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La vista así concedida era un paisaje para responder

a mi último día en el mundo mortal. La marcha

de descenso de las piedras talladas, menhires y rigolitos

mostraban en esas sombras sin mitigar la

serie de rostros imperturbables, las muecas y siseos

del inframundo, los dientes desnudos que amenazaban, las infinitas

filas de dioses enraizados y espíritus que se extendían

ladera abajo, cruzando colina tras colina, todo el

camino, sí, hasta el ilimitado más allá de toda vista,

más allá del espejo de estos ojos deformes,

guiñados. Y en estos beligerantes

empedernidos, que cada uno en su día de eminencia

extendió manos como garras ávidas, el

toque carmesí de la fe en todas sus exigencias

sobre nuestro tiempo, nuestras vidas, nuestros amores y nuestros

temores, no eran más que misterio ahora, todo

reconocimiento olvidado, abandonado al

reptar del cambio implacable. ¿Sus voces perdidas

cabalgaron este melancólico viento? ¿Temblé yo

ante el eco de las súplicas de la sangre, el desgarro

de joven carne virgen y las maravillas de un

corazón expuesto, los perplejos últimos latidos de

la indignación insistente? ¿Caí de rodillas

ante esta espeluznante sucesión de sagrada

tiranía, como haría cualquier ignorante medroso

en sombras atestadas?

Los ejércitos de los fieles desaparecieron.

Se alejaron marchando entre oleadas alzadas de polvo

y ceniza. Sacerdotes y sacerdotisas, los que sucumbieron

a la esperanza y transmitieron sus convicciones con

la sed desesperada de demonios acumulando

almas temerosas en sus propósitos privados

de riqueza, permanecieron encastrados en las grietas

de sus ídolos, trozos de hueso desmoronado incrustados

en las debilidades de la piedra, eso y nada más.

La visión así concedida es la maldición

del historiador. Lecciones interminables sobre la futilidad

de los juegos del intelecto, la emoción y la fe.

Los únicos historiadores loables, digo yo,

son los que concluyen sus vidas en

lacónicos actos de suicidio.

Sexta nota, volumen II

Colección de notas de suicidio

—Historiador Brevos el Indeciso

A su madre le encantaban sus manos. Manos de músico. Manos de escultor. Manos de artista. Por desgracia, esas manos debían de pertenecer a otro porque el canciller Triban Gnol carecía de esos talentos. Sin embargo, el cariño que le tenía a sus manos, por ensombrecido que pudiera estar por la burla que suponía un don físico sin la expresión artística correspondiente, había crecido con los años. En cierto sentido se habían convertido en sus propias obras de arte. Cuando se sumía en sus pensamientos le gustaba contemplarlas, sus sinuosos movimientos llenos de gracia y elegancia. Ningún artista podría capturar la verdadera belleza de esos inútiles instrumentos, y aunque había oscuridad en tal apreciación, ya hacía tiempo que lo había asumido.

Pero la perfección había desaparecido. Los sanadores habían hecho lo que habían podido, pero Triban Gnol podía ver las deformidades en lo que habían sido unas líneas impecables. Todavía podía oír el chasquido seco de los huesos de sus dedos, la traición de todo lo que su madre había amado, lo que había venerado al modo secreto de ambos.

Su padre, por supuesto, se habría reído. Una carcajada amarga que casi era un gruñido. Bueno, no su verdadero padre, en cualquier caso. Solo el hombre que había gobernado la casa y la familia con una crueldad turbia, más bruto que un arado. Sabía que el hijo amado de su esposa no era suyo. Sus manos eran gruesas y torpes, una ironía mucho más cruel porque en esas herramientas, que eran como porras, sí que residía talento artístico. No, las que habían sido las manos perfectas de Triban Gnol eran herencia del amante de su madre, el joven (entonces tan joven) consorte, Turudal Brizad, un hombre que era cualquier cosa salvo lo que parecía. Cualquier cosa, sí, y nada a la vez.

Triban sabía que su madre habría aprobado que su hijo hubiera encontrado en el consorte (su padre) un amante perfecto.

Así eran los caprichos sórdidos de la vida en palacio en el amado reino del rey Ezgara Diskanar, todo lo cual parecía envejecido, agotado, amargo como las cenizas en la boca de Triban Gnol. El consorte se había ido, pero no del todo. El roce se había retirado, quizá ya para siempre, un consorte cuya existencia se había hecho tan efímera como su belleza intemporal.

Efímera, sí. Como todas las cosas que esas manos habían sostenido una vez; como todas las cosas que habían pasado por esos dedos finos. Sabía que se estaba compadeciendo de sí mismo. Un hombre viejo, perdida toda esperanza de atraer a nadie. Los fantasmas lo acosaban, la serie de tonos manchados que en otro tiempo habían pintado sus amadas obras de arte, capa sobre capa, oh, la única vez que habían estado de verdad empapadas de sangre había sido la noche que había asesinado a su padre. Todos los demás habían muerto un poco más apartados de un esfuerzo tan directo. Una multitud de amantes que lo habían traicionado de un modo u otro, con frecuencia cometiendo el simple pero terrible delito de no amarlo lo suficiente. Así que, como un anciano encorvado, había decidido llevarse niños a su lecho y amordazarlos para silenciar sus gritos. Los agotaba. Contemplaba sus manos hacer su trabajo, el artista fracasado y siempre fracasando en busca de algún tipo de perfección, pero destruyendo todo lo que tocaba.

La muchedumbre de fantasmas era acusación suficiente. No les hacía falta susurrar en su cráneo.

Triban Gnol observó sus manos sentado tras su escritorio, observó su búsqueda de belleza y perfección, perdida ya para siempre. Me rompió los dedos, todavía puedo oír

—¿Canciller?

Levantó la vista y estudió a Sirryn, su nuevo agente favorito en palacio. Sí, el hombre era ideal. Estúpido y sin imaginación, era muy probable que hubiera atormentado a los niños más débiles fuera de la clase del tutor para compensar la niebla que le invadía el cerebro y que hacía que todo intento de aprender fuera una pérdida inútil de tiempo. Una criatura impaciente por encontrar la fe, que mamaba de las tetas de alguien como si rogara que lo convencieran de que cualquier cosa (absolutamente cualquier cosa) podía saber a néctar.

—Está a punto de sonar la octava campanada, señor.

—Sí.

—El emperador…

—No me digas nada del emperador, Sirryn. No necesito tus observaciones sobre el emperador.

—Por supuesto. Mis disculpas, canciller.

Sabía que vería las manos que tenía ante él pintadas otra vez de carmesí. De un modo de lo más literal.

—¿Habéis encontrado a Bruthen Trana?

La mirada de Sirryn vaciló y se deslizó hasta el suelo.

—No. Se ha desvanecido de verdad, señor.

—Hannan Mosag lo envió lejos —dijo Triban Gnol, cavilando—. De regreso a su tierra natal edur, sospecho. Para cavar en los muladares.

—¿Los muladares, señor?

—Montones de basura, Sirryn.

—Pero… por qué…

—Hannan Mosag no aprobaba la estupidez precipitada de Bruthen. El muy idiota estuvo a punto de provocar un baño de sangre en palacio. Como mínimo, se haya tenido que ir o no, Bruthen Trana ha dejado claro que ese baño de sangre es inminente.

—Pero al emperador no se le puede matar. No puede haber…

—Eso no significa nada. Nunca lo ha significado. Yo gobierno este imperio. Además, ahora hay un campeón… —Triban Gnol se quedó callado, sacudió la cabeza y se levantó poco a poco—. Ven, Sirryn, es hora de hablarle al emperador de la guerra en la que ahora estamos.

Fuera, en el pasillo, los esperaban siete magos letherii a los que se había sacado de los cuatro ejércitos que se estaban concentrando al oeste de Letheras. El canciller experimentó un momento de pesar al pensar que Kuru Qan no estaba. Ni Enedictal ni Nekal Bara, magos de una capacidad impresionante. Esos nuevos no eran más que pálidas sombras, la mayor parte suplantados por la Cedance de tiste edur de Hannan Mosag. Pero los iban a necesitar porque no quedaban suficientes k’risnan. Y enseguida, sospechaba el canciller mientras echaba a andar hacia el salón del trono, los otros siguiéndole el paso, pronto habría todavía menos k’risnan.

El enemigo extranjero era letal. Mataban magos como si nada. Utilizaban explosivos incendiarios, granadas. Eran capaces de esconderse de la hechicería que los buscaba, tendían emboscadas letales que pocas veces dejaban algún cadáver propio.

Pero el detalle más importante era uno que Triban Gnol iba a ocultar al emperador. Esos extranjeros estaban poniendo especial empeño en matar tiste edur. Así que, aunque se estaban reuniendo soldados letherii para marchar al oeste contra los invasores, el canciller había preparado instrucciones secretas para los comandantes. Podía ver una salida para todo aquello. Es decir, para los letherii.

—¿Has preparado tu equipo, Sirryn? —le preguntó mientras se acercaban a las puertas del salón del trono.

—Sí —dijo el soldado con tono aturdido.

—Necesito a alguien en quien pueda confiar con los ejércitos, Sirryn, y ese alguien eres tú.

—Sí, canciller.

Tú solo transmite mis palabras al pie de la letra, idiota.

—Fállame, Sirryn, y no te molestes en volver.

—Comprendido, señor.

—Abre las puertas.

Sirryn se precipitó hacia ellas.

Dentro del salón del trono había una sorpresa inesperada y poco grata. Reducidos a un poco entusiasta emplasto de huesos retorcidos y carne mutilada estaban Hannan Mosag y cuatro de sus k’risnan. Como emblemas de la hechicería pestilente que alimentaba a esos edur, no podría haber mejor imagen para grabarse a amargo fuego en el cerebro del canciller. Su padre habría sabido apreciar la escena, de hecho habría reunido enormes trozos de mármol en los que habría tallado semejanzas a tamaño natural, como si al imitar la realidad pudiera de algún modo descubrir lo que yacía debajo, las infladas corrientes del alma. Una pérdida de tiempo, en lo que a Triban Gnol se refería. Además, algunas cosas no habría que revelarlas jamás.

La cara deforme de Hannan Mosag pareció mirar con lascivia al canciller cuando pasó junto a él y sus cuatro hechiceros tiste edur, pero había miedo en los ojos del ceda.

La punta de la espada arañó las baldosas llenas de grietas, marcas y hoyos, el emperador de las Mil Muertes cambió de postura con incomodidad sobre el trono.

—Canciller —dijo Rhulad con voz áspera—, qué amable al venir. Y magos letherii, una reunión impresionante aunque inútil.

Triban Gnol se inclinó antes de hablar.

—Aliados con la formidable Cedance de Hannan Mosag, mi señor, nuestra capacidad hechicera debería ser más que suficiente para deshacernos de esos intrusos extranjeros.

Unas monedas tintinearon en la cara de Rhulad cuando hizo una mueca.

—Y los magos de la Brigada Borthen, ¿fueron suficientes? ¿Qué hay de la brigada en sí, canciller? ¡Los han destrozado! ¡Magos letherii, soldados letherii! ¡Tiste edur! ¡Tus intrusos extranjeros se están abriendo paso a tajos entre un puñetero ejército!

—No podía anticiparse —murmuró Triban Gnol con la mirada baja— que las flotas imperiales que iban en busca de campeones habrían de sulfurar tanto a un imperio remoto. En cuanto a la beligerancia de ese imperio, bueno, parece que casi no tiene rival; de hecho, es prácticamente una locura, dadas las distancias salvadas para llevar a cabo la venganza. Extraño, también, que no se recibiera ninguna declaración formal de guerra, aunque, por supuesto, es dudoso que nuestras flotas aventuraran lo mismo antes de la matanza de los ciudadanos de ese imperio. Quizá —añadió, al tiempo que alzaba la vista— una negociación siga siendo posible. Algún tipo de compensación económica, si fuéramos capaces de conseguir una tregua…

Una carcajada áspera de Hannan Mosag.

—Qué idiota más provinciano eres, Gnol. Ojalá fueras capaz de extender ese enclenque melodrama que tienes por mente, entonces es posible que la humildad detuviera esa lengua que te aletea en la boca.

Las cejas alzadas, el canciller se volvió a medias para mirar al ceda.

—¿Y qué conocimiento secreto de ese enemigo posees tú? ¿Serías tan amable de iluminarme a mí y a tu emperador?

—Esto no es punitivo —dijo Hannan Mosag—. Aunque pudiera parecerlo. Los imperios tienen trifulcas todo el tiempo, y hubo suficientes choques en el mar para llevar el mensaje de que con ese Imperio de Malaz era mejor no jugar. A nuestras flotas se les ordenó que se escabulleran de sus aguas; Hanradi Khalag fue de una honestidad brutal en su valoración. Los magos malazanos pueden vencernos con facilidad a nosotros y a los letherii.

—Si no es punitivo —preguntó Triban Gnol—, entonces ¿qué es?

Hannan Mosag miró al emperador.

—Mi señor, mi respuesta sería mejor reservarla solo para vos.

Rhulad enseñó los dientes en una mueca fiera.

—No me engañan tus juegos, ceda. Habla.

—Mi señor…

—¡Respóndele!

—¡No debo!

Un silencio en el que Triban Gnol no podía oír más que su propio corazón, que golpeaba con fuerza contra sus costillas. Hannan Mosag había cometido un terrible error, víctima de su propia prepotencia. Había intentado utilizar la información que tenía como un medio para regresar arrastrándose junto al emperador. Pero ese esfuerzo… ¡qué torpe!

—Dime —dijo Rhulad con un susurro— por qué debe ser nuestro secreto.

—Mi señor, este asunto pertenece solo a los tiste edur.

—¿Por qué?

Ah. Porque, querido emperador, estos malazanos vienen a por ti. Triban Gnol carraspeó y unió las manos por encima del cinturón de su túnica.

—Esto es innecesario —dijo con su voz más zalamera—. No soy tan provinciano como a Hannan Mosag le gustaría creer. Emperador, vuestras flotas partieron a cruzar el mundo en busca de campeones, y han reunido a los mejores, desde luego, los luchadores más capaces de entre una multitud de pueblos. Lo que no podían haber anticipado es que un imperio entero se proclamaría campeón. Y decidiría enfrentarse a vos, mi señor. Nuestros informes han dejado claro —añadió— que el enemigo está convergiendo sobre Letheras, esta misma ciudad. —Contempló a Hannan Mosag mientras seguía hablando—. Vienen, y sí, ceda, veo la verdad con claridad en tu rostro, vienen a por el emperador de las Mil Muertes. Por desgracia, no creo que vayan a optar por retarlo soldado a soldado.

Rhulad pareció encogerse en el trono. Había abierto mucho los ojos enrojecidos, había terror en su mirada.

—Hay que detenerlos —dijo con un siseo tembloroso—. Los detendréis. ¡Tú, Hannan Mosag! ¡Y tú, canciller! ¡Nuestros ejércitos deben detenerlos!

—Y eso harán —dijo Triban Gnol con una nueva inclinación antes de erguirse y mirar al ceda—. Hannan Mosag, a pesar de todas nuestras… disputas, no temas ni por un momento que los letherii abandonemos a nuestro emperador en manos de esos perros extranjeros. Debemos aliarnos, tú y yo, compartir cuanto tenemos los dos, y aniquilar a esos malazanos. Hay que castigar tanta audacia, a conciencia. Unidos de verdad, no hay forma de derrotar a los tiste edur y los letherii.

—Sí —dijo Rhulad—. Eso es verdad. Disponed los ejércitos en una línea ininterrumpida fuera de la ciudad, ¿está claro, verdad, que no tienen el número suficiente para desafiar algo así?

—Mi señor —aventuró Triban Gnol—, quizá sería mejor avanzar cierta distancia, no obstante. Hacia el oeste. De ese modo podemos, si es necesario, reunir nuestras reservas por si se produce una brecha. Dos líneas de defensa, mi señor, para asegurarnos.

—Sí —dijo Rhulad—, esas tácticas son acertadas. ¿A qué distancia están esos malazanos? ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Semanas —dijo Triban Gnol.

—Bien. Eso está bien. Sí, debemos hacer eso. Todo eso, como dices. ¡Ceda! Tú y tus k’risnan secundaréis al canciller…

—Mi señor, él no es comandante militar…

—¡Silencio! Ya has oído mi voluntad, Hannan Mosag. Desafíame otra vez y haré que te desuellen.

Hannan Mosag no tembló al oír la amenaza. ¿Por qué habría de hacerlo en ese cuerpo destrozado? Era obvio que el ceda, en otro tiempo rey hechicero, estaba familiarizado con la agonía; de hecho, a veces parecía que la magia letal que se vertía por su cuerpo transformaba el dolor en éxtasis e iluminaba los ojos de Hannan Mosag con un fuego febril.

Triban Gnol se dirigió entonces al emperador.

—Mi señor, os protegeremos. —Dudó, solo el tiempo justo, después levantó a medias una mano como si se le acabara de ocurrir algo—. Emperador, me pregunto, ¿quizá sería mejor comenzar los Desafíos? ¿Pronto? Su presencia es una distracción, una molestia para mis guardias. Ha habido incidentes violentos, una impaciencia creciente. —Hizo otra pausa, dos latidos, antes de añadir en tono más bajo—: Se especula, mi señor, que teméis enfrentaros a ellos…

La protesta burlona de Hannan Mosag produjo un gruñido bestial.

—Gnol, patética criatura…

—¡Ni una palabra más, ceda! —siseó Rhulad. Unos espasmos agitaron el rostro moteado del emperador. La espada resbaló otra vez.

Sí, Rhulad, tú entiendes lo que es temer a la muerte más que cualquiera de nosotros. Quizá más que cualquier criatura mortal que ha visto este mundo. Pero te estremeces no por una vaga noción de lo que es el olvido y la nada, ¿verdad? No, para ti, querido emperador, la muerte es un tanto diferente. Nunca un final, solo lo que precede a otro renacimiento más repleto de dolor. Ni siquiera en la muerte puedes perderte, no puedes escapar, ¿hay alguien aquí, aparte de mí, que comprenda de verdad el horror puro que es eso?

—Los Desafíos —dijo el emperador— comenzarán en cuatro días. Canciller, ¿tus asesores han acordado un orden?

—Sí, mi señor. Tres de los menos capacitados para empezar. Es probable que matéis a los tres en un solo día. Os pondrán a prueba, de eso podemos estar seguros, pero no de modo excesivo. El segundo día se reserva para un campeón. Una mujer enmascarada. Velocidad excepcional, pero quizá carente de imaginación. Sin embargo, será una competidora difícil…

—Bien.

—Mi señor…

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Están los dos de los que hemos hablado con anterioridad. El tartheno de la espada de pedernal. No lo ha derrotado ningún otro campeón; de hecho, ya nadie se atreve a practicar con él. Tiene la costumbre de romper huesos.

—Sí. El arrogante. —Rhulad sonrió—. Pero ya me he enfrentado a tarthenos antes.

—Pero no con la pericia de Karsa Orlong, mi señor.

—Eso no importa.

—Puede que logre mataros, mi señor. Quizá más de una vez. No siete. Tales días han pasado ya. Pero, quizá, tres o cuatro. Hemos asignado tres días.

—¿Tras la mujer enmascarada?

—No, hay otros seis a lo largo de dos días.

Hannan Mosag se quedó mirando al canciller.

—¿Tres días para ese tartheno? A ningún campeón se le han concedido todavía tres días.

—No obstante, mis asesores fueron unánimes, ceda. Éste es… único.

Rhulad estaba temblando una vez más. Asesinado por Karsa Orlong tres, cuatro veces. Sí, mi señor, el horror puro que puede ser eso

—Queda uno más —dijo el emperador.

—Sí. El llamado Icarium. Él será el último. Si no es el octavo día, entonces el noveno.

—¿Y el número de días con él, canciller?

—Una incógnita, mi señor. No hace prácticas.

—¿Entonces cómo sabemos que sabe luchar?

Triban Gnol se inclinó de nuevo.

—Mi señor, ya lo hemos comentado. El informe de Varat Taun, corroborado por el compañero de Icarium, Taralack Veed. Y ahora, según me he enterado hoy, algo nuevo. Algo de lo más extraordinario.

—¿Qué? ¡Dímelo!

—Entre los campeones rechazados, mi señor, un monje de un archipiélago remoto. Al parecer, mi señor, este monje (y, de hecho, todo su pueblo) venera a un único dios. Y este dios no es otro que Icarium.

Rhulad se estremeció como si lo hubieran abofeteado. La punta de la espada saltó del suelo y luego volvió a caer con un crujido. Unas lascas de mármol rebotaron por el escalón del estrado.

—¿He de cruzar la espada con un dios?

El canciller se encogió de hombros.

—¿Acaso hay alguna veracidad en tales afirmaciones, mi señor? Un pueblo primitivo, ignorante, esos cabalhii. Sin duda ven en los dhenrabi el alma de las tormentas marinas y en los caparazones de los cangrejos los rostros de los ahogados. Debería añadir, emperador, que este monje cree que su dios está loco, a lo que la única respuesta es una máscara pintada que muestra una carcajada. Los salvajes poseen las nociones más extrañas.

—Un dios…

Triban Gnol se atrevió a mirar a Hannan Mosag. La expresión del rey hechicero era ilegible mientras estudiaba a Rhulad. Hubo algo allí que despertó una larva de inquietud en la tripa del canciller.

—Mataré a un dios…

—No hay razón para creer otra cosa —dijo Triban Gnol con voz serena y llena de confianza—. Será muy oportuno, mi señor, para declarar vuestra propia divinidad.

Rhulad abrió mucho los ojos.

—Inmortalidad —murmuró el canciller—, establecida ya de sobra. ¿Venerado? Oh, sí, por cada habitante de este imperio. Demasiado modesto, sí, para declarar lo que es obvio para todos nosotros. Pero cuando os alcéis sobre el cadáver destruido de Icarium, bueno, eso será declaración suficiente, diría yo.

—Divinidad. Un dios.

—Sí, mi señor. Con toda seguridad. He dado instrucciones al gremio de escultores, y sus mejores artistas ya han comenzado a trabajar. Anunciaremos el final del Desafío del modo más apropiado y glorioso.

—Eres sabio, desde luego —dijo Rhulad, y se fue recostando poco a poco—. Sí, sabio.

Triban Gnol se inclinó sin hacer caso del gruñido amargo de Hannan Mosag. Oh, ceda, ahora eres mío, y te voy a utilizar. A ti y a tus repugnantes edur. Oh, sí. Clavó los ojos en las manos, plegadas con serenidad y posadas en el broche del cinturón.

—Mi señor, deben hacerse llegar las órdenes a nuestros ejércitos. El ceda y yo debemos debatir la disposición de magos y k’risnan.

—Sí, por supuesto. Dejadme todos. Atended vuestras tareas.

Con un gesto tras él, Triban Gnol se retiró de espaldas, la cabeza todavía gacha, los ojos puestos en el suelo, en las lascas de mármol y las vetas de polvo.

Podía oír a Hannan Mosag y su colección de bichos raros arrastrándose hacia las puertas como gigantescos sapos migratorios. El símil llevó una leve sonrisa a sus labios. Ya fuera, en el pasillo, con las puertas cerrándose tras ellos, Triban Gnol se volvió para estudiar a Hannan Mosag. Pero el ceda continuaba su camino con los sapos arremolinándose tras él.

—Hannan Mosag —exclamó el canciller—, tú y yo tenemos…

—Ahórrate la mierda para Rhulad —soltó de repente el ceda.

—Le desagradará enterarse de tu falta de cooperación.

—Echa a pacer esa lengua que tienes, Gnol. Los desagrados que están por llegar aplastarán todos tus patéticos balidos, estoy seguro.

—¿A qué te refieres?

Pero Hannan Mosag no respondió.

Triban Gnol observó mientras se metían en un pasillo lateral y desaparecían de la vista. Sí, ya me ocuparé de ti, ceda, con gran satisfacción.

—Sirryn, reúne a tu séquito en el complejo y ponte de camino antes de una campanada. Y llévate a estos magos contigo.

—Sí, señor.

El canciller se quedó donde estaba hasta que ellos también se fueron, después echó a andar hacia su despacho, complacido. Esa larva de inquietud, sin embargo, era reacia a dejar de carcomerlo. Tendría que pensar en ello, era demasiado peligroso limitarse a hacer caso omiso de esos instintos, después de todo. Pero no en ese momento. Era importante premiarse a uno mismo, con prontitud, así que liberó ese flujo de satisfacción. Todo estaba siguiendo el curso previsto; ese detalle, que era el propio emperador el objetivo final de esos extranjeros, solo facilitaba el guión. Los tiste edur, por supuesto, se dispondrían a defender a su emperador. Desde luego que lo harán.

Sin embargo, los hermanos de Rhulad, el día del ascenso al trono. La larva se retorció y le provocó un espasmo en la cara, así que aceleró el paso, impaciente por llegar al santuario de su despacho.

Solo para descubrir que estaba ocupado.

Triban Gnol permaneció en la puerta, sorprendido y desconcertado por la visión de un hombre de pie junto al enorme escritorio. Las sedas carmesíes, los anillos de ónice, el maldito cetro indicativo del cargo dando golpecitos rítmicos en un hombro redondo.

—En el nombre del Errante, ¿se puede saber qué está haciendo aquí, centinela?

Karos Invictad suspiró.

—Comparto su desagrado, canciller.

Triban Gnol entró en la habitación, rodeó su escritorio y se sentó.

—Tengo por costumbre dar por hecho que su control de la ciudad es absoluto…

—¿Dónde está Bruthen Trana?

El canciller frunció los labios.

—No tengo tiempo para esto. No se deje llevar por el pánico, Bruthen Trana ya no está en Letheras.

—¿Entonces adónde ha ido? ¿Por qué camino? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Qué escolta lleva?

Triban Gnol suspiró, se recostó en su asiento y posó los ojos en las manos que descansaban palma abajo sobre el escritorio.

—Su necesidad de venganza, centinela, está comprometiendo su responsabilidad de mantener el orden. Debe retroceder un poco, respirar hondo unas cuantas veces…

El cetro cayó con un crujido brusco sobre el escritorio, justo entre las manos del canciller. Triban Gnol se echó hacia atrás de golpe, alarmado.

Karos Invictad se inclinó todavía más hacia él, buscaba una postura que impusiera, que fuera amenazante y, por desgracia, fracasó. El hombre era, por decirlo con palabras sencillas, demasiado pequeño. El sudor le brillaba en la frente, unas cuentas le pendían, resplandecientes, de la nariz y a ambos lados de esa boca demasiado llena.

—Mierdecilla condescendiente —susurró el centinela—. Se me dio permiso para dar caza a los tiste edur. Se me dio permiso para hacer arrestos. Busqué a ese k’risnan que acompañaba a Bruthen Trana, solo para encontrarme con que estaba fuera de mi alcance por culpa de Hannan Mosag y su maldita invasión por el oeste. Muy bien. Ese puede esperar hasta que se solucionen los problemas. Pero Bruthen Trana… no, de eso no me voy a olvidar. Lo quiero. ¡Y lo quiero ya!

—Se lo han llevado, centinela, y no, no tenemos información sobre cuándo, ni por qué camino o en qué barco emprendió su viaje. Se ha ido. ¿Regresará? Imagino que sí y, cuando llegue el momento, por supuesto que es suyo. Entretanto, Karos, nos enfrentamos a preocupaciones mucho más importantes.

»Tengo cuatro ejércitos concentrándose al oeste de la ciudad y a los que ya se les debe el salario de dos semanas. ¿Por qué? Pues porque el tesoro está experimentando cierta escasez de dineros. Y mientras tanto, usted y sus agentes favoritos cubren las paredes de sus nuevas haciendas con botín robado y usted asume el control de una empresa confiscada tras otra. Dígame, centinela, ¿cómo le va al tesoro de los patriotas en estos días? ¿Les falta algún botín? —El canciller se levantó de su silla, aprovechó todo el poder de su superioridad en altura y vio con oscuro placer que el hombrecito retrocedía. Le tocó entonces a Triban Gnol inclinarse sobre el escritorio—. ¡Tenemos una crisis! ¡La amenaza de la ruina financiera se cierne sobre todos nosotros y usted se planta aquí a preguntar por un bárbaro tiste edur! —Fingió intentar contener su furia y añadió—: He recibido misivas cada vez más desesperadas de la Consigna Libertad, del propio Rautos Hivanar, el hombre más acaudalado del imperio.

»Misivas, centinela, que me imploran que lo llame a mi presencia, así que así sea, aquí está, ¡para responder a mis preguntas! Y si las respuestas no me satisfacen, ¡le aseguro que tampoco satisfarán a Rautos Hivanar!

Karos Invictad esbozó una mueca burlona.

—Hivanar. Ese viejo idiota está senil. Se ha obsesionado con un puñado de artefactos desenterrados en la orilla del río. ¿Lo ha visto en los últimos tiempos? Ha perdido tanto peso que la piel le cuelga como cortinas de los huesos.

—Quizá usted sea la fuente de su tensión, centinela.

—En absoluto.

—Rautos ha indicado que usted se ha… excedido en el uso que le da a sus recursos. Comienza a sospechar que está utilizando su dinero para pagar las nóminas de toda la organización de los patriotas.

—Así es, y continuaré haciéndolo. En persecución de los conspiradores. —Karos sonrió—. Canciller, su opinión de que Rautos Hivanar es el hombre más acaudalado del imperio es, por desgracia, errónea. O al menos, si alguna vez lo fue, ya no lo es.

Triban Gnol se quedó mirando a aquel hombre. Su expresión triunfante, acalorada.

—Explíquese, Karos Invictad.

—Al comienzo de esta investigación, canciller, percibí la debilidad esencial de nuestra posición. El propio Rautos Hivanar, como líder de la Consigna Libertad, y por extensión la Consigna misma tenía, como organización, defectos inherentes. Nos enfrentábamos a una colisión que se cernía sobre todos, una colisión a la que yo no podía cerrar los ojos y, por tanto, me incumbía a mí rectificar la situación lo antes posible. Verá, el poder lo detentaba yo, pero la riqueza se encontraba en las garras de Hivanar y su Consigna. Eso era inaceptable. Para enfrentarme a la amenaza de los conspiradores (oh, tal y como ahora lo veo, al conspirador; sí, no hay más que uno), para enfrentarme a esa amenaza, tenía que atacar desde una posición consolidada.

Triban Gnol se quedó mirando sin poder creérselo y empezó a comprender la dirección que tomaba el pomposo monólogo megalomaníaco del centinela.

—La ironía más dulce es —continuó Karos Invictad con el cetro una vez más marcando un ritmo en el hombro— que ese criminal solitario y sus esfuerzos, patéticos y simplistas, por provocar un sabotaje financiero fueron lo que me inspiraron. No fue difícil, para alguien de mi inteligencia, avanzar y, de hecho, elaborar más el tema de la aparente desestabilización. Por supuesto, las únicas personas a las que se estaba desestabilizando era a Rautos Hivanar y sus abotagados compañeros de sangre azul.

»¿Y se suponía que yo debía mostrarme compasivo? ¿Yo, Karos Invictad, nacido en una familia aplastada por una deuda asesina? ¿Yo, que luché con cada talento que poseía para deshacerme al fin de esa miseria heredada? No —se rió sin estrépito—, no había comprensión en mi corazón. Solo una revelación brillante, una inspiración genial, ¿sabe quién era mi mayor ídolo cuando libraba mi guerra contra el endeudamiento? Tehol Beddict. ¿Lo recuerda? El que no podía perder, cuya riqueza se disparó al cielo a una velocidad asombrosa y logró una altura extraordinaria, antes de apagarse de repente como una estrella agotada en el cielo nocturno. Oh, a ese hombre le gustaba jugar, ¿verdad? Pero ahí hubo una lección, una lección que yo aprendí bien. Tanto genio, al destellar con demasiada luz, demasiado rápido, lo dejó convertido en una cáscara vacía. Y eso, canciller, yo no lo iba a emular.

—Usted —dijo Triban Gnol— es la verdadera fuente de este sabotaje del imperio entero.

—¿Quién mejor posicionado? Oh, he de admitir que mi compañero conspirador ha desplegado en los últimos tiempos una tortuosidad cada vez más impresionante. Y no cabe duda de que yo no podría haber logrado el nivel de éxito que tengo sin él o ella. Triban Gnol, ante usted, en este momento, está el hombre más acaudalado que ha vivido jamás en Letheras. Sí, es cierto que se han desvanecido montones horrorosos de dineros. Sí, la tensión ha provocado fisuras letales en cada casa de mercaderes del imperio. Y sí, muchas grandes familias están a punto de caer y nada puede salvarlas, ni aunque me sintiera inclinado a ello. Que no lo estoy. Pues bien. —El cetro se quedó inmóvil sobre ese hombro—. Soy a la vez el poder y la riqueza, y estoy en posición de salvar al imperio de la ruina financiera, si así lo decido.

Las manos del canciller, allí, sobre el escritorio, se habían quedado blancas, las venas y arterias prominentes en sus tonos enfermizos de verde y azul. Las manos, sus manos, las sentía frías como la muerte.

—¿Qué quiere, Karos Invictad?

—Oh, la mayor parte ya lo tengo, canciller. Incluyendo, cosa que me complace, que usted comprende la situación. Tal y como es. Tal y como será en el futuro.

—Parece olvidar que hay una guerra.

—Siempre la hay. Oportunidades para conseguir todavía más beneficios y poder. Durante la próxima semana o dos, canciller, me haré más famoso, seré un personaje más querido, más poderoso, de lo que ni siquiera usted podría imaginar o, debería decir, temer. —Su sonrisa se ensanchó—. Supongo que es temer, pero relájese, canciller. No es usted el siguiente de mi lista. Su posición es segura y, una vez que se haya lidiado con estos malditos tiste edur, incluyendo al emperador, seremos usted y yo los que estemos al mando de este imperio. No, lo verá con claridad suficiente, al igual que todos los demás. El saboteador arrestado. El dinero recuperado. Los invasores comprados. La Consigna Libertad borrada del mapa y los patriotas dominándolo todo. Verá, mis agentes controlarán los asuntos internos, mientras que usted será el dueño de los ejércitos (ejércitos bien pagados, se lo aseguro), y será el amo y señor absoluto del palacio.

—¿Qué? —preguntó Triban Gnol con sequedad—. ¿No busca el trono para sí mismo?

El cetro se agitó con gesto desdeñoso.

—En absoluto. Ponga un petimetre en él si siente la necesidad. O mejor aún, invoque la leyenda y déjelo vacío.

Triban Gnol plegó las manos y las unió.

—¿Está a punto de arrestar a su conspirador?

—Así es.

—¿Y mis ejércitos?

—Se les pagará. De inmediato.

El canciller asintió.

—Centinela —dijo después con el ceño ligeramente fruncido mientras se estudiaba las manos—, he oído informes inquietantes…

—¿Ah, sí?

—Sí. Parece que, de una forma dolorosamente parecida a Rautos Hivanar, usted también ha sucumbido a una obsesión peculiar. —Alzó los ojos con aire interrogante, inocente—. ¿Algo sobre un rompecabezas?

—¿Quién le ha contado eso?

El canciller se encogió de hombros.

Tras un momento, el arrebol en el rostro redondo del centinela se desvaneció convertido en manchas rojas en las mejillas y el hombre se encogió de hombros.

—Un pasatiempo ocioso. Divertido. Un desafío pintoresco que resolveré en unos pocos días. Al contrario que Rautos Hivanar, ¿sabe?, he descubierto que este rompecabezas, de hecho, ha agudizado mi mente. Jamás he visto el mundo con más claridad. Jamás ha sido tan limpio, tan preciso ni perfecto. Ese rompecabezas, canciller, se ha convertido en mi inspiración.

—Vaya. Pero lo persigue, llega a gritar en sueños…

—¡Mentiras! ¡Alguien se burla de usted faltando de ese modo a la verdad, Triban Gnol! He venido aquí, ¿no es cierto?, para informarle del triunfo inminente de mis planes. Cada detalle va a cumplirse al milímetro. Este esfuerzo suyo, patético y transparente como es, resulta del todo innecesario. Como ya le he dicho, su posición está segura. Es, y seguirá siendo, del todo esencial.

—Como diga, centinela.

Karos Invictad se volvió para irse.

—En cuanto se entere del regreso de Bruthen Trana…

—Se le informará al punto.

—Excelente. Me complace. —Se detuvo en la puerta, pero no se volvió—. Respecto a ese k’risnan que está bajo la protección del ceda…

—Estoy seguro de que algo se podrá disponer.

—Me complace por partida doble, canciller. Bien, adiós.

La puerta se cerró. Aquella criatura odiosa, perturbada, se había ido.

Odiosa y perturbada, sí, pero… se había convertido en el hombre más acaudalado del imperio. Tendría que jugar esa mano con cuidado, con muchísimo cuidado. Sin embargo, Karos Invictad ha revelado su propio defecto. Demasiado impaciente por recrearse y demasiado dispuesto a entregarse a esa impaciencia. Demasiado pronto, con diferencia.

El emperador de las Mil Muertes continúa en el trono.

Se acerca un ejército extranjero al que no le interesa negociar.

Un campeón que es un dios pronto sacará su espada.

Karos Invictad tiene las manos de un niño. Un niño cruel que canturrea mientras observa cómo esas manos arrancan las entrañas de un gatito todavía vivo. O de un perrito. O de un vil prisionero en una de sus celdas. Un niño, sí, pero un niño desatado, libre de hacer lo que le place.

Por el Errante, los niños son unos monstruos.

El canciller comprendió que esa noche haría llamar a su propio niño. Para su propio placer. Y destruiría a ese niño como solo un adulto con manos hermosas era capaz. Lo destruiría por completo.

Era lo único que se podía hacer con los monstruos.

El dios tuerto que permanecía invisible en el salón del trono estaba furioso. La ignorancia era el eterno enemigo, y el Errante comprendía que lo estaban atacando. Lo atacaba Triban Gnol. Lo atacaba Hannan Mosag. El choque de esas dos fuerzas del imperio era algo que el emperador en su trono apenas percibía, el Errante estaba seguro de eso. Rhulad estaba atrapado en su propia jaula de emociones, el terror empuñaba todos los instrumentos de tortura, empujaba, pinchaba, retorcía en lo más profundo. Pero el Errante había presenciado con los ojos bien abiertos (no, con un ojo bien abierto) en la tensa audiencia recién terminada lo cruel que se estaba haciendo esa batalla.

Pero soy incapaz de desentrañar sus secretos. Ni los de Triban Gnol ni los de Hannan Mosag. Éste es mi reino. ¡Mío!

Quizá renovara un viejo camino. El que llevaba al dormitorio del canciller. Pero incluso por aquel entonces, cuando esa relación estaba en pleno apogeo, Triban Gnol se guardaba sus secretos. Se hundía en sus varios personajes de víctima inocente y niño de ojos grandes y se convertía en poco más que un simplón cuando estaba con el Errante (con Turudal Brizad, el consorte de la reina, que nunca envejecía) y no había forma de apartarlo de los juegos que tanto necesitaba. No, eso no funcionaría, porque nunca había funcionado.

¿Había algún otro modo de llegar al canciller?

Incluso en ese momento Triban Gnol era una criatura sin dios. No era de los que se arrodillarían ante el Errante. Así que ese camino también estaba cerrado. Podría limitarme a seguirlo. A todas partes. Reconstruir su intriga escuchando las órdenes que imparte, leyendo las misivas que despacha. Esperando que hable en sueños. ¡Por el Abismo del inframundo!

Furioso, desde luego. Furioso por el pánico creciente que sentía a medida que se acercaba la convergencia. No sabía mucho más en lo que a Hannan Mosag se refería, aunque algunos detalles eran imposibles de ocultar. El poder del dios Tullido, para empezar. Pero incluso en eso el rey hechicero no era un simple sirviente, no era un esclavo sin cerebro de esa promesa caótica. Había buscado la espada que había caído en manos de Rhulad, después de todo. Como con cualquier otro dios, el Caído no tenía favoritos. El primero en llegar al altar… No, Hannan Mosag no se haría ilusiones con eso.

El Errante miró una vez más a Rhulad, ese emperador de las Mil Muertes. El muy idiota, a pesar de toda su corpulencia, estaba sentado en ese trono sumido en una insignificancia dolorosa, tan obvia que dolía solo mirarlo. A solas en esa inmensa cámara abovedada, las mil muertes se refractaban en diez mil estremecimientos en esos ojos relucientes.

El canciller y su séquito se habían ido. El ceda también había salido con su puñado de hombres rotos. Ni un solo guardia a la vista, pero Rhulad continuaba allí. Sentado, las monedas bruñidas resplandeciendo. Y en su rostro todo lo que había sido privado, nunca revelado, se desplegaba en una serie expresiva. Todo el patetismo, las obsesiones abyectas; el Errante había visto, siempre había visto, en cara tras cara que abarcaban demasiados años para contarlos, la división del alma, la diferencia entre el rostro que sabía que lo estaban mirando y el rostro que se creía en soledad. Bifurcación. Y había presenciado cuando el interior se arrastraba al exterior, a un mundo que en apariencia no lo veía.

Alma dividida. La tuya, Rhulad, ha sido partida en dos. Por esa espada, por la sangre derramada entre tu persona y cada uno de tus hermanos, entre tu persona y tus padres. Entre tu persona y tu raza. ¿Qué me darías, Rhulad Sengar de los tiste edur hiroth, para quedar curado?

Suponiendo que yo pudiera conseguir semejante cosa, claro. Que no puedo.

Pero para el Errante estaba claro ya que Rhulad había comenzado a comprender al menos una cosa. El acercamiento rápido de la convergencia, la temida reunión y el choque inevitable de poderes. Quizá el dios Tullido había estado susurrando al oído del portador de su espada. O quizá Rhulad no era tan tonto como la mayoría creía. Incluso yo, en ocasiones, ¿y quién soy yo para esbozar una mueca burlona de desdén? ¡Una puñetera bruja letherii se ha tragado uno de mis ojos!

El miedo creciente era patente en el rostro del emperador. Monedas engastadas en piel quemada. Marcas moteadas donde se habían caído las monedas. Riqueza brutal y penuria herida, dos lados de otra maldición que plagaba esa era moderna. Sí, divide el alma de la humanidad. Entre los que tienen y los que no tienen. Rhulad, eres en verdad un símbolo vivo. Pero ése es un peso que nadie puede soportar durante mucho tiempo. Ves llegar el final. O muchos finales y sí, uno de ellos es el tuyo.

¿Será este ejército extranjero que, en las inteligentes palabras de Triban Gnol, se ha proclamado campeón?

¿Será Icarium, el Que Roba la Vida? ¿El Que Vaga por el Tiempo?

¿O algo mucho más sórdido, una emboscada perfecta que te tienda Hannan Mosag? ¿O una última traición para aniquilarte por completo, como la que cometería tu canciller?

¿Y por qué creo que la respuesta no será nada de lo anterior? Ninguna. Nada tan… directo. Tan obvio.

¿Y cuándo dejará esta sangre de filtrarse de esta cuenca? ¿Cuándo cesarán estas lágrimas escarlatas?

El Errante se fundió en el muro que tenía detrás. Ya estaba harto de la cara privada de Rhulad. Demasiado parecida, sospechaba, a la suya. Me imagino no vigilado, pero ¿también a mí me están vigilando? ¿De quién es la mirada fría clavada en mí, la mirada que calcula significados y mide debilidades?

Sí, ya ves dónde sollozo, ya ves lo que sollozo.

Y sí, todo esto fue obra de una mano mortal.

Se movió con rapidez, sin hacer caso de barreras de argamasa y piedra, de tapices y guardarropa, de suelos azulejados y vigas en el techo. Por la oscuridad, la luz y las sombras en todos sus sabores, por túneles hundidos, donde atravesó agua que le llegaba a los tobillos sin abrir su superficie turbia.

Y entró en la amada habitación de ella.

Ella había llevado piedras para construir plataformas y calzadas, había creado una serie de puentes e islas sobre el lago poco profundo que inundaba la cámara. Unas lámparas de aceite pintaban ondas y el Errante se quedó allí, tomando forma una vez más enfrente del altar deforme que ella había erigido, su magullada superficie atestada de extrañas ofrendas votivas, objetos de vinculación e investidura, relicarios reunidos para dar nueva forma al culto del dios. A mi culto. Aquella pesadilla gnóstica ctónica quizá hubiera divertido al Errante una vez, en otro tiempo. Pero en ese instante podía sentir que su rostro se crispaba de desdén.

Ella habló desde la esquina oscura que quedaba a su izquierda.

—Todo es perfecto, inmortal.

Soledad y locura, los compañeros de cama naturales.

—No hay nada perfecto, Bruja de la Pluma. Mira, mira a tu alrededor, ¿no es obvio? Estamos en plena disolución…

—El río ha subido —dijo ella con tono desdeñoso—. Un tercio de los túneles por los que solía vagar están ahora bajo el agua. Pero pude salvar todos los viejos libros, los pergaminos y las tabletas. Lo salvé todo.

Bajo el agua. Había algo en eso que lo inquietó, no lo obvio, la disolución de la que había hablado, sino… otra cosa.

—Los nombres —dijo ella—. Para liberar. Para vincular. Oh, tendremos muchos sirvientes, inmortal. Muchos.

—He visto —dijo el dios— las fisuras en el hielo. El agua de la nieve fundida. La prisión cada vez más débil de ese inmenso demonio del mar. No podemos esperar esclavizar una criatura así. Cuando se libere, la devastación será total. A menos, por supuesto, que regrese la jaghut, para hacer las reparaciones en su ritual. En cualquier caso, y por fortuna para todo el mundo, no creo que Mael permita que se llegue siquiera tan lejos, que escape.

—¡Debes detenerlo! —dijo Bruja de la Pluma con un siseo.

—¿Por qué?

—¡Porque quiero ese demonio!

—Te lo he dicho, no podemos esperar…

—¡Yo sí! ¡Conozco los nombres! ¡Todos los nombres!

El Errante se la quedó mirando.

—¿Buscas un panteón entero, Bruja de la Pluma? ¿No te basta con tener un dios bajo tus talones?

Ella se echó a reír y él oyó algo que salpicaba en el agua junto a ella.

—El mar recuerda. Cada ola, cada corriente. El mar, inmortal, recuerda la costa.

—¿Qué… qué significa eso?

Bruja de la Pluma se echó a reír otra vez.

—Todo es perfecto. Esta noche visitaré a Udinaas. En sus sueños. Por la mañana será mío. Nuestro.

—Esta red que tiendes —dijo el Errante— es demasiado fina, demasiado débil. La has forzado más allá de toda resistencia, y se partirá, Bruja de la Pluma.

—Sé cómo usar tu poder —respondió ella—. Mejor que tú. Porque los mortales entendemos ciertas cosas mucho mejor que tú y los tuyos.

—¿Por ejemplo? —preguntó el Errante, divertido.

—El hecho de que la veneración es un arma, para empezar.

Al oír esas secas palabras, un escalofrío recorrió al dios.

Ah, pobre Udinaas.

—Ahora vete —le dijo Bruja de la Pluma—. Sabes lo que hay que hacer.

¿Lo sabía? Bueno… sí. Un empujoncito. Lo que mejor hago.

El cetro crujió con fuerza contra un lado de la cabeza de Tanal Yathvanar, tras cuyos ojos explotaron estrellas; se tambaleó, hincó una rodilla en el suelo y empezó a sangrar. Sobre él, Karos Invictad le habló con tono tranquilo.

—Te aconsejo que la próxima vez que sientas tentaciones de informar de mis actividades a uno de los agentes del canciller, te lo pienses bien. Porque la próxima vez, Tanal, haré que te maten. De un modo muy desagradable.

Tanal observó la sangre que caía en gotas alargadas y salpicaba el suelo polvoriento. La sien le latía y, al sondear con los dedos, encontró un trozo de piel mutilada que le colgaba casi hasta la mejilla. El ojo de ese lado se le desenfocaba y se recuperaba al ritmo de los latidos. Se sentía expuesto, vulnerable. Se sentía como un niño entre adultos de rostros fríos.

—Centinela —dijo con voz temblorosa—, yo no le he dicho nada a nadie.

—Miente otra vez y prescindiré de la piedad. Miente otra vez y el aliento que utilices para emitir esa mentira será el último.

Tanal se lamió los labios. ¿Qué podía hacer?

—Lo siento, centinela. Nunca más. Lo juro.

—Lárgate de aquí y manda venir un sirviente para que limpie el desastre que has dejado en mi despacho.

Invadido por las náuseas, con un nudo en la garganta que intentaba contener un vómito impaciente, Tanal Yathvanar se apresuró a salir medio agachado.

Yo no he hecho nada. Nada que merezca esto. La paranoia de Invictad lo ha empujado al abismo de la locura. Al tiempo que su poder crece. Imagínate, amenazar con acabar con la vida del propio canciller, ¡en el despacho del propio Triban Gnol! Por supuesto ésa no había sido más que la versión del centinela. Pero Tanal había visto el brillo intenso en los ojos de Invictad, recién llegado de la gloria de su visita al Domicilio Eterno.

Todo había ido demasiado lejos. Todo.

Con la cabeza dándole vueltas, Tanal partió en busca de un sanador. Todavía había mucho que hacer en ese día. Había que realizar un arresto y, con el cráneo partido o sin él, había que mantener la precisa agenda de Karos Invictad. Aquél iba a ser un día triunfante. Para los patriotas. Para el gran Imperio de Lether.

Aliviaría la presión, las tensiones siempre crecientes que se apoderaban del pueblo, y no solo allí en Letheras, sino en todo el imperio. Demasiados rumores peligrosos, de batallas y derrotas sufridas. Las constricciones de que no hubiera suficiente dinero en metálico, la extraña desaparición de la mano de obra no cualificada, las historias de familias antes seguras que estaban cayendo en el endeudamiento. Los susurros sobre enormes valores financieros que se tambaleaban como árboles con las raíces podridas. Eran necesarias victorias heroicas y ese día supondría una. Karos Invictad había encontrando al mayor traidor de todos y él, Tanal Yathvanar, haría el arresto. Y oirán ese detalle. Mi nombre, en el centro de todo lo que ocurrirá en este día. Pienso asegurarme de ello.

Karos Invictad no era el único con talento a la hora de recoger la gloria.

Las ciudades antiguas poseían muchos secretos. El ciudadano medio nacía, vivía y moría en la fuga de una ignorancia inmensa. El Errante sabía que había aprendido bien su desdén por la humanidad, por la escoria de la existencia mortal que llamaba ceguera a la visión, a la ignorancia, comprensión y al delirio, fe. Había visto con suficiente frecuencia el premeditado truncamiento que las personas emprendían cuando abandonaban la niñez (y la maravilla de sus infinitas posibilidades), como si existir exigiera el sacrificio tanto de los sueños sin trabas como de la ambición intrépida para lograrlos. Como si esas limitaciones autoimpuestas, que utilizaban para justificar el fracaso, fueran virtudes que añadir a la santurronería pía y a la condescendencia de los que se flagelan.

Ah, pero míralo a él, en ese preciso momento, mira lo que está a punto de hacer. Los antiguos secretos de la ciudad convertidos en cosas que utilizar, y utilizadas para lograr fines crueles. ¿Pero acaso no era él un dios? ¿No era ése su reino? Si todo lo que existía no estaba a su disposición para que lo usara y, de hecho, para que abusara, ¿cuál era entonces su propósito?

Atravesó las paredes fantasmales, los niveles sumergidos, reconoció una vaga conciencia de patrones ocultos, en su mayor parte oscuros, estructuras, la disposición de cosas que tenían trascendencia, aunque tal comprensión no era para él, no para su temperamento, sino algo extraño, algo perdido hace mucho en las eras muertas del pasado distante.

No había fin para las manifestaciones, sin embargo, pocas de las cuales capturaban la conciencia de los mortales entre los que estaba caminando (caminaba sin que lo vieran, apenas una corriente fría en el cuello), y el Errante continuó, observando los detalles que atrapaban su atención.

Al encontrar el lugar que buscaba, se detuvo. Ante él se alzaban los muros de una hacienda. Nada menos que la que había pertenecido al difunto Gerun Eberict. Estaba abandonada, el título de propiedad enfangado en una maraña legal de reivindicaciones que se habían extendido hasta el infinito. Gerun Eberict, al parecer, se había llevado toda su riqueza con él, un detalle que divertía muchísimo al Errante.

El plano del enorme edificio principal atravesaba las líneas inadvertidas de una estructura más antigua que, en otro tiempo, se había alzado limitada por agua por tres lados: dos canales tallados y un arroyo nacido de profundos pozos artesianos llenos de fría agua negra por debajo de un inmenso saliente de piedra caliza que yacía, él también, bajo una gruesa capa de sedimentos, lentes de arena y lechos de arcilla. Esos canales habían sido importantes, al igual que el hecho de que el cuarto lado hubiera poseído, bajo lo que pasaba por calle siete mil años atrás, un túnel enterrado de arcilla cocida. Por ese túnel, independiente de todas las demás fuentes locales, había corrido agua de las profundidades del río. Así pues, los cuatro lados, el valioso sustento del dios ancestral que había sido venerado en el templo que en otro tiempo se alzaba achaparrado en ese lugar.

Eberict debería haber tenido cuidado con ese detalle, detalle en el que un vidente contratado bien podría haber discernido el fallecimiento de Gerun bajo las manos brutales de un gigante mestizo. No era casualidad, después de todo, que los que tenían sangre tarthena se sintieran atraídos por Mael incluso en esos momentos… alguna insinuación del instinto de esa primera alianza, forjada en el agua, entre imass y tarthenos, o toblakai, por utilizar su verdadero nombre. Antes de los Grandes Desembarcos que habían traído a los últimos de los gigantes que habían preferido conservar su sangre pura a esa y otras costas, donde los primeros fundadores se convertirían en los dioses crueles y rencorosos de los tarthenos.

Pero no era solo Gerun Eberict y el sinfín de ciudadanos de Letheras que moraban allí los que no eran conscientes (o quizá habían olvidado) de la antigua transcendencia de todo lo que se había barrido de la superficie de esa ciudad.

El Errante se adelantó. Traspasó el muro exterior de la hacienda. Después bajó, recorrió los adoquines del complejo, se deslizó como un fantasma junto a los escombros y la arena de relleno y descendió al aire maloliente e inmóvil del túnel recubierto de arcilla. Metido hasta las rodillas en un agua densa, turbia.

Miró el muro inclinado interno del muro y calculó su posición con respecto a los restos que quedaban del antiguo templo que había más allá. Y continuó adelante.

Piedra hecha pedazos, encajada y compacta, manchada de negro por las arcillas densas, mal ventiladas, que llenaban cada espacio. Evidencias de fuego en las grietas estalladas de los bloques de los cimientos. Restos de pintura cargada de mineral todavía aferrada a los fragmentos de yeso. Pedazos ubicuos de cerámica, trozos informes de cobre verde, las tabas de plata, negras y mutiladas, el brillo desafiante del oro teñido de rojo, todo lo que quedaba de pasadas complejidades de la vida mortal, recordatorios de manos que una vez habían tocado, dado forma, apretado puntas para dejar marcas y uñas para hacer incisiones, que habían limpiado el vidriado, la pintura y el polvo de bordes desportillados; manos que no dejaban nada a su paso salvo esos objetos que conmovían con su fracaso.

Asqueado, abrumado por las náuseas, el dios se abrió camino entre los detritos y salió casi con garras y dientes: un espacio que marcaba un ángulo pronunciado, creado por el derrumbamiento parcial del muro interno. Teselas azules para pintar una imagen de mar ininterrumpido, pero varias piezas se habían caído y revelaban un yeso gris que todavía lucía los patrones acanalados dejados por la parte inferior de las diminutas losas talladas. En ese espacio estrecho se agachó el Errante, jadeando. El tiempo no contaba magníficas historias. No, el tiempo entregaba su mensaje mudo de disolución con una monotonía que nada mitigaba.

¡Por el Abismo, qué peso aplastante!

El Errante aspiró una profunda bocanada de aquel aire muerto, rancio. Y luego otra.

Y percibió, no muy lejos, el susurro leve del poder. Residual, tan exiguo que carecía de sentido, pero que hizo estallar el corazón del dios en un martilleo que le machacó el pecho. La santificación permanecía. No lo habían profanado, lo que hacía mucho más sencillo lo que él pretendía. Aliviado al pensar que no tardaría en irse de ese espeluznante lugar, el Errante echó a andar hacia aquel poder.

El altar estaba bajo una masa de escombros, las ruinas de caliza tan densas que debían de proceder de un techo desmoronado, el enorme peso se había derrumbado con la fuerza suficiente para hacer pedazos las piedras del suelo bajo ese bloque acanalado de piedra sagrada. Incluso mejor. Y… sí, seco como un hueso. Podría murmurar un millar de empujoncitos en esa matriz circundante. Diez mil.

El Errante se acercó con cuidado, estiró el brazo y posó una mano en el altar. No podía sentir las estrías, no sentía el basalto gastado por el agua, no sentía los profundos canales tallados que una vez habían descargado sangre viva en los arroyos salados que llenaban las estrías. Ah, qué sed teníamos en esos tiempos, ¿verdad?

Despertó su propio poder, todo el que ella quiso darle, y para esa tarea era más que suficiente.

El Errante comenzó a tejer un ritual.

El abogado Sleem era un hombre alto y delgado. Le cubría buena parte de la frente, y se extendía por la mejilla izquierda hasta llegar a la línea de la mandíbula, una afección de la piel que creaba un patrón de escamas agrietadas que recordaba a los vientres de los caimanes recién salidos del huevo. Había ungüentos que podían sanar esa dolencia, pero era obvio que el legendario defensor de la ley letherii prefería cultivar esa dermatosis reptil que con tanta astucia complementaba tanto su reputación como sus ojos fríos y sin vida.

Se encontraba en el despacho de Bicho, con los hombros encorvados como si quisiera hacerse más estrecho todavía; el cuello alto de su manto verde oscuro se le disparaba como el capuchón de una serpiente tras la cabeza alargada, lampiña y de orejas pequeñas. Su mirada era lánguida, con esa expresión inerte tan propia de él, mientras estudiaba a Bicho.

—¿Le he oído bien? —preguntó el abogado con una voz que intentaba con todas sus fuerzas que pareciera sibilante, pero que en su lugar sonaba torpe e indecisa. El efecto, comprendió Bicho con un leve sobresalto, encajaba a la perfección con lo que imaginaba que sería una serpiente de cuya boca sin labios brotaran palabras. Aunque, añadió para sí, la pregunta en cuestión no parecía de las que él esperaría que articulara una serpiente. Las serpientes no piden aclaraciones, ¿no?

—Luce usted una expresión de lo más extraña —dijo Sleem tras un momento—. ¿Acaso mi incapacidad para comprenderlo lo ha confundido, maese Bicho?

—¿De veras lo entendió mal?

—Por eso intentaba procurarme una repetición.

—Ah. Bueno, ¿qué creía haber oído?

Los ojos parpadearon.

—¿Hemos pronunciado de verdad todas estas palabras para regresar a mi interrogante original?

—Le invito a que utilice algunas más, Sleem.

—En lugar de limitarse a repetir lo que ha dicho.

—Odio repetirme.

Bicho sabía que el abogado Sleem despreciaba las descolocaciones, aunque, con toda probabilidad, quizá eso no fuera ni una palabra siquiera.

—Maese Bicho, como ya sabe, desprecio las descolocaciones.

—Oh, siento oír eso.

—Pues debería sentirlo, puesto que cobro por palabra.

—¿Por las palabras de los dos o solo por las suyas?

—Ya es un poco tarde para preguntar eso, ¿no le parece? —Las manos plegadas de Sleem hicieron algo sinuoso y vagamente desdoroso—. Me ha dado instrucciones, si lo he entendido bien, y corríjame si me equivoco, me ha dado instrucciones, así pues, para que me acerque a su financiero y solicite otro préstamo más con la intención expresa de utilizarlo para pagar una parte de los intereses del préstamo anterior, que, si recuerdo con precisión, y así es, tenía como destino abonar en parte los intereses de otro préstamo más. Eso me lleva a preguntarme, puesto que yo no soy su único abogado, ¿con exactitud, cuántos préstamos ha concertado para pagar intereses de otros préstamos diferentes?

—Vaya, eso seguro que me ha salido caro.

—Me pongo locuaz cuando me pongo nervioso, maese Bicho.

—¿Tratar con usted es más costoso cuando está nervioso? Eso, Sleem, es muy inteligente.

—Sí que lo soy. ¿Responderá ahora a mi pregunta?

—Puesto que insiste. Hay unos cuarenta préstamos pendientes destinados a abonar los pagos de intereses de otros préstamos.

El abogado se lamió los labios que, como correspondía, tenía secos.

—Fue por razones de cortesía y respeto, maese Bicho, y, según veo ahora, ciertos malentendidos en cuanto a su solvencia, lo que me alentó a abstenerme de pedir un pago por adelantado… por mis servicios, quiero decir, que han sido considerables. Aunque no tan considerables, en proporción, como se me hizo creer.

—No recuerdo haberle llevado a suponer nada parecido, Sleem.

—Pues claro que no. Eran suposiciones.

—Como abogado, se hubiera esperado de usted que hiciera muy pocas suposiciones. Sobre lo que fuera.

—Permítame ser franco, maese Bicho. ¿En este esquema financiero suyo, dónde está el dinero que me debe?

—En ninguna parte todavía, Sleem. Quizá deberíamos disponer otro préstamo.

—Esto es muy doloroso.

—No me cabe duda, pero ¿cómo cree usted que me siento yo?

—Me resisto a hacerme esa pregunta, porque temo que la respuesta será algo parecido a: «Se encuentra perfectamente». Bien, si decidiera aferrarme con gran fe a esas suposiciones concretas que hemos mencionado, ahora insistiría en que el próximo préstamo se dedicara de forma exclusiva a abonar mis honorarios. Da igual las mentiras que le cuente yo a su financiero. Lo que nos devuelve, por desgracia, a mi aseveración original, que se expresó en un tono de absoluta incredulidad. Verá, el actual estado de pánico de sus financieros es lo que me ha traído aquí, pues han llegado a un nivel de acoso de mi despacho a cuenta de usted, maese Bicho, que ha alcanzado unas proporciones absurdas. He tenido que contratar guardaespaldas; cosa que he hecho, por cierto, a costa suya. ¿Me atreveré a preguntar, por tanto, cuánto dinero tiene en su posesión?

—¿Ahora mismo?

—Sí.

Bicho sacó su raída bolsita de cuero, la abrió de un tirón y se asomó al interior. Después alzó la vista.

—Dos diques.

—Entiendo. No cabe duda de que exagera.

—Bueno, a uno le corté una astilla para pagar un corte de pelo.

—Usted no tiene pelo.

—Por eso fue solo una astilla. Pelos de la nariz. Pelos en las orejas, un recorte de las cejas. Es vital estar presentable.

—¿En su Ahogamiento?

Bicho se echó a reír.

—Eso sí que sería divertido. —Luego se puso serio y se inclinó sobre su escritorio—. Usted no creerá que se llegará a eso, desde luego. Como cliente suyo, espero una defensa mucho más diligente en mi juicio.

—Como abogado suyo, maese Bicho, seré el primero en la cola para pedir su sangre.

—Oh, eso no es muy leal por su parte.

—Usted no ha pagado mi lealtad.

—Pero la lealtad no es algo por lo que uno paga, abogado Sleem.

—Si hubiera sabido los delirios que acompañaban a su incompetencia, incompetencia que ahora queda patente, maese Bicho, jamás habría accedido a representarle en ningún asunto.

Bicho se recostó en su asiento.

—Eso no tiene sentido —dijo—. Como Tehol Beddict ha observado en infinidad de ocasiones, los delirios son el corazón mismo de nuestro sistema económico. Escritura como virtud ética. Trozos de un metal de otro modo inútil, aparte de como decoración, como riqueza. Servidumbre como libertad. Deuda como propiedad. Y así sucesivamente.

—Ah, pero es que esos delirios establecidos son esenciales para mi bienestar, maese Bicho. Sin ellos, mi profesión no existiría. Toda la civilización es, en esencia, una colección de contratos. Bueno, si hasta la misma naturaleza de la sociedad se funda en unas medidas de valor a las que se ha llegado por acuerdo mutuo. —El abogado se detuvo entonces y poco a poco sacudió la cabeza, un movimiento de una sinuosidad alarmante—. ¿Por qué estoy debatiendo esto con usted? Es obvio que está usted loco, y su locura está a punto de desencadenar una avalancha de devastación financiera.

—No veo por qué, maese Sleem. A menos, por supuesto, que su fe en la noción del contrato social no sea más que un egoísmo cínico.

—¡Pues claro que lo es, idiota!

Para que luego hablaran de las torpes sibilantes del caballero.

Los dedos de Sleem se agitaron como gusanos atrapados y ciegos que buscaban una salida.

—Sin cinismo —dijo con voz estrangulada—, uno se convierte en víctima del sistema en lugar de en su amo, ¡y yo soy demasiado listo para ser una víctima!

—Cosa que debe demostrarse a sí mismo de manera repetida midiendo su riqueza, la comodidad de su vida, el contraste necesario con las víctimas; un contraste del que usted debe rodearse en cada momento, tal y como representan sus excesos materiales.

—Qué prolijo, maese Bicho. Ostentación engreída bastará.

—¿Brevedad por su parte, abogado Sleem?

—Recibe lo que paga.

—Según ese principio —comentó Bicho—, me sorprende que diga algo siquiera.

—Lo que sigue se lo regalo. Me voy ahora mismo a informar a sus financieros de que está usted arruinado por completo, y a ofrecerles al mismo tiempo mis servicios en el auténtico festín que van a organizar con sus activos materiales.

—Muy generoso por su parte.

Los labios de Sleem desaparecieron en una mueca huesuda. Sufrió un espasmo en un ojo. Los gusanos de los extremos de sus manos se habían quedado blancos y con aspecto letal.

—Entretanto, me llevaré esos dos diques.

—No llegan a dos.

—No obstante.

—Puedo deberle esa astilla que falta.

—Y puede tener la seguridad de que terminaré cobrándomela.

—De acuerdo. —Bicho metió la mano en la bolsa y sacó las dos monedas—. Esto es un préstamo, ¿no?

—¿A cuenta de mis honorarios?

—Como es natural.

—Percibo que ya no está usted jugando la partida, maese Bicho.

—¿Qué partida sería ésa?

—Aquélla en la que los ganadores ganan y los perdedores pierden.

—Ah, esa partida. No, supongo que no. Suponiendo, claro está, que alguna vez la jugara.

—Tengo una sospecha repentina: esa verdad más que real que se oculta tras todos esos rumores que hablan del colapso inminente de los mercados… Todo esto es obra suya, ¿no?

—En absoluto. Intervinieron un sinfín de ganadores, se lo aseguro. Creyendo, como es natural, que al final ganarían. Así es como funcionan estas cosas. Hasta que dejan de funcionar. —Bicho chasqueó los dedos—. ¡Puf!

—Sin esos contratos, maese Bicho, será el caos.

—Quiere decir que los ganadores sufrirán un ataque de pánico y los perdedores se abalanzarán a organizar su propio festín. Sí. El caos.

—Está usted loco de remate.

—No, solo cansado. He mirado a los ojos de demasiados perdedores, Sleem. Demasiados.

—Y su respuesta es convertirnos a todos en perdedores. ¿Quiere que se compita en igualdad de condiciones? Pero no servirá para eso, ¿sabe? Entérese, Bicho. No servirá. Lo único que conseguirá es que los matones suban a la cima de cada montón, y en lugar de deudas, tendrá usted auténtica esclavitud; en lugar de contratos, tendrá tiranía.

—Todas las máscaras arrancadas, sí.

—¿De qué sirve eso?

El dios ancestral se encogió de hombros.

—Los peligros de la expansión sin trabas, abogado Sleem, se revelan en el polvo y las cenizas que quedan a su paso. Se asume la inmortalidad de la especie porque es lo que conviene a la partida. A toda partida. Pero esa suposición no le salva al final. No, de hecho, es probable que lo mate. Esa suposición egoísta, pía, pretenciosa y arrogante.

—Habla el viejo amargado.

—No tiene ni idea.

—Ojalá llevara un cuchillo encima. Porque lo mataría con él, aquí y ahora.

—Sí. La partida siempre termina, ¿verdad?

—Y se atreve usted a llamarme a mí cínico.

—Su cinismo se basa en su abuso intencionado de otros para consolidar su superioridad sobre ellos. Mi cinismo es con respecto a la ceguera premeditada de la humanidad cuando se trata de su propia extinción.

—Sin esa ceguera premeditada no queda más que la desesperación.

—Oh, no soy tan cínico. De hecho, no estoy en absoluto de acuerdo. Quizá, cuando la ceguera premeditada siga su curso inevitable, pueda nacer entonces una sabiduría premeditada, la revelación de ver las cosas como son.

—¿Cosas? ¿A qué cosas se refiere, viejo?

—Pues a que todo lo que tiene valor de verdad es, de hecho, gratis.

Sleem metió las monedas en su abultada bolsa y se dirigió a la puerta.

—Qué noción más pintoresca. Por desgracia, no le voy a desear que tenga un buen día.

—No se moleste.

Sleem se volvió al notar el matiz duro en la voz de Bicho y alzó las cejas con gesto curioso.

Bicho sonrió.

—El sentimiento no saldría gratis, ¿verdad?

—No, no lo sería.

En cuanto el desventurado abogado se fue, Bicho se levantó. Bueno, ha empezado. Casi justo el mismo día que Tehol dijo que empezaría. Ese hombre es un misterio. Y quizá sea en eso donde se encuentre la esperanza de la humanidad. En todas esas cosas que no se pueden medir, que no se pueden cuantificar.

Quizá.

Bicho tendría que desaparecer. No fuera a ser que lo descuartizara un hatajo de abogados, por no hablar ya de los financieros. Y ésa sería una experiencia muy desagradable. Pero antes tenía que advertir a Tehol.

El dios ancestral echó un vistazo por su oficina con algo parecido a un pesar afectuoso, casi con nostalgia. Había sido divertido, después de todo. Esa partida. Como la mayor parte de las partidas. Se preguntó por qué Tehol se había parado en seco la primera vez. Pero no, quizá no era tan desconcertante. Cuando uno se encuentra cara a cara con una verdad brutal (cualquier verdad brutal) era comprensible dar marcha atrás.

Como dijo Sleem, ¿qué valor tiene la desesperación?

Pero hay desesperación de sobra en el valor, una vez que se revela la ilusión. Sí, estoy muy cansado.

Bicho salió de su oficina, a la que jamás regresaría.

—¿Cómo pueden quedar solo cuatro gallinas? Sí, Ublala Pung, te estoy mirando a ti.

—Por el amor del Errante —suspiró Janath—, deja al pobre hombre en paz. ¿Qué esperabas, Tehol? Son gallinas que ya no ponen huevos, lo que las hace tan escuálidas, secas e inútiles como la manada de maduros eruditos de mi antigua escuela. Lo que hizo Ublala fue un acto de profunda valentía.

—¿Comerse mis gallinas? ¿Crudas?

—Al menos las desplumó.

—¿Estaban muertas para ese entonces?

—No discutamos detalles concretos, Tehol. A todo el mundo se le permite un error.

—Mis pobres mascotas —gimió Tehol mientras miraba la gruesa almohada que ocupaba un extremo de la estera de juncos que servía de cama al mestizo tartheno.

—No eran mascotas.

Tehol clavó los ojos entrecerrados en su antigua tutora.

—Creo recordar haberte oído dar la tabarra sobre los terrores del pragmatismo a lo largo de la historia. Y sin embargo, ¿qué te oigo decir ahora, Janath? «No eran mascotas». Una aserción pronunciada con el tono más pragmático posible. Como si solo con las palabras ya pudieras purificar lo que debió de ser un incidente de brutal asesinato de unas aves.

—Ublala Pung tiene más estómagos que tú y yo juntos. Hay que llenarlos, Tehol.

—¿Sí? —Tehol se puso las manos en las caderas, en realidad para asegurarse de que el imperdible estaba sujetando bien la manta al recordar, con otra punzada, su más que pública exhibición una semana antes—. ¿Sí? —preguntó de nuevo y, acto seguido, añadió—: ¿Y qué problema había, para ser precisos y pragmáticos, con mi famosa sopa de grava?

—Que era arenosa.

—Una insinuación de sabores sutiles que solo se pueden cultivar tras recoger con diligencia raspaduras del suelo, sobre todo de un suelo sobre el que se pavoneaban gallinas hambrientas.

La mujer alzó la vista y se lo quedó mirando.

—No estarás hablando en serio, ¿no? ¿Era de verdad grava del suelo? ¿Este suelo?

—No creo que haya razón para poner una expresión tan sobresaltada, Janath. Por supuesto —soltó con displicencia Tehol, al tiempo que se acercaba a la almohada salpicada de sangre—, la cocina creativa exige una cierta delicadeza de paladar, una cultura de la apreciación… —Le dio una patada a la almohada y ésta chilló.

Tehol se giró en redondo y miró con furia a Ublala Pung, que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y que agachó la cabeza.

—Estaba guardando una para después —musitó el gigante.

—¿Con plumas o desplumada?

—Bueno, está ahí metida para que no se enfríe.

Tehol miró a Janath y asintió.

—¿Ves? ¿Lo ves, Janath? ¿Lo ves al fin?

—¿Ver qué?

—La letal ladera del pragmatismo, señora. La prueba misma de todos tus argumentos de hace años. La historia de racionalizaciones insensibles de Ublala Pung (si pudieras llamar racional a lo que haya en ese cráneo) que lo lleva (a él y, me atrevo a añadir, a un sinfín de gallinas confiadas) al inevitable y atroz extremo de… ¡de una desnudez abyecta dentro de una almohada!

Janath alzó las cejas.

—Vaya, esa escena de la semana pasada te dejó marcado, ¿eh?

—No seas absurda, Janath.

Ublala había sacado la lengua (un enorme trozo guijarroso de carne) y estaba intentando estudiársela, de pronto bizco por el esfuerzo.

—¿Qué estás haciendo ahora? —preguntó Tehol.

La lengua se retiró y Ublala parpadeó unas cuantas veces para enderezar los ojos.

—Me corté con un pico —dijo.

—¿Te comiste los picos?

—Es más fácil empezar por la cabeza. No se mueven tanto si no tienen cabeza.

—¿En serio?

Ublala Pung asintió.

—¿Y supongo que consideras eso compasivo?

—¿Qué?

—Pues claro que no —soltó Tehol—. Es solo pragmático. «Oh, me están comiendo. Pero no pasa nada. ¡No tengo cabeza!».

Ublala lo miró con el ceño fruncido.

—Nadie te está comiendo, Tehol. Y todavía tienes la cabeza ahí, la estoy viendo.

—Estaba hablando de las gallinas.

—Pero ellas no hablan letherii.

—No te vas a comer mis cuatro últimas gallinas.

—¿Qué hay de la que está en la almohada, Tehol? ¿Quieres que te la devuelva? Podrían volverle a crecer las plumas, aunque quizá coja un catarro o algo. Puedo devolvértela si quieres.

—Muy generoso por tu parte, Ublala, pero no. Acaba con su desgracia de una vez, pero cuidado con el pico. Entretanto, sin embargo, creo que tienes que empezar a organizarte; después de todo, se supone que tendrías que haberte ido hace días, ¿no?

—No quiero ir a las islas —dijo Ublala arrastrando una uña astillada por la arenilla del suelo—. Envié recado. Con eso ya basta, ¿no? Envié recado.

Tehol se encogió de hombros.

—Si con eso basta, con eso basta. ¿Verdad, Janath? Desde luego, quédate con nosotros, pero tienes que salir a buscar comida. Para todos. Una expedición de caza, y no será fácil, Ublala. Nada fácil. Ya hace días que no sube un barco de abastecimiento por el río, y la gente ha empezado a acumular cosas, como si fuera inminente algún desastre terrible. Así que, como he dicho, Ublala, no será fácil. Y odio admitirlo, pero hay personas ahí fuera que no creen que puedas conseguirlo.

Ublala Pung levantó de golpe la cabeza, había fuego en sus ojos.

—¿Quién? ¿Quién?

Las cuatro gallinas dejaron de rascar el suelo y ladearon las cabezas al unísono.

—Prefiero no decirlo —dijo Tehol—. En cualquier caso, necesitamos comida.

El tartheno se había puesto en pie, la cabeza hizo crujir el techo antes de adoptar su habitual postura encorvada cuando estaba en una habitación. El yeso le roció el pelo y bajó flotando para posarse en el suelo. Las gallinas se abalanzaron y se arremolinaron a sus pies.

—Si fracasas —dijo Tehol—, tendremos que empezar a comer, eh, yeso.

—La cal es venenosa —dijo Janath.

—¿Y el guano de gallina no? ¿Te oí quejarte mientras engullías mi sopa con ruidosos sorbidos?

—Te estabas tapando los oídos con las manos, Tehol, y yo no estaba engullendo nada, lo estaba vomitando.

—Puedo hacerlo —dijo Ublala al tiempo que apretaba los puños—. Puedo conseguir comida. Ya lo verás. —Y con eso se abrió camino por la puerta, salió al estrecho callejón y se fue.

—¿Cómo lo has hecho, Tehol?

—No voy a llevarme el mérito. Es como lo maneja Shurq Elalle. Ublala Pung está ansioso por demostrar lo que puede hacer.

—Quieres decir que te aprovechas de su falta de autoestima.

—Bueno, eso sí que es una hipocresía viniendo de una tutora, ¿no crees?

—Ooh, las antiguas heridas todavía escuecen, ¿eh?

—Qué más dan las antiguas heridas, Janath. Tienes que irte.

—¿Qué? ¿Hay rumores de que soy incapaz de algo?

—No, hablo en serio. Cualquier día de éstos va a haber problemas. Aquí.

—¿Y dónde se supone que debo ir?

—Debes ponerte en contacto con los amigos eruditos que te queden, busca uno en el que puedas confiar…

—Tehol Beddict, en serio. No tengo amigos entre mis compañeros eruditos, y desde luego ninguno en el que pueda confiar. Es obvio que no sabes nada de mi profesión. Trituramos picos entre los dientes sin pensarlo siquiera. En cualquier caso, ¿de qué tipo de problemas estás hablando? ¿Ese sabotaje económico que te traes entre manos?

—Bicho debería aprender de una vez a mantener la boca cerrada.

La antigua tutora lo estaba estudiando de una forma muy incómoda.

—Sabes, Tehol Beddict, nunca imaginé que pudieras ser un agente del mal.

Tehol se alisó el cabello e hinchó el pecho.

—Impresionante, pero no me convence. ¿Por qué estás haciendo todo esto? ¿Hay alguna herida del pasado que aplaste a todas las demás? ¿Alguna terrible necesidad de venganza para dar respuesta a algún horrendo trauma de juventud? No, siento auténtica curiosidad.

—Fue todo idea de Bicho, por supuesto.

Janath sacudió la cabeza.

—Prueba otra vez.

—Hay muchos tipos de mal, Janath.

—Sí, pero el tuyo quiere ver sangre derramada. Mucha sangre.

—¿Hay alguna diferencia entre la sangre derramada y la sangre exprimida poco a poco, de una forma dolorosa, a lo largo de toda una vida acortada y repleta de tensión, miseria, angustia y desesperación, todo en nombre de un dios amorfo al que nadie se atreve a llamar sagrado?, ¿incluso cuando hincan la rodilla y repiten la letanía de la obligación sagrada?

—Oh, vaya —dijo la estudiosa—. Bueno, es una pregunta interesante. ¿Hay alguna diferencia? Quizá no, quizá solo es una cuestión de grado. Pero no creo que eso te ponga a ti por encima de los demás a nivel moral, ¿verdad?

—Jamás he pretendido estar por encima de los demás a nivel moral —dijo Tehol—, cosa que ya me distingue de mi enemigo.

—Sí, eso ya lo veo. Y por supuesto estás listo para destruir a ese enemigo con sus propias armas, usando su propia escritura sagrada; usándola, en pocas palabras, para matarlo. Tú estás justo en el extremo de la pendiente a la que se encarama tu enemigo. O debería decir «se aferra». Bueno, que seas diabólico no es ninguna sorpresa, Tehol. Vi ese rasgo en ti hace mucho tiempo. Con todo, ¿esta sed de sangre? Sigo sin verla.

—Es probable que esté relacionado con tus lecciones sobre el pragmatismo.

—¡Ah, no, no te atrevas a señalarme a mí con el dedo! El verdadero pragmatismo, en este caso, te guiaría hasta una inmensa riqueza y la recompensa de la indolencia, a la explotación más absoluta del sistema. El parásito perfecto, y que se fastidien todos esos seres inferiores, los indigentes y los estúpidos, los fracasos desechados que acampan en cada callejón. Tú desde luego posees el talento y genio necesarios y, de hecho, si fueras ahora mismo el ciudadano más acaudalado de este imperio y vivieras en alguna enorme hacienda rodeado de un ejército de guardaespaldas y con cincuenta concubinas en tus caballerizas, no me sorprendería en absoluto.

—No te sorprendería —dijo Tehol—, pero ¿quizá te decepcionaría, no obstante?

La mujer frunció los labios y apartó la mirada.

—Ése es otro tema, Tehol Beddict. Un tema que no vamos a debatir aquí.

—Si tú lo dices, Janath. En cualquier caso, la verdad es que sí que soy el ciudadano más acaudalado de este imperio. Gracias a Bicho, por supuesto, mi fachada.

—Y sin embargo vives en un cuchitril.

—¿Menosprecias mi morada? ¡Tú, una invitada que nada paga! Eso me ha dolido, Janath.

—No, a ti no te duele.

—Bueno, a las gallinas sí, y puesto que ellas no hablan letherii…

—Ya seas el ciudadano más acaudalado o no, Tehol Beddict, tu objetivo no es la expresión ostentosa de esa riqueza, ni la explotación del poder que te concede. No, tú pretendes provocar el derrumbamiento de la estructura económica fundamental de este imperio. Y yo sigo sin poder desentrañar por qué.

Tehol se encogió de hombros.

—El poder siempre termina destruyéndose a sí mismo, Janath. ¿Quieres rebatir esa afirmación?

—No. ¿Así que me estás diciendo que todo esto es un ejercicio de poder? ¿Un ejercicio que culmina en una lección que nadie podría no reconocer por lo que es? ¿Una metáfora convertida en realidad?

—Pero Janath, cuando decía que el poder se destruye a sí mismo, no hablaba en términos metafóricos. Lo decía de forma literal. Así que, ¿cuántas generaciones de endeudados tienen que sufrir mientras el boato de la civilización se multiplica y se exhibe por todos lados, con una proporción cada vez mayor de esos caprichos materiales fuera de su alcance financiero? Cuántas, antes de que nos paremos de forma colectiva y digamos: «¡Eh! ¡Ya está bien! ¡No más sufrimiento, por favor! ¡No más hambre, no más guerra, no más desigualdad!». Bueno, por lo que yo veo, nunca hay suficientes generaciones. Nos limitamos a seguir avanzando como podemos, a devorar todo lo que queda a nuestro alcance, incluyendo a nuestros congéneres, como si no fuese más que la expresión innegable de una ley natural, que como tal no está sujeta a ningún contexto moral, a ninguna restricción ética, a pesar de la invocación excesiva, ubicua e insincera de esas dos magníficas nociones con las que todo el mundo da la tabarra.

—Demasiado sentimiento en tu disertación, Tehol Beddict. Eso resta puntos.

—¿Te escondes tras un humor seco, Janath?

—Ay. De acuerdo, comienzo a comprender tus motivos. Desencadenarás el caos y la muerte por el bien de todos.

—Si fuera de los que se compadece de sí mismo, quizá ahora gimiera que nadie me lo va a agradecer.

—Así que aceptas la responsabilidad de las consecuencias.

—Alguien tiene que hacerlo.

Janath se quedó callada una docena de latidos y Tehol observó sus ojos (unos ojos preciosos, sin duda), que se fueron abriendo poco a poco.

—Tú eres la metáfora hecha realidad.

Tehol sonrió.

—¿No gusto? ¡Pero eso no tiene sentido! ¿Cómo es posible que yo no guste? ¿Que no resulte admirable incluso? ¡Me he convertido en el epítome de la codicia triunfante, el icono de este gran dios sin nombre! Y si no hago nada con toda mi inmensa riqueza, bueno, me he ganado ese derecho. Según todas las reglas expresadas en la sagrada letanía, ¡me lo he ganado!

—Pero ¿dónde está la virtud en destruir luego toda esa riqueza? ¿En destruir el mismo sistema que utilizaste para crearla?

—Janath, ¿dónde está la virtud en nada de ello? ¿La posesión es una virtud? ¿Es una virtud pasarse la vida trabajando para un sapo rico? ¿Es una virtud tener un empleo leal en una casa de mercaderes? ¿Leal a qué? ¿A quién? Oh, ¿es que han pagado por esa lealtad con cien diques a la semana?, ¿como si fuera cualquier otro artículo de consumo? Claro que, ¿qué versión es más real, la virtud de la codicia egoísta o la virtud de la lealtad a tu jefe? ¿Los mercaderes que están en la cima de sus montones de tesoros no son despiadados y feroces como corresponde a esos privilegios que supuestamente se han ganado? Y si vale para ellos, ¿por qué no vale para el trabajador más humilde de su casa? ¿Dónde está la virtud en tener dos conjuntos de reglas que se contradicen entre sí, y por qué palabras tan elegantes como «moral» y «ético» son las primeras que gimotean aquellos que perdieron de vista su significado en su ascenso a la cima? ¿Desde cuándo la ética y la moralidad se han convertido en armas de sumisión?

Janath había alzado la cabeza y lo estaba mirando con expresión ilegible.

Tehol pensó en alzar las manos al aire para puntuar su arenga, pero en su lugar se encogió de hombros.

—Y, sin embargo, se me rompe el corazón por una gallina desnuda.

—Estoy segura —susurró ella.

—Deberías haberte ido —dijo Tehol.

—¿Qué?

Unas botas pisando con fuerza en el callejón y precipitándose hacia la puerta. La endeble contraventana rota (recién instalada por Bicho en nombre de la modestia de Janath), astillada. Figuras con armaduras que se abrían paso.

Un lamento bajo de Janath.

Tanal Yathvanar se quedó mirando sin poder creérselo. Sus guardias se abrieron paso a su alrededor hasta que se vio obligado a extender los brazos para impedir que siguieran atestando esa absurda habitación con los pollos que cloqueaban, asustados, y dos ciudadanos con los ojos muy abiertos.

Bueno, ella al menos los tenía muy abiertos. El hombre, que tenía que ser el infame Tehol Beddict, se limitaba a mirar, ridículo en su manta sujeta por un imperdible, mientras Tanal clavaba los ojos en Janath y sonreía.

—Qué inesperado.

—Lo… conozco, ¿verdad?

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó Tehol con voz serena.

Confundido por la pregunta de Janath, Tanal tardó un momento en comprender las palabras de Tehol. Después le dedicó una mueca burlona.

—Estoy aquí para arrestar a su criado. El que se llama Bicho.

—Oh, vamos, no cocina tan mal.

—Y resulta que, al parecer, me he tropezado con otro delito en pleno proceso.

Tehol suspiró y se agachó para coger una almohada. Metió la mano dentro y sacó un pollo vivo. Casi desplumado, solo quedaban algunas plumas aquí y allá. La criatura intentó agitar una alas fofas y rosadas, la cabeza meneándose de acá para allá sobre un pescuezo flaco. Tehol le tendió el pollo al otro.

—Aquí tiene. La verdad es que tampoco esperábamos recibir el rescate.

Detrás de Tanal, un guardia lanzó una carcajada que sofocó a toda prisa.

Tanal frunció el ceño y se recordó que debía averiguar quién había hecho ese ruido. Un expediente y una semana de turnos disciplinarios servirían de advertencia, esa falta de profesionalidad salía cara en presencia de Yathvanar.

—Quedan los dos arrestados. Janath, por haber escapado de la custodia de los patriotas. Y Tehol Beddict, por albergar a dicha fugitiva.

—Ah, bueno —dijo Tehol—, si quiere comprobar los Informes de la Abogacía del mes pasado, señor, se encontrará con que se concedió un perdón oficial a Janath Anar in absentia. El tipo de perdón que siempre emiten ustedes cuando alguien ha desaparecido sin dejar rastro y, por lo general, de forma permanente. Así que aquí la erudita ha sido totalmente perdonada, lo que a su vez significa que yo no albergo a ninguna fugitiva. En cuanto a Bicho, bueno, cuando encuentre su rastro, dígale que está despedido. No pienso tolerar delincuentes en mi casa. Y hablando de lo cual, ya puede irse, señor.

Ah, no, ésta no se me escapará una segunda vez.

—Si tal perdón existe —le dijo Tanal a Tehol Beddict—, entonces por supuesto que se les liberará a los dos, con las debidas disculpas. De momento, sin embargo, están bajo mi custodia. —Señaló a uno de sus guardias—. Espóselos.

—Sí, señor.

Bicho giró la esquina que llevaba a la estrecha callejuela y se la encontró bloqueada por un novillo al que acababan de matar, las patas estiradas, la lengua blanca colgando mientras Ublala Pung (un brazo envolviendo el cuello roto de la bestia) gruñía y tiraba, la cara roja y las venas de las sienes violáceas y sobresaliendo. El extraño latido múltiple de sus corazones palpitaba de forma visible a ambos lados del grueso cuello del tartheno, que se empeñaba en arrastrar el novillo hacia la puerta de Tehol.

Se le iluminaron los ojitos al ver a Bicho.

—Ah, bien. Ayuda.

—¿De dónde has sacado eso? Da igual. Jamás cabrá por la puerta, Ublala. Tendrás que descuartizarlo aquí fuera.

—Oh. —El gigante agitó una mano—. Siempre se me olvida algo.

—Ublala, ¿Tehol está en casa?

—No. No hay nadie.

—¿Ni siquiera Janath?

El tartheno negó con la cabeza mientras miraba al novillo, que seguía atravesado en la callejuela.

—Tendré que arrancarle las patas —dijo—. Oh, las gallinas están en casa, Bicho.

Éste se había ido poniendo cada vez más nervioso con cada paso que lo había ido acercando a la casa de todos, y ya empezaba a entender por qué. Pero debería haber sentido más que simples nervios. Debería haberlo sabido. Mi mente… he estado distraído. Devotos lejanos, algo más cercano

Bicho trepó por encima del animal muerto, se abrió paso junto a Ublala Pung, cosa que, dado el sudor que bañaba al hombretón, no supuso casi ningún esfuerzo, y se apresuró hacia la puerta.

La contraventana estaba rota, arrancada de los endebles goznes. Dentro, cuatro gallinas marchaban por el suelo como soldados sin rumbo fijo. La almohada de Ublala Pung estaba intentando hacer lo mismo.

Mierda. Los tienen.

Se montaría una escena en el cuartel general de los patriotas. Imposible evitarla. Destrucción total, la rabia de un dios ancestral desatada, oh, todavía era muy pronto. Se alzarían demasiadas cabezas, los ojos entrecerrados, el hambre estallando como jugos bajo la lengua. Tú quédate donde estás. Quédate donde estás, Icarium. Robavida. No eches mano de tu espada. No arrugues la frente. Que no haya ceños de rabia que estropeen tu rostro inhumano. ¡Quédate, Icarium!

Entró en la habitación y encontró un saco grande.

Ublala Pung llenó la puerta.

—¿Qué está pasando?

El dios empezó a meter lo poco que poseían en el saco.

—¿Bicho?

Cogió de golpe una gallina y la metió, y después otra.

—¿Bicho?

La almohada ambulante fue lo último. Le hizo un nudo al saco, se dio la vuelta y se lo entregó a Ublala Pung.

—Busca otro sitio para esconderte —dijo Bicho—. Toma, es todo tuyo.

—¿Pero qué pasa con la vaca?

—Es un novillo.

—Lo intenté, pero está atascado.

—Ublala… de acuerdo, quédate aquí, pero estás solo. ¿Comprendido?

—¿Adónde vas tú? ¿Dónde está todo el mundo?

Si Bicho se lo hubiera contado entonces, en términos claros que Ublala Pung pudiera comprender, todo podría haber resultado de forma diferente. El dios ancestral volvería la vista a ese único momento, por encima de todos los demás, durante la prolongada época de retrospección que siguió. Si hubiera dicho la verdad

—Se han ido, amigo, no volveremos ninguno. No en mucho tiempo. Quizá nunca. Cuídate, Ublala Pung, y cuidado con tu nuevo dios, es mucho más de lo que parece.

Y con eso Bicho ya estaba fuera, trepando por encima del cadáver una vez más y en la boca del callejón. Donde se detuvo.

Lo estarían buscando. En las calles. ¿Quería una lucha constante? No, solo un único golpe, una escena de poder desvelado que mandara partes de cuerpos de los patriotas volando por los aires. Limpio y rápido. Antes de que despierte a toda la puñetera colección de fieras.

No, ahora necesito moverme sin que me vean.

Y rápido.

El dios ancestral hizo cobrar vida a cierto poder, poder suficiente para tironear de su ser material y desmontarlo. Dejó de ser corpóreo, se deslizó a través de los sucios adoquines de la calle y se coló en las venas de agua filtrada que entreveraban la ciudad entera.

Sí, mucho más rápido por allí, el movimiento veloz como el pensamiento…

Hizo saltar la trampa antes de ser consciente siquiera de que lo habían apartado de su curso, arrastrado como una limadura de hierro hacia un imán. Algo tiró de él con fuerza, y luego, como si estuviera en un remolino, fue bajando hasta un bloque de piedra enterrado en la oscuridad. Una piedra de poder… el propio poder de Mael, ¡un puñetero altar!

Un altar que lo reclamaba con impaciencia, que lo encadenaba como todos los altares intentaban hacer con sus dioses elegidos. No era inteligencia o malicia, por supuesto, solo una cierta propensión a la estructura. El sabor de la sangre antigua se fundía partícula a partícula en el enrejado cristalino de la piedra.

Mael se resistió, dejó escapar un rugido que hizo estremecer los cimientos de Letheras e intentó reafirmar su forma física, concentrar su fuerza…

Y entonces saltó la trampa, por esa misma acción de recuperar su cuerpo. El altar, enterrado bajo escombros, los escombros moliendo y cambiando de posición, un millar de ajustes diminutos que atrapaban a Mael… no podía moverse, ya ni siquiera podía gritar.

¡Errante! ¡Malnacido!

¿Por qué?

¿Por qué me has hecho esto?

Pero el Errante jamás había mostrado mucho interés en recrearse en sus triunfos. No estaba en la vecindad, e incluso si lo hubiera estado, no habría respondido.

Se había eliminado un jugador de la partida.

Pero la partida continuaba.

En el salón del trono del Domicilio Eterno, Rhulad Sengar, emperador de las Mil Muertes, se encontraba solo, la espada en una mano. Bajo la luz vacilante de las antorchas, tenía los ojos fijos en la nada.

En su mente había otro salón del trono y en ese lugar no estaba solo. Sus hermanos se encontraban ante él, y tras ellos, su padre, Tomad, y su madre, Uruth. En las sombras, junto a las paredes, se encontraban Udinaas, Nisall y la mujer que Rhulad no quería nombrar y que en otro tiempo había sido la esposa de Temor. Y cerca de las puertas cerradas con llave, una figura más, demasiado perdida en la penumbra para poder distinguirla. Demasiado perdida, con mucho.

Binadas inclinó la cabeza.

—He fracasado, emperador —dijo—. He fracasado, hermano mío. —Señaló hacia abajo y Rhulad vio la lanza que traspasaba el pecho de Binadas—. Un toblakai, fantasma de nuestras antiguas guerras tras la caída de los kechra. Nuestras guerras en los mares. Regresó para asesinarme. Es Karsa Orlong, un teblor, un tartheno toblakai, un tartheno, un fenn; oh, ahora tienen muchos nombres, sí. Me han asesinado, hermano, pero no morí por ti. —Binadas alzó la vista y sonrió con la sonrisa de un muerto—. Karsa te espera. Está esperando.

Temor se adelantó un solo paso y se inclinó. Al erguirse clavó la mirada pesada en Rhulad, que gimoteó y se encogió en su trono.

—Emperador. Hermano. No eres el niño que yo crié. No eres ningún niño que yo haya criado. Nos traicionaste en la Aguja de Hielo. Me traicionaste cuando me robaste a mi desposada, a mi amor, cuando la dejaste encinta, cuando la sometiste a tal desesperación que se quitó la vida. —Mientras hablaba, su esposa muerta fue a reunirse con él y se cogieron de las manos. Temor dijo—: Ahora estoy con padre Sombra, hermano, y te estoy esperando.

Rhulad lanzó un grito, un sonido lastimero que resonó en la cámara vacía.

Trull, el cráneo pálido donde una vez estuvo su pelo, los ojos convertidos en los ojos de los pelados, vacíos, invisibles para todos, ojos en los que no podía mirarse ningún otro tiste edur. Ojos de soledad. Alzó la lanza que llevaba en las manos y Rhulad vio el brillo carmesí en ese mango, en la amplia hoja de hierro.

—Me puse al frente de legiones en tu nombre, hermano, y ahora están todos muertos. Todos muertos.

»Regresé a ti, hermano, cuando Temor y Binadas no podían. Para rogar por tu alma, tu alma de antes, Rhulad, por el niño, el hermano que habías sido. —Bajó la lanza y se apoyó en ella—. Me ahogaste, me encadenaste a la piedra, mientras el Rhulad que yo buscaba se ocultaba en la oscuridad de tu mente. Pero ya no se ocultará más.

La figura vaga salió de la oscuridad de las puertas y se adelantó, y el Rhulad del trono se vio a sí mismo. Un joven sin armas, sin haberse iniciado en la sangre, la piel libre de monedas, la piel lisa y limpia.

—Nos alzamos en el río de la sangre Sengar —dijo Trull—. Y te esperamos.

—¡Parad! —chilló Rhulad—. ¡Parad!

—La verdad —dijo Udinaas mientras se acercaba más— es implacable, amo. ¿Amigo? —El esclavo se echó a reír—. Nunca fuiste mi amigo, Rhulad. Sostenías mi vida en la mano, en cualquier mano, la vacía o la que llevaba la espada, eso da igual. Mi vida era tuya y tú pensaste que te había abierto mi corazón. Que el Errante me lleve, ¿por qué habría de hacer eso? Mírame a la cara, Rhulad. Es la cara de un esclavo. No más memorable que una máscara de arcilla. ¿Esta carne sobre los huesos? Hace funcionar miembros que no son más que herramientas. Metí las manos en el mar, Rhulad, hasta que desapareció toda sensación. Toda vida se fue. Se alejó de lo que habían sido unas manos desafiantes. —Udinaas sonrió—. Y ahora, Rhulad, ¿quién es el esclavo?

»Me encuentro en el extremo de las cadenas. No queda más que uno. Un juego de grilletes. Mira, ¿lo ves? Me encuentro aquí, y te espero.

Habló entonces Nisall, que se adelantó desnuda, el movimiento como el de una serpiente a la luz de las velas.

—Te espié, Rhulad. Averigüé cada uno de tus secretos y los tengo ahora conmigo, como simientes en mi útero, y pronto se hinchará mi vientre y surgirán los monstruos, uno tras otro. Engendros de tu semilla, Rhulad Sengar. Abominaciones todas y cada una. ¿Y tú imaginaste que esto era amor? Yo era tu puta. La moneda que dejabas caer en mi mano pagaba mi vida, pero no fue suficiente.

»Me encuentro donde nunca me hallarás. Yo, Rhulad, no te espero.

Por último, en silencio, su padre, su madre.

Recordaba la última vez que los había visto, el día que los había enviado a morar encadenados en el vientre de esa ciudad. Oh, qué inteligente había sido eso, ¿verdad?

Pero momentos antes uno de los guardias del canciller había solicitado audiencia. Un acontecimiento terrible que relatar. La voz del letherii había temblado como una lira con las cuerdas mal ajustadas. Una tragedia. Un error en la rotación entre los carceleros, una semana pasada sin que nadie descendiera hasta sus celdas. Sin comida, pero, por desgracia, con agua más que de sobra.

Una riada creciente, de hecho.

«Mi emperador. Se ahogaron. Las celdas, hundidas hasta el pecho, mi señor. Sus cadenas… no lo bastante largas. No lo bastante largas. El palacio solloza. El palacio clama. El imperio entero, mi señor, agacha la cabeza. El canciller Triban Gnol está desolado, mi señor. Se ha metido en la cama, incapaz de expresar todo su dolor».

Rhulad podía hacer apartar la vista a aquel hombre tembloroso, podía hacerlo apartar la vista, sí, con la mirada vacía de un hombre que ha conocido la muerte una y otra vez, que ha dejado atrás todo sentimiento. Y escuchar esas palabras vacías, esas correctas expresiones de horror y pena.

Y en la mente del emperador podría haber estas palabras: Yo los envié ahí abajo para que se ahogaran. Sin que se formulara ni una sola apuesta.

Las aguas crecientes, este palacio que se funde, que se hunde. Este Domicilio Eterno. He ahogado a mi padre. A mi madre.

Podía ver esas celdas, la riada negra, los surcos en las paredes donde habían arañado al llegar al final de esas cadenas. Podía verlo todo.

Así permanecían ante él. En silencio. La carne podrida e hinchada de gases, charcos de cieno extendiéndose alrededor de sus pies blancos, arrugados. Un padre sobre cuyos hombros Rhulad había cabalgado chillando de risa, un niño subido a su dios cuando corría por la playa con un poder y una fuerza ilimitados, con la promesa de la certeza como un beso suave en la frente de un hijo.

Una madre… no, ya basta. Yo muero y muero. Más muertes, sí, de las que nadie puede imaginar. Muero y muero, y muero.

Pero ¿dónde está mi paz?

¿Ves lo que me aguarda? ¡Míralos!

Rhulad Sengar, emperador de las Mil Muertes, estaba sentado solo en su trono, soñando con la paz. Pero ni siquiera la muerte podía ofrecérsela.

En ese momento su hermano, Trull Sengar, se hallaba cerca de Onrack, los cachorros de emlava berreaban en el suelo tras ellos; observaban con asombro a Ben Adaephon Delat, mago supremo del Imperio de Malaz, que cruzaba caminando el río poco profundo. Sin hacer caso del frío glacial de ese arroyo que amenazaba con dejar entumecida su carne, sus huesos, hasta las sensaciones de su mente, nada podía disuadirlo.

Al ver a la figura solitaria que había aparecido entre los matorrales del otro lado, Ben el Rápido se había detenido. Y, tras un rato, había sonreído y por lo bajo había dicho algo parecido a: «¿Dónde si no aquí? ¿Quién si no él?».

Y luego, con una carcajada, el mago supremo había echado a andar.

Para encontrarse con un viejo amigo que también se metía sin vacilación alguna en ese ancho río.

Otro malazano.

Junto a Trull, Onrack le posó una mano en el hombro.

—Tú, amigo mío —le dijo—, lloras con demasiada facilidad.

—Lo sé —suspiró Trull—. Es porque, bueno, es porque yo sueño con eso. Para mí. Mis hermanos, mi familia. Mi pueblo. Los dones de la paz, Onrack, eso es lo que acaba conmigo una y otra vez.

—Creo —dijo Onrack— que eludes una verdad más profunda.

—¿Eso hago?

—Sí. Hay otra persona, ¿no es cierto? No es un hermano, ni un pariente, ni siquiera es tiste edur. Alguien que ofrece otro tipo de paz, para ti, una paz nueva. Y eso es lo que anhelas y cuyo eco ves incluso en la reunión de dos amigos como la que presenciamos aquí.

»Sollozas cuando hablo de mi antiguo amor.

»Sollozas por eso, Trull Sengar, porque tu amor no ha hallado respuesta, y no hay mayor angustia que ésa.

—Por favor, amigo, basta. Mira. Me pregunto qué se están diciendo.

—La corriente del río se lleva sus palabras, como nos lleva a todos. —La mano de Onrack apretó más el hombro de Trull—. Ahora, amigo mío, háblame de ella.

Trull Sengar se secó los ojos y sonrió.

—Había, sí, una mujer muy hermosa…