16

Cada campo de batalla

alberga cada grito proferido,

entreverado como raíces

entre piedras

y armadura rota,

armas hechas pedazos,

broches de cuero pudriéndose

en la tierra.

Los siglos no son nada

para esas voces,

esas almas ofendidas.

Mueren en el ahora.

Y el ahora es para siempre.

En las llanuras del Pino

—Rael de Salivalarga

El fuego se había apoderado de las hierbas. El viento y el agua se habían apoderado del suelo. El tramo llano donde desembocaban los dos canales de drenaje era un campo de cactus pequeños y dispersos, adoquines del tamaño de puños y roca agrietada por el fuego. El cadáver del explorador letherii había rodado desde el risco y había dejado un sendero de salpicaduras de sangre en las rocas, sangre ya negra como la tinta. Coyotes, lobos o quizá perros leznas se habían comido los tejidos más blandos, la cara y las tripas, las nalgas y el interior de los muslos, y habían dejado el resto a las moscas y sus gusanos.

El supervisor Brohl Handar, que sabía que debería haber muerto en Bast Fulmar, que de hecho había creído en ese último momento que moriría, asesinado de forma absurda por su propia espada, les hizo un gesto a dos miembros de su tropa para que permanecieran en el risco y les indicó a los otros que se dirigieran a la elevación más alta, a treinta pasos de distancia, al otro lado de uno de los barrancos, después bajó con su caballo al paso hasta la llanura. Se armó de valor contra el hedor del soldado muerto y obligó a acercarse a su reticente montura.

El k’risnan había llegado a su lado a tiempo. Con el poder de sanar, un poder puro (sin mancha de caos), un poder que era, Brohl Handar al fin lo entendía, una bendición. Kurald Emurlahn. Oscuridad renacida. No la cuestionaría, no dudaría de ella. Una bendición.

El cabo de una flecha le sobresalía al explorador de la garganta. Se habían llevado su arma, así como el chaleco de cota de malla fina que vestía bajo la ligera camisa de cuero de color tostado. No había señal del caballo letherii. El zumbido de las moscas alcanzaba un volumen sobrenatural.

Brohl Handar dio la vuelta con su montura y la guió de regreso al risco. Habló con el explorador sollanta.

—¿Huellas?

—Solo el caballo, supervisor —respondió el guerrero—. El emboscado iba, creo, a pie.

Brohl asintió. Ése había sido el patrón. Los leznas estaban reuniendo caballos, armas y armaduras. La atri-preda había ordenado desde entonces que ningún explorador se adelantara solo. Lo que solo conseguiría que Mascararroja añadiera más emboscados.

—El lezna cabalgó hacia el sudeste, supervisor.

Días antes, por desgracia. No tenía sentido perseguirlo.

Los ojos entrecerrados para defenderse del duro sol, Brohl Handar examinó la llanura. ¿Cómo podía ocultarse un guerrero en esa tierra vacía? Los barrancos de drenaje habían parecido la respuesta obvia y en cuanto se divisaba uno, la tropa desmontaba, avanzaba a pie y se abalanzaba en el interior con la intención de sacar al enemigo de su escondrijo. Lo único que habían encontrado habían sido ciervos que se habían caído y guaridas de coyotes.

En las zonas de hierbas altas prácticamente lanzaban un ataque, tanto a caballo como a pie. De nuevo nada, salvo algún ciervo que otro que salía disparado casi a los pies de algún soldado sobresaltado que soltaba una maldición; o perdices blancas o tordos que levantaban el vuelo entre un frenesí de plumas y un tamborileo de alas.

Los magos insistían en que allí no se estaba ejerciendo hechicería alguna; de hecho, y cosa extraña, buena parte de la Lezna’dan parecía desprovista de lo que fuera necesario para dar forma a la magia. Estaba quedando claro que el valle conocido como Bast Fulmar no era de ningún modo el único con esa peculiaridad. Al principio Brohl Handar había creído que las llanuras no eran más que versiones sureñas de la tundra. En ciertos sentidos era cierto, en otros eran cualquier cosa salvo eso. Los horizontes mentían, las distancias engañaban. Los valles se ocultaban al ojo humano hasta que estabas encima. Pero tan parecido a la tundra, un lugar terrible para librar una guerra.

Mascararroja y su ejército habían desaparecido. Sí, había rastros de sobra; enormes ringleras de suelo pisoteado que serpenteaban de aquí para allá. Pero algunas eran de rebaños de bhederin, otras eran antiguas y había otras que parecían indicar que se viajaba en direcciones contrarias, superponiéndose de un lado a otro hasta que se perdía toda orientación. Y así día tras día, las fuerzas letherii emprendían el camino, sus provisiones iban menguando, perdían exploradores en emboscadas, marchaban de acá para allá como si estuvieran condenados a perseguir una batalla mítica que nunca se produciría.

Brohl Handar había reunido a treinta de sus mejores jinetes y cada día los sacaba de la columna y se adentraba en los flancos (hasta una distancia que casi podía ser peligrosa) con la esperanza de avistar a los leznas.

En ese momento miraba con los ojos entrecerrados al explorador sollanta.

—¿Adónde se han ido?

El guerrero hizo una mueca.

—Lo he estado pensando, supervisor. De hecho, durante la última semana solo he pensado en eso. El enemigo, creo, está a nuestro alrededor. Después de Bast Fulmar, Mascararroja dividió a las tribus. Cada segmento empleó carretas para hacerlos indistinguibles; como hemos visto en el sinfín de rastros, arrastran esas carretas unas junto a otras, ocho o diez juntas, y las colocan al final, así borran las señales de todo lo que las precede por el camino. Podría haber un centenar de guerreros por delante, podría haber cinco mil.

—En ese caso —objetó Brohl—. Ya habríamos alcanzado al menos una de esas recuas.

—No nos movemos lo bastante rápido, supervisor. Recuerde que permanecimos acampados al sur de Bast Fulmar dos días enteros. Eso les dio una ventaja crucial. Sus columnas, con carretas y todo, se mueven más rápidas que las nuestras. Es tan sencillo como eso.

—Y la atri-preda se niega a enviar patrullas de reconocimiento en masa —dijo Brohl con un asentimiento.

—Una sabia decisión —dijo el explorador.

—¿Y eso?

—Mascararroja se volvería contra esa fuerza. La arrollaría y asesinaría a cada soldado. En cualquier caso, supervisor, estamos siguiéndole el juego.

—Eso es… inaceptable.

—Supongo que la atri-preda está de acuerdo con usted, señor.

—¿Qué se puede hacer?

El guerrero alzó las cejas.

—Yo no estoy al mando de este ejército, supervisor.

Y yo tampoco.

—¿Si lo estuviera?

Una inquietud repentina en la cara del explorador, que miró al otro escolta que estaba con ellos en el risco, pero ese hombre parecía concentrado en otra cosa, a lo lejos, en el horizonte, mientras arrancaba trocitos sueltos de carne seca de la fina tira que tenía en la mano izquierda y masticaba con lentitud.

—No importa —dijo Brohl con un suspiro—. Era una pregunta injusta.

—Pero me gustaría contestarla de todos modos, supervisor, si quiere.

—Continúe.

—Retirarnos, señor. Regresar a Drene. Volver a reclamar la tierra y protegerla mejor. Mascararroja tendrá que venir a nosotros si quiere responder al robo de la tierra lezna.

Estoy de acuerdo. Pero ella no lo consentirá.

—Llame a retirada —dijo—. Regresamos a la columna.

El sol ya había dejado atrás el mediodía para cuando la tropa tiste edur tuvo a la vista la columna letherii, y de inmediato quedó patente que había ocurrido algo. Las carretas de suministros se habían dispuesto en una formación cuadrada hueca, los bueyes y las mulas se habían desenganchado y llevado a dos corrales separados dentro de esa disposición defensiva. Elementos de varias brigadas y regimientos comenzaban a formar tanto al norte como al sur del cuadrado, con tropas montadas dispuestas ya al este y al oeste.

Brohl Handar puso a su tropa a un rápido medio galope.

—Reúnanse con mis arapays —le dijo a su primer explorador—, los veo al oeste.

—Sí, señor.

Cuando la tropa giró tras él, el supervisor azuzó su caballo para ponerlo al galope y se dirigió al pequeño bosque de estandartes que marcaba la posición de la atri-preda, junto a la barrera de carretas, al este. Allí la tierra era relativamente plana. Otro risco de terreno un poco más elevado corría en general de este a oeste a unos mil pasos al sur, mientras que la topografía del lado norte estaba más o menos a la misma altura que la pista, repleta de hierba de briznas plateadas que llegaba a la cintura y que se conocía como hierba-cuchillo, una traducción literal del nombre lezna, masthebe.

Mascararroja sería idiota si se enfrenta a nosotros aquí.

Dejó que su caballo se pusiera a un trote rápido al irse acercando. Ya podía ver a la atri-preda, el arrebol de la emoción sustituía en su rostro a la tensión que había parecido hacerla envejecer un año por cada día transcurrido desde Bast Fulmar. Había reunido a sus oficiales y en ese momento se estaban alejando para cumplir sus órdenes. Para cuando llegó el supervisor, solo quedaban unos cuantos mensajeros y el portaestandartes de la tropa de Bivatt.

El supervisor tiró de las riendas.

—¿Qué ha pasado?

—Parece que se ha cansado de huir —respondió Bivatt con una expresión fiera y satisfecha.

—¿Lo ha encontrado?

—En este momento marcha hacia nosotros, supervisor.

—Pero… ¿por qué iba a hacer eso?

Hubo un destello de incomodidad en los ojos femeninos, la mujer apartó la vista y clavó la mirada en el sudeste, donde Brohl empezaba a ver una nube de polvo en el horizonte.

—Cree que estamos cansados, rendidos. Sabe que andamos escasos de comida y forraje decente, y que tenemos carretas atestadas de heridos. Pretende destrozarnos otra vez.

El sudor que cubría la frente de Brohl Handar lo secó una ráfaga de viento cálido. El aliento incesante de las llanuras, ese viento, siempre del oeste o del noroeste. Devoraba cada gota de humedad y volvía la piel correosa y bruñida. El supervisor se lamió los labios resecos y se aclaró la garganta.

—¿Se puede desatar hechicería aquí, atri-preda? —preguntó después.

Los ojos de la mujer destellaron.

—Sí. Y con eso vamos a responder.

—¿Y sus chamanes? ¿Qué hay de los chamanes leznas?

—Inútiles, supervisor. Sus rituales son demasiado lentos para el combate. Y tampoco pueden utilizar poder puro. Los tendremos en este día, Brohl Handar.

—Ha colocado a los tiste edur una vez más en la retaguardia. ¿Hemos de vigilar el estiércol dejado por los bueyes, atri-preda?

—En absoluto. Creo que hoy verán combates de sobra. Es seguro que habrá ataques en los flancos, en busca de nuestras provisiones, y necesitaré que usted y sus edur los repelan. Recuerde, también, a esos dos demonios.

—Son difíciles de olvidar —respondió él—. Muy bien, nos ubicaremos a la defensiva. —Recogió las riendas—. Disfrute de su batalla, atri-preda.

Bivatt observó al supervisor alejarse a caballo, irritada por sus preguntas, su escepticismo. Mascararroja era tan mortal como cualquier hombre. No era inmune a cometer errores, y ese día había cometido uno. El defensor siempre estaba en ventaja, y la regla general era que un atacante requería una superioridad numérica considerable. Bivatt había perdido, muertos o heridos, más de ochocientos de sus soldados en la debacle que había sido Bast Fulmar. Incluso con eso, Mascararroja no poseía números suficientes, suponiendo que tuviera intención de avanzar más allá del avistamiento inicial.

En un mundo ideal ella habría ubicado sus fuerzas a lo largo del risco del sur, pero no había habido tiempo para eso; y al quedarse donde estaba, evitaría que el risco se convirtiera en un factor en la batalla inminente. Cabía la posibilidad de que Mascararroja se limitara a tomar el risco y después la esperara allí, pero ella no le seguiría el juego otra vez. Si buscaba batalla ese día, tendría que avanzar él. Y rápido. Bivatt no iba a tolerar que se plantara y esperara en el risco, no cuando ella tenía a sus magos. Quédate ahí si te atreves, Mascararroja, y enfréntate a oleada tras oleada de hechicería.

Pero iba a avanzar. Bivatt no creía que el lezna fuese a buscar el risco para después limitarse a aguardar, no esperaría que ella renunciase a su formación defensiva para marchar sobre él.

No, ha perdido la paciencia. Ha revelado su debilidad.

Examinó el posicionamiento de sus tropas. La infantería pesada de la Rampante Carmesí anclada en el extremo izquierdo, el lado más oriental de su fila. La infantería pesada del Batallón de los Mercaderes, en el extremo de la derecha. La infantería pesada del Batallón Artesano, en el centro. En los flancos, extendiéndose a doble profundidad (veinte filas en lugar de diez), estaba la variada infantería media de su fuerza. Los elementos de reserva de los escaramuzadores que le quedaban, la guarnición de Drene y la infantería media estaban dispuestos más cerca del cuadrado de carretas. A la caballería de Rosazul, dividida en dos alas, la reservaba para dar una respuesta rápida, ya fuera como contraataque o para cerrar una brecha.

Los tiste edur de Brohl Handar protegían el norte. Darían la espalda a la batalla principal, pero Bivatt estaba convencida de que los atacarían, los asaltarían en busca de los suministros. Y sospechaba que el asalto procedería de las hierbas altas del lado norte del camino.

Se alzó sobre los estribos y estudió la nube de polvo que se acercaba. Sus exploradores habían confirmado que se trataba de Mascararroja, que encabezaba lo que tenía que ser la mayoría de sus guerreros. Esa calima de polvo parecía ir virando hacia el risco. La atri-preda mostró una mueca de desdén y después le hizo un gesto a un mensajero para que se acercara.

—Tráiganme a mis magos. Ya mismo.

Al anciano lo habían encontrado muerto en su tienda esa mañana. Las huellas de las manos que lo habían estrangulado dejaban un mapa moteado de brutalidad bajo la cara hinchada y los ojos saltones. Su asesino se había sentado encima de él y se lo había quedado mirando para presenciar la llegada de la muerte. El último anciano de los renfayar, la tribu de Mascararroja, quizá el hombre más antiguo entre todos los leznas. La acechadora ciega que era la muerte debería haber tocado con más dulzura a un hombre así.

En el campamento, el miedo y la consternación silbaban y giraban como un viento atrapado en un barranco, puntuado por los terribles gemidos de las viejas y los gritos que anunciaban malos augurios. Mascararroja había llegado para contemplar el cadáver cuando lo habían sacado y, por supuesto, nadie pudo ver lo que ocultaba su máscara de escamas, pero no había caído de rodillas junto al cuerpo de su pariente, su sabio asesor. Se había quedado de pie, inmóvil, el látigo cadaran cruzado, envolviéndole el torso, la medialuna del hacha rygtha sujeta sin fuerzas en la mano izquierda.

Los perros estaban aullando, sus voces despertadas por los deudos, y en los flancos de las laderas del sur, los rebaños de rodaras cambiaban sin cesar de posición, nerviosos e inquietos.

Mascararroja se había dado la vuelta entonces. Sus oficiales de las máscaras de cobre se acercaron, junto con Masarch y, unos pasos tras ellos, Toc Anaster.

—Ya no vamos a huir más —dijo Mascararroja—. Hoy derramaremos más sangre letherii.

Eso era lo que los guerreros leznas estaban esperando oír. Nadie ponía en duda su lealtad, no desde Bast Fulmar, pero eran jóvenes y habían probado la sangre. Y querían probarla otra vez. La elaborada partida que habían librado con los letherii se había alargado demasiado. Ni siquiera las inteligentes emboscadas tendidas a los escoltas y exploradores enemigos habían sido suficiente. Aquella marcha caótica, serpenteante, se parecía demasiado a una huida.

Los guerreros estaban reunidos al norte del campamento, con el amanecer todavía fresco en el aire; los adiestradores de perros y sus ayudantes retenían con correas a las inquietas bestias que no cesaban de lanzar bocados, y orientaban a sus pupilos ligeramente hacia el este. Los caballos pateaban el suelo embadurnado de rocío, los pendones de los clanes se agitaban como juncos altos. Se enviaron exploradores con arqueros montados para entrar en contacto con los escoltas letherii y obligarlos a regresar al nido. Eso garantizaría que la disposición concreta de las fuerzas de Mascararroja permaneciera oculta todo el tiempo posible.

Momentos antes de que el ejército se pusiera en marcha, llegó Torrente para colocarse junto a Toc. El guerrero fruncía el ceño, como hacía la mayor parte de las mañanas (y las tardes, y las noches), pues se había olvidado de ponerse su máscara de pintura. Ésta había empezado a producirle manchas y sarpullidos en las mejillas, la barbilla y la frente, razón por la que se le «olvidaba» con más frecuencia esos días. Toc respondió a la beligerante expresión con una sonrisa brillante.

—Las espadas se han desenvainado en este día, Torrente.

—¿Te ha dado permiso Mascararroja para entrar en batalla a caballo?

Toc se encogió de hombros.

—No ha dicho nada en un sentido u otro, lo que supongo que es permiso suficiente.

—No lo es. —Torrente hizo retroceder a su caballo de espaldas y le dio la vuelta para dirigirse donde se encontraba Mascararroja, a horcajadas sobre su montura letherii, más allá de la irregular fila de jinetes preparados.

Toc se acomodó en la extraña silla amazacotada lezna y examinó una vez más su arco y las flechas que llevaba en el carcaj atado al muslo derecho. No era que le interesara mucho la lucha en sí, pero como mínimo estaría listo para defenderse si era necesario. Malos augurios. Era obvio que Mascararroja era indiferente a esas cosas. Toc se rascó el tejido chillón que rodeaba la cuenca vacía del ojo. Echo de menos ese ojo, regalo del Alto Denul en lo que parece que fue hace siglos. Bien saben los dioses que me volvió a convertir en un arquero de verdad; estos días soy casi inútil, maldita sea. Rápido e impreciso, ése es Toc el Desafortunado.

¿Le prohibiría Mascararroja cabalgar en ese día? A Toc no se lo parecía. Vio que Torrente intercambiaba unas palabras con el caudillo, el caballo del guerrero desenmascarado daba pasos de lado y agitaba la cabeza. Qué cierto es que la bestia llega a parecerse al amo. Imagínate todos los perros tuertos que podría haber tenido yo. Torrente giró entonces su montura y se dirigió a Toc a un medio galope rápido.

El ceño se había oscurecido. Toc sonrió una vez más.

—Las espadas se han desenvainado en este día, Torrente.

—Ya lo has dicho antes.

—Pensé que podríamos empezar otra vez.

—Quiere que no corras peligro.

—Pero todavía puedo cabalgar con el ejército.

—No confío en ti, así que no creas que en lo que hagas no habrá testigos.

—Mucho niegas, Torrente. Pero me siento generoso esta mañana, así que dejaré sueltas las riendas.

—Nunca deben anudarse las riendas —dijo Torrente—. Cualquier idiota lo sabe.

—Como tú digas.

El ejército se puso en marcha, todos montados de momento (incluyendo los adiestradores de los perros), pero eso no duraría. Y Toc sospechaba que la fuerza tampoco permanecería unida. Mascararroja no veía la batalla como un único acontecimiento. Más bien veía una colección de choques, un enfrentamiento de voluntades; allí donde se atemperaba uno, él mudaba su atención para reanudar el combate en otro sitio, y era en la orquestación de esos numerosos encuentros donde se ganaba o perdía una batalla. Los elementos de los flancos se separaban de la columna principal. Más de un ataque, más de un objetivo.

Toc lo comprendía. Sospechaba que era la esencia de la táctica entre los comandantes de éxito de todo el mundo. Desde luego los malazanos habían luchado de ese modo, y con excelentes resultados. Renunciaban a la noción de amagos, cada enfrentamiento era deliberado y con la buscada pretensión de enzarzar al enemigo en un combate fiero y desesperado.

—Déjale las fintas a la nobleza —había dicho una vez Kellanved—. Que se lleven su ingeniosa elegancia al túmulo. —Eso había sido mientras Dassem Ultor y él observaban a los caballeros untan en el campo de batalla al este de Jurda. Caballeros que cabalgaban de un lado a otro y del otro al uno. Cansaban a sus cargados caballos de guerra, sembraban la confusión entre las nubes de polvo que envolvían a sus propias filas. Amagos y ataques ciegos. Dassem había hecho caso omiso de los idiotas de pura sangre y, antes de que terminara la batalla del día, había triturado al ejército untan entero, incluso a los tan cacareados y (en otro tiempo) temidos caballeros.

Los letherii no poseían caballería pesada. Pero si la tuvieran, Toc creía que jugarían a amagos y ataques ciegos toda la jornada.

O quizá no. Su hechicería en batalla no era sutil ni elegante. Tan fea como el puño de Fenn, en realidad. Lo que sugería cierto pragmatismo, un interés en la eficiencia por encima de la pompa y, de hecho, una especie de impaciencia con respecto a los amaneramientos de la guerra.

Hechicería. ¿Mascararroja había olvidado a los magos letherii?

La inmensa llanura nivelada donde aguardaba el enemigo, los leznas lo llamaban Pradegar, Sal Vieja, no estaba muerta para la magia. Los chamanes de Mascararroja habían hecho uso de la magia residual que había allí para rastrear los movimientos del ejército enemigo, después de todo.

¿Mascararroja, has perdido la cabeza?

Los lezna siguieron cabalgando.

Más que espadas se han desenvainado en este día, me temo. Se rascó de nuevo la cuenca vacía y azuzó su caballo para ponerlo en movimiento.

A Orbyn Buscaverdad le desagradaba la sensación de suelo blando bajo él. Tierra, marga, arena, cualquier cosa que pareciera vacilar bajo su peso. No le suponía un problema tolerar un trayecto en carruaje, puesto que las ruedas eran bastante sólidas, y las sacudidas de lado a lado sobre la pista rocosa servían para tranquilizarlo siempre que pensaba en la incertidumbre inferior. En ese momento se encontraba sobre piedra firme, un abombamiento de lecho arañado de roca justo encima de la pista que serpenteaba por todo el fondo del valle.

El sol había calentado el aliento del aire y olía a agua fresca y pino. Los mosquitos vagaban en enjambres por los arroyos de hielo fundido que culebreaban por las laderas de las montañas, desviándose hacia un lado y otro siempre que una libélula entraba disparada entre ellos. No había ni una nube en el cielo y el azul era tan intenso y limpio, en comparación con la atmósfera polvorienta de Drene o de cualquier otra ciudad, si a eso iba, que Orbyn se encontró alzando los ojos una y otra vez y luchando contra algo parecido a la incredulidad.

Cuando no miraba al cielo, los ojos del patriota se clavaban en los tres jinetes que iban descendiendo del paso. Se habían movido muy por delante de su compañía, habían trepado a las alturas y después habían cruzado el espinazo de las montañas hasta el paso contrario, donde una guarnición había sido masacrada. Y, lo que era más importante, donde cierto envío de armas no había llegado. Si se miraban las cosas en conjunto, una pérdida así no significaba mucho, pero el comisionado Letur Anict no era un hombre de conjuntos. Sus motivaciones estaban truncadas, expresadas y analizadas con un lenguaje preciso, intolerante con las desviaciones, casi neurótico cuando se enfrentaba a algo complicado. Y esa situación, sin duda, era complicada. En pocas palabras, Letur Anict, a pesar de toda su riqueza y poder, era un burócrata en todo el sentido de la palabra.

Los jinetes de la avanzadilla estaban regresando, por fin, pero a Orbyn no era algo que le complaciese en especial. Sabía que no tendrían nada bueno que decir. Historias de cadáveres putrefactos, madera carbonizada, cuervos y ratones que reñían entre huesos desmoronados. Como mínimo, podía obligarse una vez más a meterse en el carruaje del comisionado, sentarse enfrente de ese aborrecible contable y aconsejar (con mayor veracidad esa vez) que le dieran la vuelta a la columna y regresaran a Drene.

Y no era que lo fuera a conseguir, ya lo sabía. A Letur Anict cada insulto le dolía y cada fracaso era un insulto. Alguien iba a pagar. Siempre pagaba alguien.

Algún instinto hizo a Orbyn echar la vista atrás, hacia el campamento, y vio que el comisionado salía de su carruaje. Bueno, era un alivio, puesto que Orbyn tenía por costumbre sudar de forma profusa en el estrecho vehículo de Letur. Observó a aquel hombre pálido abrirse paso con delicadeza hasta donde él se encontraba. Con demasiada ropa para el aire suave, el cabello blanco y lacio cubierto por un sombrero de ala ancha para evitar que el sol alcanzara la piel clara, la cara extrañamente redonda ya colorada por el esfuerzo.

—Buscaverdad —dijo en cuanto llegó al abombamiento de roca—, los dos sabemos lo que nos dirán los exploradores.

—Así es, comisionado.

—Entonces… ¿dónde están?

Orbyn alzó las finas cejas y parpadeó para despejar el sudor repentino que le escocía en los ojos.

—Como sabe, bajaron como mucho hasta aquí, donde estamos acampados ahora mismo. Lo que deja tres posibilidades. Una, dieron la vuelta, volvieron a subir y fueron por el paso…

—No se les vio hacer eso.

—No. Dos, dejaron la pista aquí y se dirigieron al sur, quizá en busca del paso de las Perlas, para entrar en el sur de Rosazul.

—¿Y viajar por el espinazo de las montañas? No parece muy probable, Buscaverdad.

—Tres, se dirigieron al norte desde aquí.

El comisionado se lamió los labios como si se planteara algo.

—¿Por qué iban a hacer eso? —preguntó sin inflexión.

Orbyn se encogió de hombres.

—Se podría, si así se deseara, rodear la cordillera hasta llegar a la costa, y después alquilar una nave para dirigirse a casi cualquier aldea costera o puerto del mar de Rosazul.

—Meses.

—Temor Sengar y sus compañeros están más que acostumbrados, comisionado. Ningún grupo de fugitivos ha huido durante tanto tiempo como ellos dentro de los confines del imperio.

—No ha sido solo cuestión de habilidad, Buscaverdad. Los dos sabemos que los edur podrían haberlos capturado un centenar de veces en cien lugares diferentes. Y es más, los dos sabemos por qué no lo han hecho. La pregunta alrededor de la que usted y yo hemos bailado durante mucho, mucho tiempo, es qué vamos a hacer, si es que vamos a hacer algo.

—Esa cuestión, por desgracia —dijo Orbyn—, solo la pueden abordar nuestros amos en Letheras.

—¿Amos? —Letur Anict lanzó un bufido—. Ellos tienen otras preocupaciones más urgentes. Debemos actuar de forma independiente, de acuerdo con las responsabilidades que nos han dado; en realidad, de acuerdo con las expectativas de que satisfaremos esas responsabilidades. ¿Nos apartamos mientras Temor Sengar busca al dios edur? ¿Nos apartamos mientras Hannan Mosag y sus supuestos cazadores hacen gala de su hábil incompetencia en esta supuesta persecución? ¿Cabe alguna duda en su mente, Orbyn Buscaverdad, de que Hannan Mosag está cometiendo traición? ¿Contra el emperador? ¿Contra el imperio?

—Karos Invictad, y estoy seguro de que el canciller también, están lidiando con el asunto de la traición del rey hechicero.

—Sin duda. Pero ¿qué les podría ocurrir a sus planes si Temor Sengar triunfase? ¿Qué les ocurrirá a todos nuestros planes si el dios edur de las Sombras se alza otra vez?

—Eso, comisionado, es muy poco probable. —No, de hecho es imposible.

—Estoy familiarizado —dijo Letur Anict con tono irritado— con el cálculo de probabilidades y la valoración de riesgos, Buscaverdad.

—¿Qué es lo que desea? —preguntó Orbyn.

La sonrisa de Letur Anict era tensa. Miró al norte.

—Se están escondiendo. Y los dos sabemos dónde.

Orbyn no estaba muy contento.

—El alcance de sus conocimientos me sorprende, comisionado.

—Me ha subestimado.

—Eso parece.

—Buscaverdad. Tengo conmigo a veinte de mis mejores guardias. Usted tiene cuarenta soldados y dos magos. Y suficientes faroles como para expulsar a la oscuridad y robar el poder de esos hechiceros decrépitos. ¿Cuántos quedan en esa fortaleza escondida? Si golpeamos con rapidez, podemos deshacernos de ese detestable culto y ya solo eso merece el esfuerzo. Capturar a Temor Sengar solo endulzaría la operación. Piense en el placer, los elogios, si ponemos en las manos de Karos y el canciller al terrible traidor, Temor Sengar, y al idiota, Udinaas. Piense, si quiere, en las recompensas.

Orbyn Buscaverdad suspiró.

—Muy bien —concluyó después.

—Entonces conoce el camino. Eso sospechaba.

Y tú no, y yo eso ya lo sabía. Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente y del vello que tenía bajo la barbilla.

—La subida es ardua. Tendremos que dejar los carruajes y los caballos aquí.

—Sus tres exploradores nos servirán para vigilar el campamento. Se han ganado un descanso. ¿Cuándo nos vamos, Buscaverdad?

Orbyn hizo una mueca.

—De inmediato.

Dos de los tres exploradores estaban sentados junto a un fuego sobre el que había una olla manchada de hollín de té hirviente; el tercero se levantó, arqueó la espalda para aliviarla y se fue sin prisas hacia la modesta recua que se había pasado la mayor parte del día descendiendo al valle.

Se intercambiaron los saludos habituales junto con invitaciones para compartir esa noche y ese campamento. El líder de la recua se acercó con aire cansado a unirse al explorador.

—¿No es ése el sello del comisionado de Drene, el del carruaje? —preguntó.

El explorador asintió.

—Así es. —Su mirada se perdió más allá de aquel casi insignificante que se le había acercado—. Veo que no son comerciantes. Y sin embargo, llevan muchos guardias.

—Una inversión sabia, diría yo —respondió el hombre con un asentimiento—. El fuerte de la guarnición es prueba suficiente. Continúa abandonado, medio quemado y salpicado por los huesos de soldados masacrados.

El explorador se encogió de hombros.

—El lado occidental de la cordillera es célebre por sus bandidos. Oí que les dieron caza y los mataron.

—¿Es eso cierto?

—Eso oí. Y hay un nuevo destacamento de camino, junto con carpinteros, leñadores y un herrero. El fuerte debería quedar reconstruido antes del final de la temporada. —Se encogió de hombros—. Gajes del oficio de viajar.

Venitt Sathad asintió otra vez.

—No nos cruzamos con nadie en la pista. ¿Entonces el comisionado viene a reunirse con ustedes aquí?

—Así es.

—¿No es poco habitual este viaje? Drene, después de todo, está en el lado contrario al mar.

—Los asuntos del comisionado son suyos —respondió el explorador con cierta sequedad—. No me ha contestado, señor.

—¿No lo he hecho? ¿Y cuál era la pregunta?

—Pregunté qué llevaban que necesitan tan pocos fardos y tantos guardias.

—No se me permite decírselo, por desgracia —dijo Venitt Sathad mientras empezaba a examinar el campamento—. Tenían más soldados aquí, no hace mucho.

—Bajaron al valle ayer.

—¿Para reunirse con el comisionado?

—Eso es. Y se me acaba de ocurrir que si suben esta noche, este campamento no será lo bastante grande. No para ellos y ustedes.

—Supongo que está usted en lo cierto.

—Quizá sería mejor, entonces, que continuaran. Hay otro lugar dos mil pasos más allá, valle abajo. Tendrán luz suficiente, diría yo.

Venitt Sathad sonrió.

—Haremos como nos ha pedido, pues. Cabe la posibilidad de que nos topemos con su comisionado por el camino.

—Es posible, señor.

En los ojos del hombre, Venitt Sathad vio la mentira. Sin dejar de sonreír regresó con su caballo.

—Montad —les dijo a sus guardias—. Seguimos adelante.

Una orden nada agradable, pero Sathad había elegido bien a su escolta. En muy poco tiempo la tropa se había puesto de nuevo en camino.

No tenía ni idea de por qué el hombre al que le habían enviado a ver estaba en esa pista, tan lejos de Drene. Y tampoco sabía adónde había ido Anict, dado que por todos lados salvo adelante no había más que montañas escarpadas y salvajes pobladas por poco más que ovejas cornudas que trepaban a las rocas y unos cuantos cóndores que anidaban en los riscos. Quizá terminara averiguándolo. En cualquier caso, antes o después Letur Anict regresaría a Drene y él, Venitt Sathad, agente de Rautos Hivanar y la Consigna Libertad de Letheras, lo estaría esperando.

Con algunas preguntas de su amo.

Y algunas respuestas.

Un chillido resonó a lo lejos y después se desvaneció. Algo más cerca, entre el parpadeo de la luz de los faroles y las sombras vacilantes, los últimos llantos de los masacrados ya hacía mucho tiempo que se habían desvanecido; los soldados de la guardia de Orbyn caminaban entre los cuerpos apilados (en esa cámara la mayor parte eran niños, mujeres y ancianos) para tener la certeza de que ninguno respiraba todavía.

Ninguno lo hacía. Orbyn Buscaverdad se había asegurado de ello en persona. De una forma distraída, debatiéndose entre el desagrado y la necesidad que no admitía descuido. Llevaban como mucho cuatro campanadas en ese laberinto subterráneo, desde que se produjo la primera ruptura de guardas en la entrada de la fisura y todo lo que siguió, de sala en sala, de pasillo en pasillo, el asalto de la luz y la hechicería refulgente.

Fuera cual fuera la elaborada organización de poder que se había atrincherado en esa morada enterrada, había sido borrada del mapa sin que apenas se perdieran vidas letherii y todo lo que quedó después fue simple carnicería. Habían dado caza a los que se escondieron, los que huyeron a los confines más lejanos, los que se metieron en los almacenes más pequeños, los niños acurrucados en huecos y, en el caso de uno, en un ánfora medio llena de vino.

Menos de cuatro campanadas, así pues, para aniquilar el culto del Señor de las Alas Negras. Esas versiones degeneradas de tiste edur. Casi ni merecían el esfuerzo, al menos en lo que respectaba a Orbyn Buscaverdad. Dejaba un sabor más amargo que no hubiera señal de Temor Sengar ni de ninguno de sus compañeros. Ninguna señal, de hecho, de que hubieran estado allí.

Su mirada se posó en los cadáveres amontonados y se sintió manchado. Letur Anict lo había utilizado en su persecución obsesiva de la eficiencia, de la cruel simplificación de su mundo. Una irritación persistente menos para el comisionado de Drene. Ya podían regresar, y Orbyn se preguntó si ese viaje para rastrear unas cuantas carretas de armas baratas no habría sido, de hecho, un simple ardid. Un ardid que lo había engañado con tanta facilidad como si fuese un crío inocente.

Sacó un paño para limpiar la sangre de la daga y deslizó aquella arma de hoja larga en su vaina, por debajo de su brazo derecho.

Se acercó uno de sus magos.

—Buscaverdad.

—¿Hemos acabado aquí?

—Sí. Encontramos la cámara del altar. Media docena de sacerdotes y sacerdotisas chochos que cayeron de rodillas pidiéndole a su dios misericordia. —El mago hizo una mueca amarga—. Por desgracia, el señor de las Alas Negras no estaba en casa.

—Qué sorpresa.

—Sí, pero había una, señor. Es decir, una sorpresa.

—Continúe.

—Ese altar, señor, estaba santificado de verdad.

Orbyn miró al mago con los ojos entrecerrados.

—¿Lo que significa?

—Tocado por la Oscuridad, por la propia Fortaleza.

—No sabía que existía siquiera una Fortaleza así. ¿Oscuridad?

—Las losas poseen una orientación de Oscuridad, señor, aunque solo los textos más antiguos dan cuenta de ello. De los fulcras, señor. El Cuervo Blanco.

Orbyn se quedó de repente sin aliento. Clavó los ojos en el mago que tenía delante y observó las sombras que revoloteaban sobre el rostro arrugado del hombre.

—El Cuervo Blanco. El extraño edur que acompaña a Temor Sengar se llama así.

—Si ese desconocido se llama así, entonces no es tiste edur, señor.

—¿Entonces qué?

El mago indicó con un gesto los cuerpos que yacían por todas partes.

—Se hacen llamar tiste andii. Hijos de la Oscuridad. Señor, yo no sé mucho de ese tal… Cuervo Blanco que viaja con Temor Sengar. Si de verdad caminan juntos, entonces algo ha cambiado.

—¿A qué se refiere?

—Los edur y los andii, señor, eran enemigos acérrimos. Si en lo que hemos extraído de las leyendas edur y otras hay algo de verdad, libraron una guerra, y esa guerra terminó con traición. Con el asesinato del Cuervo Blanco. —El mago negó con la cabeza—. Por eso yo no creo en ese Cuervo Blanco que está con Temor Sengar; no es más que un nombre, un nombre dado por error, o quizá como burla. Pero si me equivoco, señor, entonces una vieja enemistad se ha enterrado en una tumba muy profunda y eso podría resultar… preocupante.

Orbyn apartó los ojos.

—Hemos masacrado al último de estos andii, ¿no es cierto?

—En este lugar, sí. ¿Deberíamos confiar que son los últimos andii que quedan? ¿Incluso en Rosazul? ¿Acaso los edur no encontraron parientes al otro lado del océano? Quizá se hayan hecho otros contactos, contactos que nuestros espías en las flotas no detectaron. Me inquieta, señor, todo esto.

Y no solo a ti, mago.

—Piense más en ello —dijo.

—Lo haré.

Cuando el mago giró para irse, Orbyn extendió una manaza rolliza para detenerlo.

—¿Ha hablado con el comisionado?

Un ceño, como si al mago le hubiese ofendido la pregunta.

—Pues claro que no, señor.

—Bien. Del altar, y la santificación, no diga nada. —Reflexionó un momento y añadió—. De sus otros pensamientos, tampoco diga nada.

—No habría obrado de otra forma, señor.

—Excelente. Bien, reúna a nuestros soldados. Me gustaría irme de aquí tan pronto como podamos.

—Sí, señor, será un placer.

Dejemos a Letur Anict en su mundo que ahora es más simple. Lo que le gustaría que fuera y lo que es no es lo mismo. Y eso, querido comisionado, es el camino que lleva a la ruina. Lo recorrerás sin mí.

Clip estaba mirando al sur. Tenía la mano derecha levantada, la cadena y los anillos se la envolvían con fuerza. No los había hecho girar en más de una docena de latidos. El cabello, que se había dejado suelto, se agitaba al viento. A unos pasos de distancia, Silchas Ruina se había sentado en un peñasco y pasaba una piedra de amolar por el filo de una de sus espadas cantarinas.

La nieve bajaba flotando de un cielo de color azul pálido, una versión de altura de un chaparrón con sol, quizá, o puede que los vientos hubieran levantado los copos de los picos jóvenes que se alzaban por todos lados salvo delante de ellos. El aire era cortante, tan seco que la lana soltaba chispas y crujía. Habían cruzado los últimos metros de la accidentada meseta el día antes y habían dejado atrás una masa de piedra negra, hecha pedazos, que marcaba el centro, lleno de cráteres. La subida de esa mañana había sido traicionera, muchas losas de piedra estaban envueltas en hielo. Al llegar a la cresta de la caldera, con la última luz de la tarde, se habían encontrado con una inmensa ladera de descenso que se extendía al norte durante media legua o más hasta una llanura de tundra. Más allá, el horizonte caía en una línea plana, blanca, borrosa. Campos de hielo, había dicho Temor Sengar, y Udinaas se había reído.

Seren Pedac se paseaba sin descanso por el risco. Había estado caminando con los demás, muy por detrás de Clip y de Silchas Ruina. Todavía quedaba luz para continuar, pero el joven tiste andii se había encaramado a la cima y se había quedado mirando el camino que habían recorrido. En silencio, sin expresión.

Seren se acercó donde estaba Udinaas, al que le había dado por llevar otra vez la lanza imass y que, en ese momento, estaba sentado en una roca hurgando con la punta de la lanza en el césped musgoso.

—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó la mujer en voz baja—. ¿Lo sabes?

—¿Te suena el pájaro jarack, corifeo? ¿El ladrón y asesino de cresta gris del bosque?

La corifeo asintió.

—¿Y qué pasa cuando una hembra de jarack encuentra un nido que contiene los polluelos de algún otro pájaro? ¿Un nido sin protección?

—Mata a los pollos y se los come.

Udinaas sonrió.

—Cierto. Todo el mundo lo sabe. Pero los jaracks en ocasiones hacen otra cosa, al principio de la estación. Tiran un huevo del nido y dejan uno de los suyos. Los otros pájaros no parecen advertir al cambio. Y cuando el jarack sale del huevo, por supuesto mata y se come a sus rivales.

—Después hace su llamada —dijo la corifeo—. Pero es una llamada que no se diferencia de las de los pollos del otro pájaro. Y esos pájaros vienen con comida en el pico.

—Solo para que los dos jaracks adultos que esperan cerca les tiendan una emboscada y los maten en el nido. Otra comida para su cría.

—Los jaracks son pájaros muy desagradables. ¿Por qué estamos hablando de jaracks, Udinaas?

—Por nada, en realidad. Pero a veces merece la pena recordarnos a nosotros mismos que la crueldad de los humanos no es la única en este mundo.

—Los fent creían que los jaracks son las almas de niños abandonados que murieron solos en el bosque. Ansían un hogar y una familia, pero los invade tanta rabia cuando lo encuentran que destruyen todo lo que desean.

—¿Los fent tenían por costumbre abandonar niños?

Seren Pedac hizo una mueca.

—Solo en los últimos cien años, más o menos.

—Obstáculos para sus apetitos autodestructivos, diría yo.

Seren no respondió, pero se imaginó a Casco Beddict en pie de repente a su lado, irguiéndose en toda su altura y bajando los brazos para coger a Udinaas por la garganta y levantarlo.

Udinaas se echó de repente hacia delante, ahogándose, intentando aferrarse a ella con una mano.

Seren Pedac retrocedió. ¡No, maldita sea! Y luchó por arrojar de sí la visión.

Pero no se iba.

Con los ojos salidos, la cara ennegrecida, Udinaas se rodeó el cuello con las manos, pero no había nada que arrancar.

—¡Seren! —chilló Tetera.

¡El Errante nos libre! Qué, cómo… ¡Oh, lo estoy matando! Casco Beddict permanecía allí, aplastando a Udinaas, arrancándole la vida. Seren quería estirar los brazos, obligarlo a soltar su presa, pero sabía que no sería lo bastante fuerte. No, comprendió, necesitaba a alguien más…

Y conjuró en la escena de su mente otra figura que se acercaba, ágil y vista solo a medias. Una mano se alzó como un rayo y golpeó a Casco Beddict también en la garganta. El letherii se tambaleó hacia atrás, cayó con una rodilla en el suelo y soltó a Udinaas. Casco echó entonces mano de su espada.

El mango de una lanza apareció cortando como una guadaña y le asestó a Casco un golpe en toda la frente que le echó la cabeza hacia atrás con un movimiento brusco. Casco se derrumbó.

El guerrero edur se encontraba entre Casco Beddict y Udinaas, la lanza sujeta en posición de alerta.

Al verlo, al ver su rostro, Seren se tambaleó hacia atrás. ¿Trull Sengar? Trull…

La visión se desvaneció y desapareció.

Tosiendo, jadeando, Udinaas rodó de lado.

Tetera se apresuró a agacharse junto al antiguo esclavo.

Una mano se cerró sobre el hombro de Seren y la obligó a darse la vuelta. La mujer se encontró mirando hacia arriba, a la cara de Temor, y le pareció rara la extraña expresión del guerrero. Él… no pudo haberlo visto. Eso sería

—Pelado —susurró Temor—. Más viejo. Una tristeza… —Se interrumpió, incapaz de seguir, y se giró.

Seren se lo quedó mirando. Una tristeza en los ojos.

En sus ojos.

—Juegos letales, corifeo.

Seren se sobresaltó, miró y vio que Silchas Ruina la estaba estudiando desde donde permanecía sentado. Tras él, Clip no se había dado la vuelta, no se había movido siquiera.

—No fui yo. Quiero decir, yo no…

—La imaginación —dijo Udinaas con voz áspera, tirado en el suelo a la derecha de la corifeo— siempre juzga demasiado rápido. —Volvió a toser y después una carcajada se escapó de su garganta dañada—. Pregúntale a cualquier hombre celoso. O mujer. La próxima vez que diga algo que te moleste, Seren Pedac, limítate a maldecirme, ¿quieres?

—Lo siento, Udinaas. No pensé…

—Pues claro que pensaste, mujer.

Oh, Udinaas.

—Lo siento —susurró Seren.

—¿Qué hechicería has encontrado? —preguntó Temor Sengar, los ojos un poco desquiciados cuando la miró con furia—. Vi…

—¿Qué viste? —preguntó Silchas Ruina con ligereza mientras metía una espada en la vaina y sacaba la otra.

Temor no dijo nada y tras un momento apartó los ojos de Seren Pedac.

—¿Qué está haciendo Clip? —inquirió.

—Está de luto, supongo.

Esa respuesta hizo incorporarse a Udinaas, que quedó sentado. Miró a Seren, asintió y articuló «Jarack».

—¿De luto por qué? —preguntó Temor.

—Todos los que moraban en el interior del Andara —respondió Silchas Ruina— están muertos. Masacrados por soldados y magos letherii. Clip es la espada mortal de Oscuridad. Si hubiera estado allí, todavía estarían vivos… sus parientes. Y los cuerpos tirados, inmóviles, en la oscuridad serían letherii. Se pregunta si no habrá cometido un terrible error.

—Ese pensamiento —dijo el joven tiste andii— fue fugaz. Te estaban buscando a ti, Temor Sengar. Y a ti, Udinaas. —Se volvió, el rostro aterrador en su sereno reposo. Las cadenas se desenrollaron de golpe, chasquearon en el aire frío y volvieron a enrollarse con un zumbido—. Mis parientes se habrían asegurado de que no quedaba prueba alguna de vuestro paso por allí. Ni eran los magos letherii lo bastante poderosos ni lo bastante listos para profanar el altar, aunque lo intentaron. —Sonrió—. Llevaron sus faroles con ellos, eso sí.

—La puerta no se quedó allí el tiempo suficiente, en cualquier caso —dijo Udinaas con voz resquebrajada.

Los ojos duros de Clip se clavaron en el antiguo esclavo.

—Tú no sabes nada.

—Sé lo que sale girando de tu dedo, Clip. Ya nos lo enseñaste una vez, después de todo.

Silchas Ruina terminó con la segunda espada, la envainó y se levantó.

—Udinaas —le dijo a Clip— es un misterio tan grande como aquí la corifeo. Conocimiento y poder, la mano y el guantelete. Deberíamos continuar. A menos —hizo una pausa y miró a Clip— que sea hora.

¿Hora? ¿Hora de qué?

—Lo es —dijo Udinaas y usó la lanza imass para ponerse en pie—. Sabían que iban a morir. Ocultarse en ese pozo profundo no los llevaba a ninguna parte. Menos jóvenes, sangre cada vez más diluida. Pero esa sangre, bueno, si derramas suficiente…

Clip se fue contra el antiguo esclavo.

—No —dijo Silchas Ruina.

La espada mortal se detuvo y pareció dudar, después se encogió de hombros y se volvió. La cadena giró.

—Madre Oscuridad —continuó Udinaas con una sonrisa tensa—. Abre tu maldita puerta, Clip, ya se ha cobrado su precio.

Y la cadena giró y se tensó de golpe. En horizontal. En cada extremo un anillo, en equilibrio, como si se sostuviera solo. Dentro de la banda que más cerca tenían había… oscuridad. Seren Pedac se quedó mirando. La esfera de negro comenzó a crecer y a derramarse del anillo.

—La señora la tiene tomada con los canales de nacimiento —murmuró Udinaas.

Silchas Ruina entró caminando en la Oscuridad y se desvaneció. Tras él hubo un revoloteo fantasmal cuando Marchito se metió disparado por la puerta. Tetera cogió a Udinaas de la mano y lo llevó al interior.

Seren miró a Temor. Dejamos tu mundo atrás, tiste edur. Pero veo en tus ojos que comienzas a darte cuenta. Ahí dentro. Tras esa puerta, Temor Sengar, aguarda el alma de Scabandari.

El tiste edur posó una mano en su espada y avanzó con paso firme.

Seren Pedac lo siguió, miró a Clip y se encontró con sus ojos; seguía allí, esperando con una mano levantada. La puerta formaba un túnel con forma de espiral que salía del anillo más cercano. En algún otro mundo, imaginó la corifeo, la puerta surgía del otro anillo. La llevaba con él. Nuestro paso adonde necesitábamos ir. Todo este tiempo.

Clip le guiñó un ojo.

Ese gesto le provocó escalofríos. La prometida de Trull avanzó un paso y se precipitó en la oscuridad.

La isla del Tercer Fuerte de la Doncella estaba todo a popa, surgía ante sus ojos cuando coronaban las olas y volvía a desaparecer cuando bajaban a los senos. El trasbordador gemía como una bestia revolcándose, retorciéndose bajo su bosque de mástiles y velas improvisadas, y la masa de temblor se acurrucaba, mareada y aterrada, en la cubierta. Brujas y hechiceros, de rodillas, gemían sus plegarias para ser oídos por encima de la furia hinchada de la galerna, pero la costa estaba muy lejos y ellos estaban perdidos.

Yedan Derryg, empapado por la espuma que de tiempo en tiempo traspasaba las regalas y lo azotaba todo con lo que parecía una alegría demoníaca, se abrió paso hacia Yan Tovis, que permanecía junto a los cuatro hombres que manejaban el remo del timón. La mujer se sujetaba a un par de flechastes, las piernas muy separadas para adaptarse al cabeceo y las subidas, y cuando estudió el rostro de su medio hermano al acercarse, vio lo que ya sabía que era verdad.

No vamos a conseguirlo.

Surcar las olas una vez pasada la marisma salada y después subir, rodear la península y salir por el borde norte de los arrecifes, un viaje de tres días y dos noches antes de que pudieran amarrar en una de las pequeñas ensenadas del lado de sotavento de la isla del Tercer Fuerte de la Doncella. El tiempo había aguantado y al amanecer de ese día todo había parecido posible.

—Las junturas, Crepúsculo —dijo Yedan Derryg al llegar junto a ella—. Estas olas las están machacando y las están abriendo. Nos hundimos… —Lanzó una carcajada salvaje—. ¡Más allá de la costa, pues que sea como dicen! ¡Más huesos a las profundidades!

Estaba pálido, tan pálido como sin duda estaba ella, pero en sus ojos había una furia oscura.

—El Esputo de Tour se desvía de la ruta, y hay bancos de arena, pero, hermana, es la única tierra firme que podríamos alcanzar.

—Ya, ¿y cuántos hay en esa cubierta que sepan nadar? ¿Alguno? —Crepúsculo sacudió la cabeza y parpadeó para quitarse la espuma salada de los ojos—. ¿Qué quieres que hagamos, que estrellemos este maldito trasto contra la playa? ¿Que le recemos a la costa para poder deslizarnos incólumes por los bajíos? ¿Querida guardia, quieres acurrucarte en el regazo de los dioses?

La mandíbula barbuda se abultó, los músculos fornidos se tensaron de tal modo que la mujer creyó que iba a oír el crujido de un hueso o un diente, después Yedan apartó la mirada.

—¿Qué quieres que hagamos, entonces?

—Que esos malditos idiotas se ponga a achicar, Yedan. Como nos hundamos más, la próxima ola nos hará volcar.

Pero sabía que era demasiado tarde. Fueran cuales fueran los grandes planes que había alimentado en el fondo de su corazón para la supervivencia de su pueblo, se habían desprendido. Por culpa de esa única tormenta. Había sido una locura apartar de la costa ese trasbordador que siempre se había arrastrado cerca de la orilla, aunque el único tramo verdaderamente peligroso había sido… ése, ahí, al norte de la isla del Tercer Fuerte de la Doncella, al socaire de la isla de Spyrock. El único tramo abierto de verdad al océano occidental.

La galerna se soltó de repente y clavó un puño en el lado de babor de la embarcación. Se partió un mástil, la vela giró, las lonas crujieron y, como una enorme ala, la vela se rasgó y se soltó, llevándose el mástil con ella. Las jarcias levantaron de golpe a unas desventuradas figuras y las elevaron al cielo. Un segundo mástil se derrumbó, ése lo bastante pesado como para arrastrar su vela. Y más chillidos diminutos se abrieron paso entre el aullido.

El trasbordador pareció desplomarse, como si estuviera a escasos momentos de precipitarse a las profundidades. Yan Tovis se encontró aferrándose a las cuerdas como si ellas pudieran soltarla, llevarla al cielo; como si ellas pudieran sacarla de allí. La reina ordena. Su pueblo muere.

Al menos me reuniré con…

Un grito de Yedan Derryg, que se había adelantado y se había metido en el caos de la cubierta, un grito que se abrió paso hasta ella.

Y entonces lo vio. Dos enormes barcos se habían acercado a ellos por popa, uno a cada lado, palpitando como gigantescos cazadores, ya solo las velas empequeñecían el trasbordador que cabeceaba entre ellos. La nave de babor robó el aliento fiero de la galerna y, en un instante, el trasbordador se había enderezado entre las olas picadas.

Yan Tovis se fijó bien y distinguió unas cuantas figuras moviéndose junto a unas ballestas montadas en los lados, y vio otras dirigiéndose a la barandilla bajo enormes rollos de cuerda.

¿Piratas? ¿Ahora?

La tripulación del barco de estribor, descubrió con alarma creciente, estaba haciendo lo mismo.

Pero eran los barcos lo que más la asustaba. Porque los reconoció.

Perecederos. ¿Cómo se llamaban? Sí, tronos de guerra. No se le había olvidado aquella batalla, el latigazo de hechicerías desgarrando las crestas de las olas, las detonaciones cuando las galeras edur se desintegraban delante de sus propios ojos. Los gritos de los guerreros al ahogarse…

Las ballestas soltaron sus robustos cuadrillos, pero los proyectiles dibujaron un arco alto y rebasaron la cubierta por dos o más alturas de un hombre. Y tras ellos serpenteaban cuerdas. El lanzamiento había sido casi simultáneo desde los dos barcos. Yan Tovis advirtió que los cuadrillos desgarraban las endebles velas, pasaban cortando las jarcias y los misiles de cabezas pesadas se hundían en el mar que quedaba entremedias.

Vio que las cuerdas se tensaban. Sintió el crujido de los cuadrillos cuando volvieron a alzarse del agua y anclaron las púas en las regalas del trasbordador.

Y a medida que el viento los empujaba a todos y los hacía avanzar, los tronos de guerra se acercaron.

Unas defensas inmensas de fardos de algas bajaron balanceándose para amortiguar el contacto de los cascos.

Varios marineros de los barcos perecederos cruzaron por las cuerdas, muchos de ellos de pie, en un equilibrio imposible en medio del cabeceo del mar, y se dejaron caer en la cubierta del trasbordador con cuerdas y un buen surtido de herramientas.

Las cuerdas se sujetaron a puntales y pilares de la embarcación.

Una perecedera con armadura salió de entre la masa de humanidad de la cubierta principal y trepó hasta donde se encontraba Yan Tovis.

Y se dirigió a ella en la lengua de los mercaderes.

—Su nave se está hundiendo, capitán. Debemos evacuar a sus pasajeros.

Aturdida, Yan Tovis asintió.

—Navegamos —dijo la perecedera— hacia la isla del Segundo Fuerte de la Doncella.

—Igual que nosotros —respondió Yan Tovis.

Una sonrisa repentina, tan bienvenida a ojos de Yan Tovis como el amanecer tras una larga noche.

—Entonces ha sido una suerte el encuentro.

Una suerte el encuentro. Y una suerte la respuesta. El Segundo Fuerte de la Doncella. La Isla Silenciosa ha sido conquistada. No solo por malazanos, entonces. Por perecederos también. Ah, mira lo que hemos despertado.

Había tenido meses para pensar las cosas y, al final, muy poco de lo que había pasado en el Imperio de Malaz sorprendía a Banaschar, en otro tiempo demidrek del Gusano del Otoño. Quizá, visto desde fuera, desde alguna tierra fronteriza donde el poder real era tan efímero, tan elusivo, como una nube ante la luna, habría una sensación de asombro e incluso de incredulidad. Que la mujer mortal que estaba al mando del imperio más poderoso del mundo pudiera encontrarse tan… indefensa. Tan atada a las ambiciones y ansias de los jugadores sin rostro que había tras los tapices. El pueblo, por dicha ignorante de las maquinaciones de la política, quizá creyera que alguien como la emperatriz Laseen era omnipotente, que podía hacer lo que le placiese. Y que un mago supremo, como Tayschrenn por ejemplo, era igual de libre, sin obstáculos en sus ambiciones.

Banaschar sabía que para las personas con una visión tan simplista del mundo, las catástrofes eran cosas desconectadas, aisladas en sí mismas y por sí mismas. No había sensación de causa y efecto más allá de lo inmediato, más allá de lo directamente observable. Un risco se desploma sobre una aldea y mata a cientos. El efecto: la muerte. La causa: el derrumbamiento del risco. Por supuesto, si alguien hablara de la tala de cada árbol que crecía allí, incluyendo los de la cima de ese risco, como la verdadera causa del desastre (una causa que, en esencia, era achacable a las propias víctimas), entonces la respuesta era una negativa fiera; o, incluso más patético, una confusión aturdida. Y si después se empezara a hablar sobre las presiones económicas que exigían semejante deforestación rapaz, y que iban desde la necesidad de leña de los vecinos y el deseo de despejar tierras para pastos y para aumentar los rebaños, hasta el ansia de madera para satisfacer las necesidades de los astilleros de una ciudad portuaria situada a leguas de distancia, barcos que necesitaban para entrar en guerra con un reino vecino por zonas de pesca que se disputaban, y se disputaban porque los bancos de peces estaban desapareciendo, lo que llevaba a la amenaza de hambruna en ambos reinos, lo que a su vez podría desestabilizar a las familias gobernantes y hacer surgir así el espectro de la guerra civil… bueno, entonces la noción entera de causa y efecto, que súbitamente revelaba su verdadero nivel de complejidad, era, sencillamente, abrumadora.

Rebelión en Siete Ciudades, seguida por una terrible plaga, y de pronto el corazón del Imperio de Malaz (Quon Tali) se enfrentaba a la escasez de grano. Pero no, Banaschar sabía que uno podía remontarse más atrás todavía. ¿Por qué se había producido la rebelión? Y que no mencionaran esas profecías tan convenientes sobre el apocalipsis. La crisis había nacido en el periodo posterior al golpe de estado de Laseen, cuando casi todos los comandantes de Kellanved habían desaparecido, se habían ahogado, como decía aquel horripilante chiste. La mujer se había sentado en el trono y solo para encontrarse con que ya no estaban los más capaces entre sus gobernadores y sus líderes militares. Y el vacío de esa partida lo habían llenado personas mucho menos preparadas y mucho menos fiables. A la emperatriz no debería haberle sorprendido su avaricia y corrupción, pues el capítulo al que había dado comienzo en la historia del imperio se había anunciado con traición y sangre. «Semillas amargas arrojas, fruta amarga recoges», como decía el refrán.

Corrupción e incompetencia. Ésas eran las chispas de la rebelión. Nacidas en el palacio imperial de Unta, solo para regresar a lo grande.

Laseen había usado la Garra para dar su golpe de estado. En su arrogancia, era obvio que imaginaba que nadie podría hacer lo mismo, nadie podría infiltrarse en su cuadro letal de asesinos. Pero a Banaschar le parecía que era eso lo que había pasado. Y así la mujer mortal más poderosa del mundo se había encontrado emasculada de repente, atrapada, de hecho, por una multitud de exigencias, presiones insoportables, peticiones ineludibles. Y su arma más letal de control interno había quedado comprometida de forma irrevocable.

No había habido guerra civil (la «consejera» se había ocupado de eso), pero la escalada en la ciudad de Malaz quizá hubiera clavado la última estaca en el forzado corazón del gobierno de Laseen. La Garra había quedado diezmada, quizá hasta el punto de que nadie podría volver a usarla en años.

La Garra le había declarado la guerra a la gente que no debía. Y Cotillion (que en otro tiempo había sido Danzante) por fin había podido vengarse de la organización que había destruido a sus espolones y después había elevado a Laseen hasta el trono. Pues esa noche en Malaz había habido una Danza de Sombra.

Causas y efectos, eran como esas finas telarañas que se cruzaban entre las torres de Kartool; una red letal, una madeja sujeta a un millar de lugares. E imaginar que las cosas eran sencillas era de una ingenuidad que con frecuencia podía llegar a ser letal.

Un crimen del que él mismo era culpable, comprendía Banaschar. La rabia de D’rek contra sus devotos no había sido un acontecimiento aislado e interno. Pertenecía a una guerra inmensa y en la guerra la gente moría. Quizá, al contrario que a Banaschar, a Tayschrenn no le había afectado demasiado la tragedia. Quizá, de hecho, el mago supremo imperial lo había sabido todo el tiempo.

Pensamientos desagradables que tenían por costumbre filtrarse en su mente cuando ya hacía tiempo que el sol había huido del cielo, cuando debería estar dormido, hundido en un sopor empapado en alcohol en esa decrépita habitación que había alquilado enfrente de la taberna Harridicta, en esa condenada isla. En su lugar se encontraba junto a la ventana, bien despierto, escuchando el viento frío que se colaba con un crujido por las contraventanas. E incluso si hubiera sido una noche cálida, dudaba mucho que hubiera abierto esas contraventanas. Mejor no ver más que esas tablillas erosionadas, mejor no olvidar que no había salida.

El Gusano del Otoño se agitó en sus tripas; un parásito inmortal y él su huésped mortal. La diosa estaba en su interior una vez más, tras tantos años. Y, de nuevo, no tenía nada de extraño. Después de todo, soy el único que queda. Pero D’rek no permanecía más que como una presencia, un sabor desvaído en la lengua. No había habido ninguna batalla de voluntades, pero él sabía que se produciría. La diosa lo necesitaba y más tarde o más temprano extendería el brazo y encerraría su alma en un puño frío.

Ésa no era forma de que te llamara tu dios.

Oyó unos ruidos, algo que rebullía tras él, y cerró los ojos lentamente.

—Olores. Olores, olores, olores.

Las palabras eran un susurro quejumbroso en la cabeza de Banaschar.

—Ése es el problema, Telorast. Con esta isla. ¡Con este continente entero! Oh, ¿por qué vinimos aquí? ¡Deberíamos haber robado los cuerpos de dos gaviotas, y no estos montones de palos podridos con barrigas vacías que nunca podemos llenar! ¿Cuántas ratas hemos matado, Telorast? ¡Respóndeme!

—Bueno, no podíamos comérnoslas —murmuró Telorast—. Pero matarlas fue divertido, ¿a que sí? Los barcos más limpios del mundo. Deja de quejarte, Cuajo. ¿No sientes lo cerca que estamos?

—¡Ella ha caminado por aquí! —Había terror en la voz de Cuajo—. ¿Qué estamos haciendo en este lugar?

Banaschar se volvió. Los dos largos esqueletos de reptiles se paseaban de un lado a otro por el catre, trepando con torpeza entre los pliegues desaliñados de las sábanas.

—Una buena pregunta —dijo—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿En mi habitación? ¿Y quién es «ella»?

La cabeza de Cuajo se meneó, las mandíbulas chasquearon.

—No-No-Apsalar nos echó. ¡Pero necesitamos contárselo a alguien!

—¡A cualquiera! —interpuso Telorast—. ¡Incluso a ti!

—Se llama Lostara Yil —dijo Banaschar—. No No-No Apsalar; dioses, ¿acabo de decir eso?

—«Ella» —dijo Cuajo azotando la cama con la cola— es la que caminó por aquí. Hace mucho. Hace mucho más tiempo del que tú podrías pensar, tanto tiempo hace. Telorast está desquiciada. Está emocionada, pero ¿cómo puede emocionarse alguien cuando estamos tan cerca de ella? ¡Es una locura!

—Solo porque haya caminado por aquí —dijo Telorast— no significa que todavía ande por aquí. No tenemos cráneos grandes que pueda atravesar con el puño, hace ya mucho que no, ¿verdad? Y míranos, Cuajo. Podríamos bailar en la palma de su mano. En cualquiera de ellas. O en las dos, una para mí y otra para ti, y ella no se iba a enterar de nada, de nada. —La criatura se giró para mirar a Banaschar otra vez—. Por lo que no hay razón para el pánico, y eso es lo que tienes que decirle a Cuajo, Comida de Gusano. Así que, venga, díselo.

Banaschar parpadeó sin prisas.

—No hay nada de lo que preocuparse, Cuajo. ¿Y ahora queréis marcharos las dos? Tengo que dar más vueltas a las cosas y ya ha pasado media noche.

La cabeza afilada como una cuchilla de Telorast se volvió hacia Cuajo.

—¿Ves? Todo va bien. Estamos cerca porque tenemos que estarlo. Porque es donde Caminante del Filo quiere…

—¡Silencio! —siseó Cuajo.

Telorast se agachó.

—Oh. Ahora tenemos que matarlo, ¿verdad?

—No, ensuciaríamos mucho. Solo tenemos que esperar que haya un terrible accidente. ¡Rápido, Telorast, piensa en un terrible accidente!

—Jamás he oído hablar de Caminante del Filo —dijo Banaschar—. Relajaos, marchaos y olvidaos de matarme. A menos que queráis despertar a D’rek, claro está. La diosa igual sí que sabe quién es ese tal Caminante del Filo, podría deducir vuestra letal misión secreta, y decidir que sería mejor si os pulverizara a las dos.

Cuajo saltó del catre, reptó hasta Banaschar, y empezó a arrastrarse y rogar.

—No queríamos hacer nada malo. Nunca queremos hacer nada malo, ¿verdad, Telorast? Además, somos unas inútiles, y diminutas.

—Pues claro que podemos oler al Gusano —dijo Telorast subiendo y bajando la cabeza sin parar—. Sobre ti. En ti. Otro olor pavoroso más. No nos gusta nada. Vámonos, Cuajo. No es con el que deberíamos estar hablando. No es tan peligroso como No-Apsalar, pero da miedo igual. Abre esas contraventanas, Comida de Gusano; saldremos por ahí.

—Vosotras lo tenéis fácil —murmuró Banaschar, y se giró para apartar las barreras de listones. El viento entró en ráfagas como el aliento del propio Embozado y el sacerdote renacido se estremeció.

En un santiamén los dos reptiles se habían encaramado al alféizar.

—Mira, Telorast, caca de paloma.

Las dos criaturas desaparecieron de un salto. Tras un momento, Banaschar cerró las contraventanas otra vez. Y enderezó su visión del mundo. De su mundo, por lo menos.

Shillydan, el hombre de ojos oscuros,

saca la cabeza para echar un vistazo.

Hillyman, el hombre de las garras negras,

subió por el pozo para echar un vistazo.

«¡Bueno y… y!», dice el hombre de los doce dedos en los pies,

y colina abajo rebotó.

La mano quieta, el hombre de la sonrisa muerta,

fue botando y rebotando, abajo rebotó.

Shillydan, el hombre del agua roja,

grazna y besa la frente de la moza.

Hillyman, el hombre de la polla azul…

—¡Por el amor del Embozado, Bollito, deja de cantar de una puta vez!

El larguirucho zapador se irguió y se quedó mirando con la boca abierta, después volvió a agacharse y se puso a cavar el pozo de nuevo. Por lo bajo empezó a tararear su chiflada e interminable canción de los pantanos.

El cabo Casco observó un momento más la tierra que salía volando, atrapada por el viento que azotaba y la convertía en remolinos salvajes. A veinte pasos del profundo hoyo y los destellos de la pala de Bollito se agazapaba el recinto de piedra de muros bajos, donde el pelotón había metido su equipo y donde en ese momento se acurrucaban el sargento Cordón, Masan Gilani, Cojo y Ebron, que se estaban refugiando del viento tempestuoso. En un rato, Cordón haría levantar a todo el mundo y comenzaría la patrulla de esa parte de la costa.

Entretanto, Bollito estaba cavando un agujero. Un agujero profundo, como había ordenado el sargento. La orden que había dado el sargento cada día durante casi una semana.

Casco se frotó la cara entumecida, muerto de preocupación por su hermana. La Peccado que él conocía había desaparecido y no quedaba señal alguna de ella. Su hermana había encontrado su poder y ese poder había creado algo ávido, casi chillón, en sus ojos oscuros. Aquella chica había empezado a darle miedo, y no era el único que se sentía así. Las rodillas destrozadas de Cojo entrechocaban siempre que se acercaba, y Ebron hacía lo que él creía que eran gestos sutiles, invisibles, de protección por detrás. Masan Gilani no parecía afectada, lo que ya era algo; quizá fuera cosa de mujeres, porque con Faradan Sort había sido igual.

¿Así de simple? ¿Aterradora para los hombres, pero no para las mujeres? Pero ¿por qué?

No tenía respuesta para eso.

El tarareo de Bollito fue subiendo y volvió a atraer la atención de Casco. Lo bastante alto como para casi ahogar los gemidos lejanos del hielo moribundo del otro lado del estrecho. ¿Merecía la pena chillarle al idiota otra vez? Quizá no.

Tierra que salía volando, giraba hacia el cielo y se precipitaba disparada en la oleada del viento gélido.

Había agujeros salpicando media legua de la costa norte de esa isla. Bollito estaba orgulloso de su logro, y seguiría estando orgulloso, era probable que para siempre. Los mejores agujeros cavados jamás. Diez, cincuenta, cien, todos los que quisiera el sargento, sí, señor.

Casco creía que la esperanza enfebrecida de Cordón, de que uno de esos agujeros se derrumbase y enterrase al puñetero idiota de una vez por todas, no era más que una simple ilusión.

Después de todo, Bollito cava unos agujeros estupendos.

Oyó un chillido agudo detrás de él, a cierta distancia, y se volvió. Y allí estaba. Peccado, la niña que él solía echarse al hombro como un saco de tubérculos (un saco muerto de risa) con el que corría de una habitación a otra, oyendo las carcajadas que se convertían en chillidos y sintiendo sus pataditas. El cabello negro despeinado se agitaba a su alrededor, llevaba una flauta de hueso en las manos, y arrojaba la música al amargo tumulto como hebras negras mientras hacía cabriolas a pesar del tiempo reinante, como si la hubiera picado una araña.

Peccado, la niña bruja. La maga suprema con sed de sangre.

Hija de la rebelión. Le habían robado la vida que debería haber llevado, el horror la había convertido en otra cosa. Hija de Siete Ciudades, de la Apocalíptica, oh sí. El engendro bendito de Dryjhna.

Casco se preguntó cuántas criaturas así había allí fuera, tropezando entre las ruinas como perros famélicos. Un levantamiento, un gran fracaso y después la plaga: ¿cuántas cicatrices podía soportar un alma joven antes de que se retorciera y se convirtiera en algo irreconocible, algo apenas humano?

¿Encontraba Peccado la salvación en la hechicería? Casco no tenía fe en que tal salvación fuera a resultar muy benigna. Un arma para la voluntad de su hermana, ¿hasta dónde podía llegar un mortal con un arma así en las manos? ¿Hasta qué punto sería inmenso el peso de su voluntad, sin vínculos ni ataduras?

Tenían razón al temer. Mucha razón.

Una orden brusca del sargento Cordón y era hora de empezar la patrulla. Una legua de costa inhóspita, barrida por el viento. Bollito salió del agujero y se sacudió las palmas de las manos, la cara brillante cuando bajó la vista para contemplar su obra.

—¿No es magnífico, cabo? Un agujero cavado por un mariscal supremo del bosque de Mott, y nosotros sí que sabemos cavarlos, ¿a que sí? ¡Si es que puede ser el mejor hasta ahora! Sobre todo con todos esos cráneos pequeñitos en el fondo, pero si son como adoquines, aunque se rompen con nada, ¡hay que pisar con cuidado! ¡Pisad con cuidado!

De repente Casco sintió un escalofrío en un lugar tan profundo que ningún viento podría alcanzarlo, se acercó al borde del pozo y miró abajo. Unos momentos después se reunió con él el resto del pelotón.

En la oscuridad, allí al fondo, a una distancia de la altura de un hombre, el espejeo de unas formas redondeadas. Pero si son como adoquines.

Y se estaban agitando.

Un siseo de Ebron, que miró con furia a Peccado, cuya música y baile habían alcanzado un punto frenético.

—¡Dioses del inframundo! Sargento…

—Vuelve a coger esa pala —le gruñó Cordón a Bollito—. ¡Llénalo, idiota! ¡Llénalo! ¡Llénalos todos!

Bollito parpadeó, recogió su pala y empezó a empujar la tierra seca otra vez al agujero.

—¡Los mejores llenahoyos que se pueden encontrar! ¡Ya lo verá, sargento! ¡Bueno, jamás verá hoyos tan bien llenados como los que llena un mariscal supremo del bosque de Mott!

—¡Date prisa, maldito imbécil!

—Sí, señor, deprisa. ¡Bollito puede hacerlo!

Tras un momento, el zapador empezó a cantar.

Shillydan, el hombre del agua roja,

grazna y besa la frente de la moza.

Hillyman, el hombre de la polla azul,

caricias y bendiciones en agradecimiento por la cosa.

Nimander Golit, envuelto en un pesado manto de lana de color azul oscuro, se encontraba en un extremo de la calle tortuosa. Decrépitos edificios portuarios se inclinaban y combaban, una mueca triste de ladrillo dirigida al paseo del puerto, que brillaba a cien pasos de distancia. Jirones de nubes corrían bajo un cielo nocturno de estrellas llorosas que se precipitaban hacia el sur como avanzadillas de la nieve y el hielo.

Tiste andii, centinela de la oscuridad; le hubiera gustado que nociones tan magníficas lo envolvieran con tanta fuerza como ese manto. Una postura mística, repleta de… algo. Y la espada de su costado, un arma de voluntad heroica que él podría desenvainar cuando el temido destino llegase con su gemido del hada de la muerte, y él la utilizaría con una habilidad que podría asombrar, como los grandes de la antigüedad, un icono consumado de poder desvelado en el nombre de madre Oscuridad.

Pero era todo un sueño. Su habilidad con la espada no era gran cosa, un símbolo de mediocridad tan turbio como su linaje. No era ningún soldado de la oscuridad, solo un joven que estaba allí de pie, perdido en una calle extraña, un hombre que no tenía ningún sitio al que ir (pero que se veía empujado, empujado a continuar en ese mismo instante) para ir a alguna parte.

No, ni siquiera eso era cierto. Se encontraba allí en plena noche porque necesitaba escapar. La malicia de Phaed se había hecho rabiosa y Nimander era la persona en la que había decidido confiar. ¿Asesinaría a Sandalath Drukorlat allí, en ese puerto, como había jurado? Y lo que era más importante, ¿iba él, Nimander, a permitirlo? ¿Tenía siquiera valor para traicionar a Phaed, sabiendo lo rápido que reaccionaría y lo letal que era su veneno?

Anomander Rake no vacilaría. No, derribaría de una patada la puerta de Phaed, cogería a esa pequeña alimaña por el cuello y la sacaría a rastras, chillando. Y le quitaría la vida a sacudidas. No tendría alternativa, ¿verdad? Una mirada a los ojos de Phaed y el secreto quedaría revelado. El secreto del inmenso espacio vacío en su interior, donde debería estar su conciencia. Lo vería con claridad, e invadirían los ojos de la chica el horror del desenmascaramiento… momentos antes de que le partieran el cuello.

Madre Oscuridad esperaría el alma de Phaed y después, para su liberación entre chillidos, el parto maligno de una ejecución justa, de decisiones que no eran decisiones en absoluto. ¿Por qué? Porque no puede hacerse nada más. No con alguien como ella.

Y Rake aceptaría la sangre que le mancharía las manos. Aceptaría la terrible carga como lo que no dejaba de ser una más entre el sinfín que llevaba desde hacía cientos de miles de años. Asesino de niños. Un niño de tu propia sangre.

El valor de alguien con poder. Y ése era el vacío inmenso que tenía Nimander en el corazón de su alma. Puede que seamos sus hijos, sus nietos, puede que llevemos su sangre, pero cada uno estamos incompletos. Phaed y su malvado vacío moral. Nenanda y su rabia irracional. Aranatha, con sus absurdas esperanzas. Kedeviss, que se despierta chillando cada mañana. Skintick, para quien toda existencia es un chiste. Desra, que se abriría de piernas para cualquier hombre si pudiera empujarla un escalón más hacia la gran gloria que imagina merecer. Y Nimander, que se cree el líder de esta malhadada familia de aspirantes a héroes, que llegará hasta los confines de la tierra en su búsqueda de… de valor, de convicción, de una razón para hacer algo, para sentir… lo que sea.

Oh, para Nimander, entonces, una calle vacía en plena noche. Con los habitantes perdidos en su inquieto y patético sueño, como si el olvido ofreciera algún escape, el que fuera. Para Nimander, estos momentos interminables en los que podría plantearse tomar una decisión de verdad, interponerse de verdad entre una tiste andii mayor e inocente y la hermanita asesina de Nimander. Decir: «No, Phaed. No harás esto. Se acabó. Ya no serás ningún secreto. Se te conocerá».

Si pudiera hacerlo. Si al menos pudiera hacerlo.

Oyó un ruido. Algo girando, el susurro de una cadena fina que abría un camino en el aire, cerca, tan cerca que Nimander giró en redondo… pero no había nadie. Estaba solo. Algo girando, dando vueltas, un siseo… después un chasquido seco, dos tintineos claros, suaves, como dos objetos diminutos sostenidos en ambos extremos de esa cadena fina… sí, ese sonido, la profecía… Madre me libre, ¿es la profecía?

Cayó el silencio, pero el aire parecía febril por todos lados y a él le costaba respirar, los jadeos eran ásperos.

Él lleva las puertas, Nimander, eso se dice. ¿No es esta una causa digna? ¿Para nosotros? ¿Buscar en los reinos, encontrar, no a nuestro abuelo, nuestro amo y señor, sino al que lleva las puertas?

»Nuestro camino a casa, a madre Oscuridad, a su profundísimo abrazo. Oh, Nimander, mi amor, vayamos

—Basta —dijo con voz ronca—. Por favor. Para.

Estaba muerta. En la Isla Flotante. Derribada por un tiste edur para el que esa muerte no significaba nada. Nada. Estaba muerta.

Y ella había sido su valor. Y ya no quedaba nada.

¿La profecía? No para alguien como Nimander.

No sueñes con la gloria. Ella también está muerta.

Ella lo era todo. Y está muerta.

Un viento fresco suspiró y empezó a llevarse esa tensión, una tensión que ya sabía que no había más que imaginado. Un momento de debilidad. Algo escabulléndose por un tejado cercano.

Esas cosas no les ocurrían a los que estaban incompletos. Debería haberlo sabido.

Tres pequeños repiques resonaron en la noche y anunciaron otro cambio de turno en los piquetes avanzados. Casi en absoluto silencio, los soldados se levantaron, formas oscuras que salían poco a poco de sus posiciones, sustituidos a toda prisa por los que habían ido a vigilar en su lugar. Las armas crujieron, los broches y las hebillas tintinearon, las armaduras de cuero hicieron pequeños sonidos animales. Las figuras se movían de un lado a otro por la llanura. En la oscuridad, al otro lado de esa elevación, en las extensiones de hierbas altas y en los barrancos lejanos, se ocultaba el enemigo.

Los soldados sabían que Bivatt había creído que la batalla era inminente. Mascararroja y sus leznas se estaban acercando a toda prisa. Se derramaría sangre a últimas horas de la tarde del día recién terminado. Sí, los soldados letherii de los piquetes avanzados ya lo sabían, los salvajes sí que habían llegado. Y la atri-preda había dispuesto a sus magos para recibirlos. Unas hechicerías pestilentes habían crujido y escupido, habían ennegrecido ringleras enteras de pradera hasta que la ceniza había impregnado el aire.

Pero el enemigo ni siquiera se había aproximado, los malditos leznas no pensaban dar la cara. Se limitaban a seguir moviéndose sin que los vieran para rodear al ejército letherii. Lo cual sonaba más letal de lo que era en realidad, ninguna fila de bárbaros leznas sería capaz de resistir un asalto concertado, y los cientos de genios tácticos de bajo rango que abundan en todos los ejércitos habían predicho una y otra vez que eso sería lo que haría Bivatt: empujar una cuña sólida que entraría en contacto con los leznas y los esparciría a los cuatro vientos.

Predicciones que empezaron a desmoronarse a medida que caía la tarde, a medida que se instalaba el atardecer y luego se cerraba la noche a su alrededor con su manto impenetrable.

Bueno, dijeron después, pues claro que Bivatt no ha picado. Es una trampa obvia, tan torpe que no hay quién se la crea. Mascararroja quiere sacarnos de nuestras posiciones, que nos movamos de acá para allá. Quiere sembrar la confusión, ¿no lo ves? Bivatt es demasiado lista para eso.

Y así fueron pasando la noche, cansados, nerviosos, oían en cada sonido el acercamiento sigiloso de asesinos en la oscuridad. Sí, amigos, había movimiento allí fuera, no cabía duda. Pero ¿qué estaban haciendo los malnacidos?

Esperan. Para sacar las espadas con el amanecer, como la última vez. Estamos sentados aquí fuera, con los ojos como platos, para nada. Y cuando nos alcance la mañana, tendremos los ojos irritados y estaremos rígidos como cadáveres, al menos hasta que la lucha empiece de verdad, entonces les arrancaremos el pellejo. Espadas y magia, amigos. Para anunciar el día que llega.

La atri-preda se paseaba. Brohl Handar todavía podía verla, aunque incluso si no pudiera, sería capaz de seguirle el rastro por el murmullo de la armadura. Y, a pesar de que cada vez se distinguían peor los detalles, el tiste edur sabía que estaba crispada, sabía que no era dueña de la necesaria calma que se esperaba en un comandante, así que casi era mejor, concluyó, que los dos estuvieran a veinte pasos o más del vivac más cercano de tropas.

Y bastante expuestos, de hecho. Si el enemigo se había infiltrado en los piquetes, podría estar escondido a menos de diez pasos, con los cuchillos bien aferrados y en disposición de lanzarse sobre ellos. Para asesinar a los dos líderes de ese ejército invasor. Por supuesto, para haber conseguido eso, los salvajes habrían tenido que engañar las guardas mágicas entretejidas por los magos, y eso no parecía muy probable. Bivatt no era la única que estaba de los nervios, y él debía tener presente esos defectos.

Mascararroja se lucía en los ataques sorpresa. Ya lo había demostrado y había sido absurdo esperar un cambio repentino, que perdiera de ese modo su artería. ¿Pero era simple cuestión de buscar la batalla con la salida del sol? Parecía demasiado fácil.

La atri-preda se acercó.

—Supervisor —dijo en voz baja—. Me gustaría que mandara a sus edur. Necesito saber qué está haciendo.

Sorprendido, Brohl no dijo nada por un momento.

Ella interpretó el silencio como desaprobación, y acertó.

—Su raza es más capaz de ver en la oscuridad. ¿No es así? Por lo menos ven mejor que nosotros los letherii; y lo que es más importante, ven mejor que los leznas.

—¿Y sus perros, atri-preda? Nos olerán, nos oirán… levantarán las cabezas y despertarán la noche. Al igual que sus soldados —continuó—, los míos están en posición, frente a las hierbas altas y a la espera de ver al enemigo en cualquier momento.

La mujer suspiró.

—Sí, por supuesto.

—Juega con nosotros —dijo Brohl Handar—. Quiere que adivinemos sus intenciones. Quiere nuestras mentes entumecidas de cansancio cuando llegue el amanecer, y por tanto con menos capacidad de reacción, de responder con prontitud. Mascararroja nos quiere confundidos, y lo ha conseguido.

—¿Se cree que no sé todo eso? —le preguntó ella con un siseo.

—Atri-preda, usted ni siquiera se fía de sus magos ahora mismo, de las guardas que han colocado para protegernos esta noche. Nuestros soldados deberían estar durmiendo.

—Tengo razones para desconfiar de mis magos —dijo con sequedad Bivatt—. Tengo buenos motivos. Y tampoco me ha impresionado su k’risnan hasta el momento, supervisor. Aunque —añadió— sus talentos para sanar han demostrado ser más que aceptables.

—Parece casi resentida —dijo Brohl.

La atri-preda desechó el tema con un ademán, se dio la vuelta y reanudó sus paseos.

Una comandante desazonada, sin duda.

Mascararroja debía de estar encantado.

Toc se inclinó sobre el cuello del caballo. Montaba a pelo; podía sentir el calor del animal, y su olor acre pero suave le llenaba la nariz mientras dejaba que la bestia diera otro paso más. Desde la altura del hombro del caballo podía ver justo por encima de la línea del risco que tenía a su izquierda.

Los modestos arcenes defensivos eran como tumbas abombadas en la llanura de ese lado del campamento letherii. Había habido un cambio de guardia, los repiques se habían oído con toda claridad, lo que significaba que habían perdido otro momento ideal para el ataque.

No era ningún genio militar, pero Toc creía que esa noche no podría haber sido más perfecta en lo que a los leznas se refería. Tenían a su enemigo confuso, cansado y tenso. En su lugar, Mascararroja agotaba a sus propios guerreros mandándolos primero a un lado y luego al otro, al parecer con el único propósito de levantar un polvo que nadie podía ver siquiera. No se había dado orden de iniciar el contacto. No se estaban concentrando para lanzar un ataque repentino contra el campamento letherii. Ni siquiera andanadas de flechas que salieran despedidas en la oscuridad para acosarlos.

Creía comprender la razón de la inconstancia de Mascararroja. Los magos letherii. Sus exploradores habían presenciado esa hechicería impaciente, letal, preparada para recibir el ataque lezna. Habían regresado con historias de tierras ampolladas y rocas que se partían en el calor incandescente, y esos relatos se habían extendido a toda velocidad, hincando en el ejército una estaca de temor. El problema era muy sencillo. Allí, en ese lugar, Mascararroja no podía responder a esa magia. Y Toc empezaba a creer que su líder no tardaría en tocar a retirada, por muy mortificante que fuera; nada de derramamiento de sangre, habían renunciado a la gran ventaja de haberse alejado del alcance de la columna letherii y evitar así que los detectaran, lo habían desperdiciado inútilmente. No había batalla, pero era una derrota de todos modos.

Su caballo, sin la guía del humano que llevaba en el lomo, dio otro paso más y la cabeza se hundió para que el animal pudiera partir la hierba. Demasiada y la bestia terminaría con un nudo en las tripas.

Oh, os metemos en la matanza sin pensarlo ni un momento. Y sí, algunos llegáis a disfrutarlo, a ansiar esa cacofonía, esa violencia, el hedor de la sangre. Y así compartimos contigo, querido caballo, nuestra peculiar locura. Pero ¿quién nos juzga por este crimen contra ti y toda tu especie? Nadie.

A menos que los caballos tengáis un dios.

Se preguntó si podría haber un poema en todo eso. Pero los poemas que nos recuerdan nuestros rasgos más atroces nunca son populares, ¿verdad? Mejor mentiras sin rodeos sobre héroes y grandes hazañas. El hábil consuelo del valor y la convicción de algún otro. Así podemos disfrutar del fulgor de la justicia y animarnos con ello.

Sí, me quedo con las mentiras. ¿Por qué no? Los demás lo hacen.

Y a los que no se quedan con ellas se les dice que piensan demasiado. Ja, ése sí que es un ataque temible, cualquier alma audaz se encogería ante él. Mira cómo tiemblo.

Su caballo oyó un relincho a la derecha y, en el idioma que fuera que compartían las bestias, ese sonido fue con toda seguridad una llamada, pues el animal levantó la cabeza y se dirigió con lentitud hacia él. Toc esperó unos momentos más. Después, cuando le pareció que se habían apartado lo suficiente de la línea del risco que tenían detrás, se irguió y recogió las riendas.

Y vio ante él una línea sólida de guerreros montados, lanzas en ristre.

Al frente de la fila estaba el joven renfayar, Masarch.

Toc viró su caballo y se acercó.

—¿Qué es esto, Masarch? ¿Una carga de la caballería en la oscuridad?

El joven guerrero se encogió de hombros.

—Nos hemos preparado tres veces esta noche, mezla.

Toc sonrió para sí. Había lanzado ese término peyorativo en un ataque de autodesprecio y burla unos días atrás y había terminado convirtiéndose en un título honorífico. Cosa que tenía que admitir que apelaba a su sentido de la ironía. Acercó su caballo un poco más.

—¿Tienes idea de lo que está haciendo Mascararroja, Masarch? —le preguntó en voz baja.

Una mirada con los ojos entornados, otro encogimiento de hombros.

—Bueno —insistió Toc—, ¿es ésta la concentración principal de fuerzas? ¿No? ¿Entonces, dónde?

—Al noroeste, creo.

—¿Va a ser el vuestro un amago de ataque?

—Si sonase el cuerno, mezla, cabalgamos para hacer sangre.

Toc se viró en el caballo y volvió la vista atrás, al risco. Los letherii sentirían el tamborileo de los cascos y verían las siluetas cuando los leznas coronasen la fila. Y esos soldados habían cavado hoyos, ya podía oír los huesos de las patas partiéndose y los chillidos de los animales.

—Masarch —dijo—, no puedes cargar contra esos piquetes.

—Los vemos de sobra para rodearlos…

—Hasta que el animal que va junto a ti empuje al tuyo contra uno de ellos.

Al principio Toc creyó estar oyendo el aullido de unos lobos, pero el grito repentino se estabilizó: el cuerno de rodara de Mascararroja.

Masarch alzó su lanza.

—¿Cabalgas con nosotros, mezla?

¿A pelo?

—No.

—¡Entonces hazte a un lado, deprisa!

Toc azuzó su caballo y, al bajar por la fila, vio que los guerreros leznas preparaban sus armas sobre unas monturas de repente inquietas. Expelían el aliento en ráfagas que parecían humo. En algún lugar, al otro lado del campamento letherii, se sintió la reverberación repentina de un choque de armas.

Le pareció que Masarch encabezaba a seiscientos o setecientos jinetes leznas. Toc puso a su caballo al galope y se apartó justo cuando la masa de guerreros se adelantó.

—¡Esto es una locura!

Hizo girar en redondo su montura y se soltó el arco del hombro al tiempo que se envolvía la muñeca izquierda con las riendas. Encajó un extremo del arco en un mocasín (entre el dedo gordo y los demás) y apoyó el peso para encordarlo. Con el arma lista en la mano derecha, ajustó con habilidad las riendas y las anudó para asegurarse de que no caían y se enredaban con las patas delanteras del caballo.

Mientras la bestia avanzaba a medio galope tras la estela polvorienta de la carga de caballería, Toc Anaster sacó del carcaj que llevaba en la cadera la primera flecha con punta de piedra. En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué estoy haciendo?

¿Preparándome para cubrir la retirada que sé que va a ocurrir? Sí, un arquero tuerto…

Con la presión de los muslos y un pequeño cambio de peso guió su caballo hacia la elevación, donde los guerreros leznas se habían concentrado en una masa oscura; solo entonces comenzaron a lanzar sus gritos de guerra. A lo lejos se alzaba el sonido de los perros que se unían a esa cacofonía creciente de hierro sobre hierro y gritos.

Mascararroja al fin había golpeado y se había hecho el caos en la noche.

La caballería, al llegar a la elevación, bajó arrasando por el otro lado y no tardó en perderse de vista.

Toc azuzó su caballo y encajó la flecha. No tenía estribos en los que apoyarse mientras disparaba, lo que hacía que todo ese ejercicio pareciera ridículo, pero se acercó a toda prisa a la cima. Momentos antes de llegar, oyó el choque más adelante, los gritos, los chillidos agudos de los caballos heridos y, bajo todo ello, el trueno de los cascos.

Aunque difícil de discernir entre la oscuridad y el polvo, Toc vio que la mayor parte de los lanceros había rodeado los piquetes periféricos y había continuado hasta estrellarse contra el campamento en sí. Vio soldados que salían de las trincheras, muchos heridos, algunos solo aturdidos. Guerreros leznas más jóvenes montaban entre ellos, lanzando estocadas con cimitarras en una matanza grotesca.

Una luz chispeante brotó a la derecha (el alzamiento espumoso de la hechicería) y Toc vio que la caballería lezna comenzaba a retirarse, se apartaba como los colmillos de la carne.

—¡No! —gritó, cabalgando con todas sus fuerzas hacia ellos—. ¡Quedaos entre el enemigo! ¡Volved! ¡Atacad, malditos idiotas! ¡Atacad!

Pero aunque podían oírlo, habían visto la magia, el tumulto que crecía y se convertía en una oleada retorcida de poder abrasador. Y el miedo se apoderó de sus corazones. El miedo se apoderó de ellos y huyeron…

No obstante, Toc siguió adelante, ya estaba entre los arcenes. Cuerpos tirados, caballos que yacían de lado, pataleando, las orejas aplastadas y enseñando los dientes; otros montones rotos llenaban hoyos.

Los primeros de los leznas que se retiraban pasaron disparados, sin ver nada; sus rostros, máscaras de terror.

Había aparecido una segunda oleada de hechicería por la izquierda, y él la observó rodar contra los primeros jinetes de ese lado. La carne estalló, los fluidos lo salpicaron todo. La magia fue trepando, frenó cuando pareció tener que luchar contra toda la carne con la que entraba en contacto. Gritos, el sonido llegaba a Toc en su propia oleada y le helaba los huesos. Cientos murieron antes de que la magia se agotara, y en el polvo comenzó a arremolinarse ceniza blanca, todo lo que quedaba de humano y caballo por todo el flanco occidental.

Jinetes que pasaban a toda velocidad junto a Toc, junto con caballos sin jinete que se precipitaban invadidos por el pánico. El polvo le irritaba el único ojo e intentaba metérsele por la garganta, y a su alrededor las sombras se retorcían en su propia guerra de luz y oscuridad, las hechicerías se alzaban, rodaban y después caían en ráfagas de nubes de ceniza.

Y entonces Toc Anaster se vio solo (la flecha todavía encajada) en el yermo que había justo dentro de los arcenes, observando otra oleada de hechicería que se precipitaba junto a él en persecución de los leznas que huían.

Antes de que pudiera pensar en un sentido u otro, Toc se encontró cabalgando a toda velocidad y se metió detrás de la pavorosa oleada, en ese aire hirviente y quebradizo de la estela de la magia, y allí, a sesenta pasos de distancia, entre una masa de soldados que avanzaban, vio al mago. Apretaba las manos y el poder caía de su persona y formaba otro desollador conjuro más de destrucción pura que se alzaba para recibir a Toc y arrastrarse a por él.

Tuerto o no, podía ver a ese puñetero mago.

Un disparo imposible, sacudido como iba a lomos de un caballo que zigzagueaba entre hoyos y terrones sospechosos de hierba, la cabeza de la bestia se alzó al reconocer de repente el terrible peligro.

Un poder con vetas de plata que se precipitaba hacia él.

Había emprendido el galope, tan chiflado como cualquier otro idiota esa noche, y avistó, a su izquierda, una trinchera profunda, alargada, el drenaje para las letrinas del campamento; obligó a su montura a dirigirse allí al tiempo que la hechicería se embalaba hacia él en una trayectoria convergente que llegaba por su derecha.

El caballo vio la trinchera, calculó la anchura y se estiró un momento antes de coger impulso para realizar el salto.

Sintió que la bestia se alzaba bajo él y se deslizaba por el aire, y durante un instante todo se quedó quieto, todo quedó en calma y en ese preciso momento Toc se giró por las caderas, las rodillas clavadas en los hombros del animal, estiró la cuerda del arco, apuntó (maldijo ese mundo plano y tuerto que era todo lo que le quedaba) y soltó la flecha con la punta de piedra.

El caballo aterrizó y arrojó a Toc hacia delante sobre su cuello. El arco en la mano derecha, las piernas estiradas por todo el lomo de la bestia y el brazo izquierdo rodeando, aferrándose con desesperación, al cuello musculoso del animal; tras ellos y a la derecha, el calor de esa oleada que se extendía y se iba acercando cada vez más…

El caballo chilló y salió disparado. Y él se asió con más fuerza.

Y sintió una ráfaga de aire fresco tras él. Se arriesgó a mirar.

La magia había muerto. Más allá, en la línea de avance (en ese momento detenida y arremolinada), tropas letherii, un cuerpo que caía de rodillas. Un cuerpo sin cabeza, un cuello del que se alzaba, no sangre, sino algo parecido al humo…

¿Una detonación? ¿Había habido una detonación, un crujido seco que había aporreado el aire? Sí, quizá había oído…

Recuperó el control del caballo, cogió las riendas anudadas en la mano izquierda e hizo girar a la asustada criatura de regreso a la cima.

El aire hedía a carne cocinada. Otros destellos iluminaron la noche. Perros que gruñeron. Soldados y guerreros que murieron. Y entre la caballería de Masarch, Toc se enteraría más tarde que la mitad no estaría allí para ver el amanecer.

En lo alto, la noche y su público de estrellas imperturbables habían visto suficiente y el cielo comenzó a palidecer, como si se lavara toda la sangre, como si lo abandonara el último aliento de vida.

El sol tuvo la crueldad de iluminar el cielo de la mañana y revelar la ceniza acre, densa, de humanos, caballos y perros incinerados. Reveló también la carnicería esparcida de la batalla recién terminada. Brohl Handar caminó, medio entumecido, por el borde oriental del desaliñado campamento y se acercó a la atri-preda y su séquito.

La mujer había desmontado y se había agachado junto a un cadáver que yacía justo dentro de los arcenes, donde, al parecer, habían decidido atacar los leznas suicidas. Brohl se preguntó cuántos habían muerto presa de la hechicería letherii. Quizá hasta el último maldito de ellos. Cientos con toda seguridad, quizá miles; no había forma de saberlo tras una batalla así, ¿verdad? Un puñado de ceniza fina era la única prueba de lo que había sido un ser humano. Dos para un caballo. Medio para un perro. Nada más. El viento se lo llevaba todo; menos que el eco de un orador, menos que el gruñido profundo de desesperación de los dolientes.

Llegó tambaleante y se detuvo frente a Bivatt. Un cadáver descabezado, según resultó, entre los dos.

La atri-preda alzó la cabeza y quizá fuera la luz dura del sol, o la capa fina de polvo que la cubría, pero estaba más pálida de lo que él la había visto jamás.

Brohl estudió el cuerpo decapitado. Uno de los magos.

—¿Sabe, supervisor —preguntó Bivatt con voz áspera—, qué pudo haber hecho esto?

Él negó con la cabeza.

—Quizá su hechicería regresó a él, sin control…

—No —interpuso ella—. Fue una flecha. Fue un arquero solitario con la audacia de dejar atrás… de deslizarse entre… Supervisor, un arquero que montaba a pelo y que disparó la flecha mientras su caballo saltaba una trinchera…

Se lo quedó mirando, sin poder creérselo, como si lo desafiara a que hiciera algo más que negar. Pero él estaba demasiado cansado. Había perdido guerreros esa noche. Perros que se precipitaban desde las hierbas altas. Perros… y dos kechra, dos, había solo dos, ¿verdad? La misma pareja que había visto antes. Solo uno con esas espadas atadas a él.

Espadas que habían partido a su k’risnan por la mitad, una empuñada desde un lado, la otra desde el lado contrario. Y no era que las hojas se hubieran llegado a encontrar. La de la izquierda había llegado más alta, desde la parte superior del hombro había bajado hasta justo por debajo del tórax. La hoja derecha había penetrado en las costillas, había bajado por las tripas, había salido por debajo de la cadera y se había llevado buena parte de esa cadera con ella. Así que, para ser exactos, no había sido en dos. Sino en tres.

El otro kechra se había limitado a usar las garras y las mandíbulas, pero no por eso había sido menos letal; de hecho, a Brohl le parecía más salvaje que su compañero más grande, era obvio que disfrutaba con el caos de violencia que provocaba. El otro luchaba con una elegancia mecánica. El kechra más pequeño, el que no tenía espadas, gozaba con las tripas y los miembros que arrojaba en todas direcciones.

Pero esas bestias no eran inmortales. Podían sangrar. Recibir heridas. Y suficientes lanzas y espadas se las habían arreglado para penetrar en sus duras pieles como para espantarlos a los dos.

Brohl Handar parpadeó y miró a la atri-preda.

—Un magnífico tirador, entonces.

La rabia crispó los rasgos femeninos.

—Estaba vinculado a otro de mis magos, ambos habían unido sus poderes. Estaban agotadas… todas las guardas que habían puesto. —Escupió—. Al otro, supervisor, también le estalló la cabeza. Igual que a éste. He perdido dos magos por una maldita flecha. —Se puso en pie con gesto rígido—. ¿Quién era ese arquero? ¿Quién?

Brohl no dijo nada.

—Que su k’risnan

—Imposible. Está muerto.

Eso la hizo callar. Por un momento.

—Supervisor, los hemos vapuleado. ¿Lo entiende? Murieron miles, y solo unos cuantos cientos de los nuestros.

—Yo he perdido ochenta y dos guerreros edur.

Le complació ver que la mujer se estremecía, que la mirada dura vacilaba un instante.

—Una flecha. Un jinete solitario. No era lezna, los testigos presenciales juran que no lo era. Un asesino de magos.

La única espina en este viaje salvaje por la noche. Entiendo, sí. Pero no puedo ayudarte. Brohl Handar se dio la vuelta. Diez, quince zancadas por el suelo agrietado, crujiente, cargado de cenizas.

La hechicería se había llevado las hierbas. La hechicería se había llevado la tierra y toda la vida que contenía. El sol, su gloria robada antes de que pudiera alzarse ese día, bajó la mirada, tuerto. Ofendido por ese rival.

Sí. Ofendido.