14

Cogí el cuenco de piedra

con las dos manos

y vertí mi tiempo

al suelo,

ahogando a desventurados insectos,

alimentando las malas hierbas,

hasta que el sol se alzó

mirando al suelo

y robó la mancha.

Al ver en la taza del recipiente

un millar de grietas,

miré atrás,

por donde había venido,

y vi un rastro verde

con recuerdos perdidos;

quienquiera que hiciera ese cuenco

era un necio, pero mucho mayor

aquel que lo llevaba.

Cuenco de piedra

—Pescador Kel Tath

La pendiente de hielo había soportado sucesivos deshielos y congelaciones hasta que su superficie terminó picada y esculpida como la corteza incolora de algún inmenso árbol derribado. El viento, que a ratos era cálido y a ratos frío, gemía como un coro de voces melancólicas por esa superficie rasposa, y le parecía a Seto que cada vez que bajaba la bota y hacía crujir el suelo, un grito solitario quedaba silenciado para siempre. La idea lo ponía de mal humor, y esa abigarrada dispersión de desechos que salpicaba la llanura de hielo y nieve granulada solo empeoraba las cosas.

Detritos de vidas jaghut que iban subiendo poco a poco como piedras en el campo de un granjero. Objetos mundanos que daban fe de un pueblo entero; ojalá pudiera entenderlos, pudiera de algún modo reunir todas esas piezas dispares. Fantasmas, creía él, que existían en un estado de perpetua confusión, el modo en que ante ellos se extendía un paisaje interminable salpicado de escoria sin significado; las verdades de la vida eran secretos, el mapa físico de hechos ocultados para siempre. Un fantasma podía estirar el brazo, pero no podía tocar; podía mover esto y lo otro, pero nada podía moverlo a él, ni conmoverlo. Alguna esencia de empatía se había desvanecido, pero no, «empatía» no era la palabra adecuada. Él podía sentir, después de todo. Como sentía antes, cuando estaba vivo. Las emociones nadaban en aguas que eran tanto bajíos como aguas profundas. La empatía táctil quizá se acercara más al sentido que él buscaba. El consuelo de la resistencia mutua.

Él había adoptado por voluntad propia esa forma, ese cuerpo en el que moraba y que caminaba con pesadez junto al cadáver marchito, animado, que era Emroth. Y al parecer podía conjurar una especie de continuidad física con todo lo que lo rodeaba (como el crujido de sus pies), pero empezaba a preguntarse si esa continuidad no era una ilusión, como si al coger ese casco curvo de una antigua olla rota que tenía delante no estuviera en realidad recogiendo el fantasma de la olla. Pero a esa revelación sus ojos estaban ciegos, los sentidos del tacto y el oído eran engaños, y él estaba tan perdido como un eco.

Continuaron avanzando penosamente por la meseta, bajo los profundos cielos azules donde las estrellas resplandecían en lo alto de la bóveda del cielo, un mundo de hielo que no parecía tener fin. El pedregal de basura los acompañaba por todas partes. Fragmentos de tela o ropas, o quizá tapices, cascos, utensilios para comer, herramientas arcanas de madera o piedra molida, el trozo de un instrumento musical con cuerdas y unos pequeños tambores en relieve, la pata astillada de una mesa de madera o un taburete. No vieron armas, no en varios días, y la que habían descubierto al principio (el mango de una lanza) era imass.

Habían muerto jaghut en ese hielo. Masacrados. Era casi lo que había dicho Emroth. Pero no había cuerpos y la t’lan imass tampoco había ofrecido ninguna explicación. Los habían recogido, supuso Seto, quizá un superviviente. ¿Los jaghut practicaban el enterramiento ritual? No tenía ni idea. En todos sus viajes no recordaba haber hablado jamás sobre una tumba o un cementerio jaghut. Si lo hacían, se lo guardaban para sí.

Pero estaban huyendo cuando habían muerto allí. Algunos de esos trozos de tela eran de tiendas. No los perseguían imass de carne y hueso, no a través de ese hielo inerte. No, debían de ser t’lan. Del ritual. Como aquí Emroth.

—Bueno —dijo Seto, su voz de un tono sorprendente a sus propios oídos—, ¿estuviste implicada en esta caza, Emroth?

—No puedo estar segura —respondió ella después de un rato—. Es posible.

—Las matanzas se parecen mucho entre sí, ¿no?

—Sí. Eso es cierto.

El asentimiento de la imass lo deprimió todavía más.

—Hay algo ahí delante —dijo la t’lan imass—. Creo que estamos a punto de descubrir la respuesta al misterio.

—¿Qué misterio?

—La ausencia de cuerpos.

—Ah, ese misterio.

La noche llegaba de repente a aquel lugar, como si se soplara una vela. El sol, que dibujaba un círculo justo por encima del horizonte a lo largo del día, se caía de repente como una pelota dando vueltas bajo aquella línea resplandeciente de color sangre. Y el cielo negro se llenaba de estrellas que solo se desvanecían con la llegada de unas pinceladas de luz de extraños colores que cubrían la bóveda, que siseaba como fragmentos rociados de vidrio fino.

Seto sintió que se acercaba la noche, las bolsas de calor del viento se iban haciendo más infrecuentes, la sombra ambarina de lo que Seto suponía que era el oeste se iba profundizando hasta alcanzar un matiz que era a la vez chillón y funesto.

Empezaba a ver lo que había llamado la atención de Emroth. Una joroba en la meseta rodeada de objetos oscuros. La forma que se alzaba del centro de ese montículo al principio le pareció un poste de hielo, pero a medida que se acercaron, Seto vio que su núcleo era oscuro y que esa oscuridad se introducía en el suelo.

Los objetos que rodeaban la elevación eran cuerpos envueltos en tela, muchos de ellos pequeños y lastimosos.

Cuando la luz del día disminuyó de pronto y la noche se anunció con una ráfaga de viento helado, Seto y Emroth se detuvieron justo delante de la joroba.

El palo erguido era en realidad un trono de hielo y sobre él estaba sentado el cuerpo congelado de un jaghut varón. Momificado por el frío y los vientos que lo habían secado, no obstante presentaba una figura imponente, aunque espantosa, una figura de dominación, la cabeza ladeada un poco hacia abajo, como si examinara un círculo de súbditos postrados a perpetuidad.

—Muerte que observa muerte —murmuró Seto—. Muy apropiado, joder. Recogió los cuerpos y se sentó y murió con ellos. Se rindió. Sin pensamientos de venganza, sin sueños de resurrección. Aquí está tu pavoroso enemigo, Emroth.

—Más de lo que imaginas —respondió la t’lan imass.

Y continuó adelante, rodeó la edificación sin prisas, sus pies envueltos en pieles se hundían en la capa de hielo quebradizo entre pequeñas borlas chispeantes de nieve en polvo.

Seto se quedó mirando al jaghut en su trono medio fundido. Todos los tronos deberían estar hechos de hielo, creo.

Te sientas con el culo entumecido, te vas hundiendo cada vez más, con el charco de la disolución ensanchándose a tu alrededor. Siéntate, querido gobernante, y háblame de todos tus grandes planes.

Por supuesto, el trono no era lo único que se estaba desmoronando. La piel verde, correosa, del jaghut ya se había desprendido por la frente y revelaba el hueso enfermizo, casi luminiscente en la oscuridad; y en los hombros puntiagudos, la piel estaba desgastada, con las protuberancias pulidas de los huesos de los hombros asomando. Destellos parecidos en los nudillos de ambas manos, que descansaban en los reposabrazos inclinados del sillón.

La mirada de Seto regresó al rostro. Unos pozos negros, hundidos, en lugar de ojos, una nariz ancha y aplastada, colmillos de plata negra. Creí que estas cosas nunca llegaban a morir. Que había que ponerles grandes rocas encima para evitar que volvieran a levantarse. O que había que hacerlos pedacitos y meter cada pedazo bajo un gran canto rodado.

No pensé que pudieran morir así.

Se sacudió la aprensión y echó a andar tras Emroth.

Caminaron la noche entera. Campamentos, comidas y sueño eran para los que todavía respiraban, después de todo.

—¡Emroth!

La cabeza giró con un crujido.

—Esa maldita cosa de ahí detrás no estará todavía vivo, ¿verdad?

—No. El espíritu se fue.

—¿Se… fue?

—Sí.

—¿No es eso, eh, inusual?

—El Trono de Hielo se estaba muriendo. Sigue muriendo. No quedaba… no queda nada que gobernar, fantasma. ¿Quieres que se quede ahí sentado para siempre? —No parecía muy inclinada a esperar una respuesta porque dijo—: No he estado aquí antes, Seto de los Abrasapuentes. Lo habría sabido.

—¿Sabido qué, Emroth?

—Jamás he visto el verdadero Trono de Hielo, en el corazón de la Fortaleza. El corazón mismo del reino jaghut.

Seto echó un vistazo atrás. ¿El verdadero Trono de Hielo?

—¿Quién… quién era, Emroth?

Pero ella no le respondió.

Tras un rato, sin embargo, Seto creyó saberlo. Siempre lo había sabido.

Apartó de una patada una olla rota, la vio resbalar, rodar y tambalearse hasta que se detuvo. Rey en tu trono medio fundido, aspiraste una bocanada y luego la soltaste. Y… nunca más. Así de sencillo. Así de fácil. Cuando eres el último de tu especie y exhalas ese último aliento, es el aliento de la extinción.

Y cabalga con el viento.

Todos los vientos.

—Emroth, había un estudioso en la ciudad de Malaz, un viejo cabrón miserable llamado Obo, que afirmaba haber presenciado la muerte de una estrella. Y cuando se volvieron a comparar las gráficas contra el cielo nocturno, bueno, una luz había desaparecido.

—Las estrellas han cambiado desde mi vida mortal, fantasma.

—¿Algunas se han apagado?

—Sí.

—¿Como en… muerto?

—Los invocahuesos no se ponían de acuerdo en eso —dijo ella—. Otra observación ofrecía una posibilidad diferente. Las estrellas se alejan de nosotros, Seto de los Abrasapuentes. Quizá las que ya no vemos se han ido demasiado lejos para que las veamos.

—La estrella de Obo era bastante brillante, ¿no se habría ido desvaneciendo primero, a lo largo de mucho tiempo, antes de apagarse?

—Quizá ambas respuestas son verdad. Hay estrellas que mueren. Hay estrellas que se alejan.

—Entonces, ¿el jaghut murió o se alejó?

—Tu pregunta no tiene sentido.

¿En serio? Seto lanzó una carcajada seca.

—Mientes muy mal, maldita seas, Emroth.

—Éste —dijo la t’lan imass— no es un mundo perfecto.

Las ringleras de colores que pasaban sobre sus cabezas siseaban con suavidad mientras a su alrededor el viento levantaba matas de tela y piel y gemía entre barrancos en miniatura y cuevas de hielo. Y más cerca todavía, un sonido compartido por el fantasma y la t’lan imass: la destrucción chispeante de sus pisadas por la meseta.

Onrack se arrodilló junto al arroyo, hundió las manos en el agua helada y las volvió a levantar para observar los arroyuelos que caían. El asombro no había abandonado sus oscuros ojos desde su transformación, desde el milagro de una vida recuperada.

Un hombre tendría que no tener corazón para no sentir nada al observar ese renacimiento, esa alegría inocente en un guerrero salvaje que había estado muerto cien mil años. Cogía piedras pulidas como si fueran un tesoro, pasaba las puntas de los dedos romos, llenos de callos, por filas de líquenes y musgo, se llevaba a los labios llenos una cuerna desechada para saborearla con la lengua, para aspirar su aroma a pelo quemado. Al atravesar el arbusto espinoso de una rosa ártica, Onrack se había detenido con un grito de sorpresa al ver los arañazos rojos en sus espinillas combadas.

El imass, se recordó Trull Sengar una vez más, no se parecía en nada, nada, a lo que él habría imaginado. Casi sin vello salvo la melena oscura, casi negra, que le bajaba por la espalda más allá de los hombros anchos. En los días transcurridos desde que habían llegado a ese extraño reino, le había comenzado a crecer una barba fina por la línea de la mandíbula y sobre la boca, el pelo muy separado y negro como el de un jabalí, pero no le crecía en absoluto en las mejillas ni en el cuello. Los rasgos de la cara eran anchos y planos, dominados por una nariz prominente con un puente pronunciado, como un nudillo entre los ojos muy separados y hundidos. El pesado saliente de hueso sobre esos ojos parecía más robusto por la escasez de las cejas.

Aunque no era especialmente alto, Onrack, no obstante, parecía enorme. Músculos fibrosos que envolvían huesos densos, los brazos alargados, las manos anchas pero de dedos achaparrados. Las piernas eran cortas y desproporcionadas, arqueadas de modo que las rodillas sobresalían a los lados casi tanto como las caderas. Pero Onrack se movía con un sigilo ágil, furtivo como buscando una presa, los ojos parpadeando en cada dirección, la cabeza ladeada, la nariz disparada cuando rastreaba olores en el viento. Como un animal, pero necesitaba satisfacer un apetito prodigioso y cuando Onrack cazaba, lo hacía con disciplina, con una obstinación que era temible de contemplar.

Ese mundo era suyo, en todos los sentidos. Una mezcla de tundra al norte y una línea de árboles al sur que alcanzaba de vez en cuando la sombra de los enormes glaciares que se extendían por los valles. El bosque era una combinación confusa de árboles de hoja caduca y coníferas, interrumpidos por barrancos y rocas caídas, manantiales de agua limpia y hoyos pantanosos. Las ramas estaban atestadas de pájaros, su incesante cháchara en ocasiones ahogaba todo lo demás.

En los bordes había rastros. Los caribúes se movían al azar entre el bosque y la tundra mientras pastaban. Más cerca del hielo, en terreno alto donde quedaba expuesto el lecho de roca, había criaturas parecidas a cabras que se escabullían por los salientes para mirar desde arriba a esos desconocidos de dos patas que atravesaban su dominio.

Onrack había desaparecido en el bosque una y otra vez durante la primera semana de su marcha. Cada vez que reaparecía, su juego de herramientas había crecido. Un mango de madera, cuya punta endureció en el fuego del campamento; enredaderas y juncos con los que elaboró trampas y redes que después acopló al otro extremo de la lanza; desplegaba una habilidad impresionante a la hora de apresar aves en pleno vuelo.

Con los pequeños mamíferos atrapados en sus trampas nocturnas fue reuniendo pieles y tripas. Con los estómagos y los intestinos de las liebres hizo flotadores para las redes pesadas que atravesaba en los arroyos, y de los tímalos y esturiones recolectados sacó numerosas espinas que después utilizó para coser las pieles y elaborar una bolsa. Recogió carbón y savia, líquenes, musgos, tubérculos, plumas y bolsitas de grasa animal, todo lo cual metió en la bolsa de piel.

Pero todas esas cosas no eran nada cuando se comparaba con el desarrollo del hombre en sí. Un rostro que Trull había conocido solo como piel seca tensa sobre hueso destrozado se había convertido en una cara animada por un sinfín de expresiones, y era como si Trull hubiera estado ciego a su amigo hasta entonces, cuando cada inflexión vocal era neutra y sin vida.

Onrack incluso sonreía. Una iluminación repentina de auténtico placer que no solo le quitaba el aliento a Trull (y tenía que admitir que con frecuencia le llenaba los ojos de lágrimas), sino que también podía silenciar a Ben el Rápido; el rostro oscuro del mago de repente mostraba un asombro inefable, la expresión que podría poner un adulto bienintencionado al ver los juegos de un niño.

Todo en ese imass invitaba a la amistad, como si ya solo su sonrisa invocara algún tipo de hechicería, un embrujo encantador, y la única respuesta solo podía ser una lealtad incuestionable. Trull Sengar no tenía ningún interés en resistirse a esa fascinación. Onrack, después de todo, es el único hermano que elegí. Pero el tiste edur podía ver, en ocasiones, el destello de suspicacia en el mago malazano, como si Ben el Rápido tuviera que contenerse al borde de algún precipicio interno, una pendiente hacia un lugar en el que Ben, por su propia naturaleza, no podía confiar del todo.

A Trull no le preocupó; veía que a Onrack no le interesaba manipular a sus compañeros. El suyo era un espíritu contenido en sí mismo, un espíritu que había surgido de un lugar acosado que ya no lo estaba. Muerto en una pesadilla demoníaca. Renacido en el paraíso. Onrack, amigo mío, estás redimido y lo sabes, con cada sentido, con el tacto, con la vista, con los aromas de la tierra y las canciones en los árboles.

La noche anterior había regresado de un viaje al interior del bosque con una vaina de corteza en las manos. En ella había pepitas de ocre amarillo medio deshecho. Más tarde, junto al fuego, mientras Ben el Rápido cocinaba la carne que quedaba de un ciervo pequeño que Onrack había matado en el bosque dos días antes, el imass machacó las pepitas para convertirlas en polvo. Después, usando saliva y grasa, hizo una pasta amarilla. Mientras hacía esos preparativos, tarareaba una canción, una cadencia monótona, vibrante, que era tan nasal como vocal. El registro, como lo era la voz con la que hablaba, era sobrenatural. Parecía capaz de transmitir dos tonos nítidos, uno agudo y el otro profundo. La canción terminó cuando la tarea estuvo acabada. Se produjo una larga pausa; al cabo, cuando Onrack comenzó a aplicarse la pintura en la cara, el cuello y los brazos, surgió una canción diferente, esa vez con un ritmo rápido, rápido como el corazón de una bestia al huir.

Cuando la última mancha de pintura marcó su piel ambarina, la canción se detuvo.

—¡Dioses del inframundo! —había jadeado Ben el Rápido con una mano en el pecho—. ¡El corazón está a punto de salírseme de la jaula de huesos, Onrack!

El imass se acomodó en su postura habitual con las piernas cruzadas y contempló al mago con ojos serenos y oscuros.

—Te han perseguido con frecuencia. En tu vida.

Una mueca de Ben el Rápido, que después asintió.

—Tengo la sensación de que han sido años y años.

—Hay dos nombres para la canción. Agkor Raella y Allish Raella. La canción del lobo y la canción del caribú.

—Ah, así que mis costumbres de rumiante han quedado expuestas al fin.

Onrack sonrió.

—Un día debes convertirte en el lobo.

—Puede que ya lo sea —dijo Ben el Rápido tras una larga pausa—. He visto lobos, un montón de ellos por aquí, después de todo. Esos de patas largas con las cabezas más bien pequeñas…

—Ays.

—Ays, sí. Y son tímidos, los puñeteros. Apostaría que no entran a matar hasta que todas las probabilidades están a su favor. Son los peores jugadores, de hecho. Pero se les da muy bien sobrevivir.

—Tímidos —dijo Onrack con un asentimiento—. Pero curiosos. Hace ya tres días que nos sigue la misma manada.

—Disfrutan aprovechando los restos de tus presas, te dejan a ti correr todos los riesgos. El trato es perfecto.

—Hasta el momento —dijo Onrack— no ha habido muchos riesgos.

Ben el Rápido le lanzó una mirada a Trull y sacudió la cabeza.

—Esa oveja de montaña o como quieras llamarla no solo cargó contra ti, Onrack, te mandó por los aires. Creímos que te había roto cada hueso del cuerpo, y solo hacía dos días que tenías el nuevo.

—Cuanto más grande es la presa, más tienes que pagar —dijo Onrack con otra sonrisa—. Así es el juego, ¿no?

—Desde luego —contestó el mago mientras pinchaba la carne del espetón—. A lo que me refería es que el lobo es el caribú hasta que la necesidad lo obliga a lo contrario. Si las probabilidades están en contra, el lobo huye. Es cuestión de ver en qué momento se está, de escoger el instante preciso para darse la vuelta y resistir. En cuanto a esos lobos que nos siguen, bueno, yo diría que jamás habían visto a nadie como nosotros…

—No, Ben el Rápido —dijo Onrack—. Justo al contrario.

Trull estudió a su amigo durante un instante.

—¿No estamos solos aquí? —preguntó después.

—Los ays sabían que debían seguirnos. Sí, son curiosos, pero también listos, y recuerdan. No es la primera vez que siguen a imass. —Levantó la cabeza y olisqueó con estrépito—. Esta noche están cerca, esos ays. Atraídos por mi canción, que no es la primera vez que la oyen. Veréis, los ays saben que mañana cazaré una presa peligrosa. Y cuando llegue el momento de entrar a matar, bueno, veremos.

—¿Peligrosa hasta qué punto? —preguntó Trull, inquieto de repente.

—Hay un felino cazador, un emlava; hoy entramos en su territorio, encontré los arañazos de sus marcas en piedra y en madera. Un macho, por el sabor de su orina. Hoy los ays estaban más nerviosos de lo habitual, saben que el felino los mata si tiene la oportunidad y que es una criatura dada a las emboscadas. Pero los he tranquilizado con mi canción. Después de todo, he encontrado tog’tol, ocre amarillo.

—Entonces —dijo Ben el Rápido, los ojos puestos en la carne que chorreaba sobre las llamas—, si tus lobos saben que estamos aquí, ¿qué hay del felino?

—Lo sabe.

—Bueno, estupendo, Onrack. Así que voy a necesitar tener sendas a mano todo el puñetero día. Pues resulta que es agotador, ¿sabes?

—No tienes que preocuparte con el sol en el cielo, mago —dijo Onrack—. El felino caza de noche.

—¡Por el aliento del Embozado! ¡Esperemos que esos lobos lo huelan antes que nosotros!

—No lo olerán —respondió el imass con una calma exasperante—. Al marcar su territorio con su olor, el emlava satura el aire con su seña. El olor de su cuerpo es mucho más débil y deja libre a la bestia para moverse por donde quiera dentro de su territorio.

—¿Se puede saber por qué las bestias idiotas son tan listas, puñeta?

—¿Por qué nosotros, la gente lista, somos con frecuencia tan estúpidos y bestias, Ben el Rápido? —preguntó Trull.

—Deja de intentar confundirme en mi estado de terror animal, edur.

La noche transcurrió sin incidentes y al llegar el día se adentraron todavía más en el territorio del emlava. Se detuvieron en un arroyo a media mañana, Onrack se había arrodillado al lado para comenzar su lavado ritual de manos. Por lo menos Trull suponía que era un ritual, aunque bien podría ser otro de esos momentos de asombro intenso que parecían invadir a Onrack, cosa nada sorprendente, después de todo; Trull sospechaba que él andaría tambaleándose meses enteros después de un renacimiento así. Por supuesto, él no piensa como nosotros. Yo me parezco mucho más a este humano, Ben el Rápido, que a cualquier imass, muerto o no. ¿Cómo puede ser?

Onrack se levantó y los miró, la lanza en una mano, la espada en la otra.

—Estamos cerca de la guarida del emlava. Aunque duerme, nos percibe. Esta noche tiene intención de matarnos a uno de nosotros. Voy a desafiar su dominio sobre este territorio. Si fracaso, es posible que a vosotros os deje en paz, pues se alimentará de mi carne.

Pero Ben el Rápido estaba negando con la cabeza.

—No vas a hacer esto solo, Onrack. Cierto, no estoy del todo seguro de cómo va a funcionar mi hechicería en este sitio, pero, maldita sea, es un simple gato. Un destello cegador de luz, un gran ruido…

—Y yo me uniré también —añadió Trull Sengar—. Comenzamos con lanzas, ¿no? He luchado contra suficientes lobos en mis tiempos. Recibiremos su carga con lanzas. Luego, cuando esté herido y lisiado, acabamos con él con armas de filo.

Onrack los estudió durante un momento y sonrió.

—Veo que no os voy a disuadir. Pero en la pelea en sí no debéis interferir. No creo que fracase, y veréis por qué antes de no mucho tiempo.

Trull y el mago siguieron al imass y subieron por la ladera de un abanico de escoria que llenaba buena parte de una grieta, arriba, entre el lecho de piedra recubierto de líquenes, ladeado y lleno de pliegues. Más allá de ese saliente de piedra negra se alzaba un muro escarpado de esquisto gris, moteado de cuevas, donde los sedimentos se habían ido erosionando bajo el torrente interminable del agua fundida del glaciar. El arroyo en el que Onrack había metido las manos poco antes se vertía desde ese risco y formaba un estanque en una cueva que se iba extendiendo hasta llenar una cuenca antes de continuar ladera abajo. A la derecha había otra cueva de forma triangular con un lado entero formado por el derrumbamiento de la sobrecarga de esquisto. El terreno llano que había delante estaba sembrado de huesos astillados.

Mientras rodeaban el estanque, Onrack se detuvo de repente y levantó una mano.

Una forma inmensa llenaba la boca de la cueva.

Tres latidos más tarde surgió el emlava.

—Por el aliento del Embozado —susurró Ben el Rápido.

Trull esperaba que un felino cazador no fuera demasiado diferente de un león de montaña, quizá uno de esos negros que se rumoreaba que vivían en los bosques más profundos de su tierra natal. La criatura que ocupaba su visión, y que parpadeaba para ahuyentar el sueño de los ojos de color carbón, era del tamaño de un oso pardo de las llanuras. Los enormes caninos superiores sobresalían por debajo de la mandíbula inferior, largos como el cuchillo de un cazador y pulidos, de tono ambarino. La cabeza era ancha y plana, las orejas pequeñas y muy retrasadas. Tras el cuello corto, los hombros del emlava estaban encorvados y formaban una especie de joroba musculosa. El pelo era de rayas, púas negras sobre un gris profundo, aunque en la garganta se revelaba un destello de blanco.

—No es que sea de constitución veloz, ¿no?

Trull le echó un vistazo a Ben el Rápido y vio que el mago sostenía una daga en una mano.

—Deberíamos conseguirte una lanza —dijo el tiste edur.

—Cogeré una de las que te sobran, si no te importa.

Trull se bajó el fardo atado del hombro y se lo ofreció.

—Elige tú.

El emlava los estaba estudiando. Bostezó y Onrack aprovechó para adelantarse un poco, medio agazapado.

Al hacerlo, unos guijarros se desperdigaron cerca y Trull se volvió.

—Bueno, parece que Onrack tiene aliados, después de todo.

Los lobos (ays en el idioma imass) habían aparecido y se estaban acercando a la posición de Onrack, las cabezas gachas y los ojos clavados en el enorme felino.

La llegada repentina de siete lobos desagradó con toda claridad al emlava, que empezó a agazaparse hasta que rozó el suelo con el pecho y metió las patas debajo. Abrió la boca otra vez y un siseo profundo llenó el aire.

—Casi mejor que nos quitemos de en medio —dijo Ben el Rápido al tiempo que daba un paso atrás con una expresión patente de alivio.

—Me pregunto —dijo Trull mientras observaba aquella calma momentánea— si es así como comenzó la domesticación. No uniéndose en la caza de una presa, sino eliminando a los depredadores rivales.

Onrack había preparado su lanza, no para recibir una carga, sino para lanzar el arma utilizando un átlatl hecho de cuernas anclado con piedras. Los lobos se habían desplegado en abanico a ambos lados y se iban acercando enseñando los colmillos.

—No se oye ni un gruñido —dijo Ben el Rápido—. Por alguna razón resulta más escalofriante.

—Los gruñidos son para advertir —respondió Trull—. Hay miedo en los gruñidos, igual que lo hay en el siseo de ese felino.

La única bocanada que había llenado los pulmones del emlava al fin silbó hasta terminar en silencio. El animal se llenó los pulmones otra vez y empezó de nuevo.

Onrack se adelantó y la lanza salió disparada de su mano.

El emlava retrocedió repentinamente y chilló cuando el arma se hincó en su pecho, justo a un lado del cuello y bajo la clavícula. En ese momento los lobos se precipitaron sobre él.

Una herida de muerte, sin embargo, que no fue suficiente para ralentizar al felino, que atacó con dos zarpazos escalonados de las garras delanteras a uno de los lobos. La primera zarpa hundió las garras en el hombro del lobo, acercó al animal entero de golpe y lo puso al alcance de la segunda zarpa, que arrastró todavía más hacia sí al desgañitado lobo. La inmensa cabeza cayó de pronto sobre el cuello de su enemigo y los colmillos se hundieron en la carne y el hueso.

El emlava se abalanzó e hizo caer todo su peso sobre el lobo moribundo, al que con toda probabilidad rompió cada hueso del cuerpo.

Y mientras lo hacía, otros cuatro lobos se tiraron a por su suave vientre, dos por cada lado, los caninos desgarraban y arrancaban la carne mientras, entre chillidos, el emlava giraba para repelerlos.

Y dejaba expuesto el cuello.

La espada de Onrack destelló y la punta se clavó en la garganta del felino.

El emlava se encogió y mandó un lobo dando vueltas por el suelo, después se alzó sobre las patas de atrás (como si pretendiera girar en redondo y huir de regreso a su cueva), pero las fuerzas lo abandonaron. Se derrumbó, cayó con un golpe seco y se quedó quieto.

Los seis lobos que quedaban (uno cojeando) se alejaron sin ruido, manteniendo cierta distancia entre ellos y los tres hombres, y al poco desaparecieron de la vista.

Onrack se acercó al emlava y liberó de un tirón su lanza salpicada de entrañas. Después se arrodilló junto a la cabeza del felino.

—¿Pidiendo perdón? —inquirió Ben el Rápido, su tono solo era un poco irónico.

El imass los miró.

—No, eso sería deshonesto, mago.

—Tienes razón, lo sería. Me alegro de que no estés echándonos encima esa basura de espíritus bendecidos y demás. Es bastante obvio, ¿no crees?, que hubo guerras mucho antes de que hubiera guerras entre las personas. Teníais vuestros cazadores rivales de los que deshaceros antes.

—Sí, eso es cierto. Y encontramos aliados. Si deseas buscar ironías, Ben el Rápido, has de saber que seguimos cazando hasta que se extinguió la mayor parte de nuestras presas. Y nuestros aliados, los que no se rindieron a nuestro dominio, se murieron de hambre.

—No puede decirse que los imass sean los únicos en eso —comentó Trull Sengar.

Ben el Rápido lanzó un bufido.

—Y te quedas corto, Trull. Entonces dinos, Onrack, ¿por qué te arrodillas junto a ese cadáver?

—He cometido un error —respondió el imass al tiempo que se levantaba y se quedaba mirando la cueva.

—Pues a mí me ha parecido impecable.

—La muerte sí, Ben el Rápido. Pero este emlava es una hembra.

El mago lanzó un gruñido y pareció encogerse.

—¿Quieres decir que el macho todavía anda por aquí?

—No lo sé. A veces… se alejan un poco. —Onrack bajó los ojos y miró la lanza ensangrentada que tenía en las manos—. Amigos míos —dijo—. Ahora… vacilo, lo admito. Quizá, hace mucho tiempo no lo habría pensado dos veces; como has dicho, mago, luchábamos contra nuestros competidores. Pero este reino… es un regalo. Todo lo que se perdió a causa de nuestros actos irreflexivos, ahora vuelve a vivir. Aquí. Me pregunto si las cosas pueden ser diferentes.

En el silencio que siguió a esa pregunta oyeron, procedente de la cueva, el primer gañido lastimero.

—¿Alguna vez deseaste, Udinaas, poder hundirte en la piedra? Soltar con una sacudida sus inmensos recuerdos…

El antiguo esclavo miró a Marchito, una mancha más profunda en la oscuridad, y esbozó una mueca desdeñosa.

—¿Y ver lo que han visto? Maldito espectro, las piedras no ven.

—Muy cierto. Pero se tragan el sonido, lo envuelven y lo atrapan dentro. Sostienen conversaciones con el calor y el frío. Sus pieles se desgastan con las palabras del viento y el roce del agua. La oscuridad y la luz viven en su carne y llevan en su interior los ecos de las heridas, de las brechas, las formas que les dieron con golpes crueles…

—¡Oh, ya basta! —soltó de repente Udinaas al tiempo que metía mejor un palo en el fuego—. Ve a fundirte con esas ruinas, anda.

—Tú eres el último que queda despierto, amigo mío. Y sí, he estado en esas ruinas.

—Juegos como esos van a terminar por volverte loco.

Una larga pausa.

—Sabes cosas que no tienes derecho a saber.

—A ver qué te parece esto: hundirte en la piedra es fácil, es salir otra vez lo que cuesta. Puedes perderte, atrapado en el laberinto. Y por todos lados, esos recuerdos que te presionan y hunden.

—Es en tus sueños, ¿verdad? Donde aprendes esas cosas. ¿Quién te habla? ¡Dime el nombre de ese malhadado mentor!

Udinaas se echó a reír.

—Serás idiota, Marchito. ¿Mi mentor? Nada menos que la imaginación.

—No te creo.

No parecía que fuera a servir de mucho responder a esa declaración. Con los ojos clavados en las llamas, Udinaas permitió que su danza caprichosa lo adormeciera. Estaba cansado. Debería estar durmiendo. La fiebre había desaparecido, las alucinaciones de pesadilla, los extraños néctares que alimentaban los delirios revueltos, todo se había ido escurriendo, como orina por el musgo. La fuerza que sentí en esos otros mundos era mentira. La claridad, un engaño. Todos me ofrecían modos de avanzar a través de lo que vendrá, y todos y cada uno eran un callejón sin salida. Debería haberlo sabido.

K’chain nah’ruk, estas ruinas.

—¿Sigues aquí, Marchito? ¿Por qué?

—Antaño ésta fue una meseta en la que los colas-cortas construyeron una ciudad. Pero ahora, como puedes ver, está hecha pedazos. Ahora no hay nada más que estos espantosos adoquines torcidos y doblados; sin embargo, hemos ido bajando. ¿Lo has notado? No tardaremos en llegar al centro, el corazón de este cráter, y veremos lo que destruyó este lugar.

—Las ruinas —dijo Udinaas— recuerdan la sombra fresca. Después una conmoción. Sombra, Marchito, en una riada que anunciaba el fin del mundo. La conmoción, bueno, su sitio estaba en la sombra, ¿no?

—Sabes cosas…

—¡Maldito idiota, escúchame! Llegamos al borde de este lugar, esta meseta alta, esperando ver que se extendía en una bonita llanura. Pero parece un charco helado en el que alguien dejó caer una roca pesada. Paf. Todos los lados se hundieron. Espectro, no necesito saber ningún secreto para entenderlo. Algo grande bajó del cielo, un meteorito, una fortaleza flotante, lo que fuera. Avanzamos durante días entre sus cenizas. Cubrían la nieve antigua. Ceniza y polvo, se comían esa nieve como el ácido. Y las ruinas, están todas derrumbadas, estallaron hacia fuera y luego se derrumbaron hacia dentro. Primero hacia fuera y después hacia dentro. Una palpitación que baja y se vuelve a deslizar. Marchito, solo hay que mirar. Mirar de verdad. Nada más. Así que ya está bien de toda esa mierda mística de foca, ¿estamos?

Su perorata había despertado a los demás. Mala suerte. Pero, total, ya casi amanece. Udinaas los escuchó moverse, oyó una tos y luego a alguien escupiendo. ¿Quién? ¿Seren? ¿Tetera? El antiguo esclavo sonrió para sí.

—Tu problema, Marchito, son tus puñeteras expectativas. Me rondaste durante meses y meses y ahora sientes la necesidad de haber hecho que todo eso, yo, mereciera tanta atención. Así que aquí estás, intentando meter una especie de sabiduría ilustrada en este esclavo roto, pero te dije entonces lo mismo que te digo ahora: no soy nada, nadie. ¿Entiendes? Solo un hombre con un cerebro que, muy de vez en cuando, funciona de verdad. Sí, lo hago funcionar porque no encuentro consuelo alguno en ser estúpido. Al contrario, creo, que la mayoría de las personas. Que los que somos letherii, al menos. Estúpidos y orgullosos de ello. Debería estar en el sello imperial, tan feliz proclama. No me extraña que mi fracaso fuera tan miserable.

Seren Pedac se metió en el círculo de luz del fuego y se agachó para calentarse las manos.

—¿Fracasaste en qué, Udinaas?

—Pues en todo, corifeo. No hace falta dar detalles.

Temor Sengar habló a su espalda.

—Eras muy hábil, según recuerdo, remendando redes.

Udinaas no se giró, pero sonrió.

—Sí, supongo que eso me lo merecía. Habla mi bienintencionado atormentador. ¿Bienintencionado? Bueno, quizá no. ¿Indiferente? Es posible. Al menos hasta que hice algo mal. Una red mal remendada… ¡aah! ¡Desollad la espalda del muy necio! Lo sé, era todo por mi bien. O por el de alguien, en cualquier caso.

—¿Otra noche sin dormir, Udinaas?

El antiguo esclavo miró al otro lado del fuego, a Seren, pero la mujer estaba concentrada en las llamas que intentaban lamerle las palmas abiertas, como si la pregunta hubiera sido retórica.

—Me veo los huesos —dijo entonces Seren.

—No son huesos de verdad —respondió Tetera mientras se acomodaba con las piernas encogidas—. Se parecen más a ramitas.

—Gracias, querida.

—Los huesos son duros, como la roca. —Se puso las manos en las rodillas y las frotó—. Roca fría.

—Udinaas —dijo Seren—. Veo charcos de oro en las cenizas.

—Encontré trozos del marco de un cuadro. —El antiguo esclavo se encogió de hombros—. Qué extraño pensar que los k’chain nah’ruk colgaran cuadros, ¿no?

Seren alzó la vista y lo miró a los ojos.

K’chain

Silchas Ruina habló mientras rodeaba un montón de piedra tallada.

—Nada de cuadros. El marco se utilizaba para estirar piel. Los k’chain van mudando la piel hasta que alcanzan la edad adulta. Las pieles se utilizaban como pergamino, para escribir. Los nah’ruk lo registraban todo con auténtica obsesión.

—Sabes mucho de criaturas a las que matabas nada más verlas —comentó Temor Sengar.

La carcajada suave de Clip resonó más allá del círculo de luz, seguida por el chasquido seco de unos anillos en una cadena.

Temor levantó la cabeza con gesto tenso.

—¿Eso te divierte, pequeño?

La voz del tiste andii les llegó flotando, misteriosa y sin cuerpo.

—El pavoroso secreto de Silchas Ruina. Parlamentó con los nah’ruk. Es que había una guerra civil, ¿sabéis?

—Pronto habrá luz —dijo Silchas, y les dio la espalda.

El grupo no tardó mucho en separarse, como solía hacer. Por delante caminaban Silchas Ruina y Clip. La siguiente en el camino era Seren Pedac, y veinte pasos o más atrás se rezagaban Udinaas (todavía utilizando la lanza imass como bastón), Tetera y Temor Sengar.

Seren no estaba segura de si estaba buscando la soledad de forma deliberada. Más bien era como si algún resto de su antigua profesión estuviera ejerciendo sobre ella una presión contrariada para que se adelantara, descartando con destreza la presencia de los dos guerreros tiste que iban por delante. Como si no contaran. Como si, de forma intrínseca, no fueran fiables como guías… adonde quiera que nos dirijamos.

Recordaba muchas veces la huida interminable de Letheras, el caos puro de aquella caminata, sus contradicciones de dirección y propósito; las veces en que no se movían (echando raíces vacilantes en alguna aldea perdida de la mano de los dioses o en una finca abandonada), pero su agotamiento no se aliviaba ni siquiera entonces, pues no era de la carne y el hueso. El alma de Scabandari Ojodesangre los aguardaba, como un parásito enervador, en un lugar olvidado mucho tiempo atrás. Ése era el propósito confeso, pero Seren había empezado, al fin, a preguntarse si era así.

Silchas había procurado llevarlos hacia el oeste, siempre al oeste, y cada vez lo habían desviado, como si la amenaza que representaban los sirvientes de Rhulad y Hannan Mosag fuera demasiado inmensa para desafiarla. Y eso no tenía ningún sentido. El malnacido puede convertirse en un puñetero dragón. ¿Es que Silchas es en el fondo pacifista? No creo. Mata con los mismos escrúpulos que pudiera tener un hombre aplastando un mosquito. ¿Nos desvió para salvarnos la vida? De nuevo, poco probable. Un dragón no deja nada con vida, ¿verdad? Empujados al norte, una y otra vez, lejos de las zonas más pobladas.

Hasta el mismo borde de Rosazul, una región en otro tiempo gobernada por los tiste andii (ocultos todavía bajo las propias narices de los letherii y los edur), no, no me fío. No puedo. Silchas Ruina percibió a los de su raza. Tuvo que ser eso.

Sospechar que Silchas Ruina engañaba era una cosa, acusar otra muy diferente. Le faltaba valor. Tan sencillo como eso. Más fácil, verdad, dejarse llevar y evitar pensar demasiado. Porque pensar demasiado es lo que ha hecho Udinaas, y mira cómo está. Sin embargo, incluso con eso se las arregla para mantener la boca cerrada. La mayor parte del tiempo. Puede que sea un antiguo esclavo, puede que sea un «don nadie», pero no es tonto.

Así que caminaba sola. No había amistad que la uniera a nadie (al menos allí, en cualquier caso), y no sentía demasiado interés por cambiar las cosas.

La ciudad en ruinas, poco más que montones de piedras caídas, pasaba rodando a ambos lados, la ladera se iba haciendo cada vez más escarpada y a Seren le pareció, tras un rato, que podía oír el susurro de la arena, de la argamasa medio deshecha, de los cascotes, como si su paso estuviera inclinando todavía más el paisaje y mientras caminaban fueran reuniendo a su alrededor chorros de desechos. Como si nuestra presencia fuera suficiente para cambiar el equilibrio.

El susurro podrían haber sido voces articuladas por debajo del viento y Seren sintió (comprendió de repente, con una sensación que hizo brotar cuentas de sudor en su piel) que estaba a escasos momentos de entender las palabras. De piedra y argamasa rota. Estoy cayendo en la locura de verdad

Cuando la piedra se rompe, todo grito escapa. ¿Puedes oírme ahora, Seren Pedac?

—¿Eres tú, Marchito? Déjame.

¿Está alguna senda viva? La mayoría diría que no. Imposible. Son fuerzas. Orientaciones. Proclividades manifestadas como lo predecible… Oh, los grandes pensadores, convertidos en polvo hace ya una eternidad, le dieron vueltas en febril necesidad, como corresponde a los obsesos. Pero no lo entendieron. Una senda yace como una telaraña sobre todas las demás, y su voz es la voluntad necesaria para dar forma a la magia. Ellos no lo vieron. No por lo que era. Pensaron… caos, una red en la que cada hebra era energía sin diferenciar, sin articular todavía, sin que aún le hubiera dado forma la intención de un dios ancestral.

Seren escuchó sin captarlo todavía, el corazón le martilleaba en el pecho y le costaba aspirar cada bocanada de aire. Sabía que aquélla no era la voz de Marchito. Ni el lenguaje del espectro. Ni su cadencia.

Pero K’rul lo comprendía. La sangre derramada es sangre perdida, sangre sin poder al final. Muere cuando se abandona. Puedes presenciar una muerte violenta si quieres pruebas. Para que las sendas prosperen y corran por los ríos y arroyos que tienen señalados tiene que haber un cuerpo vivo, una forma más ambiciosa que exista por sí misma. No caos. No oscuridad, ni luz. Ni calor ni frío. No, una aversión consciente al desorden. La negación a todo y de todo lo demás, cuando todo lo demás está muerto. Pues el verdadero rostro de la muerte es la disolución, y en la disolución hay caos hasta que la última mota de energía cesa en su obstinado fulgor, en su persistente abnegación. ¿Comprendes?

—No. ¿Quién eres?

Hay otra manera, entonces, de verlo. K’rul comprendió que no podía hacerlo solo. El sacrificio, abrirse las venas y las arterias, no significaría nada; de hecho fracasaría. Sin carne viva, sin una funcionalidad organizada.

»Ah, las sendas, Seren Pedac, son un diálogo. ¿Lo ves ahora?

—¡No!

Su grito frustrado resonó entre las ruinas y vio que Silchas y Clip se detenían y se giraban.

—¿Corifeo? —exclamó tras ella Temor Sengar—. ¿Qué es lo que niegas?

Una carcajada astuta de Udinaas.

Haz caso omiso de la multitud cruel, del torrente de sonido que abruma las sendas, los usuarios, los guardianes, los parásitos y los cazadores, los dioses cómplices jóvenes y viejos. Aíslalos, como te enseñó Corlo. Recordar la violación es meter detalles en la sensación, y revivir cada vez su terrible verdad. Te dijo que podía convertirse en un hábito, una adicción, hasta que incluso la desesperación se transformase en un sabor bienvenido en tu lengua. Entiende entonces (como solo tú puedes) que quitarse la vida es la expresión definitiva de la desesperación. Tú lo viste. Buruk el Pálido. Lo sentiste, al borde del mar. Seren Pedac, K’rul no podía actuar solo en este sacrificio, no fuera a ser que llenara de desesperación cada senda.

»Diálogo. Presuposición, sí, del plural. Uno con otro. O sucesión de otros, pues este diálogo debe ser continuo, de hecho, eterno.

»¿Hablo del señor de las Fortalezas? ¿Del señor de la Baraja? Quizá, el rostro del otro siempre está vuelto, para todos salvo para el propio K’rul. Así es como debe ser. El diálogo, por tanto, es alimentar el poder. Poder inimaginable, poder casi omnipotente, incontestable… siempre que la cara del otro permanezca… vuelta.

»Para ti. Para mí. Para todos nosotros.

Seren se quedó mirando como una loca a su alrededor, miró esas ruinas inclinadas, ese pedregal interminable de destrucción.

El diálogo, sin embargo, puede percibirse, incluso oírse, tal es su poder. La construcción del lenguaje, el acuerdo en el principio de significado e intención, las reglas de la gramática… Seren Pedac, ¿qué pensabas que era Mockra más que un juego de gramática? ¿Retorcer la semántica, invertir la inferencia, invitar a la sugerencia, reformar el lenguaje interno de una mente para engañar a sus propios sentidos?

»¿Quién soy? Bueno, Seren Pedac, soy Mockra.

Los otros se habían reunido a su alrededor. Seren se encontró de rodillas, empujada allí por la revelación; habría cardenales, una blandura espantosa en el tejido que se apretaba contra los duros adoquines. La corifeo registró todo eso mientras se quedaba mirando a los otros. Comunicación llena de reproches entre la carne dañada y su mente, entre sus sentidos y su cerebro.

Relegó las palabras y se acomodó en una calma dulce e indolora.

Así de fácil.

Cuidado, hay un riesgo mortal en engañarse a uno mismo. Puedes cerrar los ojos a tu propio daño. Puedes morir rápido en esa partida concreta, Seren Pedac. No, si tienes que… experimentar… entonces elige otro.

»Corlo te lo habría mostrado, si hubiera tenido tiempo contigo.

—Entonces… ¿entonces te conoce?

No de forma tan íntima como tú. Hay pocos con esa… bendición.

—Pero tú no eres un dios, ¿verdad?

No hace falta que preguntes eso, Seren Pedac.

—Tienes razón. Aun así, estás vivo.

La corifeo oyó un matiz divertido en la respuesta.

¡A menos que mi mayor engaño sea el anuncio de mi propia existencia! Hay reglas en el lenguaje, y se necesita el lenguaje para establecer las reglas. Como K’rul comprendió, la sangre brota y después regresa. Débil pero vivificada. Da vueltas y vueltas. ¿Quién entonces, pregúntate a ti misma, quién entonces es el enemigo?

—No lo sé.

Todavía no, quizá. Pero tendrás que averiguarlo, Seren Pedac. Antes de que podamos acabar.

La corifeo sonrió.

—¿Me das un propósito?

El diálogo, amor mío, no debe acabar.

—¿El nuestro? ¿O el otro?

Tus compañeros creen que eres presa de la fiebre. Dime, antes de que nos separemos, cuál elegirías tú para tus… experimentos.

Seren alzó los ojos con un parpadeo y vio el semicírculo de caras. Expresiones de preocupación, burla, curiosidad, indiferencia.

—No lo sé —dijo—. Parece… cruel.

El poder siempre lo es, Seren Pedac.

—No decidiré entonces. Todavía no.

Así sea.

—¿Seren? —preguntó Tetera—. ¿Qué te pasa?

La corifeo sonrió y se puso en pie. Udinaas, para asombro de Seren, extendió un brazo para ayudarla a recuperar el equilibrio.

Al verla hacer una mueca, el antiguo esclavo sonrió.

—Te has dado un buen golpe, corifeo. ¿Puedes caminar? —La sonrisa masculina se ensanchó—. ¿Aunque quizá ya no más rápido que el resto de los holgazanes que nos rezagamos?

—¿Tú, Udinaas? No, creo que no.

Él frunció el ceño.

—Solo nosotros dos ahora mismo —dijo.

Los ojos femeninos se alzaron con un destello y buscaron los del hombre, los rehuyeron y después regresaron con ellos… con dureza.

—¿Has oído?

—No me ha hecho falta —respondió él por lo bajo mientras le ponía el bastón imass en las manos—. Tenía a Marchito olisqueándome los talones mucho antes de abandonar el norte. —Y se encogió de hombros.

Silchas Ruina y Clip ya habían reanudado el viaje.

Apoyada en la lanza imass, Seren Pedac caminó junto al antiguo esclavo, luchando con una repentina riada de emoción por aquel hombre roto. Quizá camaradas auténticos, después de todo. Él y yo.

—Seren Pedac.

—¿Sí?

—Deja de cambiar el dolor de tus rodillas a las mías, ¿quieres?

Deja de… ¿qué? Ah.

—O eso o devuélveme el puñetero bastón.

—Si digo «perdón» entonces, bueno…

—Descubres el pastel. Bueno, dilo si lo piensas en serio, y lo dejamos así.

—Perdón.

La mirada sorprendida del hombre encantó a Seren Pedac.

El nivel del mar había crecido y saturado el suelo bajo la aldea. Cualquiera con medio cerebro se habría trasladado al terraplén pedregoso y arbolado que ribeteaba la llanura, pero los sórdidos restos de los temblor que moraban allí se habían limitado a subir sus hogares a unos pilares y habían elevado las calzadas de pizarra para vivir sobre un pantano fétido y salado atestado de cangrejos de lomos blancos conocidos como solideos.

Yan Tovis, Yedan Derryg y las tropas de lanceros detuvieron sus monturas en Final del Camino; el desembarcadero del trasbordador y sus diversos edificios a la izquierda, a la derecha una masa de árboles caídos que se pudrían en el suelo. El aire era gélido, más de lo que correspondía a esas alturas de la primavera, y había zarcillos de niebla baja que ocultaban buena parte de la marisma salada que había bajo los pilares y las calzadas que hacían de puentes.

Entre los edificios auxiliares del desembarcadero (todos situados en terreno más alto) había un establo de paredes de piedra frente al que se veía un patio de troncos devastados y más allá, delante de la aldea, una posada sin nombre.

Yan Tovis desmontó y se quedó junto a su caballo durante un buen rato, los ojos cerrados. Nos han invadido. Debería estar dirigiéndome a cada guarnición de esta costa; que el Errante nos libre, ya deben de saberlo a estas horas. La verdad descubierta por las malas. El imperio está en guerra.

Pero se había convertido en la reina de la Última Sangre. La reina de los temblor. Abrió los ojos cansados y contempló aquella decrépita aldea de pescadores. Mi pueblo, que el Errante me ayude. Huir había tenido sentido por aquel entonces. Y en ese momento tenía más sentido todavía.

A su lado, Yedan Derryg, su hermanastro, se soltó la correa del yelmo con celada antes de hablar.

—Crepúsculo, ¿y ahora qué?

Ella lo miró, observó el abultamiento rítmico de su mandíbula barbuda. Comprendía la pregunta en todas sus ramificaciones. ¿Y ahora qué? ¿Los temblor proclaman su independencia y se alzan impacientes en medio del caos de una guerra entre malazanos y letherii? ¿Reunimos nuestras armas y a los jóvenes, a los que podamos llamar soldados? Los temblor proclaman su libertad, y el sonido lo devoran las olas que ruedan por la orilla.

Crepúsculo suspiró.

—Yo estaba al mando en el Límite cuando llegaron los edur en sus barcos. Nos rendimos. Me rendí.

Hacer otra cosa habría sido un suicidio. Yedan debería haber pronunciado entonces esas palabras. Porque sabía que eran verdad. En su lugar, el hombre pareció cavilar un momento antes de volverse para mirar con los ojos guiñados el trasbordador plano y ancho.

—Ese trasto no ha dejado su amarre en algún tiempo, me parece. La costa al norte de Lezna debe de estar inundada.

No me da nada.

—Haremos uso de él hasta el Tercer Fuerte de la Doncella.

Un asentimiento.

—Pero antes debemos convocar a las brujas y los hechiceros.

—Encontrarás a la mayor parte acurrucados allá, en esa aldea, reina. Y Tirón y Skwish habrán anunciado tu regreso. Apostaría que hay garras dando golpecitos en los tablones del suelo.

—Baja hasta allí —ordenó Crepúsculo mientras miraba la posada—. Escóltalos de regreso aquí, estaré en la taberna.

—¿Y si la taberna no es lo bastante grande?

Una preocupación extraña. Crepúsculo echó a andar hacia la entrada.

—Entonces pueden encaramarse a algún hombro como los cuervos que son, Yedan.

—Crepúsculo.

Ella se volvió a medias.

Yedan se estaba apretando las correas del yelmo una vez más.

—No lo hagas.

—¿No haga qué?

—Enviarnos a la guerra, hermana.

Crepúsculo lo estudió.

Pero el hombre no dijo nada más y un momento más tarde había dado media vuelta y había puesto rumbo a la aldea.

Yan Tovis reanudó su marcha mientras sus soldados llevaban las monturas hacia el establo, los cascos de las bestias resbalaban por los troncos pulidos del patio. Habían cabalgado a toda velocidad, los últimos caballos sacados de una guarnición casi vacía que había justo al norte de Tulamesh; varios informes sobre bandidos habían enviado a los pelotones al campo y todavía no habían regresado. Yan Tovis creía que nunca lo harían.

Se detuvo en la entrada, bajó la cabeza y miró la baldosa de piedra que tenía bajo los pies y en la que se habían grabado unas runas temblor.

«Esta piedra elevada honra a Teyan Atovis, ascenso, que fue reclamado por la Costa en el año 1113 de la Isla. Asesinado por los letherii por deudas continuas».

Yan Tovis lanzó un gruñido. Uno de sus parientes, nada menos, muerto hacía ya mil años.

—Bueno, Teyan —murmuró—, la bebida te mató y ahora tu piedra cubre el umbral de una taberna. —Cierto, una lista de deudas misteriosas y aplastantes lo había llevado a una caída vil en el alcohol y la miseria, pero esa grandilocuente conmemoración había adoptado una perspectiva sesgada de las manos que habían guiado el destino de aquel hombre. Y… Brullyg iba a ser ascenso. ¿Llevarás la corona tan bien como lo hizo Teyan?

Abrió la puerta de un empujón y entró.

La habitación de techos bajos estaba atestada, todos los rostros vueltos hacia ella.

Una figura conocida se abrió paso, su rostro era una masa de arrugas crispadas en una pequeña sonrisa.

—Tirón —dijo Crepúsculo con un asentimiento—. Acabo de enviar a la guardia al pueblo a buscaros.

—Pues bien será que encuentres a Skwish y una veintena más. Pues bien será que estén tejiendo tela a araña en el mar cercano más allá de la costa, reina, y todas las verdades escritas allí. Unos desconocidos…

—Lo sé —interpuso Yan Tovis, miró detrás de la vieja arpía y examinó a las otras brujas y hechiceros, los cargadores de las antiguas costumbres. Los ojos de todos destellaban en la oscuridad llena de humo y Crepúsculo pudo oler a esos ancianos temblor, lana húmeda medio destrenzada y piel de foca remendada, aceite de pescado y sudor rancio, el aliento que salía de las bocas oscurecido por encías enfermas o dientes podridos.

Si esa taberna tenía algún propietario, esa persona, hombre o mujer, había huido. Habían abierto toneles y habían llenado jarras con cerveza acre. Una enorme olla de sopa de pescado humeaba en el centro del hogar y había un sinfín de cuencos hechos con cáscara de calabaza repartidos por las mesas. Unas ratas grandes anadeaban por el suelo mugriento.

Muchas más brujas que hechiceros, observó Crepúsculo. Una tendencia perceptible entre los besados por el demonio, cada vez nacían menos varones con el número aceptado de rasgos; la mayor parte era demasiado demoníaca. Más de doscientos de los cargadores. Reunidos aquí.

—Reina —aventuró Tirón agachando la cabeza—. Tela a araña, todos los temblor saben que ahora gobiernas tú. Salvo aquellos que están en la Isla, que solo saben que tu madre está muerta.

—Así que Brullyg está allí, anticipando…

—Sí, Crepúsculo, pues bien que será ascenso, rey de los temblor.

Que el Errante me lleve.

—Debemos zarpar hacia la Isla.

Un murmullo de asentimiento entre trago y trago impaciente de cerveza.

—Planeáis, esta noche —dijo Yan Tovis—, un ritual.

—Estamos aflojando las cadenas, como suele decirse, reina. Hay redes que tender en el sendero del mundo, para ver qué capturamos.

—No.

Los ojos negros de Tirón se entrecerraron.

—¿Cómo es eso?

—No. No habrá ritual esta noche. Ni mañana por la noche, ni a la siguiente. No hasta que estemos en la Isla, y quizá ni siquiera entonces.

No se oía ni un solo sonido en la taberna.

Tirón abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir.

—Reina, pues que la costa está viva con voces, como suele decirse, y las palabras, ésas son para nosotros. Éstas… estas que son las antiguas costumbres, nuestras costumbres…

—Y mi madre tenía por costumbre mirar hacia otro lado, sí. Pero yo no. —Crepúsculo alzó la cabeza y examinó una vez más la colección de rostros, vio la conmoción, la ira, la malicia creciente—. Las antiguas costumbres nos han fallado. Nos fallaron entonces y nos fallan ahora. Vuestras costumbres —les dijo con voz dura— nos han fallado a todos. Soy la reina. Crepúsculo en la costa. A mi lado en mi gobierno está la guardia. Brullyg quiere ser ascenso, pero eso está por ver; vuestra proclamación no es motivo suficiente, ni de lejos. Al ascenso lo eligen todos los temblor. Todos.

—No nos lo agües, reina. —La sonrisa de Tirón había desaparecido. Su rostro era una máscara de veneno.

Yan Tovis lanzó un bufido.

—¿Vas a echarme una maldición, vieja? Ni se te ocurra. Pienso conseguir que mi pueblo sobreviva, pase lo que pase. De todos vosotros necesitaré sanación, necesitaré bendiciones. Ya no gobernáis vosotros; no, no me hables de mi madre. Sé mejor que cualquiera de vosotros la profundidad de su rendición. Soy la reina. Obedecedme.

No les hizo ninguna gracia. Habían sido el poder auténtico durante mucho tiempo (si ese patético tejido de maldiciones en las sombras podía llamarse poder) y Yan Tovis sabía que esa lucha no había hecho más que empezar, a pesar de toda su aparente aquiescencia. Comenzarán a planear mi caída. Es de esperar.

Yedan Derryg, olvídate de vigilar la costa. Ahora debes vigilarme a mí la espalda.

Violín abrió los ojos. El atardecer había comenzado a asentarse. Rodó de espaldas con un gemido. Demasiados años durmiendo en el suelo duro y frío; demasiados años con solo una capa impermeable raída por todo colchón, una única manta de lana basta para taparse. Al menos podía dormir todo el día y mitigar el dolor de sus viejos huesos con el calor del sol.

Se sentó y miró por el claro. Figuras acurrucadas por todas partes. Algo más allá estaba Koryk, sentado en el tocón de un árbol hacía la última guardia mientras los otros dormían. Sí, hay leñadores por este bosque.

Y no es que hayamos visto ninguno.

Habían pasado tres noches desde el desembarco. Siempre dirigiéndose al este, tierra adentro. Un imperio extraño, éste. Caminos y pistas y algún que otro caserío, apenas un puñado de pueblos en la costa, que hayamos visto. ¿Y se puede saber dónde están esos tiste edur, por el Embozado?

Violín se puso en pie y arqueó la espalda para mitigar dolores y punzadas. Había querido ser un soldado llamado Cuerdas, allí entre los Cazahuesos, un hombre diferente, un hombre nuevo. Pero no había funcionado demasiado bien. El ardid no había engañado a nadie. Y lo que era peor, no podía convencerse a sí mismo que había comenzado de nuevo, que podía relegar el legado de campañas pasadas. Una vida no funciona así. Maldita sea. Se acercó con paso pesado a Koryk.

El mestizo seti alzó la vista.

—Menuda puñetera guerra tenemos aquí, sargento. Hasta dejaría que me clavaran uno de los cuchillos de Sonrisas en la pierna solo para oler un poco de sangre. Olvidémonos de esos malditos edur y empecemos a matar letherii, venga.

—¿Granjeros y porqueros, Koryk? Los necesitamos de nuestro lado, ¿recuerdas?

—Pero si ni siquiera los vimos ni para montar un puñetero pelotón. Al menos deberíamos dejarnos ver…

—Todavía no. Además, seguro que solo ha sido mala suerte que aún no hayamos encontrado al enemigo. Apuesto a que otros pelotones ya han tenido una escaramuza o dos.

Koryk lanzó un gruñido.

—Lo dudo. Solo hace falta que un pelotón revuelva el avispero y estos bosques deberían verse plagados. Y no lo están.

Violín no pudo decir nada. Se rascó y se dio media vuelta.

—Cierra los ojos un rato, soldado. Te despertaremos cuando esté listo el desayuno.

Quéjate ahora, Koryk, porque cuando empiece el follón, miraremos atrás y recordaremos atardeceres como este como si fueran un paraíso idílico. Con todo, ¿cuántas veces podía hacer esa promesa? El legado de los Cazahuesos de momento no era nada que pudiera inspirar canciones. Hasta Y’Ghatan había sido un desastre, con ellos silbando una canción mientras se metían de cabeza en una trampa. A él todavía lo irritaba. Debería haberse olido el lío. Igual que Gesler, sí, ese día les fallamos. Como nunca.

En Malaz había sido peor. Cierto, habían sacado las armas. Incluso unos cuantos pelotones de marines habían montado un muro de escudos. Contra malazanos. Una chusma indisciplinada de nuestros propios compatriotas. De algún modo, en algún sitio, ese ejército necesitaba un combate de verdad.

La consejera los había arrojado en esa costa como un puñado de pulgas en el lomo de un perro. Antes o después la bestia iba a rascarse.

Mientras los otros despertaban a la noche que caía, Violín se acercó a su mochila. Se quedó allí, estudiándola durante un rato. La baraja estaba allí, esperando. Y él sentía auténticas tentaciones. Solo para tener una idea de lo que iba a pasar. No seas tonto, Viol. Acuérdate de Velajada. Mira de lo que le sirvió a ella.

—Mala idea, sargento.

Violín echó un vistazo y frunció el ceño.

—Deja de leerme el pensamiento, Botella. No se te da tan bien como crees.

—Eres igual que un hombre que ha jurado no volver a beber, pero siempre lleva una petaca en la saca.

—Ya está bien, soldado.

Botella se encogió de hombros y miró alrededor.

—¿Dónde ha ido Gesler?

—Andará por ahí, fertilizando los árboles.

—Quizá —dijo Botella, que no parecía muy convencido—. Es solo que me desperté antes y tampoco lo vi.

Dioses del inframundo. Espantando mosquitos con las manos, Violín se acercó al otro extremo del claro, donde se había apostado el otro pelotón. Vio a Tormenta en pie, como un oso muerto de sueño (la barba y el pelo rojo era una maraña salvaje de ramas enredadas), y dando patadas sin parar a un Narizcorta que no dejaba de roncar.

—Tormenta —le preguntó Violín en voz baja—, ¿adónde se ha largado tu sargento?

—Ni idea —respondió el hombretón—. Pero tenía la última guardia en este lado. Oye, Viol, ella no habrá quemado el Silanda, ¿verdad?

—Pues claro que no. Escucha, si Gesler no vuelve pronto, vas a tener que ir a buscarlo.

Los ojitos porcinos de Tormenta lo miraron con un parpadeo.

—¿Se habrá perdido? No lo había pensado.

—Tú no te preocupes por tonterías como pensar, cabo.

—Ya. Ese tal Koryk tuyo, ¿tiene idea de rastrear?

—No. Un puñetero inútil, en realidad, aunque no se lo digas a la cara. Botella…

—Ah, ése. Es que ése me da escalofríos, Viol. Se masturba como quien se rasca la nariz. Oye, que ya sé que todos los soldados lo hacen, pero…

—Dice que no es él.

—Bueno, si Sonrisas quiere meter la mano bajo las mantas…

—¿Sonrisas? ¿De qué estás hablando, Tormenta?

—Quiero decir…

—Mira, a Botella lo persigue un puñetero fantasma; oye, que lo confirmó Ben el Rápido, así que deja de mirarme así. Además, ese fantasma es, bueno, mujer, o chica, o lo que sea, y Botella le gusta mucho…

—Los magos están enfermos, Viol.

—Eso no viene al caso, Tormenta.

—Eso dices tú —replicó el cabo, que se sacudió y le dio la espalda—. «Eso no viene al caso» —lo imitó por lo bajo.

—Todavía te oigo, cabo.

Tormenta agitó una manaza grande y peluda, pero no se dio la vuelta; en su lugar se encaminó hacia el fuego. Hizo una pausa antes de dar el primer paso y apoyó la bota en una de las manos de Narizcorta. Se oyó un pequeño crujido y el soldado de la infantería pesada hizo un ruidito, después se incorporó y se sentó. Tormenta siguió su camino mientras Narizcorta se miraba la mano y fruncía el ceño al ver el ángulo extraño del dedo anular; se lo recolocó de un tirón, se levantó y se alejó para buscar un sitio en el que vaciar la vejiga.

Violín se rascó la barba, dio media y vuelta y regresó con su pelotón.

Sí, somos una panda de lo más letal.

Gesler vagaba por las extrañas ruinas. La luz se iba desvaneciendo a toda prisa haciendo que el lugar pareciera más espectral todavía. Pozos redondos por todas partes, al menos una docena repartidos entre los viejos árboles. Las piedras estaban talladas con exquisitez, encajadas sin argamasa (como había descubierto al despegar un poco de musgo). Había distinguido las formas regulares desde el borde del claro, al principio había pensado que eran los pedestales de alguna estructura con columnatas que se había desmoronado mucho tiempo atrás. Pero no había más piedra que el pavimento, combado por las raíces que convertían el suelo en traicionero.

Se sentó al borde de uno de los pozos, se asomó a la negrura profunda y olió el agua estancada. Se sintió extrañamente satisfecho consigo mismo al darse cuenta de que su curiosidad no se había embotado tanto como había creído. Sin llegar al extremo de Sepia, por nombrar a alguien. Ése sí que era un malnacido fúnebre. No obstante, Gesler había visto mucho en su vida, y algunas cosas le habían manchado la piel de forma permanente, por no mencionar otros cambios más sutiles. Pero era sobre todo esa multitud de cosas presenciadas, obras hechas o no hechas, eso era lo que acababa con un hombre.

No podía mirar las llamas diminutas del fuego del pelotón sin recordar a Verdad y su zambullida intrépida en el palacio de Y’Ghatan. O bajaba la vista y miraba la ballesta que tenía en las manos mientras cruzaban tropezando ese puñetero bosque y se acordaba de Pella, con la frente atravesada, encorvándose contra la esquina de un edificio apenas cien pasos después de entrar en el mismo Y’Ghatan. Con cada canto del gallo oía los ecos de los gritos escuchados cuando unos fantasmas pavorosos habían asaltado el campamento de los mataperros en Raraku. Un vistazo a sus manos desnudas y los nudillos magullados y en su mente surgía la visión de ese wickano, Coltaine, en las orillas del Vathar. Dioses, haber llevado a esa multitud hasta allí, con más camino por recorrer, sin nada más que la traición cruel de la Ladera.

La matanza de los habitantes de Aren cuando los logros t’lan imass se habían alzado del polvo de las calles y sus armas de piedra empezaron a subir y caer, subir y caer. Si no hubiera sido por ese antiguo espada roja que había abierto las puertas y con ellas una ruta para huir, no habría habido ningún superviviente. Ninguno. Salvo nosotros, los malazanos, que solo pudimos apartarnos y contemplar la matanza. Impotentes como bebés

Un dragón atravesando el fuego, un barco surcando las llamas, su primera visión de un tiste edur: muerto, clavado a su silla por la lanza de un gigante. Bancos de remos en los que se sentaban remeros decapitados, manos que descansaban en las palas, y las cabezas amputadas amontonadas en una pila alrededor del palo mayor, los ojos parpadeando bajo la luz repentina, los rostros crispados en expresiones horrorizadas…

¿Y quién construyó doce pozos en un bosque? Eso es lo que quiero saber.

Quizá.

Recordó una llamada a la puerta y abrirla para ver, con un placer absurdo, a un empapado t’lan imass al que reconoció. Tormenta, es para ti. Y sí, sueño con momentos como éste, buey pelirrojo. ¿Y qué decía eso sobre el propio Gesler? Espera. No soy tan curioso.

—Ahí estás.

Gesler alzó la cabeza.

—Tormenta, precisamente estaba pensando en ti.

—¿Pensando qué?

El sargento señaló el agujero negro del pozo.

—Si cabrías, por supuesto. La mayor parte de ti entraría, aunque no la cabeza, por desgracia.

—Siempre se te olvida, Gesler —dijo el cabo mientras se acercaba—, que yo era uno de los que devolvía el golpe.

—No recuerdo nada de eso.

—¿Quieres que te lo recuerde?

—Lo que quiero saber es por qué me estás molestando.

—Nos estamos preparando para emprender la marcha.

—Tormenta.

—¿Qué?

—¿Qué piensas de todo esto?

—A alguien le gustaba construir pozos.

—Eso no. Me refiero a la guerra. Esta guerra, la que hay aquí.

—Te lo diré en cuanto empecemos a reventar cabezas.

—¿Y si nunca empezamos?

Tormenta se encogió de hombros y se pasó unos dedos gruesos por la barba llena de nudos.

—Entonces otra guerra más típica de los Cazahuesos.

Gesler lanzó un gruñido.

—Venga, tú delante. Espera, ¿cuántas batallas hemos librado, tú y yo?

—¿Quieres decir uno contra otro?

—No, imbécil. Quiero decir contra otra gente. ¿Cuántas?

—He perdido la cuenta.

—Mentiroso.

—Vale. Treinta y siete, pero sin contar Y’Ghatan, porque yo no estaba allí. Treinta y ocho para ti, Gesler.

—¿Y cuántas hemos conseguido evitar?

—Cientos.

—Así que quizá, amigo mío, estamos empezando a cogerle el tranquillo.

El enorme falari frunció el ceño.

—¿Estás intentando estropearme el día, sargento?

Koryk apretó las correas de su abultada mochila.

—Yo solo quiero matar a alguien —rezongó.

Botella se frotó la cara y miró al mestizo seti.

—Siempre queda Sonrisas. O Chapapote, si te lanzas encima cuando no mire.

—¿Es un chiste?

—No, solo intentaba desviar tu atención del tipo más débil de este pelotón. Es decir, yo.

—Tú eres mago. O algo así. Por lo menos hueles a mago.

—¿Qué significa eso?

—Si te mato, me maldecirías con tu último aliento, y entonces yo sería desdichado.

—¿Y qué cambiaría, Koryk?

—Tener una razón para ser desdichado siempre es peor que no tener razón alguna, pero ser desdichado de todos modos. Si solo es un modo de vida, quiero decir. —De repente sacó la última arma que había añadido a su arsenal, un cuchillo largo—. ¿Ves esto? Igual que los que utilizaba Kalam. Un arma muy rápida, joder, pero yo no veo que pueda hacer mucho contra una armadura.

—Donde Kalam los clavaba no había armadura. Garganta, axila, ingle… Deberías dárselo a Sonrisas.

—Lo cogí para que no lo tuviera ella, idiota.

Botella miró hacia donde Sonrisas había desaparecido por el bosque solo momentos antes. La mujer regresaba ya, la expresión plácida de su rostro ocultaba todo tipo de diabluras, sin duda.

—Espero que no quieran que nos enfrentemos a los edur como lo hacen los pesados —le dijo a Koryk mientras observaba a Sonrisas—. Aparte de ti y de Chapapote, y quizá Corabb, como pelotón no es que seamos un gran puño de hierro, ¿no? Así que, en cierto sentido, este tipo de guerra nos va mejor, subterfugios, operaciones encubiertas. —Echó un vistazo y vio que el mestizo lo miraba con furia. Seguía sujetando el cuchillo largo—. Pero puede que seamos más versátiles. Podemos ser mitad puño de hierro y mitad guante negro, ¿vale?

—En fin —dijo Koryk, y volvió a envainar el arma—, que cuando dije que quería matar a alguien, me refería al enemigo.

—Tiste edur.

—A mí me sirven bandidos letherii; tiene que haber bandidos por aquí, en alguna parte.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Siempre hay bandidos por el campo, Botella. Encabezados por granujas con bigote y nombres estrambóticos: Zorala Risitas o Pamby Valeroso…

Un ruidoso bufido de Sonrisas, que acababa de llegar.

—Recuerdo esas historias. Pamby Valeroso con la pluma en el sombrero y su compinche jorobado, Pomolo Miserable el Astuto. Ladrones del tesoro real de Li-Heng. Los que cortaron la Gran Cuerda que sujetaba Deriva Avalii. Y Zorala, que siendo niño trepó al árbol más alto del bosque y después se encontró con que no podía volver a bajar, así que vivió allí durante años, y allí creció. Hasta que llegó el leñador…

—Por todos los dioses del inframundo —rezongó Sepia debajo de las mantas bajo las que se había quedado—, que alguien le rebane la garganta a esa mujer, por favor.

—Bueno —dijo Sonrisas con una curva tensa, epónima, en la boca—, al menos yo he empezado la noche de buen humor.

—Quiere decir que fue de lo más satisfactorio lo…

—Más vale que aprietes esos dientes, Koryk, o te voy a cortar esas trenzas mientras duermes y créeme, no te va a gustar lo que pienso hacer con ellas. Y tú, Botella, que no te den ideas a ti tampoco. Cargué con la culpa de lo que hiciste una vez, pero nunca más.

—Yo no le cortaría las trenzas a Koryk —dijo Botella—. Las necesita para estornudar en ellas.

—Venga, muévete, Sepia —dijo Violín cuando entró sin prisas entre ellos—. Mirad a Corabb, es el único que está listo de verdad…

—No, no lo estoy —respondió el hombre—. Es que me quedé dormido con la armadura puesta, sargento, y ahora necesito un sitio donde mear. Solo que…

—Da igual —interpuso Violín—. A ver si conseguimos tropezarnos con algún edur esta noche.

—Podríamos prender un incendio en el bosque —sugirió Koryk.

—Pero resulta que nosotros estamos dentro —señaló Chapapote.

—Solo era una idea.

Corabb Bhilan Thenu’alas admitió para sí que esos malazanos no se parecían en nada a los soldados de los mataperros, ni a los guerreros del ejército de Leoman. Ni siquiera estaba seguro de que fueran humanos. Eran más como… animales. Unos animales que nunca dejaban de reñir, como una jauría de perros hambrientos.

Por lo general con él era como si no lo vieran, y mejor así. Incluso Botella, del que el sargento le había ordenado a Corabb que no se separara. Proteger las espaldas de alguien era algo que Corabb sabía hacer, así que no tenía problemas con esa orden. Aunque Botella era mago y a él no le convencían mucho los magos. Hacían tratos con dioses, pero él sabía que no había que ser mago para eso. No, se podía ser un líder de toda confianza, un comandante cuyos guerreros lo seguirían al mismísimo infierno del Abismo. Incluso alguien así podía hacer tratos con los dioses y condenar de este modo a todos sus seguidores a un cataclismo abrasador mientras él huía.

Sí, huía.

Estaba contento de haber superado todo aquello. Historia antigua y la historia antigua era antigua, así que ya no significaba nada, porque… bueno, porque era antigua. Y él tenía una historia nueva. Una historia que había empezado en los escombros bajo Y’Ghatan. Entre esos… animales. Con todo, estaba Violín, y Corabb sabía que seguiría a su sargento porque ese hombre era digno de que lo siguieran. No como otros.

Un ejército de catorce personas parecía un poco pequeño, pero tendría que servir de momento. Esperaba, sin embargo, que algo más adelante, tierra adentro, llegaran a un desierto. Demasiados árboles en ese bosque húmedo y maloliente. Y también le gustaría volver a subirse a un caballo. Estaba seguro de que tanta caminata no podía ser sana.

Cuando el pelotón dejó el claro y se deslizó por la oscuridad más profunda, él se colocó junto a Botella, que lo miró e hizo una mueca.

—¿Estás aquí para protegerme de los murciélagos, Corabb?

El guerrero se encogió de hombros.

—Si intentan atacarte, los mataré.

—Ni te atrevas. Resulta que me gustan los murciélagos. De hecho, hablo con ellos.

—Igual que la rata y sus crías que tenías, ¿no?

—Exacto.

—Me sorprendió, Botella, que las dejaras para que se quemaran en los transportes.

—Yo nunca haría eso. Las embarqué en el Lobo de Espuma. Hace algún tiempo, de hecho.

—Para poder espiar a la consejera, sí.

—Fue un acto de misericordia, el único barco que sabía que estaría a salvo, sabes…

—Y para poder espiar.

—De acuerdo, sí. Y para poder espiar. Pasemos a otro tema. ¿Alguna vez te habló Leoman de su trato con la reina de los Sueños?

Corabb frunció el ceño.

—No me gusta ese tema. Es historia pasada, lo que significa que ya nadie habla de eso.

—Bien, ¿entonces por qué no te fuiste con él? Estoy seguro de que te lo ofreció.

—Mataré al próximo murciélago que vea.

—¡Dejad de cotorrear, idiotas! —siseó alguien desde más adelante.

Corabb pensó que ojalá estuviera atravesando con un buen caballo un desierto ampollado por el sol, nadie podía entender de verdad la magia del agua si no había pasado tiempo en el desierto. En este sitio había tanta que a un hombre se le podían pudrir los pies, y a eso no había derecho.

—Esta tierra está loca —murmuró.

Botella rezongó también.

—Más bien le falta muerte. Veta tras veta, fantasmas enmarañados en cada raíz, retorciéndose sin cesar bajo cada piedra. Los búhos los ven, ¿sabes? Pobrecitos.

Otro siseo más adelante.

Empezó a llover.

Hasta el cielo desdeña el agua. Una auténtica locura.

Trantalo Kendar, hijo menor de cuatro hermanos de un clan costero de los tiste edur beneda, cabalgaba con una elegancia sorprendente que no podía igualar ninguno de sus compañeros edur, por desgracia. Era el único de su tropa al que le gustaban los caballos de verdad. Trantalo había sido un quinceañero muy verde durante la conquista, sin iniciar en la sangre, y lo más cerca que había estado del combate había sido como aprendiz de una tía lejana que había servido como sanadora en el ejército de Hannan Mosag.

Bajo sus órdenes amargas, el joven había visto el daño terrible que hacía la guerra a guerreros de otro modo totalmente sanos. Las espeluznantes heridas, las quemaduras que supuraban y los miembros que se marchitaban a causa de la hechicería letherii. Y mientras recorría los campos de batalla en busca de los heridos, había visto la misma destrucción horrenda entre los soldados letherii muertos y moribundos.

Aunque joven, parte de su ansia de batalla lo había abandonado entonces y lo había apartado de sus amigos. Demasiados intestinos derramados, demasiados cráneos aplastados, demasiados ruegos desesperados de socorro a los que no contestaban más que cuervos y gaviotas. Había vendado un número incontable de heridas, se había mirado en los ojos vidriados de guerreros conmocionados por su propia mortalidad, o, lo que era peor, desesperados por la desdicha de los miembros perdidos, los rostros marcados, los futuros perdidos.

No se creía muy listo, ni en modo alguno excepcional (salvo, quizá, por su talento para montar a caballo), pero en ese momento cabalgaba con once guerreros edur veteranos, cuatro de ellos beneda, incluyendo el comandante de la tropa, Estav Kendar, el hermano mayor de Trantalo. Y se sentía orgulloso de estar a la cabeza de la columna, el primero en bajar por esa pista costera que llevaba a la torre Boaral, donde, según tenía entendido, algún tipo de desliz letherii exigía la atención de los edur.

Nunca había estado mucho más al sur de Rennis desde que se las había arreglado para huir de las garras de su tía justo a las afueras de la ciudad de Lezna. Trantalo no había visto las murallas de Letheras, ni los campos de batalla que rodeaban esa ciudad, y se alegraba, pues había oído que la hechicería desatada en esos últimos choques había sido la más horripilante de todas.

La vida en Rennis había sido una vida de extraños privilegios. Con solo ser tiste edur había razón suficiente para inspirar miedo y respeto a la vez entre los serviles letherii. Él había disfrutado con ese respeto. El miedo lo había consternado, pero no era tan ingenuo como para no entender que sin miedo no existiría el respeto que tanto lo complacía.

—La amenaza de las represalias —le había dicho Estav la semana que había llegado—. Eso es lo que mantiene acobardadas a estas patéticas criaturas. Y habrá veces, hermano menor, en las que tendremos que recordarles, con sangre, esa amenaza.

Intentaba mitigar su regocijo la aprensión de que ese viaje que bajaba a esa torre levantada en el medio de la nada era justo eso, una represalia. Un arbitrio sangriento. No era de extrañar que los letherii procuraran mantener a los edur fuera de tales disputas. No nos interesan las sutilezas. Los detalles nos aburren. Así que se sacarán las espadas, es probable que esta misma noche.

Estav no le exigiría nada especial, lo sabía. Ya era suficiente que cabalgara en cabeza durante el viaje. Una vez llegaran a la torre, Trantalo sospechaba que lo apostarían en la verja, para que la vigilara, o algo parecido. Y con eso se daba por satisfecho.

La luz del sol se iba desvaneciendo a toda prisa por la estrecha pista que llevaba a la torre. Poco tiempo antes habían dejado el camino costero principal y allí, en ese modesto sendero, los márgenes eran escarpados, casi les llegarían al pecho si fueran a pie en lugar de a caballo, y estaban trenzados de raíces colgantes. Los árboles se arracimaban por ambos lados, las ramas casi se entrelazaban en las alturas. Trantalo giró por la pista y fue el primero en ver la estacada, los troncos bastos (que todavía lucían la mayor parte de la corteza) ladeados de modo irregular y hundidos. Media docena de dependencias decrépitas se apoyaban en un grupo de alisos y abedules a la izquierda, y una carreta sin lados y con un eje roto se agazapaba en las hierbas altas justo a la derecha de la verja.

Trantalo se detuvo frente a la entrada. La verja no estaba cerrada. La única puerta, hecha de arbolitos y un armazón de tablones con forma de zeta, estaba abierta de par en par, y así se había quedado, la base enmarañada de hierbas. El guerrero podía ver el complejo que había detrás, extraño y sin vida. Al oír que sus compañeros edur se acercaban a medio galope, hizo avanzar su caballo poco a poco hasta que distinguió la fachada manchada de humo de la torre en sí. No se veían luces en ninguna de las ventanas verticales estrechas como ranuras. Y la puerta principal también estaba abierta.

—¿Por qué dudas, Trantalo? —inquirió Estav cuando se acercó con el caballo.

—Preda —dijo Trantalo, encantado, como siempre, con esos nuevos títulos letherii—, la torre parece abandonada. Quizá hemos cabalgado hasta la que no era…

—Boaral —afirmó un guerrero detrás de Estav—. Ya he estado aquí antes.

—¿Y siempre parece tan tranquilo todo? —preguntó Estav, que alzó una ceja de ese modo que Trantalo conocía tan bien.

—Casi —dijo el guerrero y se alzó con cuidado en los estribos giratorios letherii para mirar a su alrededor—. Debería haber al menos dos antorchas, una plantada sobre esa carreta y luego otra en lo que es el patio.

—¿No hay guardias?

—Tendría que haber al menos uno; quizá se haya acercado a la trinchera de la letrina…

—No —dijo Estav—, aquí no hay nadie. —Hizo pasar su caballo junto al de Trantalo y cruzó la puerta.

Trantalo lo siguió.

Los dos hermanos se acercaron a la entrada principal escalonada de la torre.

—Estav, hay algo húmedo en esas escaleras.

—Tienes razón. Buena vista, hermano. —El guerrero beneda desmontó con una expresión clara de alivio, le pasó las riendas a Trantalo y se acercó a los escalones—. Un rastro de sangre.

—¿Quizá un motín?

Los otros edur habían dejado sus caballos con uno de la compañía y estaban cruzando el patio para registrar los establos, la herrería, el gallinero y la caseta del pozo.

Estav se encontraba al pie de los escalones con los ojos clavados en el suelo.

—Han arrastrado un cuerpo hasta el exterior —dijo tras estudiar el rastro de sangre.

Trantalo vio que la cabeza de su hermano se alzaba y miraba al establo. Y en ese mismo momento, Estav gruñó de repente y se sentó de golpe.

—¿Estav?

Trantalo miró al patio y vio que se derrumbaban cuatro guerreros. Gritos repentinos de los tres que estaban cerca de los establos cuando algo parecido a una roca bajó volando entre ellos.

Un destello de fuego. Un crujido sólido. Los tres cayeron de espaldas. Cuando brotó una nube pequeña se oyeron chillidos.

Trantalo se liberó de una patada de los estribos, pasó una pierna por encima del lomo del caballo, se dejó caer y se agazapó. Tenía la boca seca como yesca. El corazón le latía tan fuerte en el pecho que tenía la sensación de que el redoble lo había dejado medio sordo. Sacó la espada y se apresuró a llegar junto a su hermano.

—¿Estav?

Sentado, las piernas estiradas con el descuido de un niño, las manos apoyadas en el suelo embarrado. Algo le sobresalía del pecho. Un palmo de un astil, más grueso que una flecha normal, las plumas estaban hechas de aletas curvas de cuero. La sangre había brotado de la boca del comandante, le cubría la barbilla y le empapaba la pechera del manto de lana. Los ojos fijos no parpadearon.

—¿Estav?

En el patio, el estruendo de las espadas al entrechocar.

Sin poder creérselo, Trantalo apartó los ojos del cadáver de su hermano. Dos guerreros edur estaban intentando retirarse luchando y retrocedían de espaldas hacia los inquietos caballos que permanecían a unos cinco pasos de la verja. El edur que se había quedado con los animales estaba a gatas, reptando rumbo a la abertura. Le sobresalía algo de un lado de la cabeza.

No era fácil distinguir quiénes eran los atacantes en plena oscuridad, pero estaban bien armados y disponían de armaduras, cuatro en total, manteniéndose en íntimo contacto con los dos últimos edur.

Un movimiento borroso tras ellos, Trantalo se puso en pie de un salto a punto de gritar una advertencia cuando, de súbito, un fuego repentino le llenó la garganta. Embargado por las arcadas se apartó con una sacudida y sintió que algo frío se le deslizaba por un lado del cuello. Estaba sangrando a chorros, por dentro y por fuera. Tosiendo, ahogándose, hincó una rodilla en el suelo casi al alcance de su hermano. La ceguera lo invadía y se abalanzó hacia su hermano con los brazos extendidos.

¿Estav?

Nunca llegó.

Hellian salió del establo, y hasta consiguió hacerlo en línea recta. Estaba un poco temblorosa, una vez superado el momento de auténticos sudores. El combate siempre la serenaba. No sabía por qué, pero lo hacía y suponía que, mirándolo bien, era mejor así.

—Que alguien encienda un maldito farol —rezongó—. Tú, Quizás, guarda ese fullero, los cazamos a todos. —Dejó escapar un ruidoso suspiro—. El gran enemigo feroz.

Al acercarse a los dos edur derribados delante de la torre, Hellian agitó la espada.

—Tavos, revisa esos dos. No basta con pegarle una puñalada y luego quedarse mirando. Puede que todavía le quede algo, ¿sabes?

—Los dos tan muertos como mi vida sexual —dijo Tavos Estanque—. ¿Quién lanzó el primero, sargento? Menudo tiro, joder.

—Laúdes —respondió ella mientras observaba a Urb, que llevaba a los otros por delante de los cuerpos edur que había en el patio—. Apoyó el arma en mi espalda.

—¿Su espalda?

—Estaba vomitando, si es que es asunto tuyo. Entre arcada y arcada, el tipo disparó. Le dio de lleno, ¿no?

—Sí, sargento.

—Y tú no querías traer el ron. Bueno, por eso estoy al mando yo y no tú. ¿Dónde está mi cabo?

—Aquí.

—Aquí.

—Que reúnan a los caballos, me da igual lo que ordenara el puño, vamos a montar.

Urb alzó la vista y se acercó.

—Hellian…

—No intentes siquiera comerme la oreja. Casi me acuerdo de lo que hiciste. —La sargento sacó su petaca y se tomó un buen trago—. Así que ten cuidado, Urb. Bueno, todos los que dispararon cuadrillos que vayan a buscarlos, ¡y eso significa todos! —Volvió la cabeza y miró a los dos edur muertos junto a la entrada.

—¿Cree que somos los primeros en hacer sangre? —preguntó Tavos Estanque, se había agachado para limpiar la hoja de su espada en el manto del edur más mayor.

—Una guerra grande y gorda, Tavos Estanque. Eso es lo que tenemos aquí.

—Tampoco fue tan difícil, sargento.

—Pues porque tampoco se lo esperaban. ¿Te crees que podemos abrirnos paso de emboscada en emboscada hasta Letheras? ¡Venga ya! —Dio otro par de tragos, suspiró y miró con furia a Urb—. ¿Cuánto tiempo va a pasar antes de que sean ellos los que monten las emboscadas? Por eso quiero que vayamos a caballo, vamos a ir por delante de las malas noticias todo el tiempo que podamos. Así podemos ser nosotros las malas noticias, ¿estamos? Como tiene que ser.

El cabo Reem se acercó a Urb.

—Sargento, nos llevamos doce caballos.

—Uno para cada uno —dijo Hellian—. Perfecto.

—Según mis cuentas —dijo Reem con los ojos entrecerrados—, alguien tendrá que compartirlo.

—Si tú lo dices. Bueno, vamos a sacar estos cuerpos de ahí, ¿tienen dinero? ¿Lo comprobó alguien?

—Algo —dijo Quizás—. Pero sobre todo simples piedras pulidas.

—¿Piedras pulidas?

—Al principio pensé que eran para la honda, pero ninguno lleva. Así que sí, sargento. Piedras pulidas.

Hellian dio media vuelta y los soldados se dispusieron a deshacerse de los cadáveres edur. Por el tirón de Oponn, dar con esa torre y no encontrar a nadie dentro salvo un letherii al que alguien acababa de matar en el pasillo. Habían dejado limpio el sitio, aunque habían descubierto algo de comida en las fresqueras. Ni una sola gota de vino o cerveza, la prueba definitiva, al menos en lo que a ella se refería, de que ese imperio extranjero era un desastre, que eran unos inútiles y que merecía la pena destruirlo todo hasta acabar con el último ladrillo.

Qué pena que no fueran a tener la oportunidad de hacerlo.

Claro que a ningún cuerpo le viene mal malinterpretar las órdenes de vez en cuando. Así que nos vamos a cazar cabezas edur. Hellian volvió a registrar el patio. Maldita sea esta oscuridad. Los magos lo tendrán fácil, quizá. Y esos pieles grises.

—Urb —dijo en voz muy baja.

El otro se acercó poco a poco, con cautela.

—¿Hellian?

—Tenemos que organizar las emboscadas para el atardecer y el amanecer.

—Sí. Tienes razón. Fíjate, me alegro de que pusieran juntos a nuestros pelotones.

—Pues claro que te alegras. Tú me entiendes, Urb. ¿Sabes?, eres el único que me entiende. —Hellian se limpió la nariz con el dorso de la mano—. Es triste, Urb. Muy triste.

—¿Qué? ¿Matar a estos tiste edur?

La sargento lo miró con un parpadeo.

—No, zoquete. El hecho de que nadie más me entienda.

—Sí, Hellian. Trágico.

—Eso era lo que siempre me decía Banaschar, daba igual de qué estuviera hab’ando yo. Me miraba, como acabas d’hacer tú, y decía «trágico». ¿De qué va eso? —Sacudió la petaca, todavía medio llena, pero otro trago significa que la estoy gastando, así que voy a tener que rellenarla. Estas cosas hay que hacerlas con medida, por si pasa algo y no puedo rellenarla enseguida—. Venga, es hora de montar.

—¿Y si nos encontramos con una tropa de letherii?

Hellian frunció el ceño.

—Entonces hacemos lo que nos dijo Keneb. Hablamos con ellos.

—¿Y si no les gusta lo que decimos?

—Los matamos, claro.

—¿Y nos dirigimos a Letheras?

Hellian le sonrió a Urb. Después se dio unos golpecitos con un dedo en un lado de la cabeza, ligeramente entumecida.

Mem’icé er mapa, …ricé, memericé er mapa. Hay ciudades, Urb. Y cuanto más cerca tamos de Letheras, más hay. ¿Qué hay en las ciudades, Urb? Tabernas. Tugurios. Así que no vamos a seguir una ruta directa, una ruta pre-de-ci-ble.

—¿Vamos a invadir Lether de taberna en taberna?

—Eso.

—Hellian, odio decir esto, pero es bastante inteligente.

—Sí. Y además así podemos comer comida cocinada de verdad. Es la forma civilizada de hacer la guerra. Al estilo Hellian.

Los cuerpos se unieron al letherii solitario que permanecía en el pozo de la letrina. Medio desnudos, despojados de sus objetos de valor, los arrojaron a aquellas gachas densas e infladas que resultaron ser más profundas de lo que esperaban y se tragaron todos los cuerpos sin dejar rastro.

Los malazanos tiraron las piedras pulidas tras los cuerpos.

Después partieron a caballo por el camino oscuro.

—Eso tiene todo el aspecto de un apeadero para viajeros —dijo la capitán por lo bajo.

Pico guiñó un ojo antes de contestar.

—Huelo caballos, señor. Ese edificio largo de ahí.

—Establos —contestó Faradan Sort con un asentimiento—. ¿Algún tiste edur por aquí?

Pico sacudió la cabeza.

—El azul más profundo de Rashan, ésa es su vela, en general. No tan profundo como Kurald Galain. Ellos la llaman Kurald Emurlahn, pero estos de aquí, bueno, hay una espuma sucia en ese azul, como la que se posa en las olas fuera de un puerto. Es poder caótico. Poder enfermo. Poder como dolor, si el dolor fuera bueno, quizá incluso fuerte. No sé. No me gustan estos edur de aquí.

—¿Están aquí?

—No. Me refería a este continente, señor. Ahí dentro solo hay letherii. Cuatro. En esa casita junto al camino.

—¿No hay magia?

—Solo unos amuletos.

—Quiero robar cuatro caballos, Pico. ¿Puedes arrojar un hechizo sobre esos letherii?

—La vela gris, sí. Pero se enterarán cuando nos vayamos.

—Cierto. ¿Alguna sugerencia?

Pico estaba encantado. Jamás había sido tan feliz. Esa capitana le estaba preguntando cosas. Le pedía sugerencias. Consejo. Y no solo por cumplir. Estoy enamorado de ella. Contestó a la pregunta con un asentimiento, después se subió un poco el yelmo con forma de solideo y se rascó el pelo antes de hablar.

—No el hechizo habitual, señor. Algo mucho más complicado. Terminando con la vela naranja…

—¿Que es?

—Tellann.

—¿Van a complicarse las cosas?

—No si nos llevamos todos los caballos, capitán.

Pico observó que su oficial lo estudiaba y se preguntó qué era lo que veía. No era de las que expresaba demasiado con ese rostro duro pero hermoso. Ni siquiera los ojos mostraban demasiado. La quería, cierto, pero también le tenía un poco de miedo a Faradan Sort.

—De acuerdo, Pico, ¿dónde me quieres?

—En los establos, con todos los caballos listos para irse, y quizá dos ensillados. Ah, y su pienso para el camino.

—¿Y puedo hacer todo eso sin que salte ninguna alarma?

—No oirán nada, señor. De hecho, podría subir ahora mismo y llamar a la puerta y no nos oirían.

Con todo, Faradan vaciló.

—¿Así que puedo acercarme a los establos sin más, ahora mismo?

Pico asintió con una gran sonrisa.

—Dioses del inframundo —murmuró la capitán—. No sé si alguna vez me acostumbraré a esto.

—Mockra se ha apoderado de sus mentes, señor. No tienen defensas. Creo que nunca les han lanzado un hechizo.

Faradan echó a andar medio agazapada, moviéndose con rapidez, aunque no fuera necesario, y momentos después estaba dentro de los establos.

Pico sabía que a la capitana le llevaría un tiempo hacer cuanto le había pedido. ¡Acabo de decirle a un capitán lo que tiene que hacer! ¡Y lo está haciendo! ¿Significa eso que ella también me quiere? Se quitó la idea de la cabeza. No era buena idea dejar que su mente vagara según estaban las cosas. Salió poco a poco del refugio de los árboles que bordeaban ese lado del camino de piedra. Se agachó para recoger una roca pequeña, escupió encima y la volvió a dejar en el suelo (para sujetar a Mockra), después cerró los ojos y buscó la vela blanca.

Embozado. Muerte, un lugar muy, muy frío. Hasta el aire estaba muerto. En su mente se asomó a ese reino como si mirara por una ventana, el alféizar de madera lleno de cera fundida, la propia vela blanca parpadeando en un lado. En el suelo, un montón de cenizas y huesos de todo tipo. Pico estiró el brazo, cerró la mano alrededor de un hueso largo y pesado y lo sacó. Extrajo a toda prisa cuantos huesos pudo colar por la sinuosa ventana, y siempre escogió los grandes. No tenía ni idea de a qué bestias pertenecían esos huesos, pero servirían.

Cuando quedó satisfecho con el montón blanco y polvoriento que había apilado en el camino, Pico cerró la ventana y abrió los ojos. Cuando miró, vio a la capitán en pie en los establos, haciéndole gestos.

Pico le respondió con la mano, después se giró y les mostró a los huesos la vela púrpura. Los huesos se alzaron del camino como plumas en una corriente de aire, y cuando el mago se apresuró a reunirse con Faradan Sort, los huesos lo siguieron flotando sobre el suelo a la altura de la cintura.

La capitán había vuelto a desaparecer en el interior de los establos antes de que llegara Pico; salió llevándose a los caballos justo cuando el soldado se aproximó sin ruido a las anchas puertas.

El mago entró con una gran sonrisa en los establos con los huesos detrás. Una vez dentro, con ese maravilloso olor a cerrado de los caballos, el olor a cuero, estiércol y paja empapada de orina, repartió los huesos, unos cuantos en cada caseta, y apagó la vela púrpura cuando terminó. Se acercó al montículo de paja de un extremo, cerró los ojos para despertar la vela naranja y escupió en la paja.

—Ya podemos irnos —le dijo a la capitán cuando se reunió con ella fuera.

—¿Ya está?

—Sí, señor. Estaremos a mil pasos de aquí, camino abajo, antes de que se prenda Tellann…

—¿Fuego?

—Sí, señor. Un fuego terrible, ni siquiera podrán acercarse; arderá rápido, pero no quemará nada más y por la mañana solo quedarán las cenizas.

—Y unos huesos carbonizados que podrían pertenecer a unos caballos.

—Sí, señor.

—Lo has hecho bien esta noche, Pico —dijo Faradan Sort al tiempo que se subía a uno de los caballos ensillados.

Pico, que se sentía el hombre más ligero de la tierra, saltó al otro y miró atrás, con orgullo, a las otras siete bestias. Animales bastante decentes, pero los habían tratado mal. Lo que convertía el robo en una buena acción. Los malazanos sabían cómo cuidar de sus caballos, después de todo.

Entonces frunció el ceño, bajó la cabeza y miró sus estribos.

Luego vio que la capitán también estaba mirando los suyos.

—¿Qué es esto? —le preguntó ella con un siseo.

—¿Rotos? —se preguntó Pico.

—No que yo vea, y los tuyos son idénticos a los míos. ¿Qué idiota inventó estos trastos?

—Capitán —dijo Pico—, no creo que tengamos que preocuparnos mucho por la caballería letherii, ¿verdad?

—Y que lo digas, Pico. Bueno, pongámonos en marcha. Si tenemos suerte, no nos romperemos el cuello antes de veinte pasos.

El padre del hombre llamado Rebanagaznates solía contar historias de la conquista de Li Heng por parte del emperador, mucho antes de que Kellanved fuera emperador de ningún sitio. Cierto, había derrocado a Mock en Malaz y se había proclamado gobernante de esta isla, pero ¿desde cuándo era la isla de Malaz otra cosa que un miserable refugio de piratas? En el continente pocos se fijaban en ese tipo de detalles. Un nuevo tirano que reemplazaba a un tirano viejo.

La conquista de Li Heng cambió todo eso. No hubo flota de barcos que atestara la desembocadura del río al sur y al este de la ciudad; ninguna pista, de hecho, que anunciara el asalto. En su lugar, una hermosa mañana de primavera en nada diferente a un sinfín de otras mañanas parecidas. El padre de Rebanagaznates, junto con miles de esforzados ciudadanos más, había observado, al echar una mirada casual hacia el Foco Interno, donde se encontraba el palacio de la Protectora, la repentina e inexplicable presencia de unas figuras extrañas en las murallas y almenas. Achaparradas, anchas, vestían pieles y empuñaban espadas y hachas deformes. Llevaban yelmos de hueso.

¿Qué le había pasado a la tan cacareada Guardia? ¿Y por qué había jirones de humo alzándose de los barracones de la plaza y el patio de armas? ¿Y era, era de verdad, la propia protectora a la que habían visto precipitándose desde la torre Alta junto al templo de la ciudad, en el corazón de todo?

Alguien había cortado la cabeza de Li Heng en el palacio. Unos guerreros no muertos hacían guardia en las murallas y, muy poco tiempo después, salieron por miles de la puerta del Foco Interno para ocupar la ciudad. El ejército permanente de Li Heng (tras media docena de escaramuzas suicidas) capituló ese mismo día. Kellanved se había convertido en el gobernante de la ciudad-estado y oficiales y nobles de la corte se habían arrodillado para jurar lealtad; las reverberaciones de esa conquista hicieron vibrar las ventanas de palacios de todas las tierras de Quon Tali.

Ése, hijo, fue el despertar de los t’lan imass logros. El ejército no muerto del emperador. Yo estuve allí, en las calles, y vi con mis propios ojos a esos terribles guerreros con las cuencas vacías y hundidas, la piel estirada, desgarrada, los mechones de pelo desprovisto de todo color. Dicen, hijo, que los logros siempre estuvieron allí, bajo las Cataratas del Accesible. Quizá en la Grieta, quizá no. Quizá solo en el polvo que llegaba soplando del oeste cada maldito día y cada maldita noche, ¿quién puede decirlo? Pero él los despertó, les dio órdenes y te digo que tras ese día, cada gobernante de Quon Tali vio una calavera en su espejo de plata, sí.

»La flota de barcos llegó más tarde, al mando de tres locos: Costra, Urko y Nok, pero la primera en pisar tierra fue nada menos que Torva, y sabes en quién se convertiría, ¿verdad?

Como para no saberlo. Estar al mando de los t’lan imass no evitaba las cuchilladas por la espalda, ¿no? Ese detalle fue la revelación que definió la vida de Rebanagaznates. Puedes asumir el mando de miles, de decenas de miles. Puedes tener bajo tu autoridad a hechiceros y flotas imperiales. Tener en tus manos las vidas de un millón de ciudadanos. El verdadero poder no era eso. El verdadero poder era el cuchillo en la mano, y la mano en la espalda de un necio.

El navajazo igualitario. Ahí lo tienes, padre, viejo zorro, una palabra que jamás has oído entre las cincuenta o así que aprendiste durante tu larga y absurda vida. Pintar ollas, ése sí que es un oficio inútil, porque las ollas nunca sobreviven, así que todas esas bonitas imágenes terminan hechas pedazos, en las playas de guijarros, en el foso, entre las paredes, en los campos de los granjeros. ¿Y no es verdad, eh, padre, que tu cocción privada de «La llegada de los Logros» terminó siendo tan popular como una dosis del comecaras de cualquier puta?

Hijo mayor o no, mezclar vidrios y vigilar un horno el día de cocción no era el futuro con el que él soñaba. Pero puedes pintarme, padre, y llamarlo «La llegada del asesino». Mi retrato podría adornar urnas funerarias, las de los que cayeron bajo el cuchillo, por supuesto. Una pena que nunca comprendieras el mundo lo suficiente como para honrarme. La profesión que elegí. Mi guerra contra la desigualdad en esta miserable y vil existencia.

Y que borraras mi nombre del linaje familiar, venga, hombre, en serio, para eso no había motivos.

Con catorce años, Rebanagaznates se encontró en compañía de ancianos y ancianas, personas todas ellas muy reservadas. El porqué y el cómo carecieron de relevancia incluso entonces. Su futuro se dibujó ante él, en zancadas medidas, y ni siquiera los dioses pudieron apartarlo de ese sendero frío.

De vez en cuando se preguntaba por sus antiguos maestros. Todos muertos, por supuesto. Torva se había ocupado de eso. Y no era que la muerte significase un fracaso. Los agentes de Torva habían fracasado a la hora de encontrar el rastro de Rebanagaznates, y dudaba que fuera el único en haber eludido a la Garra. También se preguntaba si seguiría siendo lo que era, apartado como había estado del Imperio de Malaz. Pero él era un hombre paciente; en su profesión había que serlo, después de todo.

No obstante, la consejera ha pedido lealtad. Para servir a una causa desconocida. Dijo que no habría testigos de nuestra obra. Por mí, no hay problema. Así es como hacen los asesinos su trabajo. Así que él le seguiría el juego, a ella y a ese ejército de Oponn de imbéciles patéticos. De momento.

Se quedó allí, con los brazos cruzados, apoyado contra el muro con los hombros adelantados. Podía sentir de vez en cuando un roce en el pecho, ligero como la pata de un ratón, cuando miraba con un interés poco entusiasta lo que sucedía en el aposento privado de Brullyg.

El pobre gobernante temblor estaba sudando y no había cantidad de su cerveza favorita que pudiera detener los estremecimientos de sus manos mientras permanecía allí sentado, acurrucado en su sillón de respaldo alto, los ojos clavados en la jarra que sujetaba en lugar de en las dos mujeres con armadura que tenía delante.

Rebanagaznates pensaba que Lostara Yil era, si acaso, más atractiva de lo que lo había sido T’amber. O por lo menos estaba más en consonancia con su gusto. Los tatuajes pardus eran sensualidad inscrita en la piel y la redondez de su figura (mal disimulada por la armadura) se movía con la elegancia de una bailarina (cuando se movía, cosa que no hacía en ese momento, aunque la promesa de elegancia era inconfundible). La consejera presentaba un contraste desalentador, la pobre mujer. Como esos destinados a morar a la sombra de amigos más atractivos, la consejera sufría la comparación con aparente indiferencia, pero Rebanagaznates (al que no se le daba nada mal descubrir verdades tácitas) podía leer el dolor que causaba esa sosa insuficiencia, y ésa era una verdad humana, ni más ni menos sórdida que todas las demás verdades humanas. Los que carecían de belleza lo compensaban de otros modos, los modos formales pero artificiales del rango y el poder, y así eran las cosas en todo el mundo.

Por supuesto, cuando al fin tienes ese poder no importa lo feo que seas, ya puedes engendrar con los mejores. Quizá eso explicara la presencia de Lostara junto a Tavore. Pero Rebanagaznates tampoco estaba del todo seguro. No le parecía que fueran amantes. Ni siquiera estaba convencido de que fueran amigas.

Alineado cerca de la pared, a la derecha de la puerta, se encontraba el resto del séquito de la consejera. El puño Blistig, la cara ancha y roma ensombrecida por una especie de agotamiento espiritual. No compensa, consejera, mantener cerca a un hombre así; acaba con la vida, la esperanza y la fe. No, Tavore, tienes que deshacerte de él y ascender a nuevos puños. Faradan Sort. Madan tul’Rada. Violín. Pero no al capitán Tierno, ni se te ocurra, mujer. No a menos que quieras tener un verdadero motín entre manos.

Motín. Bueno, ya está, ya lo había dicho. Pensado, en realidad, pero se acercaba lo suficiente. Conjurar la palabra era despertar la posibilidad, como rascarse invitaba a que se enconara. Los Cazahuesos estaban repartidos a los cuatro vientos y eso era un riesgo terrible. Rebanagaznates sospechaba que al final de esa extraña campaña los soldados de Tavore regresarían en un goteo constante y en número muy escaso, si acaso.

Sin testigos. A la mayor parte de los soldados no les gusta la idea. Cierto, los había puesto a tono cuando se lo había dicho, pero esa fiereza no puede durar. El hierro es demasiado frío. Su sabor demasiado amargo. Dioses, solo hay que mirar a Blistig para ver lo que pasa.

Junto al puño se encontraba Asimismo, el herrero meckros, el hombre al que fuimos a buscar a la ciudad de Malaz, y seguimos sin saber por qué. Ah, hay sangre en tu sombra, ¿verdad? Sangre malazana. La de T’amber. La de Kalam. Quizá también la de Ben el Rápido. ¿Mereces la pena? Rebanagaznates todavía tenía que ver a Asimismo hablando con un soldado. Ni una sola palabra, ni de agradecimiento ni de disculpa por las vidas sacrificadas. Estaba allí porque la consejera lo necesitaba. ¿Para qué? Y no es que la mujer diga nada, ¿eh? No nuestra reservada Tavore Paran.

A la derecha de Asimismo se encontraba Banaschar, un sacerdote supremo depuesto de D’rek, si lo que decían los rumores era verdad. Otro pasajero más en aquel maldito ejército renegado. Pero Rebanagaznates sabía cuál era el fin de Banaschar. Dineros. Miles, decenas de miles. Es el que nos paga, y toda esta plata y oro que llevamos en las bolsas se robó en alguna parte. Tuvo que robarse. No hay nadie tan rico. ¿La respuesta obvia? Bueno, ¿qué tal los cofres del templo del Gusano del Otoño?

Un ruego al Gusano: paga a un ejército de gruñones descontentos. Por alguna razón, creyentes todos, dudo mucho que eso estuviera en vuestras plegarias.

Pobre Brullyg, no tenía muchos aliados en ese aposento. El objeto de la lujuria de Bálsamo, esa tal capitana Shurq Elalle del corsario Gratitud Imperecedera, y su primer oficial, Skorgen Kaban el Guapo. Y ninguno de ellos parecía impaciente por ponerse al lado de Brullyg en la arena.

Pero esa Shurq, cómo vigilaba la muy condenada. Seguro que era mucho más peligrosa que el usurpador de esa asquerosa isla.

La consejera había estado explicando, en una lengua de los comerciantes bastante decente, las nuevas reglas de gobierno del Segundo Fuerte de la Doncella, y con cada frase la expresión de Brullyg se había ido hundiendo cada vez más.

Entretenido, si lo que te gustaba era el humor sardónico.

—Unos barcos de nuestra flota —le estaba explicando en ese momento— entrarán en el puerto para reabastecerse. De uno en uno, puesto que no queremos provocar el pánico entre sus ciudadanos…

Un bufido de Shurq Elalle, que había arrastrado su silla hacia un lado, casi delante de donde estaba apoyado en el muro Rebanagaznates; la capitana quería tener una buena vista tanto del anfitrión como de los invitados. Junto a ella, Skorgen se llenaba la prodigiosa tripa con la cerveza favorita de Brullyg, la jarra en una mano, un dedo de la otra explorando las profundidades de una oreja mutilada y roja como una rosa. El hombre había dado comienzo a una sucesión de eructos, cada uno liberado con un pesado suspiro, que llevaban sucediéndose ya media campanada y sin señal de que fueran a terminar pronto. La sala entera hedía con sus exhalaciones de levadura.

La desdeñosa protesta de la capitana atrajo la atención de la consejera.

—Comprendo su impaciencia —dijo Tavore con voz fría—, y sin duda desea irse. Por desgracia, debo hablar con usted y lo haré en breve…

—Una vez que haya detallado con meticulosidad la emasculación de Brullyg, quiere decir. —Shurq levantó una pierna bien torneada y la cruzó sobre la otra, enlazó las manos en el regazo y le dedicó una dulce sonrisa a la consejera.

Los ojos incoloros de Tavore contemplaron a la capitana pirata durante un largo instante, después miró hacia donde se encontraba su séquito.

—Banaschar.

—¿Consejera?

—¿Qué le pasa a esta mujer?

—Está muerta —respondió el antiguo sacerdote—. Una maldición nigromántica.

—¿Está seguro?

Rebanagaznates se aclaró la garganta.

—Consejera, el cabo Olor a Muerto dijo lo mismo cuando la vimos abajo, en la taberna.

Brullyg se había quedando mirando a Shurq con los ojos muy abiertos, casi salidos de las cuencas, la mandíbula colgándole sin fuerza.

Junto a Shurq, Skorgen Kaban estaba de repente frunciendo el ceño, los ojos disparados. Sacó el dedo que había estado hundiendo en una oreja y miró la mugre que lo cubría entero. Tras un momento, Guapo se metió ese dedo en la boca.

—Bueno —suspiró Shurq y levantó los ojos hacia Tavore—. Ya lo ha hecho, ¿no? Por desgracia, la moneda de este secreto es la más vil de todas, a saber, la vanidad. Bien, he de decir que, si es dueña de algún desagradable prejuicio con respecto a los no muertos, me veré obligada a evaluar de nuevo la consideración que le tengo, consejera. A usted y a sus variopintos compañeros.

Para sorpresa de Rebanagaznates, Tavore, de hecho, sonrió.

—Capitana, el Imperio de Malaz es buen conocedor de los no muertos, aunque pocos poseen sus muchos encantos.

¡Dioses del inframundo, está coqueteando con este cadáver de olor dulce!

—Muchos, sin duda —murmuró Banaschar, pero luego fue lo bastante grosero como para no añadir más.

Malditos sacerdotes del Embozado. No sirven para nada.

—En cualquier caso —continuó Tavore—, carecemos de prejuicios en este tema. Me disculpo por plantear la pregunta que llevó a desvelar el secreto. Solo sentía curiosidad.

—Yo también la siento —respondió Shurq—. Ese Imperio de Malaz suyo, ¿tiene alguna razón en concreto para invadir el Imperio de Lether?

—Se me dio a entender que esta isla es independiente…

—Y lo es, desde la conquista edur. Pero no creo que esté invadiendo una islita de nada. No. Está utilizando la islita para lanzar su asalto contra el continente. Así que permítame preguntar otra vez, ¿por qué?

—Nuestro enemigo —respondió la consejera, todo buen humor ya desaparecido— son los tiste edur, capitana. No los letherii. De hecho, querríamos alentar un levantamiento general de letherii…

—No lo conseguirá —dijo Shurq Elalle.

—¿Por qué no? —preguntó Lostara Yil.

—Porque resulta que nos gustan las cosas tal y como están. Más o menos. —Cuando nadie dijo nada, la pirata sonrió y continuó—: Es muy posible que los edur hayan derrocado a los gobernantes en su absurdo palacio a medio terminar de Letheras. Y es muy posible que hayan hecho estragos en unos cuantos ejércitos letherii de camino a la capital. Pero en los bosques no va a encontrar bandas de rebeldes medio muertos de hambre soñando con la independencia.

—¿Por qué no? —volvió a preguntar Lostara en idéntico tono.

—Los que conquistaron fueron ellos, pero los que ganamos fuimos nosotros. Oh, ojalá estuviera aquí Tehol Beddict, a él se le da mucho mejor explicar las cosas, pero permítanme intentarlo. Me imaginaré a Tehol sentado aquí, para que me ayude. Conquista. Hay diferentes tipos de conquistas. Bien, tenemos a los tiste edur, que son dueños y señores aquí y acullá, la élite cuya palabra es ley y nunca se cuestiona. Después de todo, su hechicería es cruel, su criterio frío y muy simplista. Están, de hecho, por encima de toda ley, tal y como los letherii comprenden la noción…

—Y —interrumpió Lostara—, ¿cómo comprenden los letherii la noción de la ley?

—Bueno, una serie de directrices deliberadamente vagas que uno intenta eludir con la ayuda de un abogado contratado cuando es necesario.

—¿Qué era usted, Shurq Elalle, antes de ser pirata?

—Ladrona. He empleado unos cuantos abogados en mis tiempos. En cualquier caso, a lo que voy es a lo siguiente. Los edur gobiernan, pero por ignorancia o indiferencia (y, afrontémoslo, sin ignorancia no se llega a la indiferencia) les importa muy poco la administración diaria del imperio. Así que ese sistema concreto continúa siendo letherii, y en la actualidad está incluso menos regulado de lo que lo estuvo en el pasado. —Sonrió otra vez y balanceó una pierna—. En cuanto a nosotros, las clases inferiores, bueno, casi nada ha cambiado. Seguimos siendo pobres. Plagados de deudas, cómodamente desdichados, y, como diría Tehol, desdichados en nuestra comodidad.

—Así que —dijo Lostara—, ni siquiera los nobles letherii agradecerían un cambio en el orden actual.

—Ellos menos que nadie.

—¿Qué hay del emperador?

—¿Rhulad? A decir de todos, está loco y, a todos los efectos, también aislado. El imperio lo gobierna el canciller, y ése es letherii. También era canciller en los tiempos del rey Dukanar; se le puso ahí para garantizar que la transición transcurriera sin contratiempos.

Un gruñido de Blistig, que se volvió hacia Tavore.

—Los marines, consejera —dijo con un pequeño gemido.

Y Rebanagaznates comprendió y sintió un escalofrío de pavor que lo empapó entero. Los enviamos al interior con la perspectiva de encontrar aliados, con la perspectiva de que agitaran el campo y provocaran un frenesí beligerante. Pero no lo conseguirán.

Todo este puñetero imperio se va a levantar, claro que sí. Pero para arrancarles las gargantas a nuestros marines.

Consejera, lo has vuelto a hacer.