20

Vivimos a la espera

de ésta, la más valiosa de las cosas:

nuestro dios con ojos despejados

que se adentra en el yermo

de nuestras vidas,

con la paja atada

de una escoba

y con una sonrisa brillante.

Este dios barre hacia una esquina

nuestro desastre de crímenes,

las confusas protestas

que escupimos por la mañana,

con cada amanecer.

Vivimos a la espera, sí,

en valioso desuso

de ojos fríos nuestras virtudes,

sembrando las semillas del yermo

en la cálida tierra de la vida.

En la mano, el gélido hierro

de armas,

y con recompensa brillante,

empapamos este terreno,

bajo el cielo claro,

con la sangre de nuestro dios,

escupido y arrastrado

en riguroso asco.

Nuestro dios que espera

—Cormor Fural

Torres y puentes, de una esbeltez esquelética, y por ninguna parte señal alguna de manos que los guiaran, de inteligencia o voluntad concentrada. Esos constructos que se alzaban hacia el rubor leve de la luz eran totalmente naturales, con líneas toscas y crudos en su huesuda elegancia. Vagar por sus larguiruchos pies era arrollar todo sentido de la proporción, del aspecto que se suponía que debía tener el mundo. No había aire, solo agua. No había luz, solo el fulgor de un regalo antinatural de visión espiritual que revelaba esas torres y esos puentes arqueados, tan altos y finos que parecían a punto de desmoronarse en esas corrientes fieras y arremolinadas.

Bruthen Trana, desprendido de la carne y del hueso que había sido hogar de su existencia entera, vagaba perdido por el fondo de un océano. No se había esperado eso. Las visiones y profecías les habían fallado; le habían fallado sobre todo a Hannan Mosag. Bruthen había sospechado que su viaje lo llevaría a un lugar extraño, no anticipado, un reino quizá mítico. Un reino poblado de dioses y demonios, de centinelas que defendían heredades largo tiempo muertas con una imperturbabilidad inmortal.

«Donde la luz del sol no llegará». Quizá su memoria no fuera perfecta, pero eso había sido lo esencial de esa malhadada profecía. Y él no era más que un guerrero de los tiste edur, un guerrero que carecía de carne más allá de lo que insistía su espíritu por algún tipo de obstinación contumaz, tan testarudo en su presunción como cualquier centinela.

Así que allí estaba, caminando, y podía bajar la vista y ver sus miembros, su cuerpo; podía levantar la mano y tocarse la cara, sentir el pelo (ya suelto) extendiéndose en la corriente como briznas de algas. Podía sentir el frío del agua, podía sentir incluso la inmensa presión que lo asediaba en ese mundo oscuro. Pero no había senderos, ni camino, ninguna pista obvia que serpenteara alrededor de esos edificios de piedra.

La madera podrida de cuadernas de barcos estallaba en nubes bajo sus pies. Remaches fundidos giraban bajo él. Fragmentos que podrían ser de hueso se deslizaban y bailaban por el fondo cenagoso, llevados en todas direcciones por las corrientes. La disolución parecía ser la maldición del mundo, de todos los mundos. Cuanto se rompía, cuanto fallaba, descendía hasta alguna última morada, perdido en la oscuridad, y eso iba más allá de los barcos en el mar y las vidas en esos barcos. Ballenas, dhenrabi, el crustáceo más diminuto. Planes, proyectos y visiones grandiosas. Amor, fe y honor. Ambición, lujuria y malicia. Podía bajar los brazos y recogerlo enteramente en sus manos, observar el agua tironeando de todo aquello, arrojarlo a un sendero momentáneo, arremolinado, de gloria resplandeciente, antes de desaparecer una vez más.

Quizá ésa era la verdad que estaba destinado a ver, suponiendo que fuera digno de eso, claro, una presunción que estaba resultando difícil mantener. En su lugar, lo invadían oleadas de desesperación que lo atravesaban, que salían dando vueltas de su propia alma.

Estaba perdido.

¿Qué estoy buscando? ¿A quién estoy buscando? Lo he olvidado. ¿Es esto una maldición? ¿Estoy muerto y ahora vago condenado? ¿Estas torres se desmoronarán y me aplastarán, dejándome convertido en otra cosa rota, mutilada, hundida en la porquería y los sedimentos?

Soy tiste edur. Eso sí que lo sé. Mi verdadero cuerpo ha desaparecido, quizá para siempre.

Y algo, alguna fuerza del instinto, lo empujaba de modo involuntario. Había un objetivo, algo que lograr. Lo encontraría. Tenía que encontrarlo. Estaba relacionado con Hannan Mosag, que lo había enviado allí, eso sí que lo recordaba, junto con los ecos desdibujados de una profecía.

Pero se sentía como un niño, atrapado en un sueño que era una búsqueda infatigable de una cara conocida, de su madre, que estaba allí fuera, sin ser consciente de sus apuros e indiferente a ellos si los hubiera sabido (pues ése era el corazón de esos espantosos sueños), un corazón en el que el amor se revelaba necrótico, una mentira, la traición más profunda de todas. Bruthen Trana reconocía esos miedos por lo que eran, por la debilidad que revelaban, al tiempo que se sentía indefenso ante ellos.

Siguió vagando y dejó al fin tras él esos monumentos pavorosos. Quizá llorara durante un rato, aunque por supuesto no podía sentir sus propias lágrimas (eran uno con el mar que lo rodeaba), pero emitía llantos apagados, suficientes para dejar en carne viva su garganta. Y a veces tropezaba, caía, las manos se le hundían en el cieno y luchaba por ponerse en pie, golpeado por las corrientes.

Y todo aquello pareció continuar durante mucho tiempo.

Hasta que algo salió cerniéndose de la oscuridad que tenía delante. Como un bloque, apilado en un lado lo que parecían detritos, restos de un naufragio, ramas de árboles y objetos. Bruthen Trana se acercó a trompicones, intentando encontrarle sentido a lo que veía.

Una casa. Encerrada por un muro bajo de la misma piedra negra. Árboles muertos en el patio, los troncos gruesos, achaparrados, cada uno alzándose de un montículo de raíces sobresalientes. Un sendero serpenteante conducía a tres escalones largos e inclinados y a una puerta estrecha y medio oculta. A ambos lados de esa entrada había ventanas cuadradas, protegidas tras bandas de pizarra. A la derecha, formando una esquina redondeada, se alzaba una torre achaparrada y con tejado plano. Una ventanita en la cornisa del nivel superior estaba iluminada por dentro con un fulgor amarillo, apagado, intermitente, vacilante.

Una casa. En el fondo del océano.

Y hay alguien en su interior.

Bruthen Trana se encontró de pie ante la verja, los ojos en el sendero serpenteante de adoquines que llevaba a los escalones. Vio salientes de sedimentos alzándose de los montículos a ambos lados, como si en el barro borbotearan los gusanos. Al aproximarse a la casa observó el denso cieno verde que cubría los muros, y la corriente predominante (que había amontonado basura contra un lado) también había hecho su trabajo en el suelo circundante; había arrancado uno de los árboles muertos y había esculpido el montículo hasta convertirlo en no más que una dispersión de cantos rodados recubiertos de percebes. El árbol se apoyaba en la casa con ramas inflexibles en las que ondeaban algas que se agitaban contra la corriente contraria.

Esto no es lo que busco. Lo supo con una certeza repentina. Y sin embargo… levantó los ojos una vez más, miró la torre y vio que la luz se atenuaba, como si se retirara, y después se desvanecía.

Bruthen Trana se metió en el sendero.

La corriente allí parecía más fiera, como si estuviera impaciente por apartarlo del camino, y algún instinto le dijo al tiste edur que no debía perder pie en ese patio. Se encorvó y continuó adelante con empeño.

Al llegar a los escalones, a Bruthen Trana lo golpeó un enturbiamiento repentino de la corriente, alzó la cabeza y advirtió que la puerta se había abierto. En el umbral se encontraba una figura extraordinaria. Tan alta como el tiste edur, pero tan delgada que parecía fatalmente demacrada. La carne blanca como el hueso, fina y suelta, una cara larga, estrecha, marcada por una masa de arrugas. Los ojos eran de un color gris pálido que rodeaba unas pupilas verticales.

El hombre vestía sedas podridas, incoloras, que no ocultaban mucho, incluyendo las articulaciones extra de los brazos y las piernas, y lo que parecía ser un esternón con una bisagra horizontal en el medio. La ondulación de demasiadas costillas, un juego de clavículas menores bajo las principales. El cabello (poco más que unos mechones sobre una calva moteada) se agitaba como telarañas. En una mano alzada, el hombre sostenía un farol en el que había posada una piedra que ardía con un fuego dorado.

La voz que se dirigió a la mente de Bruthen Trana tenía un extraño tono infantil.

—¿Es ésta la noche para los espíritus?

—¿Es de noche, entonces? —preguntó Bruthen Trana.

—¿No lo es?

—No lo sé.

—Bueno —respondió la figura con una sonrisa—, yo tampoco. ¿Quieres unirte a nosotros? Hace mucho tiempo que la casa no tiene invitados.

—No soy para este lugar —dijo Bruthen Trana, indeciso—, creo…

—Estás en lo cierto, pero la colación se servirá en breve. Además, alguna corriente ha debido traerte aquí. No es como si cualquier espíritu antiguo pudiera encontrar la casa. Te han guiado hasta aquí, amigo mío.

—¿Por qué? ¿Quién?

—La casa, por supuesto. En cuanto a por qué… —El hombre se encogió de hombros, se retiró un poco e hizo un gesto—. Únete a nosotros, por favor. Hay vino, y como debe ser es… seco.

Bruthen Trana subió los escalones y cruzó el umbral.

La puerta se cerró sola tras él. Estaban en un pasillo estrecho, y justo delante había un cruce con forma de te.

—Soy Bruthen Trana, tiste edur de…

—Sí, sí, claro. El Imperio del dios Tullido. Bueno, uno de ellos, en cualquier caso. Un emperador encadenado, un pueblo esclavo… —Una rápida mirada por encima del hombro mientras el hombre lo conducía al pasillo de la derecha—. Eso seríais vosotros, los edur, no los letherii, que están sometidos a un amo mucho más cruel.

—El dinero.

—Bien dicho. Sí.

Se detuvieron ante una puerta engastada en un muro curvo.

—Esto lleva a la torre —dijo Bruthen Trana—. Donde vi por primera vez tu luz.

—Así es. Por desgracia, es la única habitación lo bastante grande para acomodar a mi visita. Oh —se acercó más—, antes de entrar debo advertirte de algunas cosas. Mi visita posee una debilidad, claro que, ¿no la tenemos todos? En cualquier caso, ha recaído sobre mí la tarea de, eh, celebrar esa debilidad; bien, sí, terminará pronto, como termina todo, pero todavía no. Así pues, no debes distraer a mi querida visita de la distracción que ya le proporciono. ¿Me entiendes?

—Quizá yo no debería entrar, entonces.

—Tonterías. Verás, Bruthen Trana. No debes hablar de dragones. Nada de dragones, ¿comprendes?

El tiste edur se encogió de hombros.

—Ese tema ni se me había ocurrido…

—Oh, pero en cierto modo sí que lo has pensado, y sigues haciéndolo. El espíritu de Emurlahnis. Scabandari. Padre Sombra. Es algo que te persigue, como persigue a todos los tiste edur. El asunto es delicado, ¿sabes? Muy delicado, tanto para mí como para mi visita. He de confiar en tu comedimiento o habrá problemas. Una calamidad, de hecho.

—Haré lo que pueda, señor. Un momento, ¿cómo te llamas?

El hombre echó mano del cerrojo.

—Mi nombre no es para nadie, Bruthen Trana. Mejor será que me conozcas por uno de mis muchos títulos. El letherii servirá. Puedes llamarme Nudillos.

Levantó el cerrojo y empujó la puerta.

Dentro había una inmensa cámara circular, demasiado grande para el modesto muro de la torre que Bruthen Trana había visto desde fuera. El techo que existiera se perdía en la oscuridad. El suelo de losas de piedra medía cincuenta pasos o más de anchura. Cuando entró Nudillos, la luz de su farol floreció e hizo retroceder las sombras. Enfrente de ellos, pegado al muro curvo, había un estrado elevado sobre el que había esparcidos montones de sedas, almohadas y pieles. Y sentado al borde de ese estrado, inclinado hacia delante con los antebrazos apoyados en los muslos, había un gigante, o un ogro o demonio que lucía el mismo tono de piel que Nudillos, pero estirada sobre músculos enormes y un armazón robusto de huesos achaparrados. Las manos que colgaban sobre las rodillas eran de un tamaño desproporcionado, descomunales, incluso para ese enorme cuerpo. El cabello largo, desaliñado, le colgaba hasta enmarcar un rostro de rasgos pesados con ojos hundidos, tan hundidos que ni siquiera la luz del farol podía provocar más que una chispa trémula en esos hoyos metidos bajo el saliente del hueso.

—Mi visita —murmuró Nudillos—, Kilmandaros. Muy dulce, te lo aseguro, Bruthen Trana. Cuando está… distraída. Ven, está impaciente por conocerte.

Se acercaron, las pisadas resonaban en esa cámara sin agua. Nudillos modificó el rumbo un poco hacia una mesa baja de mármol sobre la que había una botella polvorienta de vino.

—¡Amada —le dijo a Kilmandaros—, mira quién nos ha traído la casa!

—Embútelo a comida y bebida y que se vaya —dijo la mujerona con un gruñido—. Estoy sobre la pista de una solución, escuálido cachorro mío.

Bruthen Trana pudo ver entonces, desperdigados sobre las baldosas ante Kilmandaros, una profusión de huesecitos, cada uno grabado con patrones en todas las superficies disponibles. Parecían dispuestos sin orden, nada más que basura derramada de alguna bolsa; sin embargo, Kilmandaros los miraba con el ceño fruncido, con una concentración salvaje.

—La solución —repitió.

—Qué emocionante —dijo Nudillos, que se procuró en alguna parte una tercera copa y sirvió un vino ambarino—. ¿Doble o nada, entonces?

—Oh, sí, ¿por qué no? Pero ya me debes los tesoros de cien mil imperios, querido Setch…

—Nudillos, amor mío.

—Querido Nudillos.

—Estoy seguro que eres tú la que me debes a mí, madre.

—Pero solo por un momento más —respondió ella, que se estaba frotando las manazas—. Estoy tan cerca. Fue una tontería que ofrecieras doble o nada.

—Ah, mi debilidad —suspiró Nudillos mientras se acercaba a Bruthen Trana con la copa. Nudillos se encontró con la mirada del tiste edur y le guiñó un ojo—. Los granos dirigen el río, madre —dijo—. Será mejor que te des prisa con tu solución.

Un puño cayó como un trueno sobre el estrado.

—¡No me pongas nerviosa!

Los ecos de ese impacto tardaron en desvanecerse.

Kilmandaros se inclinó todavía más y miró con furia la disposición de huesos.

—El patrón —susurró—, sí, casi lo tengo. Casi…

—Me siento magnánimo —dijo Nudillos— y te ofrezco detener esos granos… durante un rato. Para que podamos ser verdaderos anfitriones de nuestra nueva visita.

La gigantona alzó la vista con una astucia repentina en su expresión.

—Excelente idea, Nudillos. ¡Que así sea!

Un gesto y la luz vacilante del farol cesó de vacilar. Todo quedó quieto de un modo que Bruthen Trana no pudo definir; después de todo, nada había cambiado. Y sin embargo su alma sabía, de algún modo, que los granos de los que Nudillos había hablado eran el tiempo, su paso, su viaje interminable. Aquel hombre acababa, con un único gesto de una mano, de detener el tiempo.

Al menos en esa cámara. No en todos los demás sitios, ¿verdad? Y sin embargo…

Kilmandaros se echó hacia atrás con una sonrisita de satisfacción y clavó los ojitos en Bruthen Trana.

—Ya veo —dijo—. La casa anticipa.

—Somos como sueños fugaces para los azath —dijo Nudillos—. Sin embargo, aunque no somos más que vanidades momentáneas, como bien podría definirse nuestra patética existencia, tenemos nuestros usos.

—Algunos —dijo Kilmandaros, desdeñosa de repente— resultamos más útiles que otros. Este tiste edur —un gesto expansivo de una manaza llena de marcas— tiene una utilidad modesta, se mire como se mire.

—El azath ve lo que nosotros no vemos en cada uno de nosotros. Quizá, madre, en todos nosotros.

Un gruñido avinagrado.

—Crees que esta casa me dejó ir por propia voluntad; lo que demuestra tu credulidad, Nudillos. Ni siquiera el azath podría retenerme para siempre.

—Extraordinario —dijo Nudillos— que te retuviera siquiera.

Bruthen Trana se dio cuenta de que ese intercambio era habitual y que seguía rutas ya trilladas entre los dos.

—Jamás habría pasado —dijo Kilmandaros por lo bajo— si él no me hubiera traicionado…

—Ah, madre. No siento un cariño especial por Anomander Purake, pero seamos justos. No te traicionó. De hecho, fuiste tú la que te abalanzaste sobre él por la espalda…

—¡Anticipándome a su traición!

—Anomander no falta a su palabra, madre. Nunca lo hecho, nunca lo hará.

—Dile eso a Osserc…

—Que también tiene por costumbre «anticiparse» a la traición inminente de Anomander.

—¿Qué hay de Draconus?

—¿Qué pasa con él, madre?

Kilmandaros murmuró algo con tono profundo y demasiado bajo para que Bruthen Trana lo captara.

—Nuestro invitado tiste edur —dijo Nudillos— busca el Lugar de los Nombres.

Bruthen Trana se sobresaltó. ¡Sí! Era verdad, una verdad que él ni siquiera había sabido hasta ese mismo momento, hasta las calladas palabras de Nudillos. El Lugar de los Nombres. Los nombres de los dioses.

—Habrá problemas, entonces —dijo Kilmandaros, que cambió de postura, agitada, su mirada recaía una y otra vez en los huesos dispersos—. Debe recordar esta casa, entonces. El sendero, cada paso, debe recordarlo o vagará perdido para toda la eternidad. Y con él, igual de perdidos que han estado siempre, los nombres de todos los dioses olvidados.

—Su espíritu es fuerte —dijo Nudillos, que miró a Bruthen Trana y sonrió—. Tu espíritu es fuerte. Perdóname, con frecuencia olvidamos por completo el mundo exterior, incluso cuando, en escasas ocasiones como ésta, ese mundo se inmiscuye.

El tiste edur se encogió de hombros. La cabeza le daba vueltas. El Lugar de los Nombres.

—¿Qué encontraré allí? —preguntó.

—Ya se le olvida —murmuró Kilmandaros.

—El sendero —respondió Nudillos—. Más que eso, en realidad. Pero cuando todo haya acabado para ti en ese sitio, debes recordar el sendero, Bruthen Trana, y debes recorrerlo sin un solo asomo de duda.

—Pero, Nudillos, en toda mi vida no ha habido ni un solo sendero que haya recorrido sin un asomo de duda, más que un asomo, de hecho…

—Sorprendente —interpuso Kilamandaros— en un hijo de Scabandari…

—Debo comenzar los granos otra vez —anunció de repente Nudillos—. En el río, el patrón, madre, te llama una vez más.

La gigante maldijo en un idioma desconocido y se volvió a inclinar para mirar los huesos con la frente arrugada.

—Lo tenía —murmuró—. Casi lo tenía, estaba tan cerca…

Un leve repique resonó en la cámara.

El puño de la mujer cayó como un trueno otra vez en el estrado y esa vez los ecos parecieron no tener fin.

A una discreta señal de Nudillos, Bruthen Trana se terminó el magnífico vino y volvió a dejar la copa en la mesa de mármol.

Era hora de irse.

Nudillos regresó con Bruthen Trana al pasillo. Una última mirada a esa espaciosa sala y el tiste edur vio a Kilamandaros con las manos en las rodillas y mirándolo con fijeza, con esos ojos que resplandecían un poco, como dos estrellas solitarias y moribundas en el firmamento. Bruthen Trana sintió un escalofrío en lo más hondo del corazón, apartó la mirada y siguió al hijo de Kilmandaros de regreso a la puerta principal.

En el umbral se detuvo un momento para buscar algo en la cara de Nudillos.

—El juego al que juegas con ella, dime, ¿existe ese patrón?

Cejas arqueadas.

—¿Al arrojar los huesos? Y yo qué diablos sé. —Una sonrisa repentina—. Es que a nuestra especie, ah, nos encantan los patrones.

—¿Incluso si no existen?

—¿No existen? —La sonrisa se hizo maliciosa—. Vete, Bruthen Trana, y cuidado con el sendero. Ten cuidado siempre con el sendero.

El tiste edur bajó andando a los adoquines.

—Lo tendría —murmuró—, si lo encontrara.

A cuarenta pasos de la casa se volvió para mirarla y no vio más que corrientes arremolinadas haciendo girar sedimentos en embudos.

Ha desaparecido. Como si me lo hubiera imaginado todo.

Pero estaba advertido, ¿no? Algo sobre un sendero.

Recuerda…

Perdido. Otra vez. Los recuerdos se desprendieron, arrancados por los vientos furiosos del agua.

Dio media vuelta y echó a andar, tambaleándose, paso a paso, hacia algo que no podía sacar del fondo de su mente, que ni siquiera podía imaginar. ¿Era allí donde terminaba la vida? ¿En una misión desesperada, en la búsqueda eterna de un sueño perdido?

Recuerda el sendero. Oh, padre Sombra, recuerda… algo. Lo que sea.

Donde habían estado los enormes trozos de hielo habían crecido sotos de árboles jóvenes. Alisos, álamos, cornejos, árboles que formaban un ribete enmarañado que rodeaba la ciudad meckros muerta. Más allá de los árboles estaban las hierbas de las llanuras y, entre ellas, azulinas de raíces profundas y amapolas de labios rojos que cubrían los montículos de las tumbas donde residían los huesos de miles de personas.

Algunos restos de edificios todavía se alzaban aquí y allá, sobre sus inmensas torres de madera, mientras que otros se habían ladeado y desmoronado, derramando su contenido por las calles inclinadas. Las malas hierbas y los matorrales crecían por todas partes y salpicaban la enorme ruina que no dejaba de crecer, y entre los huesos rotos de los edificios se hallaban un millón de flores esparcidas, una profusión de colores por todos lados.

Se irguió haciendo equilibrios sobre una columna caída de mármol polvoriento que le permitía ver el paisaje, la ciudad que se extendía a su izquierda, el borde irregular y los árboles de hojas verdes con los montículos más allá, a su derecha. Sus ojos, de un color ámbar fiero, estaban clavados en el horizonte, justo delante de él. Su boca ancha lucía su mueca habitual, las comisuras hacia abajo, una expresión que parecía en guerra continua con la alegría centelleante de sus ojos. Los ojos de su madre, decían. Pero algo menos fieros, y eso, quizá, nacía del incómodo regalo de su padre: una boca que no esperaba sonreír jamás.

Su segundo padre, su verdadero padre. El hilo de sangre. El que lo había visitado en su séptima semana de vida. Sí, si bien había sido Araq Elalle el que lo había criado, si bien vivía en la ciudad meckros, había sido el otro (el desconocido que había ido en compañía de una invocahuesos de pelo amarillo) el que le había dado su semilla a Menandore, la madre de Rud Elalle. Sus niñeros imass no habían sido ciegos a esas verdades, y, ah, cómo se lo había recriminado Menandore después.

«¡Tomé todo lo que necesitaba de Udinaas! Y le dejé un caparazón seco y nada más. Jamás podrá engendrar otro hijo, ¡un simple caparazón!, ¡un mortal inútil! Olvídalo, hijo mío. No es nada».

Y ante la terrible exigencia que se vislumbraba entre las llamas de los ojos de la madre, su hijo retrocedió.

Rud Elalle se había convertido en un joven alto, medio palmo más alto incluso que su madre. Su cabello, largo y desgreñado al modo de los guerreros imass bentract, era de un tono castaño decolorado por el sol. Vestía un manto de piel de ranag, de color marrón oscuro con el pelo coronado de ámbar. Bajo él había una camisa de cuero flexible hecha con piel de ciervo. Los pantalones ceñidos eran de piel de allish, más gruesa y resistente. Calzaba unos mocasines de cuero de ranag que le llegaban justo por debajo de las rodillas.

Una cicatriz le recorría el lado derecho del cuello, cortesía de la última embestida de un jabalí moribundo. También se había roto los huesos de la muñeca izquierda y los tenía desalineados, los lugares de las fracturas eran protuberancias nudosas entreveradas de gruesos tendones; pero el brazo no había quedado debilitado, de hecho, era más fuerte que su contrario. Regalo de Menandore, esa extraña reacción a cualquier lesión, como si su cuerpo intentara blindarse contra cualquier posibilidad de que la lesión se repitiese. Había habido otras fracturas, otras heridas, la vida entre los imass era dura, y aunque ellos lo habrían protegido de sus rigores, él no lo permitía. Estaba entre los bentract, pertenecía a los bentract. Allí, entre ese pueblo maravilloso, había encontrado amor y camaradería. Viviría como ellos vivían todo el tiempo que pudiese.

Pero, por desgracia, comenzaba a presentir… que ese tiempo llegaba a su fin. Sus ojos permanecieron clavados en ese horizonte lejano, aunque percibió su llegada y supo que la tenía al lado.

—Madre —dijo.

—Imass —le contestó ella—. Utiliza tu idioma, hijo mío. Habla el lenguaje de los dragones.

Un leve desagrado agrió el temperamento de Rud Elalle.

—No somos eleint, madre. Esa sangre es robada. Impura…

—No somos menos hijos de Starvald Demelain. No sé quién te ha llenado la cabeza con esas dudas, pero son debilidades, y ahora no es el momento.

—Ahora no es el momento —repitió él.

Ella lanzó un bufido.

—Mis hermanas.

—Sí.

—Me buscan a mí. Lo buscan a él. Sin embargo, en ambas intrigas, no han contado contigo como amenaza, hijo mío. Oh, saben que has crecido. Conocen el poder de tu interior. Pero no saben nada de tu voluntad.

—Ni tú tampoco, madre.

La oyó contener el aliento, en el fondo le divirtió el repentino y concurrido silencio que siguió.

Rud señaló el horizonte lejano con la cabeza.

—¿Los ves, madre?

—No importan. Es posible que sobrevivan, pero yo no apostaría por ello. Compréndeme, Rud, con lo que está por llegar, ninguno estamos a salvo. Ni uno. Ni tú, ni yo, ni tus preciosos bentract…

El joven se volvió al oír eso y sus ojos se convirtieron de inmediato en un espejo de los de su madre, en ellos brillaban la rabia y las amenazas.

Ella estuvo a punto de estremecerse, él lo advirtió y se alegró.

—No toleraré que se les haga daño, madre. Deseas entender mi voluntad. Pues ya la entiendes.

—Tonterías. No, una locura. Ni siquiera están vivos…

—En sus mentes lo están. En mi mente, madre, lo están.

La madre esbozó una sonrisa burlona.

—¿Los nuevos que hay entre los bentract respetan tan noble fe, Rud? ¿No has visto su desdén? ¿El desprecio que sienten por sus engañados parientes? Es solo cuestión de tiempo que uno de ellos diga la verdad… y haga pedazos las ilusiones para siempre…

—No lo harán —dijo Rud, una vez más contemplaba el grupo distante de viajeros que, ya sin duda, se iban acercando a la ciudad en ruinas—. No nos visitas con frecuencia suficiente —dijo después—. Desdén y desprecio, sí, pero ahora también verás miedo.

—¿De ti? ¡Oh, hijo mío, qué idiota! ¿Y tus parientes adoptivos saben guardarte las espaldas frente a ellos? Pues claro que no, eso revelaría demasiado, suscitaría preguntas incómodas, y a los imass no es fácil repelerlos cuando buscan la verdad.

—Mis espaldas estarán guardadas —dijo Rud.

—¿Por quién?

—No por ti, madre.

Ella siseó igual que un reptil.

—¿Cuándo? ¿Mientras mis hermanas están ocupadas intentando matarme? ¿Cuando él tenga el finnest en la mano y su mirada caiga sobre todos nosotros?

—Si no eres tú —le contestó él con tranquilidad—, entonces será otro.

—Es más inteligente matar a los recién llegados ahora, Rud.

—¿Y mis parientes no harían preguntas entonces?

—No habrá nadie vivo salvo tú para responder, y tú, por supuesto, puedes contarles lo que te apetezca. Mata a esos nuevos imass, esos desconocidos con su mirada astuta, y hazlo rápido.

—Creo que no.

—Mátalos o lo haré yo.

—No, madre. Los imass son míos. Derrama sangre entre mi pueblo, de cualquiera de ellos, y te encontrarás sola el día que lleguen Sukul y Sheltatha, el día de Silchas Ruina, que viene a reclamar el finnest. —Se giró y la miró. ¿Podría la piel blanca ponerse más pálida?—. Sí, todo en un solo día. He ido a las Doce Puertas, a mantener mi vigilia, como has pedido.

—¿Y? —La pregunta se hizo casi sin aliento.

—Kurald Galain está muy perturbado.

—¿Se acercan?

—Lo sabes tan bien como yo. Mi padre está con ellos, ¿no es cierto? Robas sus ojos cuando te conviene…

—No es tan fácil como crees. —El tono de su madre era genuino en su amargura—. Me… desconcierta.

Te asusta, querrás decir.

—Silchas Ruina exigirá el finnest.

—¡Sí, así es! Y los dos sabemos lo que hará con él, ¡y eso no se debe permitir!

¿Estás segura de eso, madre? Porque, sabes, yo no. Ya no.

—Silchas Ruina bien puede exigir. Bien puede hacer amenazas alarmantes, madre. Tú lo has dicho con frecuencia más que suficiente.

—Y si permanecemos juntos, hijo mío, no tiene esperanza alguna de poder pasar.

—Sí.

—¿Pero quién estará guardándote las espaldas?

—Basta, madre. Les he advertido que guarden silencio y no creo que vayan a intentar nada. Llámalo fe, no en la medida de su miedo. En su lugar, mi fe descansa en la medida de… del asombro.

Ella se lo quedó mirando, era obvio que confundida.

Su hijo no sintió inclinación alguna por elaborar más la respuesta. Su madre lo vería, en su momento.

—Me gustaría ir a recibir a estos nuevos —dijo él, los ojos regresando a los desconocidos que se acercaban—. ¿Quieres unirte a mí, Menandore?

—Debes de estar loco. —Palabras llenas de afecto, sí, su madre nunca podía reñirlo mucho tiempo. Algo de la serenidad etérea de su padre, quizá, una serenidad que hasta el propio Rud recordaba de esa única y breve visita. Una serenidad que se deslizaba sobre los rasgos regulares, ordinarios, del letherii siempre que desaparecía la oleada de dolor, de desesperación (o cualquier otra emoción violenta), y no dejaba ni una onda a su paso.

Esa serenidad, comprendía al fin Rud, era el verdadero rostro de Udinaas. El rostro de su alma.

Padre, ansío tanto verte otra vez.

Su madre se había ido, al menos de su lado. Rud Elalle sintió una ráfaga repentina de viento, alzó la vista y vio la masa blanca y dorada de la forma dracónica de su madre, que se abalanzaba hacia el cielo con cada arremetida de las inmensas alas.

Los desconocidos se habían detenido todavía a trescientos pasos de distancia y se habían quedado mirando a Menandore, que seguía subiendo cada vez más; la dragona se deslizó por unas corrientes de aire por un instante hasta que quedó frente a ellos y descendió en picado, poniendo rumbo directo hacia el pequeño grupo. Ah, cómo le gustaba intimidar a los seres inferiores.

Lo que pasó entonces sin duda sorprendió a Menandore más incluso que a Rud, que lanzó un grito involuntario de sorpresa cuando dos formas felinas se lanzaron al viento en medio del grupo. Del tamaño de perros, las patas delanteras azotaron el aire cuando la madre de Rud planeó por encima; la dragona encogió de golpe las patas traseras contra el vientre en un movimiento instintivo de alarma, al tiempo que el aleteo atronador de sus alas la alejaba del peligro. Al ver girarse el cuello de la criatura, los ojos destellando con una rabia ultrajada (indignada, sin duda), Rud Elalle se echó a reír y notó con satisfacción que el sonido llegaba a oídos de su madre, suficiente para atraer su mirada furiosa y sostenerla, hasta que el impulso la llevó lejos de los desconocidos y sus desafiantes mascotas, pasado ya el momento en el que podría haber virado en redondo con las mandíbulas abiertas de par en par para desatar una magia letal sobre los escandalosos emlavas y sus amos.

La balanza de la amenaza se inclinó hacia el otro lado (tal y como Rud había pretendido con esa carcajada estruendosa) y la dragona siguió su camino por el cielo, desechando todo a su paso, incluyendo a su primogénito.

Y, si acaso hubiera estado en su naturaleza, su hijo habría sonreído entonces. Pues sabía que su madre estaba sonriendo. Encantada de haber divertido tanto a su único hijo, el niño que, al igual que cualquier imass, reservaba sus carcajadas para las heridas que recibía su cuerpo en los feroces juegos de la vida. E incluso las dudas que pudiera albergar su madre, grabadas a fuego por la conversación que acababan de tener, se irían limando por un tiempo.

Muy poco tiempo. Cuando regresaran, Rud también sabía que escocerían como el fuego. Pero para entonces ya sería demasiado tarde. Más o menos.

Se bajó de la columna volcada. Era hora de ir a recibir a los desconocidos.

—Eso —anunció Seto— no es ningún imass. A menos que por aquí los críen muy grandes.

—No es pariente —observó Onrack con los ojos entrecerrados.

El corazón fantasmal de Seto seguía palpitando con fuerza en su fantasmal pecho tras la pasada de aquel pinchaúvas de dragón. Si no hubiera sido por los cachorros de emlava y su descerebrada temeridad, las cosas podrían haber terminado por complicarse bastante. Un maldito en la mano izquierda de Seto. Ben el Rápido con una docena de sendas enmarañadas que bien podría haber disparado a la vez. Trull Sengar y sus puñeteras lanzas… Sí, filetes de dragona lloviendo del cielo.

A menos que nos atrapara ella antes.

Daba igual, el momento había pasado y él lo agradecía.

—Quizá no sea pariente, Onrack, pero se viste como un imass, y son lascas de piedra lo que hay en el interesante extremo de esa porra de hueso que lleva. —Seto miró a Ben el Rápido y sintió una vez más la oleada de deleite de ver una cara conocida, la cara de un amigo, y añadió—: Ojalá estuviera aquí Viol, porque con solo mirar a ese hombre ya se me ha puesto de punta el vello de la nuca.

—Si esto ya te da mala espina —respondió el mago—, ¿para qué necesitas a Viol?

—Para confirmarlo, para eso. El cabrón estaba hablando con una mujer, que después se transformó en dragón y se le ocurrió darnos un susto. Alguien que anda con criaturas con escamas me pone nervioso.

—Onrack —dijo Trull Sengar cuando el hombre se acercó caminando con una zancada despreocupada, casi perezosa—, creo que nos acercamos al lugar en el que Cotillion quería que estuviéramos.

Al oír eso, Seto frunció el ceño.

—Hablando de escamas, esos tratos con el lacayo de Tronosombrío hace que todo esto huela todavía peor…

—Lo que deja una vez más en el aire la explicación de qué estás haciendo tú aquí, Seto —respondió el tiste edur con una leve sonrisa dedicada al zapador, esa maldita sonrisa, tan tosigosa y encantadora que Seto estuvo a punto de cantar cada secreto que tenía en la cabeza solo para ver crecer esa sonrisa y convertirse en algo más acogedor. Trull Sengar era así, incitaba a la amistad y la camaradería como el aroma dulce de una flor (seguramente venenosa). Pero puede que solo sea yo. Mi paranoia habitual. Bien ganada, por cierto. Aun así, no parece haber nada venenoso en Trull Sengar. Es solo que yo no confío en la gente agradable. Ya está, ya lo he dicho, al menos en mi cabeza. Y no, no necesito ninguna razón del metemuertos del Embozado.

Se acercó demasiado a uno de los cachorros de emlava y tuvo que escabullirse de golpe para evitar las garras que salieron disparadas. Miró con furia a la criatura, que le siseaba.

—Ese pelaje es mío, ¿lo sabes? Mío, gatito. Entretanto, cuídalo bien.

Los ojos se alzaron hacia él y ardieron, el cachorro de emlava abrió de par en par las mandíbulas y emitió otro siseo bajo más.

Mierda, esos colmillos cada vez son más largos.

Onrack se había adelantado y acababa de parar. Al poco, se habían detenido todos unos cuantos pasos detrás de él.

El guerrero alto de cabello revuelto se acercó sin prisas. A cinco pasos de Onrack se detuvo, sonrió y dijo algo en un idioma gutural.

Onrack ladeó la cabeza.

—Habla imass.

—¿No habla malazano? —preguntó Seto con una mueca burlona de incredulidad—. ¿Qué le pasa a ese maldito idiota?

La sonrisa del hombre se ensanchó, los ojitos ambarinos se clavaron en Seto y habló en malazano.

—Todos los hijos de la lengua imass son como poesía para este maldito idiota. Al igual que los idiomas de los tiste —añadió al tiempo que posaba la mirada en Trull Sengar. Después extendió las manos a los lados con las palmas hacia arriba—. Soy Rud Elalle, criado entre los imass bentract como si fuese un hijo propio.

—Todavía no se han mostrado, Rud Elalle —dijo Onrack—. Ésta no es la bienvenida que esperaba de unos parientes.

—Te han observado, sí, durante algún tiempo. Muchos clanes. Ulshun Pral envió recado para que nadie se interpusiese en tu camino. —Rud Elalle bajó los ojos y miró los cachorros atados a ambos lados de Trull Sengar—. Los ays huyen de vuestro olor y ahora entiendo por qué. —Bajó las manos y retrocedió un paso—. Os he dado mi nombre.

—Yo soy Onrack, de los t’lan imass logros. El que refrena a los emlavas es Trull Sengar, tiste edur de los hiroth. El hombre de piel oscura es Ben Adaephon Delat, nacido en una tierra llamada Siete Ciudades; y su compañero es Seto, en otro tiempo soldado del Imperio de Malaz.

Los ojos de Rud buscaron a Seto otra vez.

—Dime, soldado, ¿sangras?

—¿Qué?

—Estabas muerto, ¿no? Un espíritu que por voluntad propia ocupa el cuerpo que una vez poseyó. Pero ahora estás aquí. ¿Sangras?

Perplejo, Seto miró a Ben el Rápido.

—¿Qué quiere decir? ¿Igual que sangra una mujer? Soy demasiado feo para ser una mujer, Rápido.

—Discúlpame —dijo Rud Elalle—. Onrack se proclama t’lan imass, pero aquí está, recubierto de carne y luciendo las cicatrices de vuestro viaje por este reino. Y ha habido otros invitados similares. T’lan imass, vagabundos solitarios que han encontrado este lugar, y ellos también están recubiertos de carne.

—¿Otros invitados? —preguntó Seto—. Habéis estado a punto de tener otra más, y habría sido una víbora en vuestro seno, Rud Elalle. Para que conste, yo no confiaría en esos otros t’lan imass, si fuera tú.

—Ulshun Pral es un líder sabio —respondió Rud con otra sonrisa.

—Sigo siendo un fantasma —dijo Seto.

—¿Lo eres?

El zapador frunció el ceño.

—Bueno, no pienso cortarme para averiguarlo.

—Porque tienes intención de abandonar este lugar al final. Por supuesto, lo entiendo.

—Eso parece —soltó Seto de repente—. Así que, quizá vivas con estos imass bentract, Rud Elalle, pero hasta ahí llega el parentesco. Bueno, ¿quién eres?

—Un amigo —respondió el hombre con otra sonrisa más.

Sí, pues si supieras lo que me parecen a mí las personas amigables…

—Me habéis dado vuestros nombres, así que ahora os doy la bienvenida entre los imass bentract. Venid, Ulshun Pral está impaciente por conoceros.

Y echó a andar.

Lo siguieron. Seto llamó a Ben el Rápido con gestos para que se pusiera a su lado y los dos se rezagaron un poco. El zapador habló entonces en voz muy baja.

—Ese árbol peludo se alza en las ruinas de una ciudad muerta, Rápido, como si fuera su puñetero príncipe del Embozado.

—Una ciudad meckros —murmuró el mago.

—Sí, ya me lo suponía. ¿Y dónde está el océano? Me alegro de no haber visto la ola que la trajo hasta aquí.

Ben el Rápido lanzó un bufido.

—Dioses y dioses ancestrales, Seto. Apostaría que estuvieron por aquí dando patadas a los trozos. Y, solo quizá, un jaghut o dos. Hay un auténtico desbarajuste de magia residual en este lugar, no solo imass. Más jaghut que imass, de hecho. Y… más cosas.

—Ben el Rápido Delat, lúcido como un meadero.

—¿De verdad quieres saber por qué nos envió aquí Cotillion?

—No. Solo con saberlo ya me enreda en su telaraña y yo no pienso bailar para ningún dios.

—¿Y yo sí, Seto?

El zapador esbozó una gran sonrisa.

—Sí, pero tú bailas, y luego bailas.

—Rud tiene razón en algo, por cierto.

—No, tiene una porra.

—En cuanto a si sangras.

—Por el Embozado en las alturas, Rápido…

—Ah, eso sí que lo dice todo, Seto. ¿Qué está haciendo el Embozado «en las alturas»? ¿Se puede saber lo profundo que era el agujero del que te escapaste? Y lo que es más importante, ¿por qué?

—¿Ya te amarga mi compañía? ¿Sabes?, a mí era al que peor caías. Hasta Trote…

—¿Y ahora quién está bailando?

—Mejor no saber nada sobre por qué estamos aquí, eso es lo que estoy intentando decir.

—Relájate. Que yo te entiendo, Seto, y puede que te sorprendas, pero no solo no tengo ningún problema con que estés aquí, sino que Cotillion tampoco lo tiene…

—¡Cabrón! ¿Qué pasa, que Cotillion y tú os andáis mandando palomas mensajeras?

—No estoy diciendo que Cotillion sepa algo sobre ti, Seto. Solo digo que si lo supiera, le parecería bien. Y también a Tronosombrío…

—¡Dioses del inframundo!

—¡Cálmate!

—A tu alrededor, Rápido, eso es imposible. ¡Siempre lo fue y siempre lo será! ¡Por el Embozado, si soy un fantasma y sigo poniéndome nervioso!

—Nunca se te dio bien la tranquilidad, ¿verdad? Cualquiera habría supuesto que morir te habría cambiado, aunque fuera un poco, pero supongo que no.

—Muy gracioso. Ja, ja.

Estaban rodeando la ciudad en ruinas y llegaron a la vista de los montículos de las tumbas. Ben el Rápido lanzó un gruñido.

—Parece que los meckros no sobrevivieron a la patada.

—Muertos o no —respondió Seto—, tú también te pondrías nervioso si llevaras un saco de malditos a la espalda.

—¡Joder, Seto, era un maldito lo que tenías en la mano ahí atrás! Cuando la dragona…

—Sí, Rápido, así que procura que no se me acerquen esos gatitos, no vaya a ser que me dé por dar un salto y me tuerza un tobillo o algo. Y deja de hablar de Tronosombrío y Cotillion.

—Un saco lleno de malditos. Ahora sí que estoy nervioso, ¡tú puede que estés muerto, pero yo no!

—Pues por eso.

—Yo también pienso que ojalá estuviera aquí Viol. En tu lugar.

—¿Cómo se te ocurre decir eso? Estás hiriendo mis sentimientos. Pero bueno. Lo que quería contarte era sobre esa t’lan imass con la que estuve viajando un tiempo.

—¿Qué le pasó? Déjame adivinar, le tiraste un maldito.

—Pues claro que sí, hostias, Rápido. Estaba arrastrando cadenas, de las grandes.

—¿El dios Tullido?

—Sí. Todo el mundo quiere entrar en esta partida.

—Eso sería un error —afirmó el mago mientras caminaban hacia una serie de afloramientos de rocas, detrás de los cuales se alzaban los jirones finos del humo de varias hogueras—. El dios Tullido terminaría encontrándose en seria desventaja.

—Tienes muy buena opinión de ti mismo, ¿eh? Algunas cosas nunca cambian.

—Yo no, idiota. Me refiero a la dragona. Menandore. La madre de Rud.

Seto se quitó la gorra de cuero y se tiró de las greñas que le quedaban.

—¡Me vas a volver loco! ¡Tú! ¡Esas cosas! ¡Las dejas caer como un montón maloliente de… ah! —Se soltó el pelo—. ¡Oye, eso me dolió!

—¿Un tirón suficiente para sangrar, Seto?

Seto miró con furia al mago, que esbozaba una sonrisita de satisfacción.

—Mira, Rápido, todo esto estaría muy bien si estuviera planeando construirme aquí un caserío, plantar unas cuantas patatas y criar emlavas porque tienen pelo de peluche o algo así. Pero maldita sea, solo estoy de paso, ¿estamos? Y cuando salga por el otro lado, bueno, vuelvo a ser un fantasma, y eso es algo a lo que necesito acostumbrarme, y seguir acostumbrado.

Ben el Rápido se encogió de hombros.

—Pues deja de tirarte del pelo y todo irá bien.

Los cachorros de emlava habían crecido y eran lo bastante fuertes para hacer perder el equilibrio a Trull Sengar; las bestezuelas tiraban de sus correas de cuero, su atención clavada una vez más en el soldado malazano llamado Seto, por el que sentían un odio sin sentido. Trull se echó hacia delante para arrastrar a las bestias, las cosas siempre iban mejor cuando el zapador marchaba por delante, en lugar de demorarse como estaba haciendo.

Onrack, al notar sus esfuerzos, se volvió y les dio unos porrazos a los dos cachorros en las frentes planas. Acobardados, los dos emlavas dejaron de tirar y continuaron andando sin ruido, las cabezas gachas.

—Su madre haría lo mismo —dijo Onrack.

—Un zarpazo a tiempo… —dijo Trull con una sonrisa—. No sé si podríamos creer lo mismo en el caso de nuestro guía.

Rud Elalle iba diez pasos por delante de ellos, quizá podía oírlos o quizá no.

—Sí, comparten sangre —dijo Onrack con un asentimiento—. Eso quedó claro cuando los vimos ahí de pie, juntos. Y si hay sangre eleint en la madre, entonces también la hay en el hijo.

—¿Soletaken?

—Sí.

—Me pregunto si anticipó esta complicación. —Trull se refería a Cotillion.

—Es una incógnita —respondió Onrack, que lo había entendido a la perfección—. La tarea que nos aguarda es cada vez más incierta. Amigo Trull, temo por estos imass. Por este reino entero.

—Entonces deja que sean el mago y su zapador los que aborden las necesidades de nuestro benefactor, nosotros nos preocuparemos de proteger este lugar y a esos parientes tuyos que lo llaman hogar.

El imass lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Y lo dices con tanta facilidad?

—El mago, Onrack, es el que tiene que estar aquí. Su poder… él será la mano de nuestro benefactor en lo que ha de venir. Tú y yo no éramos más que su escolta, sus guardaespaldas, si quieres.

—Me malinterpretas, Trull Sengar. Lo que me extraña es que estés dispuesto a arriesgar tu vida otra vez. Y esta vez por un pueblo que no significa nada para ti. Por un reino que no es el tuyo.

—Son tus parientes, Onrack.

—Lejanos. Bentract.

—Si fuera, digamos, los den-ratha de los edur los que consiguiera la supremacía entre nuestras tribus, Onrack, en lugar de mis hiroth, ¿no daría mi vida para defenderlos? Siguen siendo mi pueblo. Para ti es lo mismo, ¿no? Logros, bentract, simples tribus, pero el mismo pueblo.

—Hay demasiado en tu interior, Trull Sengar. Me das una lección de humildad.

—Quizá eso es lo que malinterpretas, amigo mío. Quizá todo lo que ves aquí es mi búsqueda de una causa, algo por lo que luchar, por lo que morir.

—No morirás en este sitio.

—Oh, Onrack…

—Bien puede ser que yo esté aquí para proteger a los bentract y este reino, pero no son por lo que estoy aquí. Eres tú.

Trull no podía mirar a su amigo a los ojos, y en su corazón había dolor. Profundo, antiguo, recién despertado.

—El hijo… —dijo Onrack tras un momento— parece… muy joven.

—Bueno, yo también lo soy.

—No cuando miro en tus ojos. No es lo mismo con este soletaken —continuó, sin al parecer hacer caso de la herida que acababa de provocar—. No, esos ojos amarillos son jóvenes.

—¿Inocentes?

Un asentimiento.

—Confiados, con la confianza de un niño.

—Una madre dulce, entonces.

—Ella no lo crió —dijo Onrack.

Ah, los imass, pues. Y ahora empiezo a ver, a entender.

—Estaremos pendientes, Onrack.

—Sí.

Rud Elalle los condujo a una hendidura entre dos montículos rectos de roca capeada, una pista que después serpenteaba entre enormes cantos rodados antes de abrirse a la aldea imass.

Refugios de roca a lo largo de un risco. Chozas con armazones de colmillos, los armazones larguiruchos de tendales sobre los que habían extendido pieles. Niños corriendo como diablillos diminutos en medio de un conjunto de unos treinta imass. Hombres, mujeres, ancianos. Un guerrero se encontraba delante de todos los demás, mientras que a un lado había otros tres imass, el atuendo podrido y con sutiles diferencias en corte y estilo lo diferenciaba de la ropa que lucían los bentract; los desconocidos, comprendió Trull, invitados, pero continuaban aparte.

Al verlos, la expresión amable de Onrack se endureció.

—Amigo —le murmuró a Trull—, cuidado con esos tres.

—Yo había pensado lo mismo —respondió Trull por lo bajo.

Rud Elalle se acercó y se colocó junto al líder bentract.

—Éste es Ulshun Pral —dijo al tiempo que posaba una mano en el grueso hombro del hombre, un gesto de afecto declarado que parecía felizmente ignorante de la tensión que crecía al borde de la aldea.

Onrack se adelantó.

—Soy Onrack el Fracturado, en otro tiempo de los t’lan imass logros, hijo del ritual. Solicito que nos acepten como invitados entre tu tribu, Ulshun Pral.

El guerrero de piel como la miel frunció el ceño y miró a Rud Elalle, después dijo algo en su propio idioma.

Rud asintió y miró a Onrack.

—Ulshun Pral pide que hables en el primer idioma.

—Preguntó —dijo Onrack— por qué decidí no hacerlo.

—Sí.

—Mis amigos no comparten el conocimiento de ese idioma. No puedo pedir que nos acojan en su nombre sin que ellos lo entiendan, pues ser invitado es someterse a las reglas de la tribu, y eso deben saberlo, antes de que me aventure a hacer una promesa de paz en su nombre.

—¿No puedes limitarte a traducir? —preguntó Rud Elalle.

—Por supuesto, pero decido dejarte eso a ti, Rud Elalle, dado que Ulshun Pral te conoce y confía en ti, mientras que a mí no me conoce.

—Muy bien. Eso haré.

—Ya está bien —exclamó Seto, y con cuidado bajó al suelo su mochila—. Todos seremos chicos buenos, siempre que nadie intente matarnos o algo peor, como obligarnos a comer alguna verdura horrible que hay razones de sobra para que esté extinta en todos los demás reinos del universo.

Rud Elalle demostró una habilidad impresionante y fue traduciendo las palabras de Seto casi tan rápido como las pronunciaba el zapador.

Ulshun Pral alzó las cejas con aparente asombro, después se volvió y con un gesto salvaje le gritó a una pequeña reunión de ancianas que había en un lado de la multitud.

Seto miró con el ceño fruncido a Onrack.

—¿Y ahora qué he dicho? —preguntó.

Pero Trull vio sonreír a su amigo.

—Ulshun Pral acaba de pedirles a las cocineras que saquen el baektar del guiso que nos han preparado.

—¿El baek qué?

—Una verdura, Seto, que no se encuentra más que aquí.

De inmediato desapareció la tensión. Hubo sonrisas, gritos de aparente bienvenida de los otros imass y muchos se adelantaron para acercarse primero a Onrack y luego, con expresiones de placer y asombro, a Trull Sengar; no, comprendió, a él no, a los cachorros de emlava. Que empezaron a emitir profundos ronroneos cuando unas manos gruesas de dedos cortos se estiraron para acariciar el pelo y rascar detrás de las pequeñas orejas con copetes.

—¡Mira eso, Rápido! —Seto se había quedado mirando con incredulidad—. ¿Es eso justo?

El mago le dio al zapador una palmada en la espalda.

—Es cierto, Seto, los muertos apestan.

—¡Estás hiriendo mis sentimientos otra vez!

Con un suspiro, Trull soltó las correas de cuero y dio un paso atrás. Luego le sonrió a Seto.

—Yo no huelo nada raro —dijo.

Pero el ceño del soldado solo se profundizó.

—Quizá ahora me caigas bien, Trull Sengar, pero tú sigue así de agradable y ya verás cómo cambia, te lo juro.

—¿Te he ofendido…?

—No hagas caso de Seto —interpuso Ben el Rápido—, al menos cuando hable. Confía en mí, fue el único modo de que el resto del pelotón conserváramos la cordura. No le hagas caso… hasta que meta la mano en ese puñetero saco suyo.

—¿Y entonces? —preguntó Trull, confundido por completo.

—Entonces corre como si el propio Embozado te pisara los talones.

Onrack se había separado de los que le daban la bienvenida y se acercaba a los desconocidos.

—Sí —dijo Ben el Rápido en voz baja—. Van a ser un problema.

—¿Porque eran como Onrack? ¿T’lan imass?

—Del ritual, sí. La pregunta es, ¿por qué están aquí?

—Yo diría que sea cual sea la misión que los trajo a este lugar, Ben el Rápido, la transformación que experimentaron los ha desconcertado; quizá, como con Onrack, sus espíritus han vuelto a despertar.

—Bueno, parecen bastante descolocados.

La conversación de los desconocidos con Onrack fue corta y Trull observó acercarse a su viejo amigo.

—¿Y bien? —preguntó el mago.

Onrack fruncía el ceño.

—Son bentract, después de todo, pero de los que se unieron al ritual. El clan de Ulshun Pral estaba entre los pocos que no lo hicieron, que se dejaron influir por los argumentos de Kilava Onass; por eso —añadió Onrack— saludan a los emlavas como si fueran hijos de Kilava. Así pues, hay antiguas heridas entre los dos grupos. Ulshun Pral no era jefe de clan por aquel entonces; de hecho, los t’lan bentract ni siquiera lo conocen.

—¿Y eso es un problema?

—Pues sí, porque uno de los desconocidos es un jefe elegido, elegido por el propio Bentract. Hostil Rator.

—¿Y los otros dos? —preguntó Ben el Rápido.

—Sí, incluso más difícil. El invocahuesos de Ulshun Pral se ha ido. Til’aras Benok y Gr’istanas Ish’ilm, que se encuentran a ambos lados de Hostil Rator, son invocahuesos.

Trull Sengar respiró hondo.

—Se plantean la usurpación, entonces.

Onrack el Fracturado asintió.

—¿Y qué los ha detenido? —inquirió Ben el Rápido.

—Rud Elalle, mago. El hijo de Menandore los aterra.

La lluvia tronaba al caer, a cada momento otras cien mil lanzas con puntas de hierro surgían de la oscuridad, se estrellaban contra los tejados de pizarra y explotaban en las calles adoquinadas, por donde se precipitaban los arroyos a toda velocidad hacia el puerto.

El hielo al norte de la isla no había muerto en silencio. Hendido por la magia de un niño testarudo, las montañas blancas y azules se habían elevado hacia el cielo en columnas de vapor que se agitaron convertidas en inmensas nubes de tormenta, que después marcharon hacia el sur, libres de las constricciones del rechazo, y esas nubes fueron las que comenzaron a estallar sobre la atormentada ciudad con toda la rabia acumulada. Las últimas horas de la tarde se habían convertido en noche cerrada y en ese momento, cuando resonaban las campanadas de medianoche medio ahogadas, daba la sensación de que la noche nunca terminaría.

Por la mañana, si acaso llegaba, la consejera zarparía con su variopinta flota. Tronos de guerra, una veintena de escoltas rápidas y bien armadas, los últimos transportes que acogían al resto del Decimocuarto Ejército y un dromon negro de líneas puras impulsado por los remos incansables de unos tiste andii decapitados. Ah, y, por supuesto, a la cabeza iría un barco pirata local, capitaneado por una mujer muerta, pero eso daba igual. Regresar, sí, a esa pesadilla de casco negro.

Sus anfitriones habían hecho todo lo posible por evitar que la terrible verdad de ese dromon quon llegara a oídos de Nimander Golit y los suyos. Las cabezas decapitadas de la cubierta, amontonadas alrededor del palo mayor, bueno, digamos que las habían mantenido tapadas. No tenía sentido alentar la histeria, no fuera a ser que sus invitados tiste andii vivos vieran las caras de sus parientes, sus verdaderos parientes, ¿no eran de Deriva Avalii? Pues sí, desde luego que sí. Tíos, padres, madres, en fin, un juego de palabras servía al caso: eran, sí, cabezas de familia, cortadas de forma prematura, antes de que sus hijos hubieran crecido lo suficiente, hubieran aprendido lo suficiente, se hubieran endurecido lo suficiente para sobrevivir en ese mundo. Cortadas, ja, ja. Bueno, la muerte habría sido una cosa. Morir era una cosa. Solo una; y había otras cosas, siempre, y no hacía falta ninguna sabiduría especial para saberlo. Pero esas cabezas no habían muerto, no se habían puesto rígidas ni después se habían ablandado y podrido. Los rostros no se habían desprendido para dejar solo hueso, solo el reconocimiento que se daba al compartir lo-que-es, lo-que-era y lo-que-sería. No, los ojos seguían mirando, los ojos parpadeaban porque algún recuerdo les decía que hacía falta parpadear. Las bocas se movían, reanudaban conversaciones interrumpidas, compartían bromas, los chismorreos de padres, pero ni una sola palabra podía desgarrarse de los labios.

Pero la histeria era un lugar complicado en el que podía encontrarse una mente joven. Podía ser ensordecedora, repleta de gritos, chillidos, los estallidos inacabables de horror, una y otra vez, y otra, una marea que se hincha sin fin. O podía ser calmada, silenciosa de ese modo horrible que tienen algunos silencios, como el de las bocas abiertas, desesperadas, pero incapaces de tomar aire, los ojos saliéndose de las órbitas, las venas sobresaliendo a causa de la necesidad, pero no entraba el aire, nada que deslizara vida en los pulmones. Ésa era la histeria de ahogarse. Ahogarse dentro de uno mismo, dentro del horror. La histeria de un niño con los ojos vacíos y la baba manchándole la barbilla.

Algunos secretos eran imposibles de guardar. La verdad de ese barco, por ejemplo. Las líneas del Silanda eran conocidas, eran de una familiaridad profunda. El barco que había llevado a sus padres en un viaje patético en busca de aquél al que cada tiste andii de Deriva Avalii llamaba padre, Anomander Rake. Anomander del cabello de plata, los ojos de dragón. No lo encontraron, por desgracia. Nunca tuvieron la oportunidad de implorar su ayuda, de hacer todas las preguntas que había que hacer, de señalar con el dedo y acusar, condenar, maldecir. Todo eso, sí, sí.

Coged los remos, valientes padres, hay más mar que cruzar. ¿Veis la costa? Por supuesto que no. Veis la luz del sol cuando la luz del sol atraviesa el tejido de la lona, y en la cabeza sentís el dolor de los cuerpos, la tensión en los hombros, encoger y soltar, encoger y soltar, el movimiento de cada palada de los remos. Sentís la sangre brotando y acumulándose en el cuello como si fuera una copa dorada, solo para volver a hundirse. ¡Remad, malditos seáis! ¡Remad hacia la costa!

Sí, la costa. El otro lado de este océano, y este océano, queridos padres, es interminable.

¡Así que remad! ¡Remad!

Podría haber lanzado una risita, pero eso sería peligroso, romper el silencio de esa histeria a la que él se había aferrado durante tanto tiempo que se había hecho tan cálida como el abrazo de una madre.

Mejor seguir adelante, intentar apartar, encerrar en algún otro lugar, todo pensamiento sobre el Silanda. Era más fácil en tierra, en esa posada, en esa habitación.

Pero por la mañana zarparían. De nuevo. Embarcarían, ¡y, oh, la espuma y el viento vivifican tanto!

Y por eso esa horrenda noche de lluvia vengativa Nimander estaba despierto. Porque conocía a Phaed. Conocía la mancha de histeria que cubría a Phaed y lo que podría llevarla a hacer. Esa noche, en las cenizas empapadas de la campanada de medianoche.

Phaed podía hacer que sus pisadas fueran casi imperceptibles al escabullirse de la cama y acercarse descalza a la puerta. Bendita hermana, bendita hija, bendita madre, bendita tía, sobrina, abuela, benditos parientes, sangre de mi sangre, saliva de mi saliva, bilis de mi bilis. Os oigo.

Pues conozco tu mente, Phaed. Los estallidos siempre crecientes de tu alma, sí, veo tus dientes desnudos, la mancha de la intención. Imaginas que nadie te ve, sí, que no hay testigos, así que revelas tu verdadero yo. Ahí, en esa bendita cuchillada de blanco grisáceo, con los ecos poéticos que arranca el brillo del cuchillo que llevas en la mano.

A la puerta, querida Phaed. Levantas el pestillo y sales, bajas por el pasillo todo miembros deslizantes al tiempo que la lluvia azota el tejado, allí arriba, y el agua chorrea por los muros en lágrimas sucias. Hace frío suficiente para que veas tu propio aliento, Phaed, y te recuerde no solo que estás viva, sino que has despertado a la sexualidad; que este viaje es la más dulce indulgencia de los secretos bajo las mantas, dedos siempre juguetones en el cuchillo, y en el barco que se mece en el puerto los ojos se clavan en la negrura bajo lonas empapadas y el agua se va escurriendo…

Se preocupa, sí, por Asimismo. Que podría despertar. Antes o después. Que podría oler la sangre, el hedor a hierro, la muerte cabalgando en el último aliento de Sandalath Drukorlat. Que podría presenciar cuanto Phaed era; lo que era de verdad, no se podía presenciar, porque tales cosas no estaban permitidas, nunca estaban permitidas, así que quizá también tuviera que matarlo a él.

Las víboras atacan más de una vez.

Y ya en la puerta, la última barrera (¡remad, idiotas!, ¡la costa se encuentra un poco más allá!), y por supuesto no hay cerrojo que bloquee el pestillo. No hay razón para ello. Salvo una niña asesina, la cabeza de cuya madre clava los ojos en una lona sobre una cubierta que cabecea. La única hija que fue a verlo por sí misma. Y nos atraen las peregrinaciones. Porque vivir es buscar ecos. ¿Ecos de qué? Nadie lo sabe. Pero se hace la peregrinación, sí, siempre se hace, y, de vez en cuando, se captan esos ecos (solo un susurro), remos que crujen, el golpe seco y cortante de las olas como puños contra el casco, clamando para entrar, y la sangre que borbotea, la saliva que se absorbe al volverse a hundir. Y oímos en esos ecos la voz de un amo: ¡Remad! ¡Remad hacia la costa! ¡Remad por vuestras vidas!

Recordaba una historia, la historia que siempre recordaba, que siempre recordaría. Un anciano, solo en una barquita de pesca, remando ante una montaña de hielo. Oh, le encantaba esa historia. La gloria inútil de todo ello, la magia absurda, le entraban escalofríos al pensar, al conjurar esa escena maravillosa, profunda, y profundamente inútil. Viejo, ¿qué crees que estás haciendo? ¡Viejo, el hielo!

Dentro, una sombra entre sombras, oscuridad en la oscuridad, dientes ocultos en ese instante, pero el cuchillo es un brillo refulgente que capta los reflejos de la lluvia que entran por el cristal picado y multicolor de la ventana. Y un estremecimiento se apodera entonces de ella, la obliga a agazaparse cuando las sensaciones inundan su vientre y suben como lanzas hacia su cerebro y se queda sin aliento. Ah, Phaed, no grites ahora. No gimas siquiera.

Han juntado sus catres, esa noche, el hombre y la zorra han compartido la saliva de sus ingles, qué bonito. Ella se acerca más, sus ojos buscan. Encuentran la forma de Sandalath a la izquierda, más cerca de ella, qué conveniente.

Phaed alza el cuchillo.

En su mente, destellos, escena tras escena, la sórdida lista de desaires constantes de esa vieja, cada uno de ellos menospreciando a Phaed, cada uno revelando a todos los presentes demasiados de los terrores secretos de la joven (nadie tiene derecho a hacer eso, nadie tiene derecho a reírse después, reírse con los ojos aunque no sea en voz alta). Todos esos insultos, bueno, ha llegado el momento de pagar por ellos. Allí, con una sola cuchillada seca.

Levanta el cuchillo todavía más, coge aire y lo contiene.

Y acuchilla.

La mano de Nimander sale disparada, le sujeta la muñeca, con fuerza, apretando más cuando ella se da la vuelta, los labios separados, los ojos llameando de rabia y miedo. La muñeca de Phaed es diminuta, como una serpiente huesuda, atrapada, frenética, intentando girar el cuchillo para apoyar el filo en la mano de Nimander. Él gira otra vez y los huesos se rompen, un crujido horrible que chirría.

El cuchillo cae con estrépito al suelo de madera.

Nimander se echa encima de ella, utiliza su peso para derribar a Phaed junto a la cama. Ella intenta arañarle los ojos y él suelta el miembro roto para cogerle el otro. Y también rompe ése.

Phaed no ha gritado. Asombroso. Ni un solo sonido salvo los jadeos.

Nimander la sujeta contra el suelo y le rodea el cuello con las manos. Empieza a apretar.

Se acabó, Phaed. Ahora hago lo que haría Anomander Rake. Lo que haría Silchas Ruina. Lo que haría la propia Sandalath si estuviera despierta. Lo hago porque te conozco, sí, incluso ahora, ahí, en los ojos desorbitados donde se concentra toda tu conciencia en una riada, puedo ver la verdad que hay en ti.

El vacío interior.

Tu madre clava los ojos, horrorizada. Ante lo que ha engendrado. Mira, incrédula, aferrándose con desesperación a la posibilidad de que se haya equivocado, de que nos hayamos equivocado todos, de que no seas como eres. Pero eso no ayuda. Ni a ella. Ni a ti.

Sí, alza los ojos y clávalos en mí, Phaed, has de saber que te veo.

Te veo…

Lo estaban apartando a tirones. Se lo estaban quitando de encima a Phaed. Le estaban abriendo las manos, se las retorcían de una forma dolorosa para que soltara su presa, y él cae hacia atrás, unos brazos musculosos lo envuelven y lo apartan a rastras de Phaed, de su rostro hinchado y de los horrendos jadeos; a la pobre Phaed le duele la garganta, quizá incluso la tenga desgarrada. Respirar se ha convertido en una agonía.

Pero vive. Él ha perdido su oportunidad y lo van a matar.

Sandalath le grita, él se da cuenta de que ya lleva un tiempo gritándole. Le gritó por vez primera cuando le rompió a Phaed la segunda muñeca, despertada por los gritos de la propia Phaed, oh, por supuesto, no se había quedado callada. Los huesos partidos no lo permitirían, ni siquiera en una criatura desalmada como era Phaed. Phaed había gritado y él no había oído nada, ni siquiera ecos. ¡Manos en el remo y aprieta!

¿Y qué iba a ocurrir? ¿Qué iban a hacer los otros?

—¡Nimander!

Se sobresaltó y se quedó mirando a Sandalath, estudió su rostro como si fuera el de una extraña.

Lo estaba sujetando Asimismo, los brazos atrapados contra los costados, pero a Nimander no le interesaba resistirse. Ya era demasiado tarde para eso.

Phaed había vomitado y el hedor impregnaba el aire.

Alguien estaba aporreando la puerta, cuyo cerrojo Nimander, en su sabiduría, había corrido después de entrar en la habitación detrás de Phaed.

Sandalath chilló que no pasaba nada, que todo iba bien, un accidente, pero ya había pasado todo.

Pero las muñecas de la pobre Phaed están rotas. Habrá que echarles un vistazo.

Ahora no, Asimismo.

Se apoya sin fuerzas en mis brazos, esposa. ¿Puedo soltarlo ya?

Sí, pero sé precavido…

Lo seré, no te quepa la menor duda.

Y en ese momento, Sandalath, colocada entre Nimander y Phaed, que seguía tosiendo y sufriendo arcadas, atrapó la cara de Nimander entre sus manos y se acercó más para estudiar sus ojos.

¿Qué ves, Sandalath Drukorlat? ¿Gemas en las que brillan verdades y maravillas? ¿Pozos que te susurran que no se hallará jamás fondo alguno, que la caída al interior de un alma nunca termina? ¡Remad, malditos! ¡Nos hundimos! Oh, no te rías, Nimander, no lo hagas. Continúa así, paralizado por fuera. En blanco. ¿Qué ves? Pues nada, por supuesto.

—Nimander.

—No pasa nada —dijo él—. Ya puedes matarme.

Una expresión extraña en la cara de la mujer. Algo parecido al horror.

—Nimander, no. Escúchame. Necesito saberlo. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué estabais en nuestra habitación?

—Phaed.

—¿Por qué estabais los dos en nuestra habitación, Nimander?

Pues porque la seguí. Me quedé despierto, lo he hecho muchas veces. Llevo días y días, y noches y noches observándola. La miro dormir, espero a que despierte, a que saque su cuchillo y reciba con una sonrisa la oscuridad. La oscuridad que es nuestro legado, la oscuridad de la traición.

No recuerdo la última vez que dormí, Sandalath Drukorlat. Necesitaba quedarme despierto, siempre despierto. Por Phaed.

¿Le respondió entonces? En voz alta, todas esas afirmaciones dichas a trompicones, esas explicaciones razonables. No estaba seguro.

—Mátame ahora para que pueda dormir, quiero dormir.

—Nadie va a matarte —dijo Sandalath. Las manos que le apretaban los lados de la cara estaban resbaladizas de sudor. O de lluvia, quizá. No eran lágrimas, déjale eso al cielo, a la noche.

—Lo siento —dijo Nimander.

—Creo que esa disculpa deberías guardártela para Phaed, ¿no te parece?

—Lo siento —repitió él y después—: Siento que no esté muerta.

Las manos de la mujer se apartaron y le dejaron las mejillas frías de repente.

—Espera un momento —dijo Asimismo, que se acercó a los pies de la cama y se agachó para recoger algo. Con un filo reluciente. El cuchillo de la chica—. Bueno —dijo con un murmullo—, me pregunto de cuál de los dos es este juguete.

—Nimander todavía lleva el suyo —dijo Sandalath, y se giró para quedarse mirando a Phaed desde su altura.

Un momento más tarde, Asimismo lanzó un gruñido.

—Se ha portado como una viborilla odiosa a tu alrededor, Sand. ¿Pero esto? —Miró a Nimander—. ¿Acabas de salvar la vida de mi mujer? Creo que sí. —Se acercó más, pero no había en él el horror que expresaba la cara de Sandalath. No, era una expresión dura que poco a poco se fue suavizando—. Dioses del inframundo, Nimander, sabías que iba a pasar, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo? ¿Cuándo fue la última vez que dormiste? —Lo miró un momento más y se giró—. Apártate, Sand, creo que necesito terminar lo que empezó Nimander…

—¡No! —soltó de golpe su mujer.

—Lo volverá a intentar.

—¡Eso lo entiendo, zoquete estúpido! ¿Crees que no me he asomado a esas fauces llenas de dientes que es el alma de Phaed? Escúchame, hay una solución…

—Sí, retorcerle ese cuello descarnado…

—Los dejamos aquí, en la isla. Zarpamos mañana sin ellos. Asimismo, esposo…

—Y cuando se recupere, y criaturas como ésta siempre lo hacen, cogerá ese maldito cuchillo y le hará a Nimander lo que te ha intentado hacer a ti. Te ha salvado la vida y no pienso abandonarlo…

—No lo matará —dijo Sandalath—. No lo entiendes. No puede; sin él, estaría sola de verdad, y eso no puede soportarlo, la volvería loca…

—Loca, sí, lo bastante loca para acuchillar a Nimander, ¡el que la traicionó!

—No.

—Esposa, ¿tan segura estás? ¿Es tu fe tan fuerte, crees que comprendes la mente de una sociópata? ¿Tanto como para dejar a Nimander con ella?

—Esposo, tiene los brazos rotos.

—Y los huesos rotos se pueden sanar. Un cuchillo en el ojo no.

—No lo tocará.

—Sand…

Nimander habló entonces.

—No me tocará.

Los ojos de Asimismo buscaron los del chico.

—¿Tú también?

—Debéis dejarnos aquí —dijo Nimander, e hizo una mueca al oír su propia voz. Tan débil, tan inútil. No era ningún Anomander Rake. Ni Silchas Ruina. La fe de Andarist al elegirlo a él para que liderara a los otros había sido un error—. No podemos ir con vosotros. Con el Silanda. No soportamos seguir viendo ese barco. ¡Lleváoslo, por favor, lleváoslos!

Oh, demasiados gritos esa noche, en esa habitación. Más preguntas desde fuera, cada vez más alarmadas.

Sandalath se volvió y se envolvió en una túnica, Nimander se dio cuenta de repente de que estaba desnuda, una mujer con dones de matrona, el cuerpo de una mujer que había parido hijos, un cuerpo con el que sueñan los hombres jóvenes. ¿Y podría haber esposas que podrían ser madres que podrían ser amantes… para alguien como yo? Déjalo, está muerta… Envuelta en la túnica, Sandalath se acercó a la puerta, descorrió el cerrojo a toda prisa, se deslizó fuera y cerró la puerta a su espalda. Más voces en el pasillo.

Asimismo había clavado los ojos en Phaed, que seguía tirada en el suelo y había dejado de toser, de gimotear de dolor, de sollozar a ratos.

—Éste no es tu crimen, Nimander.

¿Qué?

Asimismo estiró las manos y cogió a Phaed por los brazos. La chica chilló.

—No —dijo Nimander.

—No es tu crimen.

—Te abandonará, Asimismo. Si lo haces. Te abandonará.

Se quedó mirando a Nimander y volvió a tirar de un empujón a Phaed al suelo.

—No me conoces, Nimander. Quizá ella tampoco me conozca, no cuando se trata de lo que soy capaz de hacer por ella, y supongo —añadió con un gruñido de desdén— que por ti también.

Nimander había creído que sus palabras habían hecho desistir a Asimismo, que le habían impedido hacer lo que tenía intención, así que no estaba preparado, así que se quedó allí plantado y solo observó cuando Asimismo levantó de repente a Phaed, se precipitó por la habitación cargando con ella como si no fuera más que un saco de patatas y la arrojó por la ventana.

Una estridencia cuando se hizo pedazos el cristal denso de burbujas y el cuerpo, brazos de trapo y miembros inferiores desnudos (con unos pies delicados al final), todo desapareció en los aullidos de la noche y salpicó la habitación de lluvia gélida.

Asimismo se echó hacia atrás con un tropezón ante la fuerza del viento y se giró para mirar a Nimander.

—Voy a mentir —dijo con un gruñido—. Esa criatura chiflada echó a correr y se lanzó sola, ¿me oyes?

Se abrió la puerta y entró en tromba Sandalath. Tras ella, la ayudante de la consejera, Lostara Yil, y el sacerdote Banaschar y, siguiéndolos muy de cerca, los otros tiste andii, los ojos muy abiertos de miedo, confusión; Nimander se abalanzó hacia ellos, un paso, después otro…

Y le dieron la vuelta de golpe para que mirara a Sandalath.

Asimismo estaba hablando. Una voz llena de incredulidad. Protestas.

Pero ella lo estaba mirando a los ojos.

—¿Lo hizo? ¡Nimander! ¿Lo hizo?

¿Hizo qué? Ah, sí, atravesar la ventana.

Gritos en la calle, abajo, amortiguados por el gemido de los vientos y el azote de la lluvia. Lostara Yil se acercó al alféizar y se asomó. Un momento después se echó hacia atrás y se volvió con expresión grave.

—Cuello roto. Lo siento, Sandalath, pero tengo preguntas…

Madre, esposa, amante de Asimismo, seguía mirando a Nimander a los ojos, una expresión que decía que la pérdida se alzaba de la oscuridad, lugares aterrados de su mente, que se alzaban, sí, para devorar el amor que sentía por su marido, por el hombre del rostro inocente; algo le dijo, con la respuesta que podría darle a su pregunta, que podrían destruirse dos vidas más. ¿Lo hizo? ¿Por la ventana? ¿Se… murió?

Nimander asintió.

—Sí —dijo.

Otra mujer muerta chilló en su cráneo y él estuvo a punto de tambalearse. Ojos muertos que devoraban todo amor.

¡Has mentido, Nimander!

Sí. Para salvar a Asimismo. Para salvar a Sandalath Drukorlat.

¡Para salvarte a ti mismo!

Sí.

Amor mío, ¿qué te ha pasado?

Oí un giro. El susurro de una promesa, debemos quedarnos aquí, ¿sabes? Debemos quedarnos. Andarist me eligió a mí. Sabía que iba a morir. Sabía que no habría ningún Anomander Rake, ningún Silchas Ruina, ningún gran pariente de nuestra época de gloria, nadie para venir a salvarnos, para cuidarnos. Solo estaba yo.

Amor mío, liderar es llevar las cargas. Como hicieron los héroes de antaño, con los ojos bien abiertos.

Así que mírame a los ojos. ¿Ves mi carga? Igual que un héroe de antaño…

Sandalath alzó las manos otra vez, esas dos manos de dedos largos. No para cogerle la cara, sino para limpiar la lluvia que le corría por las mejillas.

Mis ojos bien abiertos.

Nos quedaremos aquí, en esta isla; miraremos a los temblor y veremos en ellos leves hebras de la sangre tiste andii, y los apartaremos de la barbarie que se ha apoderado de ellos y retorcido de ese modo sus recuerdos.

Les mostraremos la costa. La verdadera costa.

Cargas, amor mío. Eso es lo que es vivir, mientras tus seres queridos mueren.

Sandalath, sin hacer caso todavía del interrogatorio de Lostara Yil, dio un paso atrás y se volvió para acomodarse entre los brazos de su marido.

Y Asimismo miró a Nimander.

Fuera, el viento chillaba.

Sí, amor mío, puedes verlo en sus ojos. Mira lo que le he hecho a Asimismo. Todo porque fracasé.

La tormenta de la noche anterior había lavado y limpiado la ciudad, le había dado un aspecto restregado que la hacía casi hasta aceptable. Yan Tovis, Crepúsculo, se encontraba en el muelle observando los barcos extranjeros que zarpaban del puerto. A su lado estaba su hermanastro, Yedan Derryg, la guardia.

—Me alegro de verlos marchar —dijo él.

—No eres el único —respondió ella.

—Brullyg sigue muerto para el mundo, pero ¿fue celebración o autocompasión?

Yan Tovis se encogió de hombros.

—Al amanecer —dijo Yedan Derryg tras un largo momento de silencio entre los dos—, nuestros primos de piel negra partieron a construir la tumba. —La mandíbula barbuda se abultó, los molares rechinaron, después continuó—. Solo vi a la chica una vez. Rostro avinagrado, ojos tímidos.

—Esos brazos rotos no los produjo la caída —dijo Yan Tovis—. Demasiado magullados, rastros de dedos. Además, aterrizó de cabeza, se partió la lengua a la mitad como si la hubiera cortado un cuchillo.

—Ocurrió algo en esa habitación. Algo sórdido.

—Me alegro de no haber heredado esos rasgos.

Él lanzó un gruñido, pero no dijo más.

Yan Tovis suspiró.

—Tirón y Skwish parecen haber decidido que su único propósito en la vida estos días es hostigarme a cada paso.

—El resto de las brujas las han elegido como representantes. Comienzas tu reinado en medio de una tormenta de resentimientos.

—Es peor que eso —contestó Crepúsculo—. Esta ciudad está repleta de antiguos prisioneros. Deudores y asesinos. Brullyg se las arreglaba para controlarlos porque podía demostrar la fama que tenía de ser la víbora más peligrosa del nido entero. A mí me miran y ven una atri-preda del Ejército Imperial, otro alcaide más, y tú, Derryg, bueno, tú eres mi finadd, mi brazo fuerte. Les importan un bledo los temblor y su puñetera reina.

—Que es justo por lo que necesitas a las brujas, Crepúsculo.

—Lo sé. Y si eso no fuera desgracia suficiente, ellas también lo saben.

—Necesitas influencia —dijo él.

—Qué listo.

—Incluso de niña tenías tendencia al sarcasmo.

—Perdona.

—La respuesta, creo, la tienen los tiste andii.

Crepúsculo lo miró.

—¿Qué quieres decir?

—¿Quién sabe más de nuestro pasado, más incluso que las brujas? ¿Quién lo conoce como algo limpio? ¿Algo en absoluto retorcido por generaciones de corrupción, de recuerdos a medias y mentiras convenientes?

—Te dejas llevar por la lengua, Yedan.

—Más sarcasmo.

—No, resulta que me sorprendes.

La mandíbula se abultó mientras la estudiaba.

Ella se echó a reír. No pudo evitarlo.

—Oh, hermano, ven, los extranjeros se han ido y es probable que jamás vuelvan.

—¿Navegan hacia su aniquilación?

—¿Tú qué crees?

—No estoy seguro, Crepúsculo. Esa niña maga, Peccado…

—Puede que tengas razón. La noticia de su inminente partida hizo ponerse a bailar a Tirón y a Skwish.

—La niña destruyó un muro sólido de hielo que medía la mitad de Fent Límite. Yo no subestimaría a estos malazanos.

—La consejera no me impresionó —dijo Yan Tovis.

—Quizá porque no le hizo falta.

Crepúsculo lo pensó un momento y después lo pensó un poco más.

Ninguno habló mientras le daban la espalda a la bahía resplandeciente y los ya distantes barcos extranjeros.

El sol de la mañana comenzaba a calentar de verdad, la prueba definitiva y más conmovedora de que el hielo estaba muerto, que la amenaza había pasado. La Isla continuaría viva.

En la calle, más adelante, el primer cubo de desechos nocturnos se derramó por los adoquines limpios desde la ventana de una segunda planta, lo que obligó a los transeúntes a apartarse a un lado.

—El pueblo te saluda, reina.

—Oh, cállate, Yedan.

El capitán Tierno se encontraba en la barandilla de babor con los ojos clavados en el Silanda, al otro lado de las olas agitadas. Había soldados de los dos pelotones de ese barco hechizado en la cubierta, un puñado reunido alrededor de una partida de tabas o alguna otra infame actividad parecida, mientras los remos revolvían el agua con ritmo firme. Masan Gilani estaba arriba, cerca del timón, haciéndole compañía al sargento Cordón.

Cabrón con suerte, ese Cordón. El teniente Poros, a la derecha de Tierno, apoyó los antebrazos en la barandilla, los ojos clavados en Masan Gilani, al igual que, con toda probabilidad, los ojos de la mayor parte de los marineros de esa escolta, al menos los que no estaban ocupados con las velas.

—Teniente.

—¿Señor?

—¿Qué cree que está haciendo?

—Eh, nada, señor.

—Se está apoyando en esa regala. En posición de descanso. ¿En algún momento he dicho «descanse», teniente?

Poros se irguió.

—Lo siento, señor.

—A esa mujer habría que abrirle un expediente.

—Sí, no es que lleve mucha ropa, ¿verdad?

—Va sin uniforme.

—Una puñetera distracción, ¿verdad, señor?

—Decepción querrá decir, desde luego, teniente.

—Ah, ésa es la palabra que estaba buscando, claro. Gracias, señor.

—Los temblor hacen unos peines extraordinarios —dijo Tierno—. Carey.

—Impresionantes, señor.

—Adquisiciones que salen caras, pero que bien merecen la pena, diría yo.

—Sí, señor. ¿Ya los ha probado?

—Teniente, ¿se cree que eso tiene gracia?

—¿Señor? ¡No, por supuesto que no!

—Porque, como es palmario, teniente, su oficial al mando tiene muy poco pelo.

—Si con eso quiere decir sobre la cabeza, entonces sí, señor, es decir, eh, es palmario, desde luego.

—¿Es que estoy infestado de piojos para que necesite usar un peine en algún otro lugar de mi cuerpo, teniente?

—No sabría decirle, señor. Quiero decir, por supuesto que no.

—Teniente, quiero que vaya a mi camarote y prepare el expediente disciplinario de esa soldado de allí.

—Pero señor, es marine.

—El dicho expediente se enviará al puño Keneb cuando tal comunicación sea factible. Bueno, ¿por qué sigue ahí parado? ¡Fuera de mi vista, y no cojee!

—¡Ya hace mucho que no cojeo, señor!

Poros hizo un saludo militar y se alejó a toda prisa intentando no cojear. El problema era que se había convertido en una especie de costumbre cuando andaba cerca del capitán Tierno. Cierto, un patético intento de suscitar cierta compasión. Tierno no tenía compasión. Tampoco tenía amigos. Salvo por sus peines.

—Y tendrán muchas púas, pero no peinan —murmuró mientras bajaba al camarote de Tierno—. ¡Carey, oooh!

Tras él, habló Tierno.

—He decidido acompañarlo, teniente. Para supervisar su caligrafía.

Poros se encogió, fingió una cojera repentina y se frotó la cadera antes de abrir la escotilla del camarote.

—Sí, señor —dijo con tono débil.

—Y cuando termine, teniente, mis nuevos peines de carey necesitarán una limpieza a fondo. Los temblor no son las más escrupulosas de las gentes.

—Ni lo son las tortugas.

—¿Disculpe?

—Seré muy concienzudo, señor.

—Y cuidadoso.

—Desde luego, señor.

—De hecho, creo que será mejor que supervise esa actividad también.

—Sí, señor.

—No fue una cojera lo que vi, ¿verdad?

—No, señor, ya estoy mucho mejor.

—De otro modo tendríamos que encontrar una buena razón para su cojera, teniente. Por ejemplo, que yo encontrara una porra por ahí y le hiciera pedazos las piernas. ¿Cree usted que yo haría eso? No hace falta que responda, ya veo. Bueno, será mejor buscar la caja de la tinta, ¿no?

—Te estoy diciendo, Masan, que era el mismísimo Tierno el que estaba allí. Babeando por ti.

—Idiota —dijo ella, y después añadió—. Sargento.

Cordón se limitó a sonreír.

—Incluso a esa distancia tus encantos son, eh, inconfundibles.

—Sargento, yo creo que Tierno no ha yacido con mujer desde la noche que alcanzó la mayoría de edad, y esa vez seguro que fue con una puta que su padre o su tío le compró para la ocasión. Las mujeres notamos esas cosas. Ese hombre es un reprimido, de la peor forma posible.

—Ah, ¿y cuál es una buena forma de estar reprimido?

—¿Para un hombre? Bueno, el decoro, por ejemplo, como cuando uno no se aprovecha de su rango. Escuche con atención, si se atreve. Todos los actos verdaderos de caballerosidad son formas de comportamiento reprimido.

—¿De dónde has sacado eso, por el Embozado? ¡No creo que fuera de las sabanas de Dal Hon!

—Le sorprenderían los temas que sacan las mujeres en las chozas, sargento.

—Bueno, soldado, resulta que yo estoy gobernando este puñetero barco, ¡y fuiste tú la que te pusiste a mi lado, no al revés!

—Solo estaba alejándome del pelotón de Bálsamo, por no hablar de ese zapador suyo, Bollito, que ha decidido que soy digna de adoración. Dice que tengo la cola de un dios salamandra.

—¿Que tienes qué?

—Sí. Y que si la agarra, es probable que se desprenda. Creo que quiere decir que piensa que soy demasiado perfecta para alguien como él. Lo que es una especie de alivio. Pero eso no le impide comerme con los ojos.

—Se te comen con los ojos porque quieres que se te coman con los ojos, Masan Gilani. Déjate la armadura puesta y enseguida nos olvidaremos de ti.

—¿Armadura en un barco? No, gracias. Eso es garantía de una zambullida rápida hasta el cieno del fondo, sargento.

—No vamos a ver ninguna batalla sobre las olas —declaró Cordón.

—¿Por qué no? Los letherii tienen alguna que otra flota, ¿no?

—La mayor parte machacada por años en el mar, Masan Gilani. Además, no se les da muy bien eso de luchar barco contra barco, es decir, sin su magia.

—Bueno, sin nuestros marines, a nosotros tampoco.

—Pero eso ellos no lo saben, ¿a que no?

—Y tampoco tenemos ya a Ben el Rápido.

Cordón se apoyó en el remo del timón y la miró.

—Tú te pasaste la mayor parte del tiempo en la ciudad, ¿verdad? Solo unos cuantos viajes de ida y vuelta para subir a vernos al lado norte de la isla. Masan Gilani, Ben el Rápido sabía moverse, sí, y hasta tenía toda la pinta de un mago supremo imperial. Furtivo, misterioso y aterrador como la raja del culo del Embozado. Pero te voy a decir una cosa: Peccado, ésa sí que vale de verdad.

—Si usted lo dice. —Lo único que se le ocurría a Masan Gilani cuando se trataba de Peccado era la imagen de la niñita muda acurrucada en los brazos de toda mujer que se le pudiera por delante y mamando de los pechos como un recién nacido. Claro que eso había sido fuera de Y’Ghatan. Hacía ya mucho tiempo.

—Pues sí, lo digo yo —insistió Cordón—. Y ahora, si no te interesa ponerte en plan no oficial con este sargento, será mejor que te lleves los meneos de esas caderas a otra parte.

—Los hombres son todos iguales.

—Y las mujeres también. Quizá te interese saber —añadió él cuando la mujer se volvió para irse— que Bollito no es ninguna musaraña bigotuda bajo esos calzones.

—Eso es asqueroso. —Pero hizo una pausa en los escalones que bajaban a la cubierta principal y se volvió para mirar al sargento—. ¿En serio?

—¿Crees que mentiría en algo así?

Observó a Masan Gilani pasear sus caderas hasta los escalones que llevaban a la cubierta principal, donde Bálsamo y el resto estaban jugando, con Bollito llevándose todas las ganancias de momento. Más tarde se lo irían cobrando, por supuesto. Aunque los idiotas siempre tenían un modo de llevarse la suerte de calle.

En cualquier caso, la idea de que Masan Gilani terminase con Bollito precisamente era para partirse de risa. Si a la chica no le interesaban los hombres decentes como el sargento Cordón, bueno, podía irse con el zapador, allá ella, se merecería todo lo que implicaba estar con aquel sujeto. Sí, vaya si te adorará. Incluso cuando sacas las flemas cada mañana, y esa manera tan dulce que tienes de quitarte los mocos antes de entrar en batalla. Oh, espera que se lo cuente a Casco. Y a Ebron. Y a Cojo. Vamos a hacer una porra, sí. A ver cuánto tiempo tarda ella en salir por patas. Con Bollito siguiéndola con zancadas desesperadas, las rodillas por las orejas.

Ebron trepó hasta la cubierta de popa.

—¿Qué le tiene tan contento, sargento?

—Ya te lo contaré más tarde. ¿Has dejado la partida?

—Bollito sigue ganando.

—¿No se han vuelto las tornas todavía?

—Lo intentamos hace media campanada, sargento. Pero la suerte de ese maldito idiota empieza a ser espeluznante.

—¡No fastidies! No será mago o algo así, ¿verdad?

—Dioses no, justo lo contrario. Todas mis magias se tuercen, las que intenté con él y en los huesos y la calavera. Esos irregulares de Mott eran cazamagos, que lo sepa. Mariscal supremo esto y mariscal supremo aquello, si Bollito es de verdad uno de los Tronco, uno de los hermanos, bueno, los tíos eran legendarios.

—¿Estás diciendo que estamos subestimando al muy cabrón, Ebron?

El mago del pelotón parecía de mal humor.

—En unos trescientos jakatas y todavía seguimos, sargento.

Por los huevos del Embozado, quizá a Masan Gilani le guste ser la reina del universo.

—¿Qué era eso que me iba contar, sargento?

—Da igual.

Shurq Elalle se encontraba en la cubierta de proa del Lobo de Espuma; estudiaba con expresión firme y tranquila el Gratitud Imperecedera, unas cinco bordadas por delante. Todas las velas desplegadas, viento en popa. Skorgen Kaban estaba capitaneando su barco y seguiría haciéndolo hasta que llegaran a la desembocadura del río Lether. De momento no había quedado en evidencia, ni, lo que era más importante, la había dejado a ella.

Todo aquello no le hacía ninguna gracia, pero esos malazanos le estaban pagando muy bien. Oro de buena calidad, y un cofre de eso no les iba a ir nada mal en los días, meses y quizá años venideros.

Otra invasión más del Imperio de Lether, y a su manera, con toda probabilidad, tan desagradable como la última. ¿Eran malos presagios que señalaban el declive de lo que había sido una gran civilización? Conquistados por los barbáricos tiste edur y después metidos en una guerra prolongada que podría desangrarlos por completo hasta dejarlos convertidos en un cadáver exangüe.

A menos, por supuesto, que esos desventurados marines abandonados (fueran lo que fueran los «marines», soldados en cualquier caso) ya estuvieran hechos gelatina y disolviéndose en el humus. Una posibilidad muy real, y Shurq no estaba enterada de los detalles de la campaña, por lo que no tenía forma de saberlo.

Así que allí estaba, regresando al fin a Letheras… quizá justo a tiempo para presenciar su conquista. Presenciar, bueno, en serio, querida Shurq, tú vas a hacer mucho más. Como guiar al puñetero enemigo hasta los mismísimos muelles. ¿Y hasta qué punto te hará eso famosa? ¿Cuántas maldiciones más sobre tu nombre?

—Hay un ritual —dijo una voz tras ella.

Se volvió. Ese hombre extraño, el de las túnicas raídas cuyo rostro se olvidaba con facilidad. El sacerdote.

—Banaschar, ¿no?

Él asintió.

—¿Me permite unirme a usted, capitana?

—Como le plazca, pero en estos momentos no soy capitana. Soy una pasajera, una invitada.

—Como yo —respondió él—. Como le acabo de mencionar, hay un ritual.

—¿Y eso significa?

—Para hallar y vincular su alma a su cuerpo una vez más, para quitarle la maldición y hacer que vuelva a estar viva.

—Un poco tarde para eso, incluso aunque deseara tal cosa, Banaschar.

Él alzó las cejas.

—¿No sueña con vivir otra vez?

—¿Debería?

—Es probable que sea el último sumo sacerdote vivo de D’rek, el Gusano del Otoño. La cara de los ancianos, los moribundos y los enfermos. Y de la tierra que todo lo devora y que se lleva la carne y el hueso, y los fuegos que transforman en cenizas…

—Sí, bien, capto las alusiones.

—Yo, quizá más que la mayoría, comprendo la tensión entre los vivos y los muertos, la amargura de la estación que nos encuentra a todos y cada uno…

—¿Siempre da la tabarra así?

El sacerdote apartó la vista.

—No. Estoy intentando resucitar mi fe…

—Por las losas, Banaschar, no me haga reír. Por favor.

—¿Reír? Ah, sí, el juego de palabras. Un accidente y…

—Cuánta basura.

Eso provocó una sonrisa burlona, que era mejor que la desdicha seria que había un momento antes.

—Muy bien, Shurq Elalle, ¿por qué no desea vivir una vez más?

—No envejezco, ¿no? Me quedo como estoy, atractiva como corresponde…

—Por fuera, sí.

—¿Y usted se ha tomado el tiempo de mirar dentro, Banaschar?

—Yo no haría tal cosa sin su permiso.

—Se lo doy. Ahonde bien, sumo sacerdote.

La mirada del hombre se clavó en ella, pero poco a poco fue perdiendo concentración. Pasó un momento, el sacerdote palideció, parpadeó y dio un paso atrás.

—Dioses del inframundo, ¿qué es eso?

—No sé a qué se refiere, mi buen señor.

—Hay… raíces… llenando todo su ser. Cada vena y arteria, los capilares más finos… vivos…

—Mi ootooloo, dijeron que lo invadiría todo, con el tiempo. Su apetito —la pirata sonrió— no conoce límite. Pero he aprendido a controlarlo, más o menos. Posee su propio rigor, ¿verdad?

—Está muerta, y sin embargo no lo está, ya no, pero lo que vive en su interior, lo que ha reclamado su cuerpo entero, Shurq Elalle, es algo ajeno. ¡Un parásito!

—Mejor que las pulgas.

Él se quedó con la boca abierta.

Shurq empezó a impacientarse con la alarma creciente de aquel hombre.

—Que el Errante se lleve sus rituales. Estoy contenta como estoy, o lo estaré una vez que me restrieguen un poco y me metan nuevas especias…

—Pare, por favor.

—Como quiera. ¿Hay algo más que desee comentar? La verdad es que no tengo mucho tiempo para sacerdotes supremos. Como si la piedad viniera con las túnicas chillonas y la arrogancia santurrona. Enséñeme un sacerdote que sepa bailar y quizá disfrute con su compás durante un tiempo. De otro modo…

El sacerdote se inclinó.

—Discúlpeme, entonces.

—Olvídese de intentar resucitar su fe, Banaschar, e intente hacerse con un ritual de vivir que sea más digno.

Él retrocedió y a punto estuvo de chocar con la consejera y la omnipresente guardaespaldas de Tavore, Lostara Yil. Otra reverencia apresurada y el sacerdote bajó volando los escalones.

La consejera miró con el ceño fruncido a Shurq Elalle.

—Parece que está disgustando a mis otros pasajeros, capitana.

—No es algo que me preocupe, consejera. Sería más útil si estuviera en mi propio barco.

—¿No confía en su primer oficial?

—¿Mi espécimen incompleto de ser humano? ¿Por qué iba a pensar usted eso?

Lostara Yil lanzó un bufido divertido y después hizo deliberado caso omiso de la rápida mirada de advertencia de la consejera.

—Tengo muchas preguntas que hacerle, capitana —dijo Tavore—. Sobre todo cuanto más nos acercamos a Letheras. Y, por supuesto, agradeceré sus respuestas.

—Está siendo demasiado osada —dijo Shurq Elalle—, solo a usted se le ocurre dirigirse directamente a la capital.

—Respuestas, no consejo.

Shurq Elalle se encogió de hombros.

—Tuve un tío que decidió dejar Letheras y vivir con los meckros. Tampoco era de los que escuchaban consejos. Así que allá se fue, y luego, no hace tanto tiempo, hubo un barco, un barco meckros de una de sus ciudades flotantes al sur de Piloto, y contaron historias de una ciudad hermana que había sido destruida por el hielo y se había desvanecido, casi no habían quedado restos y no había supervivientes. Con toda probabilidad se hundió hasta el fondo. Esa desventurada ciudad era en la que vivía mi tío.

—Entonces debería haber aprendido usted una lección muy útil —dijo Lostara Yil en un tono bastante seco que insinuaba cierta burla de sí misma.

—¿Sí?

—Sí. Las personas que han tomado una decisión firme, nunca escuchan consejos, sobre todo cuando se les aconseja lo contrario.

—Bien dicho. —Shurq Elalle le sonrió a aquella mujer tatuada—. Frustrante, ¿no?

—Si ustedes dos ya han terminado con sus quejas no demasiado sutiles —dijo la consejera—, deseo preguntarle aquí a la capitana sobre la policía secreta letherii, los patriotas.

—Oh, bueno —dijo Shurq Elalle—, no es que sea un tema muy divertido. En absoluto.

—No me interesa la diversión —dijo Tavore.

Y solo hay que mirarte, reflexionó Shurq Elalle, para tener la prueba.

Con doce de sus guardias más leales del Domicilio Eterno, Sirryn subió por la colina Kravos, la muralla occidental de Letheras dos mil pasos tras él. Las tiendas de la Brigada Imperial dominaban el paisaje en medio de compañías auxiliares y brigadas menores, aunque el campamento tiste edur, un poco apartado del resto, al norte, parecía considerable, al menos dos o tres mil de esos puñeteros salvajes, calculó Sirryn.

En la cima de la colina Kravos había media docena de oficiales letherii y un contingente de tiste edur, entre ellos Hanradi Khalag. Sirryn sacó un papiro y se dirigió al que había sido rey.

—Estoy aquí para entregar las órdenes del canciller.

Sin inmutarse, Hanradi estiró el brazo para coger el papiro y se lo pasó a uno de sus ayudantes sin mirarlo.

Sirryn frunció el ceño.

—Esas órdenes…

—No leo letherii —dijo Hanradi.

—Si quiere, puedo traducir…

—Tengo gente para eso, finadd. —Hanradi Khalag miró a los oficiales de la Brigada Imperial—. En el futuro —dijo—, los edur patrullaremos los límites de nuestro propio campamento. Se ha acabado el desfile de putas letherii, sus chulos de soldados tendrán que sacarse un sobresueldo en otra parte.

El comandante edur se llevó a su tropa y abandonaron la cima de la colina. Sirryn se los quedó mirando un momento, hasta que tuvo la seguridad de que no iban a volver. Después sacó un segundo pergamino y se acercó al preda de la Brigada Imperial.

—Éstas también —dijo— son órdenes del canciller.

El preda era veterano, no solo de mil batallas sino también de las costumbres de palacio. Se limitó a asentir mientras aceptaba el pergamino.

—Finadd —preguntó—, ¿el canciller se pondrá al mando en persona cuando llegue el momento?

—Imagino que no, señor.

—Eso podría poner las cosas difíciles.

—En algunas cosas, yo hablaré por él, señor. En cuanto al resto, verá, una vez que haya examinado ese pergamino, que se le concede una libertad considerable para la batalla en sí.

—¿Y si me encuentro en desacuerdo con Hanradi?

—Dudo que eso vaya a ser un problema —dijo Sirryn.

Observó al preda meditar la frase y le pareció ver que los ojos del hombre se abrían un poco más.

—Finadd —dijo el preda.

—¿Señor?

—¿Cómo se encuentra el canciller en este momento?

—Muy bien, señor.

—¿Y… en el futuro?

—Es muy optimista, señor.

—Muy bien. Gracias, finadd.

Sirryn hizo un saludo militar.

—Con su permiso, señor. Deseo supervisar a mi personal mientras monta mi campamento.

—Móntelo cerca de esta colina, finadd; desde aquí llevaremos la batalla y querré tenerlo cerca.

—Señor, no queda demasiado espacio…

—Tiene mi permiso para mover a quien haga falta a su discreción, finadd.

—Gracias, señor.

Ah, eso lo iba a disfrutar. Soldados mugrientos con polvo en las botas, siempre se creían superiores a sus contrapartidas de palacio. Bueno, unos cuantos cráneos rotos no tardarían en cambiar eso. Y con el permiso de su propio preda. Hizo otro saludo militar y regresó con sus tropas colina abajo.

Aquel hombre le sonaba de algo. ¿Había sido estudiante suyo? ¿Hijo de un vecino, hijo de otro erudito? Ésas eran las preguntas en la mente de Janath mientras la tropa la sacaba a rastras del hogar de Tehol. Del trayecto hasta el complejo de los patriotas recordaba muy poco. Pero ese hombre del rostro conocido, un rostro que suscitaba extraños sentimientos íntimos en su interior, no la abandonaba.

Encadenada en su celda, encadenada en la oscuridad plagada de bichos, la habían dejado sola durante ya algún tiempo. Días, quizá incluso una semana. Un único plato de guiso aguado se deslizaba por la trampilla de la parte inferior de la puerta en lo que parecían intervalos regulares; no lo empujaban al interior de su celda si no dejaba el plato vacío de la última comida al alcance fácil del guardia. No le habían explicado el ritual, pero había terminado por admirar su precisión, su elocuencia. La desobediencia significaba hambre, o, más bien, inanición; el hambre siempre estaba allí, algo que no había experimentado en el hogar de Bicho y Tehol. Había habido un tiempo, por aquel entonces, en el que había llegado a detestar el sabor del pollo. Pero en esos momentos soñaba con aquellas puñeteras gallinas.

El hombre, Tanal Yathvanar, no la había visitado más que una vez, al parecer para recrearse. No tenía ni idea de que la buscaran por sedición, aunque la verdad era que no le sorprendía demasiado. Cuando los que dominaban eran matones, las personas cultas eran las primeros en sentir los puños. Era tan patético, en realidad, que tanta violencia procediera de los sentimientos de inferioridad de alguien. Pequeños de mente, y daba igual lo grande que fuera la espada que tenían en la mano, esa pequeñez esencial continuaba allí, royendo con dientes afilados.

Tanto Bicho como Tehol habían insinuado, en ocasiones, que las cosas no irían bien si la encontraban los patriotas. Bueno, si los encontraban, como resultó. Tehol Beddict, el más frustrante de sus alumnos, que solo había asistido a sus charlas por pura lujuria adolescente, se había revelado como el mayor traidor del imperio, eso le había dicho Tanal Yathvanar, el júbilo de su voz solo superado por los reflejos morbosos de sus ojos cuando se acercaba con el farol en una mano y la otra tocándose sus partes íntimas cuando pensaba que ella no miraba. Ella se había sentado con la espalda apoyada en la pared de piedra, la cabeza inclinada y la barbilla pegada al pecho, el cabello mugriento colgando en mechones desgreñados sobre la cara.

Tehol Beddict, el cerebro que había planeado la ruina económica del imperio… Bueno seguía siendo un poco difícil de creer. Sí, tenía el talento necesario. Y quizá hasta la inclinación. Pero para el derrumbamiento universal que se estaba dando había una legión de coconspiradores. Involuntarios en su mayor parte, por supuesto, salvo ese cosquilleo persistente en la tripa que les decía que lo que estaban haciendo era, en último caso, destructivo más allá de toda medida. Pero ganaba la codicia, como siempre. Tehol Beddict había preparado el camino, cierto, pero cientos, miles, habían decidido recorrerlo por voluntad propia. Y en ese momento clamaban, indignados y horrorizados, al tiempo que se escabullían en busca de refugio, no fuera a ser que la culpa extendiera su charco carmesí.

Tal y como estaban, el crimen entero se achacaba a Tehol, y a Bicho, el criado que todavía los eludía a todos.

«Pero lo encontraremos, Janath», había dicho Tanal Yathvanar. «Terminamos encontrando a todo el mundo».

A todo el mundo salvo a vosotros mismos, había pensado en responder ella, pues esa búsqueda os lleva a un sendero mucho más aterrador. Pero no había dicho nada, no le había dado nada en absoluto. Y había observado a medida que la espada se iba haciendo más pequeña en su mano, sí, esa espada también.

«Igual que te encontramos a ti. Igual que te encontré a ti. Oh, ahora ya lo saben todos. Yo fui el que arrestó a Tehol Beddict y a la erudita Janath. Yo. No Karos Invictad, que se queda sentado todo el día babeando encima de su caja y ese bendito insecto de dos cabezas. Lo ha vuelto loco, ¿sabes? No hace nada más», después se había echado a reír. «¿Sabías que ahora es el hombre más rico del imperio? Al menos eso cree él. Pero el trabajo se lo hice yo. Yo hice las transacciones. Tengo copias de todo. Pero la auténtica gloria es que su beneficiario soy yo, ¡y él ni siquiera lo sabe!».

Sí, el insecto de dos cabezas. Una que babea y la otra que parlotea.

Tanal Yathvanar. Lo conocía, ya era una certeza. Lo conocía porque ya le había hecho todo eso antes. No había disimulado cuando había hablado de ello, era la fuente que le permitía recrearse mirándola, así que no podía ser mentira.

Y sus recuerdos (del tiempo transcurrido entre el final del semestre en la academia y el momento en el que despertó bajo los cuidados de Tehol y Bicho), recuerdos que habían sido fragmentarios, imágenes desdibujadas más allá de toda comprensión, comenzaron a fundirse, empezaron a aclararse.

La buscaban porque se había escapado. Lo que significaba que la habían arrestado (su primer arresto) y su torturador no había sido otro que Tanal Yathvanar.

Lógico. Intuiciones razonables a partir de los hechos de los que disponía y su lista de observaciones. Argumentos convincentes, y en pie, delante de ella (desde ya hacia un rato), el hombre que ofrecía la prueba más patética con su parloteo, empujado por la falta de reacción de su prisionera.

«Querida Janath, debemos reanudar las cosas donde las dejamos. No sé cómo te escapaste. Ni siquiera sé cómo terminaste con Tehol Beddict. Pero una vez más eres mía para hacer contigo lo que me plazca. Y lo que haré contigo, por desgracia, no te complacerá, pero tu placer no es lo que me interesa. Esta vez me rogarás, me prometerás lo que sea, terminarás por venerarme. Y con eso es con lo que te dejaré hoy. Para darte algo en lo que pensar hasta mi regreso».

El silencio femenino, según resultó, había sido una defensa débil.

Janath estaba empezando a recordar, más allá de esos detalles ordenados y dispuestos con imparcialidad clínica, y con esos recuerdos había… dolor.

Dolor más allá de toda comprensión.

Me estaba volviendo loca. Por eso no recordaba nada. Loca por completo, no sé cómo me sanaron Bicho y Tehol, pero debieron de hacerlo. Y la consideración de Tehol, esa dulzura tan poco propia de él que utilizó conmigo… ni una sola vez intentó aprovecharse de mí, aunque tenía que saber que hubiera podido, que yo lo habría agradecido. Eso debería haber suscitado mis sospechas, debería, pero era demasiado feliz, estaba demasiado satisfecha, aunque fuera raro, al tiempo que esperaba y esperaba a que Tehol se encontrara en mis brazos.

Ah, ¿no es esa una forma extraña de ponerlo?

Se preguntó dónde estaría Tehol. ¿En otra celda? Entre sus vecinos los había de sobra que gemían y lloraban, la mayor parte estaba más allá de toda esperanza de comunicación. ¿Era uno de ellos Tehol Beddict? ¿Roto, convertido en una criatura que solo podía sangrar y farfullar?

No creía que fuera así. No quería creerlo. No, para el «gran traidor» del Imperio tendría que haber espectáculo. Un Ahogamiento de tal extravagancia que se grabara a fuego en la memoria colectiva del pueblo letherii. Había que vencerlo de forma pública. Había que convertirlo en el foco único de esa marea abrumadora de rabia y miedo. La acción crucial de Karos Invictad para recuperar el control, para sofocar la anarquía, el pánico, para restaurar el orden.

Qué ironía, que mientras el emperador Rhulad se preparaba para masacrar campeones (entre ellos algunos que, según se decía, eran los más peligrosos a los que Rhulad se enfrentaría nunca), Karos Invictad pudiera usurpar con tanta facilidad la atención de todos (bueno, es decir, entre los letherii) con ese único arresto, ese juicio, ese simple baño de sangre.

¿Se da cuenta? ¿Que al matar a Tehol Beddict de ese modo lo convertirá en un mártir? ¿Uno como jamás se ha visto hasta ahora? Tehol intentaba destruir el sistema letherii de endeudamiento. Intentaba destruir esa unión impía de dinero y poder. Será el nuevo Errante, pero un nuevo tipo de Errante. Uno vinculado a la justicia, a la libertad, al común de los seres humanos. Sin reparar si tenía razón, sin reparar siquiera si ésos eran sus objetivos, nada de eso importará. Se escribirá sobre él, un millar de relatos, y con el tiempo no sobrevivirá más que un puñado, que se unirán para forjar el corazón de un nuevo culto.

Y tú, Karos Invictad, oh, tu nombre cabalgará en el aliento de las maldiciones para siempre jamás.

Conviertes a alguien en mártir y cedes todo control de lo que ese alguien era en vida, de lo que ese alguien se transforma en la muerte. Hazlo, Karos Invictad, y habrás perdido, incluso mientras te lames de las manos la sangre de ese hombre.

Pero quizá el centinela era consciente de todo aquello. Lo suficiente para haber asesinado ya a Tehol Beddict, haberlo asesinado y haber tirado su cuerpo al río sujeto por unas cuantas piedras. Sin anuncios, todo en la oscuridad de la noche.

Pero no, el pueblo quería, necesitaba, exigía la ejecución pública, ritualizada, de Tehol Beddict.

Y así fue dando vueltas y más vueltas en el remolino del desagüe de su mente, el pozo sin fondo que era el derrumbamiento defensivo de su espíritu la iba absorbiendo.

Y la llevaba lejos de los recuerdos.

De Tanal Yathvanar.

Y de lo que le había hecho antes.

Y de lo que pronto le haría.

El guerrero orgulloso, alborotado, que había sido Gadalanak regresó al complejo apenas reconocible como ser humano. La clase de fracaso, según se le había dado a entender a Samar Dev, que enfurecía a ese terrible, terrorífico emperador. Por consiguiente, Gadalanak había terminado hecho pedazos. Mucho después de que hubiera muerto, la temida espada de Rhulad había descendido de golpe, había cortado, rebanado, acuchillado y se había retorcido. Suponía que la mayor parte de la sangre de aquel hombre había empapado la arena del suelo del estadio, porque el cuerpo que se llevó la comitiva de enterramiento, compuesta por endeudados, ni siquiera goteaba.

Puddy y otros guerreros, todavía a la espera de su turno (incluida la mujer enmascarada), se encontraban cerca, observando a los porteadores y la camilla de juncos, con su espeluznante montón de carne cruda y huesos que sobresalían, que cruzaba el complejo de camino a lo que se conocía como la sala de las Urnas, donde se enterrarían los restos de Gadalanak. Otro endeudado seguía a los portadores con el arma y el escudo del guerrero, prácticamente limpios de sangre, ya fueran salpicaduras u otra cosa. Empezaban a circular rumores con los detalles del combate. El emperador le había cortado a Gadalanak el brazo del arma con el primer golpe, a medio camino entre la mano y el codo, y había mandado el arma volando a un lado. El brazo del escudo lo siguió, amputado a la altura del hombro. Se decía que los tiste edur presentes (y los pocos dignatarios letherii cuya sed de sangre había vencido al pánico de los repentinos apuros financieros) habían lanzado entonces un rugido de éxtasis, como si respondieran a los gritos del propio Gadalanak.

Silenciosos, con expresión sobria, y pálidos como la arena decolorada, Puddy y los otros observaron pasar aquel lúgubre desfile, como hizo la propia Samar Dev. Después se dio la vuelta. Entró en un pasillo lateral y bajó por su polvorienta penumbra.

Karsa Orlong estaba echado en el enorme catre que se había construido para algún campeón previo, un tartheno de pura sangre, aunque no tan alto como el teblor que se había despatarrado en mitad de la cama, los pies descalzos sobresaliendo por un extremo y los dedos apretados contra el muro, un muro marcado por la suciedad de esos dedos y esos pies, puesto que a Karsa Orlong le había dado por hacer muy poco desde el anuncio del comienzo de los combates.

—Está muerto —dijo ella.

—¿Quién?

—Gadalanak. En menos de dos o tres latidos; creo que fue un error que todos decidierais no asistir, necesitáis ver a aquel contra el que lucharéis. Necesitáis conocer su estilo. Podría haber puntos débiles…

Karsa lanzó un bufido.

—¿Revelados en dos latidos?

—Sospecho que los otros van a cambiar de opinión. Irán, verán por sí mismos…

—Idiotas.

—¿Porque no van a seguir tu ejemplo?

—Ni siquiera sabía que lo seguían, bruja. ¿Qué quieres? ¿No ves que estoy ocupado?

Samar entró en la habitación.

—¿Haciendo qué?

—Arrastras tus fantasmas contigo.

—Más bien se aferran a mis talones y parlotean… Hay algo creciendo en tu interior, Karsa Orlong…

—Trépame encima y podremos aliviarlo, Samar Dev.

—Asombroso —dijo ella sin aliento.

—Sí.

—No, cretino. Solo comentaba que, de vez en cuando, todavía eres capaz de sorprenderme.

—Solo finges inocencia, mujer. Quítate la ropa.

—Si lo hiciera, sería solo por puro cansancio. Pero no lo haré, porque soy más dura de lo que crees. Una sola mirada a las asquerosas manchas que han dejado tus pies en ese muro es más que suficiente para aplacar cualquier ardor que pudiera, en un momento de locura repentina, experimentar.

—No te pedí que le hicieras el amor a mis pies.

—¿No deberías estar haciendo ejercicio? No, no de ese tipo. Me refiero a mantenerte ágil, estirarte y demás.

—¿Qué quieres?

—Consuelo, tranquilidad, supongo.

Karsa se volvió y la miró; después, poco a poco se incorporó, el catre gemía bajo él.

—Samar Dev, ¿qué es lo que más temes?

—Bueno, que mueras, creo. Exasperante como eres, te has convertido en un amigo. Para mí, por lo menos. Eso y el hecho de que, eh, después de ti convocarán a Icarium. Como puedes ver, los dos temores van entrelazados.

—¿Es eso lo que temen también los espíritus que se apiñan en ti?

—Una pregunta interesante. No estoy segura, Karsa. —Y al momento, añadió—. Sí, empiezo a entender la importancia que podría tener; me refiero a que merece la pena saberlo.

—Yo tengo mis propios fantasmas —dijo él.

—Lo sé. ¿Y qué sienten ellos? ¿Lo notas?

—Están impacientes.

Samar frunció el ceño.

—¿De veras, Karsa Orlong? ¿De veras?

Él se echó a reír.

—No por lo que piensas. No, se complacen con el final que se aproxima para ellos, con el sacrificio que harán.

—¿Qué clase de sacrificio?

—Cuando llegue el momento, bruja, debes sacar tu cuchillo de hierro. Dale tu sangre. Libera los espíritus que has vinculado.

—¿Qué momento, maldito seas?

—Lo sabrás. Y ahora, quítate la ropa. Quiero verte desnuda.

—No. Gadalanak está muerto. Nunca más oiremos sus carcajadas…

—Sí, así que ahora debemos reír nosotros, Samar Dev. Debemos recordarnos lo que es vivir. Por él. Por Gadalanak.

La bruja se lo quedó mirando y siseó de rabia.

—Casi me tenías, Karsa Orlong. ¿Sabes?, cuando eres demasiado convincente es cuando más peligroso te haces.

—Quizá preferirías que te tomara sin más. Que te arrancara la ropa con mis propias manos. Que te arrojara sobre la cama.

—Me voy.

Taralack Veed había soñado una vez con ese momento, ya inminente, en el que Icarium Robavida pisaría la arena del estadio entre el rugido impaciente de espectadores que no eran conscientes de quién era, y esos gritos desdeñosos cambiarían de signo muy pronto, oh, sí, se convertirían en gritos de asombro, después de terror. A medida que la rabia se despertaba, se desataba.

A medida que el mundo llegaba a su sangriento final. Un emperador, un palacio, una ciudad, el corazón de un imperio.

Pero ese Rhulad no iba a morir. No de un modo absoluto. No, cada vez se alzaría de nuevo, y dos fuerzas se enzarzarían en una batalla que quizá nunca terminase. A menos… ¿se podía matar a Icarium? ¿Podía morir? No era inmortal, después de todo… aunque se podía argumentar que su rabia era la rabia de la víctima, generación tras generación, una rabia contra la injusticia y la desigualdad, y algo así nunca tenía fin.

No, si Taralack Veed seguía sus pensamientos hasta el final, siempre llegaba al mismo lugar. Rhulad mataría a Icarium. Un centenar de choques, un millar; en algún punto, sobre un continente de cenizas, el caos creciente golpearía y se abriría paso hasta el fondo de la rabia de Icarium. Y Robavida caería.

Había lógica en todo aquello. La víctima quizá despertase a la furia, pero la víctima estaba condenada a ser solo eso: una víctima. Ése era el verdadero ciclo, el ciclo del que era testigo cada cultura, cada civilización, siglo tras siglo. Una fuerza natural, el núcleo de la lucha por existir es el deseo no solo de sobrevivir, sino de prosperar. Y prosperar es alimentarse de víctimas, cada vez más víctimas.

—Es el lenguaje en sí —dijo el examinador superior mientras se arrodillaba sobre un cuenco de agua quieta para estudiar su reflejo y poder aplicarse la pintura chillona—. La vida empuja hacia delante, cuando triunfa. La vida se detiene o se queda a la mitad del camino cuando fracasa. La progresión, Taralack Veed, implica un viaje, pero no necesariamente un viaje a través de un intervalo determinado de tiempo. Es decir, el crecimiento y envejecimiento de una persona concreta, aunque eso también se cose muy deprisa a la tela. No, el verdadero viaje es un viaje de procreación, la semilla de uno moviéndose de un anfitrión a otro en una sucesión de generaciones, cada una de las cuales debe tener éxito hasta cierto punto, no vaya a ser que la semilla… se detenga, se pierda por el camino. Por supuesto, no está en la mente de un hombre pensar solo en términos de generación tras generación, aunque la necesidad de sembrar la semilla es siempre primordial. Otras preocupaciones, todas las cuales apoyan aquello que es primordial, ocupan por lo general la mente en el día a día. La consecución de alimento, la seguridad de tu refugio, el apoyo de tu familia, parientes y aliados, el esfuerzo por elaborar un mundo predecible, habitado por personas predecibles; la búsqueda, si se quiere, de comodidad.

Taralack Veed apartó la vista y posó los ojos en la ventana, donde se encontraba el finadd Varat Taun, que observaba algo abajo, en el complejo.

—Monje —dijo Taralack con un gruñido—, entre mi tribu, cada una de las cosas que describes no era más que parte de una guerra, una disputa que no podía acabar. Cada una desesperada y cruel. No había amor, ni lealtad, en la que se pudiera confiar del todo, porque el suelo se revolvía bajo nuestros pies. No hay nada seguro. Nada.

—Una cosa sí —dijo Varat Taun, y los miró—. El guerrero llamado Gadalanak está muerto. Y ahora también lo está el llamado Puddy, el rápido al que le encantaba jactarse.

Taralack Veed asintió.

—Has terminado por creer lo mismo que yo, finadd. Sí, tú y yo hemos visto a Icarium invadido por la cólera. Pero este emperador, ese tal Rhulad…

El monje emitió un extraño gruñido, giró en redondo sobre el taburete, les dio la espalda a los dos y se abrazó.

Varat Taun frunció el ceño y se adelantó un paso.

—¿Examinador superior? ¿Sacerdote? ¿Le ocurre algo?

Una vigorosa sacudida de la cabeza.

—No, por favor —dijo después—. Cambiemos de tema. Dios bendito, he estado a punto de fracasar; el regocijo, ¿sabe? Casi estalla de mis labios. Ah, apenas soy capaz de contenerme.

—Su fe en su dios continúa imperturbable.

—Sí, Taralack Veed. Oh, sí. ¿No se dice que Rhulad está loco? ¿Que lo ha vuelto loco una infinidad de muertes y renacimientos? Bueno, amigos míos, yo digo que Robaviva, mi bienamado dios, el único dios, bueno, él también está loco. Y recuerden esto, por favor, es Icarium el que ha venido aquí. No Rhulad, es mi dios el que ha hecho este viaje. Para deleitarse con su propia locura.

—Rhulad es…

—No, Varat Taun. Rhulad no es. Dios. El dios. Es una criatura maldita, tan mortal como usted o como yo. El poder se encuentra en la espada que empuña. La distinción, amigos míos, es esencial. Ahora, basta, no sea que rompa mi voto. Están los dos demasiado serios, demasiado envenenados por el miedo y el pavor. Mi corazón está a punto de estallar.

Taralack Veed se quedó mirando la espalda del monje, vio el temblor que no podía detenerse. No, examinador superior, eres tú el que está loco. ¿Venerar a Icarium? ¿Venera un gral a la víbora?, ¿al escorpión?

Espíritus de la roca y la arena, no puedo esperar mucho más. Acabemos de una vez con esto.

—El final —dijo el examinador superior— nunca es lo que se imagina. Encuentren consuelo en eso, amigos míos.

—¿Cuándo planea presenciar su primer combate? —le preguntó Varat Taun al monje.

—Si acaso, y todavía no lo he decidido, si acaso, el del toblakai, por supuesto —murmuró el examinador superior, que al fin había controlado su hilaridad, hasta el punto que se giró y alzó la cabeza para mirar al finadd con una expresión serena y sagaz en los ojos—. El toblakai.

Rhulad Sengar, emperador de las Mil Muertes, se alzaba sobre el cadáver de su tercera víctima. Salpicado de sangre que no era suya, la espada temblando en su mano, se quedó mirando la cara quieta con los ojos sin vida mientras la multitud cumplía con su obligación y rugía de placer, daba voz a su amargo triunfo.

Ese creciente muro de ruido se separó a su alrededor, sin tocarlo. Era, bien lo sabía él, una mentira. Todo era mentira. El desafío, que había resultado ser cualquier cosa salvo eso. El triunfo, que en realidad era un fracaso. Las palabras pronunciadas por su canciller, por su encorvado y retorcido ceda, y cada rostro vuelto hacia él era como ése. Una máscara, una cosa de muerte, una expresión de risa oculta, burla escondida. Pues si no era la muerte lo que se burlaba de él, ¿entonces qué?

¿Cuándo había sido la última vez que había visto algo verdadero en el rostro de un súbdito? Cuando no pensabas en ellos como súbditos. Cuando no lo eran. Cuando eran amigos, hermanos, padres y madres. Tengo mi trono, tengo mi espada, tengo un imperio. Pero no tengo… a nadie.

Ansiaba morirse. Una muerte de verdad. Caer y no encontrar su carne espiritual arrojada en la playa de la isla de ese dios pavoroso.

Pero será diferente esta vez. Lo presiento. Algo… será diferente.

Sin hacer caso de la multitud y su rugido, que se iba deslizando hacia la histeria, Rhulad salió del estadio entre las ondas relucientes que se alzaban de la arena cocida por el sol. El sudor había comenzado a diluir la sangre que lo salpicaba, sudor que se filtraba entre monedas deslustradas, brillando en los bordes anillados de las cicatrices picadas. Sudor y sangre se mezclaban en esos arroyos de victoria amarga que no podían más que manchar de forma temporal las superficies de las monedas.

Rhulad sabía que el canciller Triban Gnol no lo entendía. Que el oro y la plata sobrevivían a las vanidades de las vidas mortales. Y tampoco lo entendía Karos Invictad.

En muchos sentidos, Rhulad admiraba a ese gran traidor, Tehol Beddict. Beddict, sí, el hermano del único guerrero letherii honorable que tuve el privilegio de conocer. Uno, solo uno. Brys Beddict, que me derrotó de verdad, y en eso también era como ningún otro. Karos Invictad había querido sacar a Tehol Beddict a rastras al estadio, para que se plantara ante el emperador, para que lo avergonzaran y lo obligaran a oír el ansia frenética de la multitud. Karos Invictad había pensado que algo así humillaría a Tehol Beddict. Pero si Tehol es como Brys, no haría más que quedarse ahí, de pie; no haría más que sonreír, y esa sonrisa sería su reto. Me retaría a mí. Me invitaría a que lo ejecutase, a que lo derribase como nunca hice con Brys. Y sí, yo vería que lo sabe, ahí, en sus ojos. Rhulad lo había prohibido. Que dejasen a Tehol para los Ahogamientos. Para ese circo de salvajes transformado en un juego de apuestas.

Entretanto, los cimientos del imperio se tambaleaban, escupían polvo en un chirrido de protesta; las piedras angulares, firmes en otro tiempo, se sacudían como si revelaran que no eran más que arcilla, todavía húmeda, del río. Hombres que habían sido ricos se habían quitado la vida. Los almacenes habían sido asediados por una turba creciente, esa bestia de necesidad con mil cabezas se alzaba en cada ciudad y pueblo del imperio. Se había derramado sangre por un puñado de diques o un mendrugo de pan duro, y en las barriadas más pobres las madres ahogaban a sus bebés antes de verlos hincharse y marchitarse, morir de inanición.

Rhulad abandonó la luz dura del sol y permaneció en la entrada del túnel, tragado por las sombras.

Mi gran imperio.

El canciller iba a verlo cada día, y mentía. Todo iba bien, todo iría bien con la ejecución de Tehol Beddict. Las minas trabajaban horas extras para forjar más divisas, pero era necesario un control cuidadoso, porque Karos Invictad creía que todo lo que Tehol había robado sería recuperado. Aun así, mejor un periodo de inflación que el caos que infestaba Lether.

Pero Hannan Mosag le decía lo contrario; de hecho, había elaborado rituales que permitían a Rhulad ver por sí mismo los disturbios, la locura, las escenas desdibujadas, a veces desvaídas de una forma enloquecedora, pero que todavía hedían a verdad. En lo que mentía el ceda era en lo que no quería revelar.

—¿Qué hay de la invasión, ceda? Muéstrame a esos malazanos.

—No puedo, por desgracia, emperador. Se protegen con magias extrañas. ¿Veis?, el agua del cuenco se enturbia cuando sondeo en su dirección. Como si pudieran arrojar en ella puñados de harina. Y cegar todo lo que podría revelar el agua.

Mentiras. Triban Gnol había sido más directo en su valoración, una franqueza que desvelaba la preocupación creciente del canciller, incluso su miedo. Los malazanos que habían desembarcado en la costa oeste, que habían comenzado su marcha hacia el interior, hacia la propia Letheras, estaban resultando ser tan astutos como letales. Chocar con ellos era retroceder tambaleándose, ensangrentados y magullados, una retirada salpicada de soldados muertos y tiste edur muertos. Sí, iban a por Rhulad. ¿Podía detenerlos el canciller?

—Sí, emperador. Podemos. Lo haremos. Hanradi ha dividido sus fuerzas edur. Una espera con nuestro ejército principal justo al oeste de la ciudad. La otra ha viajado, rápida y ligera, al norte, y en estos mismos momentos está virando al oeste como un brazo arrollador, aparecerán detrás de esos malazanos, pero no como se ha intentado antes. No, vuestros edur no cabalgan en columnas, no viajan ahora por los caminos. Luchan como lo hicieron una vez, durante las guerras de unificación. Partidas de guerra que se mueven en silencio en las sombras, se ponen a la altura de los malazanos y quizá hasta los superan en sigilo…

—¡Sí! Nos adaptamos, nos convertimos no en algo nuevo, sino en algo viejo, el corazón mismo de nuestra pericia. ¿De quién fue esta idea? ¡Dímelo!

Una inclinación de Triban Gnol.

—Mi señor, ¿no me pusisteis a mí al cargo de esta defensa?

—Entonces, tuya.

Otra inclinación.

—Como he dicho, emperador, la mano que me guió fue la vuestra.

Tanto celo fingido solo revelaba desdén. Rhulad eso lo comprendía. El ceda careció de matices tan civilizados en su respuesta.

—La idea fue mía y de Hanradi, emperador. Después de todo, yo era el rey hechicero y él era mi más enconado rival. Esto lo podemos convertir en una guerra que los edur entendemos y conocemos. Está bastante claro que intentar combatir a esos malazanos al estilo de los letherii ha fracasado…

—Pero habrá un choque, una gran batalla.

—Eso parece.

—Bien.

—Quizá no. Hanradi cree…

Y ahí habían comenzado los eufemismos, las medias verdades, los ataques mal disimulados contra el canciller y su nuevo papel como comandante militar.

Elaborar los hechos para que encajaran con la realidad era difícil, tamizar las mentiras, agitarlas para que se desprendieran las verdades; Rhulad estaba agotado, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba aprendiendo, malditos fueran todos. Estaba aprendiendo.

—Háblame, ceda, de la invasión de Bolkando.

—Se han invadido nuestros fuertes fronterizos. Ha habido dos batallas y en ambas las divisiones letherii se vieron obligadas a retirarse, malheridas. Esa alianza entre los reinos orientales es ahora real, y parece que han contratado ejércitos mercenarios…

La conspiración de Bolkando… ahora es real. Lo que significa que comenzó siendo una mentira. Recordó la expresión conmocionada de Triban Gnol cuando Rhulad repitió las palabras de Hannan Mosag como si fueran suyas. «Esa alianza entre los reinos orientales es ahora real, canciller…».

La máscara de Triban Gnol se había agrietado entonces, allí no había ninguna ilusión, ninguna partida llevada a un nivel todavía más profundo. El hombre había parecido… culpable.

Debemos ganar estas guerras. Al oeste y al este. Debemos también reformar este imperio. Los días de los endeudados desaparecerán. Los días de las monedas gobernando este cuerpo han acabado. Yo, Rhulad, emperador, pondré las manos sobre esta arcilla y haré de ella algo nuevo.

Así pues, que continúe la plaga de suicidios entre los que fueron poderosos. Que las grandes casas de mercaderes se derrumben y caigan en la ruina. Que los pobres descuarticen a los ricos. Que ardan las haciendas. Cuando se hayan posado las cenizas, cuando se hayan enfriado, entonces Rhulad hallará suelo fértil para su nuevo imperio.

Sí, ésa es la diferencia esta vez. Percibo un renacimiento. Está cerca. Es inminente. Lo percibo y quizá sea suficiente, quizá me dará una nueva razón para apreciar esta vida. Mi vida.

Oh, padre Sombra, guíame ahora.

Mael no había tenido cuidado. Había sido ese descuido en lo que había confiado el Errante. El dios ancestral, tan concentrado en salvar a su estúpido compañero mortal, había terminado por meterse dando tumbos en una trampa muy simple. Era un alivio haberse quitado de en medio a aquel cabrón entrometido, una especie de compensación a la chillona adquisición de Bruja de la Pluma, cuya desagradable compañía el Errante acababa de abandonar.

Y en ese momento se encontraba en el pasillo oscuro. Solo.

—Tendremos a nuestra espada mortal —le había anunciado ella, encaramada al altar que se agazapaba como una isla en medio de la riada negra—. El muy idiota sigue estando ciego y siendo estúpido.

¿Qué idiota sería ése, Bruja de la Pluma? ¿Nuestra inminente espada mortal?

—No entiendo tu sarcasmo, Errante. Nada ha salido mal. Nuestro culto crece día a día entre los esclavos letherii y ahora entre los endeudados…

Te refieres a los desafectos. ¿Y qué es lo que les prometes, Bruja de la Pluma? ¿En mi nombre?

—La edad dorada del pasado. Cuando predominabas entre todos los demás dioses. Cuando el tuyo era el culto de todos los letherii. Nuestra gloria fue hace mucho tiempo y a eso debemos regresar.

Nunca hubo una edad dorada. Entre los letherii nunca se me veneró con exclusión de todos los demás dioses. La época a la que te refieres fue una era de pluralidad, de tolerancia, una cultura que florecía…

—Da igual la verdad. El pasado es lo que yo digo que es. Ésa es la libertad de enseñar a los ignorantes.

Él se había reído entonces. La suma sacerdotisa se tropieza con una sabiduría inmensa. Sí, reúne, así pues, a tus desafectos, a tus idiotas ignorantes. Llénales la cabeza con la noble gloria de un pasado inexistente y envíalos al mundo con los ojos llameando con un fervor estúpido (pero reconfortante). Y eso dará comienzo a nuestra nueva edad de oro, una exultación de los placeres de la represión y el control tiránico de las vidas de todo el mundo. Salve, poderoso Errante, el dios que no tolera disensión alguna.

—Lo que hagas con tu poder es cosa tuya. Sé lo que pienso hacer con el mío.

Udinaas te ha rechazado, Bruja de la Pluma. Has perdido al que más deseabas.

Ella sonrió.

—Cambiará de opinión. Ya lo verás. Juntos forjaremos una dinastía. Él era uno de los endeudados. Solo necesito despertar la codicia de su interior.

Bruja de la Pluma, escucha con atención a tu dios. Esta modesta astilla de sabiduría: las vidas de otros no son para que tú las uses. Ofréceles dicha, sí, pero no te sientas decepcionada cuando elijan el infortunio, porque el infortunio es suyo y si han de elegir el camino de otro o el suyo, elegirán el suyo. Los temblor tienen un dicho: «Ábreles tu mano hacia la costa, obsérvalos adentrarse en el mar».

—No me extraña que acabaran con ellos.

Bruja de la Pluma…

—Escucha ahora mi sabiduría, Errante. Sabiduría a la que los temblor deberían haber prestado atención. Cuando se trata de usar las vidas de otros, lo primero que hay que quitarles es el privilegio de la elección. Una vez hecho eso, el resto es fácil.

Había encontrado a su sacerdotisa suprema. Sin lugar a dudas. Benditos seamos todos.