La gran conspiración de los reinos de Saphinand, Bolkando, Ak’ryn y D’rhasilhani que culminó en la terrible guerra de las Tierras Orientales fue, en numerosos aspectos, de una profunda ironía. Para empezar, no había habido ninguna conspiración. Esa tensa amenaza política era, de hecho, una falsedad, creada y fomentada por poderosos intereses económicos de Lether; y algo más, ha de decirse, que simple economía. La amenaza de un enemigo temido permitía la imposición de restricciones entre la población del imperio que resultaban de utilidad para los agentes de la élite; y sin duda los habría enriquecido si no hubiera sido por el derrumbamiento financiero coincidente que ocurrió en éste, el más inoportuno de los momentos de la historia letherii. En cualquier caso, los reinos y naciones fronterizas del este no podían más que percibir la amenaza inminente, sobre todo con la campaña continua que se estaba desarrollando contra los leznas en las llanuras del norte. Así pues se creó una gran alianza, y con los ya mencionados incentivos extranjeros, la guerra estalló en toda la frontera oriental.
En combinación, de forma no del todo accidental, con la invasión punitiva que había comenzado en la costa noroeste, no cabe duda de que el emperador Rhulad Sengar comenzó a sentirse asediado por todas partes…
Las cenizas de la ascensión,
Historia de Lether, vol. IV
—Calasp Hivanar
No había sido diferente de cualquier otra niña con sus sueños infantiles de amor. Alto y orgulloso, un héroe que se metiera en su vida, la cogiera entre sus brazos y alejara todos sus miedos como sedimentos que se precipitaran por un arroyo para desvanecerse en algún océano lejano. La bendición de la claridad y la sencillez, ah, eso, sí, ése había sido el sueño que siempre había albergado.
Aunque Seren Pedac podía recordar a esa niña, podía recordar la angustia retorcida que tenía en el estómago cuando ansiaba la salvación, una angustia deliciosa en toda su posible destrucción, no se dejaba llevar por la nostalgia. Un niño tenía derecho a esas visiones falsas del mundo, no era algo que debiera molestar, pero tampoco eran dignas de un anhelo adulto.
En Casco Beddict, después de todo, la joven Seren Pedac había creído, durante un tiempo (mucho tiempo, de hecho, antes de que su absurdo sueño al fin se fuera marchitando), que había hallado a su héroe maravilloso, un hechizo majestuoso que ella había conjurado y cuya mirada era una bendición para su corazón femenino. Y Seren había aprendido que la pureza era veneno, es decir, la pureza de su fe en la existencia de ese tipo de héroes. Para ella. Para cualquiera.
Casco Beddict había muerto en Letheras. O, más bien, su cuerpo había muerto allí. El resto había muerto en brazos de Seren años antes. En cierto sentido, ella lo había utilizado y quizá no solo utilizado, sino violado. Había devorado la fe de aquel hombre, le había robado su visión de sí mismo, de su lugar en el mundo, de todo el significado que él, como cualquier otro hombre, buscaba para su vida. Ella había encontrado a su héroe y después, de modos sutiles y crueles, lo había destruido bajo el asedio de la realidad. Realidad tal y como ella la había visto, como todavía la veía. Ése había sido el veneno de su interior, la batalla entre el sueño infantil y el cinismo corrupto que se filtraba en la edad adulta. Y Casco había sido a la vez su arma y su víctima.
Y a ella, a su vez, la habían violado. Borracha en una ciudad portuaria que se desgarraba con la entrada de los ejércitos tiste edur a sangre y fuego, entre humo, llamas y cenizas. Su carne convertida en arma, su alma convertida en víctima. No podía suscitar la sorpresa, ni un asombro profundo, su posterior intento de suicidio. Salvo entre aquellos que no podían entender, que nunca entenderían.
Seren mataba lo que amaba. Se lo había hecho a Casco, y si llegaba alguna vez el día en que esa flor letal se volvía a abrir en su corazón, mataría otra vez. No se podían borrar los temores. Los temores regresaban en mareas que todo lo inundaban y la arrastraban a la oscuridad. Soy veneno.
No os acerquéis. Ninguno, no os acerquéis.
Se sentó, el mango de la lanza imass cruzado en sus rodillas, pero era el peso de la espada que llevaba sujeta a la cadera izquierda lo que amenazaba con derribarla, como si esa hoja no fuera un trozo amartillado de hierro, sino eslabones de una cadena. No quiso decir nada con esto. No querías decir nada, Trull. Lo sé. Además, como Casco, estás muerto. Tuviste la compasión de no morir en mis brazos. Da las gracias por ello.
Nostalgia o no, la niña que todavía moraba en su interior iba avanzando en tímidos incrementos. Era seguro, verdad, tomar sus manitas sin cicatrices y mostrarle, en una exhibición privada, secreta, ese viejo sueño que volvía a brillar. Era seguro porque Trull estaba muerto. No se hacía daño a nadie.
Soltar el nudo que tenía en lo más hondo del estómago, no, más abajo. Después de todo, ya era una mujer adulta. Soltarlo, sí, ¿por qué no? Para alguien que es veneno, hay placer en la angustia. En el anhelo salvaje. En las exploraciones absurdas de la rendición encantada, en la subyugación, bueno, subyugación que era en realidad dominación. No tiene sentido ponernos tímidos ahora. Me rindo para exigir. Cedo para mandar. Invito a la violación porque la violadora soy yo y este cuerpo es mi arma y tú, mi amor, eres mi víctima.
Porque los héroes mueren. Como dice Udinaas, es su destino.
La voz que era Mockra, que era la senda de la Mente, no le había hablado desde aquella primera vez, como si, de algún modo, no hubiera nada más que decir. La disciplina del control era ella quien la tenía que lograr, los señuelos de la dominación era ella quien los tenía que resistir. Y estaba logrando ambas cosas. Apenas.
En eso los ecos del pasado servían para distraerla, para arrullarla y sumirla en momentos de anhelo sensual por un hombre ya muerto, un amor que nunca podría ser. En eso, incluso el pasado podía convertirse en un arma que ella empuñaba para repeler el presente y, desde luego, el futuro. Pero también en eso había peligros. Recordar el instante en el que Trull Sengar había sacado la espada y la había puesto en sus manos. Deseaba que estuviera a salvo. Eso es todo. ¿Me atrevo a crear algo más? ¿Incluso a dejar caer miel en el deseo?
Seren Pedac alzó la vista. La infortunada reunión (sus compañeros) no estaba reunida ni era sociable. Udinaas había bajado hasta el arroyo y levantaba rocas en busca de cangrejos (cualquier cosa para añadir algo de variedad a sus comidas), el agua helada le había puesto las manos primero rojas y después azules, y a él parecía que no le importaba. Tetera estaba sentada cerca de un peñasco, encorvada para repeler el viento cortante que subía disparado por el valle. En los últimos días se había sumido en un silencio poco propio de ella y no miraba a nadie a los ojos. Silchas Ruina se encontraba a treinta pasos de distancia, al borde de un saliente de roca veteada, y parecía estar estudiando el cielo blanco, un cielo del mismo tono que su piel. «El mundo es su espejo», había dicho Udinaas poco antes con una carcajada áspera, antes de bajar hasta el arroyo. Clip se había sentado en una roca plana más o menos a medio camino entre Silchas Ruina y todos los demás. Había extendido su surtido de armas para otro intenso examen más, como si la obsesión fuera una virtud. La mirada de Seren Pedac los encontró a todos de pasada, antes de que sus ojos se posaran en Temor Sengar.
El hermano del hombre al que amaba. Ah, ¿es que era fácil de decir? Fácil, quizá, en su falsedad. O en su sencilla verdad. Temor creía que el regalo de Trull era más de lo que parecía, que ni siquiera Trull había sido consciente del todo de sus propios motivos. Que el guerrero edur de rostro triste había hallado en ella, Seren Pedac, corifeo, letherii, algo que no había encontrado antes en nadie. Ni en una de la infinidad de hermosas mujeres tiste edur que debía de haber conocido. Mujeres jóvenes, sus rostros sin marcar por años de climas duros y una pena más dura todavía. Mujeres que no eran desconocidas. Mujeres con visiones del amor todavía puras.
Ese reino en el que se encontraban, ¿era de verdad el de la Oscuridad? ¿Kurald Galain? ¿Entonces por qué el cielo era blanco? ¿Por qué podía ver con una claridad casi dolorosa cada detalle y a tal distancia que le daba vueltas la cabeza? La puerta misma había sido profunda, impenetrable, ella había tropezado a ciegas, maldiciendo el suelo irregular, pedregoso, que pisaba; veinte, treinta zancadas y se había hecho la luz. Un paisaje salpicado de rocas, aquí y allá un árbol muerto que se alzaba encorvado hacia el cielo de madreperla.
En lo que pasaba por atardecer en ese lugar, el cielo se arrogaba un matiz extraño, rosado, antes de profundizarse con capas de violeta y azul y, al fin, negro. Así pues, un paso normal del día y la noche. En algún lugar tras ese manto de blanco había, entonces, un sol.
¿Un sol en el reino de Oscuridad? Seren no lo entendía.
Temor Sengar había estado estudiando la figura distante de Silchas Ruina. En ese momento se giró y se acercó a la corifeo.
—Ya no falta mucho —dijo.
Ella frunció el ceño y lo miró.
—¿Para qué?
Temor se encogió de hombros y clavó los ojos en la lanza imass.
—Trull habría sabido apreciar esa arma, creo. Más de lo que tú apreciaste su espada.
La rabia se disparó en el interior de Seren.
—Me lo dijo, Temor. Me dio su espada, no su corazón.
—Estaba distraído. En su mente solo cabía su regreso con Rhulad, lo que sería su última audiencia con su hermano. No podía permitirse pensar en… otras cosas. Sin embargo, esas otras cosas reclamaron sus manos y se hizo el gesto. En ese ritual habló el alma de mi hermano.
La corifeo apartó los ojos.
—Ya no importa, Temor.
—Me importa a mí. —Su tono era duro, amargo—. Me da igual lo que te parezca a ti, lo que ahora te digas a ti misma para evitar sentir nada. Una vez, un hermano mío exigió a la mujer que yo amaba. No se lo impedí y ahora ella está muerta. Allá donde miro, corifeo, veo su sangre corriendo en ríos. Al final me ahogará, pero eso no importa. Mientras yo viva, mientras pueda mantener la locura a raya, Seren Pedac, te protegeré y te defenderé, pues un hermano mío puso su espada en tus manos.
Se alejó entonces, pero ella siguió sin poder mirarlo. Temor Sengar, idiota. Un idiota como cualquier otro hombre, como todos los demás hombres. ¿De qué van todos esos gestos? ¿Vuestra impaciencia por sacrificaros? ¿Por qué os entregáis a nosotras? No somos recipientes puros. No somos inocentes. No manejaremos vuestras almas como si fueran una joya preciosa y frágil. No, idiota, abusaremos de ella como si fuese la nuestra, o, de hecho, como si valiera incluso menos, si es que eso es posible.
El crujido de unas piedras y, de repente, Udinaas estaba agachado ante ella. En el cuenco de sus manos, un pececillo de agua dulce. Se retorcía atrapado en un charco diminuto de agua que se iba deshaciendo.
—¿Planeas dividirlo en seis partes, Udinaas?
—No es eso, corifeo. Míralo. Con atención. ¿Lo ves? No tiene ojos. Está ciego.
—¿Y eso es significativo? —Pero lo era, comprendió ella. Alzó la vista, lo miró con el ceño fruncido, y advirtió el brillo perspicaz en su mirada—. No estamos viendo lo que hay de verdad, ¿es eso?
—Oscuridad —dijo él—. La cueva. El útero.
—Pero… ¿cómo? —Seren miró a su alrededor. El paisaje de rocas rotas, los líquenes y musgos pálidos y los árboles muertos. El cielo.
—Don o maldición —dijo Udinaas, y se irguió—. Ella tomó marido, ¿verdad?
Seren lo observó regresar al arroyo y lo vio devolver con suavidad el pececito ciego a la corriente precipitada de agua. Un gesto que Seren no habría esperado de él. ¿Ella? ¿Quién tomó marido?
—Don o maldición —dijo Udinaas al volver a acercarse a ella—. El debate continúa con furia.
—Madre Oscuridad… y padre Luz.
Él esbozó su sonrisa fría habitual.
—Al fin, Seren Pedac se mueve y sale de su pozo. Me he estado preguntando por esos tres hermanos.
¡Tres hermanos!
El antiguo esclavo continuó como si ella supiera de quién hablaba.
—Engendrados por madre Oscuridad, sí, claro que, de ésos había muchos, ¿no es cierto? ¿Había algo que distinguía a esos tres? Andarist, Anomander, Silchas. ¿Qué nos contó Clip? Ah, ya, nada. Pero vimos los tapices, ¿no? Andarist, como la medianoche misma. Anomander, con el cabello de un blanco deslumbrante. Y aquí, Silchas, nuestra abominación andante sin sangre, más blanco que cualquier cadáver e igual de sociable. ¿Y qué provocó la gran brecha entre hijos y madre? Quizá no fue que se abría de piernas para Luz, un padrastro que ninguno de ellos quería. Quizá todo eso sea mentira, una de esas mentiras dulces y convenientes. Quizá, Seren Pedac, fue que averiguaron quién era su padre.
La corifeo no pudo evitar seguir la mirada de Udinaas hacia donde se encontraba Silchas Ruina. Después lanzó un bufido y se giró.
—¿Importa?
—¿Importa? Ahora mismo no —contestó Udinaas—. Pero importará.
—¿Por qué? Todas las familias tienen sus secretos.
Él se echó a reír.
—Yo tengo mi propia pregunta. Si Silchas Ruina es todo Luz por fuera, ¿qué debe de ser por dentro?
—El mundo es su espejo.
Pero el mundo que ahora contemplamos es mentira.
—Udinaas, yo creía que los tiste edur eran los hijos de madre Oscuridad y padre Luz.
—Generaciones sucesivas, es probable. No conectados de ninguna forma obvia con esos tres hermanos.
—Scabandari.
—Sí, me imagino. Padre Sombra, ¿no? ¡Ah, qué familia era ésa! ¡Y no olvidemos a las hermanas! Menandore, con su fuego rabioso del amanecer, Sheltatha Sabiduría, el atardecer cariñoso, y Sukul Ankhadu, zorra traidora de la noche. ¿Había más? Tenía que haber más, pero se han quedado por el camino. Los mitos prefieren números manejables, después de todo, y el tres siempre es el que mejor funciona. Tres de esto, tres de aquello.
—Pero Scabandari sería el cuarto…
—Andarist está muerto.
Oh. «Andarist está muerto». ¿Y cómo lo sabe él? ¿Quién te habla, Udinaas, en tu fiebre nocturna?
Seren podía averiguarlo, comprendió de repente. Podía colarse como un fantasma. Podía, con la hechicería de Mockra, robar conocimiento. Podría violar la mente de otra persona, es lo que quiero decir. Sin que se enterara jamás.
Era necesario, ¿no? Algo terrible iba a ocurrir. Udinaas sabía lo que era. Lo que podría ser, en cualquier caso. Y Temor Sengar, ese guerrero acababa de jurar que la protegería, como si él también sospechara que era inminente un terrible enfrentamiento. Sigo siendo la única que no sabe nada.
Podía cambiar eso. Podía utilizar el poder que había encontrado en su interior. No era más que una manera de protegerse a sí misma. Permanecer en la ignorancia era ganarse el sufrimiento de lo que fuera que la aguardaba; sí, si carecía de crueldad, sin duda terminaría mereciendo lo que le acaeciese. Por hacer caso omiso de lo que le ofrecía Mockra, por hacer caso omiso de su regalo.
No era de extrañar que no hubiera dicho nada desde aquella primera conversación. Ella había estado metida en su pozo, revolviendo arena vieja para ver qué semillas podrían cobrar vida, pero no había luz que llegara a ese pozo, y no había vida entre los granos fríos. Un juego complaciente y nada más.
Tengo derecho a protegerme. A defenderme.
Clip y Silchas Ruina regresaban. Udinaas los estudiaba con la avidez que había mostrado cuando examinaba el pececillo ciego.
Averiguaré tus secretos, esclavo. Serán míos, y quizá, mucho, mucho más.
Udinaas no podía evitar mirar a Silchas Ruina de forma diferente. Bajo una nueva luz, ja, ja. El hijo agraviado. Uno de ellos, en cualquier caso. Hijos agraviados, hijas, nietos, los hijos de éstos, y así sucesivamente hasta que la raza de Sombra lucha contra la de Oscuridad. Todo por una palabra desconsiderada, un insulto, una mirada equivocada hace cien mil años.
Claro que, entonces, ¿dónde están los hijos de la Luz?
Bueno, menos mal, quizá, que no andaban por allí. Ya había suficientes problemas en el aire tal y como estaban las cosas, con Silchas Ruina y Clip por un lado y Temor Sengar y (acaso) Scabandari por el otro. Pero, por supuesto, Temor Sengar no es ninguna espada mortal de Sombra. Aunque es probable que quiera serlo, que incluso crea serlo. Oh, esto va a acabar muy mal, ¿verdad?
Siguieron caminando en silencio. Cruzando aquel paisaje inhóspito, sin vida. ¡Pero no del todo! Hay… pececillos.
La búsqueda estaba llegando a su fin. Y menos mal. Nada peor, al menos en lo que a él se refería, que esas antiguas leyendas en las que aventureros nobles y leales se limitaban a continuar un día tras otro, a pasar de un episodio absurdo a otro, cada uno cumpliendo alguna función arcana para al menos uno de aquellos idiotas cándidos, como correspondía al resplandeciente lomo serrado de moralidad que recorría el relato entero, desde la cabeza a la punta de esa larga y sinuosa cola. Leyendas que muerden. Sí, todas muerden. Para eso son.
Pero ésta no, no esta gloriosa búsqueda nuestra. Ningún mensaje atronador clavándose como una estaca de rayos entre los ojos. Ninguna cascada violenta de escenas tensas que ascendían como una puñetera escalera a la torre mágica encaramada a la cima de la montaña, donde todas las verdades se fundían en el simple combate de héroe contra villano.
¡Míranos! ¿Qué héroes? Somos todos villanos, y esa torre ni siquiera existe.
Todavía.
Veo sangre que chorrea entre las piedras. Sangre preparándose. Tanta sangre. ¿Quieres esa torre, Silchas Ruina? ¿Temor Sengar? ¿Clip? ¿Tanto la queréis? Tendréis que hacerla, y la haréis.
Fiebres cada noche. Fuera cual fuera la enfermedad que susurraba en sus venas, prefería la oscuridad de la mente que era el sueño. Las revelaciones llegaban en fragmentos arrancados, trozos que insinuaban alguna verdad mayor, algo inmenso. Pero él desconfiaba de esas revelaciones, eran mentira. Las mentiras de alguien. ¿Del Errante? ¿De Menandore? Los dedos que hurgaban en su cerebro eran legión. Demasiadas contradicciones, cada visión lucha contra la siguiente.
¿Qué queréis todos de mí?
Fuera lo que fuera, no iba a dárselo. Había sido esclavo, pero ya no lo era.
En ese reino no se había vivido en mucho, mucho tiempo. Al menos en esa región concreta. Los árboles llevaban muertos tanto tiempo que se habían convertido en piedra quebradiza, hasta las ramitas más finas con sus brotes por siempre congelados que aguardaban una estación de vida que nunca llegaba. Y ese sol allá arriba, en algún lugar tras el velo blanco, bueno, eso también era mentira. De algún modo. Después de todo, la Oscuridad debería ser oscura, ¿no?
Pensó buscar ruinas o algo. Prueba de que los tiste andii en otro tiempo habían prosperado allí, pero no había visto ni un solo objeto elaborado por una mano inteligente, guiado por una mente sensible. No había caminos, no había senderos de ningún tipo.
Cuando el sol oculto comenzó a desvanecer su luz, Clip dio el alto. Desde que llegaran a ese lugar no había sacado ni una sola vez la cadena y sus dos anillos, lo único bueno de esa parte de su ambicioso viaje. No había nada que alimentara un fuego, así que los restos secos de la carne ahumada de ciervo no encontraron suculencia en un guiso y no prestaron calor a su poco entusiasta colación.
Lo que quiso hacerse pasar por conversación tampoco fue mucho mejor.
—Clip, ¿por qué hay luz aquí? —dijo Seren Pedac.
—Vamos por un camino —respondió el joven tiste andii—. Kurald Liosan, el regalo de padre Luz hace mucho, mucho tiempo. Como podéis ver, su orgulloso jardín no duró demasiado. —Se encogió de hombros—. Silchas Ruina y yo, bueno, como es natural no lo necesitamos, pero llevaros a todos de la mano… —Su sonrisa era fría.
—Creí que eso era lo que hacíais, de todos modos —dijo Udinaas. La oscuridad se estaba profundizando, pero se dio cuenta de que eso no tenía mucho efecto en su visión, un detalle que se guardó para sí.
—Estaba siendo amable al no exponer lo obvio, letherii. Por desgracia, tú careces de tal tacto.
—¿Tacto? Que follen al tacto, Clip.
La sonrisa se hizo más dura.
—Nadie te necesita, Udinaas. Supongo que lo sabes.
Una mueca tensó la cara de Seren Pedac.
—No tiene sentido…
—No pasa nada, corifeo —dijo Udinaas—. Empezaba a cansarme de tanto disimulo y tanta tontería, en cualquier caso. Clip, ¿adónde lleva este camino? Cuando salgamos de él, ¿dónde nos encontraremos?
—Me sorprende que no lo hayas adivinado.
—Bueno, es que lo he hecho.
Seren Pedac miró a Udinaas y frunció el ceño.
—¿Me lo dirás, entonces?
—No puedo. Es un secreto… y sí, sé lo que he dicho sobre lo de disimular, pero de este modo quizá continúes con vida. Ahora mismo, y con lo que va a pasar, tienes la posibilidad de irte, al fin y al cabo.
—Qué generoso por tu parte —dijo ella con tono cansado, y apartó la mirada.
—Es un simple esclavo —dijo Temor Sengar—. No sabe nada, corifeo. ¿Cómo podría saberlo? Arreglaba redes. Quitaba los juncos mojados del suelo y extendía los nuevos. Quitaba la concha a las ostras.
—Y en la orilla, una noche —dijo Udinaas—, vi un cuervo blanco.
Un silencio repentino.
Al fin, Silchas Ruina lanzó un bufido.
—Eso no significa nada. Salvo, quizá, un presentimiento de mi renacimiento. Así pues, Udinaas, es posible que seas una especie de vidente. O un mentiroso.
—Más bien las dos cosas —dijo Udinaas—. Pero había un cuervo blanco. ¿Atravesaba la oscuridad o el atardecer? No estoy seguro, pero creo que la distinción es, bueno, importante. Quizá merezca la pena hacer el esfuerzo, me refiero a recordar con exactitud. Pero mis días de esforzarme han quedado atrás. —Miró entonces a Silchas Ruina—. Lo averiguaremos muy pronto.
—Esto no tiene sentido —anunció Clip, y se recostó en el suelo duro, las manos entrelazadas tras la cabeza y los ojos puestos en el cielo negro y vacío.
—¿Así que esto es un camino? —preguntó Udinaas, en apariencia a nadie en concreto—. Regalo de padre Luz. Ésa es la parte interesante. Así que la pregunta que me gustaría hacer es la siguiente: ¿viajamos solos?
Clip se incorporó.
Udinaas le sonrió.
—Ah, así que lo has percibido, ¿eh? El vello suave de la nuca está intentando erizársete. Lo has percibido. Olido. Un susurro de aire como de un viento fuerte. Que te provoca extraños escalofríos. Todo eso.
Silchas Ruina se levantó, había cólera en cada una de sus arrugas.
—Menandore —dijo.
—Yo diría que ella tiene más derecho a este camino que nosotros —comentó Udinaas—. Pero Clip, bondadoso como es, nos trajo aquí. Qué nobles intenciones las suyas.
—Nos rastrea —murmuró Silchas Ruina, sus manos buscaron las empuñaduras de sus espadas cantarinas. Después miró con furia al cielo—. Desde el cielo.
—Porque vuestras miserables disputas familiares son lo único por lo que merece la pena vivir, ¿no?
Había alarma en la expresión de Temor Sengar.
—No lo entiendo. ¿Por qué nos sigue Hermana Amanecer? ¿Qué le importa a ella el alma de Scabandari?
—El finnest —dijo Clip por lo bajo. Y, luego, más alto—: El alma de Ojodesangre, edur. Intenta reclamarla para sí. Su poder.
Udinaas suspiró.
—Bueno, Silchas Ruina, ¿qué acto terrible cometiste contra tu hermana encerrada en el sol? O hija, o lo que sea. ¿Por qué va en busca de tu sangre? ¿Qué fue lo que os hicisteis unos a otros hace todos esos milenios? ¿Es que no podéis daros un beso y hacer las paces? No, ya me imagino que no.
—No hubo ningún crimen —dijo Silchas Ruina—. Somos enemigos en nombre de la ambición, incluso cuando yo no lo quise así. Por desgracia, para vivir tanto como lo hemos hecho, parece que no hay nada más que nos sostenga. Nada salvo la rabia y el hambre.
—Yo sugiero un enorme suicidio mutuo —dijo Udinaas—. Tú y toda tu miserable parentela, y tú, Clip, tú podrías saltar también para apaciguar tu ego o algo. Desvaneceros de los reinos mortales, todos, y dejadnos al resto en paz.
—Udinaas —dijo Clip con tono divertido—, esto no es un reino mortal.
—Bobadas.
—No como tú lo concibes, entonces. Éste es un lugar de fuerzas elementales. Sin trabas, y bajo cada superficie, el potencial de que surja el caos. Éste es el reino de los tiste.
Seren Pedac pareció sobresaltarse.
—¿Solo «tiste»? No andii, edur…
—Corifeo —dijo Silchas Ruina—, los tiste son los primeros hijos. Los primogénitos. Las nuestras fueron las primeras ciudades, las primeras civilizaciones que se alzaron aquí, en reinos como éste. Como ha dicho Clip, elementales.
—Entonces ¿qué hay de los dioses ancestrales? —preguntó Seren Pedac.
Ni Clip ni Silchas Ruina respondieron, y el silencio se alargó, hasta que Udinaas lanzó una carcajada seca.
—Parientes inoportunos. Metidos en armarios. Atranca la puerta, no hagas caso de los golpes y esperemos que sigan su camino. Es el problema de siempre con las historias de la creación. «Nosotros somos los primeros, ¿no es obvio? ¿Esos otros? No les hagáis caso. ¡Impostores, intrusos y cosas peores! ¡Tú míranos! ¡Oscuridad, Luz, y la penumbra intermedia! ¿Podría ser alguien más puro, más elemental que eso?». La respuesta, por supuesto, es sí. Cojamos un ejemplo, ¿os parece?
—Nada precedió a la Oscuridad —dijo Clip, la irritación agudizó su pronunciamiento.
Udinaas se encogió de hombros.
—Esa parece una afirmación bastante razonable. Claro que, ¿lo es? Después de todo, la Oscuridad no es solo la ausencia de luz, ¿verdad? ¿Puede haber una definición negativa así? Pero quizá Clip no estaba siendo tan displicente como pudiera parecer. «Nada precedió a la oscuridad». Nada, desde luego. Ausencia verdadera, por tanto, de lo que sea. Incluso de Oscuridad. Pero espera, ¿dónde encaja el Caos en eso? ¿Esa nada estaba de verdad vacía o estaba llena de caos? ¿La Oscuridad fue la imposición del orden en el Caos? ¿Fue la única imposición de orden en el caos? Eso suena presuntuoso. Ojalá estuviera aquí Bruja de la Pluma, hay demasiado de las losas que he olvidado. Todo eso del nacimiento de esto y el nacimiento de aquello. Pero el Caos también produjo el Fuego. Tuvo que hacerlo, pues sin Fuego no hay Luz. También se podría decir que sin Luz no hay Oscuridad, y sin ambas no hay Sombra. Pero el Fuego necesita combustible para arder, así que necesitaríamos materia de algún tipo, sólidos, nacidos de la Tierra. Y el Fuego necesita aire, así que…
—Ya estoy harto de escuchar tanta tontería —dijo Silchas Ruina.
El tiste andii se alejó en la noche, que no era noche en absoluto, por lo menos no a los ojos de Udinaas, que se encontró con que podía observar a Silchas Ruina cuando el guerrero avanzó unos cuarenta pasos más y se giró en redondo para mirar el campamento una vez más. Ah, Cuervo Blanco, te gustaría seguir escuchando, ¿verdad? Pero sin que nadie te vea la cara, sin que nadie te desafíe de frente.
Lo que yo supongo, Silchas Ruina, es que eres tan ignorante como el resto de nosotros cuando se trata del renacimiento de toda existencia. Que tus nociones son tan pintorescas como las nuestras, e igual de patéticas.
Habló entonces Temor Sengar.
—Udinaas, las mujeres edur sostienen que los kechra vincularon todo lo que existe al tiempo en sí, lo que garantiza la aniquilación de todo. Su gran crimen. Sin embargo, esa muerte (y he pensado mucho en eso), esa muerte no tiene el rostro del caos. Justo al contrario, de hecho.
—El caos persigue —murmuró Clip sin su arrogancia característica—. Es el Devorador. Madre Oscuridad desperdigó su poder, sus ejércitos, e intenta siempre reunirse, hacerse uno de nuevo, pues cuando eso ocurra, ningún otro poder, ni siquiera madre Oscuridad, podrá derrotarlo.
—Madre Oscuridad tuvo que buscarse aliados —dijo Udinaas—. O eso, o le tendió una emboscada al Caos, sorprendió a su enemigo desprevenido. ¿Nació toda existencia de la traición, Clip? ¿Es ése el núcleo de vuestra fe? No me extraña que os estéis lanzando siempre a la garganta del prójimo. —Escucha bien, Silchas Ruina; estoy más cerca de tu rastro de lo que jamás imaginaste. Cosa que, pensó entonces, quizá no fuera muy inteligente; podría, de hecho, resultar letal—. En cualquier caso, la propia madre Oscuridad tuvo que nacer de algo. Una conspiración dentro del Caos. Alguna alianza sin precedentes donde todas las alianzas estaban prohibidas. Así pues, otra traición más.
Temor Sengar se inclinó un poco hacia delante.
—Udinaas, ¿cómo supiste que nos seguían? ¿Que era Menandore?
—Los esclavos tienen que agudizar todos sus sentidos, Temor Sengar. Porque nuestros amos son veleidosos. Podrías despertarte una mañana con un dolor de muelas, sentirte desdichado e irritable y, en consecuencia, una familia entera de esclavos podría quedar devastada antes de que el sol alcance el mediodía. Un esposo o mujer muertos, un padre muerto, o ambas cosas. Golpeados, mutilados de por vida, cegados, muertos, cada posibilidad aguarda en nuestras sombras.
No le pareció que Temor quedara convencido y, lo admitía, el argumento era endeble. Cierto, los sentidos agudizados podrían ser suficientes para que se te pusieran los pelos de punta, para iluminar el instinto y saber que había algo tras tu rastro. Pero eso no era lo mismo que saber que era Menandore. Me descuidé y revelé lo que sabía. Quería descolocar a estos idiotas, pero eso solo los ha hecho más peligrosos. Para mí.
Porque ahora saben, o lo sabrán a no mucho tardar, que este esclavo inútil no camina solo.
De momento, sin embargo, nadie parecía querer desafiarlo.
Sacaron los petates y se acomodaron para pasar una noche inquieta. Oscuridad que no era oscuridad. Luz que no era luz. Esclavos que podrían ser amos y en algún lugar, por allí delante, una nube de tormenta amoratada en el cielo, llena de truenos, rayos y lluvia carmesí.
Esperó hasta que la respiración del esclavo se profundizó, se alargó, encontró el ritmo del sueño. Las guerras de conciencia habían pasado. Udinaas había revelado suficiente saber secreto para justificar lo que iba a hacer. Jamás había dejado atrás su esclavitud, solo que su ama era ahora Menandore, una criatura a decir de todos tan traicionera, cruel y desalmada como cualquier otro de esa antigua familia de lo-que-podrían-ser-dioses.
Mockra cobró vida con un susurro en su mente, tan libre como un pensamiento errante, sin las constricciones de una concha de hueso duro, por los senderos gastados de la mente. Un zarcillo que se liberaba, se cernía en el aire sobre ella, y ella le dio la forma de una serpiente, la cabeza buscando, la lengua entrando y saliendo para buscar el olor de Udinaas, el alma de aquel hombre, ahí, deslizándose hacia él, un toque…
¡Caliente!
Seren Pedac sintió que la serpiente se encogía, sintió las ondas extenderse por ella de nuevo en oleadas de calor abrasador.
Sueños febriles, el fuego del alma de Udinaas. El hombre se agitó entre las mantas.
Tendría que ser más sutil, necesitaría la esencia de la serpiente que había elegido. Volvió a avanzar muy poco a poco y encontró esa forja rabiosa, después cavó en la arena caliente, debajo. Oh, había dolor, sí, pero comprendió que no era el horno esencial del alma del antiguo esclavo. Era el reino al que lo había llevado su sueño, un reino de luz devastadora…
Seren abrió los ojos en un paisaje desgarrado. Cantos rodados cocidos, rojos y quebradizos. El aire denso, hinchado, el aliento del horno de un alfarero. Un cielo blanco e inhóspito sobre ella.
Udinaas vagaba, bamboleándose, diez pasos por delante.
Ella envió a la serpiente a que se deslizara tras él.
Una sombra enorme se escurrió sobre ellos; Udinaas giró en redondo, se retorció y miró con furia al cielo cuando esa sombra pasó fluyendo y después continuó, y el dragón de escamas plateadas y doradas, que planeaba con las alas estiradas, voló sobre el risco que había justo delante y tras un momento se desvaneció.
Seren vio que Udinaas esperaba que reapareciera. Y entonces lo vio otra vez, diminuto como una mota, un punto resplandeciente en el cielo que iba menguando a toda prisa. El esclavo letherii lanzó un grito, pero Seren no supo si había sido de rabia o de abandono.
A nadie le gusta que lo ignoren.
Unas piedras resbalaron cerca de la serpiente y con un terror repentino volvió la mirada, alzó la cabeza y vio a una mujer. No era Menandore. No, era una letherii. Pequeña, ágil, el cabello tan rubio que era casi blanco. Se acercó a Udinaas, trémula, cada movimiento revelaba unos nervios tensos, crispados.
Otra intrusa.
Udinaas todavía no le había dado la espalda a ese cielo lejano y Seren observó que la mujer letherii iba acercándose más. Al cabo, a cinco pasos de distancia, se estiró y se pasó las manos por el cabello salvaje, bruñido. La extraña mujer habló con voz sensual.
—Te he estado buscando, mi amor.
El esclavo no se giró. Ni siquiera se movió, pero Seren vio algo nuevo en las líneas de su espalda y los hombros, en el modo que sostenía la cabeza. En su voz, cuando respondió, había un tono divertido.
—¿Mi amor? —Y entonces se volvió hacia ella con ojos destrozados, una desolación como hielo desafiante en ese mundo de fuego—. Ya no soy la liebre sobresaltada, Bruja de la Pluma; sí, ya veo el modo provocativo en que ahora me miras, la confianza descarada, la invitación. Y a pesar de todo eso, la verdad que es tu desdén sigue atravesándolo todo con su calor. Además —añadió—, te oí aproximarte, incluso pude oler tu miedo. ¿Qué quieres, Bruja de la Pluma?
—No tengo miedo, Udinaas —respondió la mujer.
Ese nombre, sí. Bruja de la Pluma. La otra esclava, la invocadora de las losas. Oh, entre esos dos hubo algo, más de lo que cualquiera podríamos haber imaginado.
—Pero es que sí lo tienes —insistió Udinaas—. Porque esperabas encontrarme solo.
La mujer se puso rígida e intentó encogerse de hombros.
—Menandore no siente nada por ti, amor mío. Lo sabes. No eres más que un arma en sus manos.
—No creo. Demasiado embotada, demasiado marcada, demasiado frágil.
La carcajada de Bruja de la Pluma fue aguda y cortante.
—¿Frágil? Que el Errante me lleve, Udinaas, tú jamás lo has sido.
Seren Pedac estaba más que de acuerdo. ¿Por qué tanta falsa modestia?
—Te he preguntado qué querías. ¿Por qué estás aquí?
—He cambiado desde la última vez que me viste —respondió Bruja de la Pluma—. Ahora soy destra irant del Errante, del último dios ancestral de los letherii. Que se encuentra detrás del Trono Vacío…
—No está vacío.
—Lo estará.
—Es tu fe recién hallada la que se interpone de nuevo. Toda esa esperanzada insistencia en estar una vez más en el centro de todo. ¿Dónde se oculta tu carne ahora mismo, Bruja de la Pluma? En Letheras, sin duda. En algún cuchitril sin aire, apestoso, que has proclamado templo; sí, eso te duele, decirme que no me equivoco. Sobre ti. ¿Has cambiado, Bruja de la Pluma? Bueno, miéntete si quieres. Pero no creas que a mí me engañas. No creas que voy a caer en tus brazos jadeando de lujuria y devoción.
—Una vez me amaste.
—También apreté una vez monedas al rojo vivo contra los ojos muertos de Rhulad. Pero no estaban muertos, por desgracia. El pasado es un mar de pesares, pero yo me he arrastrado hasta la orilla, Bruja de la Pluma. Un buen trecho, en realidad.
—Debemos estar juntos, Udinaas. Destra irant y t’orrud segul, y tendremos a nuestra disposición una espada mortal. Letherii todos nosotros. Como debería ser, y a través de nosotros el Errante se alza una vez más. Adquiere poder, comienza a dominar; es lo que nuestro pueblo necesita, lo que hemos necesitado durante mucho tiempo.
—Los tiste edur…
—Ya se van. El Imperio Gris de Rhulad… estaba condenado desde el principio. Hasta tú te diste cuenta. Se tambalea, se desmorona, se deshace en pedazos. Pero los letherii sobreviviremos. Como siempre; y ahora, con el renacimiento de la fe en el Errante, nuestro imperio hará temblar el mundo. Destra irant, t’orrud segul y espada mortal, estaremos los tres tras el Trono Vacío. Ricos, libres de hacer lo que nos plazca. Tendremos edur por esclavos. Edur rotos, patéticos. Encadenados, golpeados, los utilizaremos hasta acabar con ellos, como una vez hicieron con nosotros. Ámame o no, Udinaas. Saborea mi beso o dame la espalda, no importa. Tú eres t’orrud segul. El Errante te ha elegido…
—Querrás decir que lo intentó. Envié con viento fresco al muy idiota.
Fue obvio que el asombro la hizo callar.
Udinaas se giró a medias con un gesto desdeñoso de la mano.
—También mandé a Menandore con viento fresco. Intentaron utilizarme como si fuera una moneda, algo que podía pasar de mano en mano. Pero yo lo sé todo sobre monedas. He olido el hedor a quemado de su roce. —Se volvió y la miró de nuevo—. Y si soy una moneda, entonces no pertenezco a nadie. Me toman prestado en ocasiones. Me apuestan con frecuencia. ¿Me poseen? Nunca por mucho tiempo.
—T’orrud segul…
—Búscate a otro.
—¡Te han elegido, maldito idiota! —La mujer dio un paso de repente y se rasgó la gastada túnica de esclava. La tela desgarrada aleteó en el viento caliente como los fragmentos raídos de alguna bandera imperial. Estaba desnuda y extendía los brazos para arrastrar a Udinaas, le rodeaba el cuello en un abrazo…
El empujón del esclavo la mandó despatarrada al suelo duro, pedregoso.
—Se acabaron las violaciones —dijo en voz baja y áspera—. Además, te he dicho que tenemos compañía. Es obvio que no me entendiste bien… —Pasó junto a ella y se dirigió directamente hacia la serpiente que era Seren Pedac.
Despertó con una mano callosa alrededor de la garganta. Alzó la mirada y la clavó en unos ojos resplandecientes en la penumbra.
Podía sentirlo temblando sobre ella, su peso la atrapaba, él bajó la cara hacia la de ella y con la barba erizada rozándole la mejilla, le rozó la oreja derecha con la boca y empezó a susurrar.
—Llevo algún tiempo esperando algo parecido, Seren Pedac. Contabas con mi admiración… por tu contención. Una pena, entonces, que no durara.
A Seren le costaba respirar; la mano que le envolvía la garganta era una banda de hierro.
—Hablaba en serio sobre las violaciones, corifeo. Si vuelves a hacerlo, te mataré. ¿Comprendido?
Ella consiguió asentir de algún modo y pudo ver entonces, en su rostro, toda la traición que sentía el antiguo esclavo, el dolor atroz. Que ella pudiera abusar de él de esa manera.
—Puedes creer que no soy nada —continuó Udinaas—, si eso es lo que conviene al agujero pequeño y miserable en el que vives, Seren Pedac. Es lo que borró todo rastro de tu contención en primer lugar, al fin y al cabo. Pero ya me han utilizado diosas. Y hay dioses que lo intentan. Y ahora una bruja descarnada que una vez anhelé, que sueña que su versión de la tiranía es preferible a la de todos los demás. Fui esclavo, estoy acostumbrado a que me utilicen, ¿recuerdas? Pero, y escucha con mucha atención, mujer, ya no soy ningún esclavo…
La voz de Temor Sengar descendió sobre ellos.
—Suéltale la garganta, Udinaas. Lo que sientes en la nuca es la punta de mi espada, y sí, ese hilillo de sangre es tuya. La corifeo está desposada con Trull Sengar. Está bajo mi protección. Suéltala ya o muere.
La mano que le aprisionaba la garganta se aflojó y se alzó…
Y Temor Sengar puso una mano en el pelo del esclavo, lo apartaba a tirones, lo lanzaba al suelo, la espada siseando en un contorno borroso abrupto…
—¡No! —chilló Seren Pedac, que se arrastró a arrojarse sobre Udinaas—. ¡No, Temor! ¡No lo toques!
—Corifeo…
Los otros empezaban a despertarse y levantarse por todas partes…
—¡No le hagas daño! —Ya he hecho yo suficiente por esta noche—. Temor Sengar… Udinaas tenía derecho… —Oh, Errante, sálvame—. Tenía derecho… —repitió, sentía la garganta desgarrada por dentro tras ese primer chillido—. Yo… escucha, no, Temor, no lo entiendes. Yo… yo hice algo. Algo terrible. Por favor… —Se había sentado y se dirigía a todos—. Por favor, esto es culpa mía.
Udinaas empujó el peso de la mujer a un lado y ella se arañó un codo cuando el antiguo esclavo se liberó.
—Haz que sea de día otra vez, Silchas Ruina —dijo.
—La noche…
—¡Haz que sea de día otra vez, maldito seas! Ya está bien de dormir, vamos a seguir. ¡Ahora!
Para asombro de Seren Pedac, el cielo comenzó a iluminarse una vez más. ¿Qué? ¿Cómo?
Udinaas estaba junto a su petate, luchando por plegarlo otra vez y meterlo en su mochila. Seren vio las lágrimas que brillaban en las mejillas curtidas del hombre.
Oh, qué he hecho. Udinaas…
—Comprendes demasiado —dijo Clip con ese tono cantarín y displicente propio de él—. ¿Me has oído, Udinaas?
—Que te follen —murmuró el esclavo.
—Déjalo, Clip —dijo Silchas Ruina—. No es más que un niño entre nosotros. Y quiere jugar sus partidas infantiles.
Con cenizas que bajaban flotando para enterrar su alma, Seren Pedac les dio la espalda a todos. No, la niña soy yo. Todavía. Siempre.
Udinaas…
A doce pasos de distancia estaba sentada Tetera con las piernas encogidas debajo del cuerpo, cogida de la mano de Marchito, fantasma de un andii, y no había calidez ni frío en ese gesto. La niña había ido clavando los ojos en los otros a medida que la luz brotaba para comenzar un nuevo día.
—Lo que se hacen unos a otros —susurró.
La mano de Marchito apretó la de la pequeña.
—Es lo que significa vivir, niña.
La pequeña lo pensó. Las palabras del fantasma, la fatiga de su tono, y tras un largo rato, al fin asintió.
Sí, esto es lo que significa vivir.
Hacía que todo lo que ella sabía que era inminente fuera un poco más fácil de soportar.
En las calles salpicadas de basura de Drene el olor a humo antiguo era amargo en el aire. Manchas negras adornaban muros de edificios. La loza, al caerse de carretas volcadas y estrellarse contra el suelo, había arrojado trozos por todas partes, como si el cielo de la noche antes hubiera hecho llover pedazos vidriados. Tela manchada de sangre, restos hechos jirones y desgarrados de túnicas y camisas, se ennegrecían bajo el sol cálido. Algo más allá de la mesa solitaria a la que estaba sentado Venitt Sathad, el caos de los disturbios que habían prendido el atardecer del día anterior era visible por todas partes.
El propietario del quiosco salió cojeando otra vez del hueco en sombras que servía de cocina y almacén, portaba una bandeja astillada con otra botella polvorienta de vino de Rosazul. Todavía no se había apagado la mirada aturdida en los ojos del hombre, lo que le daba a sus movimientos un aspecto extraño y desarticulado cuando posó la botella en la mesa de Venitt Sathad y después se retiró.
Las pocas figuras que habían pasado por la explanada esa mañana se habían detenido todas en su cruce furtivo para quedarse mirando a Venitt, y sabía que no era en absoluto porque la suya fuera una figura memorable o imponente, sino porque sentado allí, tomando un desayuno ligero y bebiendo un vino caro, el sirviente de Rautos Hivanar ofrecía una escena de calma civil. Una escena así afectaba, impresionaba a los que habían capeado el caos de la noche anterior, como si la iluminara su propia locura.
Cien versiones enturbiaban el comienzo del motín. El arresto de un prestamista. Una comida por la que se había cobrado de más y una discusión que se les había escapado de las manos. Una escasez repentina de esto o aquello. Dos espías patriotas que le habían dado una paliza a alguien y sobre los que luego se habían abalanzado veinte testigos. Quizá nada de eso había ocurrido; o quizá había ocurrido todo.
Los disturbios habían destrozado la mitad del mercado de ese lado de la ciudad. Después se habían derramado por las barriadas del noroeste del puerto, donde, a juzgar por el humo, seguían bramando sin freno.
La guarnición había salido a las calles para emprender una campaña brutal de pacificación que fue indiscriminada al principio, pero que luego se concentró en un ataque salvaje contra la población más pobre de Drene. En el pasado, en ocasiones, a los pobres (que eran las verdaderas víctimas) se les había acobardado con facilidad con unas cuantas docenas de cráneos rotos. Pero no esa vez. Ya estaban hartos, así que se habían defendido.
En el aire de esa mañana Venitt Sathad todavía podía oler la conmoción, mucho más intensa que el humo, más fría que cualquier fardo de tela ensangrentada que pudiera contener todavía trozos de carne humana; la conmoción de los guardias que chillaban, heridos de muerte, de los matones con armadura arrinconados y luego despedazados por la muchedumbre frenética. La conmoción, al fin, de la innoble retirada de la guarnición de la ciudad a sus barracones.
Habían contado con pocos efectivos, por supuesto. Había demasiados fuera, con Bivatt, en la campaña contra los leznas. Y se habían mostrado arrogantes, envalentonados por siglos de precedentes. Y esa arrogancia los había cegado a lo que había estado pasando allí fuera, a lo que estaba a punto de pasar.
El único detalle que permanecía con Venitt Sathad, incrustado como una astilla de madera en carne infectada y que ninguna cantidad de vino podría llevarse, era lo que les había pasado a los residentes tiste edur: nada.
La chusma los habían dejado en paz. Extraordinario, inexplicable. Aterrador.
No, en su lugar, medio millar de ciudadanos había tomado por asalto entre gritos la finca de Letur Anict. Como es obvio, los guardias personales del comisionado que eran, todos y cada uno, tropas de élite reclutadas en cada compañía letherii que había estado estacionada en Drene, habían repelido a la turba. Se decía que había cadáveres apilados fuera de los muros de la hacienda.
Letur Anict había regresado a Drene dos días antes y Venitt Sathad sospechaba que el comisionado había estado tan poco preparado para aquel repentino torbellino como la guarnición. En ausencia del supervisor Brohl Handar, Letur gobernaba la ciudad y la región circundante. Cualesquiera que fueran los informes que sus agentes le hubieran entregado a su regreso, estarían repletos de temores, pero escasos en detalles concretos, la clase de información que Letur Anict despreciaba y desecharía de forma sumaria. Además, se suponía que los patriotas debían ocuparse de ese tipo de cosas en su perpetua campaña de terror. Unos cuantos arrestos más, algunas desapariciones destacadas, la confiscación de propiedades.
Por supuesto, Rautos Hivanar, su amo, había observado las señales reveladoras del caos inminente. El control tiránico dependía de una multitud de fuerzas con frecuencia dispares que recorría toda la gama, desde la percepción a la crueldad manifiesta. La sensación de poder tenía que ser generalizada para crear y mantener la ilusión de omnisciencia. El centinela Karos Invictad eso al menos lo entendía, pero lo que aquel matón de las sedas rojas no terminaba de comprender era que había umbrales, y que cruzarlos (con actos de brutalidad cada vez mayor, con la paranoia y el miedo convertidos en una fiebre creciente) era ver la ilusión hecha pedazos.
En algún momento, por muy represivo que fuera el régimen, la ciudadanía comenzaría a comprender el inmenso poder que tenía en sus manos. Los indigentes, los endeudados, las atormentadas clases medias; en pocas palabras, la miríada de víctimas. El control era un truco de prestidigitación, y contra cien mil ciudadanos desafiantes, no tenía posibilidad real alguna. Y era entonces cuando se acababa la partida.
El umbral, esa vez, era justo lo que Rautos Hivanar había temido. La presión de una economía sobrecargada que se desmoronaba. Escasez de dineros, el peso abrumador de deudas enormes que no dejaban de crecer, la incapacidad repentina de pagar nada. Los patriotas podían sacar cuchillos, espadas, podían empuñar sus porras nudosas, pero contra el hambre desesperada y la sensación de calamidad inminente, lo mismo podrían intentar golpear el viento con unos juncos.
Ante todo aquello, los tiste edur eran impotentes. Perplejos, sin comprender nada, y en absoluto preparados. A menos, claro está, que su respuesta sea comenzar a matar. A todo el mundo.
Otro de los puntos débiles de Karos Invictad. El desdén que sentía el centinela por los tiste edur podría resultar suicida. A su emperador no se le podía matar. Sus k’risnan podían desatar una hechicería capaz de devorar a todos los letherii del imperio. ¿Y el muy idiota los fijaba como objetivos en una campaña de arrestos?
No, los patriotas habían sido útiles; de hecho, durante un tiempo, hasta necesarios. Pero…
—Venitt Sathad, bienvenido a Drene.
Sin alzar la vista, Venitt hizo un gesto con una mano y estiró el brazo para coger la botella de vino.
—Busca una silla, Orbyn Buscaverdad. —Alzó la cabeza—. Ahora mismo pensaba en ti.
El odioso hombretón sonrió.
—Cuánto honor. Es decir, si tus pensamientos estaban dedicados a mí en concreto. Sin embargo, si en lo que pensaban era en los patriotas, bueno, sospecho que «honor» no sería la palabra adecuada.
El propietario luchaba por arrastrar otra silla hasta la mesa, pero estaba claro que lo que fuera que había provocado la cojera era muy doloroso. Venitt Sathad dejó la botella otra vez en la mesa y se acercó a ayudarlo.
—Mis más humildes disculpas, amable señor —jadeó el anciano, el rostro blanco y con gotas de sudor perlándole el labio superior—. Tuve una caída la víspera, señor…
—Debió de ser seria. Mire, déjeme a mí la silla y búsquenos otra botella de vino sin romper, si puede.
—Muy agradecido, señor…
Mientras se preguntaba dónde habría encontrado el anciano aquella sólida silla de roble (una lo bastante grande como para soportar el peso de Orbyn), Venitt Sathad tiró de ella por los adoquines y la colocó enfrente de su silla con la mesa entre los dos antes de volver a sentarse.
—Si no es honor —dijo al tiempo que recuperaba la botella y volvía a llenar la única copa de arcilla—, ¿entonces qué palabra se te ocurre, Orbyn?
Buscaverdad se dejó caer en el asiento y exhaló un ruidoso suspiro.
—Podemos regresar a eso en breve. Llevo ya algún tiempo aguardando tu llegada.
—Y sin embargo, Orbyn, no te encontré ni a ti ni al comisionado en la ciudad a mi llegada, que tanto habíais anticipado.
Un gesto desdeñoso cuando el propietario se acercó cojeando con una copa y una segunda botella de vino de Rosazul, después el hombre se retiró con la cabeza gacha.
—El comisionado insistió en que lo escoltara en una empresa que nos obligó a cruzar el mar. En los últimos tiempos ha tenido por costumbre hacerme perder el tiempo. Te aseguro, Venitt, que esos lujos ahora forman parte del pasado. Para Letur Anict.
—Imagino que en estos momentos debe de sentirse muy desconcertado.
—Agitado.
—¿Le falta confianza y cree que no podrá restaurar el orden?
—La falta de confianza jamás ha sido el punto débil de Letur Anict. Otra cosa, por desgracia, es reconciliarla con la realidad.
—Es una lástima que el supervisor decidiera acompañar a la atri-preda Bivatt en su campaña en el este.
—Y quizá hasta fatal, sí.
Venitt Sathad alzó las cejas.
—Toma un poco de vino, Orbyn. Y, por favor, elabora un poco ese comentario.
—Hay asesinos en esa compañía —respondió Buscaverdad, que frunció el ceño para indicar su desagrado—. No míos, te lo aseguro. Letur juega su propia partida con el supervisor. Una partida política. En realidad, no espero que Brohl Handar regrese a Drene, salvo, quizá, como un cadáver amortajado recubierto de sal.
—Entiendo. Por supuesto, esta disputa suya lo ha puesto ahora en gran desventaja.
Orbyn asintió mientras se llenaba la copa.
—Sí, a Brohl no se le ve por ninguna parte, así que la culpa de los disturbios de anoche la debe de tener en exclusiva el comisionado. ¿Habrá repercusiones, sin duda?
—Buscaverdad, los disturbios no han terminado todavía. Continuarán hasta bien entrada la noche, cuando rebosarán de los barrios bajos con mayor fuerza y ferocidad. Habrá más ataques contra la finca de Letur, y luego contra las propiedades y posesiones que tiene por todo Drene, y ésas no las podrá proteger. Los barracones sufrirán un asedio. Habrá saqueos. Habrá una matanza.
Orbyn se inclinaba hacia delante y se frotaba la frente grasienta.
—Así que es verdad. Hundimiento financiero.
—El imperio se tambalea. La Consigna Libertad está herida de muerte. Cuando el pueblo se entere de que ha habido otros motines, ciudad tras ciudad…
—Los tiste edur comenzarán a despertarse.
—Sí.
Los ojos de Orbyn se clavaron en los de Venitt Sathad.
—Hay rumores de guerra en el oeste.
—¿Oeste? ¿Qué quieres decir?
—Una invasión procedente del mar que parece centrarse en los tiste edur. Punitiva, tras el paso de las flotas. Un imperio lejano que no se tomó muy bien el asesinato de sus ciudadanos. Y ahora, informes de los bolkandos y sus aliados, que se están concentrando en la frontera.
Una sonrisa tensa en los labios de Venitt Sathad.
—La alianza que forjamos nosotros.
—Así es. Otra de las brillantes tretas de Letur Anict que sale mal.
—No puede decirse que sea suya en exclusiva, Orbyn. Tus patriotas fueron participantes esenciales en esa propaganda.
—Ojalá pudiera negarlo. Así que llegamos a esa única palabra, la que llenó mi mente en lugar de «honor». Te encuentro aquí, en Drene. Venitt Sathad, entiéndeme. Sé lo que haces por tu amo y sé lo bien que lo haces. Sé lo que ni siquiera sabe Karos Invictad, y tampoco tengo ningún interés en instruirlo. Con respecto a ti, señor.
—¿Quieres hablar en tu propio nombre ahora? ¿En lugar de en el de los patriotas?
—Para seguir vivo, sí.
—Entonces la palabra no es desde luego honor.
Orbyn Buscaverdad, el hombre más temido de Drene, se terminó de un trago la copa de vino. Después se echó hacia atrás.
—Estás aquí sentado, en medio de una carnicería. La gente pasa a toda prisa y te ve, y si bien, en rasgos y estatura, apenas eres digno de alguna mirada, desde luego que te miran. Y un escalofrío se apodera de sus corazones. Ellos no saben por qué. Yo sí.
—Comprendes, entonces, que debo hacerle una visita a Letur Anict.
—Sí, y te deseo lo mejor.
—Por desgracia, Orbyn, nos encontramos en un momento de crisis. En ausencia del supervisor Brohl Handar, le corresponde a Letur Anict restaurar el orden. Sí, es muy posible que fracase, pero se le debe dar la oportunidad de intentarlo. Por el bien del imperio, Orbyn, espero de ti y tus agentes que ayudéis al comisionado de cualquier manera que os requiera.
—Desde luego. Pero he perdido treinta y un agentes desde ayer. Y los que tenían familia… bueno, nadie se salvó del castigo.
—Es una triste verdad, Orbyn, que a todos los que la tiranía ha premiado deben al final compartir una suerte idéntica.
—Pareces hasta satisfecho, Venitt.
El sirviente endeudado de Rautos Hivanar permitió que una leve sonrisa alcanzase sus labios y estiró la mano para coger su copa de vino.
La expresión de Orbyn se desanimó.
—Por supuesto —dijo—, tú no creerás que la chusma es capaz de hacer justicia.
—Se han mostrado bastante comedidos hasta el momento.
—¡No puedes hablar en serio!
—Orbyn, no han tocado ni a un solo tiste edur.
—Porque los amotinados no son imbéciles. ¿Quién se atreve a enfrentarse a la hechicería edur? Fue la propia inactividad de los edur locales lo que incitó a la chusma a extremos más crueles todavía, y te aseguro que Letur Anict es muy consciente de ese hecho.
—Ah, así que quiere echarles la culpa de este desastre a los tiste edur. Qué conveniente.
—No estoy aquí para defender al comisionado, Venitt Sathad.
—No, estás aquí para negociar y salvar la vida.
—Claro que ayudaré a Letur Anict a restaurar el orden. Pero no confío en su éxito y no pienso desperdiciar a mi personal.
—De hecho, eso es justo lo que vas a hacer.
Orbyn abrió mucho los ojos. El sudor le corría por la cara. La ropa se le pegaba a trozos a los pliegues de grasa de debajo.
—Buscaverdad —continuó Venitt Sathad—, los patriotas ya han dejado de sernos útiles, salvo por un último y noble sacrificio. Como foco de la rabia del pueblo. Tengo entendido que hay una costumbre drene, algo que ver con la temporada de tormentas y la elaboración de pescadores de algas, muñecos de tamaño real con conchas en lugar de ojos, vestidos con ropas viejas y demás. Se mandan a mar abierto en barquitos, creo, para celebrar el comienzo de la estación. Una ofrenda a los antiguos señores del mar para que las tormentas los ahoguen. Pintoresco y, como era de esperar, sanguinario, como lo son la mayor parte de las costumbres. Los patriotas, Orbyn, deben convertirse en los pescadores de algas de Drene. Estamos en temporada de tormentas, y hay que hacer sacrificios.
Buscaverdad se lamió los labios.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó en un susurro.
—Ah, esa negociación concreta no ha terminado.
—Entiendo.
—Eso espero.
—Venitt Sathad, mis agentes… hay esposas, maridos, hijos…
—Sí, estoy seguro de que los hay. Igual que había esposas, maridos e hijos de todos aquéllos a los que con tanta alegría arrestasteis, torturasteis y asesinasteis, todo en nombre del provecho financiero personal. El pueblo, Orbyn, sabe lo que es equilibrar la balanza.
—Es lo que exige Rautos Hivanar…
—Mi amo me deja los detalles a mí. Respeta mi historial de… eficacia. Si bien la autoridad que representa sin duda multiplica la obediencia, yo pocas veces hago un uso manifiesto de ella. Con eso quiero decir que pocas veces tengo necesidad de usarla. Dijiste que me conocías, Buscaverdad, ¿no es cierto?
—Sé quién eres, Venitt Sathad, el hombre que encontró al asesino de Gerun Eberict y envió lejos a ese mestizo con un cofre lleno de monedas. Sé que eres el asesino de un centenar de hombres y mujeres en prácticamente todos los estratos de la sociedad; y no importa lo bien protegidos que estén, ellos mueren y tú sales ileso; tu identidad, una incógnita…
—Salvo, al parecer, para ti.
—Me tropecé con tu vida secreta, Venitt Sathad, hace muchos años. Y he seguido tu carrera, no solo dentro del imperio, sino también en los muchos consulados y embajadas donde se… necesitaron tus… habilidades. Para promover los intereses letherii. Soy un gran admirador, Venitt Sathad.
—Pero ahora intentas aprovechar la moneda de tu conocimiento para comprar tu vida. ¿Es que no comprendes el riesgo?
—¿Qué alternativa tengo? Contándote todo lo que sé, también te cuento que no me hago ilusiones, sé por qué estás aquí y lo que tienes que hacer; en realidad lo único que me sorprende es que a Rautos Hivanar le haya llevado tanto tiempo enviarte. De hecho, es posible que hayas llegado demasiado tarde, Venitt Sathad.
A eso, Venitt Sathad asintió con lentitud. Orbyn Buscaverdad era un hombre peligroso. Aunque, de momento, también era útil. Como, por desgracia, lo era Letur Anict. Pero eran cosas que se medían día a día, a veces momento a momento.
Demasiado tarde. Qué idiota, Orbyn, ni siquiera tú tienes idea de lo cierto de esa afirmación… demasiado tarde.
Tehol Beddict jugó una pequeña partida, una vez, para ver cómo saldría. Pero esta vez, con ese puñetero criado suyo, ha jugado una partida a una escala casi incomprensible.
Y yo soy Venitt Sathad. Endeudado, hijo de endeudados, cualificadísimo esclavo y asesino a las órdenes de Rautos Hivanar, y tú, Tehol Beddict, y tú, Bicho, no debéis temerme.
Acaba con los malnacidos. Con todos y cada uno de esos malditos. Acaba con ellos.
Pareció que Orbyn Buscaverdad vio algo en su expresión que drenó todo color de su rostro redondo y sudoroso.
A Venitt Sathad eso le divirtió. Orbyn, ¿has encontrado una verdad?
Desperdigadas a ambos lados del oscuro frente de tormenta, unas nubes grises se deslizaban por el cielo y arrastraban cortinas sesgadas de agua. Las llanuras reverdecían por las laderas de las colinas y en los senos de los valles, una labor moteada de retazos de líquenes, musgo y hierbas apelmazadas. En la cima de una colina cercana se veía el cadáver de un bhederin salvaje, despiezado a toda prisa después de que lo matara un rayo. Las patas de la bestia estaban levantadas al aire y en una pezuña se había encaramado un cuervo, desaliñado por la tormenta. Las entrañas expuestas se derramaban y bajaban por la ladera que tenía delante Brohl Handar cuando su tropa y él pasaron por delante.
Los leznas estaban huyendo. A los guerreros que habían muerto de sus heridas los dejaban bajo montones de piedras, y eran como jalones en el camino de la tribu fugitiva, aunque en realidad era innecesario, ya que con las lluvias la pista era una amplia ringlera de terreno revuelto. En muchos sentidos, esa despreocupación inusitada desconcertaba al supervisor, pero quizá era lo que había dicho Bivatt: la serie de tormentas poco propias de la época del año que habían cruzado las llanuras en los últimos tres días habían cogido a Mascararroja desprevenido; era imposible ocultar el paso de miles de guerreros, sus familias y los rebaños que se movían con ellos. Eso y la sangrienta y desastrosa batalla de Praedegar había demostrado que Mascararroja era falible; de hecho, era muy probable que el caudillo enmascarado comenzase a sufrir un motín incipiente entre su pueblo.
Tenían que poner fin a todo aquello, y pronto. La reata de abastecimiento que había salido de Drene se había topado con problemas de causa desconocida. Bivatt había despachado ese día a cien lanceros rosazules por la pista de regreso en busca de esas carretas cargadas y su escolta. La escasez de comida era inminente y ningún ejército, por muy leal y bien adiestrado que estuviese, quería luchar con el estómago vacío. Por supuesto, les estaban esperando grandiosos festines, los rebaños de rodaras y myrid. Había que unirse a la batalla. Había que destruir a Mascararroja y sus leznas.
Una nube se coló en su camino con una cortina de aguanieve. Hacía un frío sorprendente para esa tardía época del año. Brohl Handar y sus tiste edur seguían cabalgando en silencio, ésa no era la lluvia de su tierra natal, aquel agua suave, con dulces brumas. Allí el agua caía como una lanza, con fuerza, y te dejaba empapado en una decena de latidos. Aquí somos auténticos extraños.
Pero en eso no somos los únicos.
Estaban encontrando inquietantes señales hechas de piedras que lucían rostros espeluznantes pintados de blanco, y en las grietas y fisuras de esos túmulos había ofrendas peculiares: mechones de pelo de lobo, dientes, los colmillos de una bestia desconocida y cuernas que mostraban filas de muescas y surcos. Nada de eso era lezna, ni siquiera los exploradores leznas del ejército de Bivatt habían visto antes algo parecido.
Algún pueblo errante que procedía de los yermos del este, quizá, pero cuando Brohl lo había sugerido, la atri-preda se había limitado a negar con la cabeza. Sabe algo. Otro maldito secreto.
Salieron de la lluvia y se adentraron en un sol cálido y humeante, el olor suntuoso a liquen y musgo empapados.
La amplia ringlera de terreno revuelto estaba a su derecha. Acercarse más era captar el hedor a estiércol y heces humanas, un olor que él había terminado por asociar con la desesperación. Luchamos nuestras guerras y dejamos a nuestro paso el olor a sufrimiento y desdicha. Estas llanuras son inmensas, ¿no es cierto? ¿Qué terrible coste afrontaríamos si nos limitáramos a dejarnos en paz? Un fin a esta disputa por la tierra, bien sabe el padre Sombra que nadie es su dueño en realidad. El juego de la posesión nos pertenece a nosotros, no a las rocas y la tierra, a las hierbas y las criaturas que caminan por la superficie en su tensa lucha por sobrevivir.
Cae un rayo. Alcanza a un bhederin salvaje, que casi explota, como si la vida misma fuese insoportable.
El mundo ya es bastante duro. No le hacen falta nuestras crueldades deliberadas. Nuestra celebración de la crueldad.
Su explorador regresaba al galope. Brohl Handar alzó una mano para detener a su tropa.
El joven guerrero detuvo el caballo con una elegancia que impresionaba.
—Supervisor, están en Q’uson Tapi. No lo rodearon, señor, ¡los tenemos!
Q’uson Tapi, un nombre que se encontraba solo en los mapas letherii más antiguos; las palabras mismas eran tan arcaicas que hasta su significado se desconocía. El lecho de un mar interior muerto o un inmenso lago de sal. Plano, ni una sola elevación o rasgo distintivo en varias leguas, o eso indicaban los mapas.
—¿A qué distancia está ese Q’uson Tapi?
El explorador estudió el cielo, los ojos se entrecerraron al mirar el sol, al oeste.
—Podemos llegar antes del atardecer —dijo.
—¿Y los leznas?
—Estaban a menos de una legua de la antigua orilla, supervisor. En el lugar al que van no hay forraje, los rebaños están condenados, al igual que los propios leznas.
—¿Ha llegado la lluvia a Q’uson Tapi?
—Todavía no, pero llegará, y esa arcilla se convertirá en cieno, las grandes carretas serán inútiles contra nosotros.
Al igual que la caballería de ambos bandos, apostaría.
—Regrese con la columna —le dijo Brohl Handar al explorador— e informe a la atri-preda. La esperaremos en la antigua orilla.
Un saludo militar letherii; sí, los edur más jóvenes se habían aficionado rápido a esas cosas, y el explorador azuzó su caballo.
Mascararroja, ¿qué has hecho ahora?
La atri-preda Bivatt había intentado durante la mayor parte del día convencerse de que lo que había visto lo había conjurado una mente agotada, crispada, la proclividad del ojo a encontrar formas en nada, todo al alegre servicio de una imaginación temblorosa. Con la luz del amanecer apenas una insinuación en el aire había salido a caminar sola, a colocarse ante un mojón de piedras, esas extrañas construcciones con las que se topaban a medida que avanzaban hacia el este. Rostros demoníacos pintados de blanco en los lados planos de los enormes cantos rodados. Ofrendas votivas en huecos y entre las piedras apiladas con tosquedad.
Habían desmontado uno de esos mojones dos días antes y en el fondo habían encontrado… muy poco. Una única piedra plana sobre la que reposaba un fragmento astillado de madera curtida; parecía accidental, pero Bivatt sabía que no lo era. Recordaba, mucho tiempo atrás, en las costas del norte, un día de mares fieros estrellándose contra esa costa, una fila de canoas de guerra, las proas desmontadas, y la madera, la madera era como ésa, allí, en el centro de un jalón de piedras en la Lezna’dan.
Allí en pie, ante aquel nuevo hito, con el amanecer intentando filtrarse por el cielo al tiempo que grises cortinas de lluvia machacaban el suelo, había levantado la cabeza por casualidad. Y lo había visto, de un gris más oscuro, con forma de hombre pero enorme, a veinte, treinta pasos de distancia. Solitario, inmóvil, observándola. La sangre perdió todo el calor en sus venas y de inmediato la lluvia fue tan fría como esos mares agitados de la costa norte años atrás.
Una ráfaga de viento hizo por un momento que el muro de agua fuese opaco y cuando pasó, la figura se había ido.
Por desgracia, el frío no la abandonaba, la sensación de una mirada casi inhumana que la calibraba.
Un fantasma. Una forma arrojada por su mente, un truco de la lluvia, el viento y el nacimiento incierto del amanecer. Pero no, estaba allí. Observando. El que hacía los jalones.
Mascararroja. Yo misma. Los leznas, los letherii y los tiste edur, libramos un duelo en esta llanura. Suponemos que estamos solos en esta partida letal. Que no hay más testigos que los carroñeros, los coyotes y los antílopes que pastan en el fondo de los valles y que nos observan pasar día tras día.
Pero no estamos solos.
La idea la asustó de un modo profundo, infantil; el miedo nacido en una mente demasiado joven para desechar nada, ya fueran sueños, pesadillas, terrores o el temor a todo lo que era desconocido. No sentía nada diferente en ese momento.
Hay miles. Tiene que haberlos. ¿Cómo, entonces, pueden esconderse? ¿Cómo han podido esconderse durante tanto tiempo, desde entonces, invisibles para nosotros, invisibles para los leznas?
A menos que Mascararroja lo sepa. Y ahora, aliados con los desconocidos del mar, preparen una emboscada. Nuestra aniquilación.
Había razones para tener miedo.
Se libraría una batalla más. A ninguno de los dos bandos le quedaba fuerzas para más. Y salvo que hubiera más atroces despliegues de habilidad asesina por parte del matamagos, la hechicería letherii lograría la victoria. El explorador de Brohl Handar había regresado con la asombrosa noticia de que Mascararroja había guiado a su pueblo hasta Q’uson Tapi, y no habría forma de anular la magia en el lecho plano de un mar muerto. Mascararroja fuerza la situación. Una vez que choquemos en Q’uson Tapi, nuestros destinos estarán decididos. Se acabaron las huidas, se acabaron las emboscadas, ni siquiera esos kechra tendrán dónde esconderse.
Errante, escúchame, por favor. Si de veras eres el dios de los letherii, no nos des sorpresas en este día. Por favor, danos la victoria.
La columna continuó su marcha hacia la antigua orilla de un mar muerto. Las nubes se reunían en el horizonte. La lluvia azotaba ese lecho incrustado de sal hecho de arcilla y sedimentos. Lucharían en un cenagal, donde la caballería era inútil, donde ningún caballo sería lo bastante rápido como para dejar atrás una oleada de magia letal. Donde los guerreros y los soldados se enzarzarían en una batalla y morirían allí mismo, hasta que uno de los bandos se alzara solo, triunfante.
Muy pronto habrían terminado. Habrían terminado con todo.
Desde el mediodía Mascararroja había forzado a su pueblo al máximo y se habían adentrado en el lecho marino, adelantándose a toda velocidad a la lluvia. Una legua, después dos, bajo un sol abrasador, y el aire que se iba haciendo febril con la tormenta inminente. Cuando había dado el alto, la actividad no había cesado y Toc Anaster había observado, perplejo al principio, luego con un asombro creciente y al final con admiración, que los guerreros leznas dejaban las armas, se despojaban de sus armaduras y se unían a los ancianos y demás no combatientes en la tarea de sacar de las carretas las tiendas y cada trozo de cuero que podían encontrar.
Y las carretas mismas fueron desmontadas, desmanteladas hasta que no quedó prácticamente más que las enormes ruedas y sus ejes, que se utilizaron para transportar los tablones de madera. El cuero y las lonas se estiraron y clavaron al suelo, las estacas hundidas hasta el nivel del suelo. Se construyeron pasarelas de madera, cada una conducía a un único fondo de carreta, colocado en una posición central, y que se había dejado intacto y elevado sobre unas patas hechas con fardos de mangos de lanza para crear una plataforma.
Las lonas y los cueros se estiraron en filas, con cuadrados tras cada fila, unidos por muros de mimbres aplastados que se habían utilizado como armazones de chozas. Pero nadie dormiría bajo ese refugio esa noche. No, todo lo que tomaba forma allí servía a un único propósito, la batalla inminente. La batalla final.
La intención de Mascararroja era montar una defensa. Invitaba a Bivatt y a su ejército a entablar batalla con él, y para hacerlo los letherii y los tiste edur tendrían que cruzar terreno abierto (Toc estaba sentado a horcajadas sobre su caballo, observando los frenéticos preparativos y, de vez en cuando, mirando al noroeste, a esas nubes de tormenta que se acercaban), terreno abierto, entonces, que sería un mar de barro.
La atri-preda quizá decidiera esperar. Yo lo haría si fuera ella. Esperar hasta que hubieran pasado las lluvias y el terreno se volviera a endurecer. Pero Toc sospechaba que la mujer no ejercería tanta moderación. Mascararroja estaba atrapado, cierto, pero los leznas tenían sus rebaños (miles de bestias, la mayoría de las cuales estaban masacrando en esos momentos), así que Mascararroja podía esperar; sus guerreros bien alimentados, mientras Bivatt y su ejército se enfrentaban a la amenaza de una hambruna real. La atri-preda necesitaría toda esa carne despiezada, pero para llegar a ella tenía que atravesar a los leznas, tenía que destruir a su odiado enemigo.
Además, quizá se mostrara menos desesperada de lo que Mascararroja pudiera creer llegado el día de la batalla. Contaba con sus magos, no obstante. No tantos como antes, cierto, pero todavía suponían una amenaza significativa, suficiente para hacerse con la victoria, de hecho.
Mascararroja tendría a sus guerreros dispuestos sobre esas islas de terreno seco. Pero esas posiciones (con reservas en los cuadrados que tenían detrás) no ofrecían vías de retirada. Una batalla final, por tanto, y los hados decidirían en un sentido u otro. ¿Era eso lo que él había planeado? No creo. Praedegar fue un desastre.
Se acercó Torrente a caballo. De nuevo sin máscara de pintura, una hilera de urticaria roja le abarcaba la frente.
—El mar vivirá una vez más —dijo.
—No creo —respondió Toc.
—Los letherii se ahogarán de todos modos.
—Esas lonas, Torrente, no continuarán secas mucho tiempo. Y además, no te olvides de los magos.
—Mascararroja tiene a sus guardias para esos cobardes.
—¿Cobardes? —preguntó Toc, divertido—. ¿Porque empuñan hechicería en lugar de espadas?
—Y se ocultan tras filas de soldados, sí. No les importa nada la gloria. Ni el honor.
—Cierto, lo único que les importa es ganar. Lo que los deja libres para hablar después del honor y la gloria. El principal botín de los vencedores es ese privilegio.
—Hablas como uno de ellos, mezla. Por eso no confío en ti, así que permaneceré a tu lado durante la batalla.
—Pues te compadezco, porque mi tarea es proteger a los niños. No estaremos en ningún sitio en el que se luche. —Hasta que la lucha venga a nosotros, cosa que hará.
—Hallaré mi gloria en rebanarte esa miserable garganta, mezla, en el momento en que te gires para huir. Veo la debilidad en tu alma; la he visto todo el tiempo. Estás roto. Deberías haber muerto con tus soldados.
—Es probable. Al menos me habría ahorrado que me juzgara alguien al que apenas le ha salido un poco de barba en esa barbilla llena de granos. ¿Has yacido ya con alguna mujer, Torrente?
El joven guerrero lo miró con furia por un momento, después asintió poco a poco.
—Se dice que eres rápido con tus incisivas flechas, mezla.
—¿Una metáfora, Torrente? Me sorprende este giro hacia lo poético.
—No has escuchado nuestras canciones, ¿verdad? Has hecho oídos sordos a la belleza de los leznas, y en tu sordera has cegado el último ojo que te queda. Somos un pueblo antiguo, mezla.
—Sordo, ciego, una pena que no esté todavía mudo.
—Lo estarás cuando te rebane la garganta.
Bueno, admitió Toc, en eso tenía razón.
Mascararroja había esperado aquello mucho tiempo. Y ningún viejo del clan Renfayar con sus malditos secretos se acercaría listo para hacer todo pedazos. No, ya se había encargado de eso con sus propias manos, y todavía podía ver en su mente el rostro del anciano, los ojos saltones, las venas estallando, la lengua que sobresalía a medida que la cara arrugada se ponía azul y, al cabo, de un tono mortal de gris sobre las manos que la apretaban. Esa garganta no había sido nada, fina como un junco, el cartílago estrujándose como un papiro entre sus dedos. Y él se había encontrado con que era incapaz de soltar el cuerpo mucho después de que el idiota hubiera muerto.
Demasiados recuerdos de su niñez se habían deslizado en sus manos y habían transformado sus dedos en serpientes enrolladas que no parecían quedar satisfechas con la carne inerte que sujetaban, sino que buscaban esa pizca de frío que llegaba mucho después del vuelo del alma. Por supuesto había habido mucho más que eso. El anciano se había creído dueño de Mascararroja, su supervisor, por usar la palabra letherii; de pie junto al caudillo, siempre listo para coger una bocanada de aire y emitir palabras que albergaban verdades terribles, verdades que destruirían a Mascararroja, que destruirían cualquier posibilidad que tuviera de llevar a los leznas a la victoria.
Pero el momento ya se acercaba. Vería la cabeza de Bivatt en una lanza. Vería barro y cadáveres letherii y tiste edur por miles. Cuervos dibujando círculos en el cielo, lanzando gritos encantados. Y él se encontraría en esa plataforma de madera, testigo de todo ello. Testigo de sus guardias escamados, que lo habían encontrado, que lo habían elegido, y que descuartizarían a los magos, penetrando como guadañas en las líneas enemigas…
Y el rostro del anciano se alzó una vez más en su mente. Al principio había disfrutado con esa visión, pero después había empezado a obsesionarlo. Un rostro para recibir sus sueños; un rostro que se insinuaba en cada mancha de la nube de tormenta, en los tonos magullados, grises y azules, fríos como el hielo, que llenaban el cielo. Creía que se había deshecho del idiota y sus crueles secretos, de esa mirada agobiante, como un padre contempla a su hijo díscolo, como si no bastara nada de lo que el niño pudiera hacer, como si no pudiera ser lezna tal y como dictaban las costumbres del pueblo que siempre habían sido y siempre serían.
Los trabajos continuaban por todos lados y Mascararroja trepó a la plataforma. El látigo cadaran en el cinturón. El hacha rygtha colgada de las correas de cuero. Las armas para las que nacimos hace ya mucho tiempo. ¿No es lo bastante lezna? ¿No soy yo más lezna que cualquier otro entre los renfayar? ¿Entre los guerreros reunidos aquí? No me mires así, viejo. No tienes derecho. Nunca fuiste el hombre en el que yo me he convertido, ¡mira mis guardianes!
¿Te cuento la historia, padre?
Pero no. Estás muerto. Y todavía siento tu cuello débil en mis manos, ah, gran error. Ese detalle es cosa del viejo. Que murió de forma misteriosa en su tienda. Él último de los ancianos renfayar que conocían, sí, conocían bien a mi padre y todos sus parientes, y a los niños que llamaban hijos.
Idiota, ¿por qué no dejaste que los años desdibujaran tus recuerdos? ¿Por qué no te convertiste en un anciano más, chocho e inútil? ¿Qué mantuvo tus ojos tan perspicaces? Pero eso se acabó. Ahora clavas la mirada en la piedra y la oscuridad. Ahora esa mente avispada se pudre en su cráneo, y se acabó.
Déjame estar.
Las primeras chispas de lluvia lo golpearon y alzó la vista al cielo. Gotas duras que estallaban contra su máscara, la armadura de escamas que ocultaba la pavorosa verdad. Soy inmune. No se me puede tocar. Mañana destruiremos al enemigo.
Los guardianes se ocuparán de eso. Me eligieron, ¿no es cierto? El suyo es el don de la gloria y nadie, salvo yo, se lo ha ganado.
Por los ojos de lagarto de los k’chain che’malle, tendré mi victoria.
El tambor sordo comenzó su estruendo arrítmico en la profundidad de las nubes de tormenta, y los espíritus de los leznas, que miraban con furia la tierra desde las alturas, empezaron a sacar sus espadas dentadas.