta como un cuchillo.

Las espadas de Silchas Ruina cantaban enzarzadas en una batalla letal con quien fuera que se encontraba frente a él. Impactos secos, hojas que eran desviadas a una velocidad imposible.

Marchito había envuelto con unas manos de sombra el cuello de Udinaas y estaba asfixiando al antiguo esclavo.

Tetera se liberó de un tirón y se giró para aporrear con sus manos diminutas al espectro.

Y en ese mismo instante, una voluntad feroz brotó del interior de Seren Pedac. La voluntad de matar. Y se abalanzó como una jabalina contra Marchito.

El espectro estalló en jirones cuando llegó Clip, que se quedó por encima de Udinaas y bajó una mano para agarrar por la túnica, entre los omóplatos, a Tetera.

Clip arrojó a la chiquilla al suelo. La pequeña chocó, resbaló y rodó como un montón de trapos.

Con puñetazos concentrados de Mockra, Seren Pedac aporreó a Clip y lo hizo alejarse tambaleándose. Le saltó sangre de la nariz, la boca y los oídos. Después se giró de golpe y una mano salió disparada.

Algo sacudió a Seren Pedac en la parte superior del hombro izquierdo. Una agonía repentina irradió del punto de impacto y toda la concentración de la mujer se desvaneció bajo esas oleadas abrumadoras. Bajó la vista y vio una daga hundida hasta la empuñadura, y se la quedó mirando sin poder creérselo.

No hubo tiempo para pensar. A Trull Sengar no le quedó más que realidades que debía admitir. Una, luego otra, llegaban en oleadas que lo dejaban aturdido.

De la puerta surgió una aparición, y Trull Sengar se había encontrado ante ésa antes, mucho tiempo atrás, durante una noche en la que había velado a un pariente caído. Fantasma de la oscuridad. El Traidor. Ya no carecía de armas, como había carecido aquella primera vez. Ya no estaba medio podrido, pero los carbones de esos ojos aterradores permanecían encendidos, clavados en él con una familiaridad brillante.

Y en voz muy baja, casi un susurro, el Traidor habló.

—Por supuesto que eres tú. Pero esta batalla no es…

Y en ese momento Trull Sengar vio a su hermano. Temor, el dios de su niñez, el desconocido de sus últimos días entre los tiste edur. Temor, que se encontró con los ojos muy abiertos de Trull. Que vio la batalla a punto de comenzar. Que comprendió… y entonces apareció un cuchillo en su mano y, cuando se abalanzó para apuñalar al Traidor por la espalda, Trull leyó en el rostro de su hermano (en un instante) toda la medida de la conciencia repentina de sí mismo de Temor, la amarga ironía, la verdad de generaciones pasadas que regresaba una vez más, una última vez. Silchas Ruina, un cuchillo edur buscándole la espalda.

Cuando Temor sufrió un tirón que lo echó hacia atrás, cuando su garganta se abrió de par en par, Trull Sengar sintió que su mente, que su alma, se desvastaba, se inundaba de una furia incandescente, y comenzó a adelantarse, la punta de su lanza buscando al asesino de su hermano…

Y el Traidor venía de camino.

Una cuchillada abrió la piel del Traidor por la base de la garganta, la punta resbaló por una clavícula; y entonces un empujón que perforó el músculo del hombro izquierdo de la aparición.

Y de inmediato las espadas del Traidor tejieron una madeja de hierro cantarín, desviaban cada estocada rápida y certera de la lanza y cada barrido también. Y sin más, el avance de Trull Sengar se atascó, y el otro empezó a llevarlo hacia atrás con unas espadas que aporreaban el mango de su lanza, que iban arrancando las capas de bronce y empezaban a astillar la madera.

Y Trull Sengar reconoció, allí, ante él, su propia muerte.

Onrack el Fracturado vio que fracasaba el ataque de su amigo, vio que la lucha daba un vuelco radical y vio que Trull Sengar estaba condenado a caer.

Y sin embargo no se movió. No pudo.

Sintió que su corazón se partía en mil pedazos, pues el hombre que estaba detrás de él (el imass, Ulshun Pral) era, Onrack lo supo al instante, de su propia sangre. Una revelación, la suma de un millar de sensaciones misteriosas, de instintos, los ecos de gestos, la propia postura de Ulshun Pral, su modo de caminar, y el talento de los ojos y las manos; era, oh, era…

La lanza de Trull Sengar estalló en las manos del guerrero. Una espada lanzó un latigazo…

El golpe en el hombro había hecho caer de rodillas a Seren Pedac y la había tirado de lado, y descubrió entonces, allí, ante Silchas Ruina, a Trull Sengar.

Clip, la sangre chorreándole por la cara, se había dado la vuelta otra vez para perseguir a Udinaas, que se arrastraba en su intento por llegar hasta Tetera.

Y ante ella se alzó una elección.

Trull.

O Udinaas.

Pero, por desgracia, a Seren Pedac nunca se le había dado muy bien elegir.

Con las manos mandó la lanza de piedra resbalando hacia Trull Sengar, al tiempo que el arma de éste se hacía mil pedazos. Y, tras arrancarse la daga del hombro, renovó su asalto de Mockra contra Clip, haciendo que el malnacido se tambaleara una vez más.

Cuando el arma giró para alcanzar a Trull en un lado de la cabeza, el tiste edur se dejó caer y rodó para eludir la segunda arma que caía sobre él. No fue lo bastante rápido. El borde se le clavó con fuerza en la cadera derecha y se hincó en el hueso sólido.

Trull se apoderó del antebrazo del Traidor, tiró y retorció al mismo tiempo (el dolor cuando intentó atrapar esa espada incrustada lo cegó por un momento y llenó su cráneo de un fuego incandescente). Y contra la otra arma nada podía hacer…

Pero el Traidor dio un pequeño tirón que lo desequilibró, echó un pie a un lado para enderezarse y pisó el asta de la lanza de piedra que en ese momento rodaba bajo su peso.

Y al suelo se fue.

Trull vio la lanza y se estiró hacia ella. Envolvió el asta con las dos manos y, todavía echado de lado, una de las espadas cantarinas sujetas bajo su cuerpo (el brazo del Traidor extendido mientras intentaba mantenerla aferrada), el edur empujó el extremo romo de la lanza contra el estómago de su oponente.

Y le arrancó todo el aire de los pulmones.

Se abalanzó hacia atrás, rodó y la espada que tenía Trull debajo cayó de golpe cuando la mano del Traidor la soltó sin querer. Y su oponente dio un golpazo con la mano al arma para sacársela del hueso de la cadera.

El fuego incandescente permanecía en su mente, pero se obligó a ponerse de rodillas y luego en pie. La pierna bajo la herida se negó a obedecerle y él gruñó con una rabia repentina y se esforzó por enderezarse. Después, arrastrando la pierna, fue cercando al Traidor…

Seren Pedac (todos sus esfuerzos por incinerar el cerebro de Clip estaban fracasando) se encogió cuando el, en ese momento, sonriente tiste andii abandonó la persecución de Udinaas, se giró y se avalanzó sobre ella con cuchillo y estoque. Dientes carmesíes, vetas carmesíes que brotaban de sus ojos como lágrimas…

En ese momento, por imposible que fuera, Trull Sengar hirió a Silchas Ruina, tiró de espaldas al Cuervo Blanco, cuya cabeza cayó hacia atrás y se estrelló contra el suelo, lo que lo aturdió.

Y Clip se volvió, lo vio y salió disparado como una bruma baja hacia Trull.

Al tiste lo recibió una lanza que salió disparada. Clip la esquivó en el último instante, había sorpresa en sus rasgos, y se detuvo con un resbalón antes de verse, de repente, luchando por su vida.

Contra un tiste edur tullido.

Que lo hizo retroceder un paso.

Y luego otro.

Las heridas brotaron en Clip. El brazo izquierdo. En las costillas, por el lado derecho. Le abrieron el pómulo derecho.

En un ataque fortuito, que cambió a una velocidad aterradora, Trull Sengar invirtió la lanza y el asta de piedra se estrelló con un fuerte crujido contra el antebrazo derecho de Clip, que se rompió. Otro crujido dislocó el hombro derecho y el cuchillo salió dando vueltas. Tercer golpe, ése en la parte superior del muslo izquierdo, lo bastante fuerte como para astillarle el fémur. Un último impacto contra la sien izquierda de Clip, un chorro de sangre, la cabeza meciéndose hacia un lado, el cuerpo derrumbándose bajo ella. El estoque cayendo con un tintineo de la mano inerte.

Y Trull se volvió entonces en redondo otra vez hacia Silchas Ruina…

Pero le falló la pierna herida y cayó… Seren oyó su maldición como una réplica áspera…

El tiste andii de piel blanca avanzó hacia donde se encontraba Onrack. La espada solitaria de su mano derecha aulló cuando la preparó.

—Hazte a un lado, imass —dijo—. El que tiene detrás es mío.

Onrack negó con la cabeza. Es mío. ¡Mío!

Fue obvio que el tiste andii vio la negativa de Onrack en la cara del guerrero imass, porque de repente gruñó (un sonido de impaciencia salvaje) y atacó de golpe con la mano izquierda.

La hechicería se estrelló como un martillo contra Onrack. Lo levantó del suelo y lo lanzó por el aire antes de arrojarlo violentamente contra un muro de piedra.

Y cuando cayó contra el suelo duro, un único pensamiento flotó por su mente antes de que se lo llevara la inconsciencia: Otra vez no.

Trull Sengar, tirado en el suelo, impotente, gritó al ver a Onrack envuelto en magia y volando por los aires. Luchó por ponerse en pie, pero la pierna era un peso muerto y empezó a dejar un denso rastro de sangre al arrastrarse hacia Silchas Ruina.

Y entonces había alguien arrodillado a su lado. Unas manos blandas en uno de sus hombros…

—Para —murmuró una voz de mujer—. Para, Trull Sengar. Es demasiado tarde.

Udinaas luchaba por respirar. Las manos indefinidas de Marchito le habían aplastado algo en la garganta. Sintió que se debilitaba, la oscuridad se cernía por todos lados.

Había fracasado.

Incluso sabiéndolo, había fracasado.

Ésta es la verdad de los antiguos esclavos, porque hasta esa expresión es mentira. La esclavitud se asienta en el alma. Mi amo ahora es nada menos que el propio fracaso.

Se instó a permanecer consciente y levantó la cabeza. Mete el aire dentro, maldito seas. Alza la cabeza, fracasa si hace falta, pero no te mueras. Todavía no. ¡Levanta la cabeza!

Y mira.

Silchas Ruina envainó la espada que le quedaba y se acercó a Ulshun Pral.

Y lo agarró por la garganta.

Una voz queda de mujer habló a su izquierda.

—Haz daño a mi hijo, tiste andii, y no abandonarás este lugar.

Se volvió y vio a una mujer, una imass, vestida con la piel de una pantera. Estaba de pie junto a la forma postrada del guerrero que él acababa de arrojar al suelo.

—Que este vive —dijo ella con un gesto que señalaba al imass que permanecía junto a sus pies desnudos— es la única razón por la que no te he destrozado ya.

La mujer era invocahuesos y la mirada de sus ojos felinos era una promesa oscura.

Silchas Ruina soltó al imass que tenía delante, bajó la mano y liberó con un gesto hábil una daga de pedernal.

—Esto —dijo— es todo lo que necesito. —Y en cuanto sostuvo la primitiva arma en la mano, supo que había dicho la verdad.

Se apartó sin que sus ojos abandonaran los de la mujer.

Ésta no se movió.

Satisfecho, Silchas Ruina se dio la vuelta.

Seren, arrodillada junto a Trull Sengar, observó al Cuervo Blanco acercarse a donde Tetera estaba sentada en el suelo de piedra. Bajó la mano libre para cogerla.

Un rebujo de túnica, un tirón repentino que levantó a la niña por el aire, después la volvió a bajar, sin ninguna consideración, y la arrojó de espaldas. La cabeza infantil crujió contra la piedra al tiempo que el tiste andii le hundía el cuchillo de pedernal en el centro del pecho.

Las piernecitas comenzaron a patalear, al poco se quedaron quietas.

Silchas Ruina se irguió poco a poco. Dio un paso atrás.

Udinaas volvió la cabeza, su visión se llenó de lágrimas. Por supuesto, la niña lo sabía, igual que lo había sabido él. Tetera era, después de todo, la última creación desesperada de un azath.

Y allí, en ese lugar brutal, la habían unido a un finnest.

Oyó que Seren Pedac gritaba. Miró una vez más y parpadeó para aclararse los ojos.

Silchas Ruina había retrocedido hacia una de las puertas.

Donde Tetera yacía, el mango envuelto en cuero del cuchillo de pedernal sobresaliendo de su pecho, el aire había comenzado a arremolinarse y la oscuridad se condensaba. Y el cuerpecito se agitaba con sacudidas intermitentes, un lento retorcimiento de miembros a medida que las raíces iban saliendo como serpientes y hundían los zarcillos en la propia piedra. La roca siseó, humeó.

Silchas Ruina se quedó mirando un momento más, al cabo dio media vuelta, recogió su segunda espada, la envainó, se metió por una puerta y desapareció.

Con la respiración menos forzada, Udinaas se giró y buscó el cuerpo de Clip, pero al malnacido no estaba. Un rastro de sangre llevaba a una de las puertas. Tiene sentido. Pero oh, vi a Trull Sengar, lo vi enfrentarse a ti, Clip. Tú, mirando burlón esa arma miserable, la lanza humilde. Lo vi, Clip.

La nube oscura que rodeaba el cuerpo de Tetera había retoñado y crecido. Cimientos de piedra, raíces negras, el goteo del agua extendiéndose en una mancha.

Un azath para albergar para siempre el alma de Scabandari. Silchas Ruina, te has vengado. Tu intercambio perfecto.

Y porque no podía evitarlo, Udinaas bajó la cabeza y comenzó a llorar.

De algún modo, Trull Sengar se puso en pie. Aunque sin Seren Pedac a su lado, sosteniendo buena parte de su peso, y sin la lanza en la que se apoyaba, la corifeo sabía que habría sido imposible.

—Por favor —le dijo Trull—, mi hermano.

Ella asintió, hizo una mueca al sentir que la herida en su hombro volvía a sangrar, y empezó a ayudarlo a cruzar cojeando hasta donde estaba tirado el cuerpo de Temor Sengar, casi a los pies de la ya oscurecida puerta.

—¿Qué he de hacer? —preguntó Trull, de repente vacilante y mirando hacia donde se encontraba la mujer achaparrada que vestía la piel de una pantera. Ella y el imass que había llevado el finnest estaban agachados junto a la forma de un tercer imass, un guerrero. La mujer acunaba la cabeza del guerrero muerto o inconsciente—. Onrack… mi amigo…

—Los parientes primero —dijo Seren Pedac. Alzó la voz y se dirigió a los imass—. ¿Vive el caído?

—Sí —respondió el guerrero—. Mi padre vive.

El llanto estalló en Trull Sengar y se hundió contra ella. Seren se tambaleó bajo su peso un momento, después se irguió.

—Ven, mi amor.

Eso captó la atención de Trull como, quizá, nada más lo haría. Buscó algo en su rostro, en sus ojos.

—Debemos regresar a mi casa —dijo Seren, el pavor le arañaba el corazón. Otro, después de todo lo que les he hecho a aquellos que estuvieron antes que él. Que el Errante me perdone. Otro—. Llevo una espada —añadió—. Y querría enterrarla en el umbral. —¿Y he de arrodillarme entonces, con tierra en las manos, y taparme los ojos? ¿He de llorar de pena por lo que está por venir? ¿Por todo lo que te provocaré, Trull Sengar? Mis cargas…

—He soñado con que dijeras eso, Seren Pedac.

Ella cerró los ojos durante un largo instante y asintió.

Echaron a andar de nuevo y cuando llegaron junto a Temor Sengar, Seren dejó que Trull se acomodara en el suelo; el tiste edur dejó la lanza y estiró el brazo para tocar el rostro inerte, ceniciento, de su hermano.

No muy lejos, Udinaas (el rostro bañado en lágrimas) habló con voz dura y áspera.

—Te saludo, Trull Sengar. Y debo decirte… que tu hermano, Temor… murió como lo haría un héroe.

Trull levantó la cabeza y se quedó mirando al letherii.

—Udinaas. Te equivocas. Mi hermano intentaba… una traición.

—No. Te vio, Trull, y sabía lo que pretendía Silchas Ruina. Sabía que tú nunca podrías enfrentarte al Cuervo Blanco. ¿Me entiendes? Te vio.

—¿Sirve eso de algo? —soltó de repente Seren Pedac.

Udinaas mostró unos dientes manchados de sangre.

—Siendo la única alternativa la «traición», corifeo, entonces sí. Trull, yo… lo siento. Y sin embargo… Temor, estoy orgulloso de él. Orgulloso de haberlo conocido.

Y Seren vio asentir a su amado, y después esbozar una especie de sonrisa llena de pena que le dedicó al antiguo esclavo.

—Te lo agradezco, Udinaas. Tu viaje, el viaje de todos, vuestro viaje debe de haber sido largo. Difícil. —La miró a ella y de nuevo a Udinaas—. Por permanecer junto a mi hermano, os lo agradezco a los dos.

Oh, Trull, ojalá nunca sepas la verdad.

Onrack el Fracturado abrió los ojos a un antiguo sueño, y esa ilusión se retorció como un cuchillo en su alma. No hay olvido, entonces. Se me niega la paz. En su lugar, mis crímenes regresan. Para perseguirme.

Y sin embargo… Ulshun Pral…

Un antiguo sueño, sí, y cerniéndose un poco más allá, un sueño mucho más joven, un sueño que él ni siquiera había sabido que existía. El ritual de Tellann les había robado a tantos hombres de los imass la opción de internarse en el futuro, la creación de hijos, hijas, ese enraizar de la vida en el suelo que continuaba viviendo.

Sí, ése había sido sin duda un sueño…

Kilava Onass frunció el ceño de repente.

—Clavas los ojos, Onrack, con toda la inteligencia de un bhederin. ¿Has perdido el seso?

Los sueños no regañaban, ¿verdad?

—Ah —dijo ella entonces, con un asentimiento—, ahora te veo como antaño, veo el pánico que siempre llena los ojos de un hombre cuando todo lo que ha ansiado está de repente a su alcance. Pero has de saber una cosa, yo también he ansiado y yo también siento ahora… pánico. Amar en ausencia es flotar en aguas siempre quietas. No hay corrientes repentinas. No hay mareas traicioneras. No hay posibilidad de ahogarse. Tú y yo, Onrack, hemos flotado así durante mucho tiempo.

Él se la quedó mirando, sí, estaba echado sobre piedra dura. En la cueva de las puertas.

Entonces Kilava sonrió y al hacerlo reveló esos caninos letales.

—Pero yo tuve mejor suerte, creo. Pues me hiciste un regalo, fruto de esa única noche. Me diste a Ulshun Pral. Y cuando encontré este… esta ilusión, encontré para nuestro hijo un hogar, un refugio.

—Este reino… muere —dijo Onrack—. ¿Somos ahora ilusiones todos?

Kilava sacudió la cabeza y su espléndido cabello negro rieló.

—Gothos le dio a nuestro hijo el finnest. En cuanto al resto, bueno, tu hijo me lo ha explicado. El tiste andii de piel blanca, Silchas Ruina, trajo la semilla de un azath, una semilla bajo el disfraz de una niña. Para aceptar el finnest, para usar su poder para crecer. Onrack, pronto estas puertas quedarán selladas, todas y cada una introducidas en la Casa, en una torre achaparrada y tosca. Y este reino, con una Casa Azath aquí, este reino ya no vaga, ya no se desvanece. Está enraizado y así permanecerá.

—Gothos dijo que Silchas Ruina vendría un día a por el finnest —dijo tras ella Ulshun Pral—. Gothos pensaba que eso tenía… gracia. Los jaghut —apostilló— son raros.

—Para alcanzar la libertad —añadió Kilava Onass—. Silchas Ruina hizo un trato con un azath, un azath que se estaba muriendo. Ha hecho lo que se le pidió. Y el azath renace.

—Entonces… no nos hacía falta luchar.

Kilava frunció el ceño.

—Jamás confíes en un tiste andii. —Sus ojos luminosos se apartaron apenas un instante—. Parece que había otros… asuntos.

Pero Onrack no estaba listo para pensar en eso. Continuaba con los ojos clavados en Kilava Onass.

—Tú, entonces, esa noche, en la oscuridad…

El ceño femenino se profundizó.

—¿Siempre fuiste tan corto? No lo recuerdo… por los espíritus, mi pánico empeora. Pues claro que era yo. Me vinculaste a la piedra, con los ojos y las manos. Con tu amor, Onrack. El tuyo era un deseo prohibido e hirió a muchos. Pero no a mí. Yo solo sabía que debía responder. Debía dejar que mi corazón hablara. —Le posó una mano en el pecho—. Como habla ahora el tuyo. Eres de carne y hueso, Onrack. El ritual ha liberado tu alma. Dime, ¿qué buscas?

Él le sostuvo la mirada con la suya.

—Ya lo he encontrado —dijo.

Cada hueso del cuerpo le dolía cuando decidió levantarse. De inmediato, su mirada se vio arrastrada al lugar donde había visto por última vez a Trull Sengar y, al ver a su amigo, un pavor creciente quedó barrido de su mente.

Trull Sengar, es tan difícil matarte a ti como a mí.

Un momento después vio las lágrimas en el rostro del edur y pareció entonces que habría dolor ese día, después de todo.

En la entrada de una fisura, no lejos de allí, en un pequeño claro, Rud Elalle se encontraba en medio de una carnicería. Donde había muerto una de las hermanas de su madre. Donde habían muerto tres imass.

Y más allá, en algún lugar, lo sabía en el fondo de su corazón, encontraría el cuerpo de su madre.

Permanecía sobre un terreno empapado en sangre y se preguntó qué era lo que acababa de morir en su alma.

Un tiempo después, mucho después, descubriría la palabra para describirlo.

Inocencia.

Ben el Rápido todavía cojeaba como un viejo, lo que divertía muchísimo a Seto.

—Ahí lo tienes —dijo mientras se dirigían hacia la cueva y el túnel que llevaba a las Puertas de Starvald Demelain—, justo el aspecto que tendrás dentro de veinte años. Horripilante y cojo. Empujando los dientes flojos con una lengua púrpura y murmurando rimas por lo bajo…

—Sigue hablando, zapador, y sabrás todo lo que hay que saber sobre dientes flojos. De hecho, me sorprende que no se te cayeran unos cuantos cuando te golpeó ese hueso. Dioses del inframundo, de lo más gracioso que he visto jamás.

Seto levantó el brazo y se tocó con cuidado el enorme chichón que le había salido en la frente.

—Bueno, nosotros ya cumplimos. ¿Cómo crees que les fue a los otros?

—Lo averiguaremos pronto —respondió el mago—. Una cosa, sin embargo.

—¿Qué?

—Ahora hay una Casa Azath creciendo en este puñetero reino.

—¿Lo que significa?

—Oh, montones de cosas. En primer lugar, este sitio ahora es real. Y seguirá vivo. Estos imass continuarán viviendo.

Seto lanzó un gruñido.

—Rud Elalle estará contento. Y Onrack también, me imagino.

—Sí. Y hay otra cosa, solo que no creo que nadie se alegre. En esa Casa Azath habrá una torre, y en esa torre, todas las puertas.

—¿Y qué?

Ben el Rápido suspiró.

—Maldito idiota. Las Puertas de Starvald Demelain.

—¿Y?

—Pues eso. Tronosombrío y Cotillion. A los que les gusta usar los azath siempre que les conviene. Ahora tienen una forma de entrar. Y no solo a este reino.

—¿A Starvald Demelain? ¡Dioses del inframundo, Rápido! ¿Por eso acabamos de hacer todo eso? ¿Es eso lo que te trajo aquí?

—No hace falta chillar, zapador. Cuando se trató de plantar esa Casa, ni siquiera fuimos testigos. ¿A que no? Pero sabes, es lo que esos dos cabrones astutos saben, o parecen saber, lo que me preocupa de verdad. ¿Puedes comprender lo que te digo?

—Oh, que el Embozado se te mee en las botas, Ben Adaephon Delat.

—¿Tienes ahí todo tu equipo, Seto? Bien. Porque una vez que lleguemos a las Puertas, vamos a atravesar una de ellas.

—¿Ah, sí?

—Pues sí. —Y el mago le dedicó una gran sonrisa al zapador—. Viol jamás ha sido el mismo sin ti.

Silchas Ruina se encontraba entre antiguos cimientos (un resto forkrul assail que se iba desplomando poco a poco por la ladera de la montaña); alzó la cara al cielo azul tras los altísimos árboles.

Había cumplido la promesa que le había hecho al azath.

Y le había entregado al alma de Scabandari un indulto que Ojodesangre no se merecía.

La venganza, él bien lo sabía, era un triunfo envenenado.

Le quedaba una tarea. Una sin importancia, para poco más que quitarse la sensación de que había que reparar un desequilibrio atroz. No sabía mucho de ese tal dios Tullido. Pero lo poco que sabía, a Silchas Ruina no le gustaba.

Por tanto, extendió los brazos y se transformó en dragón.

Se alzó hacia el cielo, las ramas se troncharon en los árboles y las apartó con un empellón de los hombros. Se internó en el vivificante aire de la montaña. Muy al oeste, un par de cóndores viraron para alejarse, aterrados de repente. Pero la dirección que eligió Silchas Ruina no fue el oeste.

Fue el sur.

Hacia una ciudad llamada Letheras.

Y esa vez, en verdad, había sangre en su mente.