Las sombras yacen en el campo, como los muertos
de la batalla de la noche, a medida que el sol alza alto su estandarte
en el aire suavizado por el rocío.
Los niños se levantan como flores sobre sus tallos
para cantar canciones sin palabras, que largo tiempo atrás rendimos,
y las abejas danzan con gran cuidado.
Podrías tocar esta escena con bendiciones,
al tiempo que posas el peso del arma de la mano
y contemplas toda esta extensión.
Y le prometes al sol otro día de sangre.
Sin título
—Toc Anaster
Gaskaral Traum fue el primer soldado del ejército de la atri-preda Bivatt que quitó una vida esa mañana. Un hombre grande con algún jirón de sangre tarthena en las venas; había montado su tienda la noche antes a cuarenta pasos del campamento tiste edur. En el interior había encendido una pequeña lámpara de aceite y había colocado su petate sobre fardos de ropa, botas de reserva y el otro yelmo que tenía. Después se había echado al lado, en el lado más cercano a las tiendas edur, y había dejado que la lámpara devorara la última mancha de aceite hasta que la oscuridad dentro de la tienda rivalizó con la del exterior.
Con el falso fulgor del amanecer decayendo, Gaskaral Traum sacó un cuchillo, rajó el costado de la tienda y, en silencio, se fue arrastrando por las hierbas húmedas, donde se quedó tirado, inmóvil, durante un rato.
Luego, al ver por fin lo que esperaba ver, se aupó y, sin erguirse, atravesó el terreno empapado. La lluvia todavía seguía tamborileando sobre el antiguo lecho marino de Q’uson Tapi (donde esperaban los odiados leznas) y el aire olía a barro agrio. Aunque era un hombre grande, Gaskaral podía moverse como un fantasma. Llegó a la primera fila de tiendas edur, hizo una pausa con el aliento contenido por un momento, y se metió en el campamento.
La tienda del supervisor Brohl Handar estaba ubicada en el centro, pero de otro modo carecía de protección. Cuando Gaskaral se acercó, vio que la solapa estaba sin atar y colgaba suelta. El agua de la lluvia recién caída bajaba como un arroyo por la lona engrasada como si fueran lágrimas y se encharcaba alrededor del poste delantero y en las pisadas profundas que atestaban la entrada.
Gaskaral se deslizó el cuchillo bajo la camisa exterior y utilizó la mugrienta prenda interior para secar el mango y también la mano izquierda (la palma y los dedos) antes de sacar el arma una vez más. Al cabo se arrastró hasta esa abertura estrecha.
El interior era una oscuridad granulosa. El sonido de una respiración. Y allí, al otro extremo, el catre del supervisor. Brohl Handar estaba echado de espaldas. Las pieles que lo cubrían se habían deslizado hasta el suelo. De la cara y el pecho, Gaskaral no veía nada más que una sombra pesada.
El hierro ennegrecido espejeó, traicionado por la hoja afilada.
Gaskaral Traum dio un paso más y se abalanzó convertido en un contorno borroso.
La figura que se cernía justo sobre Brohl Handar se giró, pero no a tiempo, y el cuchillo de Gaskaral se hundió con fuerza, se deslizó entre las costillas y perforó el corazón del asesino.
La daga negra cayó y clavó la punta en el suelo, y Gaskaral sujetó el peso del cuerpo cuando, con un leve suspiro, el asesino se desplomó.
El guardaespaldas favorito de la atri-preda Bivatt (elegido por ella a las afueras de Drene para proteger al supervisor precisamente de esa eventualidad) se quedó paralizado por un momento, los ojos clavados en la cara de Brohl Handar, en su respiración. No se había despertado. Y eso estaba bien. Muy bien.
Gaskaral se ladeó bajo el peso del asesino muerto y poco a poco envainó su cuchillo, después bajó la mano y recuperó la daga negra. Aquél era el último de los malnacidos, estaba seguro. Siete en total, aunque solo dos antes que aquél se habían acercado lo suficiente para intentar asesinar a Brohl, y ambos atentados habían sido en plena batalla. Letur Anict era un hombre concienzudo y propenso a la redundancia para asegurarse de que sus deseos se satisfacían. Por desgracia, no esa vez.
Gaskaral se agachó un poco más hasta poder cargar el cuerpo muerto sobre un hombro y luego, con las rodillas todavía dobladas, regresó sin ruido a la solapa de la tienda. Dio un paso para evitar el charco y el poste y con mucho cuidado metió su carga por la abertura.
Bajo el cielo encapotado, con otra catarata de lluvia comenzando a caer, Gaskaral Traum regresó de nuevo a toda prisa al lado letherii del campamento. El cuerpo podía quedarse en su tienda, el día que se acercaba iba a ser un día de batalla, lo que significaba mucho caos y oportunidades de sobra para deshacerse del cadáver.
Estaba un tanto preocupado, no obstante. Nunca era bueno no dormir la noche antes de una batalla. Pero era muy sensible a sus instintos, era como si pudiera oler cuando se acercaba un asesino, como si pudiera deslizarse en su mente. Un misterioso sentido de la oportunidad que resultó ser todo un talento, otro puñado de latidos ahí atrás y habría llegado demasiado tarde…
De vez en cuando, claro está, el instinto fallaba.
Las dos figuras que saltaron sobre él de repente en la oscuridad cogieron a Gaskaral Traum por sorpresa. Una conmoción que por dicha fue muy breve, según resultó. Gaskaral arrojó el cuerpo que había estado llevando contra el asesino de la derecha. Sin tiempo para sacar el cuchillo, se limitó a cargar contra el otro homicida. Apartó de un porrazo la daga que intentaba rebanarle la garganta, cogió la cabeza del hombre con las dos manos y la giró de golpe.
Con fuerza suficiente para levantar los pies del asesino del suelo cuando el cuello se partió.
El otro asesino había caído al piso, arrastrado por el cadáver, y acababa de dar una voltereta para agazaparse cuando, al alzar la vista, se encontró con la bota de Gaskaral… debajo de la barbilla. El impacto izó al hombre por el aire, los brazos estirados a ambos lados, la cabeza separada de la columna, y muerto antes de caer con un golpe seco a tierra.
Gaskaral Traum miró a su alrededor, no vio a nadie más, y se permitió un momento de cólera contra sí mismo. Por supuesto que se habrían dado cuenta de que alguien los estaba interceptando. Así que solo había entrado uno mientras los otros dos se quedaban fuera para ver quién era su cazador desconocido, ya se ocuparían ellos de ese cazador de la forma habitual.
—¿Sí? Y una puta mierda.
Estudió los tres cuerpos un momento más. Maldita fuera, iba a ser una tienda muy concurrida.
El sol no pensaba tolerar obstáculo alguno en su singular observación de la batalla de Q’uson Tapi, así que en su ascenso fue quemando las nubes y clavó lanzas de calor en el suelo hasta que el aire empezó a echar vapor. Brohl Handar, que despertó sorprendentemente descansado, se encontraba fuera de su tienda y observaba a sus tiste edur arapay, que estaban preparando sus armas y armaduras. La humedad repentina que nada aliviaba hacía resbaladizo el hierro, los mangos de las lanzas parecían engrasados, y el suelo ya era traicionero bajo sus pies; mucho se temía el edur que el lecho marino sería una pesadilla.
La noche antes, sus tropas y él habían observado los preparativos de los leznas; Brohl Handar conocía a la perfección cuáles eran las ventajas que buscaba Mascararroja intentando crear un terreno más seguro, pero el supervisor sospechaba que tanto esfuerzo sería en vano. Las lonas y las cubiertas de pieles no tardarían en embarrarse y estar tan resbaladizas como el suelo. En la conmoción inicial del primer contacto, sin embargo, era probable que hubiera una diferencia contundente… pero no suficiente.
Espero.
Se acercó un soldado letherii, un grandullón que ya había visto antes, con una sonrisa agradable en su rostro inocuo, de una dulzura extraña.
—Se agradece el sol, supervisor, ¿no cree? Le transmito la invitación de la atri-preda para que se reúna con ella; descuide, tendrá tiempo para regresar con sus guerreros y encabezarlos en la batalla.
—Muy bien. Proceda, entonces.
Las varias compañías se estaban colocando en posición por todo el borde del lecho marino enfrente de los leznas. Brohl vio que los lanceros rosazules habían desmontado y parecían un poco perdidos con los escudos y las jabalinas que les acababan de entregar. Quedaban menos de mil y el supervisor vio que los habían colocado como auxiliares y solo entrarían en batalla si las cosas empezaban a ir mal.
—Pobres desgraciados —le dijo a su escolta mientras señalaba con la cabeza al Batallón Rosazul.
—Pues sí, supervisor. Pero vea que sus caballos están ensillados y no muy lejos. Eso es porque nuestros exploradores no ven a los kechra en el campamento lezna. La atri-preda espera otro ataque de esas dos criaturas por el flanco, y esta vez se ocupará de que los reciban lanceros montados. Que después irán en su persecución.
—Les deseo lo mejor, esos kechra siguen siendo la amenaza más grave, y cuanto antes estén muertos, mejor.
La atri-preda Bivatt se encontraba al borde de la antigua línea de costa, una posición que le permitía tener una buena perspectiva de lo que sería el campo de batalla. Como era su costumbre, había mandado marchar a todos sus mensajeros y ayudantes (que rondaban, vigilantes, a cuarenta pasos de distancia) y se había quedado sola con sus pensamientos y sus observaciones, y continuaría así (salvo por la visita de Brohl) hasta justo antes de que comenzara el combate.
Su escolta se detuvo a poca distancia de la atri-preda y le indicó a Brohl Handar con la mano y una sonrisa tranquila que continuase. ¿Cómo puede estar tan tranquilo? A menos que sea uno de los que se quedarán vigilando a los caballos. Con lo grande que es no tiene pinta de soldado, bueno, también se necesita gente que se ocupe de los caballos.
—Supervisor, parece… muy descansado.
—Y según parece lo estoy, atri-preda. Como si los espíritus de mis ancestros hubieran velado por mí anoche.
—Desde luego. ¿Sus arapay están listos?
—Lo están. ¿Comenzará usted la batalla con sus magos?
—Debo ser honesta en este asunto. No puedo confiar en su supervivencia continuada a lo largo de todo el combate. Por tanto, sí, los usaré de inmediato. Y si siguen conmigo más tarde, tanto mejor.
—No hay señal de los kechra, entonces.
—No. Observe, el enemigo va tomando posiciones.
—En terreno seco…
—Para empezar, sí, pero nosotros ganaremos terreno, supervisor. Y en eso falla la táctica de Mascararroja. Golpearemos con la fuerza suficiente para hacerlos retroceder, y entonces serán los leznas los que se encuentren atascados en el barro.
Brohl Handar se volvió para estudiar las fuerzas letherii. Las varias brigadas, compañías y batallones se habían fusionado basándose en su función. En primera línea, delante de los leznas, tres cuñas de infantería pesada. Flancos de escaramuzadores mezclados con infantería media y arqueros. Bloques de arqueros entre las cuñas, que si bajaban al lecho marino no llegarían muy lejos. Sus andanadas de flechas tendrían como misión perforar la línea lezna para que cuando golpearan los pesados hicieran retroceder al enemigo, un paso, dos, cinco, diez, hasta hundirlos en el barro.
—No entiendo a ese Mascararroja —dijo Brohl y volvió a mirar con el ceño fruncido las líneas leznas.
—No tenía elección —respondió Bivatt—. No después de Praedegar. Y eso fue, para él, el fracaso de la paciencia. Quizá esto también lo sea, pero como he dicho: no queda elección. Lo tenemos, supervisor. Pero convertirá esta victoria en dolorosa, dada la oportunidad.
—Sus magos bien podrían terminarla antes de que empiece, atri-preda.
—Ya veremos.
En el cielo, el sol continuaba su ascenso inexorable, calentando el día con un propósito siniestro. En el lecho marino habían comenzado a aparecer trozos más claros a medida que se secaba la superficie. Pero justo debajo, por supuesto, el barro permanecería blando y lo bastante profundo para causar problemas.
A Bivatt le quedaban dos magos, el tercero había muerto dos días atrás (el debilitamiento provocado por el desastre de Praedegar había sido letal); un único arquero montado había logrado matar a tres magos con una sola maldita flecha. Brohl Handar vio las dos figuras, que salían cojeando como ancianos al borde de la antigua orilla. Uno en cada extremo de la cuña de infantería pesada externa. Lanzarían su terrible oleada de magia en ángulo, con la intención de que se combinaran a más o menos una docena de filas de profundidad de la formación central de los leznas para maximizar así el camino de destrucción.
Fue evidente que la atri-preda hizo algún gesto que Brohl no vio, porque de inmediato llegaron sus mensajeros. La mujer se volvió hacia él.
—Es hora. Será mejor que regrese con sus guerreros, supervisor.
Brohl Handar hizo una mueca.
—Retaguardia otra vez.
—Luchará en este día, supervisor. Estoy segura de ello.
Él no estaba tan convencido, pero se dio la vuelta. Tras dos zancadas hizo una pausa y se giró hacia ella.
—Que este día anuncie el final de esta guerra.
La atri-preda no respondió. Ni siquiera era seguro que lo hubiera oído, estaba hablando en voz baja con el soldado que había escoltado al supervisor. Vio que la sorpresa revoloteaba por los rasgos femeninos bajo el yelmo y que la atri-preda asentía.
Brohl Handar miró con furia al sol y ansió los bosques en sombra de su tierra. Después echó a andar hacia sus arapay.
Sentado en un canto rodado, Toc Anaster observó los juegos de los niños un instante, enrolló la delgada hoja de cuero y deslizó el pergamino en su cartera, también metió el pincel de madera ablandada y el cuenco vuelto a sellar de carboncillo, tuétano y tinta de mora gaenth. Se levantó, miró con los ojos guiñados al cielo por un momento y se acercó a su caballo. Siete pasos y para cuando llegó sus mocasines eran unos terrones enormes de barro. Ató la cartera a la silla, sacó un cuchillo y se agachó para arrancar todo el barro posible.
Los leznas habían formado filas a su izquierda, en pie, esperando mientras las fuerzas letherii, a quinientos pasos de distancia, se empujaban y empezaban a formar, una formación que intentarían mantener durante el avance. Entre los guerreros de Mascararroja reinaba un silencio extraño; claro que ésa no era la batalla a la que estaban acostumbrados.
—No —murmuró Toc—. Esto es a lo que están acostumbrados los letherii.
Miró enfrente, al enemigo. Cuñas clásicas en forma de dientes de sierra, observó Toc. Tres puntas de flecha de infantería pesada. Esas formaciones estarían bastante deshechas para cuando llegaran a los leznas. Se moverían con lentitud, con soldados cayendo, tropezando y resbalando con cada zancada que dieran. Todo para bien. No habría un empujón vehemente en el momento de contacto, no sin que filas enteras de soldados con pesadas armaduras se cayeran de bruces.
—Te alejarás a caballo —dijo Torrente tras él—. O eso piensas. Pero te estaré observando, mezla…
—Oh, déjalo ya —dijo Toc—. ¿Qué culpa tengo yo de que Mascararroja piense que no vales mucho, Torrente? Además —añadió—, no es como si un caballo pudiera hacer mucho más que ir al paso en esto. Y por último, Mascararroja ha dicho que quizá necesite tenerme a mano, con mis flechas, por si fallan los k’chain che’malle.
—Oh, no fallarán.
—Ah, ¿y qué sabes tú de los k’chain che’malle, Torrente?
—Sé lo que Mascararroja nos cuenta.
—¿Y qué sabe él? Y lo que es más importante, ¿cómo lo sabe? ¿No te lo has preguntado? ¿Ni siquiera una vez? Los k’chain che’malle son los demonios de este mundo. Criaturas del pasado lejano. En casi todos los demás sitios están extintos. Así que, ¿qué Embozado están haciendo aquí? ¿Y por qué permanecen junto a Mascararroja, al parecer impacientes por hacer lo que él les mande?
—Porque es Mascararroja, mezla. No es como somos nosotros y sí, veo cómo arde la envidia en tu ojo. Tú despreciarás siempre a los que son mejores que tú.
Toc apoyó los antebrazos en el lomo de su caballo.
—Acércate más, Torrente. Mira a esta yegua a los ojos. Dime, ¿ves envidia?
—Una bestia sin cerebro.
—Que es probable que muera hoy.
—No te entiendo, mezla.
—Lo sé. En cualquier caso, veo esa misma expresión en tus ojos, Torrente. Esa misma voluntad ciega. De creer todo lo que necesitas creer. Mascararroja es para ti lo que yo soy para este pobre caballo.
—No voy a seguir escuchándote.
El joven guerrero se alejó y la rigidez de sus zancadas no tardó en deteriorarse en la conglomeración de barro que se acumuló en sus pies.
No muy lejos los niños se arrojaban terrones unos a otros y se reían. Es decir, los más pequeños. Los más mayorcitos permanecían en silencio, con los ojos clavados en las fuerzas enemigas, donde habían empezado a sonar los cuernos; dos grupos bien protegidos iban saliendo poco a poco al borde de esa antigua costa. Los magos.
Comenzamos, así pues.
Mucho más al oeste, el sol todavía tenía que salir. En un pueblo corriente, a un día de marcha rápida de Letheras, donde demasiados habían muerto en los últimos dos días, tres falaris de la infantería pesada de la Tercera Compañía estaban sentados en el borde de un abrevadero fuera de la única taberna. Miratrás, Sacaprimero y Bajío eran primos, o eso pensaban los otros de ellos, dados los rasgos falaris que compartían: fiero cabello rojo, ojos azules y la piel olivácea de los indígenas de la isla principal, que se llamaban a sí mismos los «paseo». A ellos les convenía, aunque no se conocían antes de alistarse en el ejército malazano.
La civilización pasea había medrado mucho tiempo atrás, antes de la aparición del hierro, de hecho; y como mineros de estaño, cobre y plomo en su momento habían dominado todas las islas del archipiélago con el comercio de armas y adornos de bronce. Si hubieran sido de pura sangre pasea, los soldados habrían sido más achaparrados, de cabello negro y con fama de lacónicos hasta el punto de parecer somnolientos; pero el caso era que por las venas de todos corría la sangre más dura y fiera de los invasores falaris, que habían conquistado la mayor parte de las islas generaciones atrás. La combinación, por extraño que fuera, daba lugar a marines extraordinarios.
En ese momento, en medio de la oscuridad y con una brisa fresca y agradable que subía del río, al sur, los tres estaban sosteniendo una conversación cuyo tema era el sargento Gesler y el cabo Tormenta. Esos dos nombres (si bien no sus patéticos rangos) se conocían bien entre los nativos de Falar.
—Pero han cambiado —dijo Miratrás—. Esa piel dorada no es natural. Creo que deberíamos matarlos.
Sacaprimero, que poseía la desafortunada combinación de tener unos pechos grandes y cierta tendencia a transpirar de forma profusa, había aprovechado la oscuridad para despojarse de la parte superior de la armadura y se estaba limpiando bajo los pechos con un paño.
—¿Pero qué sentido tiene eso, Mira? —dijo entonces—. El culto está muerto. Lleva años muerto.
—Pero para nosotros no está muerto, ¿no?
—Casi —respondió Bajío.
—Tenías que ser tú, Bajío —dijo Miratrás—. Siempre viendo el lado muerto y moribundo de las cosas.
—Pues ve y pregunta, Mira. Y ellos te dirán lo mismo. El culto de Fener está acabado.
—Por eso creo que deberíamos matarlos. Por traicionar al culto. Por traicionarnos a nosotros. Y además, ¿qué pasa con esa piel dorada? Es espeluznante.
—Escuchad —dijo Bajío—, acabamos de unirnos a estos pelotones. Por si se te olvidaba, Miratrás, ésta es la compañía que salió arrastrándose de debajo de Y’Ghatan. Y luego ta Violín. Un puñetero abrasapuentes del Embozado y quizá el único que quede. Gesler tuvo en su tiempo un rango mucho más alto, y Tormenta lo mismo, pero al igual que Whiskeyjack, los fueron degradando y degradando, y ahora tú quies darles el golpe de gracia. Ilegalizaron el culto y ahora Fener no ta onde se supone que tiequestar un dios, pero eso no es culpa de Gesler. Ni tampoco de Tormenta.
—¿Entonces tú qué dices? —replicó Miratrás—. ¿Que deberíamos dejarlos y ya está?
—¿Dejarlos? Sacaprimero, explícaselo a este idiota.
La mujer había vuelto a meterse los pechos en el arnés y estaba haciendo unos últimos ajustes.
—Es muy sencillo, Mira. No solo estamos atrapados aquí con Viol y los demás. También vamos a morir con ellos. Bueno, yo por lo menos, y seguramente aquí Bajío, nosotros vamos a meternos a luchar a su lado. Gesler, Tormenta, esos pesados tan monos que tienen. Y cuando al fin caigamos, nadie va a poder decir que no éramos dignos de plantarnos allí, a su lado. Bueno, quizá sea porque eres el último pesado del pelotón de Remilgo. Quizá si Enmascarador siguiera contigo, no estarías hablando como lo haces. Así que ahora ties que elegir, Miratrás. Lucha con nosotros, lucha con Reliko e Inmenso Vacío en el pelotón de Badan Gruk, o lucha solo, el único puño en el de Remilgo. Pero cada una de esas alternativas supone luchar. Como te acerques a Ges o a Tormenta, te arranco la cabeza yo misma.
—Está bien, está bien, solo era por hablar de algo…
Unos sonidos a su izquierda hicieron erguirse a los pesados, que echaron mano de sus armas. Tres figuras bajaban sin ruido por la calle principal: Correa Ponche, Roce y Neller.
Roce los llamó en voz baja.
—Soldados de camino. Atentos.
—¿Letherii? —preguntó Bajío.
—No —respondió la chica, que se detuvo frente a ellos mientras los otros dos marines continuaban y se metían en la taberna—. Imaginaos las caras más feas que habéis visto jamás, y luego que les dais un buen morreo.
—Al fin —suspiró Sacaprimero— buenas noticias, para variar.
Pico y la capitán regresaron adonde esperaba el puño Keneb, a la cabeza de la columna. Durante un tiempo habían tenido tiste edur por delante, pero no parecían muy dispuestos a combatir y ya habían desaparecido, al menos entre ese lugar y el pueblo aquel.
La capitán se acercó al puño.
—Pico dice que son marines, puño. Parece que hemos encontrado algunos.
—A todos —dijo Pico—. Los que se adelantaron tanto al resto. Están en el pueblo y han estado matando tiste edur. Montones de tiste edur.
—Las municiones que oímos ayer.
—Eso es, puño —dijo Pico con un asentimiento.
—De acuerdo, por fin buenas noticias. ¿Cuántos?
—Siete, ocho pelotones —respondió Pico. Estaba encantado de poder hablar en persona con un puño de verdad. Oh, se había imaginado escenas como ésa, claro está, Pico proporcionando todo tipo de información para hacer que el puño hiciera todas las cosas heroicas que había que hacer, y luego, al final, el propio Pico se convertía en el mayor héroe de todos. Estaba seguro de que todo el mundo tenía sueños parecidos, la revelación repentina de un lado oculto, tímido, del que nadie sabía nada y ni habría adivinado siquiera que estaba allí. Tímido, hasta que se necesitaba, ¡y luego salía y asombraba a todo el mundo!
—¿Pico?
—¿Puño?
—Estaba preguntando si saben que estamos aquí.
—Sí, señor, eso creo. Tienen unos magos muy interesantes, incluyendo un hechicero al viejo estilo del pueblo Jakata, que fue el primer pueblo en la isla de Malaz después de que se retiraran los jinetes de la tormenta. Ese tipo puede ver por los ojos de todo tipo de criaturas, y eso debe de haber sido muy útil en el camino desde la costa. También hay un chamán rural dalhonesio y un bailarín de las hierbas dalhonesio. Y un nigromante de los pantanos nathii.
—Pico —dijo Keneb—, ¿esos pelotones incluyen a Violín, Gesler y Tormenta?
—¿Violín es el del violín que tocaba con tanta tristeza en Malaz? ¿El de las partidas de la baraja en la cabeza? Sí, señor, está aquí. Gesler y Tormenta, ésos son los falaris, pero con pieles de oro y músculos y todo eso, los que se volvieron a forjar en los fuegos de Tellann. Telas, Kurald Liosan, los fuegos, los que atraviesan los dragones volando para adquirir inmunidades y otras cosas a prueba de magia y cosas peores. Sí, también están aquí.
¡Mira cómo se lo quedaban mirando maravillados! ¡Ah, igual que en el sueño!
Y sabía, demasiado bien lo sabía, cómo iba a acabar todo aquello, y ni siquiera eso podía hacerlo sentir más que orgulloso. Alzó los ojos guiñados a la oscuridad del cielo.
—Amanecerá en una campanada o así.
Keneb se volvió hacia Faradan Sort.
—Capitán, llévese a Pico y diríjanse al pueblo. Me gustaría ver formados a esos pelotones, salvo los piquetes que hayan desplegado.
—Sí, puño. ¿Tiene intención de reprenderlos, señor?
Keneb alzó las cejas.
—En absoluto, Faradan. No. Aunque puede que termine besando a cada uno de esos cabronazos.
Así que una vez más Pico caminaba junto a la capitán Faradan Sort, y le parecía que con todas las de la ley, como si aquél siempre hubiera sido su sitio, siempre siendo útil cuando eso era lo que ella necesitaba. El falso amanecer estaba comenzando apenas y el aire olía de maravilla, a limpio, al menos hasta que llegaron a los hoyos donde habían tirado los cuerpos edur. Eso no olía nada bien.
—Dioses del inframundo —murmuró la capitán cuando rodearon uno de los hoyos poco profundos.
Pico asintió.
—Es lo que hacen las municiones moranthianas. Solo… partes de gente, y todo lo demás como masticado.
—Los de ese hoyo no —dijo la mujer, y señaló cuando pasaron junto a otra fosa común—. A éstos se los cargaron. Espadas, cuadrillos…
—Sí, capitán, eso también se nos da bien, ¿verdad? Pero los edur no se fueron por eso, había casi un millar concentrado aquí, planeando un empujón más. Pero entonces llegaron órdenes de que se retiraran y eso hicieron. Ahora están una legua por detrás de nosotros, reuniéndose con todavía más edur.
—El martillo —dijo Faradan Sort—, y por ahí delante, el yunque.
El joven volvió a asentir.
La capitán se detuvo para buscar algo en la cara masculina, en la oscuridad.
—¿Y la consejera y la flota, Pico?
—No lo sé, señor. Si se pregunta si llegarán a nosotros a tiempo de socorrernos, no. Ni de broma. Vamos a tener que resistir, capitán, tanto que es imposible.
Faradan Sort frunció el ceño.
—¿Y si nos plantamos aquí? ¿En este pueblo?
—Empezarán a empujar. Habrá cuatro o cinco mil edur para entonces. Un número así puede empujarnos, señor, queramos nosotros o no. Además, ¿no dijo el puño que prefería que combatiéramos y retuviéramos a tantos enemigos como fuera posible? Para evitar que fueran a otro sitio, como de regreso tras las murallas de la ciudad, lo que significaría que la consejera tendría que lidiar con otro asedio. Y nadie quiere eso.
La capitán lo miró con furia un momento más y echó a andar otra vez. Pico ajustó su paso al de su superior.
Justo detrás de un montón negro de escoria, al borde del pueblo, se oyó una voz.
—Me alegro de verla otra vez, capitán.
Faradan Sort continuó su camino.
Pico vio que el cabo Chapapote se levantaba detrás de la escoria, se volvía a colgar la ballesta al hombro y se quitaba el polvo antes de acercarse en un rumbo de interceptación.
—El puño quiere llamar a la puerta antes de entrar, ¿no?
La capitán se detuvo delante del imperturbable cabo.
—Llevamos ya un tiempo marchando a paso rápido —dijo—. Acumulamos bastante cansancio, joder, pero si vamos a entrar marchando en este pueblo, no vamos a arrastrar las botas. Así que el puño decidió hacer un pequeño alto. Eso es todo.
Chapapote se rascó la barba, haciendo crujir y chasquear los varios huesos y demás cosas que le colgaban.
—Me parece bien —dijo.
—Es un alivio que usted lo apruebe, cabo. Bien, el puño quiere a todos los pelotones aquí fuera, en la plaza principal.
—Eso podemos hacerlo —respondió Chapapote con una gran sonrisa—. Llevamos ya un tiempo luchando y acumulamos bastante cansancio, joder, capitán. Así que los sargentos decidieron hacer un pequeño alto en la, eh, esto, la taberna. Pero cuando el puño nos vea, bueno, estaremos de lo más elegantes, seguro.
—Meta el culo en la taberna, cabo, y despierte a esos cabrones. Esperaremos aquí mismo, pero no mucho tiempo, ¿ha comprendido?
Un saludo militar rápido y discreto y Chapapote se alejó.
—¿Ves lo que pasa cuando no anda un oficial por ahí? Terminan creyéndoselo, los muy imbéciles, eso es lo que pasa, Pico.
—Sí, señor.
—Bueno, cuando oigan las malas noticias, empezarán a bajárseles los humos.
—Oh, las saben, señor. Mejor que nosotros. —Pero eso no es del todo verdad. No saben lo que yo sé, y tampoco lo sabes tú, capitán, amor mío.
Los dos se volvieron al oír la columna que se acercaba a paso rápido. Más rápido de lo que debería, de hecho.
El comentario de la capitán fue conciso.
—Mierda. —Después añadió—: Adelántate, Pico, ¡que se preparen para moverse!
—¡Sí, señor!
El problema con los búhos era que, incluso en lo que a pájaros se refería, eran lo más estúpido que había. Conseguir que hicieran lo mínimo, como girar la puñetera cabeza, por ejemplo, ya era una lucha, por mucho que Botella apretara sus diminutas almas medio retorcidas.
Estaba enzarzado en una de esas batallas en ese momento, tan lejos de la idea de dormir que incluso parecía que eso pertenecía en exclusiva a otra gente y permanecería para siempre fuera de su alcance.
Pero de repente dejó de importar adónde miraba el búho, ni siquiera adónde quería mirar. Porque había figuras cruzando el terreno, atravesando los sotos, los campos cultivados, pululando por las laderas de los pozos de la vieja cantera, en el camino y en todas las pistas que convergían en él. Cientos, miles. Se movían en silencio, con las armas listas. Y a menos de media legua por detrás de la columna de Keneb.
Botella se sacudió, parpadeó a toda prisa y volvió a concentrarse en el muro lleno de marcas de la taberna, el yeso desportillado donde se habían arrojado las dagas, los canales amarillos de las goteras del techo de paja que había sobre la sala común. A su alrededor, marines poniéndose el equipo. Alguien, seguramente Hellian, escupiendo y sufriendo arcadas en algún sitio por detrás de la barra.
Uno de los marines recién llegados apareció delante de él, arrastró una silla y se sentó. El mago dalhonesio, el de la jungla todavía en los ojos.
—Nep Surco —farfulló—, ¿cuerdas mí?
—¿Cuerdas qué?
—¡Mí!
—Sí. Nep Surco. Como acabas de decir. Escucha, no tengo tiempo para hablar…
Un aleteo de una mano nudosa.
—¡Ta sabemos! ¡Ganamos los edur! Ta sabemos to eso. —Un dedo encorvado aporreó a Botella—. Cucha esto. Tú. ¡Gotao! ¡Y eso maaal! ¡Maaaal! ¡Todos morimos! ¡Maldecimos ti!
—¡Ah, pues muchas gracias, raíz masticada! Nosotros no íbamos por la ruta paisajística como vosotros, mamones, ¿lo sabías? ¡De hecho, si llegamos hasta aquí fue gracias a mí!
—¡Bah! ¡Es el violín! ¡El violín de tu sargento! Cucha la canción, veees; no ta terminá-terminá entovíiiia. ¡No ta entovíiia terminá-terminá! ¡Ja!
Botella se quedó mirando al mago.
—Así que esto es lo que pasa cuando te hurgas en la nariz, pero nunca vuelves a meter nada, ¿es eso?
—¡Hurgar y meter! ¡Je, je! Con to, Tella, tú es la causa de tos nosotros muriendo, pa que sepas.
—¿Y qué hay de la canción sin terminar?
Un elaborado encogimiento de hombros.
—¿Unoos cuándo, eh? ¿Unoos?
Y entonces era Violín el que estaba en la mesa.
—Botella, ahora no es el momento para una puñetera conversación del Embozado. Sal a la calle y espabila, maldito seas, estamos a punto de salir en tromba de este pueblo como un rebaño de bhederin.
Ya, y nos despeñamos por el acantilado más cercano.
—No fui yo el que empezó esta conversación, sargento…
—Coge tu equipo, soldado.
Koryk se encontraba con los demás del pelotón (salvo Botella, que era obvio que pensaba que era único o algo), y observaba los elementos de cabeza de la columna que aparecía al final de la calle principal, una masa más oscura en los últimos y obstinados minutos de la noche. Vio que nadie iba a caballo, cosa que tampoco era de extrañar. A Keneb y su compañía de cola les debía de haber costado bastante encontrar comida, así que los caballos terminaban en el guiso… mira, ahí; quedaban unos pocos, pero cargados con el equipo. Pronto habría una carne fibrosa y magra para dar sabor al grano local, que sabía igual que olía la mierda de cabra.
Podía sentir el corazón martilleándole con fuerza en el pecho. Oh, habría combates ese día. Los edur del oeste los estaban rodeando a conciencia. Y por delante, a ese lado de la gran capital, habría un ejército o dos. Esperándonos a nosotros, mira qué educados ellos.
Violín se plantó justo delante de Koryk y le dio un coscorrón al mestizo en un lado del yelmo.
—¡Despierta, maldito seas!
—¡Estaba despierto, sargento!
Pero no pasaba nada. Comprensible incluso, porque Violín bajaba por la fila regañando a todo el mundo. Sí, se había bebido demasiado en ese pueblo y los cerebros estaban de todo menos despiertos. Claro que Koryk se encontraba bastante bien. Él se había dedicado sobre todo a dormir mientras los otros terminaban con los últimos barriles de cerveza. Dormía, sí, sabiendo lo que iba a pasar.
Los marines de la recién llegada Tercera Compañía habían supuesto una novedad, pero no por mucho tiempo. Ellos habían cogido el camino fácil y lo sabían, y también lo sabían todos los demás, lo que les hacía a todos tener cierta expresión en los ojos, una expresión que decía que ellos todavía tenían algo que demostrar, y esa pequeña ayudita en ese pueblo no había sido suficiente ni de lejos. Vais a tener que zambulliros entre unos cuantos cientos de edur más, cielitos, antes de que cualquiera de nosotros, salvo Sonrisas, se digne a saludaros con la cabeza siquiera.
Encabezando la columna que acababa de llegar estaba el puño Keneb y el sargento Thom Tissy, junto con la capitán Sort y su descerebrado mago, Pico.
Keneb les echó un vistazo a los pelotones.
—Sargentos, conmigo, por favor —dijo.
Koryk observó a Violín, Hellian, Gesler, Badan Gruk y Remilgo acercarse y reunirse en un semicírculo delante del puño.
—Típico —murmuró Sonrisas junto a él—. Ahora nos abren expediente a todos. En particular a ti, Koryk. No creerás que alguien ha olvidado que asesinaste a ese oficial en la ciudad de Malaz… así que saben que tú eres al que tienen que vigilar.
—Oh, cállate —murmuró Koryk—. Solo están decidiendo qué pelotón muere primero.
Eso cerró la boca de la chica al momento.
—Todos habéis hecho un trabajo acojonante —dijo Keneb en voz baja—, pero ahora empieza lo serio.
Gesler lanzó un bufido.
—¿Cree que no lo sabíamos, puño?
—Todavía con la costumbre de irritar a sus superiores, por lo que veo.
Gesler hizo destellar su sonrisa habitual.
—¿Cuántos lleva consigo, señor, si me permite preguntar? Porque, verá, estoy empezando a olerme algo y no son rosas. Podemos lidiar con una proporción de dos a uno. Tres a uno, incluso. Pero me da que estamos a punto de encontrarnos superados en número, en una proporción de ¿qué, diez a uno? ¿Veinte? Bueno, quizá nos haya traído alguna munición más, pero a menos que tenga cuatro o cinco carretas llenas escondidas detrás de la columna, no será suficiente…
—Ése no es el problema —dijo Violín al tiempo que se sacaba una liendre de la barba y la partía entre los dientes—. Habrá magos y sé a ciencia cierta, puño, que los nuestros están agotados. Incluso Botella, y eso ya es decir mucho. —Violín miró entonces a Pico con el ceño fruncido—. ¿Y tú por qué Embozado sonríes?
Pico se encogió y fue a esconderse detrás de Faradan Sort.
La capitán pareció ofenderse.
—Escuche, Violín, quizá usted no sepa nada de este mago, pero le aseguro que tiene magias de combate. Pico, ¿puedes defenderte en lo que está por llegar?
Una respuesta baja, apenas murmurada.
—Sí, señor. Ya lo verá. Todos lo verán, porque todos son mis amigos y los amigos son importantes. Lo más importante del mundo. Y os lo demostraré.
Violín hizo una mueca y apartó los ojos, después los guiñó.
—Mierda, estamos perdiendo la noche.
—Que formen para marchar —ordenó Keneb y maldita fuera, notó Violín, el puño parecía más viejo que nunca—. Iremos alternando la marcha con el paso ligero cada cien pasos; por lo que tengo entendido, no tenemos que ir muy lejos.
—Hasta que el camino por delante esté lleno de enemigos —dijo Gesler—. Esperemos al menos que sea ya a la vista de Letheras. Me gustaría ver esas malditas murallas antes de dar de comer a los hierbajos.
—Basta, sargento. Rompan filas.
Violín no respondió a la sonrisa de Gesler cuando regresaron a sus pelotones.
—Venga, Viol, todos esos talentos tuyos tienen que estar chillando lo mismo en este preciso momento, ¿no?
—Sí, te están gritando todos a ti para que cierres la puta boca, Ges.
Corabb Bhilan Thenu’alas había recogido casi más armas de las que podía acarrear: cuatro de las mejores lanzas, dos jabalinas, una espada de un solo filo que se parecía un poco a una cimitarra, una bonita espada larga y recta de manufactura letherii con una punta ahusada y muy afilada que habían limado de lo que había sido un extremo romo, dos puñales y también un par de cuchillos para destripar. Atado a la espalda tenía un escudo letherii, madera, cuero y bronce. También llevaba una ballesta y veintisiete cuadrillos. Y un fullero.
Se dirigían, bien lo sabía, a su última batalla, y sería heroica. Gloriosa. Sería como debería haber sido con Leoman de los Mayales. Se plantarían unos junto a otros, hombro con hombro, hasta que no quedara ninguno vivo. Y dentro de muchos años se cantarían canciones sobre ese día naciente. Y, entre los detalles, habría una historia de un soldado que empuñaba lanzas, jabalinas, espadas y cuchillos, y con montones de cuerpos a sus pies. Un guerrero que había llegado de Siete Ciudades, sí, a miles de leguas de distancia, para dar al fin un término adecuado al gran levantamiento de su tierra natal. Rebelde una vez más, en el proscrito y desheredado Decimocuarto Ejército, rebautizado con el nombre de los Cazahuesos, y cuyos huesos también buscaría todo el mundo, sí, por sus propiedades mágicas, para venderlos por pilas de oro en los mercados. Sobre todo el cráneo de Corabb, más grande que los de todos los demás, en otro tiempo hogar de un cerebro inmenso lleno de genialidades y otros pensamientos brillantes. Un cráneo que ni siquiera un rey podría permitirse, sí, sobre todo con la hoja de la espada o la punta de la lanza todavía clavada como último recuerdo de la muerte espectacular de Corabb, el último marine que había quedado en pie…
—¡Por el amor del Embozado, Corabb! —soltó Sepia tras él—, ¡estoy esquivando más cabos de lanzas ahora de las que me tocarán dentro de una campanada! Deshazte de alguna, ¿quieres?
—No puedo —respondió Corabb—. Las necesitaré todas.
—Eso sí que no me sorprende, dado el modo en que tratas tus armas.
—Habrá muchos enemigos que será necesario matar, sí.
—Ese escudo letherii es casi inútil —dijo Sepia—. A estas alturas ya deberías saberlo, Corabb.
—Cuando se rompa, buscaré otro.
Esperaba con impaciencia la batalla inminente. Los gritos, los chillidos de los moribundos, la conmoción del enemigo cuando se tambaleara hacia atrás, repelido una y otra vez. Los marines se lo habían ganado, oh, sí. La lucha que todos habían estado esperando, fuera de las mismísimas murallas de Letheras, y los ciudadanos se alinearían en ellas para mirar con asombro, con estupefacción, con un temor reverencial, a Corabb Bhilan Thenu’alas, que desataría tal ferocidad que se grabaría a fuego en las almas de todos los testigos…
Hellian no iba a volver a beber de eso en su vida. Imagínate, mareada, todavía borracha, muerta de sed y con alucinaciones, todo a la vez. Casi peor que esa noche del Festival de la Paraltina en Kartool, con todas esas personas vistiendo disfraces de arañas gigantes y Hellian chillando como una posesa e intentando matarlas a todas a pisotones.
Estaba avanzando con paso penoso a la cabeza de su miserable pelotón bajo la luz escasa y granulosa del amanecer y, por los fragmentos de conversación que penetraban en su deteriorado estado, entendió que tenían a los edur justo detrás, como diez mil arañas gigantes con colmillos que podían salir disparados y ensartar gaviotas inocentes y mujeres aterradas. Y lo que era peor, esa puñetera columna iba marchando directamente hacia una telaraña gigantesca impaciente por atraparlos a todos.
Y entretanto estaban las alucinaciones. Su cabo dividiéndose en dos, por ejemplo. Uno aquí, el otro allí, los dos hablando a la vez, pero no de lo mismo y ni siquiera con la misma voz. ¿Y qué había de ese imbécil con ojos de cordero degollado y el nombre estúpido que nunca se alejaba más de dos pasos? ¿Alientocostra? ¿Muescacalavera? Lo que fuera, le llevaba diez años como mínimo, quizá más, o eso es lo que parecía porque el tipo tenía esa piel de bebé suave… ¿Pieldebebé?… y una cara que lo hacía aparentar, dioses, catorce años o así. Todo emocionado por una historia extraña sobre que era un príncipe y el último de un linaje real y conservar semillas para plantar en un suelo perfecto donde los cactus no crecen y él quería… ¿quería qué? No estaba muy segura, pero el tipo estaba desencadenando todo tipo de pensamientos desagradables en su cabeza, sobre todo un deseo abrumador de corromper al muchacho hasta tal punto que nunca volviera a mirar a derechas, solo para demostrar que ella no era alguien con quien meterse sin terminar en un buen lío. Así que quizá todo se reducía al poder. El poder de aplastar la inocencia, y eso era algo que hasta una mujer aterrada podía hacer, ¿no?
Atravesaron otro pueblo y, oh, eso no era buena señal. Lo habían arrasado de forma sistemática. Cada edificio no era nada más que escombros. Los ejércitos hacían cosas así para descartar refugios, para eliminar la posibilidad de establecer reductos y todas esas cosas. Tampoco había árboles más allá, solo una extensión plana de campos arados con los setos convertidos en simples tocones y los cultivos quemados y reducidos a un rastrojo ennegrecido, y el sol de la mañana ya estaba lanzándole dardos letales a su cráneo, obligándola a engullir unos cuantos tragos de su menguante provisión de ron falari procedente de los transportes.
Cosa que la tranquilizó un poco, gracias al Embozado.
Su cabo volvió a fundirse en uno solo, lo que era buena señal, estaba apuntando a algo más adelante y hablando sobre…
—¿Qué? Espera, Pejiguero Aliento, ¿qué es lo que estás diciendo?
—¡La loma de enfrente, sargento! ¿Ve el ejército que nos espera? ¿Lo ve? ¡Dioses de las alturas, estamos acabados! ¡Miles! No, peor que miles…
—¡Cállate! Los veo de sobra…
—¡Pero si está mirando hacia donde no es!
—Eso da igual, cabo. Los veo, ¿no? Ahora deja de echárteme encima y vete a buscar a Urb, tengo que tenerlo cerca para mantener con vida a ese idiota torpe.
—No vendrá, sargento.
—¿De qué tas blando?
—Es Muertecalavera, ¿sabe? Ha anunciado que le ha entregado a usted su corazón…
—¿Su qué? Escucha, tú vete y dile a Muertefusiva que puede quedarse con su calavera, porque yo no la quiero pa na, pero que le acepto la polla cuando hayamos terminado de matar a esos cabrones, o quizá antes si hay alguna oportunidad, pero mientras me traes a Urb aquí aunque sea a rastras, porque soy responsable de él, ¿entiendes?, por dejarlo derribar de una patá la puerta de ese templo.
—Sargento, no va…
—¿Por qué tu voz no hace más que cambiar?
—Bueno —dijo el comandante de las fuerzas letherii dispuestas a lo largo del risco—, ahí están. ¿Qué le parece, Sirryn Kanar? ¿Menos de mil? Yo diría que sí. Vienen desde la costa. Extraordinario.
—Han sobrevivido hasta aquí —dijo Sirryn con el ceño fruncido— porque no están dispuestos a plantarse y luchar.
—Bobadas —respondió el veterano oficial—. Lucharon como tuvieron que hacerlo, y lo hicieron de forma excepcional, como darían fe Hanradi y sus edur. Menos de mil, por el Errante. Lo que yo podría hacer con diez mil de esos soldados, finadd. Piloto. Korshenn, Descenso, T’roos, Istmo… podríamos conquistarlo todo. Dos temporadas de campaña, no haría falta más.
—Sea como sea —dijo Sirryn—, estamos a puntos de matarlos a todos, señor.
—Sí, finadd —suspiró el comandante—. Así es. —Vaciló y le lanzó a Sirryn una extraña mirada artera—. Dudo que haya muchas posibilidades de desangrar demasiado a los tiste edur, finadd. Han cumplido su tarea, después de todo, y ahora solo tienen que atrincherarse detrás de estos malazanos, y cuando los pobres imbéciles se desmoronen, tal y como lo harán, saldrán en desbandada para caer justo encima de las lanzas de los edur de Hanradi, y eso será el final.
Sirryn Kanar se encogió de hombros.
—Sigo sin entender cómo es posible que esos malazanos creyeran que un millar de sus soldados bastaría para conquistar nuestro imperio. Incluso con sus explosivos y todo eso.
—Se olvida de su formidable hechicería, finadd.
—Formidable en sigilo, para ocultarlos de nuestras fuerzas. Nada más. Y ahora esos talentos no tienen ninguna utilidad. Vemos a nuestro enemigo, señor, y están expuestos, así que morirán.
—Entonces será mejor ponernos a ello —dijo el comandante con cierta aspereza y se volvió para hacerles un gesto a sus magos para que avanzaran.
Más abajo, en la inmensa llanura que sería el campo de muerte para ese ejército invasor (si es que se le podía llamar así), la columna malazana comenzó con toda prontitud a cambiar la formación para convertirla en un círculo defensivo. El comandante lanzó un gruñido.
—No se hacen ilusiones, finadd, ¿verdad? Están acabados y lo saben. Así que no habrá huida en desbandada, no habrá retirada de ningún tipo. ¡Mírelos! Plantarán batalla ahí, hasta que no quede ninguno en pie.
Reunidos en su círculo defensivo, casi en el mismo centro del campo de muerte, la fuerza pareció de repente muy pequeña y patética. El comandante les echó un vistazo a sus siete magos, en ese momento dispuestos en la cima de la loma y dando comienzo al final de su ritual (que llevaba una semana realizándose). Después volvió a mirar el tropel distante de los malazanos.
—Que el Errante conceda la paz a sus almas —susurró.
Estaba claro que la atri-preda Bivatt, impaciente como sin duda estaba, había decidido en el último momento alargar el comienzo de la batalla para dejar que el sol continuara su asalto contra el barro del lecho marino. Por desgracia, ese retraso no interesaba a Mascararroja, así que actuó él primero.
Cada mago letherii se encontraba dentro de un aro protector de soldados que llevaban escudos de enorme tamaño. Estaban colocados fuera del alcance de las flechas, pero Bivatt conocía de sobra su vulnerabilidad, no obstante, sobre todo una vez que comenzaran su invocación ritual de poder.
Toc Anaster, sentado en su caballo para tener una visión más clara, sintió que las cicatrices del ojo que le faltaba ardían con un picor salvaje y que el aire se iba cargando, febril, a medida que los magos unían sus voluntades. Sospechaba que no podrían mantener el control mucho tiempo. La hechicería necesitaría estallar, habría que liberarla en algún momento. Para que rodara en oleadas de espuma por el lecho marino, abrasando el terreno antes de estrellarse contra las líneas leznas. Donde los guerreros morirían por cientos, quizá por miles.
Contra algo así, los pocos chamanes de Mascararroja no podían hacer nada. Se había arrancado todo lo que una vez había dado poder a la tribu de las llanuras, casi hecho jirones por el desplazamiento, por la profanación de los terrenos sagrados, por las muertes de incontables guerreros, ancianos y niños. Toc comenzaba a comprender que la cultura lezna se estaba derrumbando, y para salvarla, para resucitar a su pueblo, Mascararroja necesitaba una victoria en ese día, y haría lo que fuera para lograrla.
Incluyendo, si era necesario, el sacrificio de sus k’chain che’malle.
Bajo su extraña armadura, bajo las espadas fundidas en el extremo de los brazos del cazador k’ell, bajo su idioma silencioso y su inexplicable alianza con Mascararroja de los leznas, los k’chain che’malle eran reptiles, tenían la sangre fría, y en lo más profundo de sus cerebros, quizá, podían encontrarse recuerdos antiguos, evocaciones de una existencia anterior a la civilización, un estado salvaje fusionado en la maraña de los instintos. Y así, la paciencia de un depredador supremo corría por esa sangre gélida.
Reptiles. Malditos lagartos.
A unos treinta pasos de donde se encontraban los magos y sus guardianes, la ladera bajaba hasta el borde del antiguo mar, donde el barro se extendía entre matas de hierbas manchadas, aplastadas, y donde las aguas de la escorrentía se habían encharcado antes de ir filtrándose poco a poco a los sedimentos del subsuelo.
Los k’chain che’malle habían ido a revolcarse en ese barro, quizá incluso mientras las lluvias continuaban azotando el terreno en la oscuridad. Formidables como eran, habían demostrado gran habilidad a la hora de enterrarse, de modo que no había señal visible de su presencia, ninguna señal, al menos para un observador casual. Y después de todo, ¿quién podría haberse imaginado que unas bestias tan enormes eran capaces de desaparecer sin más?
Y Mascararroja había acertado más o menos sobre la posición en la que se colocarían los magos; de hecho, había incitado tales ubicaciones, donde las oleadas de magia convergerían con el máximo efecto sobre sus pacientes guerreros. Cuando Sag’Churok y Gunth Mach se levantaron, no se encontraron demasiado lejos del lugar perfecto para esa repentina y devastadora embestida ladera arriba.
Gritos de terror cuando la arcilla llana pareció estallar en el antiguo borde del mar y luego, cuando el barro cayó en cascada de sus lomos y las demoníacas criaturas salieron disparadas ladera arriba, cada una abalanzándose sobre sendos magos.
Retirada aterrada, huida de los guardias, que arrojan escudos y espadas y dejan expuestos a los desventurados magos; ambos desesperados por desatar su hechicería…
Pero no hubo tiempo, las dos hojas de Sag’Churok lanzaron unas cuchilladas y el primer mago pareció desvanecerse entre un brote de sangre y carne…
Pero no hubo tiempo, Gunth Mach saltó por el aire y aterrizó con las garras extendidas justo encima del segundo mago, que se había encogido, y lo aplastó con un estallido seco de huesos…
Y después los monstruos dieron media vuelta y regresaron a toda velocidad en zigzag cuando empezaron a descender las andanadas de flechas. Las que los alcanzaban rebotaban o, pocas veces, penetraban en la gruesa piel escamada, lo suficiente para no desprenderse hasta que el movimiento de la criatura las soltaba.
Tras aquel horror repentino, los cuernos letherii comenzaron a sonar como gritos de rabia y de inmediato las cuñas se estaban moviendo ladera abajo, y una canción de batalla se alzó al cielo para imponer su cadencia, pero era un chirrido agudo que estallaba en las gargantas de unos soldados conmocionados…
Tan fácil como eso, reflexionó Toc Anaster, así comienza esta batalla.
Tras él, Torrente estaba bailando en un frenesí de júbilo.
Y gritaba.
—¡Mascararroja! ¡Mascararroja! ¡Mascararroja!
Las cuñas salieron poco a poco al lecho marino y se encorvaron de forma visible a medida que perdían impulso. Entre ellos se arremolinaban los arqueros, los escaramuzadores y parte de la infantería media, y Toc vio soldados que resbalaban, caían, las botas se deslizaban cuando intentaban encontrar un asidero y preparar los arcos… el caos. La infantería pesada que iba delante se estaba hundiendo hasta las rodillas, mientras que los de la parte de atrás tropezaban con los que tenían delante cuando el ritmo se rompía, y se derrumbaban.
Resonó una segunda tanda de cuernos en cuanto cada una de las cuñas estuvo en la llanura, y entonces cesó todo avance. Un momento de relativo silencio cuando las cuñas se pusieron en formación. De los soldados surgió una nueva canción, más profunda, más convencida; transmitía una cadencia más lenta, un ritmo que se alargaba y que demostró ser perfecto para un avance paso a paso, con una pausa para asentarse entre uno y el siguiente.
Toc emitió un gruñido de admiración. Era un control impresionante, sin duda, y al parecer estaba funcionando.
Llegarán a las líneas leznas intactos. Pero no habrá terreno sólido para clavar los escudos o blandir las armas con cierta fuerza. Dioses, va a ser un baño de sangre.
A pesar de toda la creatividad de Mascararroja, en opinión de Toc no se le podía llamar genio táctico. Había hecho todo lo que había podido para ponerse en situación más ventajosa, y lo había hecho de forma competente. Sin los k’chain che’malle, esa batalla podría haber terminado ya. En cualquier caso, la segunda sorpresa de Mascararroja no podía, para nadie, haber sido una gran sorpresa.
Natarkas, la cara húmeda de sudor tras su máscara roja, frenó el paso de su caballo y lo puso a medio galope. Lo rodeaba el sonido del trueno. Dos mil guerreros escogidos cruzaban con él a caballo. Cuando el medio galope se convirtió en un galope tendido, empuñaron las lanzas y colocaron los escudos para cubrir ingles, caderas y pechos.
Natarkas había guiado su caballería entre la lluvia nocturna, al este del lecho marino, después al norte y al fin, cuando las primeras luces de la aurora lamieron la oscuridad, al oeste.
Al amanecer, quedaron colocados a un tercio de legua tras las fuerzas letherii, dispuestos en forma de cuña con Natarkas mismo situado en el centro de la sexta fila, aguardando los primeros sonidos de la batalla.
Mascararroja había sido inflexible en sus instrucciones. Si los exploradores enemigos los encontraban, debían esperar, y luego seguir esperando, escuchar los sonidos de batalla durante al menos dos giros de la rueda. Si les parecía que no los habían descubierto, si todavía quedaba la posibilidad del ataque sorpresa, cuando comenzaran los ruidos de lucha, Natarkas debía de inmediato encabezar su caballería en un ataque contra las formaciones de retaguardia de las fuerzas enemigas, que sin duda serían los tiste edur. No debía haber desviación alguna de esas instrucciones.
Al amanecer, sus exploradores habían cabalgado hasta Natarkas para anunciarle que una tropa montada de edur los había descubierto. Y él recordó lo que Mascararroja le había dicho la noche antes: «Natarkas, ¿entiendes por qué, si te ven, quiero que esperes? ¿Que no cargues de inmediato? ¿No? Entonces te lo explicaré. Si te ven, debo poder explotar eso en la batalla en el lecho marino. Al menos debes esperar dos giros sin hacer nada. Eso impedirá moverse a los tiste edur. Incluso es posible que aleje a la caballería rosazul, y si se os acercaran, incítalos a la persecución, aléjalos, sí, y continúa alejándolos. ¡No entres en combate con ellos, Natarkas! ¡Os masacrarán! Hazlos correr hasta agotar a sus caballos, verás que para entonces ya no importarán, y Bivatt no los tendrá a su disposición. ¡Es importante! ¿Entiendes mis órdenes?».
Sí, sí que las entendía. Si se perdía el factor sorpresa, debía guiar a sus leznas… lejos. Como cobardes. Pero no era la primera vez que interpretaban el papel de cobardes, y ésa era una verdad que le quemaba el corazón. Estallaba en agonía siempre que veía al mezla, Toc Anaster, sí, el extranjero tuerto que permanecía como prueba viva de un tiempo de tal oscuridad entre los leznas que Natarkas apenas podía respirar cuando pensaba en él.
Y sabía que sus compañeros sentían lo mismo. El vacío interior, la terrible necesidad de dar respuesta, de negar el pasado del único modo que les quedaba ya.
Los habían visto, sí.
Pero no iban a huir. Ni iban a esperar. Cabalgarían hacia los sonidos de la batalla. Avistarían al odiado enemigo, y cargarían.
Redención. ¿Entiendes esa palabra, Mascararroja? ¿No? Entonces te demostraremos lo que significa.
—Hermana Sombra, ahí vienen. —Brohl Handar se apretó la correa del yelmo—. ¡Preparad las lanzas! —les bramó a sus guerreros, y por toda la primera línea, de dos filas de fondo, las puntas de hierro de las lanzas avanzaron con un destello. La primera fila se arrodilló y apuntó las cabezas de las lanzas hacia los pechos de los caballos que se aproximaban, mientras que la fila de detrás permaneció en pie, listos para apuñalar—. ¡Escudos, a proteger! —La tercera fila se adelantó medio paso para poner los escudos en posición de protección bajo los brazos que empuñaban las armas en la segunda fila.
Brohl se volvió hacia uno de sus correos.
—Informa a la atri-preda de que nos enfrentamos a una carga de la caballería, y que aconsejo encarecidamente que ordene que los rosazules monten para un ataque por el flanco, cuanto antes acabemos con esto, antes podremos unirnos a la lucha en el lecho marino.
Observó al chico salir a toda velocidad.
Las cuñas ya estaban en la parte llana, comprendió, empleando el avance de paso a paso que había diseñado Bivatt para poder ajustarse al barro. Era muy probable que se estuvieran acercando a las líneas leznas, aunque todavía no habrían chocado. La atri-preda tenía otra táctica para ese momento y Brohl Handar le deseaba lo mejor.
El asesinato de los magos había sido un comienzo lúgubre para la batalla de ese día, pero la confianza del supervisor, si acaso, solo había empezado a crecer.
¡Esos idiotas cargan contra nosotros! ¡Cargan contra un bosque de lanzas! ¡Es un suicidio!
Por fin, comprendió, podían poner fin a aquello. Por fin podría terminar aquella guerra absurda. Al final del día no quedaría ni un solo lezna vivo. Ni uno solo.
El tronar de los cascos. Lanzas bajadas, los caballos con los cuellos estirados, los guerreros encorvándose… más cerca, todavía más, y entonces, de golpe, el caos.
A ningún caballo se le podía obligar a estrellarse contra un muro de lanzas erizadas. En medio de los lanceros leznas había arqueros montados y cuando la masa de jinetes se acercó a menos de cien pasos de los edur, esos arqueros se alzaron en los estribos y dispararon un enjambre de flechas.
La primera fila de edur, arrodillados con las lanzas plantadas, se había apoyado en los hombros sus escudos rectangulares letherii lo mejor posible, dado que sujetaban con las dos manos el mango de la lanza. Los que iban justo detrás estaban mejor protegidos, pero el seto de lanzas, como lo llamaban los letherii, era vulnerable.
Los guerreros gritaron y el impacto de las flechas los hizo girar en redondo. La fila ondeó, vaciló, y de repente se melló por todas partes.
A los caballos no se les podía obligar a estrellarse contra un muro de lanzas erizadas. Pero, si estaban bien adiestrados, se les podía obligar a machacar una masa de carne humana. Y, entre los que todavía se enfrentaban a lanzas colocadas a la altura del pecho, podían saltar.
A unos cuarenta pasos dispararon una segunda andanada de flechas. Y una tercera a diez pasos.
El lado externo del cuadrado edur era un desastre accidentado cuando la carga impactó contra ellos. Las bestias se abalanzaron por el aire intentando salvar las primeras lanzas, solo para interceptar otras puntas de hierro, pero ninguna punta quedó enterrada en el suelo, y si bien los bordes serrados atravesaron como cuchillos placas de cuero y la carne que protegían, muchas fueron apartadas de un empujón o derribadas de un golpe. En las brechas que quedaban en primera línea, los caballos se precipitaron contra las filas de los edur, arrojando a los guerreros por los aires, pisoteando a otros. Las lanzas se clavaron con golpes secos en cuerpos tambaleantes, resbalaron en bloqueos desesperados de escudos, besaron rostros y gargantas en una confusión de sangre.
Brohl Handar, colocado detrás de su cuadrado de edur, se quedó mirando, horrorizado, cuando el bloque entero de guerreros arapay pareció retroceder, encogerse, y después plegarse de forma inexorable para apartarse del lado exterior.
La cuña lezna había penetrado en profundidad y en ese momento estaba explotando en el interior del desordenado cuadrado. El impacto había hecho retirarse a los guerreros y había entorpecido los movimientos de los que tenían detrás, con un efecto dominó que se extendía por toda la formación.
Entre los leznas, en medio de edur que empujaban y tropezaban, aparecieron unas espadas pesadas, muy afiladas, cuando se hicieron pedazos lanzas, astilladas o clavadas en cuerpos. En un frenesí de chillidos, los salvajes estaban prodigando tajos por todas partes.
Cayeron caballos dando coces, pataleando en medio de la agonía. Las lanzas apuñalaban en un movimiento ascendente para desmontar de un golpe a los guerreros leznas.
La locura hervía en el cuadrado.
Y seguían cayendo caballos, mientras otros retrocedían a pesar de las órdenes que chillaban sus jinetes. Más lanzas arrancaron jinetes de sus sillas y las multitudes se abalanzaban sobre los individuos.
En apenas un momento los leznas estaban intentando retirarse, y los guerreros edur empezaron a empujar, los flancos del cuadrado avanzaban en un esfuerzo por encerrar a los atacantes.
Alguien le estaba gritando a Brohl Handar. Alguien a su lado, y se volvió para ver que era uno de sus correos.
Que estaba señalando al oeste con gestos frenéticos.
Caballería rosazul, estaba formando.
Brohl Handar se quedó mirando las filas lejanas, las puntas de lanzas acuchilladas por el sol sostenidas en alto, las cabezas de los caballos que se alzaban y agitaban; el supervisor se sacudió la conmoción.
—¡Den la señal, cierren filas! ¡El cuadrado no persigue! ¡Cierren filas y dejen que el enemigo se retire!
Unos momentos más tarde un trompetazo de los cuernos.
Los leznas no lo entendieron. El pánico ya se había instalado entre ellos y el retroceso repentino de aquellos edur que habían empezado a avanzar les pareció la oportunidad perfecta. Impacientes por poner fin al combate, los guerreros montados se alejaron de un salto de todo contacto, veinte pasos, los arqueros retorciéndose en sus sillas para disparar, cuarenta, cincuenta pasos, y un oficial de cara de cobre entre ellos chillándoles a sus tropas que se reunieran, que volvieran a formar para otra carga, y hubo un trueno entonces al oeste, y ese guerrero se volvió en la silla y vio, descendiendo sobre sus filas arremolinadas, su propia muerte.
Su muerte y la de sus guerreros.
Brohl Handar observó cuando el comandante intentó con frenesí girar sus tropas, disponerlas, empujar a las cansadas bestias ensangrentadas, y a sus igual de cansados jinetes, a una carga que recibiera el ataque, pero ya era demasiado tarde. Hubo voces que clamaron de miedo cuando los guerreros advirtieron lo que descendía sobre ellos. La confusión se redobló y después los jinetes se separaron y huyeron…
De inmediato los lanceros rosazules se abalanzaron sobre ellos.
Brohl Handar bajó la vista y contempló a sus arapay. Hermana Sombra, cómo nos han herido.
—¡Den la señal de avance lento! —ordenó, dio un paso adelante y sacó su espada—. Terminaremos lo que los rosazules han empezado. —¡Quiero a esos cabrones, a todos y cada uno de esos malditos, chillando de dolor, muriendo bajo nuestros filos!
Algo oscuro y salvaje despertó con un remolino en su interior. Oh, habría placer en matar. Allí. En ese mismo instante. Cuánto placer.
Cuando la carga de los rosazules atravesó entera la caballería lezna, una lanza de hoja ancha alcanzó a Natarkas (todavía chillando órdenes de virar) en un lado de la cabeza. La punta hizo un agujero bajo en la sien izquierda, por debajo del borde del yelmo de bandas de bronce. Hizo pedazos esa placa del cráneo, junto con el pómulo y la órbita del ojo. Después se hundió todavía más y atravesó el cerebro y la cavidad nasal.
La oscuridad floreció en la mente del guerrero.
Bajo él (que se derrumbó y giró en redondo cuando la lanza se desprendió) su caballo se tambaleó con el impacto de la montura del atacante; cuando el peso del cuerpo de Natarkas cayó de la silla, la bestia salió disparada en busca de algún lugar lejos de esa carnicería, ese terror.
Y de inmediato la llanura abierta por delante y otros dos caballos sin jinete que se alejaban corriendo, las cabezas alzadas, libres de pronto.
El caballo de Natarkas partió tras ellos.
El caos menguó en su corazón, se desvaneció, se alejó con un aleteo con cada aliento de júbilo puro que la bestia introducía en los pulmones doloridos.
¡Libre!
¡Nunca! ¡Libre!
¡Nunca jamás!
En el lecho marino, las cuñas de infantería pesada avanzaban bajo el granizo ya constante de las flechas. Resbalaban por escudos alzados, rozaban los yelmos con visor, apuñalaban a través de brechas en la armadura y cuando rebotaban por casualidad. Los soldados gritaban, tropezaban, se recuperaban o intentaban caer, pero a estos últimos los sujetaban de repente unas manos por ambos lados y los cuerpos los cercaban, los mantenían erectos, los pies arrastrándose a medida que la vida derramaba su regalo carmesí por el barro revuelto. Esas manos después empezaban a empujar a los muertos y moribundos hacia delante, entre las filas. Manos que se estiraban hacia atrás, sujetaban, alzaban y atraían, y luego empujaban hacia más manos que esperaban.
Y durante todo ese proceso el cántico continuaba, el ritmo de la espera marcaba cada paso que se asentaba.
A doce pasos de los leznas en sus islas de terreno seco, capaces ya de ver las caras, de ver los ojos llameantes repletos de miedo o rabia.
Ese lento avance no podía más que desconcertar a los leznas que los esperaban. Cabezas de lanzas humanas que se iban acercando poco a poco, cada vez más. Inmensos colmillos de hierro que se cernían de forma inexorable, paso, espera, paso, espera, paso.
Y entonces, a ocho pasos de distancia, de las primeras filas salieron cadáveres atravesados por flechas que arrojaron al suelo, los cuerpos despatarrados en el barro. Los siguieron aquí y allá escudos. Las botas se posaron en esos objetos y los hundieron en el barro.
Cuerpos y escudos, que aparecían en un chorro en apariencia interminable.
Que construían, allí, en las últimas seis zancadas, un suelo de carne, cuero, madera y armadura.
Las jabalinas cayeron como granizo sobre esas cuñas e hicieron retroceder y caer a los soldados, solo para que empujaran sus cuerpos hacia delante con un desdén que daba escalofríos. Los heridos se desangraban. Los heridos se ahogaban chillando en el barro. Y cada cuña parecía alzarse y salir del barro, aunque la cadencia no cambiaba.
Cuatro pasos. Tres.
Y a la orden de un bramido, las puntas de esas enormes cuñas de repente se impulsaron hacia delante.
Se clavaron en carne humana, en escudos firmes, en lanzas. En los leznas.
Todas y cada una de las mentes soñaban con la victoria. Con la inmortalidad. Y entre todos ellos, ni uno solo cedería.
El sol se los quedó mirando desde el cielo, llameando con un calor impaciente, sobre Q’uson Tapi, donde dos civilizaciones se enzarzaron a muerte.
Una última vez.
Una decisión fatídica, quizá, pero ya estaba tomada. Violín arrastró con él a todos los pelotones que habían estado en el pueblo y le quitó a algunas de las unidades más agotadas de Keneb el lado occidental de su defensa de tortuga. Ya no tenían que enfrentarse cara a cara con ese enorme ejército letherii y sus malditos hechiceros del Embozado. No, se pusieron a esperar, y enfrente de ellos, en pobladas filas, los tiste edur.
¿Era cobardía? No estaba seguro y, por las expresiones que había sorprendido en los ojos de los otros sargentos (salvo Hellian, que había intentado, de momento sin mucho éxito, agarrarse a Muertecalavera o, para ser más precisos, a su entrepierna, antes de que interviniera Remilgo), ellos tampoco estaban seguros.
Pues muy bien, el caso es que no quiero ver cómo viene la muerte a arrollarme. ¿Eso es cobardía? Sí, no se le podría llamar otra cosa. Aun así, algo tengo. No siento miedo.
No, lo único que él quería, aparte de lo que quería Hellian de forma tan obvia, por supuesto, lo único que quería, entonces, era morir luchando. Ver la cara del cabrón que lo mataba, transmitir, en ese último encuentro de los ojos, todo lo que significaba morir, lo que debía significar y siempre significaría… sea lo que sea, y esperemos que se me dé mejor hacerle saber a mi asesino lo que se supone que es; es decir, mejor que a todos ésos en cuyos ojos me he mirado mientras morían por mi mano. Sí, parece una plegaría bastante digna.
Pero no te estoy rezando a ti, Embozado.
De hecho, maldita sea si sé a quién le estoy rezando, pero ni siquiera eso parece importar mucho.
Sus soldados estaban cavando agujeros, pero sin decir mucho. Habían recibido una cartera de municiones, incluyendo dos malditos más, y si bien no bastaban ni de lejos, hacía aconsejable que cavaran agujeros donde pudieran agazaparse en busca de refugio cuando esos fulleros, malditos y todo lo demás empezaran a explotar.
Todo eso, maldita fuera, suponiendo que se luchara.
Era bastante más probable que la magia barriera a los malazanos, a todos y cada uno, que los agarrara por la garganta y les quemara la piel, los músculos y los órganos, que calcinara incluso sus últimos y furiosos chillidos.
Violín juró que su último grito sería una maldición. Y una buena, además.
Se quedó mirando las filas de tiste edur.
A su lado habló Sepia.
—A ellos tampoco les gusta, ¿sabes?
Violín respondió con un gruñido sin palabras.
—Ése es su líder, ese viejo de los hombros encorvados. Demasiados prestándole demasiada atención. Pienso acabar con él, Viol, con un maldito. Escucha, ¿estás escuchando? En cuanto esa oleada de magia empiece a rodar, deberíamos levantarnos y cargar contra esos cabrones, joder.
En realidad no era tan mala idea. Violín parpadeó, miró al zapador y asintió.
—Pásalo, entonces.
En ese momento, uno de los soldados de Thom Tissy llegó a la carrera entre ellos.
—Órdenes del puño —dijo mirando a su alrededor—. ¿Dónde está su capitán?
—Cogiendo de la mano a Pico, por algún lado —respondió Violín—. Me puedes dar esas órdenes a mí, soldado.
—De acuerdo. Mantengan la tortuga, no avancen sobre el enemigo…
—Eso es un puto…
—¡Basta, Sepia! —le soltó Violín. Miró al correo, asintió y dijo—. ¿Cuánto tiempo?
Una expresión vacía respondió a la pregunta.
Violín le hizo un gesto al idiota para que se fuera y se volvió una vez más para quedarse mirando a los tiste edur.
—¡Maldito sea, Viol!
—Relájate, Sepia. Nos pondremos en marcha cuando tengamos que hacerlo, ¿estamos?
—¿Sargento? —Botella estaba saliendo de repente del agujero que había cavado, y había una expresión tensa en su rostro—. Algo… está pasando algo…
En ese momento, en el risco al este, un sonido escalofriante, como diez mil cadenas de ancla arrancándose del suelo, y vieron alzarse un muro virulento de magia arremolinada. Violeta oscuro y entreverada de venas carmesíes, grabados negros como rayos que atravesaban la cresta a medida que iba subiendo más, y más…
—¡Por los huevos del Embozado! —dijo Sepia sin aliento, los ojos muy abiertos.
Violín solo se lo quedó mirando. Ésa era la hechicería que habían visto junto a la costa norte de Siete Ciudades. Solo que entonces tenían a Ben el Rápido con ellos. Y Botella tenía a su… Estiró el brazo y tiró de Botella para acercarlo.
—¡Escucha! Está…
—¡No, Viol! ¡Por ninguna parte! No está conmigo desde que desembarcamos. Lo siento…
Violín apartó al hombre otra vez de un empujón.
El muro se aupó más todavía.
Los tiste edur del borde occidental del campo de la muerte empezaron a retroceder de repente.
—¡Tenemos que irnos ya! ¡Violín! ¡Ya! —chilló Sepia.
Pero no podía moverse. No podía responder, por mucho que el zapador despotricara. Solo podía mirar, estirar el cuello, cada vez más. Demasiada magia.
—Por los dioses de las alturas —murmuró—, para que hablen de exagerar…
¿Huir corriendo de eso? Imposible.
Sepia hizo que se diese la vuelta y se lo llevó a rastras.
Violín frunció el ceño y lo empujó con la fuerza suficiente como para hacer que el zapador tropezara.
—¿Para qué cojones vas a correr, Sepia? ¿Te crees que podemos dejar eso atrás?
—Pero los edur…
—También se los va a llevar a ellos, ¿es que no lo ves? —Tiene que hacerlo, nadie puede controlarlo una vez liberado, nadie—. ¡A esos edur del puñetero Embozado les han tendido una trampa, Sepia! —Oh, sí, los letherii querían deshacerse de sus amos, solo que no querían hacerlo con nosotros como aliados. No, lo harán a su manera y matarán dos pájaros de un puñetero tiro…
A trescientos pasos de distancia, al oeste, Hanradi alzó los ojos y se quedó mirando esa magia letherii. Y lo comprendió al instante. Lo entendió todo.
—Nos han traicionado —dijo, tanto para sí como para los guerreros que se encontraban cerca—. Ese ritual… llevan días elaborándolo. Quizá semanas. Una vez desatado… —La devastación se extenderá a lo largo de leguas enteras hacia el oeste. ¿Qué hacer? Padre Sombra, ¿qué hacer?—. ¿Dónde están mis k’risnan? —preguntó de repente mientras se volvía hacia sus ayudantes.
Dos edur se adelantaron cojeando, los rostros cenicientos.
—¿Pueden protegernos?
Ninguno respondió, y ninguno quiso mirar a Hanradi a los ojos.
—¿No pueden recurrir a Hannan Mosag? ¡Pónganse en contacto con el ceda, malditos sean!
—¡No lo entiende! —gritó uno de los en otro tiempo jóvenes k’risnan—. ¡Estamos… todos… estamos todos abandonados!
—Pero Kurald Emurlahn…
—¡Sí! ¡Despierto una vez más! ¡Pero no podemos alcanzarlo! ¡Y el ceda tampoco!
—¿Y qué hay de ese otro poder? ¿El caos?
—¡Se fue! ¡Huyó!
Hanradi se quedó mirando a los dos hechiceros. Sacó la espada y cercenó con la hoja el rostro del más cercano, el filo mordió el puente de la nariz y partió ambos globos oculares. La figura se tambaleó hacia atrás con un chillido, las manos en la cara. Hanradi avanzó un paso y hundió la espada en el pecho retorcido de la criatura, la sangre que brotó fue casi negra.
Hanradi liberó el arma de un tirón y se volvió hacia el otro, que se encogió.
—Vosotros, los hechiceros —dijo con voz áspera el que había sido rey—, sois la causa de esto. De todo esto. —Se acercó otro paso más—. Ojalá fueras Hannan Mosag agazapado ante mí ahora mismo…
—¡Espere! —chilló el k’risnan, y señaló de repente hacia el este—. ¡Espere! ¡Uno responde! ¡Uno responde!
Hanradi se volvió, los ojos se concentraron con cierta dificultad en los malazanos, tan abrumadora era la oleada de magia letherii que una sombra había descendido sobre todo el campo de la muerte.
Alzándose de esa masa acurrucada de soldados, un fulgor leve, luminoso. Plateado, con un pulso vago.
La carcajada de Hanradi fue dura.
—¿Esa cosa patética es una respuesta? —Empezó a levantar la espada.
—¡No! —gritó el k’risnan—. ¡Espera! ¡Mira, estúpido! ¡Mira!
Y eso hizo, una vez más.
Y vio que esa cúpula de luz plateada retoñaba y se iba extendiendo para abarcar la fuerza entera, y se espesaba, se hacía opaca…
El último k’risnan se aferró al brazo de Hanradi.
—¡Escúchame! Su poder… ¡Padre Sombra! ¡Su poder!
—¿Puede aguantar? —inquirió Hanradi—. ¿Puede aguantar contra los letherii?
No vio respuesta en los ojos enrojecidos del k’risnan.
No puede… mira, todavía es diminuta… contra esa oleada que no deja de crecer…
Pero… no tiene que ser más grande que eso, ¿verdad? Los envuelve a todos.
—¡Den la señal de avanzar! —gritó—. ¡A paso ligero!
Unos ojos enormes se clavaron en Hanradi, que señaló aquella relumbrante cúpula de poder etéreo.
—¡Como mínimo podemos agazaparnos a su sombra! ¡Y ahora, adelante! ¡Todo el mundo!
Pico, que en otro tiempo había poseído otro nombre, un nombre más aburrido, había estado jugando en la tierra esa tarde, en el suelo del viejo granero en el que ya nadie entraba y que estaba muy lejos del resto de los edificios de la hacienda, lo bastante lejos como para que él pudiera imaginar que estaba solo en un mundo abandonado. Un mundo sin problemas.
Jugaba con los trozos desechados de cera que recogía del montón de basura que se dejaba bajo el muro trasero de la casa principal. El calor de sus manos podía cambiar su forma como si fuera magia. Podía moldear rostros con los pedazos y construir familias enteras, como esas familias del pueblo donde los niños y las niñas de su edad trabajaban junto a sus padres y, cuando no trabajaban, jugaban en los bosques, y siempre estaban riendo.
Fue allí donde lo encontró su hermano. Su hermano de la cara triste, tan diferente de las de cera que a él le gustaba hacer. Llegó con un rollo de cuerda y se detuvo justo a la entrada, con sus puertas abiertas y atascadas repletas de malas hierbas.
Pico, que en aquel entonces tenía un nombre más aburrido, vio en el rostro de su hermano una angustia repentina, que entonces se deshizo y una sonrisa leve ocupó su lugar, lo que fue un alivio porque Pico siempre odiaba que su hermano se fuera a alguna otra parte a llorar. Los hermanos mayores jamás deberían hacer eso, y si él fuera el mayor, bueno, jamás haría eso.
Su hermano se aproximó a él y, todavía con una media sonrisa, le habló.
—Necesito que te vayas, pequeño. Coge tus juguetes y vete.
Pico se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos. Su hermano nunca le pedía esas cosas. Su hermano siempre había compartido ese granero.
—¿Quieres jugar conmigo?
—Ahora no —respondió su hermano, y Pico vio que le temblaban las manos, lo que significaba que había habido problemas en la hacienda. Problemas con madre.
—Jugar hará que te sientas mejor —dijo Pico.
—Lo sé. Pero ahora no.
—¿Más tarde? —Pico empezó a recoger a sus aldeanos de cera.
—Veremos.
Había decisiones que no parecían decisiones. Y algunas elecciones podían encajar sin más cuando nadie miraba, y así era como eran las cosas en la niñez, igual que eran para los adultos. Con los aldeanos de cera acunados en los brazos, Pico echó a andar, salió y se internó en la luz del sol. Los días de verano eran siempre maravillosos, el sol calentaba lo suficiente para hacer que los aldeanos lloraran de alegría, una vez que los puso en fila en la antigua piedra fronteriza que ya no significaba nada.
La piedra estaba a unos dieciocho de los pequeños pasos de Pico, derrumbada en una esquina de la pista que después giraba y se hundía hacia el puente y el arroyo donde vivían unos pececillos, hasta que se secaba y entonces morían, porque los pececillos solo podían respirar en el agua. Acababa de poner sus juguetes en el suelo, en fila, cuando decidió que tenía que preguntarle una cosa a su hermano.
Decisiones y elecciones, encajando.
¿Qué era lo que había querido preguntar? No había recuerdo de eso. El recuerdo de eso había desaparecido, fundido en la nada. Era un día de mucho calor.
Al llegar a la entrada vio que su hermano, que había estado sentado con las piernas colgando por el borde del altillo, se deslizaba para dejarse caer al suelo. Solo que no cayó del todo. La cuerda que tenía alrededor del cuello lo detuvo en seco.
Y entonces, con la cara oscureciéndose, los ojos abultándose y la lengua saliéndose, su hermano bailó en el aire, dando patadas entre los haces de luz polvorienta.
Pico corrió hacia él, el juego que su hermano había estado jugando con la cuerda había salido mal y su hermano se estaba ahogando. Envolvió con los brazos las piernas de su hermano, que no dejaban de patalear, e intentó con todo su poder sostenerlo.
Y allí se quedó, y quizá estaba gritando, pero quizá no, porque ése era un lugar abandonado, demasiado lejos de alguien que pudiera ayudar.
Su hermano intentó apartarlo a patadas. Los puños de su hermano aporrearon la coronilla de Pico con la fuerza suficiente para hacerle daño, pero no mucho porque aquellas manos apenas podían alcanzarlo, bajo como era al ser todavía más joven que su hermano. Así que él siguió aguantando.
Un fuego despertó en los músculos de sus brazos. En los hombros. En el cuello. Las piernas le temblaban porque tenía que ponerse de puntillas; si intentaba bajar los brazos y ponerlos por debajo de las rodillas de su hermano, éste se limitaba a doblar esas rodillas y empezaba a ahogarse otra vez.
Fuego por todas partes, fuego que atravesaba todo el cuerpo de Pico.
Le fallaban las piernas. Le fallaban los brazos. Y a medida que le fallaban, su hermano se asfixiaba. Corrió el pis y a Pico le ardió contra las muñecas y la cara. El aire se impregnó de repente de olores peores y su hermano nunca hacía cosas así, todo ese desastre, el terrible error con la cuerda.
Pico no podía seguir aguantando, y ése era el problema de ser un hermano pequeño, de ser lo que era. Y las patadas al fin se detuvieron, los músculos de las piernas de su hermano se ablandaron, se soltaron. Las puntas de dos dedos de una de las manos de su hermano rozaron con suavidad el pelo de Pico, pero solo se movieron cuando se movió el propio Pico, así que esos dedos estaban tan quietos como las piernas.
Menos mal que su hermano ya no estaba luchando. Debía de haberse aflojado la cuerda del cuello y ya solo estaba descansando. Y menos mal porque Pico estaba de rodillas, envolviendo con los brazos, con fuerza, los pies de su hermano.
Y allí se quedó.
Hasta que, tres campanadas después del atardecer, uno de los mozos de cuadra de la partida de búsqueda entró en el granero con un farol.
Para entonces el calor del sol vespertino había deshecho a todos sus aldeanos, había vencido sus rostros en expresiones de dolor y Pico no regresó a recogerlos, no les volvió a dar forma con caras más bonitas. Esos trozos permanecieron en la piedra fronteriza que ya no significaba nada, hundiéndose en el sol de día tras día.
Después de ese último día con su hermano, hubo problemas en abundancia en la casa. Pero no duró mucho tiempo, en absoluto.
No sabía por qué estaba pensando en su hermano mientras prendía cada vela de su interior para darle más luz al mundo y salvar a todos sus amigos. Y antes de mucho tiempo ya no percibía a nadie más, solo las manchas desdibujadas en las que se habían convertido. La capitán, el puño, todos los soldados que eran sus amigos, dejó que su luz se desplegara para abrazarlos a todos, para mantenerlos a salvo de esa magia aterradora, oscura, tan impaciente por abalanzarse sobre ellos.
Se había hecho demasiado poderosa para que esos siete magos pudieran contenerla. Habían creado algo que iba a destruirlos, pero Pico no podía dejar que hiciera daño a sus amigos. Así que logró que su luz ardiera con más fuerza todavía. La convirtió en una cosa sólida. ¿Sería suficiente? No lo sabía, pero tenía que serlo, pues sin amigos no había nada, nadie.
Más brillante, más caliente, tan caliente que la cera de las velas estalló en nubes de gotas que llamearon con el mismo brillo del sol, una tras otra. Y cuando se encendió cada vela de colores, vaya, se hizo el blanco.
Y todavía más, porque a medida que cada una se unía al torrente que emanaba de él, sintió en sí mismo que algo se limpiaba, que se restregaba, lo que los sacerdotes llamaban «purificación», solo que en realidad ellos no sabían nada de la purificación porque no tenía nada que ver con ofrendas de sangre o dineros, ni nada que ver con matarte de hambre y azotarte la espalda o entonar cánticos incesantes hasta que se entumece el cerebro. Nada parecido a nada de eso. La purificación, comprendió Pico, era definitiva.
Todo refulgía, como si lo iluminaran unos fuegos por dentro. Los rastrojos en otro tiempo negros de los cultivos cobraron de nuevo vida, una vida fiera que llameó. Las piedras brillaban como gemas. La incandescencia bramaba por todas partes. Violín vio a sus soldados y pudo ver a través de ellos, en destellos pulsátiles, hasta los huesos, los órganos acurrucados en sus jaulas. Vio, en un costado entero de Koryk, viejas fracturas en las costillas, el brazo izquierdo, la clavícula, la cadera. Vio tres muescas del tamaño de nudillos en el cráneo de Sepia, bajo el yelmo en ese momento traslúcido, una colleja que se había llevado cuando todavía era un bebé vulnerable de huesos blandos. Vio el daño entre las piernas de Sonrisas de todas las veces que se había atacado sin piedad ella misma. Vio en Corabb Bhilan Thenu’alas la sangre que corría y contenía el poder para destruir cada cáncer que lo golpeara, y era un hombre bajo el asedio de esa enfermedad, pero nunca lo mataría. Ni siquiera lo haría enfermar.
Vio en Botella oleadas chispeantes de poder puro, una refulgencia desprovista de todo control, pero que llegaría. Llegará.
El cabo Chapapote se agazapó en el agujero que había cavado, y la luz que emanaba de él parecía sólida como el hierro.
Entre los otros vio más de lo que cualquier mortal querría ver, pero no pudo cerrar los ojos, no pudo apartar la vista.
Gesler y Tormenta estaban iluminados por un fuego dorado. Hasta la barba y el pelo de Tormenta (todo oro hilado) eran una belleza brutal que le caía en cascada alrededor de la cara, y el maldito idiota se estaba riendo.
El mundo que había más allá se había desvanecido tras un muro curvo, opaco, de fuego plateado. Formas vagas al otro lado, sí, había visto aproximarse a los tiste edur en busca de algún tipo de refugio.
Violín se encontró de pie, delante de ese muro, y echó a andar. Porque algunas cosas importan más que otras. Se metió en ese fuego plateado, sintió que le atravesaba como una lanza el cuerpo entero, ni caliente ni frío, ni dolor ni alegría.
Se tambaleó de repente, parpadeando, y ni a quince pasos de él se agazapaban cientos de tiste edur. Esperando la muerte.
Hanradi se arrodilló con la mirada clavada en el cielo, la mitad del cual se había desvanecido tras un muro ennegrecido de locura retorcida. La cima había comenzado a venirse abajo.
Un movimiento repentino lo hizo bajar los ojos.
Y vio a un malazano transformado en ese momento en una aparición blanca, la barba, el pelo. Los huesos de dedos que le colgaban eran objetos pulidos, luminosos, al igual que la armadura, las armas. Restregado, pulido, hasta el cuero de las correas parecía nuevo, flexible.
El malazano recibió su mirada con los ojos plateados, alzó una mano perfecta y les hizo un gesto para que se acercaran.
Hanradi se levantó y arrojó su espada a un lado.
Sus guerreros lo vieron. E hicieron lo mismo, y cuando todos se adelantaron, la cúpula de fuego plateado se precipitó de inmediato hacia ellos.
Un chillido penetrante, Hanradi se giró y vio que su último k’risnan estallaba en llamas, un único instante cegador y el desventurado hechicero se convirtió en simple ceniza que se posó en el suelo…
Pico estaba contento de salvarlos. Había comprendido a ese viejo sargento. El mago retorcido, por desgracia, no podía abrazar semejante purificación. Demasiado de su alma se había rendido. Los otros, oh, estaban heridos, llenos de una amargura que él tenía que barrer, así que lo hizo.
Ya no había nada difícil. Nada…
En ese momento descendió la oleada de magia letherii.
El comandante letherii no podía ver el campo de muerte, de hecho no podía ver nada salvo ese muro que giraba y retoñaba, esa hechicería impaciente. Su ansia cruel se derramaba en nubes que siseaban.
Cuando se adelantó con una palpitación, toda ilusión de control se desvaneció.
El comandante, con Sirryn Kanar acobardado junto a él, vio a sus siete magos arrancados del suelo, arrastrados por el aire tras la estela de ese muro que se lanzaba a la carga. Chillando, agitando los brazos, vetas de sangre que azotaba el viento cuando se hicieron pedazos momentos antes de desvanecerse en la tormenta oscura.
La hechicería dio un bandazo y se abalanzó en picado sobre el campo de la muerte.
Detonación.
Los soldados cayeron al suelo. Los caballos fueron arrojados de lado, los jinetes se precipitaron al suelo o quedaron atrapados cuando las aterradas bestias rodaron sobre sí mismas. El risco entero pareció ondularse y corcovear, un desplome repentino tiró a soldados por el borde y los enterró en corrimientos de tierra que se precipitaron hacia el campo inferior. Las bocas se abrían, se desataban chillidos en aparente silencio, el horror en tantos ojos…
La oleada derrumbada voló en pedazos…
A Pico lo empujó el peso inmenso, el ansia horrible. Pero se negó a retroceder. En su lugar, dejó que el fuego de su interior arremetiera, devorara cada vela y lo prendiera todo.
Sus amigos, sí, los únicos que había conocido jamás.
La supervivencia, comprendió, solo se podía encontrar a través de la pureza. Del amor que sentía por todos ellos, cuántos de ellos le habían sonreído, habían reído con él. Las manos que le daban palmadas en la espalda e incluso, de vez en cuando, le revolvían el pelo.
Le hubiera gustado ver a la capitán una última vez, y quizá hasta besarla. En la mejilla, aunque por supuesto a él le hubiera gustado algo mucho más… valiente. Pero era Pico, después de todo, y no podía enfrentarse a las cosas más que de una en una.
Se envolvió el cuerpo con los brazos, con fuerza, incluso mientras el fuego empezaba a quemarle los músculos de los brazos. Los hombros y el cuello. Las piernas.
Pero él podía aguantar en esa ocasión, hasta que lo encontraran.
Esos fuegos quemaban tanto, ardían, pero no había dolor. El dolor se había restregado, se había limpiado. Oh, el peso era inmenso, cada vez más denso, pero no pensaba soltarlo. Ni a uno solo de sus hermanos y hermanas, aquéllos a los que tanto amaba.
Mis amigos.
La hechicería letherii se partió, estalló en nubes de fuego blanco que se precipitaron en espiral hacia el cielo antes de desvanecerse. Unos fragmentos se estrellaron a ambos lados de la cúpula incandescente, desgarraron lo más profundo, la tierra convertida en nubes negras que vomitaban. Y, por todas partes, murió.
El comandante se puso en pie como pudo y se quedó mirando sin comprender la escena en el campo de la muerte.
A ambos lados, sus soldados se levantaban tambaleándose. Aparecieron mensajeros, uno casi chocó con él cuando esquivó a un Sirryn Kanar todavía arrodillado; era una mujer que intentaba decirle algo. Señalaba al sur.
—¡… desembarcando! ¡Otro ejército malazano, señor! ¡Miles más! ¡En el río!
El veterano comandante miró con el ceño fruncido a la mujer, cuyo rostro estaba manchado de tierra y en cuyos ojos había una mirada quebradiza de pánico.
Volvió a mirar el campo de la muerte. La cúpula parpadeaba, moría. Pero había aguantado. El tiempo suficiente, había aguantado.
—Informe a mis oficiales —le dijo a la mensajera—. Que se preparen para dar media vuelta y marchar rápido hacia el río, ¿a qué distancia? ¿Ya han conseguido instalar una cabeza de playa?
—Si marchamos directamente hacia el río, señor, nos los encontraremos. Y sí, como decía, han desembarcado. Hay grandes barcos de guerra en el río, ¡decenas de ellos! Y…
—¡Váyase, maldita sea! ¡A mis oficiales!
Sirryn por fin se había levantado y se volvió hacia su comandante.
—Pero… señor… ¡estos de aquí abajo!
—¡Déjeselos a los puñeteros edur, Sirryn! ¡Usted los quería derrotados y conseguirá su deseo! ¡Nosotros debemos encontrarnos con la fuerza más grande y debemos hacerlo de forma inmediata!
Espada y escudo, al fin, una batalla en la que un soldado podía morir con honor.
A la capitán Faradan Sort, como a tantos otros soldados relativamente cerca de donde se había sentado Pico, la había clavado en el suelo la ferocidad de su magia. Le costó recuperarse y cuando el fulgor plateado palpitó en una muerte intermitente, vio… blanco.
Armaduras y armas relucientes. Cabello blanco como la nieve, rostros desprovistos de todas sus cicatrices. Figuras que se levantaban medio aturdidas, alzándose como invocaciones perfectas de los brotes verdes y brillantes de una especie de hierba que, en ese momento, lo enredaba todo y parecía estar creciendo delante de sus ojos.
Y al volverse, miró a Pico.
Para arder, el fuego necesita combustible.
Para salvarlos a todos, Pico había utilizado todo el combustible de su interior.
Horrorizada, Faradan Sort se encontró con los ojos clavados en un revoltijo derrumbado de cenizas y huesos carbonizados. Pero no, había un patrón en aquello, una configuración, si al menos pudiera concentrarse entre las lágrimas. Oh. Los huesos de los brazos parecían estar abrazando las rodillas, el cráneo desplomado se apoyaba en ellas.
Como un niño escondido en un armario, un niño que intentara hacerse más pequeño, muy pequeño…
Pico. Dioses del inframundo… Pico.
—¿Planean regresar a sus armas? —le preguntó Violín al caudillo edur—. Es decir, si quieren empezar otra vez, nosotros estamos dispuestos.
Pero el viejo guerrero sacudió la cabeza.
—Hemos terminado con el imperio. —Y añadió—: Si nos permitieran ustedes irnos.
—Se me ocurren unos cuantos de nosotros que optarían más bien por matarlos a todos, ahora mismo.
Un asentimiento.
—Pero —dijo entonces Violín, sus soldados se reunían tras él, todos con los ojos puestos en los tiste edur, que los miraban a su vez— no estamos aquí para llevar a cabo un genocidio. ¿Dejarían a su emperador indefenso?
El caudillo señaló al norte.
—Nuestros pueblos se encuentran muy lejos de aquí. Allí quedan pocos y sufren por nuestra ausencia. Quiero llevar a mis guerreros a casa, malazano. Para reconstruir. Para aguardar el regreso de nuestras familias.
—Vayan, entonces.
El anciano tiste edur se inclinó.
—Ojalá pudiéramos… —dijo después—… retirar… todo lo que hemos hecho.
—Dígame una cosa. A su emperador… ¿se le puede matar?
—No.
No se añadió nada más. Violín se quedó observando cuando los edur emprendieron la marcha.
Detrás, un gruñido de Koryk, que después se dirigió a él.
—Estaba seguro, joder, de que íbamos a luchar hoy.
—Violín, el ejército letherii ha emprendido la marcha y se va —dijo Gesler.
—La consejera —dijo Violín con un asentimiento—. Los machacará ella.
—Lo que digo —continuó Gesler— es que el camino a Letheras… está libre de obstáculos. ¿Vamos a dejar que la consejera y todos esos simpáticos soldaditos suyos lleguen allí antes que nosotros?
—Buena pregunta —dijo Violín, que al fin se dio la vuelta—. Vamos a preguntarle al puño, ¿quieres?
—Sí, y quizá podamos averiguar también por qué seguimos vivos todavía.
—Sí, y blancos, además.
Gesler se quitó de un tirón el yelmo y le sonrió a Violín.
—Habla por ti, Viol.
Cabello de oro hilado.
—Que el Embozado me lleve —murmuró Violín—, es lo más aborrecible que he visto jamás.
Otra mano amiga que ayudó a levantarse a Pico. Miró a su alrededor. No había mucho que ver. Arena blanca, una puerta de mármol blanco más adelante, dentro de la cual se arremolinaba una luz plateada.
La mano que le aferraba el brazo era esquelética, la piel de un extraño tono verde. La figura, muy alta, iba encapuchada y vestía harapos negros. Parecía estar estudiando la puerta.
—¿Es ahí donde se supone que tengo que ir ahora? —preguntó Pico.
—Sí.
—De acuerdo. ¿Tú vienes conmigo?
—No.
—De acuerdo. Bueno, ¿me sueltas el brazo, entonces?
La mano se desprendió.
—No es común —dijo entonces la figura.
—¿Qué?
—Que atienda… las llegadas. En persona.
—Me llamo Pico.
—Sí.
—¿Qué hay por ahí?
—Tu hermano te espera, Pico. Lleva mucho tiempo esperando.
Pico sonrió y se adelantó, todo a la vez, con mucha prisa, la luz plateada del interior de la puerta era hermosa, le recordaba algo.
La voz del desconocido hizo que se girara.
—Pico.
—¿Sí?
—Tu hermano. No te conocerá. Todavía. ¿Entiendes?
Pico asintió.
—¿Por qué no vienes conmigo?
—Elijo esperar… por otro.
—Mi hermano —dijo Pico, su sonrisa se ensanchó—. Ahora soy más alto. Más fuerte. Puedo salvarlo, ¿verdad?
Una larga pausa.
—Sí, Pico, puedes salvarlo —dijo entonces la figura.
Sí, eso tenía sentido. Echó a andar otra vez con zancadas seguras hacia la puerta. Entró en el fulgor plateado y salió a un claro junto a un arroyo que corría sin prisas. Y arrodillado cerca de la orilla, su hermano. Igual que él lo recordaba. En el suelo, por todos lados, había cientos de figuritas de cera. Caras sonrientes, un pueblo entero, quizá una pequeña ciudad completa.
Pico se acercó a su hermano.
—He hecho todos éstos para él —dijo el niño, demasiado tímido para alzar la vista.
—Son muy bonitos —contestó Pico y sintió que las lágrimas le corrían por la cara, cosa que lo avergonzó, así que se las limpió. Después preguntó—: ¿Puedo jugar contigo?
Su hermano dudó mientras miraba todas las figuras, y asintió.
—Vale.
Así que Pico se arrodilló junto a su hermano.
Mientras, al otro lado de la puerta, el dios Embozado continuaba inmóvil.
Esperando.
Un tercer ejército se alzó del lecho marino para conquistar a los otros. Un ejército de barro contra el que ningún escudo podía defenderse, al que ninguna espada podía atravesar en lo más vivo. Las preciadas islas de lona eran revoltijos arrugados que enredaban los pies y envolvían las piernas, o se hundían por completo bajo sedimentos espesos. Soldado manchado de gris luchaba contra guerrero manchado de gris, enzarzados en la desesperación, la rabia y el terror.
La masa furiosa se había convertido en una entidad, una bestia caótica que se retorcía y se enterraba en el barro, y de ella se alzaba el estruendo ensordecedor del metal al chocar y las voces que brotaban entre el dolor y la muerte.
Soldados y guerreros cayeron, se hundieron entre gris y rojo, donde pronto se fundieron con el suelo. Los muros de escudos no podían resistir, los avances eran devorados; la batalla se había convertido en un combate de individuos hundidos hasta las rodillas, agitándose entre la multitud.
La bestia palpitaba de un lado a otro, se consumía en su propia locura y, en ambos bandos, aquellos que estaban al mando enviaban todavía más al torbellino.
La cuña de la infantería pesada letherii debería haber barrido a los leznas, pero el peso de su armadura se convirtió en una maldición, los soldados no podían moverse con la suficiente rapidez para explotar las brechas enemigas y tardaban mucho en apuntalar las propias. Los combatientes se quedaban atascados y se encontraban de repente separados de sus camaradas; los leznas los cercaban entonces, rodeaban al soldado, lanzaban tajos y acuchillaban hasta que el letherii caía. Allí donde los letherii podían concentrarse en gran número (de tres a treinta), provocaban el caos y mataban a decenas de sus menos disciplinados enemigos. Pero siempre, antes de mucho tiempo, el barro los alcanzaba y separaba las unidades.
Por el borde occidental, durante un tiempo, aparecieron los k’chain che’malle a gran velocidad por el flanco y desataron una matanza atroz.
Bivatt envió arqueros y escaramuzadores empuñando lanzas y, con grandes pérdidas, consiguieron repeler a los dos demonios, tachonados de flechas y la hembra cojeando a causa de una lanza que le habían hundido en el muslo izquierdo. La atri-preda habría entonces despachado a su caballería rosazul para perseguir a las criaturas, pero la había perdido en algún lugar del nordeste, donde todavía acosaba a los pocos supervivientes de la caballería lezna. En cualquier caso, los kechra continuaban en el lecho marino, salpicando de barro con cada alargada zancada, dando un rodeo hacia el lado oriental de los ejércitos enzarzados.
Y si atacaran allí, a la atri-preda le quedaban pocos soldados para responder: solo doscientos escaramuzadores que, sin la protección de los arqueros, poco más podían hacer que proporcionar un modesto muro de lanzas que apenas protegía un cuarto del flanco letherii.
Sentada sobre su inquieto caballo en la elevación de la antigua orilla, Bivatt maldijo en el nombre de cada dios que se le ocurrió. ¡Esos malditos kechra! ¿De veras eran imposibles de matar? ¡No, mira ése, está herido! Las lanzas pesadas pueden hacerles daño… Que el Errante me lleve, ¿tengo alternativa?
Llamó con un gesto a uno de los mensajeros que le quedaban.
—Que el finadd Treval encabece a sus escaramuzadores al flanco oriental —ordenó—. Línea defensiva por si los demonios regresan.
El mensajero salió disparado.
Bivatt posó la mirada una vez más en la batalla. Al menos no hay polvo que oculte las cosas. Y la evidencia quedaba patente. Los letherii estaban haciendo retroceder a los leznas, alas que avanzaban poco a poco, por fin, y formaban unos cuernos que rodeaban al enemigo. La lucha no había perdido nada de su ferocidad; de hecho, los leznas de los bordes exteriores parecían estar redoblando sus esfuerzos desesperados al reconocer lo que estaba pasando. Al reconocer… el principio del fin.
No veía a Mascararroja. Sus guardaespaldas y él habían dejado la plataforma central media campanada atrás y se habían precipitado a la batalla para llenar una brecha.
El muy idiota había renunciado a supervisar la batalla, había cedido el mando. Sus ayudantes no llevaban estandarte alrededor del que pudieran concentrarse sus guerreros. Si Mascararroja no estaba ya muerto, estaría cubierto de barro como todos los demás, irreconocible, inútil.
Bivatt ansiaba sentirse jubilosa, triunfante. Pero era consciente de que había perdido un tercio (quizá más) de todo su ejército.
Porque los leznas no querían aceptar la verdad. Por supuesto no podían rendirse (ese día era para la aniquilación), pero los muy idiotas ni siquiera huían, cuando era obvio que podrían, solo tenían que permanecer en el lecho marino para evitar que los persiguiera la caballería, podían dejar atrás con facilidad a los enemigos que iban a pie, más pesados que ellos. Podrían huir, malditos fueran, con la esperanza de luchar otro día más.
En su lugar, los malnacidos plantaban batalla, luchaban, mataban y después morían.
Incluso las mujeres y los ancianos se habían unido y añadían su carne desgarrada y la sangre que derramaban al cenagal revuelto.
¡Dioses, cómo los odiaba!
Brohl Handar, supervisor de la provincia de Drene, sintió el sabor de la sangre de la mujer en la boca y, con una oleada de placer, se la tragó. La mujer se había vertido sobre él cuando éste se había inclinado hacia delante para atravesar el estómago femenino con toda la espada. Se había vertido sobre su rostro, un torrente espeso y caliente. Brohl tironeó de su arma para liberarla mientras ella se derrumbaba en el suelo. Dio media vuelta y buscó otra víctima más.
Sus guerreros se encontraban por todos lados, pero pocos se movían ya, aparte de intentar recuperar el aliento. La matanza de los desarzonados y los heridos había parecido febril, como si todos los tiste edur arapay hubieran cargado contra la misma pesadilla, y sin embargo había habido tal alegría en esa masacre de leznas que su ausencia repentina llenaba el aire de una conmoción pesada, hinchada.
Eso, comprendió Brohl Handar, no se parecía en nada a matar focas en las costas de su tierra natal. La necesidad reportaba una multitud de sabores, algunos amargos, otros de una dulzura insoportable. Todavía podía saborear la sangre de la mujer, como miel recubriéndole la garganta.
Padre Sombra, ¿me he vuelto loco?
Se quedó mirando a su alrededor. Leznas muertos, caballos muertos. Guerreros edur con las armas resbaladizas y chorreando. Y ya había cuervos bajando a alimentarse.
—¿Está herido, supervisor?
Brohl se limpió la sangre de la cara y sacudió la cabeza.
—A formar. Marchamos ahora a la batalla, a matar algunos más. A matarlos a todos.
—¡Sí, señor!
Masarch se abrió paso a tropezones, medio cegado por el barro. ¿Dónde estaba Mascararroja? ¿Había caído? No había forma de saberlo. Aferrándose el costado, donde la punta de una espada le había atravesado la armadura de cuero y la sangre caliente se colaba entre sus dedos, el joven guerrero renfayar luchó entre el barro para llegar a la plataforma, pero el enemigo ya casi estaba sobre ella por el flanco oriental y sobre ésta ya no quedaba nadie.
No importaba.
Todo lo que deseaba en ese momento era arrancarse de ese barro, trepar a esas tablas de madera. Demasiados de sus camaradas se habían desvanecido en los empapados sedimentos pegajosos, lo que suscitaba en su mente horripilantes recuerdos de ser enterrado vivo (su noche de la muerte), cuando la locura se había metido en su cerebro. No, no iba a caer, no iba a hundirse, no iba a ahogarse con la negrura llenándole los ojos y la boca.
La incredulidad lo atravesaba como una daga. Mascararroja, su gran líder, que había regresado, que les había prometido el triunfo (el fin de los invasores letherii), había fallado a los leznas. Y ahora morimos. Nuestro pueblo. Estas llanuras, esta tierra, entregarán hasta los ecos de nuestras vidas. Desaparecidos, para siempre jamás.
No podía aceptarlo.
Y sin embargo es la verdad.
Mascararroja, nos has asesinado.
Alcanzó el borde de la plataforma y estiró la mano libre, la que debería estar sosteniendo un arma, ¿dónde la había dejado?
Un chillido bestial tras él y Masarch se volvió a medias, a tiempo de ver la cara retorcida, gris, agrietada bajo el yelmo, el blanco de los ojos que lo miraban con fijeza desde unas densas escamas de barro.
El fuego estalló en el pecho de Masarch y sintió que algo lo alzaba en equilibrio sobre la empuñadura de una hoja y su chorro deslizante de hierro fundido, arrojado de espaldas (sobre las tablas de la plataforma) y el letherii se estaba aupando tras él, se quitaba a patadas el barro de las botas, todavía empujando con la espada corta, aunque no podía hundirse más, la espada estaba atascada, había atravesado por completo la espalda de Masarch y se había enterrado a fondo en la madera. De rodillas, a horcajadas sobre el renfayar, el letherii, enseñando los dientes manchados, se quedó mirando los ojos de Masarch, y empezó a tironear de su espada.
Estaba hablando, comprendió el lezna, palabras repetidas una y otra vez en esa grosera lengua letherii. Masarch frunció el ceño, necesitaba entender lo que estaba diciendo el hombre mientras lo mataba.
Pero el mundo se estaba desvaneciendo, demasiado rápido…
No, te oigo, soldado, sí. Te oigo y sí, lo sé…
El letherii observó cómo la vida abandonaba los jóvenes ojos del cabrón lezna. Y aunque el letherii enseñaba los dientes como si sonriera, aunque sus ojos estaban muy abiertos y brillaban, las palabras que surgían de él repetían su letanía:
—Mantenme con vida, por favor, mantenme con vida, por favor, mantenme con vida…
A setenta pasos de distancia, Mascararroja se subió a lomos de su caballo (uno de los pocos que quedaban) y tironeó de las riendas para darle la vuelta a la bestia. Había perdido el látigo, pero el hacha con forma de medialuna permanecía en sus manos, manchada de sangre y entrañas, los bordes llenos de muescas.
Dioses, había matado a tantos, tantos, y había más, muchos más. Lo sabía, lo sentía, lo ansiaba. Los talones aporrearon los flancos del caballo que, al abalanzarse, levantó barro con los cascos. Era una locura montar en ese terreno, pero no había alternativa.
Miles de letherii asesinados, más todavía que masacrar. La propia Bivatt, sí; cabalgó hacia el lado oriental de la masa hirviente, por fuera del cuerno que los iba rodeando, ah, eso no duraría, sus guerreros se abrirían paso. Harían pedazos a esos cabrones y sus endebles filas.
Mascararroja, una vez que terminase con Bivatt, regresaría a esa matanza, y sí, ahí estaban sus k’chain che’malle, atronando el mundo para reunirse con él. Los tres, juntos, acuchillando como una enorme espada los flancos letherii. Una y otra vez, matando a cuantos se ponían a su alcance.
Sag’Churok se acercó por su derecha, mira cómo se alzan esos enormes brazos-espadas, preparándose para atacar. Y Gunth Mach, que se metía por su flanco interno y se colocaba entre Mascararroja y la fila de escaramuzadores que empujaban, armados con sus patéticas lanzas; Gunth Mach estaba cojeando, pero la lanza se había desprendido sola, o quizá la criatura se la había quitado con el movimiento. Esas bestias no sentían el dolor.
Y ya casi estaban con él, allí, una vez más, pues lo habían elegido a él.
¡Victoria en este día! ¡Victoria!
Sag’Churok se acercó algo más y se adaptó al paso del caballo de Mascararroja, éste lo vio girar la cabeza para mirarlo. Esos ojos, tan fríos, con un vacío tan atroz…
La espada arremetió, un contorno desdibujado que alcanzó al caballo por delante, en el cuello, justo encima de las clavículas. Un golpe tan salvaje y fuerte que lo atravesó de parte a parte y crujió con estrépito contra el borde de madera de la silla alta. Un golpe que lanzó a Mascararroja hacia atrás, por encima de la grupa del animal, mientras el caballo decapitado corría otra media docena de zancadas antes de vacilar hacia un lado y derrumbarse.
El jinete chocó contra el suelo embarrado con un hombro, se deslizó y rodó hasta detenerse; se levantó al momento, erguido, pero Sag’Churok le lanzó una estocada con la segunda hoja y lo alcanzó por encima de las rodillas. Brotó una fuente de sangre cuando se derrumbó de espaldas, se encontró clavando los ojos en las piernas amputadas, todavía de pie en el barro.
Gunth Mach se cernió sobre él, las garras de un pie trasero se hundieron alrededor del pecho de Mascararroja y perforaron la carne. Las costillas se aplastaron en ese abrazo, izó al hombre y lo arrojó por los aires, donde se cruzó en el camino de una de las espadas de Sag’Churok. La hoja le atravesó el hombro derecho y mandó el brazo dando vueltas, todavía aferrado al hacha de media luna.
Mascararroja cayó con un golpe seco en el suelo otra vez, ya muerto.
A trescientos pasos al este, Toc Anaster se aupó en los estribos sin hacer caso de los chillidos de horror de Torrente y observó que los dos k’chain che’malle se acercaban sin ruido una vez más hacia lo que quedaba de Mascararroja. La hembra le dio una patada al cuerpo y lo empujó un poco antes de retroceder.
Un momento después las dos criaturas se alejaban con pasos firmes, rumbo al nordeste, las cabezas estiradas y las colas horizontales y rígidas como lanzas tras ellos.
—Les falló —susurró Toc. ¿Qué otra razón podía haber? Quizá muchas razones. Solo Mascararroja podía haber respondido a todos los misterios que rodeaban a los k’chain che’malle. Su presencia allí, su alianza… una alianza a la que se había puesto fin. Porque él falló.
Lo repentino de la ejecución permanecía en su interior, reverberando, una conmoción.
Más allá, los últimos de los leznas (no más de unos cientos ya) estaban rodeados y morían en su cementerio de barro.
Una veintena de escaramuzadores habían salido y se iban acercando, habían visto ese último resto. Toc Anaster sobre su caballo. Torrente. Veintitantos niños considerados demasiado pequeños para morir con un arma en la mano, pero iban a morir de todos modos.
Sin hacer caso todavía de los gritos de angustia de Torrente, Toc se giró en su silla, en su mente la idea de matar a esos niños con sus propias manos (estocadas rápidas, tapándoles los ojos con las manos). Pero en lugar de eso vio, al sudeste, una extraña línea que hervía, ¿bhederin?
No. Eso es un ejército.
Con el único ojo guiñado observó que la línea se acercaba, sí, iban hacia ellos. No son letherii, no veo estandartes, no hay nada. No, no son letherii.
Toc volvió la vista y les echó un vistazo a los escaramuzadores que en ese momento iban hacia ellos a la carrera. Todavía a cien pasos de distancia.
Una última mirada al suelo, a los niños acurrucados que lloraban o habían enmudecido, y desató de su silla la cartera de cuero que contenía sus poemas.
—¡Torrente! —exclamó mientras le lanzaba la bolsa al guerrero, que la cogió al vuelo, el rostro moteado de ronchas manchado de barro y lágrimas, los ojos muy abiertos y sin comprender.
Toc señaló la línea lejana.
—¿Ves? Un ejército, no son letherii. ¿No había llegado recado de los bolkandos y sus aliados? ¡Torrente, escúchame, maldito seas! Eres el último, tú y esos niños. Llévatelos, Torrente, llévatelos y si a tu pueblo os queda un solo espíritu guardián, entonces éste no tiene que ser el último día de los leznas. ¿Lo entiendes?
—Pero…
—Torrente… ¡vete de una vez, maldito seas! —Toc Anaster, el último de las Espadas Grises de Elingarth, un mezla, sacó su arco y colocó la primera flecha con punta de piedra en la cuerda de tripa—. Puedo darte algo de tiempo, ¡pero tienes que irte ya!
Enrolló las riendas alrededor del cuerno de la silla, hizo presión con las rodillas, se inclinó hacia delante y emprendió la marcha… hacia los escaramuzadores letherii.
El barro salió volando cuando el caballo se estiró para emprender el galope. Por el aliento del Embozado, esto no será fácil.
A cincuenta pasos de los soldados de infantería, se alzó sobre los estribos y empezó a disparar flechas.
El lecho marino por el que Torrente guió a los niños era una ladera suave, prolongada, que subía hasta donde se encontraba ese ejército, la masa de figuras oscuras que se iba acercando. Sin estandartes, nada que revelara quiénes eran, aunque vio que no marchaban en filas ordenadas. Una simple masa, como podrían marchar los leznas, o los ak’ryn o las tribus de las llanuras D’rhasilhani, al sur.
Si ese ejército pertenecía a una de esas dos tribus rivales, entonces era muy probable que Torrente estuviera llevando a esos niños a la muerte. Pues que así sea, estamos muertos de todos modos.
Otros diez pasos trabajosos, después frenó un poco y los niños se reunieron a su alrededor. Con una mano posada en la cabeza de uno de los niños, Torrente se detuvo y se giró.
Toc Anaster se merecía al menos eso. Un testigo. Torrente no creía que quedara valor en ese extraño hombre, pero se había equivocado.
Al caballo no le hacía puñetera gracia. A Toc no le hacía puñetera gracia. Había sido soldado, una vez, pero ya no lo era. Había sido joven, se había sentido joven, y eso había alimentado los fuegos de su alma. Ni siquiera el fragmento de piedra ardiendo que le había robado su atractivo rostro, por no mencionar un ojo, había sido suficiente para arrancarle la sensación de invulnerabilidad.
Ser prisionero del Dominio había cambiado todo eso. La destrucción repetida infligida a sus huesos y carne, la sanación retorcida que seguía a cada ocasión, la jaula en la que metían su alma hasta que sus propios gritos sonaban a música, todo eso le había arrebatado sus creencias juveniles, se las había llevado tan lejos que hasta la nostalgia no despertaba más que evocaciones de agonía.
Despertar en el cuerpo de otro hombre debería haberle dado todo lo que prometía una nueva vida. Pero por dentro había seguido siendo Toc el Joven. Que una vez había sido soldado, pero ya no lo era.
La vida con las Espadas Grises no había alterado eso. Habían viajado a esa tierra atraídos por los Lobos con regalos de visiones casi imperceptibles, profecías turbias nacidas en sueños confusos: una inmensa conflagración los aguardaba, una batalla en la que se les necesitaría, con desesperación.
Y no, según había resultado, junto a los leznas.
Un error de criterio casi letal. Los aliados equivocados. La guerra que no era.
Toc jamás había confiado en los dioses, en cualquier caso. En ningún dios. De hecho, la lista de aquéllos en los que sí confiaba era de una brevedad patética.
Velajada. Ganoes Paran. Rezongo.
Tool.
Una hechicera, un capitán mediocre, un guardia de caravanas y un puñetero t’lan imass.
Ojalá estuvieran con él en ese momento, cabalgando a su lado.
La carga de su caballo era lenta, hinchada, algo torcida. Encaramado sobre el bulto de las rodillas, apoyado en los hombros de la bestia, Toc disparó flecha tras flecha contra los escaramuzadores, aunque sabía que era inútil. Apenas era capaz de ver, tantas sacudidas recibía sobre la silla, con el barro volando por todos lados en la loca carrera del caballo, que hacía un esfuerzo salvaje por continuar en pie.
Al acercarse oyó gritos. Con las dos únicas flechas que le quedaban se aupó todavía más sobre los estribos y estiró la cuerda del arco…
Sus flechas, descubrió con asombro, no habían fallado. Ni una sola. Ocho escaramuzadores habían caído.
Mandó otro siseo por el aire y vio que alcanzaba a un hombre en la frente, la punta de piedra perforó el bronce y luego el hueso.
La última flecha.
Dioses…
Y de repente estaba entre los letherii. Disparando su última flecha casi a bocajarro contra el pecho de una mujer.
Una lanza le desgarró la pierna izquierda, lo atravesó y abrió una brecha profunda en el flanco de su caballo. La bestia chilló y se abalanzó hacia delante…
Toc tiró el arco, desenvainó la cimitarra, maldita sea, debería haberme traído un escudo, y empezó lanzar tajos de un lado a otro para repeler las estocadas de las lanzas.
Su caballo consiguió abrirse camino y habría emprendido la carrera directamente contra las filas letherii, que tenía doscientos pasos más allá, pero Toc sujetó las riendas y dio la vuelta con el animal.
Solo para encontrar alrededor de una docena de escaramuzadores justo detrás de él, persiguiéndolo a pie.
Dos lanzas se clavaron en su montura, una patinó en un omóplato y la otra acuchilló el vientre del animal.
Con un chillido lastimero el caballo se vino abajo y cayó de lado, las patas traseras ya ensuciadas por los intestinos derramados, cada coz frenética arrancaba más, que se soltaban de la cavidad corporal. Toc, con las piernas todavía subidas, consiguió arrojarse de lomos de la bestia y aterrizar sin obstáculos.
Resbaló por el barro y con cierto esfuerzo pudo levantarse.
Una lanza se le clavó en la cadera derecha y lo levantó del cieno antes de tirarlo de espaldas.
Toc lanzó un tajo al asta. Ésta se astilló y la presión que lo inmovilizaba se desvaneció.
A base de cuchilladas a ciegas, Toc logró ponerse en pie de nuevo. La sangre le corría por ambas piernas.
Otro ataque contra él. Pero detuvo la estocada de la lanza, se aproximó con una sacudida e hizo caer la cimitarra sobre un lado del cuello del soldado. Una punta se estrelló contra su espalda y un golpe seco lo lanzó hacia delante. Contra una espada corta que le subió por debajo de las costillas y le partió el corazón en dos.
Toc Anaster cayó de rodillas y, al exhalar su último aliento, habría caído de cara en el barro si no hubiera sido por una mano que lo sujetó y le dio un tirón hacia atrás. El destello de un cuchillo ante su único ojo. Un calor repentino por la línea de la mandíbula…
Torrente estaba observando cuando el escaramuzador letherii rebanó la cara de Toc Anaster. Un trofeo más. Un trabajo rápido y eficiente; después, el soldado apartó a su víctima de un empujón y la herida roja, donde estuvo la cara de Toc, se desplomó contra el barro.
Los niños estaban llorando, sí, comprendió… Se había quedado mirando, esperando, y quizá los había condenado a todos a los cuchillos letherii. Aunque podían…
Torrente se dio la vuelta…
Y encontró desconocidos delante de él.
No eran ak’rynnai.
No eran d’rhasilhanii.
No, jamás había visto personas como ésas.
Los clanes de los barghastianos Caras Blancas se acercaron a la escena de la batalla, una batalla que se acercaba a su horripilante final. Quién ganaba, quién perdía, no significaba nada para ellos. Ellos iban a matar a todo el mundo.
Doscientos pasos por delante de las confusas líneas estaba su vanguardia, caminaban dentro de un chorro de la senda Tellann, que era muy fuerte en ese lugar, donde bajo los sedimentos de la antigua costa se podían encontrar herramientas de piedra, arpones hechos con cuernas, hueso y marfil y los cascos de canoas excavadas. Y allí fuera, en el antiguo lecho marino, había ofrendas enterradas en lo más profundo de los sedimentos. Piedras pulidas, pares de cuernas entrelazadas, cráneos de animales embadurnados de ocre rojo, un sinfín de regalos a un mar que se iba reduciendo.
Había otras razones para una emanación tan poderosa de Tellann, pero ésas no las conocía más que una de los tres de la vanguardia, y ella siempre había sido muy reservada con sus secretos.
Al salir de la senda, los tres se habían quedado no muy lejos del guerrero lezna y los niños leznas. Habían observado, en silencio, la extraordinaria valentía de ese único guerrero a caballo. Cargar contra más de una veintena de escaramuzadores… la habilidad del caballo para mantenerse en pie había sido excepcional. La pericia del guerrero para guiar a la bestia solo con las piernas, mientras disparaba flecha tras flecha, a ninguna de las cuales le faltó un objetivo, quitaba el aliento, sencillamente.
Ese guerrero (y su caballo) habían dado sus vidas para salvar a esos últimos leznas, y fue solo eso lo que detuvo (de momento) la mano de Tool, que había sido elegido entre los barghastianos Caras Blancas (tras la trágica muerte de Humbrall Taur en el desembarco) como caudillo, aunque ni siquiera era barghastiano. Sino imass. Que hubiera tomado como compañera a la hija de Taur, Hetan, sin duda había facilitado la ascensión al mando; pero más que eso, todo se había debido al propio Tool.
A su sabiduría. A su voluntad.
A la alegría de vivir que podía arder en sus ojos. Al fuego de la venganza que se podía inflamar en su lugar (que se había inflamado en ese momento), cuando al fin había considerado que había llegado la hora de responder a todo lo que se había hecho.
A lo que les habían hecho a las Espadas Grises.
La respuesta que les debían a los traidores.
La respuesta que les debían a los asesinos.
Si no hubiera sido por ese valiente guerrero y su valiente caballo, Tool habría matado a esos leznas de inmediato. Al joven de la cara moteada. A los niños cubiertos de barro que se acurrucaban a su alrededor. Con toda probabilidad todavía tenía intención de hacerlo.
Hetan lo sabía en el fondo de su corazón; conocía a su marido. Y si hubiera sacado su espada de pedernal, no habría intentado detenerlo.
Los Caras Blancas llevaban escondidos demasiado tiempo. Sus exploraciones por el este hacía ya mucho que les habían dicho todo lo que necesitaban saber sobre el sendero que los aguardaba, sobre el viaje que pronto debían emprender. Había sido la venganza lo que los había mantenido allí. Eso y la paciencia inmensa, misteriosa, de Tool.
Dentro de las sendas de Tellann, los barghastianos habían observado esa última guerra, el prolongado combate que había comenzado con la concentración de los dos ejércitos a lo lejos, al oeste.
No habían llegado a tiempo para salvar a las Espadas Grises, pero Hetan recordaba bien que ella y su marido se habían topado con el campo de batalla donde había caído la compañía. De hecho, habían presenciado lo que habían hecho los lobos de las llanuras, aquella espantosa extirpación de corazones humanos, ¿un homenaje? No había forma de saberlo, cada animal había huido con su premio en cuanto había podido. La matanza de esos soldados traicionados había sido particularmente brutal, les habían arrancado las caras. Había sido imposible identificar a nadie entre los caídos, y eso había asestado a Tool la herida más profunda de todas. Allí había perdido a un amigo.
La traición.
El asesinato.
No habría, en Tool, sitio para la piedad. No para los leznas. No para el ejército letherii que estaba tan lejos de casa.
Y allí se encontraban, dispuestos a ver caer a los últimos guerreros leznas, a ver cómo sus perros de guerra morían en el barro, a oír los rugidos de triunfo de los letherii mientras los escaramuzadores más cercanos, tras advertir la presencia de las fuerzas barghastianas, se retiraban a toda prisa de regreso a sus filas.
Hetan estudió ese inmenso y revuelto campo de batalla.
—Soy incapaz de distinguirlos —dijo.
Torrente se quedó mirando sin saber qué pensar. Las dos mujeres que flanqueaban al hombre eran, a sus ojos, aterradoras. La que acababa de hablar (en alguna lengua extranjera infernal) era como una aparición en las pesadillas de un adolescente. Peligro y sensualidad, una sed de sangre que a Torrente le quitaba el aliento, y con la pérdida de aliento llegaba también la pérdida de valor. De la propia virilidad.
La otra mujer era morena, baja pero ágil, envuelta en las pieles de una pantera. Y el centelleo negro azulado de la piel de la bestia parecía reflejarse en el fondo de los ojos bajo la frente robusta. Una chamán, una bruja, oh, sí. Una bruja pavorosa.
El hombre era pariente de esa mujer, en los rasgos de ambos había un parecido inconfundible, así como en sus alturas modestas y en el arqueamiento de las piernas. Y por mucho que las mujeres aterraran a Torrente, era la estolidez de la expresión del guerrero lo que helaba el alma del lezna.
La mujer más alta, con el rostro veteado de pintura blanca, posó entonces la mirada en Torrente y se dirigió a él en la lengua de los mercaderes, que habló con acento entrecortado.
—Tú todavía vives. Por el sacrificio del guerrero del caballo. Pero —señaló con la cabeza hacia el salvaje de la espada de pedernal— él continua indeciso. ¿Lo entiendes?
Torrente asintió.
El hombre dijo entonces algo y la mujer del rostro blanco apartó la mirada, los ojos entrecerrándose. Después posó la vista en la cartera que Torrente todavía sostenía, y que le colgaba de una correa de la mano izquierda. La mujer la señaló.
—¿Qué llevas?
El lezna parpadeó, bajó la mirada y la posó en la bolsa de cuero. Se encogió de hombros y la tiró al suelo.
—Garabatos —dijo—. Pintó muchas palabras, como una mujer. Pero no era el cobarde que pensé. No lo era.
—¿Garabatos?
Torrente se dio cuenta que había lágrimas en sus mejillas y se las limpió.
—El guerrero del caballo —dijo—. El mezla.
Hetan vio que la cara de su marido se volvía poco a poco al oír esa palabra, lo vio clavar los ojos en el guerrero lezna y observó que una cascada de verdades comenzaban a apoderarse de la expresión de Tool y terminaban con un terrible chillido, su marido se llevó las manos a la cara y cayó de rodillas.
Y de repente se encontró a su lado, acunándole la cabeza contra el vientre mientras él dejaba escapar otro grito penetrante y se arañaba la cara.
El lezna los miró como si lo invadiera la conmoción.
Los guerreros barghastianos salieron en masa de la línea, los más jóvenes con sus antiguas espadas curvas de un solo filo en la mano, los más amados de Tool, a los que veía como sus propios hijos. Rostros llenos de consternación, de miedo, comenzaron a dirigirse hacia Tool.
Hetan alzó una mano y los detuvo a todos en seco.
Junto a los dos, envolviéndose mejor los hombros con la piel de pantera, Kilava Onass. La hermana de su marido, cuyo corazón albergaba más dolor y pérdidas de lo que Hetan podía comprender, la mujer que podía llorar cada noche como si un ritual se lo exigiera con la puesta de sol. La mujer que se alejaba del campamento para entonar canciones sin palabras dedicadas al cielo de la noche, canciones que hacían aullar a los ays con voces de duelo y pena.
Esa mujer se colocó a la derecha de su hermano. Pero no estiró una mano, ni siquiera le dedicó a Tool una mirada de comprensión. En su lugar, sus ojos oscuros examinaban el ejército letherii.
—Se preparan para nosotros —dijo—. Los tiste edur se unen a sus filas. La caballería espera a lo largo de la antigua línea de costa. Onos Toolan, estamos perdiendo tiempo. Sabes que debo irme pronto. Muy pronto.
Tool se desprendió del abrazo de Hetan. No dijo nada, se irguió y echó a andar.
Hacia donde había caído su amigo.
El guerrero lezna dio medio paso hacia él.
—¡No! —gritó, y volvió unos ojos suplicantes hacia Hetan—. ¡No debe! El mezla… era un amigo, ¿verdad? ¡Por favor, que no lo haga!
Tool siguió caminando.
—¡Por favor! ¡Le cortaron la cara!
Hetan se estremeció.
—Lo sabe —dijo.
Y cuando Tool al fin se detuvo, miró atrás y se encontró con los ojos de Hetan.
—Mi amor —dijo con voz entrecortada—, no lo entiendo.
Ella solo pudo sacudir la cabeza.
—Lo traicionaron —continuó Tool—. Y sin embargo, mira, en este día cabalgó hacia el enemigo.
—Para salvar las vidas de estos niños —dijo Hetan—. Sí.
—No lo entiendo.
—Me has contado muchas historias, esposo, sobre tu amigo. Sobre Toc el Joven. Sobre el honor en su interior. Y yo te pregunto, ¿cómo podía no hacerlo?
El corazón femenino estuvo a punto de estallar cuando contempló a su amado. Esos imass eran incapaces de ocultar sus sentimientos. No poseían las máscaras, los disfraces, que eran los amargos dones de otros, incluyendo sus propios barghastianos. Y también carecían de control, de dominio, lo que permitía que el dolor hiriera el alma a una hondura más profunda de lo que Hetan podía imaginar. Y como con el dolor, también el amor. También la amistad. Y también, por desgracia, la lealtad.
—Viven —dijo entonces Tool.
Ella asintió.
Su marido se volvió y reanudó su horrendo viaje.
Un bufido de impaciencia de Kilava.
Hetan se acercó a la cartera de cuero que el guerrero lezna había desechado. La recogió y se la colgó de un hombro.
—Kilava —dijo—. Invocahuesos. Ponte al frente de nuestros barghastianos en esta batalla. Yo bajo con mi marido.
—No van…
—No seas absurda. Ya solo el terror garantizará su obediencia. Además, cuanto antes terminen de masacrar, antes partirás tú.
La sonrisa repentina reveló los caninos de una pantera.
Lo que provocó un escalofrío en Hetan. Gracias a los espíritus que sonríes muy pocas veces, Kilava.
La atri-preda Bivatt había ordenado a sus fuerzas que se retiraran del lecho marino. Que regresaran a terreno más sólido. Su triunfo de ese día se había avinagrado con el sabor del miedo. Otro puñetero ejército, y estaba claro que pretendían entablar batalla con sus agotadas, magulladas y maltratadas fuerzas. No se había permitido más que unos momentos de rabia silenciosa contra la injusticia antes de obligarse a asumir de nuevo las responsabilidades del mando.
Lucharían con coraje y honor, aunque a medida que el barbárico enemigo continuaba concentrándose se dio cuenta de que sería inútil. Setenta mil, quizá más. Los que habían desembarcado en la costa norte, pero quizá, también, los aliados que se rumoreaba que tenían los bolkandos. Que habían regresado allí, al norte, pero ¿por qué? ¿Para unirse a los leznas? Pero para eso su ejército principal había llegado demasiado tarde. Bivatt había hecho lo que había salido a hacer, había hecho lo que le habían ordenado hacer. Había exterminado a los leznas.
Setenta mil o doscientos mil. La destrucción de Bivatt y su ejército. Ninguna de las dos cosas importaba a la hora de la verdad. El Imperio de Lether repelería a esos nuevos invasores. Y de no ser posible, los sobornarían para apartarlos de los bolkandos; incluso conseguirían pasarlos a su bando para formar una alianza que entraría barriendo en el reino fronterizo, en oleadas de matanzas brutales.
Quizá, comprendió de repente Bivatt, había una forma de salir de aquella… Echó un vistazo alrededor hasta que vio a uno de sus finadds. Se acercó.
—Prepare una delegación, finadd. Intentaremos parlamentar con este nuevo enemigo.
—Sí, señor. —El hombre se alejó a la carrera.
—¡Atri-preda!
Bivatt se volvió y vio que se acercaba Brohl Handar. El supervisor no tenía aspecto de gobernador imperial. Estaba cubierto de sangre y entrañas y sujetaba la espada con una mano en la que se acumulaba la sangre seca.
—Parece que no llegamos demasiado tarde, después de todo —dijo.
—Ésos no son leznas, supervisor.
—Eso ya lo veo. Veo también, atri-preda, que usted y yo moriremos aquí hoy. —Hizo una pausa y después lanzó una carcajada que era casi un gruñido—. ¿Recuerda, Bivatt, que me advirtió que Letur Anict intentaba matarme? Y sin embargo aquí estoy, he marchado con usted y su ejército hasta aquí…
—Supervisor —lo interrumpió ella—. El comisionado infiltró en mis fuerzas diez asesinos. Todos los cuales están muertos.
Los ojos del hombre se fueron abriendo poco a poco.
Bivatt continuó.
—¿Ha visto al soldado alto que suele ponerse a su lado? Le encomendé la tarea de mantenerlo con vida, y ha hecho lo que le ordené. Por desgracia, supervisor, creo que pronto fracasará en su tarea. —A menos que pueda negociar una salida para esto.
La atri-preda se volvió hacia el enemigo que avanzaba una vez más. Estaban alzando estandartes, solo unos cuantos, e idénticos entre sí. Bivatt entornó los ojos bajo la luz de la tarde.
Y reconoció esos estandartes.
La invadió el frío.
—Qué le vamos a hacer —dijo.
—¿Atri-preda?
—Reconozco esos estandartes, supervisor. No van a parlamentar. No hay posibilidad de rendirse.
—Esos guerreros —dijo Brohl Handar tras un momento— son los que han estado levantando los monumentos de piedras.
—Sí.
—Entonces llevan con nosotros un tiempo.
—Al menos sus exploradores, supervisor. Más de lo que cree.
—Atri-preda.
La mujer lo miró y estudió su expresión seria.
—¿Supervisor?
—Que muera bien, Bivatt.
—Ésa es mi intención. Usted también. Que muera bien, Brohl Handar.
Brohl se alejó de ella zigzagueando entre una fila de soldados, los ojos clavados en uno en concreto. Alto, con un rostro amable veteado en esos momentos de barro.
El tiste edur captó la mirada del hombre y respondió a la sonrisa fácil con otra.
—Supervisor, veo que ha tenido un día emocionante.
—Le digo lo mismo —respondió Brohl—, y parece que hay más por venir.
—Sí, pero déjeme decirle una cosa, yo estoy satisfecho. Por una vez hay suelo sólido bajo mis pies.
El supervisor pensó en darle las gracias sin más al soldado, por mantenerlo con vida todo ese tiempo. En su lugar, no dijo nada durante un buen rato.
El soldado se frotó la cara.
—Señor —dijo entonces—, sus arapay lo aguardan, sin duda. Mire, el enemigo ya se prepara.
Y sí, eso era lo que Brohl Handar quería.
—Mis arapay lucharán bien sin mí, letherii. Quisiera pedirle una última merced.
—Pídala entonces, señor.
—Querría que me concediera el privilegio de luchar a su lado. Hasta que caigamos.
Los ojos suaves del hombre se abrieron un poco más, y después, de inmediato, la sonrisa regresó.
—Escoja entonces, supervisor. A mi derecha o a mi izquierda.
Escogió la izquierda del hombre. En cuanto a salvaguardar su propio flanco desprotegido, a Brohl Handar aquello le resultaba indiferente.
De algún modo, la verdad de eso lo complació.
En la ciudad de Drene los disturbios se propagaban con furia por toda la mitad norte de la ciudad y, con la llegada de la noche, el caos se extendería hacia los distritos más opulentos del sur.
Venitt Sathad, al que se le concedió una audiencia inmediata con el comisionado Letur Anict (que lo esperaba en pie ante su escritorio, el rostro redondo y pálido reluciendo de sudor, y en cuyos ojos el administrador vio, al acercarse al hombre, una especie de aturdimiento que luchaba con tensiones más profundas), se adelantó caminando sin prisas, pero sin fanfarronear tampoco. Más bien caminaba con un propósito decidido y concreto.
Vio que Letur Anict parpadeaba de repente y lo medía de arriba abajo mientras él continuaba andando hasta llegar a su altura.
Y hundía un cuchillo en el ojo izquierdo del comisionado, en lo más profundo del cerebro.
El peso de Letur Anict, cuando se derrumbó, sacó el arma de la herida.
Venitt Sathad se inclinó para limpiar la hoja en la túnica de seda del comisionado; se irguió, se volvió hacia la puerta y abandonó el despacho.
Letur Anict tenía esposa. Tenía hijos. Había tenido guardias, pero Orbyn Buscaverdad se había encargado de ellos.
Venitt Sathad se fue en busca de todos los herederos para eliminarlos.
Ya no actuaba como agente de la Consigna Libertad. En ese momento solo era un endeudado.
Que ya estaba harto.
Hetan dejó a su marido arrodillado junto al cuerpo de Toc el Joven. Ya no podía hacer más por él y no era defecto de ella. El dolor crudo del imass era como un pozo sin fondo, un pozo que podía atrapar al confiado y mandarlo de cabeza a una oscuridad interminable.
Una vez, mucho tiempo atrás ya, Tool se había encontrado delante de su amigo y su amigo no lo había conocido y para el imass (mortal de nuevo, después de miles y miles de años) eso había sido fuente de irónica diversión, igual que el juego de un estafador en el que el placer definitivo solo aguardaba la revelación de la verdad.
Tool, con su paciencia sobrehumana, había esperado mucho tiempo para desvelar esa verdad. Demasiado tiempo, al parecer. Su amigo había muerto sin saberlo. El juego del embustero había asestado una herida de la que Hetan sospechaba que su marido quizá nunca llegara a recuperarse.
Y así, comenzó a comprender en el fondo de su corazón, podría haber otras pérdidas en ese trágico día. Una mujer que perdía a su marido. Dos hijas que perdían a su padre adoptivo y un hijo a su verdadero padre.
Se acercó donde Kilava Onass se había colocado para observar la batalla, y no era pequeño favor que hubiera decidido no transformarse y adoptar su forma soletaken; que, de hecho, hubiera dejado a los clanes de los barghastianos Caras Blancas la libertad de hacer lo que mejor hacían, matar en un frenesí de salvajismo explosivo.
Hetan vio que Kilava se hallaba cerca de donde había caído un jinete solitario; observó que lo habían matado las armas de los k’chain che’malle. Un asesinato típico, cruel, que despertó en ella recuerdos de un tiempo en el que ella misma se había enfrentado a tan terribles criaturas, un recuerdo puntuado por la punzada aguda de dolor por un hermano que había caído ese día.
Kilava no hacía mucho caso del cuerpo sin piernas y con un solo brazo que había tirado a diez pasos a su izquierda. La mirada de Hetan se posó en el cadáver con una curiosidad repentina.
—Hermana —le dijo a Kilava, e hizo un uso deliberado del título que más desagradaba a su cuñada—, mira, éste lleva una máscara. ¿No iba el caudillo de los leznas así enmascarado?
—Me imagino —dijo Kilava—, puesto que lo llamaban Mascararroja.
—Bueno —dijo Hetan mientras se acercaba al cadáver—, este viste como los leznas.
—Pero lo asesinaron los k’chain che’malle.
—Sí, eso ya lo veo. Aunque… —Se agachó y estudió la peculiar máscara, las extrañas y minúsculas escamas bajo las salpicaduras de barro—. Esta máscara, Kilava, es la piel de un k’chain, lo juraría, aunque las escamas son más bien diminutas…
—La garganta de una matrona —respondió Kilava.
Hetan la miró.
—¿De veras? —Estiró un brazo y dio un tirón para quitarle la máscara al hombre. Una larga mirada a los rasgos pálidos.
Hetan se levantó y tiró la máscara a un lado.
—Tenías razón, no es Mascararroja.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kilava.
—Bueno, vestido como los leznas o no, este hombre era letherii.
El Embozado, rey supremo de la Muerte, el Que Recoge a los Caídos, el poco exigente amo y señor de más almas de las que podía contar (aunque hubiera sentido la inclinación, que jamás la había sentido), se encontraba sobre un cuerpo, esperando.
Una atención tan particular era, por suerte, una incidencia poco común. Pero algunas muertes llegaban, muy de vez en cuando, luciendo ciertas… excentricidades. Y el que yacía ahí abajo suponía una de esas incidencias.
Sobre todo porque los Lobos querían su alma, aunque no la conseguirían, pero también porque ese mortal había eludido la presa del Embozado una y otra vez, aunque cualquiera podía ver y entender de sobra el dulce regalo que había estado ofreciendo el señor de la Muerte.
Las vidas singulares, sí, podían ser de lo más… singulares.
Daba fe de ello el que había llegado muy poco tiempo antes. No era un don poseer una mente simple. No había neblina de incomprensión tranquilizadora que aliviara las terribles heridas de una vida que se había ordenado que continuara siendo, hasta el último instante, de una inocencia profunda.
Al Embozado no lo enojaba la sangre que manchaba las manos de Pico. Sin embargo, sí que lo enojaba de la forma más sumaria las despiadadas acciones de la madre y el padre de Pico.
Pocos sacerdotes mortales comprendían la necesidad de desagravio, aunque con frecuencia peroraban sobre esa noción en sus sermones sobre la culpa, con sus implícitas extorsiones que hacían poco más que hinchar los cofres del templo.
El desagravio, así pues, era una exigencia que ni siquiera un dios podía negar. Y así había sido con el llamado Pico.
Y así era en ese momento con el llamado Toc el Joven.
—Despierta —dijo el Embozado—. Levántate.
Y Toc el Joven, con un largo suspiro, hizo lo que ordenaba el Embozado.
En pie, tambaleándose, mirando con los ojos guiñados la puerta que los aguardaba a los dos.
—Maldita sea —murmuró Toc—, como puerta deja mucho que desear.
—Los muertos ven como ven, Toc el Joven. No hace mucho tiempo brillaba con el blanco de la pureza.
—No sabes cómo lo siento por esa pobre alma confundida.
—Cómo no. Ven. Camina conmigo.
Echaron a andar hacia la entrada.
—¿Haces esto con cada alma?
—En absoluto.
—Oh. —Y entonces Toc se detuvo, o lo intentó, porque sus pies siguieron arrastrándose—. Un momento, mi alma estaba prometida a los Lobos…
—Demasiado tarde. Tu alma, Toc el Joven, me la prometieron a mí. Hace mucho tiempo.
—¿De veras? ¿Y quién fue el idiota?
—Tu padre —respondió el Embozado—. Que, al contrario que Dassem Ultor, permaneció leal.
—¿Y tú lo recompensaste con la muerte? Pedazo de mierda, cabrón…
—Lo esperarás, Toc el Joven.
—¿Vive todavía?
—La muerte nunca miente.
Toc el Joven intentó detenerse de nuevo.
—Embozado, una pregunta…, por favor.
El dios se paró y bajó la cabeza para mirar al mortal.
—Embozado, ¿por qué tengo todavía un solo ojo?
El dios de la Muerte, Segador de Almas, no respondió. Eso mismo se había estado preguntando él.
Putos lobos.