15

Vuelve a meterte sol, no es tu hora.

Negras olas se deslizan bajo la luna enfundada,

sobre la orilla una silenciosa tormenta, una voluntad indomada

se arroja de la espuma ribeteada de rojo.

Corréis a vuestros nidos de las montañas, las nubes de hierro,

para dejarle al mar su desecho bailarín de estrellas

en esta hueste de saladas mareas de medianoche.

Reúne e hincha bien tu tempestad,

eleva como cabezas escamadas de las ciegas profundidades

todo tu refulgente poder en inquietos ojos errantes.

Retroceded bosques tambaleantes, esta noche

las negras olas se estrellan en la negra orilla

para robar la carne de vuestras óseas raíces;

llega la muerte, apartando en fría legión,

en un viento de marcha, este pavor, esta sangre,

esta tempestad del Segador.

La tormenta inminente

—Reffer

El puño se estampó contra el otro extremo de la mesa. Los cubiertos manchados de comida bailaron, los platos saltaron y después resbalaron. La reverberación (pesada como un trueno) hizo tamborilear las copas y sacudió a todos los que se sentaban a lo largo del atestado mundo de la alargada mesa.

Con el puño tembloroso, el dolor atravesándole la entumecida conmoción, Tomad Sengar se acomodó poco a poco otra vez en su silla.

Las llamas de las velas se estabilizaron, parecían ansiosas por recuperar la calma; la diáfana calidez de su luz amarilla era, no obstante, una afrenta para la cólera amarga del edur.

Enfrente de él, su mujer se llevó una servilleta de seda a los labios, se dio un toquecito, la volvió a bajar y contempló a su marido.

—Cobarde.

Tomad se estremeció, su mirada se desvió y estudió la pared enyesada de su derecha. Dejó atrás el objeto discordante colgado allí y buscó un lugar menos… doloroso. Las manchas de humedad pintaban mapas moteados cerca del techo. El yeso se había levantado, abombado, socavado por esa filtración incesante. Las grietas bajaban zigzagueando como el rastro de un rayo.

—No quieres verlo —dijo Uruth.

—No quiere verme él a mí —contestó Tomad, y no estaba asintiendo. Era, de hecho, una réplica.

—Un letherii escuálido y repugnante que se acuesta con jovencitos te ha derrotado, esposo. No rebatas mis palabras, ni siquiera me miras a los ojos. Has entregado a nuestro último hijo.

Los labios de Tomad se crisparon en un gruñido de desdén.

—¿A quién, Uruth? Dímelo. ¿Al canciller Triban Gnol, que hace daño a los niños y lo llama amor? —La miró entonces, sin querer admitir, ni siquiera ante sí mismo, el esfuerzo que le exigía el gesto—. ¿Quieres que le rompa el cuello por ti, esposa? Sería más fácil que partir una rama muerta. ¿Qué crees que harán sus guardaespaldas? ¿Apartarse?

—Busca aliados. Nuestros parientes…

—Son idiotas. Se han ablandado con la indolencia, están ciegos de incertidumbre. Están más perdidos que Rhulad.

—Hoy tuve una visita —dijo Uruth mientras se llenaba la copa con el decantador de vino que casi se había caído de la mesa con la repentina violencia de Tomad.

—Me alegro por ti.

—Quizá lo hagas. Un k’risnan. Vino a decirme que Bruthen Trana ha desaparecido. Sospecha que Karos Invictad, o el canciller, han conseguido vengarse. Han asesinado a Bruthen Trana. Tienen sangre tiste edur en las manos.

—¿Tu k’risnan puede probarlo?

—Ha echado a andar por ese camino, pero admite que no hay motivos para el optimismo. Pero nada de eso es, a decir verdad, lo que quería contarte.

—Ah, ¿así que me crees indiferente al derramamiento de sangre edur por parte de manos letherii?

—¿Indiferente? No, esposo. Inerme. ¿Me vas a interrumpir otra vez?

Tomad no dijo nada, no por aquiescencia, sino porque se había quedado sin cosas que decir. A su mujer. A cualquiera.

—Bien —dijo ella—. Me gustaría transmitirte un pensamiento. Creo que el k’risnan mentía.

—¿Sobre qué?

—Me parece que sabe lo que le ha pasado a Bruthen Trana, y que vino a mí para llegar al consejo de mujeres y para llegar a ti, esposo. En primer lugar, para calibrar mi reacción ante la noticia en el momento de referirla, y después calibrar nuestra reacción más medida en los días siguientes. En segundo lugar, al expresar su sospecha, por falsa que sea, pretendía alentar nuestro odio creciente por los letherii. Y nuestra ansia de venganza, para continuar así esta disputa entre bambalinas, lo que es de suponer que distraerá a Karos y Gnol.

—Y así distraídos, cabe la posibilidad de que no alcancen a ver alguna amenaza mayor, que tiene que ver con donde sea que ha ido Bruthen Trana.

—Muy bien, esposo. Cobarde puede que seas, pero no eres tonto. —Uruth hizo una pausa para tomar un sorbo antes de continuar—. Ya es algo.

—¿Hasta dónde vas a presionarme, esposa?

—Hasta donde sea necesario.

—No estábamos aquí. Estábamos cruzando la mitad de este maldito mundo. Regresamos y nos encontramos con el triunfo de la conspiración, dominante y bien atrincherada. Regresamos y nos encontramos con que hemos perdido a nuestro último hijo.

—Entonces debemos recuperarlo.

—No queda nada que recuperar, Uruth. Rhulad está loco. La traición de Nisall lo ha destrozado.

—Esa zorra está mejor desaparecida que interponiéndose en nuestro camino. Rhulad repite sus errores. Con ella. Lo mismo había hecho con aquel esclavo, Udinaas. No ha aprendido nada.

Tomad se permitió esbozar una sonrisa amarga.

—No ha aprendido. Ni aprendimos nosotros, Uruth. Vimos por nosotros mismos el veneno que era Lether. Comprendimos la amenaza y marchamos para emprender la conquista y aniquilar así la amenaza para siempre. O eso pensábamos.

—Nos devoró.

Tomad volvió a mirar a la pared de la derecha, donde, colgado de un gancho de hierro, había un fardo de fetiches. Plumas, tiras de piel de foca, collares de conchas ensartadas, dientes de tiburón. Los restos mustios de tres hijos, lo único que les quedaba para recordarles sus vidas.

Algunos no debían estar allí, pues el hijo al que habían pertenecido ciertos de esos objetos había sido desterrado, su vida barrida del mundo como si nunca hubiera existido. Si Rhulad los hubiera visto, ni siquiera los lazos de sangre filial salvarían las vidas de Tomad y Uruth. Trull Sengar, ya solo el nombre era anatema, un crimen, y el castigo por pronunciarlo era la muerte.

A ninguno de los dos le importaba.

—Un veneno insípido, desde luego —continuó Uruth mientras miraba su copa—. Engordamos. Los guerreros se emborrachan y duermen en las camas de putas letherii. O yacen inconscientes en antros de durhang. Otros solo… desaparecen.

—Regresan a casa —dijo Tomad, y reprimió una punzada al pensarlo. A casa. Antes de todo esto.

—¿Estás seguro?

La miró a los ojos una vez más.

—¿Qué quieres decir?

—Karos Invictad y sus patriotas nunca cesan en su vigilante tiranía del pueblo. Hacen arrestos todos los días. ¿Quién dice que no han arrestado algún tiste edur?

—Eso no podría ocultarlo, esposa.

—¿Por qué no? Ahora que Bruthen Trana no está, Karos Invictad hace lo que le place. Ya no lo vigila nadie.

—Antes ya hacía lo que le placía.

—Eso no lo sabes, esposo. ¿O sí? ¿Qué restricciones percibía Invictad, reales o imaginarias, poco importa, cuando sabía que Bruthen Trana lo estaba vigilando?

—Sé lo que quieres —dijo Tomad con un gruñido profundo—. Pero ¿quién tiene la culpa de todo esto?

—Eso ya no importa —respondió la mujer, que lo contemplaba con cautela y él se preguntó qué temía, ¿otro estallido descontrolado de violencia? ¿O el despliegue mucho más insípido que revelaba su desesperación?

—No sé cómo puedes decir eso —dijo Tomad—. Envió a nuestros hijos a recuperar la espada. Esa decisión los condenó a todos ellos. A todos nosotros. Y mira dónde estamos, en el palacio del Imperio de Lether, pudriéndonos en la mugre del exceso letherii. No podemos defendernos contra la indolencia y la apatía, contra la codicia y la decadencia. Esos enemigos no caen ante la espada, no esquivan un escudo alzado.

—Hannan Mosag, esposo, es nuestra única esperanza. Debemos acudir a él.

—¿Para conspirar contra nuestro hijo?

—Que está, como tú has dicho, loco. La sangre es una cosa —dijo Uruth, que se inclinó hacia delante poco a poco—, pero ahora hablamos de la supervivencia de los tiste edur. Tomad, las mujeres están listas, llevamos mucho tiempo preparadas.

Tomad se la quedó mirando, se preguntaba quién era esa mujer, esa criatura fría como el hielo. Quizá era un cobarde, después de todo. Cuando Rhulad había expulsado a Trull, él no había dicho nada. Claro que Uruth tampoco. ¿Y qué había de su propia conspiración? ¿Con Binadas? Busca a Trull. Por favor. Encuentra al más valiente entre nosotros. Recuerda el linaje Sengar, hijo. Nuestros primeros pasos por este mundo. Guiamos a una legión por este suelo pedregoso, oficiales leales de Scabandari. ¿Quién vertió la primera sangre andii el día de la traición? Ésa es nuestra sangre. Ésa… no ésta.

Y Tomad había despachado a Binadas. Había enviado a su hijo a la muerte. Porque era incapaz de hacerlo yo.

Cobarde.

Sin dejar de observarlo, Uruth se llenó con cuidado la copa.

Binadas, hijo mío, tu asesino aguarda la voluntad de Rhulad. ¿Es eso suficiente?

Como cualquier viejo idiota que en otro tiempo había apostado vidas mortales, el Errante vagaba por los pasillos de poder avivado, murmurando su letanía de oportunidades perdidas y malas decisiones. Una exhalación de hechicería desviaba los ojos de los que pasaban a su lado, de los guardias ante puertas y cruces varios, de los apresurados sirvientes que luchaban una batalla perdida con la residencia que se desmoronaba y que se conocía con el nombre (dicho ya con ironía) de Domicilio Eterno. Veían pero no veían, y ningún rastro quedaba en sus mentes tras su paso.

Más que cualquier fantasma, el dios ancestral era olvidable. Pero no tan olvidable como hubiera querido. Tenía adoradores, el coste de un ojo que lo ataba a él y su poder, y esos adoradores guerreaban con su voluntad bajo el disfraz de la fe. Por supuesto, todos los dioses sabían de esa guerra, una subversión que parecía el propósito primario de todo sacerdote. La reducción de lo sagrado al mundo mundano de las rivalidades mortales, la política y los juegos de control y manipulación de tantas personas como partidarios había. Ah, y sí, la adquisición de riqueza, ya fuera tierras o dineros, ya fuera el arbitrio del destino o la recolección de almas.

Perseguido por esos pensamientos, el Errante entró en el salón del trono y se colocó en silencio en su lugar habitual, contra un muro entre dos inmensos tapices, tan desapercibido como las grandiosas escenas tejidas en esos marcos; imágenes en las que se podía encontrar una figura en el fondo que se parecía mucho al Errante.

El canciller Triban Gnol (con quien el Errante había compartido lecho cuando la conveniencia lo exigía) permanecía ante Rhulad, que se repantigaba como una monstruosidad saciada, patética en su riqueza y locura. Uno de los guardaespaldas del canciller rondaba a pocos pasos tras Gnol con expresión aburrida mientras su amo recitaba números. Detallaba, una vez más, la disolución creciente del tesoro.

Esas sesiones, comprendió el Errante con cierta admiración, suponían esfuerzos deliberados por agotar más al emperador. Ingresos y pérdidas, gastos y la cúspide repentina de deudas impagadas, apiladas en una cadencia monótona como fuerzas reuniéndose para poner asedio a una ciudad. Un asalto contra el que Rhulad no tenía forma de defenderse.

Se rendiría, como siempre. Le cedería toda la gestión al canciller. Un ritual tan enervador de presenciar como de soportar, pero el Errante no sentía compasión alguna. Los edur eran bárbaros. Como niños ante una sofisticación civilizada.

¿Por qué vengo aquí día tras día? ¿Qué espero presenciar? ¿El derrumbamiento definitivo de Rhulad? ¿Me complacerá eso? ¿Me entretendrá? ¿Hasta qué punto se han hecho sórdidos mis gustos?

Posó los ojos sobre el emperador. Las monedas deslustradas resplandecían con un brillo chillón, un ritmo de reflejos emborronados que se alzaban y caían con la respiración de Rhulad; la optimista promesa negra de la hoja larga y recta de la espada, la punta hundida en el estrado de mármol, la huesuda mano gris aferrada a la empuñadura envuelta en cable. Despatarrado en su trono, Rhulad era, sin duda, una metáfora convertida en realidad. Con una armadura de riquezas y con un arma que prometía inmortalidad y aniquilación, era inmune a todo salvo a su creciente locura. El Errante creía que cuando Rhulad cayese, lo haría derrumbándose por dentro.

Los estragos del rostro revelaban la verdad en una cascada de detalles, desde las cicatrices veteadas de fracasos pasados a las que, en virtud de haber sobrevivido a ellas, el emperador era indiferente, a las lecciones que pudieran contener. Carne acribillada de marcas que se burlaba de la posesión de riqueza largo tiempo perdida. Ojos hundidos en los que residía la penuria desesperada de su espíritu, un espíritu que en ocasiones se acercaba a esos relucientes prismas oscuros y soltaba su silencioso aullido.

Unas crispaciones recorrían esa faz brutal. Ondulaciones aleatorias bajo la piel moteada, una migración de expresiones que intentaban huir de la remota máscara imperial.

Podía entenderse, al contemplar a Rhulad en su trono, la mentira de simplicidad que el poder susurraba al oído del observador. La voz seductora que alentaba una reducción tan placentera como satisfactoria, de la confusión de la vida a la claridad de la muerte. «Así», murmuraba el poder, «es como me rebelo. Atravesando desnudo todos los disfraces. Soy amenaza y si la amenaza no basta, entonces actúo. Como la guadaña de un segador».

La mentira de la simplicidad. Rhulad todavía la creía. En eso no se diferenciaba de todos los demás gobernantes, en cada era, en cada lugar donde las personas se reunían para elaborar algo en común, el bienestar de la comunidad con su necesidad de organización y división. El poder es violencia, su promesa, sus actos. Al poder no le importa la razón, no le importa la justicia, no le importa la compasión. Es, de hecho, la abnegación singular de esas cosas; una vez que se prescinde del manto de engaños, se revela la verdad.

Y el Errante estaba harto de eso. De todo ello.

Mael una vez había dicho que no había respuesta. Para nada de aquello. Decía que así eran las cosas y siempre lo serían, y la única redención que se podía encontrar era que todo poder, por inmenso que fuese, por centralizado que estuviese, por dominante que fuese, al final se destruirá a sí mismo. Lo que entretenía entonces era presenciar todas esas expresiones de sorpresa en los rostros de los que lo detentaban.

Lo cual parecía una recompensa demasiado amarga, al menos en lo que al Errante se refería. No tengo la capacidad de Mael para contemplar las cosas de forma fría y superficial. Ni tampoco su legendaria paciencia. Ni, si a eso vamos, su temperamento.

Ningún dios ancestral era ciego a la locura de aquellos que querían reinar en los muchos mundos. Suponiendo que el dios fuera capaz de pensar, claro está, y en el caso de algunos no había certeza. Anomander Rake lo veía con bastante claridad, y por tanto le había dado la espalda a su inmensidad y en su lugar había escogido concentrarse en conflictos concretos, menores. Y negaba a sus devotos, un crimen tan profundo para ellos que se limitaban a rechazarlo de antemano. Osserc, por otro lado, expresaba su propio rechazo (de esa verdad desesperada) y lo intentaba una y otra vez, y siempre fracasaba. Para Osserc, la simple existencia de Anomander Rake se convertía en un insulto inadmisible.

Draconus, ah, ése no era idiota. Se habría hartado de su tiranía si hubiera vivido lo suficiente. Sigo preguntándome si, de hecho, no agradeció su aniquilación. Morir bajo la espada hecha con sus propias manos, ver apartarse a su hija más amada, testigo de todo, ciega por voluntad propia a la necesidad de su padre… Draconus, ¿cómo no ibas a perder la esperanza de tener todo lo que habías soñado?

Y luego estaba Kilmandaros. A ella sí que le gustaba la noción de… simplicidad. Le bastaba la rectitud sólida de su puño. Claro que, ¡mira dónde la llevó!

¿Y qué hay de K’rul? Bueno, él…

—¡Alto! —chilló Rhulad, y se sacudió de forma visible en su trono, la mitad superior de su cuerpo se inclinó hacia delante de repente, los ojos negros con una amenaza súbita—. ¿Qué acabas de decir?

El canciller frunció el ceño y se lamió los labios marchitos.

—Emperador, estaba especificando los costes de deshacernos de los cadáveres de los calabozos…

—Cadáveres, sí. —La mano de Rhulad se crispó donde se plegaba sobre el brazo ornamentado del trono. Clavó los ojos en Triban Gnol y después, con una extraña sonrisa, preguntó—: ¿Qué cadáveres?

—De las flotas, mi señor. Los esclavos rescatados de la isla de Sepik, el protectorado más septentrional del Imperio de Malaz.

—Esclavos. Rescatados. Esclavos.

El Errante vio la confusión de Triban Gnol, una vacilación momentánea, y al momento… comprensión.

Ah, vaya, ¡presenciemos esto!

—Vuestros parientes caídos, mi señor. Esos de sangre tiste edur que habían sufrido bajo la tiranía de los malazanos.

—Rescatados. —Rhulad hizo una pausa como para saborear esa palabra—. Sangre edur.

—Diluida…

—¡Sangre edur!

—Así es, emperador.

—¿Entonces por qué están en los calabozos?

—Se les consideró caídos, mi señor.

Rhulad se retorció en el trono como si lo atacaran por dentro. Echó la cabeza atrás de repente. Un temblor se apoderó de sus miembros. Habló como alguien perdido.

—¿Caídos? Pero son nuestros parientes. En todo este puñetero mundo, ¿nuestros únicos parientes?

—Eso es cierto, emperador. Admito que me consternó un tanto la decisión de confinarlos en ésas, las más terribles celdas…

—¿De quién fue la decisión, Gnol? ¡Respóndeme!

Una inclinación que el Errante sabía que ocultaba un brillo satisfecho en los ojos del canciller, disimulado a toda prisa cuando volvió a alzar los ojos.

—La ubicación de los edur caídos de Sepik fue responsabilidad de Tomad Sengar, emperador.

Rhulad se fue calmando poco a poco.

—Y se están muriendo.

—Por decenas, mi señor. Por desgracia.

—Los rescatamos para infligirles nuestro propio tormento. Los rescatamos para matarlos.

—Es, sugeriría yo, un destino un tanto injusto…

—¿Injusto? Serpiente escuálida, ¿por qué no me lo contaste antes?

—Emperador, no indicasteis tener interés alguno en los detalles financieros…

Ah, gran error, Gnol.

—¿Los qué?

Unas gotas de sudor habían aparecido en la nuca del canciller.

—Los gastos varios asociados con su encarcelación, mi señor.

—¡Son tiste edur!

Otra inclinación.

Rhulad se arañó de repente la cara y apartó los ojos.

—Sangre edur —murmuró—. Rescatados de la esclavitud. Los calabozos son su recompensa.

Triban Gnol se aclaró la garganta.

—Muchos murieron en las bodegas de los barcos, mi señor. Según tengo entendido, su maltrato comenzó nada más abandonar la isla de Sepik. ¿Qué es lo que queréis que haga, emperador?

Con qué destreza recuperas el terreno perdido, Triban Gnol.

—Tráeme a Tomad Sengar. Y a Uruth. Tráeme a mi padre y a mi madre.

—¿Ahora?

La espada se liberó con un chirrido, la punta se alzó y apuntó a Triban Gnol.

—Sí, canciller. Ahora.

Triban Gnol y su guardaespaldas abandonaron la sala a toda prisa.

Rhulad se quedó solo en el salón del trono, con la espalda alzada y sin apuntar a nada.

—¿Cómo? ¿Cómo han podido hacer esto? Esa pobre gente, son de nuestra sangre. Necesito pensar. —El emperador bajó la espada, cambió de postura en el trono y levantó las piernas recubiertas de monedas—. ¿Cómo? ¿Nisall? Explícamelo… no, no puedes, ¿verdad? Has huido de mí. ¿Dónde estás, Nisall? Algunos afirman que estás muerta. Pero ¿dónde está tu cuerpo? ¿Eres otro cadáver hinchado más en el canal, los que veo desde la torre, eras uno de esos que pasaba flotando? Me dicen que eras una traidora. Me dicen que no eras una traidora. Me mienten todos. Lo sé, lo veo. Lo oigo. Todos me mienten… —Se echó a llorar, la mano libre le cubría la boca, los ojos salían disparados por toda la sala vacía.

El Errante vio que esa mirada se deslizaba sobre él. Se planteó adelantarse, renunciar a la hechicería que lo ocultaba, decirle al emperador: Sí, mi señor. Todos os mienten. Pero yo no lo haré. ¿Os atrevéis a oír la verdad, emperador Rhulad? ¿Toda la verdad?

—Esclavos. Está… está mal. Tomad, padre, ¿de dónde ha salido esta crueldad?

Oh, querido Rhulad…

—Padre, hablaremos. Tú y yo. A solas. Y madre, sí, tú también. Nosotros tres. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos. Sí, eso es lo que haremos. Y debéis… no debéis mentirme. No, eso no lo toleraré.

»Padre, ¿dónde está Nisall?

»¿Dónde está Trull?

¿Podía romperse el corazón de un dios ancestral? El Errante estuvo a punto de hundirse cuando la acongojada pregunta de Rhulad resonó por un momento en la cámara y murió al momento, dejando solo el sonido de los jadeos del emperador.

Después, una voz más dura que surgió del emperador.

—Hannan Mosag, todo esto es culpa tuya. Lo hiciste tú. Nos lo hiciste tú. Me lo hiciste tú. Me retorciste, hiciste que los despachara lejos. Para buscar campeones. Pero no, eso fue idea mía, ¿verdad? No puedo… no recuerdo… hay tantas mentiras, tantas voces, todas mintiendo. Nisall, me abandonaste. Udinaas… os encontraré a los dos. Haré que os arranquen la piel a tiras mientras os retorcéis, escucharé vuestros gritos…

El sonido de botas en el pasillo.

Rhulad alzó la cabeza con expresión culpable, se acomodó en el trono y enderezó el arma. Se lamió los labios. Y luego, cuando las puertas se abrieron con un crujido, se sentó con una gran sonrisa rígida, enseñando los dientes para recibir a sus padres.

El postre llegó a punta de espada. Una docena entera de guardias letherii, encabezados por Sirryn Kanar, entró en tropel en los aposentos privados de Tomad y Uruth Sengar. Con las armas en las manos, se metieron en el comedor y se encontraron a los dos edur sentados cada uno en un extremo de la larga mesa.

Ninguno se había movido. Ninguno parecía sorprendido.

—En pie —rezongó Sirryn, incapaz de ocultar su satisfacción, el delicioso placer de ese momento—. El emperador exige su presencia. Ahora.

La sonrisa tensa del rostro de Tomad pareció vacilar un instante antes de que el anciano guerrero se pusiera en pie.

Con ademán desdeñoso, Uruth no se había movido.

—¿El emperador quiere ver a su madre? Muy bien, puede pedirlo.

Sirryn la miró desde su altura.

—Es una orden, mujer.

—Y yo soy suma sacerdotisa de Sombra, matón patético.

—Nos ha enviado aquí la voluntad del emperador. Se va a poner en pie o…

—¿O qué? ¿Osarás ponerme las manos encima, letherii? Recuerda el lugar que ocupas.

El guardia estiró el brazo.

—¡Alto! —gritó Tomad—. A menos, letherii, que desees que se te arranque la carne de los huesos. Mi esposa ha despertado a Sombra y no tolerará que la toques.

Sirryn Kanar se encontró con que estaba temblando. De rabia.

—Entonces advierta a su mujer, Tomad Sengar, de la impaciencia de su hijo.

Uruth se terminó poco a poco la copa de vino y la dejó con cuidado en la mesa. Solo entonces se levantó.

—Envainad vuestras armas, letherii. Mi esposo y yo podemos caminar hasta el salón del trono en vuestra compañía o solos. Yo prefiero lo último, pero os haré una única exhortación. Envainad vuestras espadas u os mataré a todos.

Sirryn les hizo un gesto a sus soldados y las armas se volvieron a deslizar en las vainas. Tras un momento, Sirryn hizo lo propio. Responderás de esto, Uruth Sengar. ¿Recordar el lugar que ocupo? Por supuesto, si te viene bien la mentira, como me viene bien a mí… por ahora.

—Al fin —le dijo Uruth a Tomad— tendremos una oportunidad de decirle a nuestro hijo todo lo que hay que decir. Una audiencia. Qué privilegio.

—Puede ser que tengan que esperar a que él lo disponga —dijo Sirryn.

—¿De veras? ¿Cuánto tiempo?

El letherii le sonrió a la mujer.

—No soy yo quien debe decirlo.

—Rhulad no juega a esto. Eres tú. Tú y tu canciller.

—No esta vez —respondió Sirryn.

—No es la primera vez que mato tiste edur.

Samar Dev observó a Karsa Orlong mientras el toblakai examinaba la raída camisa de la armadura de conchas que había extendido en el catre. Las hojuelas perladas estaban deslustradas y desconchadas y eran visibles grandes trozos de los gruesos paneles interiores de cuero (engoznados con cuero crudo). El guerrero había reunido unos cientos de monedas agujereadas (hechas de estaño y casi sin valor alguno) y era obvio que planeaba utilizarlas para arreglar la armadura.

Samar se preguntó si era un gesto burlón. ¿Una muestra visible de desdén que pretendía lanzar a la cara de Rhulad? Bárbaro o no, Samar lo creía muy capaz de eso.

—Despejé la cubierta de esos necios —continuó Karsa, después la miró—. ¿Y qué hay de esos del bosque de los anibar? En cuanto a los letherii, son hasta más patéticos, ¿ves cómo se encogen, incluso ahora? Exploraré esta ciudad con mi espada atada a la espalda y nadie me detendrá.

Samar se frotó la cara.

—Corre el rumor de que se va a llamar a la primera tanda de campeones. Pronto. Suscita la ira de este pueblo, Karsa, y no tendrás que esperar mucho para enfrentarte al emperador.

—Bien —rezongó él—. Entonces recorreré Letheras como su nuevo emperador.

—¿Es eso lo que buscas? —le preguntó la bruja, los ojos se clavaron en él, entrecerrados, sorprendidos.

—Si es lo que hace falta para que me dejen tranquilo.

Samar lanzó un bufido.

—Entonces lo último que quieres es ser emperador.

Karsa se irguió y miró con el ceño fruncido el peto, chillón pero desaliñado.

—No me interesa huir, bruja. No hay razón para que me prohíban nada.

—Puedes salir de este complejo y vagar por donde desees… pero deja tu espada aquí.

—Eso no lo haré.

—Entonces aquí te quedas, volviéndote loco lentamente mientras aguardas la voluntad del emperador.

—Quizá me abra camino luchando.

—Karsa, no quieren que mates ciudadanos, nada más. Dado que es tan… eh, fácil ofenderte, no es una petición tan extraña.

—Lo que me ofende es su falta de fe.

—Claro —soltó ella con enfado—, cosa que te has ganado a conciencia matando edur y letherii a cada paso. Incluyendo un preda…

—No sabía que lo era.

—¿Habría supuesto alguna diferencia? No, ya me parecía que no. ¿Qué tal el hecho de que fuera hermano del emperador?

—Eso tampoco lo sabía.

—¿Y?

—¿Y qué, Samar Dev?

—Lo asesinaste con una lanza, ¿no es así?

—Me atacó con magia…

—Me has contado esa historia, Karsa Orlong. Acababas de asesinar a su tripulación. Después rompiste de una patada la puerta de su camarote. Luego aplastaste los cráneos de sus guardaespaldas. En serio, en su lugar yo también habría recurrido a mi senda… suponiendo que la tuviera, que no la tengo. Y te hubiera arrojado todo lo que tuviera a mano.

—Esta conversación no tiene sentido —dijo el toblakai con un rezongo.

—Bien —contestó ella, y se levantó de su silla—. Me voy a buscar al taxiliano. Al menos sus obstinadas obsesiones son menos exasperantes.

—¿Ahora es tu amante?

Samar se detuvo en la puerta.

—¿Y si lo fuese?

—Casi mejor —dijo Karsa, que examinaba con furia su desigual armadura—. Yo te partiría en dos.

¿Celos además de la multitud de las otras locuras? ¡Por todos los espíritus del inframundo! La bruja se volvió de nuevo hacia la puerta.

—Yo me inclinaría más por el examinador superior. Por desgracia, ha hecho votos de celibato.

—¿El monje servil sigue aquí?

—Así es.

—Tienes unos gustos muy sórdidos, bruja.

—Bueno —dijo ella tras un momento—, no veo forma alguna de responder a ese comentario.

—Pues claro que no.

Con los labios apretados, Samar Dev dejó la habitación.

Karsa Orlong estaba de muy mal humor, pero no se le ocurrió que eso hubiera sazonado su conversación con Samar Dev. Era una mujer y cualquier intercambio de palabras con una mujer estaba plagado de la serie de instrumentos letales de su torturadora, cada uno cerniéndose al borde mismo de la comprensión de un hombre. Las espadas eran más sencillas. Hasta el agobiado desastre de una guerra total era más sencillo que el más leve y ligero roce de la atención de una mujer. Lo que lo exasperaba era lo mucho que él echaba de menos ese roce. Cierto, había abundancia de putas para los campeones que aguardaban al emperador. Pero no había nada sutil (nada real) en eso.

Tenía que haber un término medio, se dijo Karsa. Donde el intercambio se regocijara en las chispas y amagos que hacían las cosas interesantes, pero sin poner en peligro su dignidad. Sin embargo, él era lo bastante realista como para no albergar demasiadas esperanzas de llegar a encontrarlo algún día.

El mundo estaba lleno de armas y el combate era una forma de vida. Quizá la única forma de vida. Había sangrado bajo látigos y palabras, bajo puñetazos y miradas. Lo habían aporreado con escudos invisibles, lo habían cegado porras que no se habían dejado ver, y se había afanado bajo las cadenas de sus propios juramentos. Y como diría Samar Dev, uno sobrevive soportando esta arremetida, esta historia del entonces y el ahora. Fracasar era caer, pero caer no siempre era sinónimo de una muerte rápida y misericordiosa. Uno podía caer en esa disolución lenta, las pérdidas apilándose, que ponía a cualquier mortal de rodillas. Que los convertía en asesinos lentos de sí mismos.

Karsa había terminado por entender las trampas que se tendía él mismo y, en ese sentido, quizá no estuviera listo todavía para encontrarse con las de otra persona, para dar un mal paso y descubrir la conmoción del dolor. Pese a todo, el ansia nunca desaparecía. Y ese tumulto en su alma era fatigoso, y una invitación sórdida al mal humor.

Resuelto con facilidad por el caos.

A falta de amor, el guerrero busca violencia.

Karsa Orlong hizo una mueca desdeñosa, se colgó la espada de piedra sobre el hombro izquierdo y salió al pasillo.

—Te oigo, Bairoth Gild. ¿Tú quieres ser mi conciencia? —Lanzó una carcajada áspera—. Tú, que me robaste la mujer.

Quizá hayas encontrado otra, Karsa Orlong.

—La partiría en dos.

Eso no te ha detenido antes.

Pero no, solo estaba jugando. El alma de Bairoth Gild estaba vinculada a una espada. Esas palabras arteras que le llenaban el cráneo eran de Karsa. A falta de la atención de otra persona, se cavaba él sus propios agujeros.

—Creo que necesito matar a alguien.

Del pasillo a un corredor más ancho y después al crucero de la columnata, se metió por un pasaje lateral y continuó hasta la puerta septentrional del complejo. El hecho de no toparse con nadie por el camino contrarió todavía más a Karsa. La verja estaba incrustada en el muro y tenía una pequeña garita a la izquierda, donde se encontraba el pesado mecanismo del cerrojo.

El letherii sentado en el interior tuvo tiempo de alzar la mirada antes de que el puño del toblakai entrara en contacto con su cara con un golpe sólido. La nariz, hecha pedazos, empezó a sangrar y el desventurado se hundió en la silla antes de resbalar como un saco de cebollas hasta el suelo. Karsa pasó por encima, levantó el cerrojo y deslizó la barra de bronce a la izquierda hasta que el extremo de la derecha se desprendió de la puerta en sí. La barra cayó en un hueco rodado con un estrépito metálico. Karsa dejó la garita, empujó la verja para abrirla, se agachó para no golpearse con el dintel y salió a la calle.

Hubo un destello de algún tipo de guarda mágica que se prendió en el momento en que cruzó el umbral. Brotaron fuegos, un susurro de dolor vago y después las llamas menguaron y se desvanecieron. Karsa sacudió la cabeza para desprenderse de la reverberación metálica que había dejado el hechizo en su mente y siguió andando.

Unos cuantos ciudadanos por aquí y por allá; solo uno observó su aparición y ése (con los ojos muy abiertos) apresuró el paso y en unos momentos giró una esquina y se perdió de vista.

Karsa respiró hondo y echó a andar hacia el canal que había divisado desde el tejado de los barracones.

Inmensa como una barcaza fluvial, la enorme mujer morena vestida con sedas malvas llenó la entrada del restaurante del patio, clavó los ojos en Tehol Beddict y se abalanzó con la intención singular de un leviatán hambriento.

A su lado, Bicho pareció encogerse en su silla.

—Por el Abismo, amo…

—Vamos, vamos —murmuró Tehol mientras se acercaba la mujer—. El pragmatismo, mi querido Bicho, debe ser la predominante entre todas tus, eh, consideraciones. Ve a buscar a Huldo y que sus muchachos arrastren hasta aquí ese enorme sofá que tienen al fondo de la cocina. ¡Rápido, Bicho!

La partida del criado fue una carrera despavorida poco propia de él.

La mujer (centro de atención repentino que apagó la mayor parte de las conversaciones) parecía, a pesar de toda su impresionante circunferencia, flotar entre las mesas, que por dicha estaban muy separadas; en sus ojos violetas resplandecía una confianza sensual tan en contradicción con sus desgarbadas proporciones que Tehol sintió una agitación alarmante en la entrepierna, el sudor le escoció en suficientes sitios propios de un varón como para que cambiara de postura con gesto incómodo en la silla, y todo pensamiento sobre la comida que tenía en el plato voló arrancado como tanta y tanta ropa.

No creía posible que la carne pudiera moverse en tantas direcciones a la vez, cada turgencia bajo la seda parecía poseer una independencia corpórea propia, y sin embargo avanzaba en un coro singular de sexualidad manifiesta. La sombra de la mujer lo envolvió, Tehol dejó escapar un pequeño gimoteo y luchó por alzar los ojos y dejar atrás los pliegues apilados del vientre femenino, subió por los pechos imposiblemente altos que se abultaban como sacos de grano, se perdió por un momento en ese escote sin fondo, y después, con una voluntad heroica, continuó hasta la ubre lisa bajo la barbilla; y fue más arriba, por el cuello estirado, hasta esa cara tan redonda con los labios anchos pintados de violeta y ascendió más, que el Errante me ayude, hasta llegar a esos deliciosos ojos sagaces.

—Me asquea, Tehol.

—Yo… ¿qué?

—¿Dónde está Bicho con ese maldito sofá?

Tehol se inclinó hacia delante y se volvió a encoger con un impulso instintivo de supervivencia.

—¿Rucket? ¿Es usted?

—Calle, idiota. ¿Tiene idea del tiempo que nos llevó perfeccionar esta ilusión?

P-pero

—El mejor disfraz es la confusión.

—¿Confusión? Oh, pues… oh, bueno, claro, cuando lo pone así. Es decir, de esa manera general. Perdón, se me escapó. Quiero decir que no era eso…

—Deje de mirarme las tetas.

—Sería el único aquí que no las mirase —replicó Tehol—, lo que resultaría muy sospechoso. Además, ¿quién decidió ese… desafío al tirón eterno de la tierra? Seguro que fue Ormly, son esos ojitos de cerdo que tiene, que insinúan fantasías perversas.

Bicho había llegado con dos de los sirvientes de Huldo, que traían el sofá entre los dos. Lo dejaron en el suelo y se retiraron a toda prisa.

Bicho regresó a su asiento.

—Rucket —dijo por lo bajo mientras sacudía la cabeza—, ¿no cree que una mujer de su calibre debe de ser ya infame en Letheras?

—No si nunca salía, ¿verdad? Y resulta que ya hay reclusos de sobra en esta ciudad…

—Porque la mayoría eran ilusiones del Gremio, personalidades falsas que podía asumir usted cuando la necesidad lo exigía.

—Exacto —dijo ella como si con eso quedara todo aclarado.

Y después despejó la duda de cómo iba a acomodar tanto volumen y lo hizo con una elegancia consumada, descendiendo con un movimiento fluido sobre el enorme sofá, sus inmensos brazos de alabastro extendiéndose por el respaldo, lo que tuvo el efecto de levantarle los pechos todavía más y extenderlos como las puertas de los Condenados.

Tehol miró a Bicho.

—Hay ciertas leyes concernientes a las propiedades de las entidades físicas, ¿no? Tienen que haberlas. Estoy seguro.

—Es una mujer desafiante, amo. Y por favor, si tiene la bondad, colóquese bien la manta. Sí, ahí, bajo esta bendita mesa.

—Ya está bien.

—¿A quién o a qué se dirige usted? —preguntó Rucket con una expresión lasciva tan grande que ni dos mujeres juntas serían capaces de adoptar.

—Maldita sea, Rucket, acabábamos de pedir, ¿sabe? Invita Bicho, o más bien su compañía. Y ahora mi apetito… bueno…

—¿Es otro? —preguntó ella, unas cejas finas y perfectas se alzaron sobre esos ojos sagaces—. El problema de los hombres elucidado aquí mismo: vuestra incapacidad para disfrutar de más de un placer a la vez.

—Cosa que en estos momentos personifica usted a la perfección, por terrible que sea. Entonces, ¿hasta qué punto es perfecta esa ilusión suya? Es decir, hemos oído hasta el crujido del sofá.

—No cabe duda de que está impaciente por explorar esa cuestión de peso. Pero antes, ¿dónde está Huldo con mi almuerzo?

—Le echó un vistazo y salió a contratar a más cocineros.

Rucket se inclinó hacia delante y se acercó el plato de Tehol.

—Esto servirá. Sobre todo después de ese intento cruel de hacer un chiste, Tehol. —Y empezó a comer con una delicadeza absurda.

—No hay forma real de entrar ahí, ¿verdad?

Un bocado de comida se detuvo a medio camino de la boca abierta de la mujer.

Bicho pareció atragantarse con algo.

Tehol se limpió el sudor de la frente.

—Que el Errante me lleve, estoy perdiendo la cabeza.

—Me obliga —dijo Rucket— a demostrarle lo contrario. —El bocadito le cayó en la boca.

—¿Espera que sucumba a una ilusión?

—¿Por qué no? Los hombres lo hacen mil veces al día.

—Sin eso, el mundo se detendría en seco.

—El suyo, quizá.

—Hablando de eso —se apresuró a intervenir Bicho—, su gremio, Rucket, está a punto de caer en la bancarrota.

—Tonterías. Tenemos más riquezas ocultas que la Consigna Libertad.

—Me alegro, porque ellos están a punto de descubrir que la mayor parte de sus valores encubiertos han sido socavados con tal meticulosidad que no solo no valen nada, sino que son pasivos letales.

—Transferimos los nuestros fuera del imperio, Bicho. Hace meses. Una vez que comprendimos lo que estaban haciendo Tehol y usted.

—¿A dónde? —preguntó Bicho.

—¿Debería decírselo?

—No vamos tras ellos —dijo Tehol—. ¿Verdad, Bicho?

—Pues claro que no. Solo quiero estar seguro de que se los han, eh, llevado lo bastante lejos.

Rucket entrecerró los ojos.

—¿Tan cerca están?

No respondió ninguno de los dos hombres.

Rucket miró por un momento el plato y se acomodó como una esclusa humana, su vientre resurgiendo entre las sombras en oleadas sedosas.

—Muy bien, caballeros. Piloto del Sur. ¿Lo bastante lejos, Bicho?

—Justito.

—Esa respuesta me pone nerviosa.

—Estoy a punto de faltar al pago de todo lo que debo —dijo Bicho—. Lo que provocará una cascada financiera masiva de la que no se salvará ni un solo sector de la industria, y no solo aquí en Letheras, sino por todo el imperio y más allá. Una vez lo haga, estallará el caos. La anarquía. Es posible que hasta mueran personas.

—¿Tan grande es Construcciones Bicho?

—En absoluto. Si lo fuera, ya nos habrían cogido hace mucho. No, hay unas dos mil operaciones en apariencia independientes de pequeño y medio tamaño, cada una ubicada a la perfección según el plan diabólico de Tehol para garantizar la temida cascada. Construcciones Bicho no es más que la primera lápida que volcará en un cementerio atestado.

—Su analogía me pone más nerviosa todavía.

—Su hechizo se desvanece un tanto cuando está nerviosa —comentó Tehol—. Por favor, recupere la confianza, Rucket.

—Cierre la boca, Tehol.

—En cualquier caso —continuó Bicho—, esta reunión era para darle el último aviso a usted y al Gremio del derrumbamiento. No hay ni que decir que no será fácil encontrarme una vez ocurra.

Los ojos de la mujer se posaron en Tehol.

—¿Y usted, Tehol? ¿También planea meterse en un agujero?

—Creí que ya no íbamos a hablar de eso.

—Por el Abismo, amo —murmuró Bicho.

Tehol parpadeó y miró primero a Bicho y después a Rucket.

—Oh —dijo luego—. Perdón. Se refería a si, eh, si estaba planeando esconderme, ¿no? Bueno, no lo he decidido. Parte de la satisfacción, yo creo, es presenciar el desastre. Porque sea como sea que nos hayamos insinuado en la maquinaria del inmenso comercio de Lether, la amarga verdad es que las causas que se ocultan tras el caos que está a punto de estallar son, de hecho, sistémicas. Cierto es que estamos precipitando las cosas, pero la disolución (en su sentido más real) es un defecto integral del sistema en sí. Es muy posible que el sistema se vea a sí mismo como inmortal, en todo adaptable y demás, pero eso es a la vez una ilusión y un delirio.

»Los recursos no son nunca infinitos, aunque puedan parecerlo. Y esos recursos incluyen algo más que las materias primas de la tierra y el mar. Incluyen también el trabajo y el engaño manifiesto de un sistema monetario con sus nociones arbitrarias de valor, las dos fuerzas en las que pusimos nuestras miras, por cierto. Sacar de aquí a las clases inferiores, los desposeídos, para presionar sobre la infraestructura, y después despojar al sistema de una moneda fuerte para intensificar la recesión… ¿Por qué me miráis los dos así?

Rucket sonrió.

—Va por defecto a la comodidad de su análisis erudito para desviarnos de sus fijaciones más patéticas. Eso, Tehol Beddict, es quizá lo más bajo que ha caído hasta el momento.

—Pues acabamos de empezar.

—Puede que usted quiera creer que ése es el caso. En cuanto a mí, mi curiosidad se está reduciendo a pasos agigantados.

—Pero piense en todos los desafíos que nos esperan, Rucket.

La mujer se levantó de golpe.

—Voy a salir por detrás.

—No cabrá.

—Por desgracia, Tehol, jamás se podrá decir lo mismo de usted. Que tengan un buen día, caballeros.

—¡Espere!

—¿Sí, Tehol?

—Bueno, eh, confío en que reanudemos esta conversación en fecha próxima.

—Yo no pienso estar ahí para verlo —dijo Bicho, que cruzó los brazos musculosos en un intento de demostrar… algo. Asco, quizá. O, reconsideró Tehol, más bien vil envidia.

—No hay nada seguro —le dijo Rucket—. Salvo la verdad de que los hombres acostumbran a perderse en sus ilusiones de grandeza.

—Ah —murmuró Bicho—, muy bonito, Rucket.

—Si eso no me hubiera dejado sin palabras —comentó Tehol mientras la mujer se alejaba, en apariencia rodando—, habría dicho algo.

—No me cabe la menor duda, amo.

—Tu fe es un alivio, Bicho.

—Pequeño consuelo en comparación, apostaría.

—En comparación —asintió Tehol—. Bueno, ¿vamos a dar un paseo, viejo amigo?

—Suponiendo que el paño que le cubre no se vea echado a perder por feos bultos.

—En un momento.

—¿Amo?

Tehol sonrió al ver la expresión alarmada en la cara de Bicho.

—Me la estaba imaginando allí atascada, incrustada en el callejón de Huldo. Incapaz de girar. Indefensa, de hecho.

—Estupendo —dijo el otro con un suspiro—, al final se las ha arreglado para caer más bajo todavía.

Había una antigua leyenda gral que había empezado a obsesionar a Taralack Veed, aunque él no terminaba de comprender qué relevancia podía tener en ese momento, allí, en Letheras, con el Robavida caminando a su lado mientras se abrían camino entre las multitudes que se arremolinaban junto a una fila de puestos en el mercado que había enfrente del canal Quillas.

Los gral eran un pueblo antiguo; sus tribus habían morado en las colinas salvajes del Primer Imperio, y las compañías gral habían servido en los tan cacareados ejércitos de Dessimbelackis; eran rastreadores, escaramuzadores y tropas de choque, aunque no se adaptaban bien a esa forma de combatir. Incluso entonces los gral preferían sus rencores, derramar sangre por una cuestión de honor personal. El afán de venganza era una causa digna. Masacrar desconocidos no tenía sentido y manchaba el alma, lo que exigía torturados rituales de purificación. Es más, no había satisfacción en un asesinato así.

Dos meses antes de la Gran Caída, un comandante llamado Vorlock Duven, que al mando de la legión Karasch se había adentrado en los yermos indomados del sudoeste, había enviado a sus setenta y cuatro guerreros gral a las colinas Tasse para dar comienzo a una campaña de sometimiento de la tribu que se creía que dominaba esa inhóspita cordillera. Los gral debían incitar a los tasse a entrar en batalla y después retirarse con los salvajes pisándoles los talones hasta un lugar donde los emboscarían al borde mismo de las tierras altas.

A la cabeza de los gral iba un sabio veterano del clan Bhok’ar de nombre Sidilack, llamado por muchos Lenguadeserpiente después de que una estocada se le introdujera en la boca y le rebanara la lengua entera. Sus guerreros, bien iniciados en la sangre tras una campaña de tres años de conquistas entre los pueblos del desierto y las llanuras al sur de Ugari, eran duchos en encontrar las pistas ocultas que penetraban en las bastas alturas y apenas tardaron en toparse con moradas rudimentarias y refugios de roca en medio de ruinas antiguas que insinuaban que mucho tiempo atrás había afectado a los tasse alguna terrible regresión de los adelantos de la civilización.

Al atardecer del tercer día, siete salvajes pintados con hierba emboscaron a los exploradores de la avanzadilla y mataron a uno antes de que los repelieran. De los cuatro tasse que cayeron en el choque, solo uno no había muerto ya de sus heridas. Los desvaríos provocados por el dolor no se parecían a ningún lenguaje que Sidilack y sus guerreros hubieran oído antes. Bajo la pintura azul grisácea, los tasse tenían un físico muy diferente al de cualquier otra de las tribus cercanas. Altos, ágiles, con manos y pies extrañamente pequeños, su rostro era alargado, sus barbillas débiles y sus dientes muy grandes. Tenían los ojos muy juntos, los iris tostados como hierba seca, el blanco ampollado de tantos vasos sanguíneos que parecía que bien podrían llorar lágrimas rojas.

En los cuatro tasse, los signos de deshidratación y desnutrición resultaban obvios y, como luchadores, su habilidad con las lanzas de punta de piedra y las porras nudosas había dejado mucho que desear.

El salvaje herido no tardó en morir.

Los gral reanudaron su caza y siguieron adentrándose, subiendo cada vez más por las colinas. Encontraron antiguas terrazas que en un tiempo habían albergado cultivos; el terreno había quedado casi yermo, apenas capaz de sostener los matorrales secos del desierto. Descubrieron canales revestidos de piedra para recoger agua de lluvia que ya nunca caía. Hallaron tumbas de piedra con grandes lápidas talladas con formas fálicas. En la pista, cascos y fragmentos de huesos blanqueados crujían bajo los pies.

Al mediodía de la cuarta jornada los gral se toparon con el asentamiento de los tasse. Doce chozas miserables de las que salieron corriendo tres guerreros con lanzas, guerreros que adoptaron chillando una línea de defensa patética delante de cinco mujeres famélicas y una única niña de dos o tres años.

Sidilack, el veterano sabio que había librado veinte batallas, que había manchado su alma con la matanza de un sinfín de desconocidos, mandó avanzar a sus gral. La batalla duró media docena de latidos. Cuando los hombres tasse cayeron, sus mujeres atacaron con uñas y dientes. Cuando todas estuvieron muertas, la única niña se agazapó y les siseó como una gata.

Alguien alzó una espada para acabar con ella.

La espada nunca bajó. De repente las sombras invadieron el claro. Siete mastines terribles surgieron y rodearon a la niña, y entonces apareció un hombre. Tenía los hombros tan anchos que parecía encorvado, vestía un manto de cota de malla azulada que le llegaba a los tobillos, llevaba el cabello negro largo y suelto. Unos ojos azules y fríos se clavaron en Sidilack y habló en el idioma del Primer Imperio.

—Eran los últimos. No censuro tu matanza. Vivían con miedo. Esta tierra, que no era su hogar, no podía alimentarlos. Abandonados por los deragoth y los suyos, habían fracasado en la lucha de la vida. —Se volvió entonces para mirar a la niña—. Pero a ésta me la llevo.

Sidilack, se decía, pudo sentir entonces la profunda mancha que se posó en su alma, la más profunda de todas. Una mancha que ningún ritual de purificación podría erradicar. Vio, en ese momento, la lúgubre suerte de su destino, un descenso a la locura del dolor inconsolable. El dios se llevaría a la última niña, que sería para siempre la última. La sangre de los otros manchaba las manos de Sidilack, una maldición, una obsesión que solo la muerte podría aliviar.

Pero era gral. Tenía prohibido quitarse la vida.

Seguía otra leyenda, una que relataba el largo viaje al final definitivo de Lenguadeserpiente, su búsqueda de preguntas que no se podían responder, el patetismo de su andar tambaleante cuando entró en el Desierto del Muerto (reino de los gral caídos), donde hasta los espíritus nobles rechazaron su alma y la defensa hueca de su crimen.

Taralack Veed no quería pensar en todo eso. Ecos de la niña, esa criatura que siseaba, no del todo humana, y a la que un dios había arrastrado a las sombras, ¿con qué fin? Un misterio dentro de la leyenda que nunca se resolvería. Pero no creía que hubiera misericordia en el corazón de ese dios. No quería pensar en jovencitas con manos y pies pequeños, con barbillas sesgadas y grandes caninos, con ojos luminosos del tono de las hierbas de la sabana.

No quería pensar en Sidilack y la noche interminable de su perdición. El guerrero con sangre de tantas matanzas manchándole las manos y el alma. Ese idiota trágico no se parecía en nada a Taralack Veed, se decía una y otra vez. Las verdades no se ocultaban en vagas similitudes, después de todo; solo en detalles concretos, y él no compartía ninguno de ellos con el viejo Lenguadeserpiente.

—Hablas poco estos días, Taralack Veed.

El gral alzó la vista y miró a Icarium.

—Tengo miedo por ti —dijo.

—¿Por qué?

—No veo la dureza en tus ojos, amigo mío, la dureza que quizá nadie salvo un compañero de mucho tiempo sería capaz de detectar. La dureza que indica tu rabia. Parece dormir y no sé si ni siquiera Rhulad podrá despertarla. Si no puede, entonces morirás. Rápido.

—Si todo lo que dices de mí es verdad —respondió el jhag—, entonces mi muerte sería bienvenida. Y justificada en todos los sentidos de la palabra.

—Ningún otro puede derrotar al emperador.

—¿Por qué estás tan seguro de que yo puedo? No empuño una espada mágica. No regreso a la vida si caigo. Ésos son los rumores que corren sobre el tiste edur llamado Rhulad, ¿no?

—Cuando tu ira se desata, Icarium, nada puede detenerte.

—Ah, pero parece que yo sí puedo.

Taralack Veed entrecerró los ojos.

—¿Es ése el cambio que se ha producido en ti, Icarium? ¿Has recordado?

—Creo que si así fuera, no estaría aquí —replicó el jhag, que se detuvo ante un puesto que ofrecía cerámica envuelta en cordones—. Mira estos objetos, Taralack Veed, y dime lo que ves. ¿Recipientes vacíos? ¿O una infinitud de posibilidades?

—No son más que ollas.

Icarium sonrió.

Era, decidió el gral, una sonrisa demasiado fácil.

—¿Te burlas de mí, Icarium?

—Algo me aguarda. Y no me refiero a ese emperador loco. Otra cosa. Respóndeme a algo. ¿Cómo se mide el tiempo?

—Por el curso del sol, las fases de la luna, el giro de las estrellas. Y, por supuesto, en ciudades como ésta, el sonido de una campana a intervalos fijos, una vanidad del todo absurda y que, de hecho, debilita el espíritu.

—Habla el gral.

—Ahora es cuando te burlas de verdad de mí. No es propio de ti, Icarium.

—El sonido de las campanas, sus incrementos establecidos por el paso de arena o agua a través de un recipiente estrechado. Como bien dices, una vanidad. Una aserción arbitraria de constancia. ¿Podemos decir de verdad, sin embargo, que el tiempo es constante?

—Como te diría cualquier gral, no lo es. O bien nuestros sentidos mienten.

—Quizá lo hagan.

—Entonces estamos perdidos.

—Agradezco tu beligerancia intelectual de hoy, Taralack Veed.

Continuaron andando y pasearon sin prisas a lo largo del canal.

—Comprendo que te obsesione el tiempo —dijo el gral—. Tú, que has vivido era tras era, inmutable, inconsciente.

—Inconsciente, sí. Ése es el problema, ¿verdad?

—No estoy de acuerdo. Es nuestra salvación.

Se quedaron en silencio unas cuantas zancadas más. Muchas eran las miradas curiosas (en ocasiones compasivas) que les lanzaban. Los campeones también eran los condenados, después de todo. Y sin embargo, ¿había esperanza enterrada en lo más hondo de esos ojos que los rehuían? Tenía que haberla. La esperanza de un fin para la pesadilla que era Rhulad Sengar, el emperador edur de Lether.

—Sin comprender el tiempo, la historia no significa nada. ¿Me sigues, Taralack Veed?

—Pero tú no entiendes el tiempo, ¿no?

—No, eso es cierto. Sin embargo, creo que he… perseguido esto… una y otra vez. De era en era. Confiando que una revelación del significado del tiempo desbloqueara mi propia historia oculta. Que encontrara su medida auténtica, Taralack Veed. Y no solo su medida, sino también su propia naturaleza. Piensa en este canal y lo que está vinculado a él. El agua es empujada por la corriente y por la marea del río, después atraviesa la ciudad, solo para volver a reunirse con el río no muy lejos de donde entró en un principio. Puede que intentemos apartarnos del río y elegir nuestro propio camino, pero por muy recto que parezca éste, al final regresaremos al río.

—Como con las campanas, entonces —dijo el gral—, el agua marca el paso del tiempo.

—Lo has entendido mal —respondió Icarium, pero no añadió nada más.

Taralack Veed frunció el ceño e hizo una pausa para escupirse una flema densa en las palmas de las manos y luego pasársela por el pelo. En algún punto de la multitud chilló una mujer, pero el sonido no se repitió.

—La corriente del canal no puede cambiar la ley que le marca la dirección. El canal no es más que un rodeo.

—Sí, un rodeo que ralentiza el paso de su agua. Y a su vez el agua cambia, recolecta los desechos de la ciudad por la que pasa, y así, al regresar al río, es de un color diferente. Más turbia, más sucia.

—¿Cuánto más lento es tu camino, más embarradas van tus botas?

—Incluso así —dijo Icarium con un asentimiento.

—El tiempo no es nada de eso.

—¿Estás seguro? Cuando debemos esperar, nuestras mentes se llenan de fango, pensamientos aleatorios, como desechos. Cuando nos empujan a actuar, nuestra corriente es rápida, el agua parece clara, fría y nítida.

—Preferiría, Icarium, que esperáramos mucho tiempo. Aquí, antes de enfrentarnos a lo que ha de pasar.

—¿El camino a Rhulad? Como quieras. Pero te digo una cosa, Taralack Veed, ése no es el sendero que yo recorro.

Otra media docena de zancadas.

Después habló el gral.

—Los envuelven en el cordel, Icarium, para evitar que se rompan.

Al examinador superior le brillaban los ojos; se encontraba en medio de la multitud, a veinte pasos del lugar en el que Icarium y Taralack Veed se habían detenido delante del puesto del alfarero. Había unido las manos y los dedos se le crispaban. Respiraba de forma rápida y superficial.

A su lado, Samar Dev puso los ojos en blanco antes de dirigirse a él.

—¿Se me va a caer muerto aquí? Si hubiera sabido que este paseo implicaba esconderse a la sombra de ese jhag, creo que me habría quedado en el complejo.

—Las decisiones que toma —respondió el hombre— han de ser en todo por su propia voluntad, Samar Dev. Razonablemente diferentes de las mías o de las de cualquier otro. Se dice que la historia del conflicto humano reside de forma exclusiva en el choque de expectativas.

—¿Es el caso ahora?

—Es más…

—Deje en paz sus «es más», examinador superior. El compromiso es la negociación de las expectativas. Con sus caprichosas nociones no negociamos y, por tanto, todo el compromiso es por mi parte.

—Como decida.

Samar se planteó darle una buena colleja, pero decidió que no quería montar una escena. ¿Qué les pasaba a los hombres con sus obsesiones?

—Es muy probable que ese hombre muera, y pronto.

—Creo que no. No, con toda certeza me parece que no.

Icarium y el gral reanudaron su paseo entre la muchedumbre y, tras un momento, el examinador superior los siguió, aunque manteniendo la distancia. Samar Dev suspiró y echó a andar tras él. No le gustaba ese populacho. Había algo perturbador en el ambiente. Estaban tensos, crispados. El nerviosismo era visible en los rostros, y los reclamos de los vendedores ambulantes sonaban estridentes y medio desesperados. Observó que eran pocos los transeúntes que compraban.

—Algo va mal —dijo.

—Aquí no hay nada que no pueda explicar el pánico financiero inminente, Samar Dev. Aunque usted pueda creer que no soy consciente de nada salvo ese hombre, le aseguro que he examinado el estado de Letheras y, por extensión, de todo este imperio. Se avecina una crisis. La riqueza, por desgracia, no es una mercancía infinita. Los sistemas como éste, sin embargo, dependen del supuesto de los recursos ilimitados. Recursos que van desde la mano de obra y los materiales baratos hasta una demanda insaciable. Esa demanda, a su vez, depende de virtudes algo más etéreas, como la confianza, la voluntad, la necesidad percibida y la bendición del pensamiento a corto plazo, y cualquiera de ellas es vulnerable a influencias misteriosas y con frecuencia inexplicables. Aquí somos testigos de los efectos de una confabulación compleja de factores que está sirviendo para socavar tales virtudes. Es más, en mi opinión, esta situación se ha orquestado.

La mente de Samar había empezado a vagar con la perorata del examinador superior, pero esa última observación la hizo dar la vuelta.

—¿Letheras está a merced de un asalto económico?

—Bien planteado, Samar Dev. Alguien está manipulando la situación para lograr un derrumbe en cascada, sí. Ése es mi humilde dictamen.

—¿Humilde?

—Pues claro que no. Veo mi propia genialidad con ironía.

—¿Con qué fin?

—Pues para hacerme humilde.

—¿Vamos a seguir a Icarium y a su gral favorito toda la tarde?

—Soy el único nativo vivo de Cabal, Samar Dev, que ha visto con sus propios ojos a nuestro dios. ¿Es de extrañar que lo siga?

¿Dios? No es ningún dios. Es un puñetero jhag del Odhan, al oeste de Siete Ciudades. Un jhag que sufre una maldición trágica, claro que, ¿no la sufren todos? Una figura que caminaba muy por delante de Icarium y Taralack Veed le llamó la atención. Una figura alta, pesada, con un rostro hecho pedazos y una enorme espada de piedra atada a la espalda.

—Oh, no —murmuró.

—¿Qué pasa? —preguntó el examinador superior.

—Lo ha visto.

—¿Samar Dev?

Pero él se había quedado atrás y era ella la que se apresuraba y se abría camino con grosería entre la gente. ¿Expectativas? Sin lugar a dudas. ¿Compromiso? De eso nada.

Uno de los candelabros tenía una válvula defectuosa y había empezado a producir densos zarcillos negros de humo que se enroscaban como serpientes en el aire. Las toses de Uruth resonaban como ladridos en la antecámara. De espaldas a la puerta que llevaba al salón del trono, Sirryn Kanar permanecía en pie, con los brazos cruzados, observando a los dos tiste edur. Tomad Sengar se paseaba por la sala evitando con destreza a los otros guardias de servicio al tiempo que se empeñaba en fingir que ni siquiera estaban allí. Su mujer se había envuelto en su túnica de color gris oscuro y se la había ceñido tanto que a Sirryn le recordaba a un buitre con las alas plegadas. La edad le había encorvado un poco los hombros, lo que añadía peso a la impresión aviar, suficiente para provocar una pequeña sonrisa en la boca del guardia.

—Sin duda esta espera te divierte —rezongó Tomad.

—Así que me estaba mirando, después de todo.

—Estaba mirando la puerta, en la que se da la casualidad de que estás apoyado.

Planteándose atravesarla de una patada, sin duda. La sonrisa de Sirryn se ensanchó. Por desgracia, tendrías que atravesarme a mí primero, y eso no lo vas a hacer, ¿verdad?

—El emperador está muy ocupado.

—¿Con qué? —preguntó Tomad—. El que decide es Triban Gnol, después de todo. Rhulad se limita a sentarse ahí con la mirada vidriada y a asentir de vez en cuando.

—No tiene una gran opinión de su hijo.

Se dio cuenta de que eso era hurgar en la herida cuando tanto el marido como la mujer clavaron una mirada dura en él.

—Tenemos peor opinión de Triban Gnol —dijo Uruth.

No había necesidad de comentar tal observación, Sirryn sabía de sobra la opinión que les merecía el canciller; de hecho, la opinión que les merecían todos los letherii. Prejuicios ciegos, por supuesto; mucho más hipócritas si se tenía en cuenta el celo con el que los edur habían abrazado el modo de vida letherii mientras se burlaban y proclamaban su asco y desdén. Si tanto asco te da, ¿por qué sigues mamando de la teta, edur? Tuviste la oportunidad de destruir todo esto. De destruirnos a nosotros. Y toda nuestra terrible civilización. No, no había mucho que mereciera la pena decirles a esos dos salvajes.

Más que oír, sintió el arañazo en la puerta que tenía detrás y se irguió poco a poco.

—El emperador los recibirá ahora.

Tomad giró en redondo y miró la puerta; Sirryn vio en el rostro del malnacido una tensión repentina bajo la fachada altiva. Tras él, Uruth se echó el manto hacia atrás con un ademán y se liberó los brazos. ¿Era miedo lo que había en sus ojos? El guardia la observó acercarse y colocarse junto a su marido, pero pareció que todo lo que sacaron de esa proximidad fue más tensión todavía.

Sirryn Kanar se hizo a un lado y abrió de golpe la puerta.

—Deténganse en el círculo de baldosas —dijo—. Traspásenlo y una docena de flechas encontrarán su cuerpo. No habrá advertencia alguna. Por orden del propio emperador. Y ahora procedan. Despacio.

En ese momento, un tiste edur y cuatro soldados letherii se acercaban a la puerta occidental de la ciudad sobre caballos cubiertos de espuma. Un grito del edur hizo dispersarse a los peatones de la calzada elevada. Los cinco jinetes estaban cubiertos de barro y dos tenían heridas. Las espadas de aquellos cuyas vainas no estaban vacías estaban incrustadas de sangre. El edur era uno de los que carecía de armas y de su espalda sobresalía el cabo de una flecha, la punta de hierro enterrada en la escápula derecha. La sangre le empapaba el manto allí donde el cuadrillo se lo había clavado a la espalda. Ese guerrero se estaba muriendo. Llevaba cuatro días muriéndose.

Otro grito ronco del tiste edur mientras llevaba su harapienta tropa bajo el arco de la puerta y entraban en la ciudad de Letheras.

El Errante estudió a Rhulad Sengar, que había permanecido inmóvil en su trono desde que había regresado el canciller para anunciar la llegada inminente de Tomad y Uruth. ¿Era cierta vacilación en su valor lo que le había impedido al emperador exigir su presencia inmediata? No había forma de saberlo. Ni siquiera las preguntas cautas del canciller habían conseguido sacarle nada.

Los faroles seguían ardiendo. Las antorchas tradicionales humeaban y el parpadeo de su luz lamía las paredes. Triban Gnol permanecía en pie, las manos plegadas, a la espera.

En la cabeza de Rhulad se libraban batallas. Los ejércitos de la voluntad y el deseo combatían con las fuerzas lunáticas del miedo y la duda. El campo estaba empapado de sangre y salpicado de héroes caídos. O en su cráneo había penetrado una niebla cegadora, opresiva como el propio olvido, y Rhulad vagaba perdido.

Estaba allí sentado como si lo hubieran tallado, ataviado con riquezas manchadas, la visión de un artista loco. Ojos lacados y carne llena de cicatrices, boca crispada y mechones negros de pelo grasiento. Como si lo hubieran esculpido pegado al trono para convencer con símbolos de permanencia y encarcelamiento, pero esa locura había perdido toda sutileza, la eterna maldición del fascismo, la tiranía de la alegre servidumbre que no podía tolerar subversión alguna.

Contempladlo y ved lo que ocurre cuando la justicia es venganza. Cuando el desafío es un delito. Cuando el escepticismo es traición. ¡Llámalos, emperador! Tu padre, tu madre. Pídeles que se presenten ante ti en esta pesadilla invertida de fidelidad, ¡y desata tu ira!

—Ahora —dijo Rhulad con voz ronca.

El canciller le hizo un gesto a un guardia situado cerca de la puerta lateral, éste se volvió con un crujido suave de armadura y rozó con el guantelete el ornamentado panel. Un momento después se abrió.

Todo esto ocurría a la izquierda del Errante, en el mismo muro en el que se apoyaba, así que no pudo ver lo que ocurrió tras la puerta, salvo por unas cuantas palabras indistintas.

Tomad y Uruth Sengar entraron sin prisa en el salón del trono y se detuvieron en el círculo de baldosas. Los dos se inclinaron ante su emperador.

Rhulad se lamió los labios rotos.

—Son parientes —dijo.

Tomad frunció el ceño.

—Esclavizados por seres humanos. Se merecían que los liberáramos, ¿no es cierto?

—¿De la isla de Sepik, emperador? —preguntó Uruth—. ¿Son de esos de quienes habláis?

—Se les liberó, en efecto —dijo Tomad con un asentimiento.

Rhulad se inclinó hacia delante.

—Parientes esclavizados. Liberados. ¿Entonces por qué, querido padre, se pudren ahora encadenados?

Tomad pareció incapaz de responder, una expresión confusa en su rostro arrugado.

—A la espera de lo que vos dispongáis —dijo Uruth—. Emperador, hemos solicitado audiencia con vos muchas veces desde nuestro regreso. Por desgracia —la mujer miró a Triban Gnol—, el canciller nos mandaba marchar. Siempre, sin falta.

—Y por tanto —dijo Rhulad con tono áspero—, vosotros los proclamasteis invitados del imperio como era su derecho, y después los acomodasteis ¿dónde? No en las magníficas residencias que poseemos alrededor del palacio. No. Vosotros elegisteis los calabozos, los pozos, junto a deudores, traidores y asesinos. ¿Es ésa la idea que tienes en tu hogar de lo que es el «regalo del invitado», Tomad? ¿Uruth? Qué extraño, yo no recuerdo que en mi juventud se traicionara de forma tan profunda la costumbre tiste edur. ¡No en la casa de mi familia!

—Rhulad, emperador —dijo Tomad, que a punto estuvo de retroceder ante la ira de su hijo—, ¿habéis visto a esos parientes nuestros? Son… patéticos. Contemplarlos es sentirse manchado. Sucio. Sus espíritus están aplastados. Los han convertido en una burla de todo lo que es tiste edur. Ése fue el crimen que los humanos de Sepik cometieron contra nuestra sangre, y a ello hemos dado respuesta, emperador. Esa isla está ahora muerta.

—Parientes —susurró el emperador—. Explícamelo, padre, pues no lo entiendo. Tú percibes el delito y dictas la sentencia, sí, en el nombre de la sangre edur. Por muy contaminada que esté, por muy decrépita que sea. De hecho, esos detalles carecen de relevancia, de ningún modo influyen en el castigo, salvo quizá para hacerlo todavía más severo. Todo esto, padre, es un único hilo de pensamiento y es sincero. Sin embargo, hay otro, ¿no es cierto? Algo retorcido, lleno de nudos. Uno en el que las víctimas de esos humanos no son dignas de nuestra atención, en el que hay que esconderlas, dejarlas para que se pudran en la mugre.

»¿Qué, por tanto, es lo que estabas vengando?

»¿Dónde, oh, dónde, padre, está el Regalo del Invitado? ¿Dónde está el honor que nos une a todos los tiste edur? ¿Dónde, Tomad Sengar, dónde, en todo esto, está mi voluntad? ¡Soy el emperador y la cara del imperio es la mía y solo la mía!

Cuando los ecos de ese chillido rebotaron por el salón del trono, reticentes a desvanecerse, ni Uruth ni Tomad parecieron capaces de hablar. Sus rostros grises eran del color de la ceniza.

Triban Gnol, de pie unos cuantos pasos por detrás y a la derecha de los dos edur, parecía un sacerdote penitente, los ojos clavados en el suelo. Pero el Errante, cuyos sentidos podían extenderse con una sensibilidad muy superior a la de cualquier mortal, podía oír el latido enloquecido del miserable corazón de aquel anciano; casi podía oler la alegría oscura oculta tras su expresión benigna, incluso un poco triste.

Uruth pareció sacudirse la conmoción y después, poco a poco, se irguió.

—Emperador —dijo—, no podemos saber vuestra voluntad cuando se nos impide veros. ¿Es privilegio del canciller rechazar a los propios padres del emperador? ¿A la sangre del emperador? ¿Y qué hay de todos los demás tiste edur? Emperador, han alzado un muro a vuestro alrededor. Un muro letherii.

El Errante oyó que el corazón de Triban Gnol se estremecía en su jaula.

—¡Majestad! —exclamó el canciller, indignado—. ¡No existe tal muro! Estáis protegido, sí. Desde luego. De todos los que querrían haceros daño…

—¿Hacerle daño? —gritó Tomad y se volvió en redondo hacia el canciller—. ¡Es nuestro hijo!

—Desde luego que no usted, Tomad Sengar. Ni usted, Uruth. Quizá la protección necesaria alrededor de un gobernante podría parecerles un muro, pero…

—¡Queríamos hablar con él!

—De vuestros labios —dijo Rhulad con una aspereza pavorosa— no quiero oír nada. Vuestras palabras no son más que mentiras. Los dos me mentís, como miente Hannan Mosag, como miente cada uno de mis compatriotas tiste edur. ¿Imagináis que no puedo oler el hedor de vuestro miedo? ¿Vuestro odio? No, no os oiré a ninguno de los dos. Sin embargo, vosotros me oiréis a mí.

El emperador se recostó poco a poco en su trono, en sus ojos una mirada dura.

—Nuestros parientes quedarán en libertad. Es una orden. Se los dejará en libertad. En cuanto a vosotros, mis queridos padres, parece que necesitáis una lección. Los dejasteis pudrirse en la oscuridad. En los barcos. En los calabozos. De actos tan atroces solo puedo deducir que no sois capaces de comprender el horror de semejante ordalía. Así pues, es mi sentencia que probéis parte de lo que infligisteis a nuestros parientes. Los dos pasaréis dos meses enterrados en las criptas de mazmorras de la Quinta Ala.

»Viviréis en la oscuridad, se os alimentará una vez al día a través de las trampillas en el techo de vuestras celdas. No tendréis a nadie con quien hablar salvo el uno con el otro. Se os pondrán grilletes. En la oscuridad, ¿comprendes, Uruth? Verdadera oscuridad. Nada de sombras para que las manipules, no habrá poder que te susurre al oído. En ese tiempo, os sugiero a los dos que penséis de verdad en lo que significa el Regalo del Invitado para un tiste edur, en honrar a nuestros parientes por muy bajo que hayan caído. En lo que significa de verdad liberar. —Rhulad agitó la mano libre—. Despáchalos, canciller. Me enferma que hayan traicionado de ese modo a nuestros propios parientes.

El Errante, casi tan asombrado como se habían quedado Tomad y Uruth, se perdió el gesto que hiciese Triban Gnol para llamar a los guardias letherii. Éstos aparecieron al momento, como si los hubieran conjurado de la nada, y rodearon a Tomad y Uruth.

Manos letherii, con hojuelas de hierro, se cerraron implacables alrededor de brazos tiste edur.

Y el Errante supo que había empezado el final.

La esperanza de Samar Dev de poner fin a todo antes de que empezara no duró mucho. Ella todavía estaba a cuatro zancadas de Karsa Orlong cuando éste alcanzó a Icarium y Taralack Veed. El toblakai se había acercado por un lado, casi por detrás del jhag (que se había girado para contemplar las aguas turbias del canal) y la mujer observó que el enorme guerrero extendía una mano, agarraba a Icarium por la parte superior del brazo y hacía que se girase.

Taralack Veed se abalanzó para quitar la manaza, pero alcanzó su cabeza de repente un puñetazo que pareció casi casual. El gral se derrumbó en los adoquines y no se movió.

Icarium había clavado los ojos en la mano que se aferraba a su brazo izquierdo, en su expresión había una inquietud vaga.

—¡Karsa! —gritó Samar Dev, las cabezas se volvían y los ciudadanos, los que habían presenciado la suerte de Taralack Veed, se apartaban—. Si has matado al gral…

—Ése no es nada —rezongó Karsa, los ojos clavados en Icarium—. Tu último cuidador, jhag, era mucho más formidable. Aquí estás, sin nadie que me ataque por la espalda.

—Karsa, está desarmado.

—Pero yo no.

Icarium seguía estudiando la mano magullada que le aferraba el brazo, los verdugones rojos de las cicatrices dejadas por los grilletes que habían rodeado la gruesa muñeca, los puntos y rayas de antiguos tatuajes, como si el jhag fuera incapaz de comprender su función. Después miró a Samar Dev y su rostro se iluminó con una cálida sonrisa.

—Ah, bruja. Tanto el taxiliano como Varat Taun han hablado bien de ti. Ojalá nos hubiéramos conocido antes, aunque te he visto desde el otro lado del complejo…

—Ella no es tu problema —dijo Karsa—. Tu problema soy yo.

Icarium se volvió poco a poco y miró al toblakai a los ojos.

—Tú eres Karsa Orlong, que no comprende lo que significa luchar solo para entrenar. ¿Cuántos compañeros has dejado tullidos?

—No son compañeros. Ni lo eres tú.

—¿Qué hay de mí? —preguntó Samar Dev—. ¿No soy compañera tuya, Karsa?

El otro frunció el ceño.

—¿Y qué?

—Icarium está desarmado. Si lo matas aquí, no te enfrentarás al emperador. No, te encontrarás encadenado a una pared. Al menos hasta que te corten la cabeza.

—Ya te lo he dicho, bruja. Las cadenas no me contienen.

—Quieres enfrentarte al emperador, ¿no?

—¿Y si éste lo mata primero? —preguntó Karsa, y le dio al brazo una sacudida que con toda claridad sobresaltó a Icarium.

—¿Es ése el problema? —preguntó Samar Dev. ¿Y por esto estás lisiando a otros campeones? Y no es que ninguno quiera volver a jugar contigo, matón descerebrado.

—¿Deseas enfrentarte al emperador Rhulad antes que yo? —inquirió Icarium.

—No te estoy pidiendo permiso, jhag.

—Y sin embargo yo te lo doy, Karsa Orlong. Te puedes quedar con Rhulad.

Karsa miró con furia a Icarium, que, si bien no era tan alto, de alguna forma todavía parecía capaz de mirar al toblakai a los ojos sin levantar la cabeza.

Entonces ocurrió algo extraño. Samar Dev vio que los ojos de Karsa se abrían un poco más, muy poco, mientras estudiaba el rostro de Icarium.

—Sí —dijo con voz ronca—. Ahora lo veo.

—Me alegro —respondió Icarium.

—¿Ver qué? —preguntó Samar Dev.

En el suelo, tras ella, Taralack Veed gimió, tosió, rodó de lado y vomitó.

Karsa soltó el brazo del jhag y dio un paso atrás.

—¿Vas a cumplir tu palabra?

Icarium hizo una ligera reverencia.

—¿Cómo podría no cumplirla?

—Eso es cierto, Icarium, doy fe.

El jhag se inclinó por segunda vez.

—¡Mantén las manos alejadas de esa espada!

El grito hizo volverse a todos, y vieron a media docena de guardias letherii que se iban acercando despacio, las armas desenvainadas.

Karsa los miró con desdén.

—Regreso al complejo, niños: apartad de mi camino.

Se separaron como juncos ante la proa de una canoa cuando el toblakai echó a andar, después fueron tras él, apresurándose para seguir el ritmo de las largas zancadas de Karsa.

Samar Dev se los quedó mirando, y se le escapó un gañido repentino antes de taparse la boca con las manos.

—Me recuerdas al examinador superior cuando haces eso —comentó Icarium con otra sonrisa. Alzó la mirada más allá de ella—. Y sí, ahí continúa, mi buitre particular. Si le hago una seña para que se acerque, ¿crees que vendrá, bruja?

Samar negó con la cabeza, todavía luchando con una abrumadora sensación de alivio y las secuelas de la garra fría del terror que incluso en esos momentos todavía hacía que le temblasen las manos.

—No, prefiere venerar desde lejos.

—¿Venerar? Ese hombre se engaña. Samar Dev, ¿querrás informarle tú?

—Como quieras, pero no importará, Icarium. Verás, su pueblo te recuerda.

—No me digas. —Icarium entrecerró un poco los ojos y miró al examinador superior, que había empezado a encogerse bajo aquella atención particular de su dios.

Por todos los espíritus del inframundo, ¿pero a mí por qué me interesaba este monje? No hay atractivo alguno en el fulgor de la veneración fanática. Solo hay una intransigencia satisfecha y los cuchillos ocultos del juicio cortante.

—Quizá —dijo Icarium— deba hablar yo con él, después de todo.

—Huirá corriendo.

—En el complejo, entonces…

—¿Donde puedas arrinconarlo?

El jhag sonrió.

—Prueba de mi omnipotencia.

El júbilo de Sirryn Kanar era como una caldera hirviendo, la tapa pesada a meros momentos de soltarse con un tartamudeo, pero se había contenido durante el largo camino al interior de las criptas de la Quinta Ala, donde el aire era tan húmedo que se podía saborear, donde el moho resbalaba bajo sus botas y el frío acuoso parecía envolverle hasta los huesos con unos zarcillos resbaladizos.

Ése, así pues, sería el hogar de Tomad y Uruth Sengar durante los dos meses siguientes, y Sirryn no podía sentirse más satisfecho. A la luz de los faroles que llevaban los guardias, Sirryn vio, con inmensa satisfacción, esa mirada en los rostros edur, la que se posaba sobre la expresión de cada prisionero; la incredulidad aturdida, la conmoción y el miedo que se agitaba en los ojos de vez en cuando, hasta que los invadía una vez más esa estúpida negativa a aceptar la realidad.

Sabía que esa noche disfrutaría del placer sexual, como si ese momento no fuera más que una mitad del diálogo del deseo. Dormiría saciado, satisfecho con el mundo. Su mundo.

Recorrieron todo el corredor inferior hasta que llegaron al final. Sirryn hizo un gesto para que llevaran a Tomad a la celda de la izquierda; Uruth entraría en la de enfrente. Observó mientras la mujer edur, con una última mirada a su marido, se volvía y acompañaba a sus tres guardias letherii. Un momento después, Sirryn la siguió.

—Sé que tú eres la más peligrosa —le dijo mientras uno de sus guardias se inclinaba para ponerle el grillete en el tobillo derecho—. En este sitio hay sombras, al menos mientras nosotros permanezcamos aquí.

—Dejo tu suerte en manos de otros —le contestó la mujer.

Él la estudió durante un momento.

—Se te prohibirán las visitas.

—Sí.

—La conmoción desaparece.

La edur lo miró y él vio en sus ojos desdén puro.

—En su lugar —continuó Sirryn— llega la desesperación.

—Vete ya, miserable.

Sirryn sonrió.

—Llevaos su manto. ¿Por qué tendría que ser Tomad el único que sufre el frío?

Uruth apartó de un empujón la mano del guardia y abrió el broche ella misma.

—Fuiste lo bastante idiota como para rechazar el Regalo edur —dijo Sirryn—, así que ahora recibes —y señaló con un gesto la diminuta celda con el techo con goteras y las paredes que chorreaban— el regalo letherii. Concedido con todo placer.

Cuando la mujer no respondió, Sirryn se dio la vuelta.

—Vamos —les dijo a los guardias—, dejémoslos con su oscuridad.

Cuando se desvanecieron los últimos ecos de sus pisadas, Bruja de la Pluma salió de la celda en la que se había escondido. Tenía invitados en su mundo privado. Invitados inoportunos. Ésos eran sus pasillos; las piedras irregulares bajo sus pies, las paredes resbaladizas, cenagosas, que tenía a su alcance, el aire empapado, el hedor a putrefacción, la propia oscuridad, todo eso le pertenecía a ella.

Tomad y Uruth Sengar. Uruth, que en otro tiempo había sido dueña de Bruja de la Pluma. Bueno, era lo justo. Bruja de la Pluma era letherii, después de todo, ¿y quién podía dudar ya que se habían vuelto las tornas para la marea gris?

Salió con sigilo al pasillo; sus pies, envueltos en mocasines, no hacían ruido en el suelo hundido. Después vaciló. ¿Deseaba contemplarlos? ¿Burlarse de sus penurias? La tentación era grande. Pero no, mejor permanecer invisible, sin que ellos supieran de su presencia. Y en ese momento estaban hablando, así que se acercó un poco más para escuchar.

—… no mucho tiempo —decía Tomad Sengar—. Esto, más que nada, esposa, nos obliga a actuar. Hannan Mosag abordará a las mujeres y se forjará una alianza…

—No estés tan seguro de eso —respondió Uruth—. No hemos olvidado la verdad de la ambición del rey hechicero. Esto es obra suya…

—Olvida eso, no hay elección.

—Quizá. Pero será necesario hacer concesiones y no resultará fácil, puesto que no confiamos en él. Oh, él dará su palabra, sin duda. Como dices, no hay elección. Pero ¿qué vale la palabra de Hannan Mosag? Su alma está envenenada. Sigue ansiando esa espada por el poder que alberga. Y eso no se lo daremos. Nunca estará a su alcance. ¡Nunca!

Se oyó un crujido de cadenas y después habló Tomad.

—No parecía loco, Uruth.

—No —respondió ella en voz baja—. No lo parecía.

—Tenía razón en estar indignado.

—Sí.

—Como la teníamos nosotros, en Sepik, cuando vimos lo bajo que habían caído nuestros parientes. Su miseria, su rendición de toda voluntad, todo orgullo, toda identidad. ¡En otro tiempo fueron tiste edur! Si hubiéramos sabido eso desde el principio…

—¿Los habríamos dejado allí, esposo?

Un silencio.

—No —se oyó después—. Había que vengarse de los malazanos. Pero por nosotros, no por nuestros parientes. Rhulad lo entendió mal.

—No lo entendió mal. Tomad, esos parientes sufrieron las bodegas de la flota. Sufrieron los pozos. Rhulad no entendió mal nada. Los estábamos castigando por su fracaso. Eso también era venganza. Contra nuestra propia sangre.

Había amargura en la voz de Tomad cuando volvió a hablar.

—No dijiste nada cuando se pronunció la sentencia, esposa. Complácete tú con esa falsa sabiduría si quieres. Si es lo que debo oír de tus labios, entonces prefiero el silencio.

—Entonces, esposo, es lo que tendrás.

Bruja de la Pluma se recostó contra la pared. Sí, aquello llegaría a oídos de Hannan Mosag. ¿Y qué haría él entonces? ¿Buscar a las mujeres edur? Esperaba que no. Si Bruja de la Pluma tenía algún enemigo de verdad, eran ellas. ¿Estaba el rey hechicero a la altura de aquellas mujeres? En el arte del engaño, desde luego. Pero ¿y en poder? Ya no. A menos, claro está, que tuviera aliados ocultos.

Bruja de la Pluma tendría que hablar con el Errante. Con su dios.

Tendría que obligarlo a hacer ciertas… concesiones.

Con una sonrisa, Bruja de la Pluma se deslizó corredor arriba.

La suerte de Tomad y Uruth Sengar pasó como una onda por su mente y después continuó adelante sin dejar apenas un murmullo.

Un túnel subterráneo del antiguo palacio se extendía hacia el interior casi hasta el cruce del canal Principal con el canal de la Enredadera. Ese pasaje se había tapiado con ladrillos en tres lugares distintos y esas barreras Hannan Mosag las había dejado en su sitio y había deformado la realidad con Kurald Emurlahn para poder atravesarlas, como había hecho con Bruthen Trana a remolque.

Los seguidores del rey hechicero habían mantenido al guerrero oculto durante un tiempo mientras Hannan Mosag hacía sus preparativos, y no había sido tarea fácil. No era que el palacio estuviera revolucionado con pelotones de búsqueda y demás, la fiebre de la confusión y el miedo era endémica en esos días, después de todo. La gente desaparecía con una regularidad inquietante, sobre todo entre los tiste edur. No, la dificultad residía en el propio Bruthen Trana.

Un hombre obstinado. Pero eso nos conviene, siempre que pueda meterle en la sesera que la impaciencia es una debilidad. Un guerrero necesitaba determinación, cierto, pero había un momento y un lugar, y no habían llegado todavía.

Hannan Mosag había conducido a Bruthen hasta la cámara que había justo al final del túnel, una habitación octagonal de piedras mal encajadas. El techo abovedado y anguloso, recubierto de lo que en su día había sido cobre brillante y ahora se había quedado negro, era tan bajo que la habitación parecía una choza.

Cuando el rey hechicero había encontrado ese aposento, tanto el lugar como por lo menos cuarenta pasos del túnel estaban sumergidos bajo el agua, y la profundidad seguía la pendiente descendente hasta que el fango negro y turbio casi rozaba el techo de la cámara.

Hannan Mosag había drenado el agua a través de una modesta fisura que llevaba al reino del Naciente, fisura que luego cerró; se había movido a toda prisa con sus andares de cangrejo para arrastrar siete fardos de palos de un brazo de largo de madera negra que bajó por el resbaladizo corredor y metió en la cámara. Ésta había empezado a llenarse otra vez, por supuesto, y el rey hechicero tuvo que chapotear hasta el centro, donde desató el fardo y comenzó a construir una verja octogonal, cada palo a un palmo de las paredes, dos a cada lado, sostenidos casi erectos en el cieno denso que cubría el suelo. Cuando hubo completado esta tarea, invocó su revelación absoluta de Kurald Emurlahn.

Y el coste fue espantoso. Intentó purgar el poder de todo caos, del aliento venenoso del dios Tullido, pero parecía no estar a la altura de la tarea que se había impuesto. Su carne deformada, sus huesos retorcidos, la sangre fina, ennegrecida, de sus venas y arterias, todo ello servía al mundo maligno del Caído, y formaba una simbiosis de vida y poder. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había sentido (sentido de verdad) la pureza de Kurald Emurlahn que, incluso en su estado debilitado, fragmentado, estuvo a punto de retroceder al sentir el roce ardiente.

Con el aire apestando a carne carbonizada y pelo chamuscado, Hannan Mosag buscó forzar la santificación del aposento. Quería atrapar el poder de Sombra en ése, su nuevo templo privado. Una noche entera de lucha, el agua fría sin dejar de subir, las piernas entumecidas, empezó a sentir que su concentración se deshacía. Desesperado, sintiendo que todo se le escapaba, invocó a padre Sombra.

Scabandari.

Desesperado, sabiendo que había fracasado…

Y un poder repentino, puro y decidido, brotó en la cámara. Hizo hervir el agua, que desapareció en ráfagas revueltas de vapor hasta que el calor seco de un horno crujió en las paredes de piedra. El barro del suelo se endureció y cimentó los palos de madera negra.

Ese calor penetró en la carne de Hannan Mosag y se aferró a sus huesos. El rey hechicero había chillado de agonía al tiempo que un nuevo tipo de vida se extendía por su interior.

No lo había sanado; no había hecho nada por enderezar sus huesos o relajarle el tejido de las cicatrices.

No, había sido algo más parecido a una promesa, una invitación susurrada a algún futuro bendecido. Se había desvanecido en una docena de latidos, pero el recuerdo de esa promesa permanecía con Hannan Mosag.

Scabandari, padre Sombra, vivía todavía. Arrancado de la carne y el hueso, cierto, pero el espíritu persistía. Respondía a su desesperada plegaria y le regalaba a ese lugar la santidad.

He hallado el camino. Puedo ver el fin.

En ese momento se agazapaba en el suelo duro y seco y Bruthen Trana (obligado a encorvarse un poco a causa del techo bajo) permanecía de pie, a su lado. El rey hechicero señaló con un gesto el centro de la cámara.

—Ahí, guerrero. Debe acostarse. El ritual está preparado, pero se lo advierto, el viaje será largo y difícil.

—No lo entiendo, rey hechicero. Este… este templo. Es auténtico Kurald Emurlahn.

—Sí, Bruthen Trana. Bendecido por el poder del propio padre Sombra. Guerrero, su viaje se ve así bendecido también. ¿No le indica esto que vamos por el buen camino?

Bruthen Trana se lo quedó mirando desde su altura y permaneció en silencio media docena de latidos.

—A usted —dijo después—, más que a nadie, se le debería haber rechazado. El propio padre Sombra debería haberlo hecho. Su traición…

—Mi traición no significa nada —soltó de repente el rey hechicero—. ¡Guerrero, nos han bendecido! ¡Este lugar, no es un simple templo de Kurald Emurlahn! ¡Es un templo de Scabandari! ¡De nuestro propio dios! El primero de sus templos en este reino, ¿no comprende lo que eso significa? Va a regresar. A nosotros.

—Entonces quizá lo que buscamos sea inútil —respondió Bruthen Trana.

—¿Qué?

—Scabandari regresará, y se enfrentará a Rhulad Sengar. Dígame, ¿su dios Tullido se arriesgará a ese enfrentamiento?

—No sea necio, Bruthen Trana. Está haciendo la pregunta equivocada. ¿Se arriesgará Scabandari a esa confrontación? ¿En el mismo momento de su regreso? No podemos conocer el poder de padre Sombra, pero creo que estará débil, exhausto. No, guerrero, somos nosotros los que debemos protegerlo cuando regrese. Protegerlo, y nutrirlo.

—¿Entonces, lo ha encontrado Temor Sengar?

Los ojos oscuros de Hannan Mosag se entrecerraron.

—¿Qué sabe usted de eso, Bruthen Trana?

—Solo lo que saben la mayor parte de los edur. Temor se fue para buscar a padre Sombra. Para responder a su hermano. Para responderle a usted, rey hechicero.

—Está claro —dijo Hannan Mosag con voz tensa— que ha habido una reconciliación.

—Quizá la haya habido. No ha respondido a mi pregunta.

—No puedo, pues no lo sé.

—¿Vuelve a disimular una vez más?

—Su acusación es injusta, Bruthen Trana.

—Comencemos este ritual. Dígame, ¿viajaré en carne y hueso?

—No. Moriría, y al instante, guerrero. No, debemos liberar su espíritu de un tirón.

Hannan Mosag observó a Bruthen Trana mientras se colocaba en el centro de la cámara. El guerrero se despojó de su espada y cinturón y se tendió de espaldas.

—Cierre los ojos —dijo el rey hechicero y se acercó más, arrastrándose—. Lleve su mente a la comodidad de Sombra. Sentirá mi roce, sobre el pecho. Poco después, toda sensación de su cuerpo físico se desvanecerá. Abra entonces los ojos y aparecerá… en otra parte.

—¿Cómo sabré cuándo he encontrado el camino que busco?

—Como busca, encontrará, Bruthen Trana. Y ahora silencio, por favor. Debo concentrarme.

Muy poco después, el rey hechicero extendió el brazo y posó la mano en el pecho del guerrero.

Así de fácil.

El cuerpo tendido ante él no respiró. Si lo dejara allí demasiado tiempo comenzaría a pudrirse. Pero ése era suelo santificado, vivificado por el poder de Kurald Emurlahn. No habría deterioro. Para el cuerpo no transcurriría el tiempo.

Hannan Mosag se acercó un poco más y empezó a registrar las ropas de Bruthen Trana. El guerrero llevaba algo encima, algo con un aura de poder puro que golpeó los sentidos del rey hechicero como un hedor. Rebuscó entre los bolsillos del forro del manto de cuero del guerrero y no halló más que una nota raída de algún tipo. Vació la saca de monedas que llevaba atada al cinturón de la espada. Una única piedra pulida, negra como el ónice, pero no era más que una obsidiana erosionada por las olas. Tres diques, la moneda local letherii. Y nada más. Con una irritación creciente, Hannan Mosag empezó a desnudar al guerrero.

Nada. Pero podía olerlo, impregnando la ropa.

Con una mueca de furia, Hannan Mosag se echó hacia atrás con las manos crispadas.

Se lo ha llevado con él. Debería haber sido imposible. Sin embargo… ¿qué otra posibilidad hay?

Su mirada enfebrecida dio con la nota arrugada. La recogió, alisó el papel y leyó lo que había escrito.

Al principio no le encontró sentido a la declaración, no, no era una declaración, comprendió. Una confesión. Una firma que no había visto nunca, tan estilizada al modo letherii que era indescifrable. Unos momentos después, con la mente disparada, llegó la revelación.

Alzó los ojos, y los clavó en la forma ya desnuda de Bruthen Trana.

—¿Qué engaño estabas planeando con esto, guerrero? Quizá seas más listo de lo que había imaginado. —Hizo una pausa y sonrió—. Ya no importa.

El rey hechicero sacó su daga.

—Un poco de sangre, sí, para sellar la vida sagrada de mi templo. Scabandari, tú lo entenderías. Sí. La necesidad.

Se desplazó penosamente junto a Bruthen Trana.

—Trae al que buscamos, guerrero. Sí. Más allá de eso, por desgracia, ya no te necesito. —Alzó el cuchillo y lo clavó con fuerza en el corazón de aquel hombre.

Tehol Beddict miró a Bicho y vio que su criado completaba un giro entero, los ojos siguiendo al enorme tartheno como si se los hubieran clavado al bárbaro guerrero con su absurda espada de piedra. El cordón de guardias que flanqueaba al gigante parecía tan aterrado como exigía la ocasión.

—Bueno —dijo Tehol—, no es ningún Ublala Pung, ¿eh?

Bicho no pareció siquiera oírlo.

—Bah, allá tú. Creo que quiero hablar con ese otro, ¿cómo lo llamaste? Ah, sí, el jhag. Cualquier persona que no se encoge en las zarpas de ese tartheno es que le falta cerebro o (y no es un pensamiento agradable) es que es más aterrador todavía. Quizá no estaría de más vacilar en este momento, teniendo en cuenta como siempre el consejo de un criado leal… ¿no? Pues que sea no. Así que, por favor, quédate ahí parado como un hombre cuyo corazón acaba de caerse para incrustarse en algún lugar bajo su «bazhígado» o algún otro órgano del que no quiero saber nada. Sí, eso, haz eso.

Tehol echó a andar hacia el jhag. El otro salvaje, al que había dejado inconsciente de un puñetazo el tartheno (por quien Ublala Pung había forzado la entrada en el complejo), estaba incorporándose y miraba aturdido a su alrededor. Todavía sangraba por la nariz rota, que más rota no podía estar. La mujer, atractiva en un estilo muy terrenal, observó Tehol otra vez, estaba hablando con el gigante tatuado mientras a una docena de pasos de distancia un extranjero miraba con algo parecido al asombro a la mujer o al jhag.

Visto lo visto, decidió Tehol, un escenario interesante. Lo bastante interesante como para interrumpir con su encanto habitual. Se acercó, extendió los brazos e hizo un anuncio.

—¡Hora es, creo, de una bienvenida más apropiada a nuestra bella ciudad! —Y la manta se le deslizó y le cayó alrededor de los pies.

Bicho, por desgracia, se perdió tan deliciosa presentación, pues al tiempo que sus ojos se aferraban al toblakai, se encontró caminando, siguiendo, paso tras paso, al guerrero y su escolta, que marchaban hacia el Complejo de los Campeones, o cualquier otro nombre de ironía involuntaria que los candorosos funcionarios de palacio hubieran querido darle. Habían llegado a una calle del recinto amurallado cuando toda esperanza de continuar llegó a un repentino pero confuso final. La calle estaba repleta de gente.

Personas demacradas, manchadas de excrementos, carne en su mayor parte desnuda cubierta de verdugones y llagas, atestaban la calle como niños abandonados, perdidos y desesperados, parpadeando bajo el sol duro de la tarde. Cientos de aquellas desgraciadas criaturas.

Los guardias del toblakai se detuvieron ante la inesperada barrera, y Bicho vio que el más adelantado se echaba hacia atrás como si lo asaltara un mal olor y luego se giraba para discutir con los otros. Su «prisionero», por otro lado, se limitó a bramarle a la chusma que despejara el camino, y siguió abriéndose paso entre la multitud.

Había avanzado unos veinte pasos cuando él también se detuvo. Con los hombros y la cabeza por encima de la multitud, miró con furia a su alrededor y después gritó algo en una versión grosera de malazano.

—¡Os conozco! ¡En otro tiempo esclavos de la isla de Sepik! ¡Oídme!

Los rostros giraron. La multitud se fue moviendo y formó un círculo tosco.

Oyen. Están desesperados por oír.

—¡Yo, Karsa Orlong, daré respuesta! Así lo juro. Vuestros parientes os rechazan. Os expulsan. Vivís o morís y a ellos no les importa. Ni a nadie en esta maldita tierra. ¡A vuestro destino no le ofrezco nada! En venganza por lo que os han hecho, lo ofrezco todo. Ahora seguid vuestro camino, vuestras cadenas han desaparecido. ¡Id ya, para que nunca os envuelvan de nuevo! —Y con eso el guerrero toblakai siguió andando hacia la verja principal del complejo.

No era precisamente lo que necesitaban oír, creo. Todavía no, en cualquier caso. Sospecho que con el tiempo podrían recordarlo.

No, esto (aquí y ahora), esto exige otro tipo de liderazgo.

Los guardias se habían retirado en busca de otra ruta.

Los pocos ciudadanos que había estaban haciendo lo mismo. Nadie quería ver ese legado.

Bicho se adelantó. Recurrió a su poder y lo sintió resistirse a tan indecoroso propósito. Malditos sean mis devotos, quienes seáis o lo que seáis. ¡Haré lo que quiera! Poder, desprovisto de comprensión, frío como el mar, oscuro como las profundidades. Haré lo que quiera.

—Cerrad los ojos —le dijo a la turba. Las palabras eran poco más que un susurro, pero todos las oyeron, sólidas e innegables en sus mentes. Cerrad los ojos.

Y lo obedecieron. Niños, mujeres, hombres. Inmóviles. Los ojos cerrados con fuerza, el aliento contenido en una tensión repentina, quizá incluso miedo, pero Bicho sospechaba que aquellas personas estaban más allá del miedo. Esperaban para ver qué ocurriría a continuación. Y no se movían.

Haré lo que quiera.

—Oídme. Hay un lugar seguro. Lejos de aquí. Os enviaré allí. Ahora. Unos amigos os recibirán. Os llevarán sanación y tendréis comida, ropa y refugio. Cuando sintáis el suelo moverse bajo vosotros, abrid los ojos a vuestro nuevo hogar.

El mar no perdonaba. Su poder era avidez y rabia hinchada. El mar luchaba con la costa, con el propio cielo. El mar no lloraba por nadie.

A Bicho no le importaba.

Como cualquier charco dejado por la marea bajo el sol ardiente, su sangre se había… calentado. Y el charco más pequeño estaba lleno de la promesa de un océano, una veintena de océanos, todo su poder se podía contener en una única gota de agua. Tal era Denaeth Rusen, tal era Ruse, la senda donde había nacido la vida. Y ahí, en esa promesa de la propia vida, encontraré lo que necesito.

De empatía.

De calidez.

El poder, cuando llegó, fue una auténtica corriente. Colérica, sí, pero real. El agua había conocido vida durante tanto tiempo que no albergaba recuerdo alguno de pureza. Poder y don se habían hecho uno, y ese uno se rindió a su dios.

Y él los envió lejos.

Bicho abrió los ojos y vio ante él una calle vacía.

De regreso en su habitación, Karsa Orlong se quitó la vaina que llevaba al hombro y después, mientras sostenía el arma y su arnés en las manos, se quedó mirando la larga mesa sobre la que reposaba un farol de aceite con la mecha baja. Tras un momento dejó la espada y el cinturón. Y se quedó quieto una vez más.

Muchas cosas que considerar, una palpitación de hervor y espuma en algún pozo abierto en las profundidades de su interior. Los esclavos. Expulsados porque sus vidas no significaban nada. Tanto los edur como los letherii eran despiadados pero cobardes. Impacientes por dar la espalda a lo que suponía su indiferencia. Contentos de despojar de su calidad de persona a cualquiera siempre que les convenía.

Pero era a él al que llamaban bárbaro.

Si era así, entonces le complacía la distinción.

Y fiel a su visión clara y salvaje de lo que estaba bien y mal, conservaría en su mente esa escena (esos rostros famélicos, los ojos líquidos que parecían brillar con tal fuerza que sentía que su roce lo quemaba), se aferraría a ella cuando se enfrentase al emperador Rhulad. Cuando se enfrentase después a cada letherii y cada edur que decidiera interponerse en su camino.

Eso había jurado, y de eso todos darían fe.

Ese frío pensamiento lo inmovilizó durante otra docena de latidos, al cabo recordó una segunda imagen. Icarium, al que llamaban Robavida.

Había estado a punto de romper el cuello de ese jhag.

Y entonces había visto en ese rostro de piel cenicienta… algo. Y con ello, reconocimiento.

Cedería ante Karsa. Había dado su palabra. Y Karsa sabía que no la rompería.

Había sangre jhag en ese tal Icarium, pero de eso Karsa no sabía mucho. Padre o madre jaghut, poco importaba cuál.

Y sin embargo, el otro progenitor, padre o madre…, bueno, él había visto suficiente en la cara de Icarium para conocer esa sangre. Para reconocerla como el susurro de la suya propia.

Toblakai.

En su opulento despacho, el canciller Triban Gnol se sentó despacio, con una cautela poco propia de él. Un soldado letherii cubierto de polvo, sudoroso y ensangrentado permanecía ante él, flanqueado a la derecha por Sirryn Kanar, cuyo regreso de las criptas había coincidido con la llegada de ese mensajero.

Triban Gnol apartó la mirada del agotado soldado. Llamaría después a los esclavos de la fregona para que lavaran el suelo en el que estaba el hombre; para que perfumaran el aire una vez más con aceite de pino. Con los ojos puestos en la caja lacada que tenía sobre el escritorio, se dirigió al soldado.

—¿Con cuántos ha venido, cabo?

—Otros tres. Y un edur.

La cabeza de Triban Gnol se alzó de golpe.

—¿Dónde está ahora?

—Murió menos de tres pasos después de traspasar la gran entrada del Domicilio, señor.

—¿Sí? ¿Murió?

—Sus heridas eran muy graves, señor. Y yo sabía lo suficiente para evitar que un sanador lo atendiera a tiempo. Me acerqué a ayudarlo cuando se tambaleó, le di a la flecha que tenía en la espalda unos cuantos giros y después un buen empujón. Se desmayó de dolor y cuando lo cogí y lo fui a depositar en el suelo, apreté con el pulgar la gran arteria del cuello. Pude mantenerlo así treinta latidos o más. Fue más de lo que el edur podía soportar.

—¿Y usted es un simple cabo en mi nómina? Creo que no. Sirryn, cuando hayamos acabado aquí, redacte un ascenso para este hombre.

—Sí, canciller.

—Y por tanto —continuó Triban Gnol—, al ser el de más rango entre los letherii que quedaban, la responsabilidad de informar recayó sobre usted.

—Sí, señor.

—Necesito los nombres de los otros.

El cabo pareció estremecerse.

—Señor, sin mis soldados, yo jamás habría…

—Comprendo su lealtad, y se la elogio. Por desgracia, debemos enfrentarnos a esta situación con claridad de miras. Hay necesidades que se han de reconocer. Esos soldados no son míos. No como usted.

—Son leales, señor…

—¿A quién? ¿A qué? No, el riesgo es demasiado grande. Le concederé un regalo, sin embargo. —La mirada del canciller se posó un instante en Sirryn—. Será rápido e indoloro. Nada de interrogatorios.

Sirryn alzó las cejas.

—¿Ninguno?

—Ninguno.

—Como ordene, señor.

El cabo se lamió los labios y después, con un esfuerzo obvio por pronunciar las palabras, se dirigió al canciller.

—Se lo agradezco, señor.

El asentimiento del canciller fue distraído, su mirada una vez más clavada en la caja reluciente de madera negra que permanecía sobre su escritorio.

—Me gustaría preguntarlo otra vez —dijo—, ¿no hubo indicación alguna de quiénes eran? ¿Ninguna declaración formal de guerra?

—Nada en absoluto, señor —respondió el cabo—. Cientos de barcos ardiendo, ésa fue su declaración de guerra. E incluso entonces, parecían… pocos. No había ejército, no había señal alguna del desembarco.

—Pero lo hubo.

—¡Que el Errante nos proteja, sí! Señor, yo cabalgaba con veinte letherii, veteranos todos, y seis tiste edur de los arapay. Con magia edur o sin ella, nos tendieron una emboscada en un claro que había tras una finca abandonada. En un momento dado pensábamos en montar el campamento y nos deteníamos entre las hierbas altas, solos, y al siguiente había truenos y fuego, y cuerpos volando, volando, señor, por el aire. O solo miembros. Trozos. Y flechas siseando en el atardecer.

—Y sin embargo, su tropa se recuperó.

Pero el cabo negó con la cabeza.

—El edur que nos mandaba… él sabía que la noticia que traíamos a la capital (la de los barcos ardiendo y los cadáveres tiste en los caminos), esa noticia exigía que nos retiráramos. Tantos como pudiéramos abrirnos paso luchando. Señor, con el edur en cabeza, salimos disparados. Éramos siete al principio, habían matado a los otros cinco edur en el primer aliento del ataque, siete, después cinco.

—¿Ese enemigo los persiguió? —preguntó Triban Gnol en voz queda y pensativa.

—No, señor. No tenían caballos, al menos que nosotros viéramos.

El canciller se limitó a asentir.

—¿Humanos? —preguntó después.

—Sí, señor. Pero no letherii, ni tampoco pertenecían a una tribu, por lo que pudimos ver. Señor, usaban ballestas, pero no los arcos de pesca pequeños y débiles como los que usamos nosotros en los bajíos durante la temporada de la carpa. No, éstas eran armas de hierro ennegrecido con cuerdas gruesas y cuadrillos que atravesaban armadura y escudo. Vi a uno de mis soldados derribado de espaldas por uno de esos cuadrillos, muerto en el acto. Y…

Se detuvo cuando Triban Gnol levantó un dedo con una manicura perfecta.

—Un momento, soldado. Un momento. Algo que ha dicho. —El canciller alzó la mirada—. Cinco de los seis edur, los mataron al comienzo mismo de la emboscada. Y el descubrimiento de los cadáveres edur en los caminos que proceden de la costa. ¿No había cuerpos letherii en esos caminos?

—Ninguno que encontráramos, señor, no.

—Y, sin embargo, el sexto edur sobrevivió a ese ataque inicial en el claro, ¿cómo?

—Debió de parecerles que no sobrevivió. El cuadrillo que lo alcanzó en la espalda, señor, el que terminó matándolo. Se cayó de la silla de montar. Dudo que nadie esperara que se volviera a levantar y que recuperara su montura…

—¿Vio todo eso con sus propios ojos?

—Lo vi, señor.

—Ese cuadrillo, ¿antes o después del trueno y el fuego?

El cabo frunció el ceño y después contestó.

—Antes. Justo antes, ni un parpadeo de uno a otro, creo. Sí, estoy seguro. Fue al primero de todos que alcanzaron.

—¿Porque era obvio que estaba al mando?

—Supongo, señor.

—Ese trueno y fuego, ¿dónde golpeó la hechicería primero? Déjeme responder a mí a eso. En medio de los edur que quedaban.

—Sí, señor.

—Ya puede irse, soldado. Sirryn, quédese un momento.

En cuanto se cerró la puerta, Triban Gnol se puso en pie.

—¡Que el Errante nos libre! ¡Una puñetera invasión! ¡Contra el Imperio de Lether!

—Parece más contra los edur —aventuró Sirryn.

El canciller lo miró con furia.

—Maldito idiota. Eso es secundario, un detalle interesante como mucho. Sin verdadera relevancia. Sirryn, los edur nos gobiernan, quizá solo de nombre, sí, pero son nuestros ocupantes. Están entre nosotros. Pueden dar órdenes a las fuerzas letherii como les dicte la necesidad.

Dio un fuerte puñetazo en la mesa. La caja lacada saltó y la tapa se desprendió con un tintineo. Triban Gnol se quedó mirando lo que había en el interior.

—Estamos en guerra —dijo—. No es nuestra guerra, no la que planeamos, no. ¡Guerra!

—Aplastaremos a esos invasores, señor…

—Pues claro que sí, una vez que nos enfrentemos a su hechicería con la nuestra. Eso tampoco es relevante.

—No entiendo, señor.

Triban Gnol miró al hombre con furia. No, no lo entiendes. Que es por lo que jamás ascenderás, matón patético.

—Cuando acabe de silenciar a los otros soldados, Sirryn, ah, sí, y de redactar el ascenso para nuestro emprendedor y joven cabo, quiero que entregue, en persona, un mensaje a Karos Invictad.

—¿Señor?

—Una invitación. Debe venir al palacio.

—¿Cuándo?

—De inmediato.

—Sí, señor. —Y Sirryn hizo un saludo militar.

—Vaya.

Cuando se cerró la puerta por segunda vez, Triban Gnol se quedó mirando su escritorio. Dentro de la caja con la tapa desencajada. En el interior había una botellita achaparrada. Quedaba un tercio de su contenido.

Triban Gnol se complacía con frecuencia en mirarla, le bastaba con saber que estaba oculta dentro de su caja. Recordaba haber vertido el contenido en el recipiente de vino del que sabía que iba a beber Ezgara Diskanar ese día terrible. En el salón del trono. Ezgara, y ese patético primer eunuco. Nisall debería haber sido la siguiente. No Brys. No, cualquiera salvo Brys Beddict.

Eso sí que era de lamentar.