Ábreles tu mano hacia la costa, obsérvalos adentrarse en el mar.
Imponles todo lo que necesitan, mira cómo anhelan todo lo que quieren.
Regálales el estanque calmo de las palabras, obsérvalos sacar la espada.
Bendícelos con la hartura de la paz, mira cómo se mueren de hambre de guerra.
Concédeles la oscuridad y codiciarán la luz.
Entrégalos a la muerte y óyelos rogar por su vida.
Engendra vida y ellos asesinarán a tus parientes.
Sé como son ellos y ellos te verán diferente.
Muestra sabiduría y eres un idiota.
La costa da paso al mar.
Y el mar, amigos míos,
no sueña contigo.
Plegaria temblor
Otro pueblo de mierda del Embozado, peor que setas tras un chaparrón. Prueba, si es que la necesitaban (y no la necesitaban), de que se estaban acercando cada vez más a la capital. Aldeas, pueblos, pequeñas ciudades, tráfico en los caminos y pistas para carretas, el paso atronador de caballos, cuernos resonando a lo lejos como el aullido de los lobos al entrar a matar.
—La mejor vida que hay —murmuró Violín.
—¿Sargento?
Rodó de espaldas y estudió a las agotadas, magulladas, ensangrentadas y enloquecidas excusas que tenía por soldados. ¿Qué eran en esos momentos? ¿Y qué era lo que, al mirarlo a él a su vez, estaban viendo? Su última esperanza, y si eso no son malas noticias…
Se preguntó si Gesler y su pelotón seguían vivos. Los había separado la noche anterior una inteligente ofensiva en masa de los edur, erizados de armas y olisqueando el aire como los mastines en los que se habían convertido. Edur tras sus pasos, presionando sin parar, empujándolos, a punto de meterse en lo que Violín sabía la hostia de bien que era un muro de soldados que esperaba por allí delante; no habría forma de superarlo cuando llegara el momento. Tampoco de escabullirse al norte o al sur, las bandas edur llenaban el norte, una docena por soto, y no demasiado lejos, al sur, estaba el ancho río Lether, sonriendo como el puñetero sol. Sí, alguien del otro bando por fin había empezado a pensar con la cabeza y había hecho los ajustes necesarios, había convertido esa invasión entera en un inmenso embudo que estaba a punto de meter a los malazanos en una picadora de carne.
Bueno, no hay diversión que dure para siempre. Después de que alejaran a Gesler y su quinto pelotón, habían oído ruidos de lucha en esa dirección. Y Violín se había enfrentado a una dura decisión: podía guiar a su puñado de soldados y cargar por el flanco para abrirse paso y aliviar a los pobres cabrones, o permanecer en silencio y seguir avanzando a toda prisa, hacia el este con rumbo sur, para ir a colarse de cabeza en ese buche que los esperaba.
Los crujidos estridentes de los fulleros habían decidido por él, era un suicidio meterse allí, los fulleros tendían a salir volando por todas partes, y significaban que Gesler y su pelotón estaban huyendo, se estaban abriendo paso a la fuerza entre el enemigo; Violín y su pelotón podrían terminar tropezándose con su estela, atrapados de repente en medio de decenas de encolerizados edur.
Así que los dejé a lo suyo. Y las detonaciones se fueron apagando, pero los gritos continuaron, que el Embozado me lleve.
Despatarrados en las hierbas altas al borde de la línea de árboles, su pelotón. Apestaban. La gloria de los Cazahuesos, esa afición al significado más horripilante de ese nombre. La maldición de Koryk, sí. ¿Quién si no? Dedos amputados, orejas, todo perforado y colgando de cinturones, broches de arneses, correas de cuero crudo. Sus soldados: del primero al último, degradados y convertidos en unos salvajes espeluznantes que lamían sangre y a los que apenas se les podía llamar humanos. Nada de extrañar. Una cosa era hacer misiones encubiertas; como marines, para eso los habían adiestrado. Pero se había alargado demasiado, sin alivio alguno, y el único final a la vista era nada menos que la puerta del Embozado. Dedos y orejas, salvo por Sonrisas, que había añadido a la mezcla lo que solo los varones podían proporcionar. «Mis gusanos bleckers», había dicho, refiriéndose a unos gusanos que vivían en el barro marino, a poca distancia de la orilla, y que eran endémicos de la costa kanesiana. «Y al igual que los gusanos, empiezan siendo violetas y azules y después de un día o dos al sol, se quedan grises. Bleckers, sargento».
No les hacía falta confundirse de camino para perder la cabeza, eso al menos era obvio. Dioses del inframundo, mira estos idiotas, en el nombre del Embozado, ¿se puede saber cómo hemos durado tanto?
No habían visto a la capitán y al enano de su mago en algún tiempo, lo que no presagiaba nada bueno. Con todo, había jirones reveladores de humo marrón que flotaban acá y allá por las mañanas, y el sonido desvaído de municiones por la noche. Así que al menos algunos seguían vivos. Pero hasta esas señales eran cada vez más escasas, cuando, si acaso, deberían haber ido aumentando a medida que las cosas se iban complicando.
Nos hemos quedado sin nada. Estamos agotados. ¡Bah, escucha lo que digo! Empiezo a sonar igual que Sepia. «Ya estoy listo para morir, Viol. Encantado de irme, sí. Ahora que ya vi…».
—Ya basta —soltó de repente.
—¿Sargento?
—Deja de preguntarme, Botella. Y deja de mirarme como si me hubiera vuelto loco.
—Será mejor que no, sargento. Que no te vuelvas loco, quiero decir. Eres el único que queda cuerdo.
—¿Y eso te incluye a ti?
Botella hizo una mueca y escupió otra bola de la hierba que le había dado por masticar. Estiró el brazo y cogió un puñado fresco.
Sí, respuesta suficiente.
—Casi ha oscurecido —dijo Violín mientras miraba una vez más el pintoresco pueblo que tenían delante. Cruce de caminos, taberna y establo, una forja en la calle principal, delante de una pila inmensa de desechos, y lo que parecían demasiadas residencias, filas de cabañas en callejuelas estrechas; cada morada parecía apenas lo bastante grande para una familia pequeña. Quizá había alguna otra industria, una cantera o una fábrica de loza, en algún lugar al otro lado del pueblo. Le parecía haber visto un camino de grava que serpenteaba colina arriba tras el borde oriental.
Reinaba un silencio extraño para ser la hora de la puesta del sol. ¿Trabajadores todavía encadenados a sus bancos de trabajo? Quizá. Pero, con todo, ni un puñetero perro en esa calle.
—No me gusta la pinta que tiene —dijo—. ¿Estás seguro de que no hueles nada raro, Botella?
—Nada mágico. Lo que no significa que no haya un centenar de edur agazapados dentro de esas casas, esperando por nosotros.
—Pues manda una ardilla o algo, maldito seas.
—Estoy buscando, sargento, pero si no haces más que interrumpirme…
—Embozado bendito, por favor, cose las bocas de los magos, te lo imploro.
—Sargento, te lo ruego. Tenemos seis pelotones de edur a menos de una legua por detrás, y yo estoy hasta el gorro de esquivar jabalinas. Déjame concentrarme.
Sí, tú concéntrate en este puño que te voy a hacer tragar, maldito besaratas. Oh, estoy demasiado cansado, soy demasiado viejo. Quizá, si sobrevivimos a esto… ¡ja! Pues yo pienso escabullirme, desaparecer en las calles de esa tal Letheras. Me retiro. Me dedico a pescar. O quizá a tejer. Chales funerarios. Apuesto a que termina siendo una empresa floreciente durante un tiempo. Una vez que llegue la consejera con el resto de la panda de gruñones y vengue a todos los marines que habremos muerto, ah, dulce venganza. No, deja de pensar así. Seguimos vivos.
—Tengo un gato, sargento. Está durmiendo en la cocina de esa taberna. Y tiene malos sueños.
—Entonces conviértete en su peor pesadilla, Botella, y rápido.
Pájaros trinando en los árboles detrás de ellos. Insectos afanados en vivir y morir en las hierbas que los rodeaban. Hasta ahí llegaba el mundo de Violín, un esfuerzo tedioso puntuado por momentos de profundo terror. Le picaba todo, estaba sucio y podía oler el hedor rancio del miedo viejo, como manchas malolientes en la piel.
¿Y se puede saber quién Embozado son estos malditos letherii? Así que este puñetero imperio con sus señores edur se peleó con el Imperio de Malaz. Eso es problema de Laseen, no nuestro. Maldita seas, Tavore, llegamos a este punto y la venganza no basta…
—La tengo —dijo Botella—. Despierta… se estira, sí, tiene que estirarse, sargento, no me preguntes por qué. De acuerdo, tres personas en la cocina, todas sudando, todas poniendo los ojos en blanco, parecen aterradas, se acurrucan. Oigo sonidos en la taberna. Hay alguien cantando…
Violín esperó por más.
Y esperó.
—Botella…
—Se desliza en la taberna… ¡ah, una cucaracha! Espera, no, deja de jugar con ella, ¡cómete de una vez al puñetero bicho!
—¡Baja la voz, Botella!
—Hecho. Guau, cuánta gente aquí dentro. Esa canción… ahí arriba en la barandilla, y ahí… —Botella se detuvo de golpe y se levantó maldiciendo por lo bajo. Se quedó un momento parado, lanzó un bufido y dijo—: Vamos, sargento. Podemos entrar sin más.
—¿Marines controlando el pueblo? ¡Espeta al Embozado en una estaca!
Los demás lo oyeron, se levantaron como uno solo y se arremolinaron con gesto aliviado.
Violín se quedó mirando todas aquellas sonrisas estúpidas y de repente recuperó la sobriedad.
—¡Miraos! ¡Sois una puñetera vergüenza!
—Sargento. —Botella le tiró del brazo—. Viol, confía en mí, por eso no hay que preocuparse.
Hellian había olvidado qué canción estaba cantando. Fuera la que fuera, no era lo que estaban cantando todos los demás, aunque tampoco seguían cantando, o no mucho. Si bien su cabo estaba logrando emitir un gorjeo doble, alargando una extraña palabra en cawnese antiguo… Los extranjeros no deberían cantar, porque cómo iba a entenderlos la gente, y podría ser una canción mezquina, una canción desagradable e insultante sobre sargentos, así que su cabo se había ganado ese porrazo en la cabeza, al menos los gorjeos habían parado a medias.
Un momento después se dio cuenta de que la otra mitad también se había apagado. Y que ella era la única que seguía cantando, aunque incluso a ella le sonaba como un idioma extranjero balbuceando en sus labios entumecidos, algo sobre sargentos, quizá, bueno, podía sacar ese cuchillo y…
De repente más soldados, la taberna todavía más atestada. Rostros desconocidos que le sonaban y cómo podía ser bueno era así sin más, así que ya está. Maldita sea, otro sargento, ¿con cuántos sargentos iba a tener que lidiar en esa taberna? Primero estaba Urb, que parecía llevar semanas siguiéndola, y después Gesler, que había entrado tambaleándose al mediodía con más heridos que gente en pie. Y ahí estaba otro, con la barba rojiza y ese violín abollado a la espalda, y se quedó riéndose y abrazando a Gesler como si fueran hermanos perdidos largo tiempo atrás, o amantes o algo por el estilo; en lo que a ella se refería, todo el mundo estaba demasiado contento, coño. Más contentos que ella, que era, por supuesto, lo mismo.
Las cosas habían ido mejor por la mañana. ¿Había sido ese día? ¿El día anterior? Daba igual. No había sido nada fácil encontrarlos, como cosa de magia, ¿obra de Balgrid? ¿De Tavos Estanque? Así que los tres pelotones de edur prácticamente les habían caído encima. Lo que había hecho la matanza mucho más fácil. Ese maravilloso sonido de las ballestas al dispararse: ¡zaca!, ¡zaca!, ¡zacaguacagua! Y luego las espadas, las cuchilladas cuerpo a cuerpo, cortar, rebanar, y después hurgar y pinchar, pero ya no se mueve nadie más y ¡menudo alivio! Y el alivio era la mejor sensación del mundo.
Hasta que te entraba la depresión. Allí de pie, rodeada de gente muerta, a veces te pasaba. La sangre en la espada que llevas en la mano. El gruñido de los giros y tirones para sacar los cuadrillos del músculo tozudo, del hueso y los órganos. Todas las moscas apareciendo como si se hubieran reunido en alguna rama cercana solo para esperar. Y el hedor de toda esa cosa que se derramaba de los cuerpos. Un hedor casi tan asqueroso como el que llevaban encima esos marines. ¿Quién había empezado todo eso? ¿Los dedos, las pollas, las orejas y demás?
Una repentina riada de culpa invadió a Hellian. ¡Fui yo! Se levantó, se tambaleó y miró la larga mesa que servía a grupos grandes de viajeros, la mesa que recorría el muro lateral enfrente de la barra. Había cabezas edur apiladas encima, entre un montón de moscas y gusanos que zumbaban y trepaban. Pesan demasiado en el cinturón, a Quizás le bajaron los calzones, ¡ja! No, espera, se supone que me tengo que sentir mal. Va a haber problemas, porque eso es lo que pasa cuando te pones en plan cruel con los cadáveres de tus enemigos. Es solo que… ¿cómo se dice?
—¡Escalada!
Los rostros se volvieron, los soldados se quedaron mirando. Violín y Gesler, que se habían estado dando palmadas en la espalda, se separaron y se acercaron.
—Por la picha del Embozado, Hellian —dijo Violín por lo bajo—, ¿qué pasó con los aldeanos? Como si no pudiera adivinarlo —añadió mientras le echaba un vistazo a las cabezas amontonadas—. Han huido todos.
Urb se había reunido con ellos y fue el que contestó.
—Eran esos endeudados de los que oímos hablar. Quinta, sexta generación. Trabajaban en moldes.
—¿Moldes? —preguntó Gesler.
—Para armas —explicó Violín—. ¿Así que eran esclavos, Urb?
—En todo salvo el nombre —respondió el hombretón al tiempo que se rascaba la barba, de la que colgaba un dedo amputado, gris y negro—. Bajo todas esas cabezas edur está la cabeza del comisionado local, un cabrón rico envuelto en sedas. Lo matamos delante de los endeudados y los escuchamos vitorear. Y después le cortaron la cabeza al pobre imbécil como regalo, porque nosotros habíamos entrado con todas esas cabezas edur. Saquearon lo que pudieron y se largaron.
Gesler había alzado las cejas al oír todo eso.
—Así que vosotros os las habéis arreglado para hacer lo que los demás no hemos hecho: llegar como puñeteros liberadores a este pueblo.
Hellian lanzó un bufido.
—Eso ya lo supimos hace semanas. Los soldaos lurrii dan igual, porque son tos pofesionale, y así que les gustan las cosas como etán, y así que son los que hay que matar, igual que a los edur. No, tú entras en las ardeas y peblos y matas a tos los ficiales.
—¿Los qué? —preguntó Gesler.
—Oficiales —dijo Urb—. Matamos a los oficiales, Gesler. Y a cualquiera que tenga dinero, y a los abogados también.
—¿Los qué?
—Tipos legales. Ah, y a los prestamistas, tenedores de deudas, archiveros, cobradores de cuotas. Los matamos a todos…
—Junto a los solaos —añadió Hellian asintiendo, y siguió asintiendo; por alguna razón era incapaz de parar. Seguía asintiendo cuando dijo—: Y lo que asa luego es fácil. Saqueos, sexo, y luego to dios sale pitando y nojotros dormimos en camas blandas, y bebemos y comemos en la taberna, y si los traberneros andan por ahí, los pagamos, como gente honesta que somos.
—¿Taberneros como los que se esconden en esa cocina?
Hellian parpadeó.
—¿Escondíos? Oh, quizá nos hayamos puesto un poco salvajes…
—Son las cabezas —dijo Urb, que se encogió de hombros con gesto avergonzado—. Se nos está yendo de las manos, Gesler, creo. Vivimos como animales en el bosque y eso…
—Como animales —asintió Hellian, que no dejaba de mover la cabeza—. En camas blandas y motones de comida y bebida, y no es como si lleváramos las cabezas esas en el cinturón ni nada. Solo las dejamos en las tabernas. En cada pueblo, ¿eh? Solo para que sepan que hemos pasao por allí. —Con un mareo inexplicable, Hellian se volvió a sentar y estiró el brazo para coger el gran jarro de cerveza de la mesa; tuvo que retorcerle los dedos a Balgrid para que soltara el asa, y el tío luchaba como si fuera su jarro o algo así, el muy idiota. La sargento se tomó un buen trago y se recostó, solo que se había sentado en un taburete, así que no había respaldo, con lo que terminó mirando al techo y encima de lo que fuera que le empapaba la camisa raída por toda la espalda, y había unas caras observándola desde arriba. Hellian miró con furia el jarro que todavía sostenía en la mano.
—¿Tiré algo? ¿Eh? ¿Tiré algo, maldita sea?
—Ni una sola gota —dijo Violín al tiempo que sacudía la cabeza con gesto maravillado. Esa maldita sargento Hellian, que por lo que había contado Urb había cruzado todo el terreno desde la costa envuelta en una bruma de alcohol, esa mujer de rasgos blandos, blandos hasta el borde de lo disoluto, con los labios brillantes siempre húmedos, esa tal Hellian había logrado triunfar donde todos los demás pelotones, por lo menos hasta lo que Violín sabía, habían fracasado de forma miserable. Y puesto que Urb no daba su brazo a torcer sobre quién lideraba a quién, había sido ella de verdad. Esa marine feroz y borracha.
¡Dejar cabezas amputadas en cada taberna, por el amor del Embozado!
Pero había soltado a toda la gente común, a todos los siervos, esclavos y endeudados, los había visto largarse bailando de alegría y en libertad. Nuestra liberadora borracha, nuestra diosa sedienta de sangre; en el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué piensan esas gentes la primera vez que la ven? Rumores incesantes de un ejército invasor temible. Soldados y edur muriendo en emboscadas, caos en los caminos y pistas. Y entonces aparece ella, arrastrando unas cabezas en unos sacos, y sus marines rompen a patadas cada puerta del pueblo y sacan a rastras a todos los que nadie tiene razones para querer. ¿Y luego? Bueno, la eliminación no demasiado sutil de todas las cargas que tiene esta pobre gente. «Dejadnos el bar un par de noches, que enseguida nos vamos».
«Ah, y si os tropezáis con algún edur en los bosques, mandad a alguien para que nos advierta, ¿vale?».
¿Era de extrañar que Hellian, Urb y sus pelotones se hubieran adelantado tanto en su marcha (o de eso se había quejado la capitán Sort) con tan pocas bajas entre sus marines? Aquella alcohólica de ojos brillantes, con todos los excesos redondeados de una fulana bien alimentada, nunca sobria pero todavía joven, se las había arreglado de algún modo para reclutar toda la ayuda local que necesitaban para continuar con vida.
Envuelto en una extraña especie de asombro flotante, la casi euforia del alivio, el agotamiento y mucha admiración que, desde luego, no carecía de cierto y repentino deseo sexual (deseaba a una puñetera borracha), Violín buscó una mesa y al poco se reunieron con él Gesler y Tormenta; este último llegó con una hogaza de pan de centeno, un barril de cerveza con la espita puesta y tres jarros de peltre dentados con inscripciones en ellos.
—Casi lo puedo leer —dijo, y guiñó un ojo para mirar un lado de la jarra—. Es como ehrlitano antiguo.
—¿Sello del fabricante? —preguntó Gesler mientras arrancaba un trozo de pan.
—No. Quizá algo así como «Abogado del Año». Y luego un nombre. Podría ser Rizzin Purble. O Wurble. O Fizzin.
—Igual es el nombre de este pueblo —sugirió Gesler—. Fizzin Wurble.
Tormenta lanzó un gruñido y le dio un codazo a Violín.
—Deja de soñar con ella, Viol. La tía es un problema, por no hablar de una causa perdida. Además, es Urb el que babea por ella y parece demasiado peligroso para meterse en su terreno.
Violín suspiró.
—Sí, ya sé todo eso. Es solo que ha pasado mucho tiempo, nada más.
—Ya verás como no tardamos en recoger los beneficios.
Miró a Tormenta por un momento y después volvió la cabeza hacia Gesler.
Que miraba con el ceño fruncido a su cabo.
—¿Has perdido la cabeza, Tormenta? Lo único que vamos a recoger son las plumas de cuervo que nos repartirá el Embozado según cruzamos su puerta. Sí, vale, nos concentramos, ganamos fuerza; pero esos edur que nos siguen estarán haciendo lo mismo, y nos van a superar en número en una proporción de cinco o diez a uno para cuando nos quedemos sin terreno abierto.
Tormenta agitó la mano con gesto desdeñoso.
—Tú vete contando, Gesler. Mira el pelotón de Urb. El de Hellian. Mira el de Viol y el nuestro. Estamos prácticamente todos ilesos, joder, con lo que hemos pasado. Más vivos que muertos en cada pelotón que tenemos aquí. ¿Y quién dice que los otros pelotones no están igual? Tenemos casi las fuerzas intactas, no podrías decir lo mismo de los letherii y los edur, ¿a que no?
—Ellos son muchísimos más que nosotros —señaló Gesler mientras cogía el barril y empezaba a llenar los jarros.
—Pues para lo que les ha servido. Nos abrimos paso como bhederin en la última emboscada…
—Y dejamos la escena tan hecha pedazos y llena de sangre que un campañol podría habernos seguido el rastro…
—Los fulleros se desparraman, nada más…
—La espalda de Cachipolla era un desastre hecho jirones…
—La armadura lo absorbió casi todo…
—Armadura que ya no tiene…
—Sois peores que un matrimonio —dijo Violín y estiró el brazo para coger su cerveza.
—De acuerdo —declaró Koryk—, no hay desacuerdo posible. Esos bleckers tuyos, Sonrisas, son los que más apestan. Más que los dedos, más que las orejas, más todavía que las lenguas. Hemos votado todos, todos los del pelotón, y tienes que deshacerte de ellos.
Sonrisas esbozó una sonrisa desdeñosa.
—¿Crees que no sé por qué quieres que los tire, Koryk? No es el olor, oh, no. Es solo verlos, y el modo que os hacen retorceros por dentro, hacen que se os encojan las pelotas y se escondan. Por eso estáis así. Muy pronto ninguno vamos a oler nada, todo terminará secándose, arrugándose…
—Ya basta —gimió Chapapote.
Koryk miró a Botella. El muy idiota parecía dormido, la cabeza colgando sin fuerzas. Bueno, de acuerdo. Sin Botella jamás habrían llegado tan lejos. Y encima casi ilesos. Dio unos golpecitos en el hueso del dedo que le colgaba del cuello, el hueso del hoyo que había a las afueras de lo que quedaba de Y’Ghatan. Siempre merecía la pena un toquecito o dos con pensamientos como ése.
Y sabía que se iban directos a un follón. Todos lo sabían, que era por lo que preferían hablar de cualquier cosa salvo de esa enorme bestia horripilante agazapada justo allí, a la vanguardia de los pensamientos de todos. La de los colmillos chorreando, las garras dentadas y esa sonrisa manchada de saberlo todo. Sí. Tocó el hueso otra vez.
—No nos ha ido mal —dijo Sepia, y miró a los otros marines en la atestada sala principal—. ¿Alguien de aquí se ha planteado cómo vamos a asediar una ciudad del tamaño de Unta? Estamos casi sin municiones; a Viol le queda un maldito y quizá a mí también, pero ya está. Y ya nada de atacar por sorpresa, porque saben que venimos…
—Magia, por supuesto —dijo Sonrisas—. Entramos caminando sin más.
Koryk hizo una mueca ante ese giro de la conversación. ¿Asediar Letheras? ¿Y nadie interponiéndose en su camino y cerrando filas? Ni hablar. Además, los edur los estaban empujando sin parar, y los marines no iban a terminar en ningún palacio del placer, ¿a que no? ¿Sepia había perdido la cabeza? ¿O solo era su forma de lidiar con la muerte que se cernía en las mentes de todos?
Era probable. El zapador tenía poca o ninguna imaginación y estaba dando el mayor salto posible hasta un asedio que no iba a suceder y que tampoco funcionaría si se presentara el caso, cosa que no pasaría. Pero le daba a Sepia algo en lo que pensar.
—Algo se le ocurrirá al sargento —concluyó Sepia de repente con un ruidoso suspiro al tiempo que se volvía a recostar en su silla.
Ja, sí, Violín, señor de los Zapadores. ¡Arrodíllate ahora mismo!
Botella estaba sentado, mirando a través de los ojos siempre avispados de un gato. Encaramado al borde del tejado de la taberna, la mirada clavada y rastreando los pájaros siempre que el mago perdía la concentración, cosa que se repetía con demasiada frecuencia, pero era lo que pasaba con el agotamiento, ¿no?
Pero es que había movimiento por allí, por el borde del bosque, donde el pelotón había estado escondido no hacía tanto tiempo. Y al norte, más. Y ahí, un explorador edur, saliendo con mucha cautela del extremo del sur, al otro lado del camino. Olisqueaba el aire como solían; cosa que tampoco era de extrañar, en los últimos tiempos los malazanos llevaban con ellos un buen hedor a carroña allá donde fueran.
Oye, iban con mucho cuidado, ¿no? No quieren un combate de verdad. Solo quieren que salgamos disparados. Otra vez. Cuando reúnan más fuerzas se mostrarán de forma más abierta. Harán alarde de su número, lanzas en ristre.
Entonces todavía había un poco de tiempo. Para que los otros marines se relajaran. Pero no demasiado, no fuera a ser que se emborracharan tanto todos que no pudieran tenerse en pie, por no hablar ya de luchar. Aunque, puestos a pensarlo, esa tal Hellian parecía capaz de luchar por muy grande que fuera la curda que llevaba; uno de sus cabos había contado que se le quitaba la borrachera y se convertía en hielo cada vez que empezaba la lucha. Cada vez que había que impartir órdenes. Un talento singular, sin duda. Sus soldados la adoraban. Igual que Urb y su pelotón. Adoración entremezclada con terror y quizá algo más que un poco de lujuria, así que era una adoración revuelta, lo que con toda probabilidad la hacía tan gruesa como una armadura y por eso seguían vivos tantos.
Hellian, como una versión más modesta de, digamos, Coltaine. O incluso Dujek durante las campañas genabackeñas. Melena Gris en Korel. El príncipe K’Azz de la Guardia Carmesí, por lo que he oído.
Pero no, por desgracia, la consejera. Y es una lástima. Es peor que una lástima…
Veinte tiste edur que ya se dejaban ver, todos con el ojo puesto en el pueblo… ¡Ooh, mira ese pajarito! No, eso no eran ellos. Eso era el puñetero gato. Necesitaba concentrarse.
Empezaron a surgir más de aquellos guerreros barbáricos. Otros veinte. Y allí, otro grupo tan grande como los dos primeros juntos.
Un tercero, que bajaba del norte y quizá hasta un poco del este…
Botella se sacudió, se incorporó y miró con un parpadeo a sus compañeros marines.
—Ahí vienen —dijo—. Tenemos que largarnos.
—¿Cuántos? —preguntó Koryk.
Trescientos y no dejan de aumentar.
—Demasiados…
—¡Botella!
—¡Cientos, maldito seas!
Miró con furia por la sala en el repentino silencio que se hizo tras su grito. Bueno, eso sí que les ha quitado la borrachera.
Pico tenía la sensación de tener los ojos llenos de arena. Tenía la lengua pastosa y sentía náuseas. No estaba acostumbrado a mantener una vela encendida tanto tiempo, pero no había mucha alternativa. Los tiste edur estaban por todas partes. Había estado amortiguando los sonidos de cascos de caballos de sus monturas, había desdibujado su paso para convertirlos en poco más que sombras profundas entre la cascada moteada bajo las ramas. Y había estado extendiendo cada uno de sus sentidos, despertados con una precisión casi dolorosa, para buscar a esos sigilosos cazadores que cercaban su rastro. El rastro de todos. Y para empeorar las cosas, estaban luchando igual que los malazanos, choques rápidos, crueles, ni siquiera se preocupaban por matar del todo, porque herir era mejor. Las heridas ralentizaban a los marines. Dejaban rastros de sangre. Atacaban y se retiraban. Y después lo volvían a hacer, más tarde. Noches que se convertían en días, así que no había tiempo para descansar. Tiempo solo para… huir.
La capitán y él estaban cabalgando a plena luz del día, intentando hallar un modo de regresar con el puño Keneb y todos los pelotones que habían enlazado con su compañía. Cuatrocientos marines dos días atrás. Pico y la capitán habían avanzado hacia el este en un esfuerzo por ponerse en contacto con los pelotones que se habían movido más rápido y habían cubierto más territorio que los otros, pero los habían obligado a retroceder, se interponían demasiadas bandas de tiste edur. Pico ya sabía que Faradan Sort temía haber perdido a esos pelotones; si no estaban muertos, como si lo estuvieran.
También estaba bastante seguro de que aquella invasión no iba del todo como habían planeado. Algo en la expresión de los ojos oscuros de la capitán le decía que no eran solo ellos dos los que no hacían más que meterse en follones. Después de todo, habían encontrado tres pelotones que habían sido masacrados; sí, habían pagado un alto precio por el privilegio, como había dicho Faradan Sort tras vagar por el claro con sus montañas de cadáveres y estudiar los rastros de sangre que se adentraban en el bosque. Pico lo notaba solo por el aullido silencioso de la muerte que se revolvía en el aire, ese fuego frío que era el aliento de cada campo de batalla. Un aullido congelado como una oleada entre los árboles, los troncos, las ramas y las hojas. Y en el suelo, bajo los pies, rezumando como sabia; Lirio, su dulce bayo no había querido dar ni un solo paso para meterse en ese claro, y Pico sabía por qué.
Un alto precio, sí, como había dicho la capitán, aunque por supuesto no se había pagado dinero de verdad. Solo vidas.
Obligaron a sus monturas a subir por un terraplén repleto de matorrales y Pico se vio forzado a concentrarse todavía más para amortiguar los sonidos de los cascos que revolvían la tierra y partían ramitas; la vela de su cabeza llameó de repente y él estuvo a punto de caerse de la silla.
La capitán extendió la mano y lo sujetó.
—¿Pico?
—Hace calor —murmuró él. Y de repente vio adónde iba todo aquello y lo que tendría que hacer él.
Los caballos rompieron el contacto entre ellos al forcejear por salvar los últimos metros del risco.
—Espera —murmuró Faradan Sort.
Sí. Pico suspiró.
—Justo ahí delante, capitán. Los hemos encontrado.
Una veintena de árboles aparecían talados, dejados para que se pudrieran en el suelo, y en el lado de acá de la gran barrera había un estanque lleno de verdín sobre el que bailaba un enjambre de insectos resplandecientes. Dos marines manchados de barro se levantaron en el lado más cercano del estanque con las ballestas listas.
La capitán levantó la mano derecha e hizo una secuencia de gestos, las ballestas se apartaron y se les dio paso con un ademán.
Había una maga agachada en un hueco bajo uno de los árboles derribados; la mujer saludó a Pico con un asentimiento un tanto nervioso. Él le devolvió el saludo con la mano cuando se detuvieron a diez pasos del estanque.
La maga los llamó desde su refugio.
—Llevamos tiempo esperándoos. Pico, tienes un fulgor tan brillante que casi ciega, puñeta. —Se echó a reír—. No te preocupes, no es de los que puedan ver los edur, ni siquiera sus hechiceros. Pero yo lo enfriaría un poco, no vaya a ser que te quemes entero.
La capitana se volvió hacia él y asintió.
—Descansa ya, Pico.
¿Descansar? No, no hay descanso. Nunca jamás.
—Señor, vienen cientos de edur. Del noroeste…
—Lo sabemos —dijo la maga, que salió trepando como un sapo al atardecer—. Justo nos estábamos preparando para cerrar los baúles de viaje, los uniformes están planchados y los estandartes vueltos a coser con hilo de oro.
—¿En serio?
La mujer se puso seria y hubo una repentina mirada suave en sus ojos que le recordó a Pico a la de la niñera que había contratado su madre, la que después había violado su padre y se había tenido que ir.
—No, Pico, solo estaba bromeando.
Una pena, pensó él. Le hubiera gustado haber visto ese hilo de oro.
Desmontaron y rodearon con sus caballos un extremo de los árboles derribados y allí, justo delante de ellos, estaba el campamento del puño.
—Por la piedad del Embozado —dijo Faradan Sort—, hay más.
—Seiscientos setenta y uno, señor —dijo Pico. Y como había dicho la maga, estaban preparándose para irse, pululando como hormigas cuando le dabas una patada a un hormiguero. Había habido heridos, muchos, pero los sanadores habían hecho su trabajo y toda la sangre olía rancia y el olor a muerte se quedaba donde debía, cerca de la docena de tumbas cavadas al otro lado del claro.
—Venga, vamos —dijo la capitán cuando llegaron dos soldados a ocuparse de los caballos; Pico la siguió cuando se dirigió hacia donde se encontraba el puño Keneb y el sargento Thom Tissy.
Se hacía raro después de pasar tanto tiempo sentado en esas extrañas sillas letherii, como si el suelo se deshiciera bajo los pies y todo pareciera de una fragilidad extraña. Sí. Mis amigos. Todos ellos.
—¿Pinta muy mal? —le preguntó Keneb a Faradan Sort.
—No pudimos llegar a ellos —respondió ella—, pero queda la esperanza. Puño, Pico dice que hay que darse prisa.
El puño miró a Pico y el joven estuvo a punto de desfallecer. Siempre le pasaba lo mismo cuando le prestaba atención gente importante.
Keneb asintió y suspiró.
—Quiero seguir esperando, por si… —Sacudió la cabeza—. Está bien. Es hora de cambiar de táctica.
—Sí, señor —dijo la capitán.
—Avanzamos a marchas forzadas. Hacia la capital, y si nos topamos con algo que no podamos manejar… lo manejamos.
—Sí, señor.
—Capitán, reúna a diez pelotones con dotación pesada completa. Tome el mando de nuestra retaguardia.
—Sí, señor. —La mujer se volvió y cogió a Pico por el brazo—. Te quiero en una camilla, Pico —dijo mientras se lo llevaba—. Durmiendo…
—No puedo, señor.
—Lo harás.
—No, de verdad que no puedo. Las velas, no se apagan. Ya no. No quieren apagarse. —Nunca, capitán, y no es que no te quiera porque te quiero y haría lo que me pidieras. Pero es que no puedo y ni siquiera puedo explicarlo. Solo que ya es demasiado tarde.
Pico no estaba seguro de lo que la capitán veía en sus ojos, no estaba seguro de cuántas cosas de las que no decía ella las oía de todos modos, pero la presa de la mano de la capitán en su brazo se aflojó y se convirtió casi en una caricia, luego asintió y volvió la cabeza.
—De acuerdo, Pico. Entonces ayúdanos a proteger la espalda de Keneb.
—Sí, señor. Lo haré. Ya lo verá, lo haré. —Pico esperó un momento mientras atravesaban el campamento, el uno junto al otro, y después preguntó—: Señor, si hay algo que no podemos manejar, ¿cómo podemos manejarlo de todos modos?
La capitán o bien gruñó o se rió desde el mismo sitio de donde salían los gruñidos.
—Cuñas como dientes de sierra y seguir adelante, Pico. Devolver lo que sea que nos tiran. Seguir adelante hasta que…
—¿Hasta qué?
—No pasa nada, Pico, si mueres junto a tus compañeros. Está bien. ¿Me entiendes?
—Sí, señor. La entiendo. Está bien porque son mis amigos.
—Eso es, Pico.
Y por eso nadie tiene que preocuparse, capitán.
Keneb observó mientras sus marines empezaban a formar. Marcha rápida, encima, como si esas pobres almas no estuvieran lo bastante agotadas. Pero ya no podían salir disparados y esconderse. El enemigo había vuelto las tornas y tenían la ventaja de la superioridad numérica, y quizá, por fin, hasta eran capaces también de rivalizar con la ferocidad de sus malazanos.
Era inevitable. Ningún imperio se limita a tirarse y abrirse de piernas. Si lo hurgas y pinchas lo suficiente, al final se revuelve, gruñe y hunde los colmillos hasta el tuétano. Y les tocaba a sus marines sangrar. Pero no tanto como había temido. Míralos, Keneb. Parecen más crueles que nunca.
—Puño —dijo Thom Tissy junto a él—, están listos para usted.
—Ya lo veo, sargento.
—No, señor. Me refería a que están listos de verdad.
Keneb miró a la cara a aquel hombrecito de ojitos oscuros como cuentas y no supo muy bien qué vio en ellos. Fuera lo que fuera, ardía con fuerza.
—Señor —dijo Thom Tissy—, es para lo que servimos. Todo esto. —Y agitó una mano mugrienta—. Adiestrados para jugar más de una partida, ¿no? Los azuzamos lo suficiente para sulfurarlos, así que aquí están, todos esos puñeteros edur atraídos hasta nosotros como si fuéramos un imán. Y ahora estamos a punto de descolocarlos del todo otra vez, y que el Embozado me lleve, ¡a mí me hierve la sangre! ¡Y lo mismo para todos! Así que, por favor, señor, dé la orden de marchar.
Keneb se quedó mirando a aquel hombre un momento más y asintió.
Bajo el sonido de una carcajada, Koryk se lanzó como un barril contra los tres guerreros edur, su pesada espada larga apartó con un martillazo dos de las cuchilladas de las lanzas que intentaban clavarse en su abdomen. Con la mano izquierda capturó el mango de la tercera y lo utilizó para impulsarse hacia delante. El filo de su espada contra la cara del guerrero de su derecha, no a suficiente profundidad para provocar daños graves, pero sí lo bastante como para que saltara un chorro cegador de sangre. Contra el del medio, Koryk dejó caer un hombro y lo golpeó en el centro del pecho, con fuerza suficiente como para levantar al edur del suelo y mandarlo despatarrado de espaldas. Todavía aferrándose a la tercera lanza, Koryk le dio la vuelta al guerrero y hundió la punta de la espada en la garganta del edur.
Koryk se giró para acuchillar a la primera guerrera, solo para verla tambaleándose hacia atrás con un cuchillo arrojadizo ensartado en la cuenca de un ojo. Así que se precipitó a por el edur del medio, la espada lanzando tajos frenéticos hasta que los brazos destrozados del edur (levantados para repeler el ataque) se desprendieron y dejaron libertad al mestizo seti para que asestara un golpe que le aplastó el cráneo al enemigo.
Y entonces se dio media vuelta.
—En el nombre del Embozado, ¿quieres dejar de reírte de una vez?
Pero Sonrisas estaba con una rodilla en el suelo, partida de risa mientras sacaba de un tirón el cuchillo arrojadizo.
—¡Dioses! ¡No puedo respirar! Espera… tú espera…
Koryk se volvió con un gruñido de desdén hacia los soportales otra vez, esas callejuelas estrechas creaban los callejones sin salida perfectos; guiarlos hasta allí a la carrera, abrirse y después girar y derribar a los muy cabrones. Aunque nadie había contado con convertir ese pueblo, feo como él solo, en su última batalla. Salvo, quizá, los edur, que lo tenían rodeado y se iban adentrando poco a poco, casa por casa, calle por calle.
Pero, aun así, resultaba agradable devolverles los golpes, siempre que los muy gilipollas se dispersaran demasiado en su impaciencia por derramar sangre malazana.
—Son una puta mierda cuando se trata de luchar en grupo —dijo Sonrisas cuando se puso a su altura. Lo miró a la cara y volvió a estallar en carcajadas.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—¡Tú! ¡Ellos! La expresión de sus ojos, la sorpresa, quiero decir, ¡oh, dioses de las profundidades! ¡No puedo parar!
—Pues más vale que pares —le advirtió Koryk mientras sacudía la sangre de su espada—. Oigo movimiento, por esa bocacalle de ahí; venga, vamos.
Tres cuadrillos salieron revoloteando, dos de ellos derribaron edur que llegaban en avalancha. Dos lanzas se arquearon como represalia y ambas salieron disparadas directamente a por Violín. Pero entonces, el enorme escudo de Chapapote se interpuso en su camino y el sargento recibió un fuerte empujón que lo tiró a un lado. Gruñidos del cabo cuando las dos lanzas chocaron de golpe contra las hojuelas de bronce de la superficie, una de las lanzas atravesó un dedo de longitud y perforó la parte superior del brazo de Chapapote. El cabo lanzó un juramento.
Violín se agachó detrás del barril de enfriamiento de la forja cuando una tercera lanza se clavó en él con un crujido. El agua se derramó a chorros por el suelo.
La emboscada de fuego cruzado sorprendió a la media docena de edur que arremetían a la carga, cuadrillos que salían disparados como cellisca de las estrechas bocas de los callejones de ambos lados. Unos momentos después habían caído todos, muertos o moribundos.
—¡Atrás! —gritó Violín, que se volvió para intercambiar su ballesta descargada por la cargada que Botella le puso en las manos.
Con Chapapote cubriéndolos a los tres, fueron retrocediendo a través de la forja, cruzaron el complejo polvoriento con las pilas de desechos y escoria, atravesaron la verja derribada a patadas y pusieron rumbo a la taberna.
Donde, a juzgar por los sonidos, Tormenta y sus pesados estaban en pleno combate.
Movimiento en sus flancos, el resto de la emboscada convergía. Sepia, Corabb, Quizás, Gesler, Balgrid y Sinaliento. Iban recargando a la carrera.
—¡Gesler! Tormenta está…
—¡Ya lo oigo, Viol! Corabb, pásale esa puta ballesta a Sinaliento, eres un inútil con ella. ¡Vete con Chapapote y entráis los dos primero!
—¡Le di a mi objetivo! —protestó Corabb al tiempo que le entregaba a uno de los cabos de Hellian la pesada arma.
—¡Haciendo rebotar tu cuadrillo en los adoquines, y no me digas que eso fue un disparo planeado!
Corabb ya estaba preparando la lanza edur que había recogido.
Violín le hizo un gesto a Chapapote para que avanzara en cuanto llegara Corabb.
—¡Venga, vosotros dos! ¡Entrad rápido y con ganas!
Solo levantando los pies y apoyando todo el peso en el mango fue capaz el edur de clavar la lanza por completo en el hombro izquierdo de Tormenta. Un acto de coraje extraordinario que fue recompensado con un pulgar en el ojo izquierdo, un pulgar que se hincó más y después todavía más. Con un chillido, el guerrero intentó apartar la cabeza con una sacudida, pero el enorme cabo de barba pelirroja había agarrado un puñado de pelo y no lo soltaba.
Con un chillido todavía más fuerte e incluso mayor valor, el edur apartó la cabeza de un tirón y dejó a Tormenta con un puñado de cuero cabelludo y un pulgar manchado de una sustancia gelatinosa y sangre.
—No tan rápido —dijo el cabo con un extraño tono práctico mientras se abalanzaba para agarrar al edur. Los dos cayeron sobre los tablones manchados del suelo de la taberna y el impacto empujó la lanza metida en el hombro de Tormenta hasta que casi lo atravesó por entero. Tormenta sacó su cuchillo destripador, clavó la hoja en el costado del guerrero, justo por debajo del tórax, bajo el corazón, y siguió cortando.
La sangre empezó a brotar a chorros.
Tambaleándose, resbalando, Tormenta se las arregló para ponerse en pie (la lanza le cayó de la espalda), y fue bamboleándose hasta que chocó contra la mesa con su montón de cabezas edur cortadas. Echó mano de una y la arrojó al otro lado de la sala, contra la multitud de edur que se abría paso por la puerta donde Destello de Ingenio y Tazón habían estado manteniendo posiciones hasta que una lanza había ensartado el cuello de Tazón y alguien había derribado el yelmo de Destello de Ingenio y le había abierto la cabeza. La soldado estaba tirada de espaldas y no se movía cuando los mocasines de los edur la pisoteaban en su carrera por entrar.
La cabeza golpeó al primer guerrero en la cara, el tipo aulló por el susto y el dolor y se tambaleó.
Cachipolla se acercó con un traspié y tomó posiciones junto a Tormenta. Acuchillada ya cuatro veces, era un milagro que aquella soldado de la pesada siguiera en pie.
—No se te ocurra morirte, mujer —murmuró Tormenta con tono profundo.
La mujer le puso su espada en las manos.
—Encontré esto, sargento, y pensé que quizá lo querría.
No hubo tiempo para responder cuando los tres primeros edur llegaron hasta ellos.
Corabb salió de la entrada de la cocina (una cocina que se había vaciado de personal de servicio), vio la carga y se adelantó de un salto para atacar por el flanco.
Y trastabilló de cabeza con el cuerpo del edur que Tormenta acababa de apuñalar. Estiró las manos sin soltar la lanza. La punta atravesó el muslo derecho del guerrero más cercano, le esquivó el hueso y salió por el otro lado para clavarse en la rodilla izquierda del siguiente edur, la cabeza triangular se deslizó bajo la rótula y casi separó la articulación por el camino. La punta viró hacia abajo y se hincó con fuerza entre dos tablones, hasta que el más lejano se soltó de repente, justo a tiempo para enredar los pies del tercer edur, y ese guerrero pareció arrojarse sin más sobre la espada estirada de Tormenta.
Cuando Corabb aterrizó entre el enemigo que caía, llegó Chapapote, su espada corta dando tajos de un lado a otro, abriéndose paso para plantarse en el camino del resto de los edur.
Destello de Ingenio se puso en pie entonces, en medio de todos ellos, y tenía un cuchillo kethra en cada mano.
Violín encabezó la carga a través de la puerta de la cocina, la ballesta lista, pero se encontró a Chapapote derribando al último edur que quedaba en pie. La habitación estaba repleta de cuerpos y solo unos pocos seguían moviéndose; saliendo a gatas de debajo de dos cadáveres edur vio a Corabb Bhilan Thenu’alas, que iba aspirando entre toses toda la sangre que se había derramado sobre él.
Sinaliento se adelantó hasta la ventana.
—¡Sargento! ¡Otro montón de edur!
—¡Ballestas por delante! —soltó Violín.
Hellian miró con los ojos guiñados al otro lado de la calle, a aquella casa tan elegante. La casa del comisionado, recordó. Tenía toda la pinta. Cara, sin gusto. Señaló con una espada que chorreaba.
—Ahí dentro, ahí es donde vamos a plantarles cara.
Urb gruñó y escupió un chorro rojo, quizá le hubiera dado por masticar betel. Lo que alguna gente le hacía a su cuerpo llegaba a ser increíble. Se tomó otro trago de lo que fuera local que sabía a chupitos de bambú en los que se hubiera meado algún perro, pero cómo pegaba. Luego les indicó con la mano que avanzaran.
Y luego a los otros, salvo Laúdes y Tavos Estanque, a los que habían hecho pedazos cuando intentaban proteger un flanco en esa boca de callejón ahí atrás.
—Yo iré en retaguardia —dijo Hellian a modo de explicación cuando los seis marines que quedaban pasaron junto a ella tambaleándose—. ¡Formad esa línea, venga!
Otro trago. Solo iba a peor, esa cosa. ¿A quién se le ocurriría fabricar una bebida así?
Echó a andar. Estaba a medio camino de la casa, o quizá solo a medio camino, cuando unos cien tiste edur aparecieron a unos treinta pasos por la calle principal. Así que la sargento tiró la botella de arcilla y plantó los pies para recibir la carga. Eso era lo que hacía la retaguardia, ¿no? Contener al enemigo.
La primera fila, unos diez de ellos, se detuvieron y alzaron las lanzas.
—¡No es justo! —gritó Hellian, levantó su escudo y se preparó para agacharse detrás… Eh, eso no era un escudo. Era la tapa de un barril de cerveza, de las que tenían asa. Hellian se lo quedó mirando—. Oye, a mí esto no me lo dio el ejército.
Tres días seguidos con sus noches huyendo de la orilla del río y resultaba que se encontraba con sonidos de lucha en algún sitio más adelante. Había perdido a su cabo dos noches antes; el muy idiota se había caído en un pozo abandonado, un momento estaba allí, a su lado, y al siguiente había desaparecido. Atravesó un nido de raíces casi entero, hasta que encajó la cabeza y el cuello hizo crac, y no tenía gracia que el Embozado nunca olvidara, porque para el cabo había sido unirse a los marines o bailar en la horca, y ahora el idiota había hecho las dos cosas. Lo dicho, puesto que Badan Gruk había perdido a su cabo, optó por arrastrar a Fruncida con él, cosa que no terminaba de ser un ascenso, Fruncida no era de las que ascendían, pero la chica no perdía la calma cuando no estaba muy ocupada comiéndose todo lo que se le ponía por delante.
Y fue con un resuello como Fruncida se acomodó junto a Badan Gruk, sargento del quinto pelotón, Tercera Compañía, Octava Legión, y alzó su rostro redondo y pálido hacia el del hombre y lo miró con una expresión gris y fría.
—Como que estamos cansados, sargento.
Badan Gruk era dalhonesio, pero no de las tribus de la sabana del norte. Había nacido en la jungla del sur, a medio día de la costa. Su piel era negra como la de un tiste andii y los pliegues epicánticos de sus ojos eran tan pronunciados que éstos apenas resultaban visibles más allá de unas ranuras blancas; y no era un hombre que sonriese demasiado. Disfrutaba de las noches sin luna, aunque Roce siempre se quejaba de que su sargento no paraba de desaparecer, joder, por lo general cuando más falta hacía.
Pero allí estaban, a plena luz brillante del día, y oh, cómo deseaba Badan Gruk sumirse en la penumbra de la selva tropical de su tierra.
—Quédate aquí, Fruncida —dijo, se volvió y se escabulló de regreso hasta donde se había agazapado el sargento Remilgo con el resto de los marines.
El pelotón de Remilgo, el décimo, solo había perdido a uno también, mientras que el cuarto había perdido dos, incluyendo a la sargento Sinter, y eso provocó otra punzada en Badan Gruk. Después de todo, la chica procedía de su propia tribu. Maldita fuera, ella era la razón principal por la que él se había alistado. Seguir a Sinter siempre había sido demasiado fácil.
Badan Gruk se acercó, llamó a Remilgo con la mano y el cabo del noble quontaliano, Caza, se fue con él. Los tres se acomodaron a poca distancia de los otros.
—Bueno —dijo Badan en voz muy baja—, ¿rodeamos esto?
El largo y ascético rostro de Remilgo se avinagró, que era lo que siempre hacía cuando alguien se dirigía a él. Badan no estaba muy seguro de la historia de aquel hombre, aparte de lo obvio, que era que Remilgo había metido la pata en algo en algún momento, tanto como para que lo desheredaran, e incluso así, quizá tuviera que salir por patas. Al menos se había dejado los aires de superioridad por el camino. Ante la pregunta susurrada de Badan, el cabo Caza lanzó un bufido y apartó la vista.
—Estás aquí —le dijo Badan al kartooliano—, así que habla.
Caza se encogió de hombros.
—Llevamos corriendo desde el río, sargento. Agachándonos y esquivando hasta que los tres magos que tenemos han terminado agotados y están peor que muertos vivientes. —Señaló al norte con la cabeza—. Esos de ahí arriba son marines, y están luchando. Nosotros solo hemos perdido uno de la pesada y un zapador…
—Y un sargento y un cabo —añadió Badan.
—Somos diecisiete, sargento. Bueno, que ya se vio lo que pueden hacer sus pesados, y yo y el sargento Remilgo sabemos que Miratrás, Sacaprimero y Bajío están más que a la altura de Reliko e Inmenso Vacío. Y Miel todavía tiene tres malditos y más de la mitad de los fulleros porque Besadonde se los dejó cuando ella y Sinter fueron y…
—Está bien —lo interrumpió Badan, que no quería oír otra vez lo que les había pasado a Sinter y Besadonde, puesto que Besadonde había sido la razón por la que Sinter se había alistado. No salía nada bueno de seguir a una mujer que estaba siguiendo a otra mujer con una expresión de adoración en los ojos (aunque fuera una hermana), pero así venían dadas y además, las dos ya habían caído, ¿no?—. ¿Remilgo?
El quontaliano se frotó lo que en su cara pasaba por barba (dioses, lo que demostraba lo joven que era el pobre cabrón) y lanzó una mirada inquisitiva atrás, a los soldados que esperaban. Después sonrió de repente.
—Mira a Muertecalavera, Badan. Aquí tenemos un soldado al que bautizó el propio Diente el primer día en la isla de Malaz y yo sigo sin saber si fue un chiste. Muertecalavera todavía no ha derramado una sola gota de sangre, salvo por unos mosquitos, y encima la sangre era suya. Además, Badan Gruk, tú tienes lo que parece una especie de gran consejo dalhonesio, y esas sombras nocturnas vuestras, aun sin luna, hacen que los edur se caguen de miedo, como si fuerais fantasmas o algo así, y a veces hasta yo me lo pregunto, porque es como si os las arreglarais para desvaneceros en la oscuridad. En cualquier caso estás tú, Nep Surco, Reliko y Neller, y Correa Ponche y Mulvan Pavor ya están también a medio camino, y bueno, hemos venido a luchar, ¿no? Pues luchemos.
Quizá tú hayas venido a luchar, Remilgo. Yo solo estoy intentando seguir con vida. Badan Gruk estudió a los dos hombres que tenía al lado durante un momento más, después se levantó, se irguió todo lo alto que era (casi le llegaba a Remilgo al hombro), y sacó el mandoble curvo del arnés de cuero de ciervo que llevaba a la amplia espalda. Sujetó bien el mango de marfil y miró las dos finas hojas de otataralita insertadas a ambos lados del colmillo curvo tallado. Vethbela, se llamaba el arma en su lengua: Besahuesos. Las hojas no eran lo bastante profundas para hacer algo más que tocar los huesos largos de las piernas de un guerrero normal; los fémures eran trofeos muy apreciados, se pulían y tallaban con escenas de la muerte gloriosa del propietario, y cualquier guerrero que pretendiera el corazón de una mujer tenía que colocar más que unos cuantos en el umbral de la choza de la familia de la elegida, como prueba de habilidad y valor.
Nunca conseguí usar este trasto como debe ser, ¿verdad? Ni un solo hueso de muslo que mostrar a Sinter. Asintió.
—Bueno, es hora de recoger unos cuantos trofeos.
A quince pasos de distancia, Miel le dio un codazo a Roce.
—Oye, mi amada, parece que hoy vamos a poder tirar fulleros.
—Deja de llamarme eso —respondió la otra zapadora con tono aburrido, pero observó que Badan Gruk regresaba donde estaba escondida Fruncida y vio que el cabo Caza bajaba otra vez por la pista para recoger al cabo del cuarto pelotón, Pravalak Borde, que les había estado protegiendo el culo con Bajío y Sacaprimero. Y muy pronto algo que no llegaba a susurro bailoteaba por cada soldado y vio que se empezaban a sacar armas, se apretaban las correas de las armaduras, se ajustaban yelmos y por fin gruñó—: De acuerdo, Miel, que el Embozado me lleve, cómo odio decirlo, pero parece que te lo has olido bien…
—Tú solo déjame demostrarlo…
—A mí jamás me vas a abrir las piernas, Miel. ¿Por qué no lo captas?
—Qué actitud tan desdichada —se quejó el zapador del décimo mientras cargaba la ballesta—. Bueno, Besadonde, ésa sí que estaba…
—Tan harta de tus insinuaciones, Miel, que fue y dejó que la volaran en pedazos, y encima se llevó a su hermana con ella. Y aquí estoy yo, pensando que ojalá hubiera estado con ellas en ese bote. —Y con eso se levantó y se escabulló hasta donde estaba Nep Surco.
El viejo mago dalhonesio levantó un ojo amarillento y lo guiñó para mirarla, después abrió mucho los dos cuando vio los fulleros que sostenía en sendas manos.
—¡N’te cerces míiii, mujer-teta!
—Relájate —dijo ella—, vamos a meternos en combate. ¿Te queda algo en ese junco torcido que tienes?
—¿Quéee?
—Magias, Nep, magias, salen de los bleckers de los hombres. Toda mujer lo sabe. —Y le guiñó un ojo.
—¡Tú tomas pelo, mujer-teta tú! ¡N’te cerques míiii!
—M’voy ir cercando tú, Nep, hasta que bendigas estos dos fulleros que tengo aquí.
—¿Bindicir esas bolas arcilla? ¡Tú loca, mujer-teta! Ulma vez que hice eso…
—Estallaron, sí. Sinter y Besadonde. En mil pedazos, pero fue limpio y rápido, ¿no? Escucha, es la única forma que tengo de escapar de las insinuaciones de Miel. No, en serio, quiero una de tus maldiciones binditas o bindiciones malditas. Por favor, Nep…
—¡N’te cerques míiiii!
Reliko, que era medio palmo más bajo incluso que su sargento y, por tanto, según decía el propio Diente, el soldado de infantería pesada más bajo de la historia del Imperio de Malaz, se irguió con un gruñido, sacó su espada corta y colocó el escudo en posición. Al cabo, le echó un vistazo a Inmenso Vacío.
—Hora otra vez.
El grandullón guerrero seti, todavía sentado en un lecho de musgo húmedo, alzó la cabeza.
—¿Eh?
—Otro combate.
—¿Dónde?
—Nosotros, Inmenso. ¿Te acuerdas de Y’Ghatan?
—No.
—Bueno, no será como Y’Ghatan. Más bien como ayer, solo que peor. ¿Te acuerdas de ayer?
Inmenso Vacío se lo quedó mirando un momento más y lanzó su lenta carcajada ja ja ja.
—¡Ayer! —dijo—. ¡Me acuerdo de ayer!
—Entonces recoge tu espada y quítale el barro, Inmenso. Y coge tu escudo. No, el mío no, el tuyo, el que llevas a la espalda. Sí, ponlo delante. Eso es, no, la espada en la otra mano. Eso, perfecto. ¿Estás listo?
—¿A quién mato?
—Enseguida te lo digo.
—Bien.
—Los setis jamás deberían engendrar con bhederin, creo.
—¿Qué?
—Un chiste, Inmenso.
—Ah. ¡Ja ja ja! Ja.
—Vamos a reunirnos con Miratrás, iremos en cabeza.
—¿Miratrás va en cabeza?
—Siempre va en cabeza para este tipo de cosas, Inmenso.
—Ah. Bien.
—Sacaprimero y Bajío por detrás de nosotros, ¿de acuerdo? Como ayer.
—De acuerdo. Reliko, ¿qué pasó ayer?
Correa Ponche se acercó a Neller y los dos miraron a su cabo, Pravalak Borde, que estaba mandando a Sacaprimero y Bajío con los otros pesados.
Los dos soldados hablaban en su dalhonesio nativo.
—Con el corazón partido —dijo Correa.
—Más partido que partido —asintió Neller.
—Besadonde era encantadora.
—Más encantadora que encantadora.
—Pero como dice Badan.
—Como dice él, sí.
—Así vienen dadas, es lo que dice.
—Ya lo sé, Correa, no hace falta que me digas nada. ¿Crees que Letheras será como Y’Ghatan? No hicimos na en Y’Ghatan. Y —añadió de repente Neller, como si se le acabara de ocurrir—, aquí tampoco hemos hecho na, ¿verdad? Todavía no, na por lo menos. Pero si va a ser como Y’Ghatan…
—Ni siquiera hemos llegado allí todavía —dijo Correa Ponche—. ¿Qué espada vas a usar?
—Ésta.
—¿La del mango roto?
Neller bajó la cabeza, frunció el ceño, arrojó el arma en unos arbustos y sacó otra.
—Ésta. Es letherii, estaba en la pared del camarote…
—Lo sé. Te la di yo.
—Me la diste porque aúlla como una mujer salvaje cada vez que golpeo algo con ella.
—Eso es, Neller, y por eso pregunté qué espada ibas a usar.
—Ahora ya lo sabes.
—Ahora ya lo sé, así que me voy a taponar los oídos con musgo.
—Creí que ya los tenías taponados.
—Pues me voy a meter más, ¿ves?
El cabo Pravalak Borde era un hombre obsesionado. Nacido en una provincia septentrional de Gris en una familia de granjeros pobres, no había visto nada del mundo durante la mayor parte de su vida hasta el día que una reclutadora de los marines había pasado por el pueblo cercano el mismo día que Pravalak Borde estaba allí con sus hermanos mayores, todos los cuales habían mirado con desdén a la marine de camino a la taberna. Pero Pravalak, bueno, él se la había quedado mirando sin poder creérselo. La primera vez que veía a alguien de Dal Hon. Era una mujer grande y redonda y, aunque era décadas mayor que él y ya tenía el pelo gris, Pravalak vio lo hermosa que había sido, y que, a sus ojos, seguía siendo.
Esa piel tan oscura. Esos ojos tan oscuros y, oh, entonces ella lo vio y le dedicó esa sonrisa resplandeciente antes de llevárselo de la mano a una habitación trasera de la cárcel del pueblo y soltarle el discursito de reclutamiento sentada sobre él y meciéndose con un júbilo exaltado hasta que él explotó metido hasta el fondo en el ejército malazano.
Sus hermanos habían expresado su incredulidad y estaban aterrados ante la perspectiva de explicarles a su ma y su pa que su hijo menor había ido y se había dejado alistar y, encima, por el camino había perdido la virginidad con una demonia de cincuenta años y, de hecho, ni siquiera iba a volver a casa. Pero ése era su problema. Pravalak se había largado subido a la carreta de la reclutadora, una mano metida con firmeza entre las anchas piernas de la mujer, y sin una sola mirada atrás.
Esa gran primera historia de amor había durado lo que el camino al siguiente pueblo, donde se había encontrado con que lo transferían a una fila de unos cincuenta chicos y chicas más de Gris, todos granjeros, y que tenía que marchar por un camino imperial hasta Unta, y de allí a Malaz para adiestrarse como marine. Pero no había quedado tan destrozado como podría haber creído, porque las fuerzas malazanas estuvieron atestadas durante un tiempo de reclutas dalhonesios; alguna misteriosa explosión demográfica o algún levantamiento político había desencadenado un éxodo de la sabana y las selvas de Dal Hon. Y él no había tardado en darse cuenta que la adoración que sentía por la piel como la medianoche y los ojos como la medianoche no lo condenaban a un anhelo abyecto y a una soledad eterna.
Hasta que había conocido a Besadonde, que prácticamente se había reído de sus intentos, a pesar de lo hábiles y perfeccionados que habían llegado a ser a esas alturas. Y fue ese rechazo lo que le robó el corazón para siempre.
Sin embargo, lo que lo obsesionaba no era, por sorprendente que pudiera ser, toda esa adoración no correspondida. Era lo que había visto, o quizá solo imaginado, esa noche oscura en el río, después del destello cegador de las municiones y el rugido que sacudió el agua: esa única mano de piel negra que se alzaba sobre las olas agitadas, el remolino de la corriente despertándose una vez más tras el tumulto, separándose alrededor de la muñeca elegante. Y entonces esa mano se desvaneció, o quizá la perdieron de vista sus ojos forzados, su búsqueda desesperada, angustiosa, en la oscuridad granulada… la mano, la piel, aquella piel oscura, tan oscura, que lo había derrotado esa noche…
Oh, quería morirse. Para terminar con su desdicha. Besadonde ya no estaba. Su hermana ya no estaba tampoco, una hermana que se lo había llevado aparte solo dos noches antes y le había susurrado al oído: «No renuncies a ella todavía, Prav. Conozco a mi hermana, ¿sabes?, y hay algo que va creciendo en sus ojos cuando te mira… Así que, no te rindas…».
Las dos se habían ido y así, como repetía Badan una y otra vez cuando creía que no había nadie lo bastante cerca como para oírlo, venían dadas. Y así venían dadas.
El sargento Remilgo se acercó y le dio a Pravalak una palmada en un hombro.
—¿Listo, cabo? Bien. Encabeza tu pelotón, como lo habría hecho Sinter. Encabézalos, Prav, y vamos a destripar a unos cuantos edur.
Muertecalavera, cuyo nombre había sido una vez Tribole Futan, último varón superviviente del linaje real Futani, de la tribu Gilani del sudeste de Siete Ciudades, se irguió poco a poco y observó a los pesados abrirse paso ladera arriba hacia los sonidos de la lucha.
Preparó sus dos talwares gilani, que en otro tiempo habían pertenecido a un campeón falah’dano (su tío abuelo), que había caído víctima del veneno de un asesino tres años antes de la invasión malazana, cuando Tribole era un niño al que todavía no habían arrojado a las arenas mortales. Armas que había heredado como último del linaje en una familia hecha pedazos por una disputa, situación muy común por toda Siete Ciudades antes de la conquista. Los talwares parecían grandes en sus manos, casi demasiado para sus muñecas, pero él era gilani y su tribu era un pueblo caracterizado por cuerpos prácticamente desprovistos de grasa. Músculos como cuerdas, largos, gráciles y mucho más fuertes de lo que parecían.
La suavidad de sus ojos femeninos no cambió mientras estudiaba los talwares y recordaba que, cuando era un niño muy pequeño, esas armas, si las apoyaba en las puntas curvas, podían quedarse en equilibrio si se metía los pomos de plata en las axilas; después sujetaba los mangos justo por encima de las empuñaduras y se lanzaba por todo el campamento como un pillín con una sola pierna. Al poco tiempo ya estaba usando palos cargados con un peso para imitar esos talwares de su tío abuelo. Trabajando los patrones del estilo gilani, tanto a pie como sobre un caballo del desierto, fue donde aprendió a encaramarse sobre los talones y practicar el lishgar efhanah, el ataque saltador, la «red afilada». Pasó muchas noches con los hombros magullados, hasta que aprendió a rodar con limpieza tras ese ataque en pleno aire, cada uno de los tres maniquíes rellenos de hierba rebanado en pedazos, el viento tironeando de esas hierbas doradas que subían flotando por el aire polvoriento. Y él, levantándose una vez más con una voltereta y las armas listas.
No era alto, no era extrovertido, y su sonrisa, escasa como era, parecía tan tímida como la de una joven doncella. Los hombres lo querían en sus camas. Las mujeres también. Pero él era de linaje real y su semilla era la última semilla, y un día él se la entregaría a una reina, quizá incluso a una emperatriz, como correspondía a su posición. Entretanto permitía que los hombres lo utilizaran como quisieran, e incluso hallaba placer en ello, inofensivo como era. Pero se negaba a derramar su semilla.
Se levantó y, cuando se dio la señal, avanzó, ágil y ligero.
Muertecalavera tenía veintitrés años. Tal era su disciplina que no había derramado su semilla ni una sola vez, ni siquiera mientras dormía.
Como el mago del pelotón Mulvan Pavor diría más tarde, Muertecalavera era en verdad un hombre a punto de estallar.
Y cierto sargento mayor de Malaz había acertado. Otra vez.
Urb regresó corriendo de la casa del comisionado tan rápido como pudo, ladeando el escudo para cubrirse el hombro derecho. ¡Esa maldita mujer! Ahí de pie, con esa puñetera tapa de barril y con una andanada de lanzas a punto de salir volando hacia ella. Oh, sus soldados la adoraban, vaya si la adoraban, y era una adoración tan ciega que ni uno de ellos era capaz de ver todo lo que hacía Urb solo para mantener a aquella loca con vida. Estaba agotado, tenía los nervios destrozados, y encima parecía que iba a llegar demasiado tarde.
A cinco pasos de Hellian y allá que salieron disparadas media docena de lanzas, dos virando para interceptar a Urb. Patinó cuando giró en redondo detrás de su escudo y perdió a la sargento de vista.
Una lanza le pasó vibrando a un palmo de la cara. La otra impactó en pleno escudo, la punta de hierro lo atravesó y le empaló la parte superior del brazo, que le clavó al costado. El impacto le dio la vuelta a Urb, que se tambaleó cuando la lanza tiró de él y, con un gruñido, se deslizó de rodillas, los adoquines duros golpeándole en oleadas las piernas. Bajó de golpe la mano de la espada, todavía aferrada al arma, para evitar caer hacia delante y oyó crujir un nudillo.
Y en ese instante el mundo explotó en un destello blanco.
Cuatro lanzas, dirigiéndose a toda velocidad hacia Hellian, estuvieron a punto de quitarle de golpe la borrachera. Se agachó y levantó el escudo improvisado, endeble y diminuto, solo para que una especie de martillazo se lo arrebatara de la mano con una conmoción cegadora que lo mandó por el aire dando vueltas, los mangos partidos de dos lanzas hundidos en aquella madera empapada, pesada, que olía maravillosamente. Después le arrancaron el yelmo de la cabeza con un tañido ensordecedor y le asestaron un golpe oblicuo en el hombro derecho que rasgó las placas de cuero de la armadura que llevaba. El impacto hizo que se diese la vuelta, de modo que quedó de cara a la calle y cuando vio la botella de arcilla que había tirado momentos antes, se lanzó en picado a por ella.
Mejor morir con un último trago…
El aire silbó sobre ella cuando salió volando por el aire y descubrió una docena de lanzas revolotear por encima.
Se estrelló contra los adoquines polvorientos con el pecho por delante, todo el aliento abandonó sus pulmones y permaneció con los ojos saltones fijos en la botella que, de repente, saltó sola por el aire. Algo la cogió por los pies, la levantó, le dio la vuelta y la tiró de espaldas, y sobre ella el cielo azul se tiñó de pronto de gris, a causa del polvo y de la gravilla, y por las lascas de piedra y los trocitos rojos, todo lloviendo sobre ella.
No oía nada y esa primera bocanada desesperada de aire estaba tan repleta de polvo que tuvo un ataque de tos que le provocó hasta convulsiones. Se giró de lado y vio a Urb a unos seis pasos de distancia. El muy idiota se había hecho ensartar y parecía incluso más aturdido de lo habitual. Tenía la cara blanca de polvo, salvo por la sangre en los labios, procedente de una brecha hecha por un diente, y miraba con expresión tonta la calle donde convergían todos los edur. Quizá los tipos estaban cargando contra ellos, así que mejor sería que buscara su espada…
Hellian se acababa de sentar cuando una mano le dio una palmada en el hombro, alzó la cabeza para mirar con furia y vio una cara desconocida, una mujer kanesiana que había fruncido el ceño y clavado los ojos en ella. Con una voz que parecía llegar desde muy lejos, la mujer se dirigió a Hellian.
—¿Todavía con nosotros, sargento? Jamás debería estar tan cerca de un maldito, ¿sabe?
Y se fue.
Hellian parpadeó. Miró con los ojos guiñados calle abajo y vio un cráter enorme donde habían estado los edur. Y partes de cuerpos, y polvo y humo, flotando.
Y cuatro marines más, dos de ellos dalhonesios, disparando cuadrillos en un callejón y dispersándose cuando uno de ellos lanzó un fullero en la misma dirección.
Hellian se acercó gateando a Urb.
Se las había arreglado para sacarse la lanza del brazo, cosa que seguramente le había dolido, y había un charco de sangre bajo su cuerpo. Sus ojos tenían la expresión de una vaca masacrada, aunque puede que él no estuviera tan muerto, pero en ello andaba.
Llegó otro marine, otro desconocido. Cabello negro, piel muy blanca. Se arrodilló junto a Urb.
—Tú —dijo Hellian.
El hombre la miró.
—Ninguna de sus heridas parece capaz de matarla, sargento. Pero aquí su amigo se nos va rápido, así que déjeme hacer mi trabajo.
—¿Qué pelotón, maldito seas?
—Décimo. Tercera Compañía.
Un sanador. Bien, estupendo. Podía remendar a Urb para que ella pudiera matarlo a gusto.
—Eres nathii, ¿no?
—Una mujer perspicaz —murmuró el otro mientras empezaba a tejer magia sobre el enorme agujero desgarrado que tenía Urb en la parte superior del brazo—. Seguro que hasta más perspicaz incluso cuando está sobria.
—No cuentes con eso, sajador.
—En realidad no soy sajador, sargento. Soy mago de combate, pero la verdad es que ya no podemos ponernos quisquillosos con esas cosas, ¿no? Soy Mulvan Pavor.
—Hellian. Octavo pelotón, del Decimocuarto.
El hombre le lanzó una mirada fulminante.
—¿No me diga? ¿Así que es una de los que salieron arrastrándose de debajo de Y’Ghatan?
—Sí. ¿Urb va a vivir?
El nathii asintió.
—Pero va a pasar un tiempo tirado en una camilla. Toda esa sangre que perdió. —Se irguió y miró a su alrededor—. ¿Dónde está el resto de sus soldados?
Hellian le echó un vistazo a la casa del comisionado. La explosión del maldito parecía haberla aplastado. Lanzó un gruñido.
—Y yo qué coño sé, Mulvan. Por casualidad no tendrás una petaca de algo, ¿verdad?
Pero el mago miraba con el ceño fruncido los restos de la casa derrumbada.
—Oigo gritos de socorro —dijo.
Hellian suspiró.
—Pues supongo que ya los has encontrado, Mulvan Pavor. Lo que quiere decir que vamos a tener que desenterrarlos. —Después se animó más—. Pero eso nos va a dar mucha sed, ¿no te parece?
El crujido múltiple de fulleros fuera de la taberna y los chasquidos secos de la metralla golpeando la fachada del edificio mandó a los malazanos dentro con un estremecimiento. Fuera estallaron gritos que crecieron en el aire lleno de polvo de la calle. Violín vio que Gesler tenía que sujetar a Tormenta para evitar que saliera a la carga, el enorme falari estaba tambaleándose; el sargento se volvió hacia Cachipolla, Corabb y Chapapote.
—Bueno, vamos a encontrarnos con nuestros aliados, pero todos atentos. El resto, quedaos aquí, vendad heridas; Botella, ¿dónde están Koryk y Sonrisas?
Pero el mago negó con la cabeza.
—Fueron hacia el este del pueblo, sargento.
—De acuerdo; vosotros tres, conmigo. Botella, ¿puedes hacer algo por Tormenta?
—Sí.
Violín preparó su ballesta y se dirigió el primero a la entrada de la taberna. En el umbral se agachó y se asomó entre el polvo.
Aliados de verdad. Benditos marines, media docena, abriéndose paso entre los cuerpos despatarrados de los edur y silenciando con estocadas rápidas de las espadas a los que gritaban. Violín vio un sargento, un dalhonesio del sur, bajo, ancho y negro como el ónice. La mujer que llevaba al lado era media cabeza más alta, de piel pálida, ojos grises, y casi redonda, pero de un modo que todavía no le colgaba nada. Detrás de esos dos había otro dalhonesio, ese arrugado y con todo perforado, orejas, nariz, barba, mejillas, los ornamentos de oro suponían un contraste sorprendente con el ceñudo rostro oscuro. Un puñetero chamán.
Violín se acercó, los ojos puestos en el sargento. Todavía había combates, pero no cerca.
—¿Cuántos sois?
—Diecisiete al empezar —respondió el hombre. Hizo una pausa para mirar el barbárico colmillo espada que llevaba en las manos—. Acabo de arrancarle la cabeza a un edur con esto —dijo, y levantó la cabeza—. El primero que mato.
Violín se quedó mirando con la boca abierta.
—¿Y cómo Embozado de los cojones llegasteis hasta aquí desde la puñetera costa, entonces? ¿Qué sois, murciélagos soletaken?
El dalhonesio hizo una mueca.
—Robamos una barca de pesca y subimos navegando.
—Éramos los pelotones que desembarcamos más al sur —dijo la mujer que llevaba al lado—, nos movimos en dirección este hasta que llegamos al río; entonces o bien vadeábamos el barro del pantano hundidos hasta la cintura o íbamos por el agua. Nos fue bien hasta hace unas noches, cuando nos topamos de cara con una galera letherii. Esa noche perdimos unos cuantos —añadió.
Violín se la quedó mirando un momento más. Redonda y de aspecto blandito, salvo por los ojos. Que el Embozado me lleve, ésta podría arrancarle a un hombre la piel a tiras, una por una, con una sola mano, mientras con la otra se lo monta ella sola. Apartó la vista y miró otra vez al sargento.
—¿Qué compañía?
—Tercera. Soy Badan Gruk, y tú eres Violín, ¿verdad?
—Yeguetan —murmuró el chamán con un gesto de protección.
Badan Gruk se volvió hacia la mujer pálida.
—Fruncida, coge a Inmenso y Reliko y avanza hacia el oeste hasta que os encontréis con Remilgo. Después volved aquí. —Miró a Violín otra vez—. Les dimos de lleno, creo.
—Me pareció oír un maldito hace un rato.
Un asentimiento.
—Remilgo tenía a los zapadores. En fin, los edur han retrocedido, así que supongo que los asustamos.
—Es lo que tienen las municiones moranthianas.
Badan Gruk apartó la mirada otra vez. Parecía extrañamente asustadizo, nervioso.
—No esperábamos toparnos con ningún pelotón tan al este —dijo—. No a menos que hubieran ido por el agua como nosotros. —Miró a Violín a los ojos—. Estáis a apenas un día de Letheras, ¿lo sabéis?
Siete edur les habían vuelto las tornas a Koryk y Sonrisas y los habían empujado a un callejón muy poco prometedor entre decrépitos bloques de viviendas que se venían abajo; el callejón llevaba luego a un pintoresco campo de la muerte bloqueado por montones de madera por todos lados, salvo por el que daba a ese callejón.
Empujando a Sonrisas tras él, mientras iba alejándose de espaldas de los edur (que atestaban el callejón e iban avanzando poco a poco), Koryk preparó la espada. Luchaba con mano y media una vez perdido el escudo. Si a los cabrones les daba por arrojarle lanzas, iba a tener problemas.
La idea lo hizo lanzar un bufido. Él contra siete tiste edur y lo único que tenía era una joven que ya había acabado con todos sus cuchillos arrojadizos y solo le quedaba un destripador de mango pesado que estaba mejor en manos de un carnicero. ¿Problemas? Ojalá se pusieran a arrojar lanzas.
Pero a esos edur no les interesaba convertirlos en pinchitos morunos a distancia. Querían verlos de cerca y a Koryk no le extrañaba. Como los setis, esos rostros chupados y grises. Cara a cara, sí. Ahí es donde se encuentra la verdadera gloria. Y cuando llegaron a la boca del callejón, Koryk levantó la punta de su espada y los llamó con un ademán.
—No te muevas de ahí —le dijo a Sonrisas, que se había agazapado tras él—. Dame espacio de sobra…
—¿Para hacer qué, tonto del culo? ¿Morir con estilo? Tú derriba unos cuantos y yo me cuelo por debajo y acabo con ellos.
—¿Y que te metan una empuñadura por la cabeza? No, quédate ahí.
—Yo no me quedo aquí pa que me violen todos los que fuiste demasiado incompetente pa matar antes de morir tú, Koryk.
—¡Muy bien! ¡Entonces ya te clavo yo el pomo en esa cabeza hueca!
—La única vez que me vas a clavar algo, así que adelante, y disfrútalo.
—Oh, créeme, lo haré…
Podrían haber seguido así, pero los edur se habían desplegado, cuatro delante y tres atrás y se disponían a abalanzarse sobre ellos.
Koryk y Sonrisas discutieron con frecuencia, más tarde, si su salvador descendió con unas alas o solo tenía un talento especial para saltar a distancias extraordinarias, porque llegó como un contorno borroso y atravesó el camino de los cuatro primeros tiste edur; y en ese vuelo silencioso pareció retorcerse entre los destellos de unas pesadas hojas de hierro. Un frenesí de extrañas tijeretadas y el hombre había pasado, y debería haber chocado de frente con una pila de madera de corteza gruesa. En su lugar, uno de esos talwares tocó con la punta un tronco y girando sobre ese único punto de contacto, el hombre se dio media vuelta y aterrizó como un gato agazapado contra la ladera de tablones, en un ángulo imposible de mantener, pero eso dio igual, porque ya estaba regresando con un gran impulso por donde había llegado y volaba por encima de las formas derrumbadas y empapadas en sangre de cuatro tiste edur. Chis, chas, chischas, y los tres edur de atrás se desplomaron.
Aterrizó de nuevo, justo antes del muro de madera contrario, la cabeza gacha y el hombro que parecía tocar el suelo antes de dar una voltereta, pisó con un pie un tronco horizontal y lo utilizó para girar en redondo y aterrizar en equilibrio sobre el otro pie, que había estirado bajo él. Delante de los siete cadáveres que acababa de derribar.
Y delante de dos marines malazanos que, por una vez y sin que sirviera de precedente, no tenían absolutamente nada que decir.
Los marines de las compañías Tercera y Cuarta se reunieron delante de la taberna, en pie o sentados sobre los adoquines manchados de sangre de la calle principal. Aquí y allá se atendían heridas mientras otros reparaban armaduras o limaban las muescas de los filos de las espadas.
Violín hacía balance, reclinado en el borde de una artesa de agua, cerca del poste donde se amarraban los caballos a un lado de la entrada de la taberna. Desde la costa, los otros tres pelotones de la Cuarta Compañía habían sufrido pérdidas. Del pelotón de Gesler habían desaparecido Arenas y Uru Hela. Del de Hellian, Laúdes y Tavos Estanque, y ambos habían muerto en aquel maldito pueblo, mientras que del de Urb tanto Hanno como Tazón habían muerto, y Lametazo de Sal había perdido la mano izquierda. El pelotón de Violín había, hasta el momento, sobrevivido intacto, y eso lo hacía sentirse culpable. Como uno de los secuaces del Embozado, uno de los que se pone en la fila justo al otro lado de la puerta. Plumas de cuervo en la mano, o rosas marchitas, o pastelitos, o cualquiera de los otros incontables regalos que los muertos estaban impacientes por entregar a sus parientes recién llegados; dioses del inframundo, Sonrisas me está convirtiendo en otro kanesiano con todas esas absurdas creencias. No hay nadie esperando al otro lado de la puerta del Embozado, a menos que sea para burlarse.
Los dos sargentos de la Tercera se acercaron. Badan Gruk, al que Violín había conocido antes, y el quon, Remilgo. Formaban una extraña pareja, pero siempre era igual, ¿no?
Remilgo le dedicó a Violín un extraño asentimiento de deferencia.
—Nos parece bien —dijo.
—¿El qué?
—Tú estás al mando, Violín. Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
Violín hizo una mueca y apartó la mirada.
—¿Alguna pérdida?
—¿En esta trifulca? No. Esos edur salieron pitando como liebres en una perrera. Mucho más flojos de lo que esperábamos.
—No les gusta luchar escudo contra escudo —dijo Violín mientras se rascaba la barba mugrienta—. Lo hacen, sí, sobre todo cuando tienen tropas letherii con ellos. Pero en los últimos tiempos han abandonado esa táctica, porque con nuestras municiones se lo hacíamos pagar caro. No, llevan tiempo intentando darnos caza, nos tienden emboscadas, nos empujan. Su forma tradicional de lucha, diría yo.
Remilgo lanzó un gruñido.
—Os empujan, dijiste. Así que es muy probable que haya un puñetero ejército esperándonos a este lado de Letheras. El yunque.
—Sí, que es por lo que creo que deberíamos esperar aquí un poco. Es arriesgado, lo sé, los edur podrían volver y la próxima vez podrían ser un millar.
Los ojos finos de Badan Gruk se afinaron mucho más.
—Con la esperanza de que vuestro puño nos alcance con un montón de marines más.
—Tu puño ahora también, Badan Gruk.
Un asentimiento brusco, después una expresión ceñuda.
—A nosotros solo nos metieron por culpa de las pérdidas del Cuarto en Y’Ghatan.
—La consejera no deja de hacer cambios —dijo Remilgo—. No tenemos puños a cargo de nada, solo marines, no desde los tiempos de Corteza…
—Bueno, ahora sí. Ya no estamos en el ejército malazano, Remilgo.
—Sí, Violín, soy consciente de eso.
—Yo sugiero lo siguiente —repitió Violín—. Esperar aquí un tiempo. Que nuestros magos descansen un poco. Y esperemos que aparezca Keneb y que traiga más que unas cuantas docenas de marines con él. Bueno, yo no soy mucho de eso del mando. Preferiría que los sargentos acordáramos las cosas, así que no voy a hacer que os atengáis a nada.
—¿Gesler está de acuerdo contigo, Violín?
—Sí.
—¿Qué hay de Hellian y Urb?
Violín se echó a reír.
—La taberna sigue empapada, Remilgo.
El sol se había puesto, pero nadie parecía impaciente por ir a ninguna parte. Se entraba y salía de la taberna siempre que hacía falta sacar otro barril de cerveza. La sala principal de aquel antro era un matadero y a nadie le apetecía quedarse mucho tiempo dentro.
Sonrisas se acercó donde estaba sentado Koryk.
—Se llama Muertecalavera, si te lo puedes creer.
—¿Quién?
—Buen intento. Ya sabes quién. El que podría matarte con el dedo gordo del pie.
—He estado pensando en ese ataque —dijo Koryk—. Solo funciona si no se lo esperan.
Sonrisas lanzó un bufido.
—No, en serio. Veo a alguien volando a por mí y lo parto por la mitad. No es como si se pudiera retirar o cambiar de opinión, ¿no?
—Eres idiota —dijo ella, y le dio un codazo—. Oye, también conocí a tu hermano gemelo. Se llama Inmenso Vacío y de los dos yo diría que el cerebro se lo llevo él.
Koryk la miró con furia.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Sonrisas?
La chica se encogió de hombres.
—Muertecalavera. Voy a hacerlo mío.
—¿Tuyo?
—Sí. ¿Sabías que se está reservando para una mujer de sangre real?
—Eso no es lo que están diciendo los hombres con ciertas inclinaciones.
—¿Dónde has oído eso?
—Además, tú no tienes sangre real, Sonrisas. Reina de los chupaconchas no sirve.
—Por eso necesito que mientas por mí. Yo era una princesa kanesiana, enviada al ejército malazano para evitar que la Garra me encontrara…
—¡Oh, por el amor del Embozado!
—Chist. Escucha, el resto del pelotón dijo que estaba encantado de mentir por mí. ¿A ti qué te pasa?
—Encantados… ja, ésa sí que es buena. Muy buena. —Se volvió y la miró—. ¿Estás impaciente por que Muertecalavera dé uno de esos saltos voladores y se te meta entre las piernas? ¿Quieres quedarte embarazada de un príncipe de una tribu de ardillas voladoras de Siete Ciudades?
—¿Embarazada? Sí, cuando los delfines caminen y los peces aniden en los árboles. No voy a quedarme embarazada —declaró—. Botella me va a dar unas hierbas para eso. Mi amado Muertecalavera puede vaciar galones de su semilla en mí por toda la eternidad del Embozado y no va haber ningún conejito saltando por ahí.
—Tiene cara de chica —dijo Koryk—. Y los hombres dicen que también besa como una chica.
—¿Quién te cuenta todo eso?
—Reservar su semilla, menudo chiste.
—Escucha, esos hombres no significan nada. Bueno, ¿soy una princesa kanesiana o no?
—Oh, sí. Rival del trono del imperio, de hecho. Sé el pez volador para la ardilla voladora y haced vuestro nido en un árbol, Sonrisas. Cuando todo lo que hay que hacer se haya hecho.
La soldado lo sorprendió con una sonrisa brillante.
—Gracias, Koryk. Eres un verdadero amigo.
Se la quedó mirando cuando la chica se fue a toda prisa. Pobre muchacha. La ardilla está reservando su semilla porque no sabe qué hacer con ella, diría yo.
Una figura pasó caminando en la oscuridad y Koryk guiñó los ojos hasta que reconoció el modo de andar del hombre.
—Eh, Botella.
El joven mago se detuvo, miró y se acercó arrastrando los pies.
—Se supone que estás durmiendo —dijo Koryk.
—Gracias.
—Así que le vas a dar a Sonrisas hierbas especiales, eh. ¿Por qué…?
—¿Que yo qué?
—Hierbas. Para no quedarse embarazada.
—Mira, si no quiere quedarse embarazada, debería dejar de montar a todo…
—¡Un momento, Botella! Espera. Creí que había hablado contigo. Sobre unas hierbas que prometiste darle…
—Ah, esas hierbas. No, lo entendiste mal, Koryk. Ésas no son para que no se quede embarazada. De hecho, es un brebaje de mi abuela y no tengo ni idea de si funciona siquiera, pero bueno, no tiene nada que ver con no quedarse embarazada. Bueno, si me hubiera preguntado, claro, hay cosas fiables…
—¡Para! ¿Qué… qué le hace a ella ese brebaje que le vas a dar, entonces?
—¡Pues será mejor que ella no se lo tome! Es para un hombre…
—Para Muertecalavera.
—¿Muertecalavera? Qué… —Botella se lo quedó mirando desde arriba durante un buen rato—. ¿Sabes lo que es una muertecalavera, Koryk? Es una planta que crece en la isla Malaz y quizá también en Geni. Verás, por lo general hay plantas masculinas y hay plantas femeninas y así es como consigues que haya fruta y demás, ¿de acuerdo? En fin, que no es lo mismo con la dulce y pequeña muertecalavera. Solo hay plantas masculinas, no hay ninguna femenina. Las muertecalaveras derraman su… bueno, lo derraman todo al aire y de alguna forma eso termina metiéndose en las semilla de otras plantas y sigue el viaje, oculto, hasta que la semilla brota, entonces asume el mando y, de repente, hay otra bonita muertecalavera con esa flor gris que en realidad no es ninguna flor, solo un saco fino lleno de…
—Así que ese brebaje que te pidió Sonrisas… ¿qué hace?
—Se supone que cambia a un hombre que prefiere hombres en un hombre que prefiere mujeres. ¿Funciona? No tengo ni idea.
—Muertecalavera puede que sea una planta —dijo Koryk—, pero también es el nombre de un soldado del pelotón de Remilgo. Uno muy guapo.
—Oh, y ese nombre…
—Es obvio que es muy apropiado, Botella.
—Oh. Pobre Sonrisas.
La casa del comisionado quizá fuera muy bonita por fuera, pero podría haber estado hecha de paja por el modo en que cayó. Asombroso que no hubiera muerto nadie bajo todos esos escombros. Urb por lo menos sintió un alivio considerable, aunque su humor se marchitó un tanto después de que Hellian terminara de chillarle.
En cualquier caso, con la satisfacción posterior y sintiéndose agradablemente… agradable, Hellian se mostró de todo menos agradable cuando la muy poco atractiva cara de Balgrid se cernió justo delante de ella. Lo miró con un parpadeo.
—Eres más bajo de lo que había pensado.
—Sargento, estoy de rodillas. ¿Qué está haciendo debajo de la barra?
—No soy yo la que no hace más que moverla, Baldy.
—Los otros sargentos han acordado que nos vamos a quedar aquí un tiempo. ¿Está en eso con ellos, sargento?
—¿Por qué no?
—Bien. Ah, ¿sabe? En los nuevos pelotones hay otro kartooliano.
—Seguro que es un espía. Todavía vienen a por mí, lo sé.
—¿Por qué iban a venir a por usted?
—Porque hice algo, por eso. No m’acuerdo de qué, pero fue bastante pa mandarme aquí, ¿no? ¡Un jodío espía!
—Dudo que sea algo más…
—¿Sí? ¡Vale, pues que venga aquí y me bese los pies, entonces! ¡Dile que soy la reina de Kartool! ¡Y quiero mis besados pies! Mi beso piesado, quiero decir. ¡Venga, maldito seas!
A menos de seis pasos de distancia, metido debajo de la barra en el otro extremo, estaba sentado Muertecalavera. Se escondía de esa mujer del pelotón de Violín, era guapa pero demasiado lujuriosa, por decirlo con delicadeza. Y al oír a Hellian, volvió la cabeza de golpe y sus ojos oscuros y almendrados, que ya habían roto tantos corazones, poco a poco se abrieron más y se clavaron en la sargento desaliñada agachada sobre un charco de vino derramado.
Reina de Kartool.
Sobre cosas tan modestas era como cambiaban los mundos.
Las mujeres estaban cantando una antigua canción en un idioma que era cualquier cosa salvo imass. Llena de extraños chasquidos y pausas flemáticas, junto con gestos rítmicos de las manos, y las extraordinarias voces gemelas surgiendo de cada garganta, la canción hizo que el vello de la nuca de Seto se erizara.
—Eres’al —había susurrado Ben el Rápido, con un aspecto un tanto ceniciento también—. El primer idioma.
No era de extrañar que se le pusiera la piel de gallina y despertara leves ecos en el fondo de su mente, como si cobraran vida los suaves murmullos de su madre solo unos días después de que él naciera, cuando se aferraba con la boca a su pecho y miraba como un estúpido el contorno borroso de la cara que entonaba sobre él. Una canción para hacer que un hombre adulto se sintiera muy vulnerable, débil de piernas y desesperado por encontrar consuelo.
Seto empezó a murmurar por lo bajo y a darle tirones a la manga de Ben el Rápido.
El mago lo entendió, así que los dos se levantaron y se apartaron de la hoguera y de todos los imass reunidos. Salieron a la oscuridad bajo una lluvia de estrellas relucientes y subieron a la extensión de cantos rodados caídos, lejos de los refugios de roca de la superficie del risco.
Seto encontró una piedra plana del tamaño de un esquife tirada en la base de un pedrero. Se sentó en ella. Ben el Rápido se quedó en pie, no muy lejos, agachándose para recoger un puñado de gravilla y paseándose mientras comenzaba a examinar su colección (más por el tacto que por la vista), arrojando las piedrecitas que rechazaba a la oscuridad para que rebotaran y resbalaran.
—Bueno, Seto.
—¿Qué?
—¿Cómo está Violín estos días?
—Tampoco es que me haya encaramado a su hombro ni nada de eso.
—Seto.
—De acuerdo, capto cosas de vez en cuando. Tufillos. Ecos. Sigue vivo, eso sí que puedo decirlo.
Ben el Rápido hizo una pausa.
—¿Alguna idea de lo que está tramando la consejera?
—¿Quién? No, por qué habría de tenerla si ni la conozco. Eres tú el que deberías estar intentando adivinar, mago. Al que le puso grilletes para que fuera su mago supremo fue a ti, después de todo. Yo, yo llevo vagando lo que parece una eternidad, en nada salvo las cenizas de los muertos. Al menos hasta que encontramos este sitio, y no está tan lejos del inframundo como podrías pensar, créeme.
—No me digas lo que pienso, zapador. Ya sé lo que pienso y no es lo que tú piensas.
—Bueno, ya estás nervioso otra vez, Rápido, o eso parece. ¿Ese corazoncito está dando saltitos?
—Se los llevaba a Lether, al imperio de los tiste edur, una vez que se las arreglara para sacarlos del puerto de Malaz. Bueno, Cotillion dice que se las arregló, a pesar de que yo desaparecí en el peor momento posible. Cierto, hubo pérdidas desagradables. Como Kalam. Y T’amber. Yo. Así que Lether. Va a lanzar su miserable ejército contra un imperio que domina la mitad de un continente, o casi la puñetera mitad, ¿y por qué? Bueno, quizá para vengarse en nombre del Imperio de Malaz y de todos esos otros reinos o pueblos a los que destrozaron esas flotas errantes. Pero quizá no sea eso en absoluto, porque, afrontémoslo, como motivo suena a, bueno, a locura. Y yo no creo que la consejera esté loca. Así que, ¿qué queda?
—Perdona, ¿eso era una pregunta? ¿Para mí?
—Pues claro que no, Seto. Era retórica.
—Qué alivio. Continúa, entonces.
—Parece más probable que se haya propuesto enfrentarse al dios Tullido.
—¿Ah, sí? ¿Y qué tiene que ver ese Imperio de Lether con el dios Tullido?
—Pues mucho, para que lo sepas.
—Lo que significa que Violín y yo volvemos a librar la misma puñetera guerra de siempre.
—Como si no lo supieras ya, Seto, y no, quítate esa expresión inocente de la cara. No está tan oscuro y lo sabes, así que esa expresión es para mí y es una maldita mentira, así que deshazte de ella.
—¡Oh-oh, el mago tiene los nervios de punta!
—Por eso me caías peor que nadie, Seto.
—Recuerdo una vez que casi te cagas de miedo con una recluta llamada Lástima porque estaba poseída por un dios. Y ahora aquí estás, trabajando para ese dios. Asombroso, cómo pueden dar la vuelta las cosas de modos que jamás esperarías y ni siquiera serías capaz de predecir.
El mago se quedó mirando largo rato al zapador.
—Oye, espera un momento, Seto —dijo después.
—¿De verdad crees que Lástima estaba allí para ir contra la emperatriz, Rápido? ¿Algún sórdido plan de venganza contra Laseen? Pero eso sería… una locura.
—¿Adónde quieres llegar?
—Solo me preguntaba si deberías estar tan seguro de aquéllos para los que trabajas como crees que estás. Porque, y solo me lo parece a mí, toda esta confusión que sientes sobre la consejera podría ser producto de algún incómodo, eh, malentendido con los dos dioses que se agazapan en tu sombra.
—¿Todo esto es otro más de tus presentimientos?
—Yo no soy Violín.
—No, pero has estado tan metido por él, en su maldita sombra, que estás aprendiendo todas sus misteriosas suspicacias susurradas, y no intentes negarlo siquiera, Seto. Así que ahora prefiero que me lo digas directamente. Tú y yo, ¿estamos luchando en el mismo bando o no?
Seto alzó la cabeza y le sonrió.
—Quizá no. Pero, solo quizá, más de lo que crees, mago.
Ben el Rápido había elegido media docena de guijarros gastados por el agua.
—¿Se suponía que esa respuesta tenía que hacerme sentir mejor?
—¿Cómo te crees que me siento yo? —preguntó Seto—. ¡Llevo a tu puñetero lado, Rápido, desde Raraku! ¡Y sigo sin saber quién o ni siquiera qué eres!
—¿A qué te refieres?
—A lo siguiente. Estoy empezando a sospechar que ni siquiera Cotillion y Tronosombrío te conocen la mitad de bien que creen. Que es por lo que ahora no dejan que te alejes mucho. Y que es por lo que también quizá se aseguraron de que terminaras sin Kalam ahí para que te guardara las espaldas.
—Si tienes razón sobre Kalam, se va a montar una buena.
Seto se encogió de hombros.
—Lo único que digo es que quizá el plan era que Lástima estuviera allí, ahora mismo, junto a Violín.
—La consejera ni siquiera tenía un ejército entonces, Seto. Lo que sugieres es imposible.
—Depende de lo mucho que Kellanved y Danzante vieran, y llegaran a entender, cuando abandonaron su imperio y fueron en busca de la ascendencia. —El zapador hizo una pausa y después dijo—: Recorrieron los senderos de los azath, ¿no?
—Casi nadie lo sabe, Seto. Tú desde luego no lo sabías… antes de morir. Lo que nos vuelve a llevar al sendero que tú terminaste recorriendo cuando conseguiste que te volaran en mil pedazos en Coral Negro.
—¿Te refieres a después de que yo ascendiera también?
—Sí.
—Ya te he contado la mayor parte. Los Abrasapuentes ascendieron. Échale la culpa a un caminante espiritual.
—Y ahora sois más atontolinados vagando por ahí. Que el Embozado os lleve a todos, Seto, había gente muy mezquina en los Abrasapuentes. Tipos brutales, crueles y malvados hasta el fondo…
—Chorradas. Y te voy a contar un secreto y quizá un día hasta te ayude. Morir te baja los humos.
—Yo no necesito que me bajen los humos, Seto, y menos mal, porque no tengo intención de morirme pronto.
—Entonces más vale que no te duermas.
—¿Me guardas tú las espaldas, Seto?
—Yo no soy ningún Kalam, pero sí, te las guardo.
—De momento.
—De momento.
—Tendrá que servir, supongo…
—Claro que, solo si tú me las guardas a mí, Rápido.
—Por supuesto. Lealtad al viejo pelotón y todo eso.
—¿Y para qué son los puñeteros guijarros? Como si no lo adivinara.
—Nos vamos a meter en una trifulca muy fea, Seto. —Giró y miró al zapador—. Y escucha, sobre esos putos malditos, si me revientas en pedacitos, volveré a por ti, Seto. Y eso es una promesa, lo juro por cada puñetera alma que llevo dentro.
—Pues eso plantea una pregunta, ¿no? Con exactitud, ¿cuánto tiempo planean todas esas almas esconderse ahí dentro, Ben Adaephon Delat?
El mago lo miró y, como era de esperar, no dijo nada.
Trull Sengar se encontraba al borde mismo de la luz del fuego, más allá de los imass reunidos. La canción de las mujeres se había hundido, convertida en una serie de sonidos que una madre podría dedicarle a su bebé, ruiditos suaves de consuelo; Onrack había explicado que esa canción eres’al era, de hecho, una especie de escalada oblicua que regresaba a las raíces del lenguaje. Comenzaba con el insólito pero obviamente complejo lenguaje eres’al adulto, con sus extraños chasquidos y pausas y todos los gestos que proporcionaban la puntuación, y después iba retrocediendo y simplificándose a medida que se iba haciendo más musical. El efecto era sobrecogedor, extraño e inquietante para los tiste edur.
En el pueblo de Trull, la música y la canción eran algo estático, algo fijo dentro de un ritual. Si los antiguos relatos eran verdad, en otro tiempo había una plétora de instrumentos que se utilizaban entre los tiste edur, pero la mayor parte había caído en el olvido, aparte de los nombres que se les daban. La voz había ocupado su lugar y Trull comenzó a presentir que quizá hubieran perdido algo.
Los gestos entre las mujeres se habían transformado en una danza sinuosa, oscilante y luego, de repente, sexual.
—Antes del niño, hay pasión —dijo una voz baja a su lado.
Trull miró y le sorprendió ver a uno de los t’lan, el jefe de clan, Hostil Rator.
Una colección de huesos calcificados estaba anudada al largo y sucio cabello que colgaba de la testa moteada y llena de cicatrices del guerrero. El hueso de la frente dominaba la cara entera y enterraba los ojos en la oscuridad. Incluso revestido por la carne de la vida, Hostil Rator parecía letal.
—La pasión engendra al niño, tiste edur. ¿Lo ves?
Trull asintió.
—Sí, creo que sí.
—Así fue, hace mucho tiempo, en el ritual.
Ah.
—El niño, por desgracia —continuó el jefe de clan—, crece. Y lo que fue una vez pasión es ahora…
Nada.
Hostil Rator reanudó su discurso.
—Hubo una invocahuesos aquí, entre estos clanes. Vio con claridad el espejismo de este reino. Y vio, también, que este reino se estaba muriendo. Intentó detener la sangría sacrificándose ella. Pero está fracasando, su espíritu y su voluntad están fracasando.
Trull frunció el ceño y miró a Hostil Rator.
—¿Cómo llegaste a saber de este lugar?
—Ella dio voz a su dolor, a su angustia. —El t’lan imass se quedó callado un momento, después añadió—: Era nuestra intención responder a la llamada de la Reunión, pero la necesidad de su voz era innegable. No podíamos darle la espalda, incluso cuando a lo que renunciábamos era, muy posiblemente, nuestro descanso definitivo.
—Así que aquí estás, Hostil Rator. Onrack cree que quieres deshacerte de Ulshun Pral, si no fuera por la presencia de Rud Elalle, de la amenaza que supone para ti.
Un destello en la oscuridad bajo el saliente de la frente.
—Esas cosas no se susurran siquiera, edur. ¿Quieres ver armas sacadas esta misma noche, incluso tras el regalo de la Primera Canción?
—No. Sin embargo, quizá, mejor ahora que después.
Trull vio entonces que los dos invocahuesos t’lan habían ido a ponerse tras Hostil Rator. La canción de las mujeres había cesado, ¿había sido un final abrupto? Trull no lo recordaba. En cualquier caso, estaba claro que todos los presentes estaban escuchando la conversación. Vio que Onrack salía de entre la multitud y vio que su amigo llevaba la espada de piedra sujeta con las dos manos.
Trull se dirigió a Hostil Rator una vez más, el tono uniforme y sereno.
—Los tres habéis sido testigos de todo lo que una vez fuisteis…
—No sobrevivirá —interpuso el jefe de clan—. ¿Cómo podemos abrazar esta ilusión cuando, una vez se desvanezca, deberemos regresar a lo que somos en verdad?
Entre la multitud habló Rud Elalle.
—Ningún daño acontecerá a mi pueblo; no se lo harás tú, Hostil Rator, ni ninguno de tus invocahuesos. Ni tampoco —añadió— los que vienen hacia aquí. Pienso llevarme a los clanes a un lugar seguro.
—No hay lugar seguro —dijo Hostil Rator—. Este reino se muere, y pronto lo hará también todo lo que hay en él. Y no hay huida posible. Rud Elalle, sin este reino, tus clanes no existen siquiera.
—Yo soy t’lan, como vosotros —dijo Onrack—. Sentid la carne que ahora os recubre. El músculo, el calor de la sangre. Siente el aire en los pulmones, Hostil Rator. Os he mirado a los ojos, a cada uno de los tres, y veo lo que sin duda albergan los míos. El asombro. Los recuerdos.
—No podemos permitirlo —dijo el invocahuesos llamado Til’aras Benok—. Pues cuando abandonemos este lugar, Onrack…
—Sí —susurró el amigo de Trull—. Será… demasiado que soportar.
—Hubo pasión una vez —dijo Hostil Rator—. Para nosotros. No puede regresar. Ya no somos niños.
—¡No lo entendéis ninguno!
El chillido repentino de Rud Elalle sobresaltó a todos y Trull vio que Ulshun Pral (en el rostro una expresión de aflicción) estiraba una mano hacia su hijo adoptado, que la apartó con ademán colérico al tiempo que se adelantaba un paso, el fuego de sus ojos tan fiero como el de la hoguera que tenía detrás.
—Piedra, tierra, árboles y hierbas. Bestias. ¡El cielo y las estrellas! ¡Nada de esto es una ilusión!
—Un recuerdo atrapado…
—No, invocahuesos, te equivocas. —Luchó por contener su furia y se giró para mirar a Onrack—. Veo tu corazón, Onrack el Fracturado. Sé que te pondrás a mi lado en lo que viene. ¡Lo harás!
—Sí, Rud Elalle.
—¡Entonces es que crees!
Onrack se quedó callado.
La risa de Hostil Rator fue un chirrido áspero, quedo, amargo.
—Verás, Rud Elalle. Onrack, de los t’lan imass logros, escoge combatir a tu lado, escoge combatir por estos bentract porque no soporta la idea de regresar a lo que fue una vez, así que prefiere morir aquí. Y muerte es lo que Onrack el Fracturado anticipa; de hecho, es lo que ahora anhela.
Trull estudió a su amigo y vio en el rostro, iluminado por el fuego, de Onrack que Hostil Rator decía la verdad.
El tiste edur no vaciló.
—Onrack no estará solo —dijo.
Til’aras Benok miró a Trull.
—¿Entregas tu vida, edur, para defender una ilusión?
—Eso, invocahuesos, es lo que los mortales disfrutamos haciendo. Te vinculas a un clan, a una tribu, a una nación o a un imperio, pero para dar fuerza a la ilusión de un vínculo común debes alimentar su contrario, que todos esos que no pertenecen a tu clan, o tribu, o imperio, no comparten ese vínculo. He visto a Onrack el Fracturado, t’lan imass. Y ahora lo he visto, mortal una vez más. Por la alegría y la vida en los ojos de mi amigo lucharé contra todos esos que lo consideran su enemigo. Porque el vínculo que hay entre nosotros es un vínculo de amistad, y eso, Til’aras Benok, no es una ilusión.
—En tu misericordia —le preguntó Hostil Rator a Onrack—, que has encontrado viva una vez más en tu alma, ¿rechazarás ahora a Trull Sengar de los tiste edur?
—No puedo —contestó el guerrero con la cabeza gacha.
—Entonces, Onrack el Fracturado, tu alma jamás hallará paz.
—Lo sé.
Trull se sintió como si le acabaran de propinar un puñetazo en el pecho. Estaba muy bien hacer todas esas osadas afirmaciones, con una sinceridad feroz que solo podía darse con una amistad verdadera. Otra cosa muy distinta era descubrir el precio que exigía al alma de aquél al que él llamaba amigo.
—Onrack —susurró con una angustia repentina.
Pero ese momento no quiso esperar por todo lo que se podría haber dicho, por todo lo que había que decir, porque Hostil Rator se había vuelto para mirar a sus invocahuesos y fuera cual fuera la comunicación silenciosa que hubo entre ellos tres, fue rápida y decidida; el jefe de clan dio media vuelta y se acercó a Ulshun Pral. Momento en el que hincó una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza.
—Solo podemos sentir humildad, Ulshun Pral. Nos han avergonzado estos dos desconocidos. Vosotros sois los bentract. Como fuimos nosotros una vez, hace mucho tiempo. Ahora elegimos recordar. Ahora elegimos luchar en vuestro nombre. En nuestras muertes no habrá más que honor, eso lo juramos. —Se levantó y miró a Rud Elalle—. Soletaken, ¿querrás aceptarnos como tus soldados?
—¿Como soldados? No. Como amigos, como bentract, sí.
Los tres t’lan se inclinaron ante él.
Toda la escena fue un contorno borroso ante los ojos de Trull Sengar. Desde la admisión de Onrack el Fracturado, parecía como si el mundo entero de Trull hubiera, de un modo irresistible, chirriante, aplastando obstáculos en el camino, girado sobre un eje inmenso, nunca imaginado, pero una mano en su hombro lo hizo darse la vuelta, y vio a Onrack en pie ante él.
—No es necesario —dijo el guerrero imass—. Yo sé algo que no sabe ni siquiera Rud Elalle, y te lo digo, Trull Sengar, no es necesario. No hace falta el dolor. Ni el pesar. Amigo mío, escúchame. Este mundo no morirá.
Y Trull no se encontró con fuerzas suficientes para desafiar esa aseveración, para suscitar dudas en la mirada ferviente de su amigo. Tras un momento, así pues, se limitó a suspirar y asentir.
—Así sea, Onrack.
—Y si tenemos cuidado —continuó Onrack—, nosotros tampoco.
—Como digas, amigo.
A treinta pasos de allí, en la oscuridad, Seto se volvió hacia Ben el Rápido con un siseo.
—¿Qué te parece todo eso, mago?
Ben el Rápido se encogió de hombros.
—Parece que se ha evitado el enfrentamiento, si es que Hostil Rator no está arrodillándose ante Ulshun Pral para recoger un colmillo caído o algo.
—¿Un qué caído?
—Da igual. No se trata de eso, en cualquier caso. Pero ahora sé que tengo razón en una cosa y no me preguntes cómo lo sé. Solo lo sé. Sospecha convertida en certeza.
—Bueno, continúa, maldito seas.
—Solo una cosa, Seto. El finnest. El de Scabandari Ojodesangre. Está aquí.
—¿Aquí? ¿Qué quieres decir?, ¿aquí?
—Aquí, zapador. Justo aquí.
La puerta era un desastre destrozado por un lado. Las enormes piedras ciclópeas que en otro tiempo habían formado un enorme arco, que bien podría haber tenido cinco pisos de altura, parecían haber sido reventadas por múltiples impactos que habían arrojado algunos de los bloques tallados a cien pasos o más de la entrada. La plataforma que, en otro tiempo, había abarcado el arco, estaba levantada y abombada, como si un terremoto hubiera atravesado con una onda el sólido lecho de roca bajo los adoquines. El otro lado estaba dominado por una torre de bloques todavía erectos, retorcidos como un sacacorchos y en apariencia en precario equilibrio.
La ilusión de la luz brillante del día se había mantenido durante esa última parte del viaje, tanto por la insistencia beligerante de Udinaas como por la indulgencia divertida de Clip. O quizá por la impaciencia de Silchas Ruina. La consecuencia fundamental fue que Seren Pedac estaba agotada y Udinaas no tenía mucho mejor aspecto. Al igual que los dos tiste andii, sin embargo, Tetera parecía inmune, con la energía ilimitada de un niño, suponía Seren, lo que aumentaba la posibilidad de que en algún momento no muy lejano se derrumbaría sin más.
Seren se dio cuenta de que Temor Sengar también estaba cansado, pero seguramente eso tenía más que ver con la desagradable carga que se posaba cada vez con más pesadez sobre sus hombros. Había sido dura e implacable al relatar al tiste edur el terrible crimen que había cometido con Udinaas, y lo había hecho con la esperanza de que Temor Sengar (con una expresión de repugnancia no fingida y más que merecida en los ojos) optaría por rechazarla a ella, y también el voto que había hecho él mismo de proteger su vida.
Pero en su lugar, el muy idiota se había mantenido fiel a ese voto, aunque ella podía ver el despertar cruel del arrepentimiento. Temor no iba, no podía, faltar a su palabra.
Cada vez era más fácil desdeñar esos gestos atrevidos, la severidad que de tan buena gana abrazaban los machos de cualquier especie. Algún resto primitivo, razonó Seren, de la época en la que poseer a una mujer significaba la supervivencia, no de algo tan prosaico como el propio linaje, sino posesión en el sentido de propiedad, y supervivencia en el sentido de poder. Había habido tribus atrasadas en todos los territorios limítrofes del reino letherii donde esas arcaicas nociones todavía se practicaban, y no siempre eran situaciones en las que los hombres eran los que tenían y empuñaban el poder, pues a veces eran las mujeres. En cualquier caso, la historia había demostrado que eran unos sistemas que solo podían sobrevivir en el aislamiento, y solo entre pueblos para quienes la magia se había estancado en una red caótica de proscripciones, tabúes y el artificio de reglas absurdas, donde el poder ofrecido por la hechicería lo habían usurpado ambiciones profanas y el imperativo del control social.
Al contrario de las románticas nociones que Casco Beddict tenía sobre esos pueblos, Seren Pedac había llegado a sentir pocos remordimientos cuando pensaba en su extinción inevitable y, con frecuencia, bañada de sangre. El control siempre era una ilusión, y su mantenimiento solo podía persistir en el aislamiento. No pretendía decir, claro está, que el sistema letherii estaba basado en una libertad sin trabas y en el libre albedrío individual. Ni hablar. Se había sustituido una imposición por otra. Pero por lo menos no está dividida por sexos.
Los tiste edur eran diferentes. Sus nociones… primitivas. Ofrece una espada, entiérrala en el umbral del hogar de alguien; un intercambio simbólico de promesas tan arcaico que no eran siquiera necesarias las palabras. En un ritual así no era posible negociación alguna, y si el matrimonio no implicaba negociación, entonces no era un matrimonio. No, solo propiedad mutua. O propiedad no tan mutua. Algo así no merecía mucho respeto.
Y allí estaba, y no era ni siquiera un futuro marido el que reclamaba su vida, sino el puñetero hermano de ese futuro marido. Y para convertir la situación entera en más absurda todavía, el futuro marido estaba muerto. Temor defenderá hasta la muerte mi derecho a casarme con un cadáver. O, más bien, el derecho del cadáver a reclamarme. Bueno, es una locura y no pienso aceptarlo, no lo acepto. Ni por un momento.
Sí, se acabó la autocompasión. Ahora solo estoy enfadada.
Porque él se negó a dejar que su indignación lo disuadiera.
A pesar de toda su supuesta naturaleza desafiante, ese último pensamiento le dolió.
Udinaas había pasado junto a ella para estudiar la puerta en ruinas y, en ese momento, se volvía hacia Clip.
—Bueno, ¿vive todavía?
La cadena y los anillos del tiste andii estaban girando otra vez alrededor de un dedo, su dueño le dedicó al esclavo letherii una sonrisa fría.
—El último camino que hay que recorrer —dijo— se encuentra al otro lado de la puerta.
—Entonces ¿quién se enfadó y la hizo pedazos a patadas, Clip?
—Ya no tiene importancia —respondió Clip, y su sonrisa se ensanchó.
—En otras palabras, no tienes ni idea —dijo Udinaas—. Bueno, si vamos a hacerlo, dejemos de perder el tiempo. Yo ya casi he renunciado a esperar a que te agarrotes tú solo con esa cadena. Casi.
Su último comentario pareció sobresaltar a Clip por alguna razón.
Y en ese mismo instante, Seren Pedac vio esa cadena con sus anillos de una forma diferente. ¡Por el Errante! ¿Por qué no lo he visto antes? Es un garrote. ¡Clip es un puñetero asesino! Lanzó un bufido.
—¡Y tú afirmas ser una espada mortal! No eres más que un homicida, Clip. Sí, Udinaas lo supo hace mucho tiempo, que es por lo que lo odias tanto. Jamás le engañaron todas esas armas que llevas. Y ahora, a mí tampoco.
—Es cierto, estamos perdiendo el tiempo —dijo Clip, una vez más parecía imperturbable; se volvió y se acercó a la enorme puerta. Silchas Ruina echó a andar tras él y Seren vio que el Cuervo Blanco tenía las manos en las empuñaduras de sus espadas.
—Peligro más adelante —anunció Temor Sengar y sí, maldito fuera, abandonó su posición justo detrás del hombro derecho de Seren para colocarse directamente delante de ella. Y sacó su espada.
Udinaas observó la escena y emitió un gruñido desdeñoso antes de girarse a medias.
—Silchas Ruina se ha ganado su paranoia, Temor —dijo—. Pero ni siquiera eso significa que estemos a punto de saltar en un nido de dragones. —Sonrió sin humor alguno—. Y no es que los dragones hagan nidos.
Cuando el antiguo esclavo se puso en camino tras los dos tiste andii, Tetera se acercó corriendo y lo cogió de la mano. Al principio Udinaas reaccionó como si el roce de la niña lo quemara, pero después toda su resistencia se desvaneció.
Clip llegó al umbral, se metió y desapareció. Un momento después Silchas Ruina hizo lo mismo.
Ni Udinaas ni Tetera vacilaron.
Al llegar al mismo punto, Temor Sengar hizo una pausa y la miró.
—¿Qué hay en tu mente, corifeo? —preguntó.
—¿Crees que podría abandonaros a todos, Temor? ¿Que os observaría entrar y, suponiendo que no podáis volver, me limitaría a darme la vuelta y regresar por este camino sin sentido, un camino que con toda probabilidad nunca abandonaría? ¿Me queda esa alternativa?
—Te quedan todas las alternativas, corifeo.
—A ti también, diría yo. Salvo, por supuesto, aquéllas a las que renunciaste por voluntad propia.
—Sí.
—Lo admites con gran facilidad.
—Quizá eso es lo que parece.
—Temor, si hay alguien que debería darse la vuelta ahora mismo, eres tú.
—Estamos cerca, corifeo. Estamos quizá a solo unas cuantas zancadas del finnest de Scabandari. ¿Cómo puedes imaginar que me fuera a plantear siquiera algo así?
—El instinto de supervivencia, puede que algún jirón obstinado. Los últimos rastros de la fe superviviente que me queda, fe en que, de hecho, posees un cerebro, es decir, uno capaz de razonar. Temor Sengar, es muy probable que mueras si atraviesas esa puerta.
Él se encogió de hombros.
—Quizá muera, aunque solo sea para desconcertar a Udinaas.
—¿Udinaas?
Una leve sonrisa.
—El héroe fracasa en su misión.
—Ah. ¿Y eso sería satisfacción suficiente?
—Queda por ver, supongo. Bueno, ¿los sigues?
—Por supuesto.
—Entonces ¿te rindes de buena gana a esta decisión?
Como respuesta, la corifeo apoyó una mano en el pecho masculino y lo fue empujando, paso a paso, al interior de la puerta. Toda presión se desvaneció cuando entró el hombre y Seren tropezó, solo para chocar con el pecho ancho y musculoso del tiste edur.
Que la enderezó antes de que pudiera caer.
Y Seren vio ante todos ellos un paisaje inesperado. Ceniza volcánica negra bajo un cielo inmenso, casi igual de negro, a pesar de que había al menos tres soles llameando en el cielo. Y en esa tosca llanura, extendiéndose por todos lados en horrenda proliferación, había dragones.
Encorvados, inmóviles. Decenas, centenas.
Oyó el susurro angustiado de Tetera.
—¡Udinaas! ¡Están todos muertos!
Clip, de pie veinte pasos por delante, se había dado la vuelta y los miraba. La cadena giró y se tensó, y después el joven se inclinó.
—Bienvenidos, mis queridos compañeros, a Starvald Demelain.