Cuando salgo a buscar,
el mundo grita
y se aleja dando vueltas.
Caminar es alcanzar,
pero el mundo gira
espantado en una sublime defensa,
estremeciéndose ante mi punzada;
un toque tan inocente,
esto es lo que es buscar
la respuesta del mundo;
es una réplica arrinconada,
no quiere que la vean,
no soporta que la conozcan.
Querer es fracasar
y morir mudo.
Siempre solitarios estos pasos,
brindando lo que es
estar solo,
exclamando al mundo
que se aleja dando vueltas,
cuando en su búsqueda
te descubre.
Búsqueda
—Gaullag del Manantial
Sabía que podía hablar de misterios y mostrar una máscara de asombro encantado, pero la verdad era que los misterios asustaban a Pico. Podía oler la hechicería, sí, y percibir su poética música, tan ordenada y elocuente, pero su calor podía quemar con tanta facilidad, quemar hasta el fondo de un hombre mortal. Lo suyo no era la valentía; oh, sí, sabía verla en otros soldados, la veía en cada detalle de la capitán Faradan Sort, que estaba sentada en su caballo, a su lado, pero sabía que él no tenía ni un gramo.
Cobarde y estúpido eran dos palabras que iban juntas, creía Pico, y las dos se podían aplicar a él. Oler la magia había sido una forma de evitarla, de huir de ella, y en cuanto a esas velas de su interior, bueno, era mucho más feliz cuando no pasaba nada que pudiera hacer que esas llamas parpadearan, se avivaran, estallaran en una conflagración. Suponía que era otra decisión estúpida, la de ser soldado, pero ya no podía hacer nada.
Mientras atravesaba ese desierto en ese lugar llamado Siete Ciudades (aunque él solo había visto dos ciudades, estaba seguro de que había cinco más en alguna parte), Pico había escuchado quejarse a todos los demás soldados. De… bueno, todo. La lucha. La falta de lucha. El calor del día, el frío de la noche, los puñeteros coyotes aullando en la oscuridad, sonaban tan cerca que parecía que los tenías justo al lado, con la boca pegada a la oreja. Las picaduras de los insectos, los escorpiones, las arañas y las serpientes, todos con ganas de matarte. Sí, habían encontrado un montón de cosas de las que quejarse. Esa ciudad terrible, Y’Ghatan, y la diosa que había abierto un ojo esa noche y se había llevado a ese rebelde malvado, Leoman. Y luego, cuando todo parecía perdido, esa niña, Peccado, mostrando su propia vela. De un brillo cegador, tan puro que Pico se había encogido ante él. También se habían quejado de eso. Peccado debería haber apagado esa tormenta de fuego. La consejera debería haber esperado unos días más, porque no era posible que esos marines hubieran muerto con tanta facilidad.
¿Y qué había de Pico? ¿No los había percibido? Bueno, quizá. Ese mago, Botella, el de todas esas mascotas. Quizá Pico lo había olido, todavía vivo bajo todas esas cenizas. Pero él era un cobarde, ¿no? Acercarse a, digamos, la consejera, o al capitán Tierno, y decirles… no, eso era demasiado. Tierno era como su padre, y no le gustaba escuchar cuando se trataba de algo que no le interesaba oír. Y la consejera, bueno, ni siquiera sus propios soldados estaban seguros de ella.
Pico había escuchado su discurso junto a todos los demás, después de abandonar la ciudad de Malaz (una noche aterradora ésa, y él se alegraba de haber estado muy lejos, en un transporte) y recordaba que la mujer había hablado de continuar solos de allí en adelante. Y de hacer cosas de las que nadie más sabría nada. «Sin testigos», había dicho. Como si eso fuera importante. Ese tipo de charlas por lo general confundían a Pico, pero no esa vez. Él sabía que su vida entera era sin testigos. Así que la consejera había hecho a todos los demás soldados como él, igual que Pico, y ése había sido un regalo inesperado de esa mujer tan fría. Cobarde o no y estúpido como era, la consejera se lo había ganado esa noche. Algo a lo que ella no daría demasiada importancia, como es obvio, pero que para él significaba mucho.
En fin, su corazón había ralentizado su loca carrera y levantó la cabeza para mirar a la capitán. Ésta permanecía sentada en su caballo, en la sombra profunda, inmóvil como él había estado, y sin embargo, en un instante, Pico creyó captar en ella un sonido (el martilleo de las olas contra la piedra, los chillidos de soldados en batalla, espadas y matanza, lanzas como hielo penetrando en carne caliente, y las olas) y después todo eso desapareció.
La capitán debió de advertir su mirada porque se dirigió a él en voz baja.
—¿Se han adelantado lo suficiente, Pico?
—Sí.
—¿No captaron nuestro olor?
—En absoluto, capitán. Nos oculté con gris y azul. Fue fácil. Esa maga se arrodilla delante de las Fortalezas. No sabe nada de las sendas gris y azul.
—Se suponía que los letherii iban a unirse a nosotros —murmuró Faradan Sort—. En su lugar los encontramos cabalgando con tiste edur, haciéndoles el trabajo.
—Todo revuelto, sí. Sobre todo por aquí.
—Y ése es el problema —respondió ella, que recogió las riendas y azuzó su montura para sacarla de debajo de las pesadas ramas bajo las que se habían ocultado, a quince pasos de la pista, mientras la partida de guerra pasaba a su lado—. Vamos muy por delante de los otros pelotones. O Hellian o Urb han perdido la cabeza, o quizá los dos.
Pico la siguió en su propio caballo, un bayo dócil al que había llamado Lirio.
—Como un atizador caliente, capitán, introduciéndose hasta el fondo de la forja. Así uno se quema la mano, ¿no?
—La mano, sí. Keneb. Tú y yo. Todos los demás pelotones.
—Eh, yo me refería a su mano.
—Estoy empezando a distinguir esos momentos —dijo ella, que lo estaba mirando.
—¿Qué momentos? —preguntó Pico.
—Cuando te convences a ti mismo de lo estúpido que eres.
—Ah. —Esos momentos—. Jamás he sido tan leal, capitán. Nunca.
La mujer le lanzó entonces una mirada extraña, pero no dijo nada.
Subieron al camino y encaminaron sus monturas en dirección este.
—Andan por ahí, en alguna parte —dijo la capitán—. Metiéndose en todo tipo de líos.
Pico asintió. Llevaban ya dos noches rastreando a esos dos pelotones. Y lo que seguían era un rastro de cadáveres. Emboscadas repentinas, letherii y tiste edur muertos, los cuerpos arrastrados para ponerlos a cubierto y despojarlos de todo, tan desnudos que Pico tenía que apartar los ojos, no fuera que pensamientos malignos se colaran en su mente. Todos los lugares que su madre había querido que le tocara esa noche, no, todo eso eran pensamientos malignos, recuerdos malignos, ese mal que podía hacer que se ahorcara como había hecho su hermano.
—Tenemos que encontrarlos, Pico.
Él volvió a asentir.
—Tenemos que detenerlos. Esta noche, ¿te parece?
—Es el que se llama Balgrid, capitán. Y el otro que se llama Tazón, que ha aprendido magia muy rápido. Balgrid tiene la vela blanca, ¿de acuerdo?, y esta tierra lleva mucho tiempo sin tener la vela blanca. Así que está arrastrando el olor de todos los cuerpos que están dejando y eso está embarrando las cosas, esas orejas que están cortando, y los dedos y demás que se están atando a los cinturones. Por eso vamos de emboscada en emboscada, ¿sabe? En lugar de directamente a por ellos.
—Bueno —dijo la capitán tras un momento y otra mirada larga y curiosa—, nosotros tenemos unos malditos caballos, ¿no?
—Y ahora ellos también, capitán.
—¿Estás seguro?
—Creo que sí. Solo esta noche. Son las Fortalezas. Hay una para las bestias. Y si los magos letherii se dan cuenta, podrían aprovecharlo y encontrarlos enseguida.
—Por el aliento del Embozado, Pico. ¿Y nosotros?
—A nosotros también. Claro que hay un montón de gente montando a caballo por aquí, y eso que los estribos son penosos. Pero si se acercan, entonces quizá ni siquiera funcionen las velas gris y azul.
—Puede que termines teniendo que enseñar unas cuantas más, entonces.
Oh, esa idea no le gustó.
—Espero que no. De verdad que espero que no.
—Entonces vamos a ponernos en marcha, Pico.
No me quemes hasta el fondo, capitán. Por favor. No será agradable, para nadie. Todavía puedo oír sus gritos y siempre hay gritos y yo el primero. Mis gritos son lo que más me asusta, capitán. Me vuelvo estúpido de miedo, sí.
—Ojalá Masan Gilani estuviera con nosotros —dijo Escaso mientras arrancaba matas de musgo para lavarse la sangre de las manos.
Hellian parpadeó y miró al idiota. ¿Masan qué?
—Escuche, sargento —dijo Balgrid otra vez.
Siempre estaba diciendo lo mismo, así que ella había dejado de escucharlo. Era como mear en el fuego, como podían hacer los hombres y las mujeres no. Un simple siseo en la oscuridad repentina y después ese horrible olor. «Escuche, sargento», y siseo. Ella dejó de escuchar.
—Tiene que escuchar —insistió Balgrid, que estiró el brazo para pincharla con un dedo—. ¿Sargento?
Ella miró con furia ese dedo.
—¿Quieres que me corte la mejilla izquierda, soldado? Tócame otra vez y te arrepentirás, fíjate lo que te digo.
—Alguien sigue nuestro rastro.
Hellian frunció el ceño.
—¿Desde hace cuánto?
—Dos, quizá tres noches seguidas —respondió Balgrid.
—¿Y decides decírmelo ahora? Tos mis soldaos son idiotas. ¿Cómo que nos siguen? Tú y Tazón dijisteis que lo teníais controlado, o por lo menos que teníais algo controlado. ¿Qué es lo que habíais controlado? Claro, lleváis meando por todo el camino o algo. —Lo miró con furia—. Siseo.
—¿Qué? No. Escuche, sargento…
Y otra vez con lo mismo. Hellian se puso en pie, tambaleándose sobre aquel suelo blando, arcilloso, donde uno podía caerse con cada puñetero paso si no se tenía cuidado.
—Alguien, tú, cabo, arrastra esos cuerpos y escóndelos.
—Sí, sargento.
—Ahora mismo, sargento.
—Y vosotros dos. Quizás. Lodes…
—Laúdes.
—Ayudad al cabo. Menuda habéis montado matando a éstos. —Y era lo que había que hacer, ¿no? Esa vez la cosa había estado difícil. Dieciséis letherii y cuatro edur. Unos cuadrillos en la cabeza les habían hecho a los edur lo que le hacen a la gente normal. Como sacos de patatas desde las alturas, yuuu, cayéndose de esos caballos. Después un par de fulleros, uno delante de la columna letherii, otro por la parte de atrás. Bum, bum y el atardecer no fue más que gritos y miembros sacudiéndose, humanos y equinos y algunos no se sabía de quién.
Los malditos letherii se habían recuperado un poco deprisa para el gusto de Hellian. Y desde luego muy deprisa para el gusto de Hanno, porque Hanno se había derrumbado con solo medio cráneo después de una de las estocadas más mezquinas que ella había visto jamás. Pero el golpe había desequilibrado al soldado, claro, con esos estúpidos estribos, así que a Urb le había resultado fácil levantar una de esas manazas que tenía, coger un cinturón o lo que fuera y descabalgar al imbécil de golpe. Lo había tirado al suelo con tal fuerza que al tipo se le escapó el aliento por los dos extremos. Momento en el que Urb le había clavado un puño envuelto en cota de malla con tal fuerza en la cara, bajo el yelmo, que Urb se hizo daño en los nudillos con la nuca del hombre, bastante abajo, justo por encima de las vértablas o como se llamasen. Astillas de dientes y hueso y chorros de carne brotando por todas partes.
La primera pérdida de los pelotones había sido ésa. Todo porque Hanno se había metido de un salto pensando que los letherii todavía estaban confundidos y no podían hacer nada. Pero no, esos soldados eran veteranos. Y habían vuelto en sí a una velocidad endiablada.
A Lametazo de Sal lo habían acuchillado bien, aunque Balgrid se lo había trabajado y ya no se estaba desangrando ni estaba inconsciente. Y al cabo Reem habían ido y le habían amputado dos dedos de la mano izquierda, una mala parada con el escudo. Al pobre Urb no le iba demasiado bien como sargento.
Hellian se fue dando la vuelta con cuidado hasta que quedó mirando en otra dirección y vio a Urb, sentado en un tronco medio podrido, con aspecto desdichado. Hellian tomó un trago de ron y se acercó sin prisas.
—Ahora somos los dos sargentos, ¿no? Venga, vamos a buscar unos arbustos para meternos debajo. Me apetece sudar y gruñir con alguien, y como tenemos el mismo rango y eso, es lo obvio, y aquí nadie se va a quejar.
El otro alzó la vista con un parpadeo y la miró con los ojos muy abiertos, como una lechuza.
—¿Qué poblema ties, Urb? No soy tan fea como tú, ¿no?
—Urb no es feo —dijo Reem con una carcajada incrédula—. ¡Masan era incapaz de pensar con claridad con él por el medio! Quizá por eso dejó que la cambiaran al pelotón de Bálsamo.
Hellian lanzó un gruñido.
—Cállate, Reem. Tú eres cabo y esto es asunto de sargentos.
—Usted quiere un revolcón con Urb, sargento —dijo Reem—. No tiene nada que ver con que los dos sean sargentos, ni con que Urb parece un puñetero dios y usted va lo bastante curda como para tener ganas de sudar y gruñir.
—Sigue sin ser asunto tuyo.
—Quizá no, pero nosotros tenemos que oír esos gruñidos. Como dijo Escaso, si Masan estuviera aquí, todos podríamos soñar y puede que intentarlo con la esperanza de que ella se sintiera tan frustrada intentando llegar a alguna parte con Urb, que quizá hasta…
—¿Desde cuándo tienes la boca tan grande, Reem? —preguntó Balgrid—. Estabas mejor callado y misterioso. Así que ahora pierdes un par de dedos ¿y qué pasa?
—Callaos tos —dijo Hellian—. ¿Queréis que nos caiga encima otra patrulla y no temos listos pa ellos esta vez? Venga, los demás, sin contar aquí Urb, comprobad el equipo, coged vuestros trofeos y to eso y si queréis escuchar no os pongáis a hacer ruidos de gemidos. De envidia y eso.
—No vamos a gemir de envidia, Hellian. Más bien…
—¡Callado y misterioso, maldito seas, Reem!
—Me apetece hablar, Balgrid, y no puedes impedírmelo…
—Pero es que puedo, y no te va a hacer ninguna gracia.
—Puñetero nigromante.
—Solo el otro lado de Denul, Reem, como no hago más que decirte. Denul da, el Embozado se lleva.
Hellian se fue a por Urb, que de pronto parecía aterrado.
—Relájate —le dijo la sargento—. Que no voy a cortar nada. Por lo menos a ti no. Pero si me cascan uno de esos terribles rechazos…
—Una buena cama de musgo por aquí —dijo Escaso, que se irguió y se apartó haciendo un gesto que indicó algo tras él.
Hellian bajó el brazo y tiró de Urb para levantarlo.
De repente, Balgrid estaba al lado del hombre.
—Escuche, sargento…
Hellian arrastró a Urb y pasaron junto al mago.
—¡No, sargento! Los que nos seguían… ¡creo que nos han encontrado!
De inmediato se sacaron las armas y las figuras se dispersaron en posiciones defensivas, un círculo irregular que miraba hacia fuera, con Hellian y Urb en el centro.
—Balgrid —siseó Hellian—. Podrías haberlo dicho…
Cascos de caballo, el aliento pesado de un animal, y después una voz que exclamó algo en voz no muy alta y en malazano.
—Capitán Faradan Sort y Pico. Vamos a entrar, así que guardad los malditos fulleros.
—Ah, genial —suspiró Hellian—. Tranquilo todo el mundo, es esa capitana espeluznante.
Marines, claro. A Pico no le gustaba el aspecto de aquellos tipos. Mezquinos, hambrientos, con el ceño fruncido porque los había encontrado la capitán. Y encima había uno muerto.
Faradan Sort guió su caballo hasta el centro y desmontó. Pico se quedó donde estaba un instante, no lejos de donde se hallaban dos soldados que solo en ese momento empezaban a envainar las espadas. Veía al nigromante, el aura del hombre era blanca y fantasmal. Allí había muerte por todas partes, el aire quieto estaba impregnado de últimos alientos y él podía sentir el asalto de la pérdida como un puñetazo en el pecho.
Siempre era así donde moría gente. Jamás debería haberse hecho soldado.
—Hellian, Urb, tenemos que hablar. En privado. —Fría y dura, la voz de la capitán—. ¿Pico?
—¿Capitán?
—Ven con nosotros.
Oh, no. Pero avanzó con el caballo y después se deslizó de la silla. De repente era mucha la atención que se clavaba en él, así que agachó la cabeza y fue a colocarse junto a la capitán.
Con Faradan Sort en cabeza, el grupo se adentró en el bosque.
—No hemos hecho na malo —dijo la sargento Hellian en cuanto se detuvieron a unos veinte pasos de los demás. Parecía balancearse de un lado a otro como una serpiente de cabeza plana momentos antes de escupir veneno.
—Se suponía que tenían que tomárselo con calma y no adelantarse tanto a los otros pelotones. En cualquier momento, sargento, vamos a empezar a encontrarnos no con patrullas de veinte, sino de doscientos. Y luego dos mil.
—Ése no es el poblema —dijo Hellian con un acento que Pico no había oído jamás—. El poblema es, captán, que los letherii están luchando con esos edur…
—¿Ha intentado ponerse en contacto con esos letherii?
—Lo intentamos —dijo Urb—. La cosa se complicó. —Sacudió la cabeza—. No hay señal, capitán, de que estas personas quieran ser liberadas.
—Lo que dijo Urb —añadió Hellian asintiendo con vigor.
La capitán apartó la mirada.
—Los otros pelotones han contado algo muy parecido.
—Quizá podamos convencerlos o algo —dijo Urb.
Hellian se apoyó en un árbol.
—Me parez a mí, captán, que tenemos dos cosas que poemos hacer y solo dos. Poemos retroceder de nuevo a la costa. Construir diez mil balsas y largarnos remando tan rápido como poamos. O seguimos. Golpes rápidos y secos. Y si luego vienen contra nosotros dos mil a la vez, pues corremos a escondeznos como nos adiestraron. Golpes rápidos y secos, captán, o a remar.
—Solo hay una cosa peor que discutir con una borracha —dijo Faradan Sort— y es discutir con una borracha que tiene razón.
Hellian esbozó una sonrisa radiante.
¿Estaba borracha? Estaba borracha. Una sargento borracha, solo que, como acababa de decir la capitana, no era idiota.
—¿Tienen caballos suficientes para sus pelotones? —continuó Faradan Sort.
—Sí, señor —respondió Urb—. Más que suficientes.
—Sigo queriendo que frenen el ritmo, durante unos días por lo menos. Tengo intención de ponerme en contacto con los otros pelotones y conseguir que empiecen a hacer lo que están haciendo ustedes, pero eso llevará algo de tiempo…
—Capitán —dijo Urb—. Tengo la sensación de que ya están aprendiendo. Ahora hay un montón de patrullas más, y cada vez son más grandes y van con más cuidado. Llevamos tiempo esperando caer en una emboscada en cualquier momento y eso era lo que nos tenía preocupados. La próxima vez que venga a buscarnos, puede que se encuentre con un montón de cadáveres. Cadáveres malazanos. No tenemos las municiones para llegar hasta el final, no las tiene nadie, así que esto va a empezar a ponerse mucho más difícil, señor.
—Lo sé, sargento. Perdió a alguien en ese combate, ¿no?
—Hanno.
—Se descuidó —dijo Hellian.
Urb frunció el ceño y asintió.
—Sí, eso es verdad.
—Entonces esperemos que baste con una lección dura —dijo la capitán.
—Eso esperamos —confirmó Urb.
Faradan Sort miró a Pico.
—Háblales de las Fortalezas, Pico.
El chico se encogió, después suspiró y empezó a hablar.
—Los magos letherii… puede que sean capaces de encontrarnos por los caballos, oliéndolos, quiero decir.
—Balgrid ha estado cubriendo nuestro rastro —dijo Urb—. ¿Estás diciendo que no va a funcionar?
—Podría ser —dijo Pico—. La nigromancia es una cosa que ellos no entienden. Los letherii. Ni los tiste edur. Pero es que hay una Fortaleza de las Bestias.
Hellian sacó una petaca y echó un buen trago.
—Tenemos que saberlo con seguridad —dijo luego—. La próxima vez, Urb, nos agenciamos vivo a uno de esos magos letherii. Hacemos unas preguntas y entre grito y grito, conseguimos respuestas.
Pico se estremeció. No solo borracha, también sedienta de sangre.
—Tengan cuidado —dijo la capitán—. Eso podría volverse en su contra muy rápido.
—Todos sabemos lo del cuidado, señor —dijo Hellian con una sonrisa agotada.
Faradan Sort estudió a la sargento del mismo modo que a veces estudiaba al propio Pico.
—Hemos terminado —dijo al cabo—. Frenen un poco y cuidado con las patrullas pequeñas, podrían ser un cebo. —Dudó antes de añadir—: Ya estamos metidos en esto. ¿Comprendido?
—¿Nada de balsas?
—Nada de balsas, Hellian.
—Bien. Si no veo más mares, moriré feliz.
Y Pico sabía que lo haría. Morir feliz. Era la suerte que tenía.
—Regresen con sus pelotones —dijo la capitán—. Tranquilicen a sus soldados nerviosos.
—No es el olor —dijo Pico.
Los otros se volvieron con gesto interrogante.
—No es lo que los está poniendo nerviosos, quiero decir —explicó Pico—. El olor a muerte, lo llevan con ellos, ¿no? Así que ya están acostumbrados. Solo están nerviosos porque llevan mucho tiempo sentados sin hacer nada. En un solo sitio. Nada más.
—Entonces no perdamos más tiempo —dijo Faradan Sort.
Buena idea. Por eso era capitán, claro. Lo bastante lista como para que su modo de pensar fuera un misterio para él, pero ése era un misterio que a él no le importaba. Quizá el único.
Se arrojaron al suelo al borde del bosque. Al borde, sí, demasiados malditos bordes. Detrás había un mosaico de cultivos y setos. Se veían dos granjas pequeñas, aunque por las ventanitas cerradas con contraventanas no se veía la luz de ningún farol o vela. Con el corazón martilleándole de forma dolorosa en el pecho, Violín rodó de lado para ver cuántos lo habían conseguido. Un coro de respiraciones forzadas de los cuerpos dispersados en la oscuridad a ambos lados del sargento. Estaban todos. Gracias a Corabb y la suerte imposible de aquel guerrero del desierto.
Tenía que admitir que la emboscada había sido muy inteligente. Debería haber acabado con todos ellos. En su lugar, media legua más atrás, en un pequeño claro cubierto de hierba, quedaba el cadáver de un ciervo (un ciervo que Corabb había sacado, sin querer, de su escondrijo) con unas veinte flechas clavadas. Planeada con inteligencia, mal ejecutada.
Los malazanos no habían tardado en volver las tornas. Fulleros crujiendo en la noche, golpes secos de ballestas, el revoloteo de cuadrillos y el puñetazo del impacto. Chillidos de agonía. Una oleada de los pesados de Gesler había roto un lado de la emboscada…
Y entonces la hechicería se había revuelto y despertado, algo puro y terrible que devoraba árboles como ácido. Lenguas grises de fuego caótico que palpitaban en una especie de ola constante. Había cargado contra ellos y había envuelto a Arenas, cuyos gritos habían sido, por fortuna, cortos. Violín, a menos de diez pasos de distancia del lugar en el que se había desvanecido Arenas, había visto al mago letherii, que también parecía estar chillando de dolor al tiempo que la oleada se precipitaba. Con un bramido, Violín había girado la ballesta y había sentido el retroceso en las manos al disparar el pesado cuadrillo.
El maldito había golpeado un tronco justo por encima y detrás de la cabeza del mago. La explosión había tumbado árboles cercanos y triturado a una veintena de soldados letherii. También había apagado la hechicería de golpe. Los árboles habían empezado a derrumbarse, las ramas agitándose al caer, y los malazanos habían aprovechado para retirarse a toda prisa y echar a correr.
Un movimiento a la izquierda de Violín y apareció Gesler arrastrándose junto a él.
—El Embozado nos ha maldecido a todos, Viol. Nos estamos quedando sin bosque… ¿cómo está Sepia?
—La flecha entró hondo —respondió Violín—, pero no sangra. Podemos sacársela cuando tengamos una oportunidad.
—¿Crees que nos están siguiendo el rastro?
Violín sacudió la cabeza. No tenía ni idea. Quizá, si quedaban suficientes. Se giró.
—Botella —siseó—, por aquí.
El joven mago se acercó gateando.
—¿Puedes echar un vistazo atrás? —preguntó Violín—. ¿Averiguar si vienen a por nosotros?
—Ya lo hice, sargento. Usé todas las puñeteras criaturas que nos encontramos.
—¿Y? —quiso saber Gesler.
—Ese maldito se cargó a la mayoría, sargento. Pero el ruido trajo más. Al menos una docena de tiste edur y quizá unos cientos de letherii. ¿No están siguiendo el rastro ahora? Sí, pero continúan muy atrás; han aprendido a ser cautos, supongo.
—Estamos perdiendo la oscuridad —dijo Gesler—. Necesitamos un sitio para escondernos, Viol, solo que igual esta vez no funciona, ¿verdad? No van a descansar.
—¿Podemos perderlos? —le preguntó Violín a Botella.
—Estoy bastante cansado, sargento…
—No importa. Tú ya has hecho bastante. ¿Qué te parece, Gesler? ¿Hora de mancharnos las manos?
—¿Y usar los pocos malditos que tenemos?
—No veo otra alternativa, la verdad. Claro que yo siempre me guardo uno. Y Sepia igual.
Gesler asintió.
—Nosotros distribuimos los nuestros, y menos mal, tal y como reventó Arenas. Con todo, el tipo llevaba municiones encima, solo que no prendieron…
—Ah, pero es que sí que prendieron —dijo Violín—. Solo que no en este reino. ¿Tengo razón, Botella? Esa hechicería es como una puerta rota, de las que se come a quien pasa por ella.
—Por los espíritus del inframundo, Viol, pues sí que te lo oliste bien. Esa magia empezó como una cosa y luego se convirtió en otra… y el mago estaba perdiendo el control, incluso antes de que lo hicieras picadillo.
Violín asintió. Era lo mismo que había visto él. O que había creído ver.
—Bueno, Botella, ¿y qué significa?
El joven mago negó con la cabeza.
—Esto se está saliendo de madre… en alguna parte. Había cosas viejas, magia primitiva, al principio. No tan antigua como lo que se vincula a los espíritus. Aun así, primitiva. Y luego algo caótico lo cogió por la garganta…
A muy poca distancia, Koryk se echó de espaldas. Estaba muerto de cansancio. Que Botella y los sargentos murmuraran todo lo que quisieran, él sabía que estaban metidos hasta el cuello en la mierda polvorienta del Embozado.
—Eh, Koryk.
—¿Qué pasa, Sonrisas?
—Estuviste a punto de espicharla ahí atrás, joder.
—¿Ah, sí?
—Cuando fueron esos cuatro a por ti, vaya baile te marcaste, toda una giga, mestizo. —La chica se echó a reír, una carcajada baja y rebosante de lo que parecía malicia—. Y si no hubiera aparecido yo para clavarle un cuchillo en el ojo a ése, el que se te había colado por debajo y estaba listo para abrirte la barriga en canal, bueno, te veo enfriándote ahí atrás.
—¿Y los otros tres? —preguntó Koryk sonriendo en la oscuridad—. Apuesto a que no sabías que era tan rápido, ¿eh?
—Algo me dice que tú tampoco lo sabías.
No dijo nada porque reconocía que su compañera tenía razón. Había sentido una especie de frenesí, pero su ojo y su mano habían trabajado de un modo frío, preciso. Había sido como si se hubiera limitado a mirar cada movimiento, cada parada, cada cambio de postura y cada giro, cada cuchillada con su pesada hoja. Había observado, sí, pero con un amor profundo por ese momento, por cada momento. Había sentido algo parecido en el muro de escudos en el puerto, esa noche en Malaz. Lo que había empezado como una especie de euforia vaga se había transformado en una revelación pura. Me gusta matar. Dioses del inframundo, me gusta, y cuanto más me gusta, mejor se me da. Nunca se había sentido más vivo, más perfectamente vivo.
—Estoy deseando verte bailar otra vez —murmuró Sonrisas.
Koryk parpadeó en la oscuridad y cambió de postura para mirarla. ¿Estaba excitada? ¿De algún modo la había besado entre esas piernas musculosas que tenía y la había despertado? ¿Porque había matado bien? ¿He bailado esa giga, Sonrisas?
—Cuanto más te conozco, mujer, más asustas.
Ella lanzó un bufido.
—Así me gusta, mestizo.
Chapapote habló desde el otro lado de Koryk.
—Creo que voy a vomitar.
Una carcajada un poco más distante de Sepia.
—Sí, Chapapote, es lo que pasa cuando se derrumba toda tu perspectiva del mundo. Claro que —añadió—, si pudieras conseguir que tu baile fuera poesía cuando matas a la gente, quién sabe…
—Ya está bien. Por favor.
—Tú tranquilo —insistió Sepia—. Que tú no eres de los que bailan. Estás enraizado como un árbol y eres igual de lento, Chapapote.
—Puede que sea lento, Sepia, pero los idiotas terminan cayendo, ¿no?
—Ah, sí, eso sí. No sugiero otra cosa. Pero tú puedes montar solo un muro de escudos, eso es lo que eres.
El cabo Tormenta estaba escupiendo sangre. Un puñetero codo le había partido la boca, así que tenía dos dientes sueltos y se había mordido la lengua. El codo en cuestión quizá hubiera sido el suyo, alguien había chocado contra él en la trifulca y él tenía el brazo del arma levantado con la punta de la espada en ángulo hacia abajo. Casi le había arrancado el hombro del maldito sitio.
Un revés salvaje con el pomo había aplastado la sien del atacante, que había retrocedido tambaleándose con un ojo a medio sacar. Narizcorta había acabado después con el letherii.
Menuda carga que había sido ésa, con él y sus pesados, Narizcorta y el trío de damas, cada una de las cuales podía dominar con una simple mirada a un bhederin macho en celo y hacerlo papilla si se daba el caso. Mala suerte lo de Arenas, sin embargo. Pero no vamos a perder a nadie más. Ni uno solo más. Tengo a mis pesados y podemos acabar con lo que nos lancen, lo que sea.
Y no solo nosotros. Ese Chapapote y Koryk… Viol tiene un par tremendo en esos dos. Y esa Sonrisas, tiene el corazón duro y negro de una garra. Buenos pelotones, sí, señor, para este tipo de trabajo. Y ahora vamos a dar la vuelta y vamos a matarlos de un patadón en la cara. Lo presiento. Viol y Gesler, cocinando en la vieja caldera de Kellanved.
Estaba encantado con que la consejera por fin los hubiera soltado de una vez. Y además así. Al Embozado con las malditas marchas en columnas. No, te metes, das un golpe rápido y a otra cosa, sí, y que no sepan de dónde les viene. Así que los idiotas de la pista iban a por ellos, ¿eh? ¿Y por qué no? Solo eran dos pelotones de nada. Y seguro que ellos ya tenían cientos a aquellas alturas.
—Por la maldición de Kellanved —murmuró con una gran sonrisa.
La cara redonda de Destello de Ingenio surgió junto a él.
—¿Dices algo, cabo?
—Marines malazanos, querida, eso somos nosotros.
—¿No pesados? Yo creí…
—Eres las dos cosas, Destello. Relájate. Verás, los marines malazanos llevan años sin hacer lo que están adiestrados para hacer, desde antes de que muriera Kellanved. Adiestrados, ¿ves? Para hacer justo lo que estamos haciendo ahora, bendito sea Fener. Esos pobres cabrones de letherii y edur, dioses del inframundo, pobres idiotas ignorantes.
—Lo bastante listos para tendernos emboscadas —comentó Uru Hela por detrás de Destello de Ingenio.
—Pero no funcionó, ¿a que no?
—Solo porque…
—Ya está bien, Uru Hela. Estaba hablando yo, ¿estamos? Tu cabo. Así que escucha y calla.
—Yo solo preguntaba…
—Otra palabra y doy parte de ti, soldado.
Si la mujer lanzó un bufido, se apresuró a convertirlo en una tos.
—¡Silencio ahí abajo! —Era Gesler, que estaba con Violín.
Lo que él decía. Tormenta asintió.
Marines malazanos. Ja.
Violín señaló con la cabeza la pista estrecha y sinuosa que serpenteaba hacia la granja más cercana y sus exiguas dependencias.
—Echamos una buena carrera y arrastramos a los heridos hasta allí abajo. Directos hacia la casa por ese camino de carretas.
—Como si todavía huyéramos asustados, llevados por el pánico —replicó Gesler—. Sí. Claro que tenemos que desalojar esa casa, lo que significa matar civiles y tengo que decir, Viol, que eso no me gusta.
—Quizá podamos buscar otra forma —respondió Violín—. ¿Botella?
—Sí, sargento. Estoy cansado, pero es muy probable que pueda hechizarlos. Quizá hasta meterles alguna idea falsa en la cabeza. Como que nos fuimos al norte cuando en realidad fuimos al sur. Algo así.
—No te nos mueras nunca, Botella —dijo Gesler. Y dirigiéndose a Violín, añadió—: Entonces voy a recoger municiones de mi pelotón.
—Sepia y yo —contestó Viol con un nuevo asentimiento.
—¿Cables para que tropiecen?
—No, ya será de día para entonces. No, haremos el tambor.
—Que el Embozado me lleve —dijo Gesler sin aliento—. ¿Estás seguro? Es decir, he oído hablar de eso…
—Oíste hablar de ello porque lo inventamos Seto y yo. Y lo perfeccionamos, más o menos.
—¿Más o menos?
Violín se encogió de hombros.
—O funciona o no. Tenemos el engaño de Botella por si no funciona…
—Pero no habrá vuelta atrás para recuperar esos malditos, ¿no?
—No a menos que quieras contemplar la luz blanca y brillante, Gesler.
—Bueno —dijo el hombre de tono ambarino con una gran sonrisa—, puesto que existe la posibilidad de ver la leyenda convirtiéndose en realidad con el genio que la inventó… no te voy a disuadir, Viol.
—La mitad del genio, Gesler. Seto fue la otra mitad.
—¿Lo estás pensando mejor?
—Mejor, peor y como sea, amigo mío. Pero lo vamos a hacer de todos modos. Cuando todo el mundo esté listo, te adelantas con todos, salvo Sepia y yo. Os vais a esa casa de la granja, la de acá. Creo que la de más allá está abandonada. Puede ser que el propietario volviera a construir. Los puñeteros campos parecen muy bien cuidados, ¿no crees?
—Sí, sobre todo dado lo pequeño que es el caserío.
—Que Botella olisquee un poco antes de lanzaros a la carga.
—Sí. ¿Oyes eso, mago?
—¿Qué? Perdón, creo que me dormí.
Gesler miró con furia a Violín.
—¿Nuestras vidas están en las manos de este hombre? Que el Embozado nos ayude.
Las órdenes se fueron pasando por la fila descuidada de hombres postrados. El amanecer empezaba a teñir el aire cuando Gesler, con Botella a su lado y seguidos por Corabb Bhilan Thenu’alas, condujeron a lo que ya era su enorme pelotón al camino de carretas. Arañando el suelo, abriendo surcos aquí y allá (nada demasiado obvio, solo lo justo) rumbo a la modesta casa.
Violín y Sepia los observaron durante un rato, hasta que se alejaron lo suficiente del lugar que habían decidido que era el mejor para la trampa: matorrales que se acercaban mucho al camino de carretas y estrechaban las líneas de visión en ese tramo. Más allá de los arbustos, dos árboles de mediana edad a la izquierda y uno muy antiguo a la derecha.
Cuatro malditos para eso. Dos muy juntos, luego uno y al final el último.
Sepia, la cara bañada en sudor por la punta de lanza que tenía alojada en el hombro, no hizo ningún comentario, cosa muy extraña en él, cuando Violín indicó al zapador que recorriera la pista desde su lado del estrechamiento hasta veinte pasos más allá, y que colocara los palos en el suelo cuando él se lo mandara. Una vez hecho eso, la tarea de Sepia era cavar agujeros en la tierra compacta donde habían estado los palos. Agujeros poco profundos.
Un zapador que confiara en el tirón de Oponn quizá lo hubiera dejado así y le hubiera rezado a los veleidosos Gemelos para que el casco de un caballo descendiera sobre, al menos, uno de los malditos plantados. Pero no era así como funcionaba el tambor. Lo único que hacía falta era una vibración. Si los malditos estaban recortados lo justo por un lado; si la piedra afilada que se apoyaba en ese punto era lo bastante afilada y se colocaba en el ángulo justo para que la reverberación clavara la punta en la concha de arcilla. El verdadero desafío, como habían descubierto Violín y Seto, era el afeitado del maldito (hasta que fuera fino como la cáscara de un huevo), pero sin llegar a romperlo, porque entonces terminabas pintando las hojas de los árboles más altos con sangre y tripas.
En cuanto Sepia terminó de excavar el primer agujero, Violín se dirigió hacia allí con un maldito acunado en las manos. Lo dejó con todo cuidado en el suelo, sacó un cuchillo e hizo unos ajustes diminutos en el agujero. Después volvió a concentrarse en el maldito. Ése, al principio del tramo, sería el primero en estallar. Lo que dispararía los otros en medio de la tropa, con dos en la parte de atrás por si la columna era especialmente larga.
Colocó el maldito en el agujero, se echó boca abajo y acercó el cuchillo a un lado de la mina. Y empezó a recortar arcilla.
El sol se había alzado y, aunque el aire era todavía fresco, el sudor chorreaba por la cara de Violín mientras iba quitando astillas diminutas de aquella arcilla compuesta por granos finos. Le hubiera gustado que la luz incidiera directamente en el maldito, en el lado al que se estaba dedicando, así podría trabajar hasta que viera ese fulgor leve llegando al polvo incendiario de color amarillo brillante con sus fragmentos de hierro. Pero no hubo tanta suerte. Todo permanecía en sombras.
Al fin un último arañazo y sacó la hoja con extremo cuidado. Encontró la piedra afilada y la colocó junto a la concha recortada. La punta contra la arcilla, hizo un medio giro (el aliento contenido, los ojos apretados) y quitó la mano muy despacio. Abrió los ojos. Estudió su obra.
Respiró hondo unas cuantas veces más para tranquilizarse y empezó a llenar el agujero con pequeños puñados de tierra. Después esparció detritos sobre el punto.
Violín se alejó reptando boca abajo hasta que llegó al borde de la pista donde había dejado los otros malditos. Miró pista arriba y vio a Sepia esperando en el otro extremo, envolviéndose el torso con los brazos, y con una expresión como si se acabara de mear encima. Sí, ya sabe por qué somos una especie en peligro de extinción.
Violín cogió el segundo maldito y se dirigió, pisando con suavidad, al segundo agujero. No tan fino esa vez, pero lo bastante. Cada uno iba siendo un poco más fácil, lo que hacía que cada afeitado se fuera haciendo más peligroso, el riesgo de descuidarse, de hacer mal las cosas, producto de esa oleada de alivio tras haber conseguido el primero… bueno, él era consciente de todos los peligros del oficio, ¿no?
Con los dientes apretados llegó al segundo agujero del camino, y se puso con cuidado de rodillas. Posó el maldito y echó mano de su cuchillo.
Sepia estaba a punto de mearse encima, se podía decir que más que nunca. No por la perspectiva de morir, eso lo tenía asumido y lo había tenido desde que se había encontrado en el Decimocuarto, sino ante lo que estaba presenciando allí.
El último gran zapador malazano. Nadie más se le parecía. Imagínate, afeitar la concha de unos malditos. Con un cuchillo. Dejarlas finas como cáscaras de huevo. Sepia había observado, incapaz de distinguir mucho desde tan lejos, cuando Violín se había puesto a trabajar en el primero, el más letal de todos. Y había rezado a cada dios que se le había ocurrido, a dioses cuyo nombre ni siquiera sabía, a espíritus y fantasmas y a cada zapador vivo o muerto, cada nombre una bendición en honor a la brillantez de un solo hombre. Rezaba para que ese único hombre al que él adoraba no lo… no lo ¿qué?
No me decepcione.
Era patético. Lo sabía. No dejaba de decírselo a sí mismo, entre súplica y súplica sin aliento. Como si tuviera tiempo para lamentar el fracaso de su fe.
Así que allí estaba Violín, más cerca, en el segundo agujero, haciéndolo todo otra vez. Imagínate, Viol y Seto, cómo debían de ser juntos aquellos dos. Dioses, esos Abrasapuentes debían de ser peores que demonios. Pero ahora… solo Violín, y allí Sepia, más pobre que una sombra del famoso Seto. Todo llegaba a su fin. Pero mientras Violín siguiera vivo, bueno, a la mierda con todo, merecía la pena seguir aguantando. Y esa flecha alojada en su hombro izquierdo, vale, es cierto que la había visto venir, pero tampoco se había inclinado hacia ella, ¿no? Quizá lo hubiera parecido. Era posible. Como si hubiera tenido tiempo para pensar siquiera, con todo lo que estaba pasando a su alrededor. No era superhumano, ¿no?
Violín se apartó muy poco a poco de la mina y miró a Sepia. El tipo estaba pálido como la muerte. Bueno, si lo pensaba, ya no necesitaba tenerlo tan cerca, ¿verdad?
Le hizo una señal con la mano: Vete, reúnete con los pelotones.
Sepia negó con la cabeza.
Violín se encogió de hombros, no era momento de discutir y si Sepia quería suicidarse tampoco era nada nuevo; se levantó y partió a recoger el tercer maldito. Hasta las pisadas eran un riesgo, lo que lo obligaba a moverse despacio por el borde de la pista. Había supersticiones para aburrir sobre dónde se debían guardar las municiones mientras se trabajaba. Seto habría insistido en que los malditos estuvieran por delante del trabajo en todo momento, pero, para Violín, cuanto menos los manejara, mejor se sentía. Hiciera lo que hiciera, siempre tenía que ir de un lado a otro con los puñeteros trastos, ¿no?
Llegó al punto, bajó los ojos y contempló los dos malditos que quedaban. Más supersticiones. ¿Cuál? ¿Por el lado del corazón o por el de la cabeza? ¿Mirando al agujero o con el agujero detrás de él como estaba en ese momento? Por el aliento del Embozado, Seto se removía por su cráneo como un diablo. ¡Ya está bien de supersticiones! Violín se agachó y recogió un maldito.
Lado del corazón.
¿Y el azar era en realidad algo más que eso? Los moranthianos eran unos fanáticos cuando se trataba de precisión. Todo tipo de municiones perfeccionadas hasta unos límites increíbles. No había ninguna variación. Si hubiera variaciones, ser zapador no sería más que dedicarse a lanzar rocas, rocas explosivas, claro, pero aun así. No supondría ningún talento especial, ninguna habilidad ganada con el sudor de la frente.
Violín recordaba, con la atroz claridad de una revelación divina, su primer encuentro con unas municiones moranthianas. Al norte de Genabackis, una semana antes de la marcha contra la ciudad de Mott, seguida por las dos pesadillas del bosque de Mott y el pantano de Perronegro. Habían oído rumores de contactos y extensas negociaciones con un extraño pueblo que gobernaba un lugar llamado el Bosque de las Nubes, situado muy al sur. Un pueblo aislado que se decía que era aterrador e inhumano en apariencia, que montaba unos enormes insectos domesticados de cuatro alas (libélulas gigantes) y que podía hacer llover muerte sobre sus enemigos desde grandes alturas.
Los negociadores malazanos incluían a Tayschrenn, un dignatario de alta alcurnia llamado Aragan y un t’lan imass solitario llamado Onos T’oolan. El Segundo y Tercer Ejércitos habían estado acampados en granjas nathii a dos días del desembarco al sur de Malyntaeas. Unos soldados sudorosos de la unidad del intendente habían traído un cajón con mucho cuidado y lo habían posado a diez pasos de la hoguera del pelotón. Whiskeyjack les había hecho un gesto a Seto y Violín para que se acercaran.
—Vosotros dos hacéis la mayor parte de las tareas de zapa en este miserable pelotón —había dicho el sargento con una mueca, como si se hubiera tragado algo desagradable, cosa que había hecho al legitimar la anarquía destructiva de Viol y Seto—. En la caja esa hay granadas y cosas peores, ideadas por los moranthianos, ahora que nos hemos aliado con ellos. Parece que tiene sentido, aunque parezca una locura, entregárosla a vosotros dos. Bueno, como es obvio, necesitaréis experimentar con lo que hay en esa caja. Pero aseguraos de que lo hacéis a media legua o más de aquí del campamento. —Vaciló, se rascó la mandíbula barbuda y añadió—: Los grandes son demasiado grandes para arrojarlos lo bastante lejos, quiero decir lo bastante lejos como para sobrevivir a la explosión.
»Así que vais a tener que romperos la cabeza para encontrar la manera de probarlos. Como última orden, soldados, no os suicidéis. Este pelotón ya anda escaso de personal tal y como están las cosas y tendría que elegir a otros dos para enredar con esos puñeteros trastos. Y los únicos dos que podría utilizar son Kalam y Trote.
Sí, Trote.
Violín y Seto habían hecho palanca, habían abierto la tapa y se habían quedado mirando, perplejos, las granadas bien envueltas, acurrucadas en un armazón entre paja apelmazada. Pequeñas y redondas, alargadas, las había con forma de estaca hechas de un vidrio exquisito (no se veía ni una sola burbuja) y, en el fondo, unas mucho más grandes, lo bastante grandes como para colocarlas en la copa de una catapulta si te apetecía (y si, según resultó, querías suicidarte, ya que tendían a detonar en cuanto el brazo de la catapulta golpeaba el tirante; aunque estupendas para destruir catapultas y su desventurada dotación, sin embargo).
Vaya si hubo experimentos. Seto y Viol habían echado a andar, el cajón entre los dos, en un largo y agotador paseo que los adentró en un lugar remoto, donde se pusieron a arrojar las pequeñas, que decidieron llamar «fulleros», porque cuando detonaban demasiado cerca tenían tendencia a acribillar al lanzador con astillas de hierro y hacían sangrar los oídos; donde descubrieron las propiedades abrasadoras de los incendiarios entre los gemidos y protestas de un granjero que había presenciado la destrucción tórrida de una carreta de heno (al menos hasta que le entregaron cuatro cetros imperiales de oro, la moneda recién acuñada de Kellanved, que era dinero suficiente para comprar una granja nueva). Los buscapiés, si los metías en agujeros alargados con forma de cuña en tierra bien compactada, montaban un follón tremendo en las piedras de los cimientos, aunque estuvieran sujetas con argamasa. Y, por último, los malditos, las municiones más feas y peligrosas jamás creadas. Estaban pensadas para que las dejaran caer desde las alturas los moranthianos montados en sus quorls, y Seto y Viol habían agotado la mayor parte de los que les habían asignado intentando descubrir un uso alternativo y no letal. Y al final habían necesitado veinte más (dos cajones enteros) para llegar a la conclusión definitiva de que un idiota tendría que disfrutar del beso de Oponn y del de la Señora para intentar algo que no fuera un uso secundario: añadidos a buscapiés e incendiarios y, si se presentaba la oportunidad, a un fullero bien lanzado.
Las ballestas enormes llegaron mucho después, al igual que otras variaciones maníacas como el tambor y el fuego lento. Y en todo momento, el Tirón de la Señora siguió siendo siempre el último recurso. Si Violín hubiera sido un hombre religioso, se habría sentido obligado, bien lo sabía, a depositar cada moneda de la paga y botín que se ganaba en los cofres de los templos de la Señora, dadas las muchas veces que había arrojado un maldito contra objetivos que estaban de sobra al alcance de una explosión que podría afectarlo a él y a un sinfín de malazanos más. Seto había sido incluso menos… contenido. Y, por desgracia, su fallecimiento había sido de una naturaleza, dicho en pocas palabras, nada sorprendente.
Los recuerdos tenían la costumbre de llegar en el peor de los momentos, un hechizo de nostalgia imbuido de sutiles pero atrayentes inclinaciones suicidas; Violín se vio obligado a dejar de lado todas esas rememoraciones al acercarse a Sepia y al último agujero del camino.
—Deberías haber salido por patas de aquí —dijo Violín mientras se acomodaba junto a la modesta excavación.
—De eso nada —respondió Sepia en voz baja.
—Como quieras, pero no te quedes parado a la Puerta del Embozado si la cago con éste.
—Lo que tú digas, Viol.
E intentando no pensar en Seto, en Whiskeyjack, Trote y todos los demás; intentando no pensar en los viejos tiempos, cuando el mundo todavía parecía nuevo y maravilloso, cuando correr riesgos que eran una locura formaba parte del juego, Violín, el último gran saboteador, se puso a trabajar.
Botella miró la granja con los ojos guiñados. Dentro había alguien, estaba bastante seguro. Personas vivitas y coleando, oh sí. Pero… algo, un olor desvaído, evocaciones de osario, o… lo que fuera. No estaba seguro, no podía estarlo, y eso lo ponía muy nervioso.
Gesler había ido a colocarse a su lado y se había quedado allí echado con la paciencia de una pulga en una brizna de hierba, al menos para empezar. Pero en ese momento, cien o más latidos después, Botella notaba que el hombre empezaba a intranquilizarse. Él ya podía, con esa piel dorada que no se había quemado ni una vez en Y’Ghatan; claro que Verdad había demostrado que la extraña piel no era inmune a todo, sobre todo cuando se trataba de municiones moranthianas. No obstante, Gesler era un hombre que había atravesado fuego, en todas las combinaciones y permutaciones de la frase que se le podían ocurrir a Botella, así que, qué problema tenía él cuando se trataba de escondites, trucos, engaños y matanzas brutales.
Pero es conmigo con quien cuentan todos, y yo sería incapaz de utilizar esta estúpida espada que llevo en el cinturón para abrirme paso a estocadas entre una manada de mosquitas muertas puritanas que me señalaran con el dedo y esas uñas afiladas y… por los dioses del inframundo, ¿de dónde salió esa imagen? Maldito Mockra, a alguien se le están fugando pensamientos. Botella miró a Gesler.
—¿Sargento? —susurró.
—¿Qué?
—¿Tiene ideas raras en el cráneo, por casualidad?
Una mirada suspicaz y después Gesler negó con la cabeza.
—Estaba pensando en un viejo mago que conocí, Kulp. No es que me recuerdes a él ni nada, Botella. Tú eres más como Ben el Rápido, creo, más de lo que nos gustaría a ninguno, la verdad. Lo último que vi de Kulp, sin embargo, fue al pobre cabrón lanzado de cabeza por la baranda de popa de un barco en una tormenta de fuego. Siempre me pregunté que le habría pasado. Quiero pensar que salió de ésa, que se cayó de ese horno de senda y se encontró en el jardín trasero de alguna viuda joven, metido hasta la cintura en las aguas frescas de su fuente. Justo cuando ella estaba de rodillas rogando que la salvaran o algo. —El sargento adoptó una expresión avergonzada y apartó los ojos—. Sí, pinto unas imágenes muy bonitas de lo que podría ser, porque lo que es siempre resulta una cabronada.
El gruñido de Botella fue suave, después asintió.
—Me gusta, sargento. Como que… me alivia.
—¿Lo que significa?
—Solo que demuestra que no está tan lejos del resto de nosotros como parece a veces.
Gesler hizo una mueca.
—Pues te equivocarías, soldado. Soy sargento, lo que me aleja tanto de ti y de esos otros idiotas como un oso cavernario de un puñetero armiño de tres patas. ¿Comprendido?
—Sí, sargento.
—¿Y se puede saber por qué seguimos aquí escondidos? Está saliendo humo de esa chimenea; es decir, que tenemos gente dentro. Así que déjanos seguir, coño, Botella, y después habrás terminado, por ahora.
—De acuerdo. Creo que hay dos ahí dentro. Silenciosos, pensamientos contemplativos, no hay conversación todavía.
—¿Contemplativos? ¿Como lo que piensa una vaca con la barriga llena de pienso y un ternero tirándole con ganas de una ubre? ¿O como una especie de serpiente gigante de dos cabezas que acaba de bajar por la chimenea y se ha tragado al viejo Mugre y su parienta?
—Una cosa intermedia, diría yo.
La expresión de Gesler se convirtió en una mirada furiosa; luego, con un bufido, se giró e hizo una señal con la mano. Al poco, Uru Hela pasó arrastrándose junto a Corabb Bhilan Thenu’alas, que estaba justo detrás del sargento, y se acercó por la izquierda de Gesler.
—¿Sargento?
—Botella dice que hay dos ahí dentro. Quiero que te acerques en plan son de paz y los llames, tienes sed y quieres pedir un cucharón o dos de ese pozo de ahí.
—Yo no tengo sed, sargento.
—Miente, soldado.
Botella vio que la idea disgustaba a la mujer. Los espíritus nos libren, las cosas que se descubren…
—¿Qué tal si solo pido que me dejen rellenar mi bota de agua?
—Sí, eso servirá.
—Claro que —dijo la mujer frunciendo el ceño—, necesitaré vaciarla primero.
—¿Por qué no lo haces?
—Sí, sargento.
Gesler se giró para mirar a Botella, el joven mago pudo ver con toda claridad la batalla que libraba el hombre con la lástima y la desesperación.
—Prepárate —dijo— para golpearlos con un hechizo o lo que sea si las cosas se ponen feas.
Botella asintió, y vio una expresión completamente nueva en la cara de Gesler.
—¿Qué ocurre, sargento? —preguntó.
—Bueno, o bien acabo de mearme encima, o Uru Hela está vaciando su bota de agua. A cierto nivel —añadió— creo que casi da igual.
Eso es, sargento. A mí acabas de ganarme. Aquí mismo. Me has ganado, así que te daré lo que tengo. De ahora en adelante. Pero a pesar de esa idea cuasiseria, tuvo que volver la cabeza y morderse la manga de la camisa de cuero curtido. Mejor aún, sargento, espera a que todos veamos esa magnífica mancha de humedad en tu entrepierna. De ésta no te vas a librar jamás, no señor, de eso nada. ¡Ah, qué precioso recuerdo!
Uru Hela se ató la bota de agua ya vacía al cinturón y se arrastró un poco más antes de ponerse en pie. Se colocó bien la pesada armadura, se quitó unas ramitas y hierbas de las junturas y goznes de metal, se apretó la correa del yelmo y echó a andar hacia la casa.
—Oh —murmuró Botella.
—¿Qué? —preguntó Gesler.
—De repente están alerta… no sé, quizá uno la vio por una ranura de las contraventanas… no, no puede ser.
—¿Qué?
—Siguen sin hablar, pero se mueven. Mucho. Y además rápido. Sargento, no creo que la vieran. Creo que la olieron. Y a nosotros.
—¿Olerla? Botella…
—Sargento, no creo que sean humanos…
Uru Hela estaba pasando junto al pozo, a unos quince pasos de la puerta de la casa, cuando la puerta se abrió de golpe (empujada con la fuerza suficiente como para arrancarla de los goznes de cuero) y la criatura que apareció de repente parecía demasiado grande para caber siquiera por el marco, subía como si ascendiese unas escaleras hundidas muy por debajo del nivel del suelo; subía, se cernía inmensa, sacaba a rastras una enorme hacha de un solo filo que se manejaba con dos manos…
Uru Hela se detuvo y se quedó inmóvil, como si fuera incapaz de avanzar.
—¡Adelante! —bramó Gesler, que se levantó como pudo y alzó su ballesta…
Corabb Bhilan Thenu’alas pasó a la carga junto al sargento con la espada en la mano…
Botella se dio cuenta de que estaba moviendo la boca, pero no salía ningún sonido. Se quedó mirando, luchando por comprender. Un demonio, ¡un puto demonio kenryll’ah del Embozado!
La criatura se había librado de un tirón del marco de la puerta y en ese momento se abalanzaba de cabeza hacia Uru Hela.
Ésta le arrojó la bota de agua, dio media vuelta para huir y tiró de su espada.
No tuvo tiempo de escapar, la enorme hacha del demonio se precipitó en un arco resplandeciente, desdibujado, y atrapó a la soldado en el hombro izquierdo. El brazo se desprendió de un salto. La sangre brotó de las junturas de las hojuelas por toda la espalda de la mujer cuando la cuña ancha de la hoja se clavó a más profundidad todavía. Siguió profundizando, le partió la columna y le arrancó la escápula derecha (partida por la mitad), atascada en la hoja ensangrentada que salió de un golpe seco del cuerpo de Uru Hela.
Más sangre, mucha más, pero el rojo abrumador que brotaba a chorros no tardó en disminuir (el corazón de la soldado ya había parado, la vida que era su mente ya huía de la encarnación corpórea). La mujer se fue derrumbando, la espada de su mano derecha a medio sacar y nunca llegaría más allá, la cabeza gacha, la barbilla clavada en el pecho, cayó de cara contra el suelo. Un sonido pesado. Un golpe seco. Momento en el que cesó todo movimiento de la guerrera.
La ballesta de Gesler emitió un ruido sordo y liberó un cuadrillo que hendió el aire junto a Corabb, ni a un palmo de su hombro derecho.
Un bramido de dolor del demonio… el cuadrillo con aletas se había hundido en su pecho, muy por encima de sus dos corazones.
Corabb Bhilan Thenu’alas se acercó a toda velocidad gritando algo en la lengua tribal, algo parecido a: «¡Por los huevos de Leoman!».
Gesler recargando sobre una rodilla. Tormenta, Lametazo de Sal y Narizcorta pasaron junto a él como un trueno, seguidos por Koryk y Chapapote. Sonrisas efectuó un movimiento amplio, la ballesta en las manos, una de las armas de Viol, cargada con un fullero, que apuntó hacia la entrada de la granja, donde había aparecido un segundo demonio. Ah, la chica era rápida, el cuadrillo salvó el espacio revoloteando y emitiendo un extraño trino; el segundo demonio, al verlo, blandió su propia arma (un talwar) y la interpuso en el camino del proyectil; un gesto que no sirvió de mucho cuando explotó el fullero.
Otro chillido de dolor, el enorme demonio se tambaleó hacia atrás, cayó y chocó contra el costado de la casa. Madera, terrones y masilla se combaron hacia dentro cuando se desplomó el demonio, el muro entero de ese lado de la puerta fue con él.
¿Y qué estoy haciendo yo? Maldito sea, ¿qué estoy haciendo? Botella se levantó de un salto y acudió con desesperación a la senda que primero respondió a su llamada.
El demonio que empuñaba el hacha se abalanzó sobre Corabb. La cuña afilada lanzó una cuchillada en un arco letal. Golpeó el escudo de Corabb en un ángulo oblicuo, rebotó hacia arriba y habría chocado con la sien de Corabb si éste no hubiera tropezado; la rodilla izquierda le cedió cuando sin querer pisó el agujero de una marmota, perdió el equilibrio y se inclinó hacia un lado. La estocada con la que respondió, estocada que debería de haber apartado el movimiento contrario del demonio, se metió por debajo y el filo penetró con un ruido seco en la rodilla derecha del demonio.
La criatura aulló.
Al instante llegó Tormenta flanqueado por sus pesados. Las espadas lanzaron tajos y los escudos trapalearon contra el kenryll’ah herido. La sangre y los trozos de carne salpicaron el aire.
Otro bramido del demonio, que se lanzó de golpe hacia atrás, se apartó de la letal lucha cuerpo a cuerpo y ganó terreno para blandir el hacha en una cuchillada horizontal que abolló los tres escudos que se alzaban para interceptarla. Las bandas de metal y madera explotaron en todas direcciones. Lametazo de Sal emitió un gruñido cuando se le rompió el brazo.
—¡Fuera! —gritó alguien, y Tormenta y sus pesados se echaron hacia atrás. Corabb, todavía tirado en el suelo, rodó tras ellos.
El demonio permaneció allí, confuso por un momento, preparando su arma.
El fullero lanzado a mano por Sonrisas lo golpeó en la sien izquierda.
Una luz brillante, un crujido ensordecedor, humo, y el demonio empezó a apartarse con un tambaleo, un lado de la cara bestial había desaparecido convertido en pulpa roja.
Pero Botella percibió que la mente de la criatura ya se estaba recuperando.
—¡Retirada! ¡Todo el mundo! —gritaba Gesler.
Botella invocó cuanto tenía y asaltó el cerebro del demonio con Mockra. Lo sintió retroceder, aturdido.
En la casa en ruinas, el segundo kenryll’ah estaba empezando a liberarse.
Sonrisas arrojó otro fullero a los restos. Una segunda explosión seca, más humo, más edificio que se derrumbaba.
—¡Nos largamos de aquí!
Botella vio que Koryk y Chapapote dudaban, desesperados por cercar al demonio aturdido. En ese momento llegaron Violín y Sepia.
—¡Por los huevos del Embozado! —maldijo Violín—. ¡Muévete, Koryk! ¡Chapapote! ¡Moveos!
Gesler estaba haciendo un gesto extraño.
—¡Nos vamos al sur! ¡Al sur!
Lametazo de Sal y Narizcorta giraron en esa dirección, pero Tormenta tiró de ellos.
—¡Eso se llama confundir al enemigo, malditos idiotas!
Los pelotones volvieron a formar de camino, rumbo al este, y ya a la carrera. La conmoción de la muerte de Uru Hela y la batalla siguiente los mantuvo en silencio, solo se oían los jadeos y los sonidos de las armaduras como loza rota bajo los pies. Tras ellos, el humo salía ondeando de la casa. Un demonio con un hacha en ristre se tambaleaba, atontado, la sangre chorreándole por la cabeza.
El maldito fullero debería haberle abierto el cráneo en canal, como bien sabía Botella. Huesos densos, supongo. Kenryll’ah, sí, no sus subalternos. No, Ilustres de Aral Gamelon, estaba seguro.
El que empezó fue Tormenta.
—¡Puñeteros demonios granjeros del Embozado! ¡Tienen puñeteros demonios granjeros del Embozado! Sembrando, tirando de tetas, tejiendo lana… ¡y haciendo pedazos a desconocidos! Gesler, viejo amigo, odio este sitio, ¿me oyes? ¡Lo odio!
—¡Cállate! —le gruñó Violín—. Bastante suerte tuvimos que todos esos fulleros no nos hicieran picadillo en el camino, ¡y ahora tus balidos les dicen a esos demonios exactamente adónde vamos!
—No iba a perder a nadie más —replicó Tormenta con un gruñido amargo—, lo juré…
—Deberías haberlo sabido —interpuso Gesler—. Maldito seas, Tormenta, no hagas promesas que no puedes mantener; estamos en una lucha y va a morir gente. Ni una promesa más, ¿me oyes?
Un asentimiento hosco fue la única respuesta.
Siguieron corriendo; el final de una larga, larga noche cayó rodando convertido en día. Botella sabía que para los demás habría un descanso. En alguna parte. Pero no para él. No, él tendría que elaborar ilusiones para ocultarlos. Él tendría que revolotear por el bosque, de criatura en criatura, para comprobar su rastro. Tenía que mantener a esos idiotas con vida.
El príncipe demonio salió arrastrándose de entre los restos de la granja, escupió un poco de sangre, volvió a acomodarse en cuclillas y miró con cansancio a su alrededor. Su hermano no estaba muy lejos, con cortes y brechas por el cuerpo y la mitad de la cara arrancada. Bueno, nunca había sido una gran cara, de todos modos, y la mayor parte le volvería a crecer. Salvo quizá ese ojo.
Su hermano lo vio y se acercó tambaleándose.
—No voy a volver a creerte nunca más —dijo.
—¿Qué quieres decir? —Las palabras eran duras, difíciles de pronunciar. Había inhalado alguna llama con esa segunda granada.
—Dijiste que las granjas eran tranquilas. Dijiste que podíamos retirarnos y ya está.
—Y eran tranquilas —replicó el otro—. Todos nuestros vecinos se largaron corriendo, ¿no?
—Pues éstos no.
—Es que no eran granjeros. Creo que puedo decirlo con cierta certeza.
—Me duele la cabeza.
—A mí también.
—¿Adónde huyeron?
—Al sur no.
—¿Deberíamos ir tras ellos, hermano? Tal y como están las cosas, tendría que aventurar la opinión de que nos vencieron en esta pequeña escaramuza y es algo que me desagrada.
—Merece la pena planteárselo. Se ha despertado mi ira, después de todo. Aunque sugiero que busques tu maza, hermano, en lugar de esa estúpida hacha doméstica.
—Lo que tenía más a mano. Y ahora tendré que rebuscar en nuestra desmoronada y ardiente morada… con lo que tuvimos que cavar, ¡todo para nada!
En ese momento oyeron con claridad el ruido de unos caballos. Subían a toda velocidad por la pista.
—Escucha, hay más. No hay tiempo para buscar tu maza, hermano. Pongámonos en camino y comencemos nuestra dulce venganza, ¿quieres?
—Una idea extraordinaria, sin duda. Todavía me funciona un ojo, lo que debería bastar.
Los dos príncipes demonios kenryll’ah se pusieron en camino por el sendero para carretas.
No se puede decir que fuera su día.
A un cuarto de legua de la granja, Violín se giró, lo que le confirmó a Botella una vez más que el viejo sargento tenía talentos ocultos.
—Caballos —dijo.
Botella había percibido lo mismo.
Los pelotones se detuvieron bajo la luz brillante del sol junto a un camino adoquinado en no muy buenas condiciones. Otro conjunto de edificios de una granja los esperaba a mil pasos al este. No salía humo de la chimenea. No es de extrañar con demonios por vecinos, supongo.
Las detonaciones fueron un tamborileo de conmociones atronadoras que hicieron temblar la tierra bajo ellos.
—¡Cuatro! —dijo Violín con una sonrisa salvaje.
Botella vio que Sepia se había quedado mirando al sargento con una expresión maravillada imposible de disimular y algo más que cierta veneración.
Se veía ondear el humo a lo lejos, una mancha terrosa que se alzaba por encima de los árboles.
—Vámonos a esa granja —dijo Violín—. Hoy descansaremos allí, no creo que nuestros perseguidores estén en condiciones de hacer mucho.
—El tambor —susurró Sepia—. Lo he visto. El tambor. Ya puedo morir feliz.
Malditos zapadores. Botella sacudió la cabeza. Había dolor allí, en ese trozo mutilado de pista a un cuarto de legua de distancia. Humano, bestia y… oh, y demonio. Os habría ido mejor persiguiéndonos. Vaya, menudo desastre hemos montado.
Sí, dolor de sobra, pero más muerte. Muerte plana, menguante, que se extendía oscura como ese polvo en el aire. El tambor de Viol. No había mejor anuncio imaginable. Habían llegado los malazanos.
El descenso de Thom Tissy del árbol fue un poco ruidoso, un poco rápido. Entre una maraña de ramas rotas, ramitas, hojas y un nido de avispas abandonado, el sargento aterrizó de culo.
—¡Ah, dioses de ahí abajo, dioses de ahí abajo!
—No hay ningún dios ahí abajo, solo un hueso —exclamó un soldado de uno de los pelotones cercanos.
Keneb esperó unos cuantos latidos más antes de hablar.
—Sargento, dígame lo que vio —preguntó.
Thom Tissy lentamente y con mucho cuidado, volvió a ponerse en pie. Caminó un poco sobre las piernas cortas y combadas, achaparrado como un ogro, con la cara picada y las manos llenas de verrugas.
—Humo, puño, y mucho. Conté diez puntos en total, uno de ellos grande, quizá el trueno que oímos hace un rato, más de un maldito, eso seguro. Quizá tres, quizá más.
Lo que significaba que alguien se había metido en un lío desesperado. Keneb apartó los ojos y examinó a la variopinta colección de soldados agachados en el claro del bosque.
—¿Diez?
—Sí, puño. Supongo que los hemos cabreado, lo bastante como para que la lucha empiece a ponerse fiera. Cuando la capitán regrese, averiguaremos algún detalle, supongo.
Sí. Faradan Sort. Pero ella y Pico se habían ido hacía días ya, casi una semana.
—Diez.
—¿Esperaba más, puño? —preguntó Thom Tissy—. Mi visual no era mala, pero tampoco era perfecta. Vi seis por el norte, cuatro por el sur, con nosotros justo en el centro y con un retraso de media noche de viaje. En cualquier caso, los humos más periféricos estaban justo en el horizonte, así que seguimos repartidos, como deberíamos. Y el humo solo nos dice dónde se produjeron los combates más grandes, no todas las pequeñas escaramuzas y demás. ¿Ocurre algo, puño?
—Que los pelotones acampen —respondió Keneb, y se giró.
Sí, se estaba combatiendo. Pero las cosas no andaban igualadas. A sus marines los superaban en número; no parecía que fuesen a conseguir los aliados que habían pensado que conseguirían. Cierto, iban cargados de municiones, pero cuantos más magos llegaran con las tropas edur y letherii, más se empezaría a notar el abrumador desequilibrio. Sus pelotones, incluso de dos en dos, no podían permitirse pérdidas. Cuatro o cinco muertes y el umbral de eficacia se habría cruzado. Tendría que haber convergencia, fusión de supervivientes, y esa línea de avance que tenía leguas de longitud comenzaría a mermar. En lugar de ganar fuerza e impulso a medida que el avance se acercaba a la capital de ese imperio, los marines malazanos serían, de hecho, más débiles.
Por supuesto, esa invasión no era solo el avance encubierto de los marines de Keneb. Había otros elementos, la infantería regular de la consejera y Blistig, que sería conducida al campo de batalla, cuando llegase el momento, por el aterrador pero competente capitán Tierno. Estaban las Lágrimas Quemadas de los khundryl y los perecederos, aunque ésos se hallaban, de momento, muy lejos. Una invasión complicada, desde luego.
Nosotros lo único que tenemos que hacer es sembrar la confusión, cortar el abastecimiento de la capital siempre que podamos, y desconcertar al enemigo, que tenga que adivinar, reaccionar en lugar de iniciar. Los golpes letales procederán de otra parte, y tengo que recordármelo de vez en cuando. Para no intentar hacer demasiado. Lo que cuenta es mantener con vida a tantos de mis marines como sea posible, y no es que las tácticas de la consejera con nosotros me den muchas posibilidades. Creo que estoy empezando a entender cómo se sintieron los Abrasapuentes cuando los lanzaban a todas esas pesadillas, una y otra vez.
Sobre todo al final. Pale, Darujhistan, esa ciudad llamada Coral Negro.
Pero no, esto es diferente. La consejera no quiere que nos borren del mapa. Eso sería una locura, y ella puede que sea una zorra fría como un témpano, pero no está loca. Al menos que se le note, en cualquier caso.
Keneb se maldijo. La estrategia había sido audaz, sí, pero basada en unos principios sólidos. En unos principios tradicionales, de hecho. Los de Kellanved, en el propósito que había tras la creación de los marines, en el modo en que los zapadores adquirieron preeminencia una vez que llegaron las municiones moranthianas para revolucionar el estilo de guerra malazano. Ése era, de hecho, el modo antiguo, original, de emplear a los marines, aunque la ausencia de líneas de abastecimiento, por tenues o forzadas que estuvieran, obligaba a mantener un nivel de compromiso que no permitía desviación alguna, ni posibilidad de retirada (esa mujer había quemado los transportes y no había ni un quorl a la vista), lo que provocaba una situación que habría puesto nervioso al mismísimo emperador.
O no. Kellanved sabía lo que valían las jugadas arriesgadas, sabía que una guerra entera podía cambiar, darse la vuelta con un único acto inesperado, extravagante, la ruptura del protocolo que dejaba al enemigo tambaleándose, y luego, de inmediato, los hacía salir en desbandada.
Eso era lo que consagraba a los genios militares; Kellanved, Dassem Ultor, Sher’arah de Korel, el príncipe K’azz D’avore de la Guardia Carmesí, Caladan Brood, Coltaine, Dujek.
¿Pertenecía la consejera Tavore a tan estimada compañía? Todavía no lo ha demostrado, ¿verdad? Dioses del cielo, Keneb, tienes que dejar de pensar así. Te convertirás en otro Blistig y con un Blistig basta y sobra.
Necesitaba concentrarse en lo que tenía entre manos. Los marines y él estaban metidos en esa campaña, en esa atrevida jugada. Que los otros hicieran su parte, que creyeran que lo conseguirían, que aparecerían en sus posiciones asignadas cuando llegara el momento. Aparecerían, sí, con la expectativa de que él, Keneb, haría lo mismo. Con el grueso de sus marines.
Simples fichas del juego, sí. Dejar la mano decisiva para otro. Al destino, a los dioses, a Tavore de la Casa Paran, consejera de nadie. Lo que me devolverá, maldito sea todo, la fe. Otra vez. Fe. En que no está loca. En que es un genio militar a la altura de un pequeño puñado de personas sacadas de toda la historia de Malaz.
Fe. No en un dios, ni en el destino, sino en otro mortal. Cuya cara él conocía bien, recordaba con una claridad lúgubre su limitada serie de expresiones, del dolor a la ira, su feroz voluntad de lograr… lo que sea que intenta lograr. Pero ojalá yo supiera lo que es.
Quizá fuera el tipo de lucha más apropiado para los marines. Pero no para Keneb. No como comandante, no como puño. Era difícil no sentirse impotente. Ni siquiera estaba en contacto con su ejército, aparte de unos murmullos esporádicos entre los magos de pelotón. Me sentiré mejor cuando regrese Faradan Sort.
Si regresa.
—Puño.
Keneb se volvió.
—¿Me está siguiendo, sargento?
—No, señor —respondió Thom Tissy—. Solo pensé en decir, antes de irme al catre, que bueno, lo entendemos.
—¿Entender qué? ¿Y quién lo entiende?
—Todos, señor. Es imposible. Quiero decir, para usted. Lo sabemos.
—¿No me diga?
—Sí. No puede liderar. Tiene que aguantarse y seguir, y sin saber qué demonios del Embozado les está pasando a sus soldados porque andan por todas partes…
—Vaya a dormir un poco, sargento. Y dígale al resto que no me parece que nada de esto sea imposible. Mantenemos el avance y ya está.
—Bueno, eh…
—Asume demasiado, sargento. Ahora regrese con su pelotón, dígale a sus soldados que se guarden sus teorías y duerman un poco.
—Sí, señor.
Keneb observó alejarse a aquel hombre achaparrado. Muy decente, por su parte, todas esas estupideces. Decente pero absurdo y peligroso. No somos amigos, Thom Tissy. Ninguno de nosotros podemos permitírnoslo.
Tras un momento se consintió una sonrisa irónica. Él se quejaba de Tavore y allí estaba, haciendo justo lo mismo, joder, apartándolos a todos.
Porque era necesario. Porque no había alternativa.
Así que si ella está loca, entonces yo también.
Que el Embozado me lleve, quizá lo estemos todos.
El largo descenso del campo de hielo se extendía ante ellos, tachonado por los escombros y los detritos que era todo lo que quedaba de la «era de los jaghut». Permanecían hombro con hombro, un cuerpo sin alma y un alma sin cuerpo, y Seto pensó que ojalá pudiera disfrutar más de esa ironía, pero mientras no pudiera decidir cuál de los dos estaba más perdido, se le escapaba el placer fresco del reconocimiento.
Algo más allá de la accidentada disipación del campo de hielo, a dos mil pasos de distancia, se alzaban sotos de árboles de hoja caduca en una exuberancia desafiante, interrumpidos aquí y allá por claros verdes repletos de hierbas que llegaban al pecho. Un paisaje hecho de retazos que continuaba a lo lejos, trepando por colinas modestas hasta que esas colinas se alzaban más altas, más escarpadas, y el dosel del bosque, ininterrumpido ya, era del verde más oscuro de las coníferas.
—Lo admito —dijo Seto, rompiendo al fin el silencio entre ellos—. No me esperaba nada como esto. Trozos de tundra, quizá. Montones de gravilla, esas dunas secas y polvorientas agitadas por los vientos. Casi sin vida. Luchando por abrirse camino, en otras palabras.
—Sí —dijo Emroth con su voz áspera—. Inesperado, tan cerca del Trono de Hielo.
Echaron a andar ladera abajo.
—Creo —aventuró Seto tras un rato— que quizá deberíamos ponernos a comentar nuestros, eh, destinos respectivos.
La t’lan imass lo observó con sus ojos sacados, vacíos.
—Hemos viajado juntos, fantasma. Aparte de eso, nada existe que nos una a ti y a mí. Yo estoy rota, sin vínculos, y me he arrodillado ante un dios. Mi camino está así decretado, y todo lo que se me oponga será destruido por mi mano.
—¿Y, con exactitud, cómo planeas destruirme, Emroth? —preguntó Seto—. Soy un fantasma olvidado de la mano del Embozado, después de todo.
—Mi incapacidad para resolver ese dilema, fantasma, es la única razón para que sigas conmigo. Eso y mi curiosidad. Empiezo a creer que pretendes algo hostil contra mi amo; de hecho, quizá tu tarea sea frustrarme. Y sin embargo, como fantasma, no puedes hacer nada…
—¿Tan segura estás?
La t’lan imass no respondió. Llegaron a menos de unos treinta pasos del borde del hielo, se detuvieron de nuevo y la t’lan imass se giró para estudiarlo.
—Manifestación de la voluntad —dijo Seto con una sonrisa mientras se cruzaba de brazos—. Me llevó mucho tiempo pensar esa frase y la idea que hay detrás. Sí, soy un fantasma, pero es obvio que no el tipo habitual de fantasma. Persisto, incluso hasta el punto de elaborar este cuerpo aparentemente sólido de carne y hueso, ¿de dónde sale tal poder? Ésa es la pregunta. He cavilado sobre este punto mucho tiempo. De hecho, desde que abrí mis inexistentes ojos y me di cuenta de que ya no estaba en Coral. Estaba en otro sitio. Y entonces, cuando me encontré en, bueno, compañía de conocidos, en fin, que las cosas se pusieron todavía más misteriosas. —Hizo una pausa y guiñó un ojo—. ¿A que ahora no te importa que hable, Emroth?
—Continúa —dijo ella.
La sonrisa de Seto se ensanchó, asintió y continuó.
—Los Abrasapuentes, Emroth. Así nos llamábamos. Una división de élite del ejército malazano. Puede decirse que nos aniquilaron en Coral, nuestro último combate oficial, supongo. Y así deberían de haber quedado las cosas.
»Pero no fue el caso. No. Un caminante espiritual tanno nos dio una canción, y era una canción muy poderosa. Los Abrasapuentes, Emroth (es decir, los muertos; no podría decir en un sentido u otro para los pocos que quedan vivos), los muertos ascendimos.
»Manifestación de la voluntad, t’lan imass. Yo diría que entiendes la idea, y es probable que hasta mejor que yo. Pero ese poder no terminó con vuestro maldito ritual. No, quizá vosotros solo establecisteis el precedente.
—Tú no eres carne sin alma.
—No, soy más bien como tu reflejo. Algo así como al revés, ¿sí?
—No percibo poder en ti —dijo Emroth, que ladeó la cabeza unos milímetros—. Nada. Ni siquiera estás aquí.
Seto sonrió otra vez y sacó poco a poco un maldito de debajo de su capa impermeable. Lo levantó entre los dos.
—¿Y esto, Emroth?
—No sé lo que es.
—Sí, ¿pero está aquí?
—No. Como tú, es una ilusión.
—¿Una ilusión o una manifestación de la voluntad? ¿Mi voluntad?
—No sirve de nada la distinción —aseveró la t’lan imass.
—No puedes ver la verdad en mi interior porque la visión que necesitarías para ver no está en tu interior. Os deshicisteis de ella en el ritual. Os cegasteis a propósito a la única cosa que puede destruiros. Que quizá esté destruyendo vuestra raza en estos mismos momentos, algún problema en el continente de Assail, ¿eh? Tengo vagos recuerdos de que alguien había oído algo… bueno, eso da igual. El caso es, Emroth, que no puedes entenderme porque no puedes verme. Es decir, más allá de aquello a lo que he dado existencia con mi voluntad, este cuerpo, este maldito, esta cara…
—En la cual —dijo Emroth— ahora veo mi destrucción.
—No necesariamente. Mucho depende de esta pequeña conversación nuestra. Dices que te has arrodillado ante un dios; no, no pasa nada, ya he averiguado quién, Emroth. Y ahora estás cumpliendo sus órdenes. —Seto miró el maldito que tenía en la mano. Le pareció que pesaba lo que debía. Está aquí, como entonces, ante las estatuas de los deragoth. No hay ninguna diferencia—. He caminado mucho —continuó—, comenzando por el inframundo jaghut. No recuerdo haber traspasado ninguna frontera obvia ni haber cruzado ninguna puerta. Y los campos de hielo por los que llevamos transitando durante lo que han debido de ser semanas, bueno, eso también tenía sentido. De hecho, ni siquiera me sorprende demasiado que encontráramos el Trono de Hielo; después de todo, ¿dónde sino iba a estar? —Con la mano libre señaló la extensión cubierta de bosque que tenían ante ellos—. Pero esto…
—Sí —dijo la t’lan imass—. Tú te aferraste a la noción de la distinción, como hacéis todos. Las sendas. Como si cada una fuera independiente…
—Pero es que lo son —insistió Seto—. Yo no soy mago, pero conocí a uno. Uno muy bueno, con más de unas cuantas sendas a su disposición. Cada una es una orientación de poder. Hay barreras entre ellas. Y caos en las raíces y entreverado en medio.
—¿Entonces qué ves aquí, fantasma?
—No lo sé, pero no es jaghut. Pero ahora, bueno, estoy pensando que es ancestral, igual que la jaghut. Una senda ancestral. Lo que no deja muchas opciones, ¿verdad? Sobre todo porque éste es tu destino.
—En eso te equivocarías —respondió Emroth.
—Pero reconoces el lugar.
—Pues claro. Es Tellann. Mi casa.
—Y sin embargo está aquí, atrapada en el inframundo jaghut, Emroth. ¿Cómo puede ser?
—No lo sé.
—Si no es tu destino, entonces creo que necesito saber si el hecho de que lo encontráramos cambia algo. Para ti, me refiero.
La cabeza se ladeó todavía más.
—¿Y de mi respuesta pende mi suerte, fantasma?
Seto se encogió de hombros. El maldito era más que real, desde luego: el brazo empezaba a dolerle.
—No tengo respuesta que darte —dijo Emroth y Seto creyó oír algo parecido al pesar en la voz de la criatura, aunque era más probable que solo fuera su imaginación—. Quizá, fantasma —continuó ella tras un momento—, lo que vemos aquí es un ejemplo de esa tal manifestación de la voluntad.
El zapador abrió mucho los ojos.
—¿La de quién?
—En las guerras jaghut cayeron muchos t’lan imass. Los que no pudieron huir de lo que quedaba de sus cuerpos fueron abandonados donde cayeron, pues habían fracasado. En escasas ocasiones a un caído se le concedía un don y su visión eterna se asomaba a un paisaje en lugar de a un trozo de suelo o a la oscuridad de la tierra. Se creía que los t’lan imass que habían sido destruidos más a conciencia habían encontrado el olvido y la nada. La verdadera no existencia, que llegamos a considerar el mayor regalo de todos.
Seto apartó la mirada. Esos puñeteros t’lan imass eran rompecorazones, en todos los sentidos del término.
—Quizá —continuó Emroth—, en el caso de algunos, el olvido no fue lo que encontraron. Se vieron arrastrados al inframundo jaghut, al reino jaghut de la muerte. Un lugar sin la guerra, sin, quizá, el propio ritual.
—¿Sin la guerra? Éste es el inframundo jaghut, ¿no debería estar lleno de jaghut? ¿Sus almas? ¿Sus espíritus?
—Los jaghut no creen en las almas, fantasma.
Seto se quedó mirando, mudo de asombro.
—Pero… eso es ridículo. Si no hay almas, entonces, ¿cómo diablos del Embozado estoy yo aquí?
—Se me ocurre —dijo Emroth con una sequedad áspera— que la manifestación de la voluntad puede funcionar en los dos sentidos.
—¿Su incredulidad aniquiló sus propias almas? ¿Entonces para qué crear un inframundo?
—Verdith’anath es una creación antigua. Es posible que las primeras almas jaghut no lo encontraran de su gusto. Crear un reino de muerte es la manifestación más real de la voluntad, después de todo. Y sin embargo, lo que se crea no es siempre lo que se quiso crear. Cada reino encuentra… seres residentes. Cada reino, una vez formado, está plagado de puentes, puertas, portales. Si los jaghut no lo encontraron de su gusto, otras criaturas sí.
—Como vuestros t’lan imass.
—En las épocas de hielo que afligieron a nuestra especie —dijo Emroth—, existían bolsas de tierra rica, con frecuencia rodeada de hielo, pero resistiéndose a su fiero poder. En esas bolsas, fantasma, las antiguas costumbres de los imass persistían. Lugares de bosques, a veces tundra, y siempre, las bestias que tan bien conocíamos. Nuestro nombre para un lugar así era «Farl ved ten ara». Un refugio.
Seto estudió las colinas boscosas.
—Hay imass allí dentro.
—Creo que sí.
—¿Tienes intención de buscarlos, Emroth?
—Sí, debo hacerlo.
—¿Y qué hay de tu nuevo dios?
—Si quieres destruirme, hazlo ahora, fantasma. —Con eso se dio la vuelta y echó a andar hacia el Refugio.
Seto permaneció allí, cambió el maldito a la mano derecha y calibró la distancia. El dios Tullido agradecería la llegada de más aliados, ¿a que sí? Vete, Emroth, a conocer a tus parientes intemporales. Con tus palabras en posición de revista y listas para influir en ellos, para ofrecerles una nueva fe. Tus parientes. Podría haber miles de ellos. Decenas de miles.
Pero no son por lo que viniste.
Como yo, Emroth, tú te diriges a la puerta. Starvald Demelain. Donde cualquier cosa es posible.
Incluyendo la destrucción de las sendas.
Es sangre, ¿sabes? La sangre de los dragones. Por fuera y por dentro. Muertos y vivos. Sí, es asombroso las cosas que desentrañas una vez que estás muerto. Pero no muerto. Sí, todo es la voluntad.
El maldito regresó a la mano izquierda.
El brazo se echó hacia atrás. Después se precipitó hacia delante. Seto observó el arco del maldito por un brevísimo instante y luego, como dictaba la costumbre, se tiró de lado, al suelo…
Al tiempo que éste se levantaba para recibirlo y una piedra crujía con fuerza contra su barbilla. La conmoción, por supuesto, lo había dejado sordo, y se quedó mirando alrededor, escupiendo sangre de la lengua hendida por un diente. Su brazo izquierdo había desaparecido, así como la mayor parte de la cadera izquierda y también ese muslo. Nieve y viento que bajaban flotando y destellaban a la luz del sol. Guijarros y terrones de tierra helada que empezaban a aterrizar a su alrededor y rebotaban o resbalaban por el suelo. La nieve en el aire destellaba como si fuera magia.
Escupió más sangre, se palpó la barbilla con la mano que le quedaba y encontró una brecha profunda tachonada de gravilla. Frunció el ceño y desechó esos absurdos detalles. Nada de sangre, una lengua entera y siempre impaciente por menearse. Barbilla lisa, sin mácula de brecha alguna, bueno, más o menos lisa, bajo todo ese rastrojo de barba. Pierna izquierda nueva, cadera, brazo. Sí, eso está mejor.
El zapador se puso en pie.
El cráter era del tamaño apropiado y la hondura correspondiente, traspasaba la piel de hielo y nieve y llegaba al suelo, que en ese momento humeaba, empapado y reluciente. Trozos de Emroth por aquí y allá. No muchos. Los malditos eran así, después de todo.
—Sí —murmuró Seto—. El sentimental es Viol.
Treinta, treinta y cinco pasos más, y al llegar al primer tramo de hierba amotinada, el zapador se topó con otro fragmento del cuerpo de Emroth. Y se detuvo. Se lo quedó mirando durante un tiempo. Después, poco a poco, se volvió y estudió el camino por el que había llegado, la frontera entre el hielo y la tierra.
Farl ved ten ara. Menudo «refugio».
—Mierda —murmuró.
Y lo que era peor, ella se lo había dicho. Un lugar sin el ritual.
Tras un largo momento, Seto se volvió de nuevo hacia el bosque. Pasó por encima de la pierna izquierda arrancada, amputada, que yacía sangrando en la hierba. Carne y sangre, sí. Una pierna de mujer. Y encima bien torneada, coño.
—Mierda —dijo otra vez mientras se apresuraba—. Viol es el compasivo, eso es. Violín. No yo. No yo. —Se limpió las mejillas y maldijo las lágrimas fantasma en su cara fantasma, y a solas una vez más en ese insípido y monótono reino de los muertos, el abrasapuentes continuó su camino. No muerta durante unos cuantos cientos de miles de años. Rota, caída, y luego resucitada, lo suficiente para caminar una vez más. Y al final, a unos treinta pasos del regreso a la vida…
Una lección difícil sobre las malas compañías.
Buscó el bosque. Por fin llegó bajo las ramas densas, el aleteo pesado de las hojas dolorosamente verdes de una nueva estación. El giro y zumbido de los insectos, el trino de los pájaros. Al bosque, sí, para dejar atrás la visión de ese miembro amputado, la frontera, el cráter humeante.
¡Mierda!
—Mira que eres blando, Viol. Pero estamos en guerra, como no hago más que decirte. Estamos en guerra. Y me da igual si es un puñetero puente jaghut de la muerte, sigue siendo un puente y tú sabes lo que les hacemos nosotros a los puentes, ¿no?
Refugio.
Pero no hay refugio para mí.
Las crías de emlava pesaban como perros ganaderos, pero con las patas más cortas y en absoluto tan energéticos. Lo único que querían era dormir. Y comer. Durante los primeros días, llevarlos en brazos provocaba ataques letales de garras que salían disparadas, y aterradoras embestidas con las mandíbulas bien abiertas. Sin hacer caso de la macabra ironía, Onrack usó la piel desollada de su madre para confeccionar un saco. Cortaron un arbolito joven y le acoplaron los extremos del saco, así el imass y Ben el Rápido o Trull podían transportar a las dos criaturas que no dejaban de sisear y agitarse en su espeluznante bolsa.
Los ays nunca volvieron a acercarse.
Un macho y una hembra, a la piel gris todavía no le habían salido las bandas y era del tono pálido de las cenizas en lugar del hierro oscuro de su madre. En la cueva había habido un tercer cachorro que llevaba muerto una semana o más. Por el estado del cuerpo, parecía que sus hermanos habían decidido eliminarlo. Tal era la suerte que corrían los débiles en ése y en cualquier otro mundo.
La sensación de asombro de Trull se volvía a despertar cada vez que miraba a Onrack. Un amigo de carne y hueso era una auténtica revelación. Había imaginado que ya no cabía en él una estupefacción tan profunda y prolongada. El día que su hermano lo había pelado le había parecido que su corazón había muerto. Encadenado a la piedra, esperando el agua fría y la podredumbre que prometía, el músculo que forjaba las mareas de su sangre parecía latir con una especie de inercia menguante.
El cadáver desecado que era Onrack, acercándose donde él estaba atado, incluso entonces le había parecido una salvación improbable.
Trull recordó que había tenido que discutir con el t’lan imass para conseguir su liberación. La idea lo seguía divirtiendo. Tendones que crujían, músculos tensos y huesos en torsión, Onrack había sido la personificación de la indiferencia. Tan impasible ante la vida y su lucha por persistir como solo puede estarlo un objeto inánime.
Y Trull se había limitado a ir detrás, sin querer admitir la floreciente verdad de su salvación, su reticente regreso a la vida en compañía de un guerrero no muerto que había empezado a descubrir su propia existencia, los recuerdos que había creído entregar al tiempo y el cruel ritual, a la negación premeditada que se extendía a lo largo de decenas de miles de años.
¿Qué era lo que los había unido? ¿Qué impredecible colección de lacónicas conversaciones, emociones no anticipadas y momentos extremos compartidos en combate los habían entrelazado con tal meticulosidad, como si fueran hermanos, pero más unidos que cualquiera de aquéllos con los que Trull Sengar compartía sangre? Estuvimos uno junto al otro, nos enfrentamos unidos a una derrota segura. Solo para encontrar la bendición en la mano tímida de una criatura que no era ni siquiera mitad humana. Oh, la conozco bien, a ésa.
Pero ella es un secreto que soy incapaz de compartir con Onrack, con mi amigo. Ojalá él fuera así de tímido, así de cauteloso. No este… esta mirada abierta, este hombre que desecha toda defensa natural, razonable. Este niñismo… por las Hermanas, Trull, al menos búscate una palabra que exista. ¡Pero parece tan joven! No en edad, sino en el molde. Una especie de inocencia pura, ¿es posible siquiera algo así?
Bueno, quizá no tardara en encontrar la respuesta. Habían ido topándose con señales a medida que recorrían ese joven mundo. Campamentos, piedras que bordeaban hogueras. Lugares donde se habían fabricado herramientas de piedra, un canto rodado plano donde se había sentado un imass y había extraído escamas de sílex, dejando a su paso un semicírculo de astillas desperdigadas. Pozos de desechos llenos de huesos carbonizados y blancos o hervidos para extraer la grasa, lo que los había dejado quebradizos y ligeros como la piedra pómez; fragmentos de las cáscaras abrasadas de los calabacines utilizados para calentar los huesos en agua; y las rocas hechas pedazos que se habían metido calientes en esa agua para hacerla hervir. Señales de paso, algunas de solo unas semanas de antigüedad, según los cálculos de Onrack.
¿Sabían esos imass que unos desconocidos habían llegado y se hallaban entre ellos? Ni siquiera Onrack podía responder a eso. Su raza era tímida, explicó, y astuta. Quizá observaran desde escondites durante días, noches, y solo cuando así lo decidieran revelarían lo suficiente para tocar los sentidos de Onrack, su conciencia animal, con su susurro instintivo. Hay ojos sobre nosotros, amigos. Es la hora.
Trull esperaba esas palabras.
Los cachorros de emlava aullaron de hambre.
Trull, que se había puesto en cabeza mientras Onrack y el mago llevaban a las bestias en su saco, se detuvo y se giró.
Hora de comer. O de lo contrario, ni un momento de paz.
Ben el Rápido dejó en el suelo con un gemido su extremo de la barra y observó, aturdido, a los dos cachorros que se liberaban de la piel escupiendo y arañando, que se siseaban el uno al otro y luego a Onrack, que empezó a sacar trozos de antílope crudo envueltos en hojas. La carne era repugnante, pero era obvio que eso no iba a disuadir a las crías de emlava, que se abalanzaron sobre el imass.
Éste arrojó la carne al suelo para salvar las manos y se apartó con una extraña sonrisa en la cara.
Demasiadas sonrisas extrañas estos días, pensó el mago. Como si el asombro y la alegría cegadores hubieran empezado a atenuarse, no mucho, solo mínimamente, pero a Ben el Rápido le parecía que había una insinuación de desesperación. No le sorprendía. Nadie podía mantener un placer tan puro de forma indefinida. Y a pesar de todo ese aparente paraíso (al menos paraíso según los estándares imass), seguía habiendo algo vagamente irreal en todo aquello. Como si no fuera más que una ilusión que ya comenzaba a desgastarse por los bordes.
No había evidencia concreta de ello, sin embargo. El mago podía sentir la salud de ese lugar. Era fuerte, y él empezaba a sospechar que estaba creciendo. A medida que Omtose Phellack decaía por todos lados. El final de una era, entonces. Una era que había terminado en los demás sitios mucho, mucho tiempo atrás. ¿Pero no está Tellann muerto en todos los demás sitios? Quizá no lo esté. Quizá solo haya cambiado, solo haya crecido. Quizá todos los demás sitios, lo que estamos viendo, lo que estamos viviendo, es Tellann ascendido, victorioso en la guerra de milenios pasados, dominante y seguro en su madurez. ¿Es eso posible?
Pero eso no encajaba con Onrack, con cómo había estado y cómo estaba en ese momento. A menos… dioses del inframundo, al contrario que en el resto, esto es un fragmento de Tellann que se encuentra, de alguna manera, más allá del ritual. Por eso aquí es de carne y hueso. En este lugar no hubo ritual de Tellann, no se amputaron las almas imass. Lo que sugiere que los imass que viven aquí no saben nada.
¿Entonces qué pasaría si Logros guiase a sus miles hasta aquí? Si Kron… Pero no, Zorraplateada no lo permitiría. Los necesitaba para otra cosa. Para otra guerra.
Estaría bien saber qué relación tenía ese fragmento con el creado por los Lobos al final de la Guerra Painita. Por lo que Ben el Rápido había entendido, esa Fortaleza de la Bestia, o como la hubieran llamado, la habían sembrado con almas de t’lan imass. O al menos con los recuerdos de esas almas. Quizá eso sea todo lo que es un alma en realidad: la masa atada, enmarañada, de recuerdos de una vida. Mmm. Podría explicar por qué la mía es un desastre. Demasiadas vidas, demasiadas hebras dispares que están todas enredadas…
Trull Sengar se había ido en busca de agua, los manantiales brotaban de la roca casi en todas partes, como si hasta la piedra misma estuviera saturada del glaciar fundido.
Onrack observó a los felinos un momento más y se volvió hacia Ben el Rápido.
—Hay un tramo de hielo tras esas colinas —dijo—. Puedo oler su podredumbre… un antiguo camino por el que en otro tiempo viajaron jaghut. Huían de la matanza. Esta intrusión, mago, me inquieta.
—¿Por qué? Es de suponer que esa batalla tuvo lugar hace miles de años y los jaghut están todos muertos.
—Sí. Con todo, ese camino me recuerda… cosas. Despierta recuerdos.
Ben el Rápido asintió poco a poco.
—Como sombras, sí.
—Eso es.
—Tenías que saber que no podía durar.
El imass frunció el ceño, la expresión acentuaba sus rasgos robustos, extrañamente humanos.
—Sí, quizá lo sabía, en lo más hondo. Lo había… olvidado.
—Eres demasiado duro contigo mismo, coño, Onrack. No tienes que estar brillando todo el tiempo.
En la sonrisa de Onrack había cierta tristeza.
—Le hago un regalo a mi amigo —dijo en voz baja—, por todos los regalos que me ha hecho él.
Ben el Rápido estudió el rostro del guerrero.
—El regalo pierde su valor, Onrack, si se prolonga demasiado. Comienza a agotarnos, a todos.
—Sí, ahora lo veo.
—Además —añadió el mago mientras observaba a los dos emlavas que, con las barrigas llenas, jugaban a luchar en la hierba manchada de sangre—, mostrar tu lado falible es otro tipo de regalo. El que inspira simpatía y comprensión en lugar de solo asombro. Si es que eso tiene algún sentido.
—Lo tiene.
—Has estado pintando mucho, ¿no?
Una sonrisa repentina.
—Eres listo. Cuando encuentro un muro de piedra que habla… sí, un tipo diferente de regalo. Mis talentos prohibidos.
—¿Prohibidos? ¿Por qué?
—Es tabú entre mi pueblo representar nuestras formas con un parecido real. Se captura demasiado, se atrapa demasiado en el tiempo. Se pueden romper corazones y se engendran traiciones como alimañas.
Ben el Rápido alzó los ojos y miró a Onrack, después apartó la mirada. Se pueden romper corazones. Sí, el alma puede acosar, cómo no.
Trull Sengar regresó con los cueros de agua rebosantes.
—Por las Hermanas —le dijo a Onrack—, ¿es un ceño lo que veo en tu cara?
—Lo es, amigo. ¿Deseas saber por qué?
—En absoluto. Es solo, eh, bueno, un alivio, a decir verdad.
Onrack bajó el brazo, enganchó a uno de los cachorros y lo levantó por el cogote. La bestia siseó, indignada, retorciéndose cuando el imass la sostuvo en el aire.
—Trull Sengar, puedes explicarle a nuestro amigo por qué a los imass se les prohíbe pintar retratos de sí mismos. También puedes contarle mi historia, para que comprenda y no tenga que preguntar de nuevo por qué me he despertado al dolor de mi interior, al recordar ahora, como recuerdo, que la carne mortal solo adquiere realidad cuando la alimenta el aliento del amor.
Ben el Rápido estudió a Onrack con los ojos entrecerrados. No recuerdo haber preguntado nada parecido. Bueno, no en voz alta, en cualquier caso.
La expresión aliviada de Trull Sengar se deshizo y el guerrero suspiró, pero fue un suspiro impreciso, como los que marcan la liberación de tensiones largo tiempo contenidas.
—Lo haré. Gracias, Onrack. Algunos secretos pueden ser una pesada carga. Y cuando termine de revelarle a Ben el Rápido uno de los detalles de tu vida que ha servido para forjar nuestra amistad, entonces os contaré a los dos mi propio secreto. Os hablaré de la eres’al y lo que me hizo, mucho antes de que se apareciera ante todos nosotros en la cueva.
Se hizo un largo silencio.
Ben el Rápido lanzó un bufido.
—Bien. Y yo contaré una historia de doce almas. Y una promesa que hice a un hombre llamado Whiskeyjack, una promesa que me ha traído hasta aquí, y lo que me queda por recorrer. Y después supongo que nos conoceremos de verdad.
—Es —dijo Onrack al tiempo que cogía al segundo cachorro para poder sostener a las dos bestias una al lado de la otra— un día de regalos.
Detrás de las colinas se oyó un trueno. Un trueno que se desvaneció y no se repitió.
Los emlavas se quedaron quietos de repente.
—¿Qué fue eso? —preguntó Trull Sengar.
Ben el Rápido podía sentir el corazón martilleándole en el pecho.
—Eso, amigos, era un maldito.
Violín cruzó el suelo de tierra del granero hasta donde dormía Botella. Se quedó mirando al joven soldado enroscado bajo una manta de color gris oscuro. Pobre cabrón. Le dio un golpecito con el pie y Botella gimió.
—El sol se ha puesto —dijo Violín.
—Lo sé, sargento. Lo vi ponerse.
—Hemos apañado una camilla. Solo tienes que levantarte y comer algo, y después tendrás una cama móvil para el resto de la noche.
—A menos que me necesitéis.
—A menos que te necesitemos, sí.
Botella se incorporó y se frotó la cara.
—Gracias, sargento. No necesito toda la noche, con la mitad servirá.
—Coges lo que te dé, soldado. Empiezas a recortar y podríamos terminar todos lamentándolo.
—Eso, muy bien, hazme sentir culpable. A ver si me importa.
Violín se dio la vuelta con una sonrisa. El resto del pelotón estaba preparando el equipo, entre los soldados flotaban unas cuantas palabras apagadas. Gesler y sus hombres estaban en la casa abandonada de la granja; no tenía sentido apiñarse todos en un solo lugar. Además, era mala táctica.
Nadie los había perseguido. El tambor había hecho su trabajo. Pero habían perdido cuatro malditos, además de los otros que ya habían usado. Solo les quedaban dos y eso eran malas noticias. Si los encontraba otra columna enemiga… estamos muertos o algo peor. Bueno, se suponía que los marines no debían tenerlo fácil. Bastaba con que siguieran con vida.
Se acercó Sepia.
—Chapapote dice que estamos listos, Viol. —Le echó un vistazo a Botella—. Empiezo con el peor lado de la camilla, soldado. Más vale que no tengas gases.
Botella, con un bocado de frutos secos y manteca abultándole las mejillas, se limitó a alzar los ojos y mirar al zapador.
—Dioses del inframundo —dijo Sepia—, te estás comiendo uno de esos pasteles khundryl, ¿verdad? Bueno, Viol, si necesitamos agenciarnos una antorcha para iluminar el camino…
—Permiso denegado, Sepia.
—Sí, supongo que tienes razón. Encendería la mitad del cielo nocturno. Por el aliento del Embozado, ¿por qué saco siempre la pajita más corta?
—Siempre que te enfrentes a Corabb en ese tipo de cosas —dijo Violín—, tu segundo nombre es corto.
Sepia se acercó todavía más a Violín y le habló en voz baja.
—El follón de ayer va a traer aquí a un puñetero ejército…
—Suponiendo que lo hayan concentrado. De momento nos estamos topando con compañías, batallones… como si hubieran dispersado un ejército, que es más o menos lo que esperábamos que hicieran. No tiene sentido mantener una única fuerza cuando tu enemigo está desperdigado por todo el trasero granujiento del Embozado. Si fueran listos, sacarían todas las reservas y saturarían la región, no nos dejarían ni una pista para ciervos para escabullirnos.
—De momento —dijo Sepia, que guiñaba los ojos y miraba en la oscuridad al resto del pelotón y, al mismo tiempo, se masajeaba el hombro más o menos curado—, no es que hayan sido muy listos.
—Las municiones moranthianas son nuevas para ellos —señaló Violín—. Igual que nuestro tipo de magia. No sé quién estará al mando aquí, pero supongo que todavía no se ha recuperado, todavía estará intentando adivinar nuestros planes.
—Pues yo diría que quienquiera que estuviera al mando, Viol, ahora mismo estará ranaleado en las ramas de los árboles.
Violín se encogió de hombros, se echó la mochila a la espalda y recogió su ballesta.
El cabo Chapapote comprobó su equipo una última vez y se incorporó. Pasó el brazo izquierdo por las correas del escudo, se ajustó el cinturón de la espada y apretó la correa del yelmo.
—La mayor parte de la gente lleva el escudo a la espalda —dijo Koryk desde la entrada del granero.
—Yo no —dijo Chapapote—. Como caigas en una emboscada, no hay tiempo de prepararse, ¿a que no? Así que yo voy preparado. —Hizo girar los hombros para acomodar el camisote de hojuelas, ese conocido y satisfactorio susurro y tintineo del hierro. Sentía que le faltaba algo sin ese peso sólido que lo anclaba al suelo. Tenía broches de apertura rápida en el fardo del equipo, así que podía dejarlo caer al suelo con una sola mano, adelantarse y sacar la espada, todo a la vez. Al menos uno de su pelotón tenía que ser el primero en enfrentarse para darles tiempo para sacar lo que fuera que tuvieran.
Para eso lo habían adiestrado. Diente Bravo lo había visto al momento, lo había visto en el alma tozuda e imperturbable de Chapapote, y se lo había dicho con todas las letras, ¿no? «Te llamas Chapapote, soldado. Lo tienes bajo los pies y estás pegado. Cuando haga falta. Ése es tu trabajo, de ahora en adelante. Tú contienes al enemigo en ese primer abrir y cerrar de ojos, consigues que tu pelotón sobreviva a ese momento, ¿sí? Bueno, todavía no eres lo bastante sólido. Átate esos pesos extra, soldado, y empieza a practicar…».
Le gustaba la idea de ser inamovible. También le gustaba la idea de ser cabo, sobre todo porque casi no tenía que decir nada. Tenía un buen pelotón en ese sentido. Aprendían rápido. Hasta Sonrisas. De Corabb no estaba muy seguro. Sí, era verdad que el hombre disfrutaba del guiño de Oponn. Y no le faltaba valor. Pero parecía que siempre tenía que llegar el primero, antes que el propio Chapapote. Intentaba demostrar algo, claro. No había misterio. En lo que al pelotón respectaba, Corabb era un recluta. Más o menos. Bueno, quizá ya había dejado esa fase atrás, nadie lo llamaba «recluta», ¿verdad? Aunque Chapapote todavía pensara en él de ese modo.
Pero Corabb había sacado a Violín a rastras. Él solo. Un puñetero prisionero y lo había sacado. Había salvado la vida del sargento. Casi suficiente para que le perdonaran que estuviera al lado de Leoman cuando los dos atrajeron a los Cazahuesos a la pesadilla de fuego de Y’Ghatan.
Casi.
Sí, Chapapote sabía que él no era de los que perdonaban. Ni de los que olvidaban. Y sabía, en el fondo, que pelearía por cada soldado de su pelotón, pelearía hasta que cayera. Salvo, quizá, por Corabb Bhilan Thenu’alas.
Koryk se puso en cabeza y salieron todos a la noche.
Siguieron el borde del soto más cercano de árboles por el sendero que había entre los troncos y el borde del campo en barbecho, y se fundieron en silencio con Gesler y su pelotón. Se pusieron en camino, en la oscuridad, bajo las estrellas que comenzaban a salir.
Estaba bien tener a los pesados de Tormenta con ellos, decidió Chapapote. Casi tan duros y tan tozudos como él. Una pena, sin embargo, lo de Uru Hela. Pero la chica no había tenido cuidado, ¿no? Incluso si llevas un cuero de agua, lo mínimo que deberías tener preparado era un escudo. Y lo que era peor todavía, la soldado se había dado la vuelta y había echado a correr, dejando la espalda expuesta.
Deberían haberme enviado a mí. Demonio o no, yo me habría enfrentado al cabrón. Me habría plantado y habría resistido.
«Recuerda tu nombre, Chapapote. Y solo para ayudarte a recordarlo, acércate y escucha a tu sargento mayor mientras te cuento una historia. Sobre otro soldado con chapapote bajo los pies. Se llamaba Temple, y el día que Dassem Ultor cayó, a las afueras de Y’Ghatan, bueno, ésta es la historia…».
Chapapote había escuchado, vaya si había escuchado. Lo suficiente para saber que un hombre así no podía haber existido salvo en la mente del sargento mayor Diente Bravo. Pero había sido inspirador, de todos modos. Temple, un buen nombre, joder si era un buen nombre. Casi tan bueno como Chapapote.
Tres pasos por detrás del cabo, Sonrisas examinaba ambos lados de la pista, los ojos incansables e inquietos, los sentidos tan agudizados que le dolía el cráneo. Botella estaba durmiendo. Lo que significaba que no había ojitos espiando y comprobando la zona, ningún animal del bosque engañado para que sucumbiera a la voluntad endeble de Botella, esa empatía de mínima inteligencia y tamaño de cerebro parecido que tan bien les había servido hasta el momento.
Y su maldito cabo, todo hojuelas tintineando y cuero crujiendo, que seguramente era incapaz de juntar quince palabras seguidas en una orden razonable y comprensible. Estaba bien para cerrar una brecha con ese ridículo y enorme escudo (el único que quedaba después de que el demonio se encargara de los utilizados por los pesados), y la espada corta de hoja gruesa. El tipo de soldado que resiste sin moverse incluso cuando está muerto. Útil, sí, pero ¿como cabo? Ella seguía sin entenderlo.
No, a Viol le habría ido mucho mejor con un cabo perspicaz, rápido, mezquino y difícil de alcanzar. Bueno, quedaba un consuelo, y era que cualquiera podía ver que ella era la siguiente. Y ahí atrás no lo había sido por los pelos, ¿verdad? Podría haber sido Chapapote al que hubieran enviado a saludar a ese demonio, y no habría habido más. A esas alturas ella sería la cabo Sonrisas, y mucho cuidadito, malditos huelepescados.
Pero qué más daba Chapapote. Era Koryk el que le daba lo suyo… a nivel mental, claro. Un asesino, sí, un auténtico asesino. Parecido a ella, pero sin su sutileza, por eso encajaban tan bien. Peligrosos, aterradores, el núcleo del pelotón más cruel de los Cazahuesos. Bueno, puede que el equipo de Bálsamo se lo discutiera, sobre todo ese chillón de Rebanagaznates, pero ellos estaban ganduleando en esa puñetera isla, ¿no? No allí fuera, haciendo lo que se suponía que tenían que hacer los marines, infiltrarse, sacarles a patadas los huevecillos a los edur y a los letherii, y volar por los aires de vez en cuando a una compañía, solo para recordarle al Embozado quién entregaba los pedidos.
Le gustaba esa vida, sí, mucho. Mejor que esa miserable existencia de la que se había escapado. Pobre niña de pueblo encogiéndose a la sombra fantasmal de una hermana muerta. Preguntándose cuándo volverían a desaparecer los bancos de peces, lo que supondría su muerte en el agua. Ah, pero los chicos la habían deseado en cuanto se había convertido en la única que quedaba, querían llenar esa sombra con las suyas, como si eso fuera siquiera posible.
Pero allí Koryk, bueno, eso era diferente. La sensación era diferente, en cualquier caso. Porque ella era mayor, suponía. Tenía más experiencia, sabía lo que le removía el pajarito. Observar a Koryk matar gente, ah, qué dulce había sido, y menos mal que todos los demás estaban demasiado ocupados para oírla gemir y casi chillar y adivinar lo que significaba.
Las revelaciones eran la especia más intensa del mundo, y ella acababa de aspirar un buen puñado. Haciendo que la noche de algún modo fuera más clara, más limpia. Cada detalle afilado como una cuchilla, impaciente por dejarse ver, por dejarse notar por sus ojos resplandecientes. Sonrisas oyó a las criaturitas que se movían entre los matorrales del campo en barbecho, oyó las ranas que subían disparadas por los troncos de árboles cercanos. El zumbido de los mosquitos y…
Un destello cegador y repentino al sur, un resplandor de luz fiera que se alzaba al cielo por encima de unos árboles lejanos. Un momento después el rumor sordo de dos detonaciones llegó a sus oídos. Todo el mundo inmóvil, agazapado. Las criaturitas paralizadas, temblorosas, aterradas.
—Mal momento para una emboscada —murmuró Koryk mientras iba volviendo sobre sus pasos y se deslizaba junto a Chapapote.
—Así que ésa no la hicieron saltar marines malazanos —dijo Violín, que avanzó para encontrarse con Koryk y Chapapote—. Eso fue a una legua de distancia, quizá menos. ¿Alguien se acuerda de qué pelotones teníamos a la derecha la primera noche?
Silencio.
—¿Nos acercamos, sargento? —preguntó Chapapote. Había sacado la espada corta—. Quizá necesiten nuestra ayuda.
Llegó Gesler.
—Tormenta dice que oyó fulleros después de los malditos —dijo el sargento—. Cuatro o cinco.
—Podría ser que se volvieran las tornas en la emboscada —dijo Sonrisas, que luchaba por controlar su respiración. Oh, llévanos allí, maldito sargento. Déjame ver a Koryk luchar otra vez. Es el picor, ¿sabes…?
—Ésa no es la orden —dijo Violín—. Si los han vapuleado, los supervivientes virarán al norte o al sur y vendrán en busca de amigos. Nosotros seguimos adelante.
—Si suben a buscarnos, podrían traer a mil enemigos pisándoles los talones —comentó Gesler.
—Siempre es una posibilidad —admitió Violín—. De acuerdo, Koryk, vuelve a ponerte en cabeza. Continuamos, pero con un extra de sigilo. No somos los únicos que ven y oyen, así que podríamos toparnos con una tropa que atraviesa a toda velocidad nuestro camino. Que el ritmo sea cauto, soldado.
Koryk asintió y echó a andar por la pista.
Sonrisas se lamió los labios y miró con furia a Chapapote.
—Guárdate ese puñetero puñal para cerdos, Chapapote.
—Para ti es «cabo», Sonrisas.
La mujer puso los ojos en blanco.
—Por el aliento del Embozado, se le ha subido a la cabeza.
—¿Y no son cuchillos lo que tienes en las manos?
Sonrisas los envainó sin decir nada.
—Venga —les ordenó Violín—. Koryk está esperando.
Corabb cogió su extremo de la camilla otra vez y echó a andar tras los otros. Botella había dormido durante toda aquella lejana sucesión de explosiones. Señal de lo agotado que estaba el pobre hombre. Aun así, era desconcertante no tenerlo despierto y echándole un ojo a las cosas, saltando de animal en animal. Pájaros también. Incluso insectos. Aunque Corabb se preguntaba hasta dónde podía ver un insecto.
Levantó una mano y aplastó un mosquito contra un párpado. La camilla se ladeó tras él y oyó a Sepia jurar por lo bajo. Corabb volvió a coger bien a toda prisa el arbolito. Malditos insectos, tenía que dejar de pensar en ellos. Porque pensar en ellos llevaba a oírlos y sentirlos, reptando y picando por todas partes, y él con las dos manos ocupadas. Eso no era como el desierto. Allí podías ver las garrapatas llegando con el viento, se podía oír una mosca de la sangre a cinco pasos de distancia, se podía adivinar que bajo cada roca o piedra había un escorpión, o una gran araña peluda, o una serpiente, y todos ellos querían matarte. Simple y sencillo, en otras palabras. Nada de arteros susurros en la noche, ese gimoteo al oído, ese revoloteo que subía por las narices de un hombre. O se metía por el pelo para mordisquear la carne y dejar un agujero hinchado que rezumaba y picaba como un diablo.
Y después estaban esos bichos resbaladizos que chupaban sangre. Se escondían bajo hojas a la espera de que pasara un pobre cabrón, un soldado sin manos. Y pulgas. Y plantas que, cuando uno las rozaba con toda inocencia, provocaban un horrible sarpullido que picaba y después filtraba una especie de aceite… ése sí que era un inframundo auténtico, poblado por granjeros demonio y un extenso repertorio de formas de vida nocturna; era un devorador lunático y rapaz de hombres nacidos en el desierto. Por no hablar ya de los tiste edur y los deleznables letherii. Imagínate, mira que luchar a petición de unos amos tiránicos, ¿no tenían orgullo? Puede que fuera inteligente hacer un prisionero o dos, solo para conseguir alguna respuesta. Un letherii. Quizá le mencionara la idea al sargento. A Violín no le importaba que le hicieran sugerencias. De hecho, el ejército malazano entero parecía no tener problema con ese tipo de cosas. Una especie de reunión constante de guerreros en la que cualquiera podía hablar, cualquiera podía discutir y así se forjaban las decisiones. Por supuesto, entre las tribus, cuando acababa la reunión, la discusión terminaba.
No, los malazanos lo hacían casi todo de modo diferente, a su manera. A Corabb ya no le molestaba. Casi era mejor que hubiera albergado tantas atroces creencias ignorantes por aquel entonces, cuando estaba entre los rebeldes. De no ser así, quizá le hubiera costado odiar al enemigo como se suponía que debía, como tenía que ser.
Pero ahora sé lo que significa ser un marine del ejército malazano, aunque el imperio haya decidido que somos prófugos o algo por el estilo. Siguen siendo marines. Siguen siendo la élite y por eso es por lo que merece la pena luchar, por el soldado que tienes al lado, el de la camilla, el que va en cabeza. De Sonrisas no estoy seguro, sin embargo. No estoy en absoluto seguro de ella. Me recuerda a Gorrionpardo, con esa mirada astuta en los ojos y el modo en que se lame los labios siempre que alguien habla de matar. Y esos cuchillos… no, no estoy nada seguro de ella.
Pero al menos tenían un buen cabo. Un cabrón duro al que no le interesaban las palabras. El escudo y la espada hablaban por Chapapote, y Corabb siempre se encontraba corriendo para ponerse a su lado en cada trifulca. Del lado de la espada, pero un paso por delante porque Chapapote utilizaba ese puñal de hoja corta, así que sus paradas iban escorzadas y se arriesgaba demasiado al cuerpo a cuerpo, a una pelea rápida, sucia y solapada (el estilo que las tribus del desierto preferían usar contra un soldado especializado en muro de escudos, como Chapapote) cuando no había muro de escudos, cuando solo era un hombre, el flanco expuesto y la guardia demasiado tensa. Machacar y sacudir el escudo hasta que las rodillas se le doblaban una fracción más y él se agachaba por detrás y por debajo de ese escudo, la pierna izquierda adelantada, y entonces solo había que dar un paso de lado y rodear el escudo, por encima o por debajo de esa espada corta que apuñalaba, para cortar los tendones del brazo o la axila desprotegida.
Corabb sabía que tenía que proteger a Chapapote por ese lado, incluso si eso significaba desobedecer las órdenes de Violín sobre quedarse cerca de Botella. Siempre que Botella pareciera no haberse metido en problemas, Corabb se adelantaba, porque entendía a Chapapote y la forma de luchar de éste. No como Koryk, que era más guerrero del desierto que cualquier otro en esos dos pelotones y lo que necesitaba protegiendo sus flancos era a alguien como Sonrisas, con el destello de sus cuchillos, sus cuadrillos de ballesta y todo lo demás. Alguien que permaneciera detrás y a un lado, fuera del alcance de los embates frenéticos de la espada larga de Koryk, y que derribara al enemigo que intentara penetrar por los flancos. Esos dos encajaban bien.
Sepia, aquel viejo veterano desdichado, tenía sus malditos, y si Botella corría peligro, el zapador se ocuparía de todo. También era perspicaz y rápido con la ballesta, un perro viejo a la hora de disparar y cargar mientras corría.
No era de extrañar que conquistaran Siete Ciudades a la primera con los marines malazanos en el campo de batalla. Por no hablar de los t’lan imass. Aunque a ésos solo los habían soltado en el levantamiento de Aren. Y si Violín está diciendo la verdad, no fue el emperador. No, fue Laseen la que dio la orden. Gesler no está convencido, así que la verdad es que nadie sabe la verdad sobre Aren. Igual que, supongo, muy pronto nadie sabrá la verdad sobre Coltaine y la cadena de perros, o, espíritus del inframundo, la consejera y los Cazahuesos en Y’Ghatan y en la ciudad de Malaz.
Sintió que un escalofrío lo recorría como un susurro, como si hubiera tropezado con algo profundo. Sobre la historia. Tal y como se recordaba, tal y como se contaba y volvía a contar. Tal y como se perdía en las mentiras cuando la verdad resultaba demasiado desagradable. Algo, sí… Algo… ¡Maldita sea! ¡Se me ha escapado!
En la camilla, a su espalda, Botella murmuró en sueños y luego habló con toda claridad.
—Nunca ve al búho. Ése es el problema.
Pobre cabrón. Desvaría en su delirio. Agotado. Duerme tranquilo, soldado. Te necesitamos.
Yo te necesito. Como nunca me necesitó Leoman, así es como te necesito. Porque ahora soy marine. Supongo.
—Pregúntale a los ratones —dijo Botella—. Ellos te lo dirán. —Después murmuró algo por lo bajo antes de suspirar y decir—: Si quieres vivir, presta atención a la sombra. La sombra. La sombra del búho.
En el otro extremo de la camilla, Sepia gruñó y sacudió las asas hasta que Botella volvió a gemir y se colocó de lado. Momento en el que el joven mago se calló.
Continuaron toda la noche. Y una vez más, poco después, volvieron a oír detonaciones a lo lejos. Al norte.
Pues sí, vaya si los habían despertado.
Las hierbas de Shurq Elalle se estaban poniendo rancias. No era un problema en el Gratitud Imperecedera, en una cubierta azotada por el viento y en la privacidad de su camarote. Y con un hombre sin nariz por toda compañía. Pero en ese momento se encontraba en una sala de mapas atestada, con media docena de extranjeros y Temblor Brullyg, el rey epónimo de esa islita miserable, y (sobre todo entre las mujeres) podía ver cómo se les arrugaba la nariz cuando captaban aromas desagradables en el aire hinchado y demasiado cálido.
Oh, vaya. Si querían tener tratos con ella, tendrían que vivir con eso. Y que dieran gracias por lo de «vivir». Miró a la consejera, que nunca parecía querer sentarse; y aunque permanecía en pie detrás de la silla que había reclamado en un extremo de la larga mesa llena de muescas, las manos posadas en el respaldo, no revelaba la agitación que se esperaba en alguien para quien sentarse suponía una condena al cepo en la plaza del pueblo.
En lo que al aspecto se refería, no había mucho que comentar de esa tal Tavore Paran. Apagada y estudiosa, indiferencia asexuada, el guardarropa de los flemáticos. Una mujer para la que los encantos femeninos tenían menos valor que las pelusas de un monedero. Podría haberse puesto más atractiva (casi femenina, de hecho), si hubiese querido. Pero era obvio que tales encantos no contaban como activos valiosos en la idea que tenía la consejera del mando. Lo cual tenía su interés, de un modo académico y vago. Una líder que intentaba liderar sin presencia física, sin grandeza heroica, ni lasciva ni ningún otro tipo de grandeza imaginable. Y así, sin una sola insinuación de personalidad, ¿qué le quedaba a Tavore?
Bueno, estaba su mente, consideró Shurq. ¿Podía ser una especie de genio táctico? No estaba muy segura. Por lo que Shurq había entendido de los murmullos fragmentados del pelotón de Bálsamo, ya se había producido un inmenso error de criterio. Al parecer había habido un desembarco avanzado de algún tipo. Tropas de élite repartiéndose por la costa salvaje y su maraña de pantanos y bosques en plena noche. Soldados con la misión de sembrar la confusión, desestabilizar al gobierno edur, y agitar a los oprimidos letherii para que se alzasen.
¿Genio táctico? Más bien falta de información. A los letherii les gustaban las cosas tal y como estaban. Esa tal Tavore lo que quizá había hecho era conducir al matadero a una parte vital de su ejército. Habían quemado los transportes, ¿y de qué iba aquello? ¿Dejar a sus propias tropas sin más alternativa que continuar? Eso apesta a desconfianza, a falta de seguridad, sí, eso apesta peor que yo. A menos que lo esté leyendo mal. Que es una posibilidad evidente. No hay nada sencillo en estos malazanos.
El Imperio de Malaz, sí. Pero no se parecía en nada al Imperio de Lether, con sus mezquinos jueguecitos de linajes y jerarquía racial. No, malazanos los había de todas las formas y colores. Mira la ayudante de Tavore, una deslumbrante bárbara tatuada cuyos movimientos, todos y cada uno, eran la sensualidad personificada. Cualquiera que tuviera un aspecto tan salvaje y primitivo estaría limpiando establos en el Imperio de Lether. Y ahí estaba Masan Gilani, a los hombres se les caía la baba con ella, oh, ojalá Shurq pudiera tener una piel tan deliciosa, ese tono bruñido y las líneas gráciles, leoninas de esas piernas largas, los muslos llenos, la hinchazón de los pechos tensos con pezones que hacían pensar en higos maduros, y no es que necesitara echar una mirada furtiva, esa chica tiene menos modestia que yo, que ya es decir. Así que Tavore mantiene a las guapas cerca. Eso sí que podría ser un indicio revelador.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó Temblor Brullyg, casi lo bastante borracho para empezar a pronunciar mal. Estaba repantigado en un sillón en el otro extremo de la larga mesa, justo enfrente de la consejera, pero con los ojos entornados clavados en Masan Gilani. Ese hombre creía de verdad que unas sonrisas lascivas podían hacer a una mujer desfallecer de deseo. Pero Masan Gilani sabía ocultar su asco y le seguía el juego para mantener a ese rey patético pendiente de ella. Aquella soldado bárbara estaba siguiendo órdenes muy concretas, sospechaba Shurq. Para impedir que Brullyg se pusiera beligerante. Hasta que ya no lo necesitaran.
Bueno, eso con ella no iba a funcionar, ¿verdad? A menos que esos malazanos tuvieran un Ublala Pung oculto no muy lejos. Eso sí que sería un golpe de mala suerte, desde luego, verla convertida en un animal insaciable en celo delante de todo el mundo. Ése era un secreto que sería mejor guardarse.
—Relájate, Brullyg —dijo—. Todo esto tiene que ver con esos enormes trimaranes que entraron en el puerto anoche. —A ella también le encantaría tener uno de ésos, aunque necesitaría dos tripulaciones, lo que significaba menos dinero para todo el mundo, maldita logística, siempre interponiéndose en el camino de mis sueños.
La consejera la estaba observando, una de esas miradas que se posaban en Shurq Elalle y la calibraban siempre que la pirata no muerta decía algo. En realidad era culpa suya, Shurq había enviado a Skorgen de regreso al Gratitud Imperecedera. La desafortunada colección de aflicciones de su primer oficial había empezado a distraer demasiado a todos los demás, hasta que la pirata se dio cuenta de que el tipo se estaba convirtiendo en una carga, estaba socavando su… profesionalidad. Sí, ésa era la palabra que estaba buscando. Aquí tienen que tomarme en serio. Sospecho que mi misma existencia depende de ello. Pero empezaba a echar de menos el agujero lloroso en la cara, la oreja mutilada, el ojo ciego, el muñón del brazo y la pierna mala, cualquier cosa que desviara la atención de Tavore cada vez que tenía la pésima idea de expresar una opinión o hacer un comentario.
Rebanagaznates, que estaba sentado enfrente de Shurq, se aclaró la garganta (produciendo un extraño pitido) y le sonrió.
Ella apartó los ojos adrede. Ese hombre no tenía nada de agradable. Igual que Gerun Eberict no había sido un hombre agradable. Shurq sospechaba que disfrutaba demasiado con su trabajo. E incluso para un soldado, no era lo más sensato. La gente así tendía a recrearse cuando recrearse no era buena idea. Tendía a poner en peligro a otros soldados. Tendía a dejarse llevar. No, no le caía nada bien Rebanagaznates.
Pero al apartar la mirada sin querer había posado los ojos en el cabo Olor a Muerto. Raro nombre ese. En algunos sentidos ese hombre era todavía peor. A ése no había forma de ocultarle secretos, sospechaba Shurq, por muy esquiva que fuera; sí, ese tipo podía olerla, y no eran las hierbas pasadas. La había olido desde el comienzo. ¿Había sido algún cabrón como él el que había entretejido la maldición que la afligía? No, imposible. Olor a Muerto tenía talentos desconocidos allí, en Lether. Talentos que la hacían pensar en esa torre moribunda de Letheras, en Tetera y en los túmulos del patio.
Por fortuna, el tipo estaba dormitando en ese momento, la barbilla peluda caída sobre el pecho ancho, así se ahorraba la mirada astuta del cabo.
Ah, ojalá Tehol Beddict estuviera aquí conmigo, ya los habría descolocado a todos. ¿Con un ataque de confusión o de risa? La risa sería un problema, un grave problema. Para mí. Para cualquiera que estuviera sentado demasiado cerca de mí. Muy bien, olvídate de Tehol Beddict. Debo de estar perdiendo la cabeza.
La consejera se dirigió a ella.
—Capitana, he hablado largo y tendido con Temblor Brullyg para intentar comprender mejor este Imperio de Lether. Sin embargo, encuentro sus respuestas cada vez más insatisfactorias…
—El pobre Brullyg está descorazonado —dijo Shurq—. Y sufre mal de amores. Bueno, quizá lujuria no correspondida sería una descripción más precisa del estado sórdido y poco comunicativo de su mente.
¡Ja, podía ser más Tehol que el propio Tehol Beddict! Y sin riesgo de echarse a reír.
Brullyg la miró con un parpadeo.
El sargento Bálsamo se inclinó hacia Rebanagaznates.
—¿Qué acaba de decir?
—El emperador —dijo Tavore.
Shurq frunció el ceño, pero esperó.
—De las Mil Muertes.
—El título es una exageración, estoy segura. Quizá unos cientos. Campeones. Todos terminan muriendo.
—Es de suponer que sus edur lo tienen bien protegido en el palacio.
Shurq Elalle se encogió de hombros.
—No se filtran tantos detalles del Domicilio Eterno, consejera. Al canciller y todo su equipo, que es letherii, los mantuvieron en sus puestos tras la conquista. Ahora hay también una policía secreta muy poderosa, también letherii. En cuanto al sistema económico, bueno, también es letherii.
La mujer tatuada llamada Lostara Yil lanzó un bufido.
—¿Entonces se puede saber qué Embozado hacen los edur? ¿Dónde encajan?
—En la cima —respondió Shurq—. Bamboleándose.
Hubo un largo momento de silencio.
—Pese a todo —dijo al fin Tavore—, al emperador edur no se le puede matar.
—Eso es cierto. —Shurq observaba cómo esos detalles se iban abriendo paso por el cerebro de los malazanos, con la excepción de Olor a Muerto, claro está, cuyos ronquidos eran olas llegando a la playa de la pequeña cueva húmeda de aquella sala.
—¿Es eso —preguntó Tavore— irrelevante?
—A veces lo parece —admitió Shurq. Ojalá pudiera beber vino sin que se le escurriera por todas partes. No le iría mal una jarra o dos.
—Un emperador cuyo gobierno está dictado por la espada —dijo Tavore—. Lo que nadie aceita, sin embargo, son las necesidades de administrar un imperio.
—Necesidades sin brillo, sí —dijo Shurq con una sonrisa.
—Los tiste edur, que se apoyan con todo su peso en la solidez imperecedera de su gobernante, existen bajo la ilusión del dominio —continuó Tavore—. Pero la realidad no es tan generosa.
Shurq Elalle asintió.
—Los tiste edur eran pescadores —dijo—, cazadores de focas. Construían con madera. Una media docena de tribus. Hubo alguien llamado el rey hechicero, Hannan Mosag, que libró una guerra de subyugación. Por qué no terminó con esa horrenda espada solo los edur lo saben, y no es algo de lo que suelan hablar.
—¿Todavía vive ese tal Hannan Mosag? —preguntó Tavore.
—Es el nuevo ceda del emperador.
Los ronquidos de Olor a Muerto cesaron.
—Mago supremo imperial —dijo—. Ceda, una degradación de «cedance», apostaría. La cedance era una especie de ritual allá por los tiempos del Primer Imperio. —Abrió los ojos solo a medias—. A Ebron no le va a sorprender en absoluto. Estos letherii son una colonia perdida del Primer Imperio. —Los párpados pesados volvieron a descender y un momento después sus ronquidos cobraron vida de nuevo.
Shurq Elalle se planteó aclararse la garganta, pero cambió de opinión. Las cosas ya olían bastante mal.
—Lo que intentaba decir, consejera, es que los tiste edur serían incapaces de administrar ni siquiera un diezmo de amarre. Son guerreros y cazadores, los varones, quiero decir. Las mujeres son, que yo haya visto, una especie de místicas inútiles, y desde la conquista se puede decir que casi han desaparecido de la vista.
Resonaron unas botas en el pasillo y unos momentos más tarde se abrió la puerta. Acompañados por Galt y ese hombrecito extraño llamado Jarretesgrandes, dos soldados letherii entraron sin prisa en la sala. Uno de ellos era una atri-preda.
Temblor Brullyg se arrojó hacia atrás en su silla y estuvo a punto de volcarla. Después se levantó con la cara crispada.
—¡Malditas sean todas las malditas brujas hasta las profundidades!
—Y empeora —respondió la atri-preda con una leve sonrisa en los labios—. Yo elijo mi propio ascenso, y no eres tú. Yedan, pon a este idiota de patitas a la calle, servirá cualquier ventana.
Una alarma repentina en los ojos de Brullyg cuando miró al soldado que estaba junto a la capitana y que hizo amago de adelantarse.
La espada de Galt salió de su vaina con un movimiento apenas entrevisto y la parte plana se apoyó en el estómago del soldado, al que detuvo en seco.
—Quizá deberíamos retroceder todos unos cuantos pasos —dijo arrastrando las palabras—. Consejera, permítame presentarle a la atri-preda Yan Tovis y a la guardia de la Costa Yedan Derryg, que según creo es una especie de sargento al mando de algo parecido a una patrulla costera. ¿Qué es «atri-preda»? ¿Capitán? ¿Comandante? Lo que sea; estaban al mando de ese puñado medio ahogado que los perecederos rescataron de la tormenta.
La consejera miraba con el ceño fruncido a Yan Tovis.
—Atri-preda, bienvenida. Soy la consejera Tavore Paran, del Imperio de Malaz…
Yan Tovis la miró.
—¿Está usted al mando de esta invasión? ¿Cuántos soldados desembarcó en la costa, consejera? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Vi los barcos, los barcos ardiendo… ¿ha seguido a nuestras flotas todo el camino desde su imperio? Ha viajado mucho solo para vengarse y derramar un poco de sangre, ¿no le parece?
Shurq soñó con meterse al cuerpo otra jarra de vino. Por lo menos los malazanos ya no la estaban mirando a ella.
El ceño de la consejera se profundizó y acentuó su apagada falta de atractivo.
—Si lo desea —dijo con tono frío—, podemos formalizar su estatus como prisioneros de guerra. Sin embargo, me resulta difícil calificar su trasbordador medio hundido de expedición de invasión punitiva. Según los informes que he recibido, su situación se parece más a la de refugiado, ¿no cree? Una modesta compañía de soldados controlando una crecida colección de ancianos, niños y otros no combatientes. ¿Navegaban hacia aquí bajo la suposición de que la isla continuaba siendo independiente? —Posó de repente los ojos en Brullyg, que permanecía en pie, apoyado en la pared contraria—. Que Temblor Brullyg y usted se conozcan sugiere que está usted aquí para resolver algún asunto privado entre los dos.
Los ojos de Yan Tovis eran inexpresivos cuando se encogió de hombros y contestó.
—En absoluto privado. «Temblor» es el nombre de una tribu y podría, si así lo deseáramos, preceder a mi nombre y al de aquí Yedan, así como al de nuestra «colección de refugiados». Los temblor eran los habitantes originales de la costa occidental central y de algunas de las islas cercanas. Hace mucho tiempo caímos bajo el dominio letherii. —Volvió a encogerse de hombros—. Mi problema con Brullyg se refiere a un tema sucesorio.
Tavore alzó las cejas.
—¿Sucesorio? ¿Conservan esas cosas incluso bajo una dominación?
—Más o menos. El linaje se mantiene a través de las mujeres. La reina, mi madre, ha muerto hace poco. Brullyg esperaba que yo no regresara a reclamar el título. Brullyg quería gobernar él a los temblor. También quería, sospecho, hacer alguna atrevida declaración de independencia aprovechando su invasión, suponiendo que llegue a triunfar. Desprenderse del yugo letherii y crear un nuevo centro para nuestro pueblo en esta isla que una vez fue sagrada. Puede que sea un asesino y un traidor, pero Brullyg también es una criatura ambiciosa. Por desgracia, su dominio sobre esta isla ha llegado a su fin.
Rebanagaznates lanzó una risa siseada.
—¿Oyes eso, Masan Gilani? Ya puedes dejar de enseñar toda tu dulce carne.
—No estoy segura —dijo la consejera— de que la decisión sea suya, atri-preda.
—Ese rango ya no tiene razón de ser. Puede dirigirse a mí como reina o, si lo prefiere, como Crepúsculo.
Shurq Elalle vio que los ojos de Olor a Muerto se abrían de repente y luego los vio clavarse con fuerza y sin parpadear en Yan Tovis.
A la consejera tampoco se le escapó, porque miró a Olor a Muerto un momento y después volvió a apartar los ojos.
—Crepúsculo, guardia y ascenso —murmuró Olor a Muerto—. Ya tenéis toda la noche cubierta, ¿eh? Pero maldita sea mi suerte, la sangre está muy diluida, joder. Vuestra piel es del color de la arcilla, no podía haber más de un puñado al principio, supongo que eran refugiados ocultos entre los salvajes de la zona. Un puñado patético, pero los viejos títulos ahí quedaron. Guardando las Costas de la Noche.
Yan Tovis se lamió los labios.
—Solo la Costa —puntualizó.
Olor a Muerto sonrió.
—Perdisteis el resto, ¿eh?
—Cabo —dijo Tavore.
—Nuestro pelotón pasó algún tiempo en un barco muy interesante —explicó Olor a Muerto—. Suficiente para que yo pudiera hablar a placer con nuestros invitados de piel negra. Crepúsculo —le dijo a Yan Tovis—, ésa es una palabra letherii. ¿Te sorprendería si te dijera que la palabra para «crepúsculo» en tu idioma original era yenander? ¿Y que antovis significaba «noche» o incluso «oscuridad»? Tu nombre es tu título, y ya veo por tu expresión que ni siquiera lo sabías. ¿Yedan Derryg? No estoy seguro de lo que es derryg, tendremos que preguntarle a Sandalath, pero yedanas es «guardia», tanto el acto como el título. Por los dioses del inframundo, ¿qué oleada fue ésa? ¿La primera de todas? ¿Y por qué la Costa? Porque de ahí era de donde procedían los recién nacidos k’chain che’malle, ¿verdad? Los que no reclamó una matrona, claro está. —Sus ojos duros sostuvieron los de Yan Tovis un momento más, luego volvió a ponerse cómodo y cerró los ojos.
Que el Errante nos libre, ¿va a hacer eso toda la tarde?
—No sé de qué está hablando este hombre —dijo Yan Tovis, pero estaba claro que se había puesto nerviosa—. Ustedes son todos extranjeros, ¿qué pueden saber de los temblor? Apenas merecemos una mención, ni siquiera en la historia letherii.
—Crepúsculo —dijo Tavore—, está aquí para hacer valer su título de reina, ¿también se proclamará soberana de esta isla?
—Sí.
—Y, en tal capacidad, ¿ambiciona tratar con nosotros?
—Cuanto antes pueda negociar con ustedes, malazanos, para que abandonen esta isla, más contenta estaré. Y más contentos estarán ustedes también.
—¿Y eso por qué?
El mago llamado Jarretesgrandes fue el que contestó.
—Esos refugiados que traen, consejera. Son una panda de brujas y hechiceros. Bueno, cosas normalitas, garrapatosas, ensuciar el agua y maldecirnos con cagaleras, forúnculos y demás. Claro que, podrían juntarse y elaborar rituales más repugnantes…
Shurq Elalle se quedó mirando a aquel hombre raro. ¿Garrapatosas?
—Sí —dijo Yan Tovis—. Podrían convertirse en un fastidio.
Galt lanzó un gruñido.
—¿Así que salvarles la vida no cuenta para nada?
—Pues claro que sí. Pero, como con todo, hasta la gratitud se diluye con el tiempo, soldado. Especialmente cuando la hazaña pende sobre nosotros como el hacha de un verdugo.
El ceño de Galt se profundizó y azuzó a Yedan Derryg con la espada.
—¿Tengo que dejar esto aquí? —preguntó.
El soldado barbudo, que no se había quitado el yelmo, pareció cavilar la respuesta antes de contestar.
—Es mi reina la que debe decidir.
—Demora mi última orden —dijo Yan Tovis—. Podemos ocuparnos de Brullyg más tarde.
—¡Y un engendro del demonio! —Brullyg se irguió en toda su altura—. Consejera Tavore Paran, por la presente solicito su protección. Puesto que he cooperado con ustedes desde el comienzo, lo menos que pueden hacer es evitar que me maten. Envíeme al continente si le viene bien. Me da igual dónde termine, pero no en las garras de esa mujer.
Shurq Elalle le sonrió al idiota. Solo que tú no te lo mereces, Brullyg. ¿Misericordia? En el pedo del Errante, ahí es donde vas a encontrarla.
La voz de Tavore se hizo fría de repente.
—Temblor Brullyg, se ha tomado debida nota de su ayuda, y cuenta con nuestra gratitud, aunque creo recordar algo sobre la inminente destrucción de esta isla bajo un mar de hielo, cosa que evitamos y continuamos evitando. Puede que complazca a la reina saber que no tenemos intención de permanecer aquí mucho más tiempo.
Brullyg se puso pálido.
—¿Pero qué hay de ese hielo? —preguntó—. Si se van…
—A medida que la estación se calienta —dijo Tavore—, la amenaza disminuye. Literalmente.
—¿Entonces qué es lo que los retiene aquí? —preguntó Yan Tovis.
—Buscamos un piloto para remontar el río Lether. Y llegar a Letheras.
Silencio otra vez. Shurq Elalle, que había estado observando muy contenta la disolución emocional de Brullyg, arrugó la frente poco a poco. Después miró a su alrededor. Todos los ojos estaban clavados en ella. ¿Qué acababa de decir la consejera? Ah. El río Lether y Letheras.
Y un piloto para guiar su flota invasora.
—¿Qué es ese olor? —preguntó de repente Jarretesgrandes.
Shurq frunció el ceño.
—El pedo del Errante, diría yo.