13

Quedaba una quilla y medio casco del naufragio donde nos reunimos los náufragos, y la tormenta de la noche pasada permanecía como saliva en el aire cuando nos metimos en esa cama de cuadernas dobladas.

Oí muchas plegarias murmuradas, manos destellando para espantar esto y aquello como conviene a la necesidad de cada alma, su conversación con el miedo comenzada en la niñez, sin duda, y, si pudiera recordar la mía, yo también habría querido remedar una huida del terror.

Pero en ese momento solo pude bajar la vista y contemplar esa cosecha de caparazones de esqueletos diminutos, los diablillos con cola y rostros que parecían humanos, garras de halcón y todo tipo de extraños adornos para detallar a la perfección esa brillante pesadilla soleada.

No es de extrañar que yo abjurara del mar ese día. La tormenta y el barco roto había levantado una hueste impía y, oh, había muchos más sin duda, rodeando esta maldita isla.

En cualquier caso, fui yo el que pronunció entonces una cascada de palabras repugnante:

—Supongo que no todos los diablillos saben volar.

Aun así, tampoco era motivo para arrancarme los ojos, ¿no?

—Tobor el Ciego, de Límite

—Ésa, amigos, es una mujer hermosa.

—Si te gustan así.

—¿Y por qué no iba a gustarme, maldito cavatúmulos? El caso es, y siempre pasa lo mismo, ¿verdad? Mira el matón con el que está, el tipo es un caso perdido. Eso es lo que no entiendo. Podría tener a quien quisiera aquí dentro. Podría tenerme incluso a mí. Pero, ahí está, sentada junto a ese perro ganadero cojo, manco, tuerto, con una sola oreja y sin nariz. A ver, para que hablen de feo.

El tercer hombre, que todavía no había hablado, le lanzó una mirada furtiva de soslayo, observó el pelo que parecía un nido de pájaros, las orejas que parecían remos, los ojos saltones y las calvas que eran las cicatrices del fuego en unos rasgos que le recordaban a una calabaza aplastada (de soslayo y breve, esa mirada); después Rebanagaznates optó por apartar la mirada toda prisa. Lo último que quería era estallar en otra de sus raras carcajadas llenas de trinos que parecían paralizar a todo el que las oía.

Caray con la carcajada, yo nunca me reí así. La maldita me mete miedo hasta a mí. Bueno, había aspirado una buena bocanada de llamas grasientas y eso le había hecho algo al tubo de la voz. El daño solo se revelaba cuando se reía, y recordó que en los meses que siguieron… a todo aquello… no había habido muchas razones para reírse.

—Allá va ese tabernero —comentó Olor a Muerto.

Era fácil hablar de todo y de nada, allí nadie salvo ellos entendía malazano.

—Otro que le pone ojitos a la dama —dijo el sargento Bálsamo con desdén—. ¿Y con quién se sienta ella? Que el Embozado me lleve, no tiene sentido.

Olor a Muerto se inclinó hacia delante y volvió a llenarse con cuidado la jarra.

—Es la entrega de ese barril. El de Brullyg. Parece que el guapo y la muchacha muerta se han ofrecido voluntarios.

Los ojos saltones de Bálsamo se salieron un poco más.

—¡No está muerta! ¡Yo te diré lo que está muerto, Olor a Muerto, ese gusano ahogado en una charca que tienes entre las piernas!

Rebanagaznates miró al cabo.

«Si te gustan así», había dicho. Se le escapó un gemido medio estrangulado que hizo que sus dos compañeros se estremecieran.

—¿Y tú de qué te vas a reír, en el nombre del Embozado? —preguntó Bálsamo—. Pues no te rías, y es una orden.

Rebanagaznates se mordió con fuerza la lengua. Las lágrimas le desdibujaron la visión por un momento y el dolor se le disparó por el cráneo como un guijarro en un cubo. Mudo, sacudió la cabeza. ¿Reír? ¿Yo? Para nada.

El sargento miraba con furia a Olor a Muerto otra vez.

—¿Muerta? Pues a mí no me parece demasiado muerta.

—Confíe en mí —respondió el cabo después de echar un buen trago y eructar—. Sí, sabe ocultarlo, pero esa mujer murió hace algún tiempo.

Bálsamo estaba encorvado sobre la mesa rascándose las marañas de pelo. Unas escamas bajaron flotando y se posaron como motas de pintura en la madera oscura.

—Dioses del inframundo —susurró—. Quizá alguien debería… no sé… quizá… ¿decírselo?

Las cejas casi sin pelo de Olor a Muerto se alzaron.

—Disculpe, señora, tiene usted una tez para morirse y supongo que eso fue lo que hizo usted.

Otro chillidito de Rebanagaznates.

El cabo continuó.

—¿Es cierto, señora, que un cabello perfecto y un maquillaje costoso pueden ocultar cualquier cosa?

Un gemido ahogado de Rebanagaznates.

Las cabezas se volvieron.

Olor a Muerto bebió atropelladamente otro trago y empezó a entusiasmarse.

—Es gracioso, porque no parece usted muerta.

Y estalló el graznido agudo.

Cuando concluyó se hizo un silencio repentino en la sala principal de la taberna, salvo por el ruido de una jarra al rodar, jarra que después se cayó de una mesa y rebotó en el suelo.

Bálsamo miró con furia a Olor a Muerto.

—Ya estamos. Tenías que tirar y tirar. Como digas otra palabra, cabo, vas a terminar más muerto que ella.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Olor a Muerto—. Ah, ya. Esencia de pudrición.

Las mejillas de Bálsamo se abultaron y su rostro se volvió de un extraño tono púrpura. Sus ojos amarillentos parecían a solo unos momentos de saltarse de las cuencas.

Rebanagaznates intentó apretar la vista, pero la imagen de la cara del sargento estalló en su mente. Chilló tras las manos y miró a su alrededor con expresión impotente.

La atención de todos se concentraba en ellos y no hablaba nadie. Hasta la hermosa mujer que había entrado con ese zoquete mutilado y el propio zoquete (cuyo único ojo bueno resplandecía entre los pliegues de un severo ceño) se habían detenido, cada uno a un lado del barril de cerveza que había sacado el tabernero. Y el propio tabernero se había quedado mirando a Rebanagaznates con la boca abierta.

—Bueno —comentó Olor a Muerto—. Entre que aquí Gaznate anuncia que está en celo, y esperemos que no haya pavos en esta isla, y que a usted, sargento, la cabeza parece a punto de estallarle como un maldito, se acabó nuestra fama de chicos malos.

—Fue culpa tuya —siseó Bálsamo—, ¡cabrón!

—No creo. Como ve, yo estoy muy tranquilo. Aunque un poco avergonzado por la compañía, por desgracia.

—Muy bien, te cambiamos de turno. Bien sabe el Embozado que Gilani es mucho más guapa que…

—Sí, pero resulta que Gilani está viva, sargento. No es su tipo, por lo que se ve.

—¡No lo sabía!

—Ésa sí que es una admisión patética, ¿no le parece?

—Un momento —intervino Rebanagaznates al fin—. Yo tampoco me di cuenta, Olor a Muerto. —Y señaló con un dedo al cabo—. Otra prueba más de que eres un puñetero nigromante. No, no pongas esa cara de asustado, ya no nos lo tragamos. Sabías que estaba muerta porque los hueles, como tu propio nombre indica. De hecho, apuesto a que fue por eso por lo que Diente Bravo te puso ese nombre, no se le escapa ni una, ¿eh?

El ruido ambiental iba resucitando poco a poco, acompañado de más de un gesto contra el mal de ojo y un par de sillas arañando el suelo entre la mugre cuando unos parroquianos optaron por escaparse por la puerta principal.

Olor a Muerto tomó un poco más de cerveza. Y no dijo nada.

La mujer muerta y su compañero se dirigieron a la salida, él cojeando e intentando equilibrar el barril sobre un hombro.

—Allá van —rezongó Bálsamo—. Típico, ¿no? Justo cuando andamos cortos de personal.

—Nada de lo que preocuparse, sargento —dijo Olor a Muerto—. Está todo controlado. Aunque si el tabernero decide seguirlos…

—Si lo hace, se arrepentirá —gruñó Rebanagaznates. Se levantó y se colocó bien la capa impermeable de reglamento de los marines—. Qué suerte tenéis los dos, que podéis quedaros aquí sentados engordando el culo. Hace un frío de la hostia ahí fuera, que lo sepáis.

—Estoy tomando nota de toda esta insubordinación —rezongó Bálsamo y se dio unos golpecitos en la cabeza—. Aquí dentro.

—Ah, bueno, menos mal —dijo Rebanagaznates. Y se fue de la taberna.

Temblor Brullyg, tirano del Segundo Fuerte de la Doncella, aspirante a rey de la Isla, se había repantigado en el sillón de respaldo alto del prefecto de la antigua prisión y miraba con furia por debajo de las densas cejas a los dos extranjeros de la mesa que había al lado de la puerta del aposento. Estaban jugando otra de sus puñeteras partidas. Unas tabas, un cuenco de madera alargado y unas plumas de cuervo partidas.

—Con dos botes me gano una baza —dijo uno de ellos, aunque Brullyg no terminaba de estar seguro; aprender un idioma sin que nadie se entere no era cosa fácil, pero a él siempre se le habían dado bien los idiomas. Temblor, letherii, tiste edur, fent, la lengua de los mercaderes y meckros. Y empezaba a chapurrear un poco de ese… ese tal malazano.

Qué oportunos. Le habían arrebatado el momento con tanta facilidad como le habían arrebatado el cuchillo, el hacha de guerra. Extranjeros colándose en el puerto, no tantos a bordo como para causar mucha preocupación, o eso había parecido. Además, ya había problemas suficientes que rumiar por aquel entonces. Un mar repleto de montañas de hielo que se cernían sobre la Isla, más ominosas que cualquier flota o ejército. Habían dicho que podían ocuparse de eso, y él era un hombre que se ahogaba y empezaba a hundirse por última vez.

Aspirante a rey de la Isla, estrujado y aplastado bajo un hielo absurdo. Enfrentarse cara a cara con una verdad así había sido como si unas garras de dragón le atravesaran la vela del barco. Después de todo lo que había hecho…

Qué oportunos. Empezaba a preguntarse si esos malazanos no habrían llevado el hielo con ellos. Si no lo habrían mandado girando con la corriente salvaje de la estación solo para poder llegar justo un paso por delante y ofrecerse a repelerlo. Ni siquiera los habría creído, recordó Brullyg, había sido su desesperación la que había hablado. «Hacedlo y seréis invitados reales todo el tiempo que queráis». Habían sonreído al oír la oferta.

Soy idiota. Y algo peor.

Así que resultaba que dos miserables pelotones lo gobernaban a él y a cada puñetero residente de esa isla, y no había nada que él pudiera hacer. Salvo ocultar la verdad a todos los demás. Y cada día está empezando a costar más.

—La baza está en el hoyo, coge una taba y casi que lo tienes —dijo el otro soldado.

Es posible.

—¡Resbaló cuando respiraste, lo vi, tramposo!

—Yo no respiré.

—Sí, ya, que ahora eres un puto cadáver del Embozado, ¿no?

—No, pero yo no respiré cuando dices. Mira, está en el hoyo, ¿lo niegas?

—A ver, déjame mirar mejor. ¡Ja, no, no está!

—¡Es que acabas de suspirar y la mueves, maldito seas!

—Yo no suspiré.

—Claro, y tampoco estás perdiendo, ¿a que no?

—Solo porque esté perdiendo no significa que suspirara. Y mira, no está en el hoyo.

—Espera mientras respiro…

—¡Pues entonces yo suspiro!

—Respirar es lo que hacen los que ganan. Suspirar es lo que hacen los que pierden. Por tanto, gano yo.

—Claro, para ti hacer trampas es tan natural como respirar, ¿no?

Brullyg poco a poco fue desviando la atención de los dos que había junto a la puerta y contempló al último soldado que había en la cámara. Por el aquelarre que la mujer era una belleza. Una piel tan oscura, mágica, esos ojos sesgados que resplandecían con una dulce invitación… maldito fuera, todos los misterios del mundo estaban en esos ojos. ¡Y esa boca! ¡Esos labios! Si pudiera deshacerse de los otros dos, y quizá robarle los terribles cuchillos que llevaba la chica encima, entonces sí que podría descubrir esos misterios del modo en que ella quería que se los descubriera.

Soy el rey de la Isla. O a punto de serlo. Una semana más, y si no aparece ninguna de las zorras de las hijas de la reina muerta, me corresponde todo a mí. Rey de la Isla. Casi. Queda tan poco que ya puedo usar el título, seguro. ¿Y qué mujer no dejaría la vida miserable de un soldado por la cálida y blanda cama de la primera concubina de un rey? Vale, es verdad que ésa es una costumbre letherii, pero como rey puedo hacer mis propias reglas. Y si al aquelarre no le gusta, bueno, siempre están los acantilados.

—Cuidado, Masan —dijo uno de los malazanos de la mesa—, se le está poniendo esa cara otra vez.

La mujer llamada Masan Gilani se estiró como un gato en su silla, levantó los brazos, unos brazos tersos, en absoluto flacos, y los arqueó con un gesto que transformó sus grandes pechos en globos redondos que tensaron la tela gastada de su camisa.

—Siempre que siga pensando con el otro cerebro, Lóbulo, vamos bien.

Después se volvió a acomodar y estiró las piernas perfectas.

—Deberíamos traerle otra puta —dijo el que se llamaba Lóbulo mientras recogía las tabas y las metía en una saquita de cuero.

—No —contestó Masan Gilani—. A Olor a Muerto le costó mucho revivir a la última.

Pero ésa no es la verdadera razón, ¿verdad? Brullyg sonrió. No, me quieres para ti. Además, yo no suelo ser así. Estaba desahogando ciertas… frustraciones. Eso es todo. Su sonrisa se desvaneció. Pues sí que usan las manos cuando hablan. Gestos de todo tipo. Gente rara, estos malazanos. Carraspeó y habló en letherii, con ese tono lento que parecían necesitar.

—No me iría mal otro paseo. Mis piernas necesitan ejercicio. —Un guiño hacia Masan Gilani, que respondió con una sonrisa cómplice que le iluminó a Brullyg los bajos, lo suficiente para hacerlo cambiar de postura en la silla—. Mi pueblo necesita verme, ¿entienden? Si empiezan a sospechar… bueno, si hay alguien que sabe lo que es un arresto domiciliario, son los ciudadanos del Segundo Fuerte de la Doncella.

Lóbulo le contestó en un letherii muy malo.

—Tú recibir tu cerveza viene hoy, ¿no? Mejor querer estar esperar aquí eso. Nosotros a ti paseamos esta noche.

Como una de las señoras de la Consigna Libertad con su perrito faldero. Qué bien, ¿no? Y cuando levante una pata y te mee encima, Lóbulo, ¿entonces qué?

No les tenía miedo a esos soldados. Era el otro pelotón, el que todavía estaba isla arriba. El que tenía a esa niña muda y flaca. La niña a la que le daba por aparecer como de la nada. En medio de un remolino de luz; se preguntó qué pensarían de ese truquito las brujas temblor. Lo único que Lóbulo tenía que hacer (Lóbulo, o Masan Gilani, o Galt, cualquiera de ellos), lo único que tenían que hacer era pronunciar su nombre.

Peccado.

Un auténtico terror, esa cría, y no se le veía ni una sola garra. Sospechaba que le iba a hacer falta un aquelarre entero para deshacerse de ella. A ser posible a costa de sufrir grandes pérdidas. El aquelarre tenía la costumbre de agobiar a los gobernantes elegidos de los temblor. Y están de camino, como cuervos hacia un cadáver, todo saliva y cacareos. Claro que, no saben volar. No saben ni siquiera nadar. No, les harán falta barcos para cruzar el estrecho, y eso suponiendo que el Límite no sea ahora una masa revuelta de hielo, que es lo que parece desde aquí.

El soldado llamado Galt se levantó de su silla, hizo una mueca por alguna punzada en los riñones y se acercó a lo que había sido la posesión más preciada del prefecto, un tapiz que dominaba un muro entero. Desvaído por el tiempo (y manchado en la esquina inferior izquierda por salpicaduras secas de la sangre del pobre prefecto), la colgadura mostraba el Primer Desembarco de los letherii, aunque en realidad no era el primer desembarco de los colonizadores. La flota había llegado a la vista de la costa en algún lugar enfrente del Límite. Varias canoas fent se habían aventurado a salir para entrar en contacto con los desconocidos. Un intercambio de regalos había ido mal y había provocado la masacre de los hombres fent y la subsiguiente esclavización de las mujeres y los niños de la aldea. Tres asentamientos más habían sufrido el mismo destino. Los siguientes cuatro, al sur, costa abajo, los habían abandonado a toda prisa.

La flota había rodeado al fin la península Sadon por la costa norte del mar Desahucio y después había pasado junto al brazo Longitud hasta entrar en la bahía Gedry. La ciudad de Gedry se fundó en el lugar del Primer Desembarco, en la desembocadura del río Lether. Ese tapiz, que con toda facilidad tenía mil años, era prueba suficiente. La creencia generalizada en la actualidad era que el desembarco se había producido en el lugar de la propia capital, río arriba. Era extraño cómo se rehacía el pasado para que encajara con el presente. Una lección que Brullyg podía utilizar una vez que fuera rey. Los temblor era un pueblo en el que reinaba el fracaso, condenado a no conocer más que la tragedia y el patetismo. Guardianes de la costa, pero incapaces de protegerla contra el hambre incesante del mar. Todo eso había que… revisarlo.

Los letherii habían conocido la derrota. Muchas veces. Su historia en esa tierra era sangrienta, plagada de sus traiciones, sus mentiras, sus crueldades despiadadas. Todo lo cual se veía en el presente como triunfante y heroico.

Así es como un pueblo debe verse a sí mismo. Como debemos verlo los temblor. Un faro cegador en esta costa oscura. Cuando sea rey…

—Mira este maldito trasto —dijo Galt—. Aquí, ese texto de las esquinas… podría ser ehrlitano.

—Pero no lo es —murmuró Lóbulo. Había desmantelado una de sus dagas; en la mesa, ante él, estaba el pomo, unos cuantos remaches y clavijas, un mango de madera envuelto en cuero, una empuñadura con una hendidura y la hoja extendida. Daba la sensación de que el soldado no sabía muy bien cómo volver a montarlo todo.

—Algunas de las letras…

—El ehrlitano y el letherii proceden del mismo idioma —dijo Lóbulo.

La mirada furiosa de Galt era suspicaz.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—No lo sé, idiota. Es lo que me dijeron.

—¿Quién?

—Ebron, creo. O Casco. ¿Qué más da? Alguien que sabe de esto. Por el Embozado, me estás dando dolor de cabeza. Y mira este desastre.

—¿Eso es mi cuchillo?

—Lo era.

Brullyg vio que Lóbulo ladeaba la cabeza.

—Pisadas al final de las escaleras —dijo el soldado. Y con esas palabras movió las manos en un movimiento desdibujado y, al tiempo que Galt se dirigía a la puerta, Lóbulo ya estaba encajando el pomo y arrojando de un papirotazo el cuchillo hacia Galt, que lo cogió con una sola mano sin ni siquiera perder el paso.

Brullyg volvió a ponerse cómodo en su sillón.

Masan Gilani se levantó y soltó de sus vainas los cuchillos de hojas largas y aspecto cruel que llevaba en las caderas.

—Ojalá estuviera con mi propio pelotón —dijo, después dio un paso hacia donde estaba sentado Brullyg—. No te muevas —le dijo.

Con la boca seca, el hombre asintió.

—Seguro que es la entrega de cerveza —comentó Lóbulo desde un lado de la puerta mientras Galt le quitaba el cerrojo y la abría lo suficiente para poder asomarse un poco.

—Claro, pero esas botas no suenan como deberían.

—¿No es el pelmazo baboso de siempre y su hijo?

—Ni de lejos.

—Muy bien. —Lóbulo metió la mano bajo la mesa y sacó una ballesta. Un arma verdaderamente extranjera, elaborada por completo con hierro o algo muy parecido al acero letherii. La cuerda era gruesa como el pulgar de un hombre y el cuadrillo encajado en el surco estaba coronado por una cabeza con forma de equis capaz de atravesar un escudo letherii como si fuera abedul. El soldado tiró de la garra y de algún modo la encajó en su sitio. Después se movió por el muro de la puerta hasta la esquina.

Galt retrocedió un poco cuando se acercaron los pasos de las escaleras. Hizo una serie de gestos con las manos a los que Masan Gilani respondió con un gruñido; Brullyg oyó que se rasgaba tela detrás de él y al instante sintió que la punta de un cuchillo lo presionaba entre los omóplatos, la mujer había atravesado el sillón entero. Mujer que se inclinó hacia él.

—Sé amable y sé estúpido, Brullyg. Conocemos a esos dos y nos imaginamos por qué están aquí.

Galt volvió la cabeza hacia Masan Gilani y asintió una vez, luego se metió en el umbral y abrió la puerta de par en par.

—Bueno —dijo arrastrando las palabras en su horrendo letherii—, si no es la capitana y su primer oficial. ¿Quedarse sin dinero viene muy pronto? ¿Qué hace vosotros venir con cerveza?

Un rezongo pesado detrás de la puerta.

—¿Qué ha dicho éste, capitana?

—Fuera lo que fuera, lo ha dicho mal. —Una mujer, y esa voz… Brullyg frunció el ceño. Ésa era una voz que había oído antes. La punta del cuchillo se le clavó un poco más en la espalda.

—Le traemos a Temblor Brullyg su cerveza —continuó la mujer.

—Qué bien —respondió Galt—. Nosotros vemos que él viene recibir.

—Temblor Brullyg es un viejo amigo mío. Quiero verlo.

—Está ocupado.

—¿Haciendo qué?

—Pensando.

—¿Temblor Brullyg? Lo dudo mucho, ¿y se puede saber, en el nombre del Errante, quién eres tú? No eres letherii, y tú y esos amigos tuyos que paran por la taberna, bueno, digamos que tampoco erais prisioneros aquí. He preguntado por ahí. Sois de ese extraño barco que hay anclado en la bahía.

—Bueno, capitana, es muy simple. Nosotros venimos para irse todo el hielo. Así que Brullyg, él recompensa a nosotros. Invitados. Invitados reales. Ahora nosotros hacemos compañía a él. Él es sonrisas agradable todo el tiempo. Nosotros agradables también.

—Agradables idiotas, me parece —rezongó el hombre de fuera, era de suponer que el primer oficial de la capitana—. A ver, a mí se me está cansando el brazo; apartaos y dejadme entregar este maldito trasto.

Galt miró por encima de un hombro a Masan Gilani, que se dirigió a él en malazano.

—¿Por qué me miras a mí? Yo solo estoy aquí para hacer babear a este tipo.

Brullyg se lamió el sudor de los labios. E incluso sabiéndolo, ¿por qué sigue funcionando? ¿Tan estúpido soy?

—Que entren —dijo en voz baja—. Para que pueda tranquilizarlos y que se vayan.

Galt miró otra vez a Masan Gilani, y aunque la mujer no dijo nada, algún tipo de comunicación debió de producirse entre ellos, porque el hombre se encogió de hombros y retrocedió.

—Viene la cerveza.

Brullyg observó a las dos figuras que entraron en la cámara. El que iba delante era Skorgen Kaban el Guapo. Lo que significaba… sí. El aspirante a rey sonrió.

—Shurq Elalle. No has envejecido ni un solo día desde la última vez que te vi. Y Skorgen… baja ese barril antes de que te disloques el hombro y añadas el tambaleo a la lista de tus males. Ponedle una espita al maldito trasto para que todos podamos tomar un trago. Ah —añadió cuando observó que los dos piratas asimilaban la presencia de los soldados, Skorgen casi dio un salto cuando vio a Lóbulo en la esquina con la ballesta acunada en los brazos—, éstos son algunos de mis invitados reales. En la puerta, Galt. En la esquina, Lóbulo, y este encanto de aquí con la mano en el respaldo de mi sillón es Masan Gilani.

Shurq Elalle cogió una de las sillas que había cerca de la puerta y la arrastró enfrente de Brullyg. Se sentó, cruzó las piernas, una encima de la otra, y entrelazó las manos en el regazo.

—Brullyg, serás tramposo, cicatero cabrón medio chiflado. Si estuvieras solo, estaría estrangulando ese cuello fofo ahora mismo.

—No puedo decir que me sorprenda tanta animadversión —respondió Temblor Brullyg, de repente era un consuelo contar con esos guardaespaldas malazanos—. Pero sabes, nunca fue tan malo ni tan feo como tú pensabas. Es que nunca me diste la oportunidad de explicar…

La sonrisa de Shurq fue a la vez hermosa y oscura.

—Vamos, Brullyg, tú nunca fuiste de los que daban explicaciones.

—Un hombre cambia.

—Ésa sí que sería la primera vez.

Brullyg resistió al impulso de encogerse de hombros porque eso habría abierto una brecha muy fea en la carne de su espalda. En su lugar, levantó las manos con las palmas hacia arriba y contestó.

—Dejemos de lado toda esa historia. El Gratitud Imperecedera descansa sano y salvo en mi puerto. La carga en tierra y dinero de sobra en tu bolsa. Imagino que estarás deseando abandonar nuestra bendita isla.

—Algo así —respondió ella—. Por desgracia, parece que nos está costando conseguir, eh, permiso. Hay un barco, el puñetero barco más grande que he visto en mi vida, bloqueando la bocana del puerto ahora mismo, y una especie de lustrosa galera de guerra se dirige a lanzar amarras en el muelle principal. ¿Sabes? —añadió la mujer con otra sonrisa rápida—, está empezando a parecer una especie de… bueno… bloqueo.

La punta del cuchillo dejó de pinchar la espalda de Brullyg y Masan Gilani volvió a envainar el arma y rodeó el sillón. Cuando habló, fue en un idioma que Brullyg no había oído jamás.

Lóbulo levantó la ballesta otra vez, apuntó a Brullyg y respondió a Masan en la misma lengua.

Skorgen, que se había arrodillado junto al barril y le daba golpes a la espita con el canto de una mano, se levantó.

—En el nombre del Errante, ¿se puede saber qué está pasando aquí, Brullyg?

Una voz habló desde la puerta.

—Solo una cosa. Tu capitana tiene razón. Se acabó la espera.

El soldado llamado Rebanagaznates estaba apoyado en el quicio de la puerta con los brazos cruzados. Le sonreía a Masan Gilani.

—Buenas noticias, ¿a que sí? Ya puedes coger tus deliciosas curvas, y todo lo demás, y bajar bailando hasta el muelle; seguro que Urb y los demás las echan mucho de menos.

Shurq Elalle, que no se había movido de su silla, exhaló un ruidoso suspiro.

—Guapo —dijo—, no creo que vayamos a salir de esta habitación en un buen rato. Búscanos unas jarras y empieza a servir, ¿quieres?

—¿Somos rehenes?

—No, no —respondió su capitana—. Invitados.

Masan Gilani, las caderas balanceándose considerablemente más de lo necesario, salió sin prisas de la sala.

Brullyg gimió por lo bajo.

—Lo dicho —murmuró Shurq—, los hombres no cambian. —Después miró a Galt, que había acercado la otra silla—. Supongo que no vas a dejar que estrangule a ese gusano odioso.

—Lo siento, no. —Una sonrisa rápida—. Todavía no, por lo menos.

—Bueno, ¿y quiénes son vuestros amigos del puerto?

Galt guiñó un ojo.

—Tenemos un trabajito que hacer, capitana. Y hemos decidido que esta isla nos irá muy bien como cuartel general.

—Tu habilidad con el letherii ha mejorado de forma notable.

—Debe de ser tu magnífica compañía, capitana.

—No te molestes —dijo Rebanagaznates desde la puerta—. Olor a Muerto dice que es del otro lado de la puerta del Embozado, a pesar de lo que veas o lo que creas ver.

Galt se puso cada vez más pálido.

—No sé muy bien lo que quiere decir tu amigo con eso —dijo Shurq Elalle, sus seductores ojos se posaron en Galt—, pero mis anhelos están más vivos que nunca.

—Eso es… asqueroso.

—Lo que explica el sudor de tu frente, supongo.

Galt se apresuró a secarse.

—Ésta es peor que Masan Gilani —se quejó.

Brullyg cambió de postura en el sillón con gesto nervioso. Qué oportunos. Esos malditos malazanos lo hacían como nadie. La libertad debería haber durado más.

—Date prisa con esa cerveza, Guapo.

De repente te ves solo, aislado, con un ejército desdichado retorciéndose en tus manos, la peor pesadilla de cualquier comandante. Y cuando los has metido de cabeza en un océano salvaje, las cosas ya no pueden ir peor.

La furia los había unido, durante un tiempo. Hasta que habían empezado a asimilar la verdad, como gusanos de moscardón bajo la piel. Su tierra natal los quería a todos muertos. No iban a ver a la familia, nada de esposas, maridos, madres, padres. No habría niños con los que jugar al caballito mientras haces cuentas mentales y te preguntas de qué vecino son los ojos que estás mirando. Ninguna sima que cruzar, ninguna brecha que arreglar. Como si todos tus seres queridos estuvieran muertos.

Los ejércitos empiezan a desmandarse cuando pasa eso. Casi peor que cuando no hay botín ni paga.

Éramos soldados del imperio. Nuestras familias dependían de los salarios, las desgravaciones, las rescisiones y las pensiones. Y muchos de nosotros éramos lo bastante jóvenes como para pensar en dejarlo, buscarnos una nueva vida, una que no implicara empuñar una espada y mirar a los ojos a un matón que te gruñe mientras intenta partirte en dos. Algunos estábamos muy cansados, joder.

¿Entonces qué nos mantuvo unidos?

Bueno, a ningún barco le gusta navegar solo, ¿no?

Pero el puño Blistig sabía que era más que eso. Sangre seca que los mantenía a todos pegados como la cola. La quemadura abrasada de la traición, la punzada de la furia. Y una comandante que había sacrificado a su propia amada para verlos a todos sobrevivir.

Blistig se había pasado demasiados días y noches en el Lobo de Espuma, en pie, a no menos de cinco pasos de la consejera, estudiando la espalda rígida de la mujer que contemplaba aquellos mares hoscos. Una mujer que no mostraba nada, pero algunas cosas ningún mortal las podía ocultar, y una de ellas era el dolor. La había mirado y se lo había preguntado. ¿Aquella mujer iba a conseguir recuperarse?

Alguien (posiblemente fuera Keneb, que en ese momento parecía entender a Tavore mejor que nadie, incluso mejor que la propia Tavore, quizá) había tomado entonces una decisión fatídica. La consejera había perdido a su ayudante. En la ciudad de Malaz. Ayudante y amante. Bien, quizá no se pudiera hacer nada por la amante, pero el papel de ayudante era un cargo oficial, un cargo necesario para cualquier comandante. No un hombre, por supuesto, tendría que ser una mujer, desde luego.

Blistig recordó esa noche; la undécima campanada sonaba en la cubierta y la andrajosa flota, flanqueada por los tronos de guerra de Perecedero, estaba a tres días al este de Kartool, comenzando un arco que viraba hacia el norte y que los llevaría a rodear los tumultuosos y letales estrechos que había entre la isla de Malaz y la costa de Korel; la consejera se encontraba sola detrás del mástil del castillo de proa, el viento le tironeaba de la capa impermeable haciendo que Blistig pensara en un cuervo con un ala rota. Apareció entonces una figura que se detuvo cerca de Tavore, a su izquierda. Donde se pondría T’amber, donde se pondría el ayudante de cualquier caudillo.

Tavore había vuelto la cabeza, sobresaltada, y se habían intercambiado palabras (demasiado bajas para que Blistig pudiera oírlas), seguidas por un saludo marcial de la recién llegada.

La consejera está sola. También lo está otra mujer, al parecer tan absorta en el dolor como la propia Tavore; sin embargo, esta mujer posee cierto matiz, una cólera atemperada como el acero de Aren. No tiene mucha paciencia, que quizá sea justo lo que hace falta aquí.

¿Fuiste tú, Keneb?

Claro que Lostara Yil, en otro tiempo capitán de las Espadas Rojas, reconvertida en una simple soldado prófuga más, no había revelado ningún interés por llevarse a esa mujer a la cama. Ni a nadie más, de hecho. Aunque tampoco era una tortura mirarla, si lo que te iba era el vidrio roto bien adornado. Eso y los tatuajes pardus. Pero era igual de probable que la consejera no estuviera pensando en esos términos. Demasiado pronto. Y en la mujer equivocada.

En toda la flota los oficiales habían estado informando de rumores de motín entre los soldados, salvo, y por extraño que fuera, entre los marines, que nunca parecían capaces de pensar más allá de la siguiente comida o de la próxima partida de hoyos. Una sucesión de informes, comentados en tonos cada vez más nerviosos, y parecía que la consejera no quería o no podía preocuparse siquiera por el tema.

Se pueden curar las heridas del cuerpo, pero son las otras las que hacen desangrarse un alma.

Tras esa noche, Lostara Yil se había pegado a una resentida Tavore como una puñetera garrapata. Ayudante del comandante. Sabía lo que implicaba el papel. En ausencia de directrices reales de su comandante, Lostara Yil asumió la tarea de dirigir a casi ocho mil desdichados soldados. Lo primero era aclarar el asunto de la paga. La flota había puesto rumbo a Robo, un reino miserable hecho jirones por las incursiones malazanas y la guerra civil. Hacía falta comprar provisiones, pero sobre todo los soldados necesitaban un permiso, y para eso tenía que haber no solo dinero, también la promesa de que habría más, no fuera a ser que el ejército entero desapareciera en los callejones de la primera escala.

Los cofres del ejército no podían cubrir lo que se debía.

Así que Lostara buscó a Banaschar, el que había sido sacerdote de D’rek. Le dio caza y lo arrinconó. Y en menos que canta un gallo los cofres del tesoro rebosaban.

Bueno, ¿y por qué Banaschar? ¿Cómo lo sabía Lostara?

Larva, claro está. Ese enano flaco que trepa a las jarcias con esos bhok’arala que no están del todo bien, y ni una sola vez lo he visto bajar, por brutal que sea el tiempo. Pero Larva se las había ingeniado para descubrir lo del monedero oculto de Banaschar y, de algún modo, había hecho llegar el recado a Lostara Yil.

El Decimocuarto Ejército se había hecho rico de repente. Si se hubiera repartido demasiado de una sola vez habría sido un desastre, pero Lostara eso ya lo sabía. Era suficiente con que se viera, que los rumores corrieran como armiños por cada barco de la flota.

Siendo los soldados lo que eran, no tardaron mucho en empezar a quejarse otra vez, y en esa ocasión la ayudante de la consejera no podía hacer nada.

En el nombre del Embozado, ¿se puede saber adónde vamos?

¿Seguimos siendo un ejército y, si lo somos, por quién luchamos? Resultó que la idea de convertirse en mercenarios no sentaba nada bien.

Según se decía, Lostara Yil había montado una buena con Tavore una noche en el camarote de la consejera. Una noche de gritos, maldiciones y, quizá, lágrimas. O bien fue otra cosa. Algo tan sencillo como Lostara agotando a su comandante, como los gusanos soldado de D’rek royendo los tobillos de la tierra, chas, tras, y estás dentro. Fueran cuales fueran los detalles, la consejera había… despertado. El Decimocuarto entero estaba a solo unos días de hacerse pedazos.

Se convocó a los puños y oficiales de rango de capitán para arriba para que se reunieran en el Lobo de Espuma. Y para asombro de todos, Tavore Paran apareció en cubierta y dio un discurso. Peccado y Banaschar estaban presentes y, gracias a la hechicería, las palabras de la consejera las oyó todo el mundo, incluso la tripulación subida a las jarcias y las cofas de vigía.

Un puñetero discurso del Embozado.

De Tavore. Más hermética que la boca de un gato junto a las tetas de Togg, pero habló. Nada largo ni complicado. Y no había brillantez, ni genialidad. Algo sencillo, cada palabra recogida del suelo polvoriento y ensartada en un cordel masticado, ni siquiera ensalivado para sacarle brillo. Ni una sola piedra preciosa. Nada de perlas, ni ópalos ni zafiros.

Un granate en bruto, en el mejor de los casos.

En el mejor de los casos.

Atado al cinturón de armas de Tavore había el hueso de un dedo. Amarillento, chamuscado por un extremo. La consejera permaneció en silencio durante un rato, los rasgos poco atractivos parecían demacrados, envejecidos, los ojos apagados como la pizarra manchada. Cuando al fin habló, su voz era baja, extrañamente medida, desprovista de toda emoción.

Blistig todavía recordaba cada palabra.

—Ha habido ejércitos. Cargados de nombres, del legado de encuentros, de batallas, de traiciones. La historia que hay detrás del nombre es el lenguaje secreto de cada ejército, un lenguaje que nadie más puede entender y mucho menos compartir. Dassem Ultor, primera espada, las llanuras de Unta, las colinas de Gris, Li Heng, Y’Ghatan. Los Abrasapuentes, Raraku, Perronegro, el bosque de Mott, Pale, Coral Negro. El Séptimo de Coltaine: la cadena de Gelor, el paso de Vathar y el día de Pura Sangre, Sanimon, la Ladera.

»Algunos de vosotros compartís unos cuantos de esos nombres con camaradas que ya han caído y se han convertido en polvo. Son, para vosotros, las vasijas agrietadas de vuestro dolor y vuestro orgullo. Y no podéis quedaros en un solo sitio durante mucho tiempo, no sea que el terreno se convierta en un barro sin fondo alrededor de vuestros pies. —Había bajado la mirada entonces, durante un latido y otro, antes de volver a levantar la cabeza para examinar los rostros sombríos que tenía delante—. Entre nosotros, entre los Cazahuesos, ha comenzado ya nuestro lenguaje secreto. Cruel en su nacimiento en Aren, sórdido en un río de sangre antigua. La sangre de Coltaine. Lo sabéis. No tengo que contaros nada. Tenemos nuestro propio Raraku. Tenemos nuestro propio Y’Ghatan. Tenemos Malaz.

»En la guerra civil de Robo un caudillo capturó al ejército rival y lo destruyó; pero sin provocar ninguna matanza, no, simplemente se limitó a dar la orden de que la mano con la que empuñaba el arma cada soldado enemigo perdiera el índice. Después, a los soldados mutilados los mandaron regresar con el rival de este caudillo. Doce mil hombres y mujeres inútiles. A los que alimentar, a los que enviar a casa para que tragaran el sabor amargo de la derrota. Me… me recordaron esa historia no hace mucho tiempo.

, pensó Blistig entonces, y creo que sé quién. Dioses, todos lo sabemos.

—Nosotros también estamos mutilados. En el corazón. Cada uno de vosotros lo sabéis. Y así llevamos, atado al cinturón, un trozo de hueso. El legado de un dedo amputado. Y sí, no podemos evitar saber lo que es la amargura. —Hizo una pausa, se contuvo un largo momento y a Blistig le pareció que el silencio mismo le corroía el cráneo. Tavore reanudó su discurso—: Los Cazahuesos hablaremos en nuestro lenguaje secreto. Navegamos para añadir otro nombre a nuestra carga, y bien pudiera ser el último. No lo creo, pero hay nubes ante el rostro del futuro y no podemos verlo. No podemos saberlo.

»La isla de Sepik, un protectorado del Imperio de Malaz, está ahora vacía de vida humana. Sentenciados a una matanza sin sentido, cada hombre, cada niño, cada mujer. Conocemos el rostro del asesino. Hemos visto los barcos oscuros. Hemos visto desvelada esa magia violenta.

»Somos malazanos. Seguimos siéndolo, juzgue lo que juzgue la emperatriz. ¿No es razón suficiente para dar respuesta?

»No, no lo es. La compasión nunca es suficiente. Ni lo es el ansia de venganza. Pero por ahora, para lo que nos aguarda, quizá nos baste. Somos los Cazahuesos y navegamos hacia otro nombre. Más allá de Aren, más allá de Raraku y más allá de Y’Ghatan, cruzamos el mundo para buscar el primer nombre que será nuestro de verdad. Que no compartirá nadie más. Navegamos para dar respuesta.

»Hay más. Pero solo diré lo siguiente: “Lo que os aguarda en el atardecer de la desaparición del viejo mundo quedará… sin testigos”. Palabras de T’amber. —Otro largo rato de silencio dolorido—. Son palabras duras y bien podrían alimentar el rencor, si por debilidad lo permitimos. Pero a esas palabras yo respondo como vuestro comandante: nosotros seremos nuestros propios testigos, y eso será suficiente. Tiene que ser suficiente. Ha de ser siempre suficiente.

Incluso en ese momento, más de un año después, Blistig se preguntaba si había dicho lo que había que decir. Lo cierto era que no tenía del todo claro lo que había dicho. Lo que significaba. Con testigos, sin testigos, ¿hay alguna diferencia en realidad? Pero Blistig ya sabía la respuesta, aunque no pudiera articular con precisión lo que sabía. Algo se removió en lo más hondo de su alma, como si sus pensamientos fueran aguas negras que acariciaran rocas invisibles, doblándose en formas que ni siquiera la ignorancia podía alterar.

Bueno, ¿cómo puede tener sentido nada de esto? Yo no tengo las palabras.

Pero maldito sea yo mismo, ella las tenía. Por aquel entonces. Las tenía.

Sin testigos. Una idea criminal. Una injusticia profunda contra la que él se rebelaba. En silencio. Como todos los demás soldados de los Cazahuesos. Quizá. No, no me equivoco, veo algo en sus ojos. Puedo verlo. Nos rebelamos contra la injusticia, sí. Que lo que hacemos no lo vaya a ver nadie. Nuestro destino nadie lo mide.

Tavore, ¿qué has despertado? Y que el Embozado nos lleve, ¿qué te hace pensar que estamos a la altura?

No había habido deserciones. Blistig no lo entendía. No le parecía que fuera a entenderlo jamás. Lo que había ocurrido esa noche, lo que había ocurrido en aquel extraño discurso.

Nos dijo que jamás volveríamos a ver a nuestros seres queridos. Eso fue lo que nos dijo, ¿verdad?

¿Dejándonos con qué?

Unos con otros, supongo.

—Seremos nuestros propios testigos.

¿Y eso será suficiente? Quizá. De momento.

Y aquí estamos. Hemos llegado. La flota, la flota arde, dioses, que pudiera hacer eso. No queda ni un solo transporte. Quemados, hundidos hasta el fondo de esta maldita costa. Estamos… aislados.

Bienvenidos, Cazahuesos, al Imperio de Lether.

Por desgracia, no estamos aquí con espíritu festivo.

Habían dejado atrás el hielo traicionero, las montañas rotas que habían llenado el mar y trepado a Fent Límite, pulverizándolo todo. No quedaban ruinas sobre las que cavilar sobre algún futuro lejano, ni un solo signo de existencia humana quedaba en esa roca raspada. El hielo era aniquilación. No hacía lo que hacía la arena, no se limitaba a enterrar hasta la última traza. Era lo que habían pretendido los jaghut: negarlo todo, restregarlo todo hasta dejar la roca desnuda.

Lostara Yil se ciñó mejor el manto forrado de piel y siguió a la consejera a la cubierta del castillo de proa del Lobo de Espuma. Tenían delante el puerto protegido, media docena de barcos anclados en la bahía, incluyendo el Silanda, su montón de cabezas tiste andii ocultas bajo una gruesa lona alquitranada. No había sido fácil quitarle a Gesler el silbato de hueso, recordaba; y entre los soldados de los dos pelotones que quedaban para tripular la nave embrujada, el único dispuesto a utilizarlo había sido ese cabo, Olor a Muerto. Ni siquiera Peccado quería tocarlo.

Antes de dividir la flota había habido un frenesí de traslados entre pelotones y compañías. La estrategia para esa guerra exigía ciertos ajustes y, como era de esperar, a pocos les habían entusiasmado los cambios. Los soldados son unos cabrones muy conservadores.

Pero al menos alejamos a Blistig del verdadero mando, peor que un perro viejo y legañoso, ése.

Lostara, todavía a la espera de que hablara su comandante, se volvió para echarle un vistazo al trono de guerra que bloqueaba la bocana del puerto. El último barco perecedero en esas aguas, de momento. Confiaba en que fuera suficiente para lo que estaba por venir.

—¿Dónde está el pelotón del sargento Cordón? —preguntó la consejera.

—En el extremo noroeste de la isla —respondió Lostara—. Peccado está manteniendo el hielo a raya…

—¿Cómo? —preguntó Tavore, no por primera vez.

Y Lostara no pudo más que dar la misma respuesta que había dado ya un sinfín de veces.

—No lo sé, consejera. —Vaciló un momento y después añadió—: Ebron cree que este hielo está muriendo. Un ritual jaghut que se está desmoronando. Él ve las marcas de agua que hay en los acantilados de esta isla, muy por encima de las marcas de cualquier marea anterior.

A eso la consejera no respondió nada. Parecía no afectarle el frío, el viento húmedo, salvo por una ausencia de color en los rasgos, como si su sangre se hubiera retirado de la superficie de la carne. Llevaba el pelo muy corto, como si quisiera desechar cualquier insinuación de feminidad.

—Larva dice que el mundo se está ahogando —dijo Lostara.

Tavore se volvió un poco y alzó la vista hacia los obenques sin iluminar que había en lo alto.

—Larva, otro misterio —dijo.

—Parece capaz de comunicarse con los nachts, cosa que es, bueno, extraordinaria.

—¿Comunicar? Está empezando a costar distinguirlos.

El Lobo de Espuma se deslizó junto a los barcos anclados y viró hacia el muelle de piedra en el que se encontraban dos figuras. Con toda probabilidad el sargento Bálsamo y Olor a Muerto.

—Vaya abajo, capitán —dijo Tavore—, e informe a los otros de que estamos a punto de desembarcar.

—Sí, señor.

Sigue siendo soldado, se dijo Lostara Yil a sí misma, una afirmación que cruzaba su mente en susurros un centenar de veces al día. Tú sigue siendo soldado y todo lo demás se irá.

Con la primera luz del amanecer haciendo palidecer el cielo oriental, la tropa montada letherii bajó como un trueno por la estrecha pista de la costa; el arcén del antiguo risco de la playa quedaba a su izquierda; el bosque enmarañado, impenetrable, a su derecha. La lluvia se había disuelto, convertida en una bruma pegajosa que alargaba los últimos minutos de oscuridad y las pisadas de los cascos quedaban amortiguadas de un modo extraño, y no tardaron en verse reducidas a la nada una vez se perdió de vista el último jinete.

Los charcos del camino se sosegaron una vez más, enturbiados por el barro. Las brumas giraron y flotaron entre los árboles.

Un búho, encaramado a una rama alta de un árbol muerto, había observado el paso de la tropa. Los ecos se desvanecieron y el animal permaneció donde estaba, sin moverse, los grandes ojos clavados sin parpadear en una masa caótica de arbustos y zarzas entre álamos de troncos finos. Donde había algo que no era del todo lo que parecía. Inquietud suficiente para confundir su mente de depredador.

El arbusto se desdibujó entonces, como si se desintegrara en un fiero vendaval (aunque no soplaba viento alguno) y al desvanecerse, surgieron unas figuras que parecían salir de la nada.

El búho decidió que tendría que esperar un poco más. Aunque hambriento, no obstante experimentaba un extraño contento, seguido por una especie de tirón en la mente, como si algo… se fuera.

Botella rodó de espaldas.

—Más de treinta jinetes —dijo—. Lanceros, armadura ligera. Unos estribos raros. Embozado, cómo me duele el cráneo. Odio Mockra…

—Ya está bien de quejas —dijo Violín mientras observaba a su pelotón que (salvo el inmóvil Botella) se iba acercando, con el de Gesler haciendo lo mismo bajo unos árboles a unos pasos de distancia—. ¿Estás seguro de que no se olieron nada?

—Esos primeros exploradores estuvieron a punto de pisarnos —dijo Botella—. Algo ahí… sobre todo en uno de ellos. Como si de alguna forma estuviera… no sé, sensibilizado, supongo. Él y esta puñetera costa, fea como ella sola, donde no pintamos nada…

—Tú limítate a responder —lo interrumpió Violín otra vez.

—Deberíamos haberlos emboscado a todos —murmuró Koryk, que estaba comprobando los nudos de los fetiches que llevaba puestos, después se acercó a rastras la enorme mochila de provisiones y examinó las correas.

Violín sacudió la cabeza.

—Nada de combates hasta que se nos sequen los pies. Lo odio.

—¿Entonces por qué eres un puñetero marine, sargento?

—Un accidente. Además, ésos eran letherii. Tenemos que evitar todo contacto con ellos, por ahora.

—Yo tengo hambre —dijo Botella—. Bueno, no. Era el búho, maldita sea. En fin, no te creerías lo que es mirar por los ojos de un búho por la noche. Brillante como el mediodía en el desierto.

—Desierto —dijo Chapapote—. Echo de menos el desierto.

—Tú echarías de menos el pozo de una letrina si fuese el último lugar por el que te arrastraste —comentó Sonrisas—. Koryk estaba apuntando a esos jinetes con la ballesta, sargento.

—¿Y tú qué eres, mi hermana pequeña? —preguntó Koryk. El soldado imitó la voz de Sonrisas—. ¡Y no agitó su pilila cuando terminó de mear, sargento! ¡Lo vi yo!

—¿Verlo? —se rió Sonrisas—. Jamás me acercaría tanto a ti, mestizo, créeme.

—La chica está mejorando —le dijo Sepia a Koryk, cuya única respuesta fue un gruñido.

—Silencio todo el mundo —dijo Violín—. Quién sabe quién más vive en estos bosques, o podría estar usando el camino.

—Estamos solos —se pronunció Botella, que se sentó poco a poco y se sujetó la cabeza—. Esconder catorce soldados que gruñen y se tiran pedos no es fácil. Y una vez que lleguemos a zonas más pobladas va a ser peor.

—Conseguir que un miserable mago cierre el pico es más difícil todavía —dijo Violín—. Que todo el mundo compruebe su equipo. Nos quiero mucho más metidos en el bosque antes de atrincherarnos por hoy. —Durante el último mes en los barcos, los Cazahuesos habían estado procurando invertir los ciclos de sueño. Cosa nada fácil, según resultó. Pero al menos ya casi todo el mundo había conseguido alterarlos. Como mínimo, perdimos el bronceado. Violín se acercó adonde estaba agazapado Gesler.

Salvo este cabrón de piel dorada y su peludo cabo.

—¿Tu gente está lista?

Gesler asintió.

—Los pesados se quejan de que se les va a oxidar la armadura.

—Siempre que reduzcan los chirridos al mínimo. —Violín echó un vistazo a los soldados acurrucados del pelotón de Gesler y después miró a los suyos—. Menudo ejército —dijo por lo bajo.

—Menuda invasión, sí —asintió Gesler—. ¿Sabes de alguien que lo haya hecho así?

Violín negó con la cabeza.

—Es raro, pero la verdad es que tiene sentido, ¿no? Según todos los informes, los edur están abarcando demasiado. Los oprimidos son legión… todos estos malditos letherii.

—Esa tropa que acaba de pasar junto a nosotros a mí no me parecía muy oprimida, Viol.

—Bueno, supongo que ya nos enteraremos, ¿no? Venga, vamos a comenzar con esta invasión.

—Un momento —dijo Gesler, y posó una mano llena de cicatrices en el hombro de Violín—. La tipa quemó los putos transportes, Viol.

El sargento se estremeció.

—Difícil no adivinar lo que quiere, ¿no te parece?

—¿A qué te refieres, Gesler? ¿A que las patrullas de esta costa van a ver las llamas, o que para nosotros no hay vuelta atrás?

—Que el Embozado me lleve, yo solo puedo masticar un trozo de carne en cada bocado, ¿sabes? Empecemos por el principio. Si yo fuera este maldito imperio, estaría inundando esta costa de soldados antes de que se pusiera el sol. Y por mucho Mockra que sepan ahora nuestros magos de pelotón, vamos a cagarla. Antes o después, Viol.

—¿Y eso sería antes o después de ponernos a hacer sangre?

—Ni siquiera estoy pensando en una vez que empecemos a matar a los puñeteros tiste edur del Embozado. Estoy pensando en hoy.

—Si alguien se tropieza con nosotros, montamos un buen número y salimos disparados según el plan.

—E intentamos seguir con vida, sí. Genial. ¿Y si estos letherii no son tan amables?

—Pues seguimos adelante y robamos lo que necesitemos.

—Deberíamos haber desembarcado en masa, no solo los marines. Con los escudos trabados y a ver qué hacen.

Violín se frotó la nuca y suspiró.

—Sabes lo que pueden hacer, Gesler —dijo—. Solo que la próxima vez no estará Ben el Rápido bailando por el aire y devolviéndoles horror por horror. Lo que tenemos por delante es una guerra nocturna. Emboscadas. Cuchillos en la oscuridad. Atacar y salir disparados.

—Sin forma de salir.

—Sí. Así que lo que yo me pregunto es si les prendió fuego a nuestros transportes para decirles a ellos que estamos aquí, o para decirnos a nosotros que no tiene sentido pensar en la retirada. O las dos cosas.

Gesler lanzó un gruñido.

—«Sin testigos», dijo. ¿Es ahí donde estamos? ¿Ya?

Violín se encogió de hombros y se levantó a medias.

—Podría ser, Gesler. Vamos a movernos, los pájaros están trinando casi tan alto como nosotros.

Pero a medida que se iban adentrando en aquel bosque húmedo y medio podrido, la última pregunta de Gesler empezó a acosar a Violín. ¿Tiene razón él, consejera? ¿Ya estamos ahí? Invadir un puñetero imperio en unidades de dos pelotones. Correr solos, sin apoyo, viviendo o muriendo en los hombros de un único mago de pelotón. ¿Y si a Botella lo matan en la primera escaramuza? Estaríamos acabados, punto y final. Será mejor que Corabb no se separe mucho de Botella y esperemos que la suerte del viejo rebelde no se acabe.

Como mínimo lo que había acabado era la espera. Tierra firme bajo los pies, todos se habían tambaleado como borrachos al subir por la playa, lo que habría tenido su gracia en otras circunstancias. Pero no cuando podríamos habernos topado con una patrulla y nosotros dando traspiés. Pero el terreno volvía a ser sólido. Gracias al Embozado. Bueno, tan sólido como era posible cuando se renqueaba por encima de musgo, agujeros llenos de maleza y raíces retorcidas. Casi peor que en Perronegro. No, no pienses eso. Mira adelante, Viol. No dejes de mirar adelante.

Sobre ellos, por alguna parte, entre una maraña enloquecida de ramas, el cielo comenzaba a iluminarse.

—Como sigáis quejándoos, me corto la teta izquierda.

Un semicírculo de caras se la comió con los ojos. Bien. Se alegró de ver que eso siempre funcionaba.

—Menos mal que el chapuzón la apagó, señor —dijo Tazón.

La sargento Hellian miró al enorme soldado con el ceño fruncido. ¿Apagarla?

—Los pesados sois idiotas, ¿lo sabías? Bueno. —Bajó la cabeza e intentó contar el número de toneles de ron que había conseguido sacar de la bodega antes de que las llamas se descontrolaran. Seis, quizá diez. Nueve. Señaló con un gesto la borrosa colección—. Que todo el mundo haga sitio en las mochilas. Uno cada uno.

—Sargento —dijo Pejiguero Sinaliento—, ¿no se supone que tenemos que buscar a Urb y su pelotón? Tienen que estar cerca. —Después su cabo volvió a hablar, pero esa vez con una voz diferente—. Tiene razón. Tazón, ¿de dónde saliste tú? ¿Costa arriba o costa abajo?

—No me acuerdo. Estaba oscuro.

—Un momento —dijo Hellian mientras daba un paso de lado para mantener el equilibrio en la cubierta que cabeceaba. No, en el suelo que cabeceaba—. Tú no estás en mi pelotón, Tazón. Lárgate.

—Nada me gustaría más —respondió él, y miró con los ojos entrecerrados el muro de árboles que los rodeaba—. Yo no pienso acarrear ningún tonel de puñetera cerveza. Mírese, sargento, está chamuscada por todas partes.

Hellian se irguió.

—Eh, espera un momento, estamos hablando de vituallas esenciales. Pero te diré lo que es mucho peor. Apuesto a que alguien vio ese fuego, y espero que el imbécil que lo prendió sea un montón de cenizas ahora mismo, eso es lo que espero. Porque alguien lo ha visto, eso seguro.

—Sargento, les prendieron fuego a todos los transportes, a todos —dijo otro de sus soldados. Barba, torso fornido, sólido como un tronco y seguramente no mucho más listo tampoco. ¿Cómo se llamaba?

—¿Y tú quién eres?

El hombre se frotó los ojos.

—Balgrid.

—Vale, Baldy, ahora intenta explicarme cómo es que algún imbécil se dedicó a nadar de un barco a otro para prenderles fuego. ¿Y bien? Eso me parecía.

—Viene alguien —siseó el zapador del pelotón.

El del nombre estúpido. Un nombre que a ella siempre le costaba recordar. ¿Podría ser? No. ¿Aveces? ¿Inseguro? Ah, Quizás. Nuestro zapador se llama Quizás. Y su amigo de ahí, ése es Laúdes. Y ahí está Tavos Estanque… que es demasiado alto. Los soldados altos siempre terminan con flechas en la frente. ¿Por qué no está muerto?

—¿Alguien tiene un arco? —preguntó.

Un crujido entre los matorrales y dos figuras que salieron de la oscuridad.

Hellian se quedó mirando a la primera y sintió una inexplicable oleada de ira. Se frotó con gesto pensativo la mandíbula mientras intentaba recordar algo de ese soldado de aspecto triste. La rabia se consumió, sustituida por un afecto sincero.

Tazón pasó junto a ella.

—Sargento Urb, gracias al Embozado que nos ha encontrado.

—¿Urb? —preguntó Hellian, que se acercó haciendo eses y subió la cabeza para mirar la cara redonda del hombre—. ¿Eres tú?

—Encontraste el ron, ¿eh?

Laúdes habló detrás de ella.

—Se está envenenando el hígado.

—Mi hígado está muy bien, soldado. Solo hay que escurrirlo un poco.

—¿Escurrirlo?

La sargento se giró y miró con furia al sanador del pelotón.

—He visto hígados antes, sajador. Grandes esponjas llenas de sangre. Se caen cuando abres a alguien en canal.

—Eso se parece más a un pulmón, sargento. El hígado es esa cosa plana, de color marrón turbio o púrpura…

—Da igual —dijo Hellian y se volvió para mirar a Urb—. Si el primero muere, el otro echa a andar. Estoy bien. Bueno —añadió con un gran suspiro que pareció hacer que Urb retrocediera un paso con un tambaleo—. Estoy del mejor de los humores, amigos míos. El mejor de los humores. Y ahora que estamos todos juntos, emprendamos la marcha porque estoy bastante segura de que tenemos que marchar a algún sitio. —Le sonrió a su cabo—. ¿Tú qué dices, Pejiguero Sinaliento?

—Suena bien, sargento.

—Un plan brillante, sargento.

—¿Por qué siempre haces eso, cabo?

—¿Hacer qué?

—¿Hacer qué?

—Mira, aquí Baldy es el que está medio sordo…

—Ya no estoy medio sordo, sargento.

—¿Ah, no? ¿Entonces quién está aquí medio sordo?

—Nadie, sargento.

—No hace falta gritar. Baldy puede oírte y si no puede, entonces deberíamos haberlo dejado en el bote, junto con ese alto de ahí de la flecha en el cráneo, porque no nos sirve ninguno. Estamos buscando asesinos de piel gris y se están escondiendo en esos árboles. Detrás de ellos, quiero decir. Si estuvieran dentro, dolería. Así que tenemos que empezar a mirar detrás de todos esos árboles. Pero primero, recoged uno de estos toneles, uno cada uno, y después podemos ponernos en marcha.

»¿Qué estáis mirando todos? Soy yo la que da las órdenes y me he hecho con una espada nueva que hará que cortarme una de estas tetas sea mucho más fácil. Moveos, todo el mundo, tenemos una guerra que librar. Detrás de esos árboles.

Agazapado ante él, Chorrogaviota tenía la mirada furtiva de una comadreja en un gallinero. Se limpió los mocos con el antebrazo y entrecerró los ojos.

—Todo el mundo presente, señor.

El puño Keneb asintió y se giró cuando alguien se deslizó con estrépito por el risco de la playa.

—Silencio por ahí. De acuerdo, Chorrogaviota, vaya a buscar a la capitán y mándemela.

—Sí, señor.

Los soldados se sentían expuestos, cosa comprensible. Una cosa era que un pelotón o dos fueran a explorar por delante de una columna, al menos la retirada era posible en el sentido tradicional. Allí, si se metían en un lío, su única salida era desperdigarse. Como comandante de lo que sería un combate caótico y prolongado, Keneb estaba preocupado. Su unidad de ataque de seis pelotones sería la más difícil de ocultar, los magos que tenía con él eran los más débiles de todos, por la sencilla razón de que su sección estaría conteniéndose en su marcha al interior; su objetivo principal era evitar todo contacto. En cuanto al resto de su legión, en ese momento estaba repartida a lo largo de treinta leguas de costa. Se movían en pequeñas unidades de una docena aproximada de soldados y estaban a punto de dar comienzo a una campaña encubierta que podría durar meses.

Desde la ciudad de Malaz había habido cambios profundos en el Decimocuarto Ejército. Se había impuesto una especie de estandarización en las decenas de magos, chamanes, conjuradores e invocadores de las legiones con la intención de establecer la hechicería como medio principal de comunicación. Y entre los magos de pelotón de los marines (una fuerza que en ese momento tenía tanta infantería pesada como zapadores), ciertos rituales de Mockra eran conocidos por todos. Ilusiones que podían camuflarlos, que se tragaban el sonido y confundían los olores.

Todo lo cual le indicaba a Keneb una sola cosa. Ella lo sabía. Desde el principio. Ella sabía adónde íbamos, y lo había planeado todo. Una vez más no había habido consulta alguna entre los oficiales. Las únicas reuniones de la consejera eran con ese herrero meckros y el tiste andii de Deriva Avalii. ¿Qué pueden haberle dicho ellos sobre esta tierra? Ni siquiera son de aquí.

Él prefería suponer que había sido un simple golpe de suerte que la flota hubiera avistado dos barcos edur que habían quedado separados de los otros tras una tormenta. Demasiado dañados para huir, los habían tomado los marines. No había sido fácil, esos tiste edur eran fieros cuando se veían acorralados, incluso cuando estaban medio famélicos y se morían de sed. Habían capturado a los oficiales, pero solo después de derribar a cada uno de los puñeteros guerreros.

El interrogatorio de los oficiales edur había sido sangriento. Sin embargo, a pesar de toda la información que habían proporcionado, habían sido los cuadernos de bitácora del barco y las cartas de navegación lo que había resultado más útil para esa extraña campaña. Ah, «extraña» se queda corta. Cierto, las flotas tiste edur se enfrentaron a nuestro imperio (o lo que solía ser nuestro imperio) y llevaron a cabo matanzas en masa en pueblos que estaban bajo nuestra protección, aunque fuera simbólica. ¿Pero eso no es problema de Laseen?

La consejera tampoco pensaba renunciar a su título. ¿Consejera de quién? ¿De la mujer que había hecho todo lo posible por asesinarla? ¿Y qué había pasado esa noche allí arriba, en la fortaleza de Mock? Los únicos testigos, aparte de Tavore y la propia emperatriz, estaban muertos. T’amber. Kalam Mekhar (dioses, ésa es una pérdida que nos perseguirá durante mucho tiempo). Keneb se había preguntado entonces, y se seguía preguntando, si la debacle entera en la ciudad de Malaz no la habían planeado entre Laseen y su querida consejera. Cada vez que esa sospecha le susurraba al oído, surgía la misma objeción en su mente. Ella no habría accedido al asesinato de T’amber. Y Tavore estuvo a punto de morir en ese puerto, joder. ¿Y qué hay de Kalam? Además, ni siquiera Tavore Paran era lo bastante fría como para aceptar el sacrificio de los wickanos, y todo para alimentar una puñetera mentira. ¿Verdad?

Pero no era la primera vez que Laseen lo hacía. Ya había ocurrido con Dujek Unbrazo y la Hueste. Y aquella vez el trato implicaba la aniquilación de los Abrasapuentes, al menos eso es lo que parece. Así que… ¿por qué no?

¿Qué habría pasado si hubiéramos entrado marchando en la ciudad? ¿Si hubiéramos matado a todo tonto que se nos cruzara? ¿Si hubiéramos subido en masa con Tavore hasta la fortaleza de Mock?

Una guerra civil. Sabía que ésa era la respuesta a esas preguntas. Y seguía sin poder ver una salida, ni siquiera después de meses y meses de conjeturas.

No era de extrañar, por tanto, que todo eso estuviera reconcomiendo las tripas de Keneb, y sabía que no era el único al que le pasaba. Blistig ya no creía en nada, empezando por sí mismo. Sus ojos parecían reflejar un espectro del futuro que solo él podía ver. Caminaba como un hombre ya muerto, con el cuerpo rechazando lo que la mente sabía que era una verdad irrevocable. Y habían perdido a Tene Baralta y sus Espadas Rojas, aunque quizá eso no fuera ninguna tragedia. Bueno, si lo piensas bien, el círculo íntimo de Tavore casi se puede dar por desaparecido. Arrancado. El Embozado sabe que ése nunca fue mi sitio, de todos modos, que es por lo que estoy aquí, en este puñetero pantano chorreante en medio del bosque.

—Estamos reunidos y esperando, puño.

Keneb parpadeó y vio que había llegado su capitán. De pie, esperando, ¿cuánto tiempo? Entrecerró los ojos y miró el cielo pintado de gris. Mierda.

—Muy bien, nos dirigiremos hacia el interior hasta que encontremos algún terreno seco.

—Sí.

—Ah, capitán, ¿ha seleccionado el mago que quiere?

Los ojos de Faradan Sort se entrecerraron por un instante y, bajo la luz incolora, los planos de su rostro duro parecieron más angulosos que nunca. Suspiró antes de contestar.

—Eso creo, puño. Del pelotón del sargento Gripe. Pico.

—¿Ése? ¿Está segura?

La capitán se encogió de hombros.

—No le cae bien a nadie, así que usted no lamentará la pérdida.

Keneb sintió una punzada de irritación y replicó en voz más baja.

—Su tarea no está pensada como misión suicida, capitán. Yo no estoy del todo convencido, no sé si este sistema de comunicación por hechicería va a funcionar. Y cuando los pelotones empiecen a perder magos, se va a desmoronar todo. Es muy probable que usted se convierta en el único enlace con todas las unidades…

—Una vez que encontremos algún caballo —interpuso ella.

—Exacto.

El puño la miró mientras lo mujer lo estudiaba durante un buen rato, después la que habló fue ella.

—Pico tiene habilidades como rastreador, puño. Más o menos. Dice que puede oler la magia, lo que nos ayudará a encontrar a nuestros soldados.

—Muy bien. Bueno, hora de dirigirse al interior, capitán.

—Sí, puño.

Al rato, a medida que iba aumentando el calor del día, los cuarenta y tantos soldados de la sección de mando de Keneb se estaban abriendo paso por una ciénaga de agua negra y fétida. Los insectos se arracimaban en nubes hambrientas. Nadie hablaba mucho.

Ninguno lo tenemos claro, ¿verdad? Encontrar a los tiste edur (los opresores de esta tierra) y derribarlos. Liberar a los letherii para que se rebelen. Sí, fomentar una guerra civil, aquello por lo que huimos del Imperio de Malaz, para evitarla.

Qué raro, verdad, cómo ahora llevamos a otra nación lo que no nos habríamos hecho a nosotros mismos.

En el plano ético, estamos al mismo nivel que esta asquerosa charca. No, no estamos contentos, consejera. Nada contentos.

Pico no sabía mucho de eso. De hecho, él sería el primero en admitir que no sabía mucho de nada, salvo, quizá, de entretejer hechicerías. Lo único que sabía con certeza, sin embargo, era que no le caía bien a nadie.

Que lo ataran al cinturón de esa capitán aterradora igual terminaba siendo una mala idea. Aquella mujer le recordaba a su madre, por la pinta, cosa que debería haber acabado de inmediato con cualquier pensamiento de tinte lujurioso. Debería, pero no había sido así, cosa que encontraba un tanto inquietante si pensaba en ello, cosa que no hacía. O no mucho. Al contrario que su madre, de todos modos, a aquella mujer no le daba por intimidarlo a cada paso, y eso era nuevo y hasta alentador.

—Nací estúpido, hijo de unos padres muy ricos de alta alcurnia. —Por lo general las primeras palabras que le decía a todo el que conocía. Las siguientes eran—: Por eso me convertí en soldado, para poder estar con otros como yo. —Las conversaciones por lo general morían no mucho después, cosa que entristecía a Pico.

Le hubiera gustado hablar con los otros magos de pelotón, pero incluso entonces parecía que era incapaz de transmitir el profundo amor que sentía por la magia, algo que llevaba en los huesos.

—Misterio —decía, asintiendo una y otra vez—, misterio, ¿no? Y poesía. Eso es la hechicería. Misterio y poesía, que es lo que mi madre solía decirle a mi hermano cuando se colaba en su cama las noches que padre estaba en otra parte. «Vivimos en misterio y poesía, querido mío», le decía a mi hermano; y yo fingía que estaba dormido, porque una vez que me senté en la cama, mi madre me dio una paliza. Normalmente nunca lo hacía, me refiero a con los puños. Lo hacían la mayor parte de mis tutores, así que ella no tenía que hacerlo. Pero me senté y ella se enfadó muchísimo. El sanador de la casa dijo que estuve a punto de morir esa noche, y así fue como aprendí lo de la poesía.

La maravilla que era la hechicería era su gran amor, quizá el único que tenía, de momento, aunque estaba seguro de que conocería a su pareja perfecta algún día. Una mujer guapa tan estúpida como él. En cualquier caso, los otros magos por lo general solo se lo quedaban mirando mientras él parloteaba, que era lo que hacía cuando se ponía nervioso. Hablaba y hablaba. A veces un mago se levantaba y lo abrazaba, así, sin más, y después se iba. Una vez, un hechicero con el que estaba hablando se había echado a llorar. Y eso había asustado a Pico.

La entrevista de la capitán con los magos de la sección había terminado con él, el segundo de la fila.

—¿De dónde eres, Pico, para tenerte tan convencido de que eres estúpido?

El chico no estaba muy seguro de lo que significaba esa pregunta, pero sí que intentó responderla.

—Nací en la magnífica ciudad de Quon, en Quon Tali, en el Imperio de Malaz, que es un imperio gobernado por una pequeña emperatriz y es el lugar más civilizado del mundo. Todos mis tutores me llamaban estúpido y ellos deberían saberlo. Nadie les dijo lo contrario, tampoco.

—¿Entonces, quién te enseñó magia?

—Teníamos una bruja seti a cargo de los establos. En la finca del campo. Decía que para mí la hechicería era la única vela en la oscuridad. La única vela en la oscuridad. Decía que mi cerebro había apagado todas las demás velas, así que esa brillaría cada vez con más luz. Así que me enseñó magia, primero la seti, que era la que mejor conocía. Pero más tarde siempre encontraba otros sirvientes, otras personas que conocían los otros tipos. Sendas. Así es como se llaman. Velas de diferente color para todas y cada una de ellas. Gris para Mockra, verde para Ruse, blanca para el Embozado, amarilla para Thyr, azul para…

—¿Sabes utilizar Mockra?

—Sí. ¿Quiere que se lo muestre?

—Ahora no. Necesito que vengas conmigo; te voy a destacar de tu pelotón, Pico.

—De acuerdo.

—Tú y yo vamos a viajar juntos, lejos de todos los demás. Vamos a cabalgar de unidad en unidad lo mejor que podamos.

—¿Cabalgar, en caballos?

—¿Sabes cabalgar?

—Los caballos quon son los mejores caballos del mundo. Nosotros los criábamos. Era casi otra vela en mi cabeza. Pero la bruja dijo que era diferente, porque yo había nacido con eso y llevaba montar en los huesos como escrito en tinta negra.

—¿Crees que serás capaz de encontrar a los otros pelotones incluso cuando estén usando hechicería para ocultarse?

—¿Encontrarlos? Por supuesto. Yo huelo la magia. Mi vela parpadea, después se inclina hacia acá y hacia allá, hacia cualquier sitio del que proceda la magia.

—De acuerdo, Pico, ahora estás destinado al personal de la capitán Faradan Sort. Te he elegido a ti por encima de todos los demás.

—De acuerdo.

—Coge tu equipo y sígueme.

—¿A qué distancia?

—Como si estuvieras atado al cinturón de mi espada. Ah, ¿y cuántos años tienes, por cierto?

—He perdido la cuenta. Tenía treinta, pero eso fue hace seis años, así que ya no lo sé.

—Las sendas, Pico, ¿cuántas velas conoces?

—Oh, montones. Todas.

—Todas.

—Tuvimos un herrero medio fenn durante mis últimos dos años y una vez me pidió que le hiciera una lista, así que lo hice y entonces él dijo que eran todas. Dijo: «Eso son todas, Pico».

—¿Qué más dijo?

—No mucho, solo me hizo este cuchillo. —Pico dio unos golpecitos en la gran arma que llevaba en la cadera—. Después me dijo que huyera de casa. Que me uniera al ejército malazano para que no me dieran más palizas por ser estúpido. Tenía un año menos de treinta cuando me fui, como me dijo el herrero, y no me han pegado desde entonces. No le caigo bien a nadie, pero nadie me hace daño. No sabía que el ejército iba a ser tan solitario.

La capitán lo estaba estudiando como lo estudiaba la mayor parte de la gente.

—Pico —le preguntó—, ¿nunca usaste tu hechicería para defenderte o para contraatacar?

—No.

—¿Has vuelto a ver a tus padres o a tu hermano desde entonces?

—Mi hermano se suicidó y mis padres están muertos, murieron la noche que me fui. Igual que mis tutores.

—¿Qué les pasó?

—No estoy seguro —admitió Pico—. Solo les enseñé mi vela.

—¿Lo has vuelto hacer desde entonces, Pico? ¿Enseñar tu vela?

—No toda, no toda la luz, no. El herrero me dijo que no lo hiciese, a menos que no me quedase más remedio.

—Como esa última noche con tu familia y tutores.

—Como esa noche, sí. Azotaron al herrero y luego lo echaron, ¿sabe?, por darme este cuchillo. Y entonces intentaron quitármelo. Y así, de repente, no tuve alternativa.

Así que la capitán dijo que se iban a separar de los demás, pero allí estaban, dándose la caminata con los demás, y los insectos no hacían más que picarlo, sobre todo en la nuca, y se le metían por las orejas y la nariz, y Pico se dio cuenta de que no entendía nada.

Pero ella estaba justo allí, justo a su lado.

La sección alcanzó una especie de isla en la ciénaga, rodeada de un foso de agua negra. Era redonda y cuando treparon a ella, Pico vio escombros cubiertos de musgo.

—Aquí había un edificio —dijo uno de los soldados.

—Jaghut —exclamó Pico, emocionado de repente—. Omtose Phellack. Pero no hay llama, solo el olor a sebo. La magia se ha agotado entera y eso es lo que hizo esta ciénaga, pero no podemos quedarnos aquí porque hay cuerpos rotos bajo las rocas y esos fantasmas tienen hambre.

Se lo habían quedado mirando todos. Él agachó la cabeza.

—Perdón.

Pero la capitán Faradan Sort le puso una mano en los hombros.

—No hace falta, Pico. Esos cuerpos, ¿jaghut?

—No. Forkrul assail y tiste liosan. Lucharon en las ruinas. Durante lo que llamaron las Guerras Justas. Aquí solo hubo una escaramuza, pero no sobrevivió nadie. Se mataron unos a otros y a la última guerrera en pie le hicieron un agujero en la garganta y se desangró justo ahí, donde está el puño. Era forkrul assail y su último pensamiento fue que la victoria demostraba que ellos tenían razón y que el enemigo se equivocaba. Después murió.

—Es el único terreno seco que se ve por aquí —dijo el puño Keneb—. ¿Hay algún mago presente que pueda desterrar a los fantasmas? ¿No? Por el aliento del Embozado. Pico, ¿qué pueden hacernos?

—Se nos meterán en el cerebro y nos harán pensar cosas terribles, de modo que todos terminemos matándonos entre nosotros. Es lo que pasa con las Guerras Justas, nunca terminan y nunca lo harán porque la Justicia es un dios débil con demasiados nombres. Los liosan lo llamaban Serkanos y los assail lo llamaban Rynthan. Pero bueno, daba igual qué idioma hablara porque sus seguidores no lo entendían. Era un idioma misterioso, que es por lo que no tiene poder, porque todos sus seguidores creen lo que no es, cosas que se inventan y nadie se pone de acuerdo, y por eso las guerras no acaban jamás. —Pico hizo una pausa, miró a su alrededor, a los rostros confusos, y se encogió de hombros—. No sé, quizá si hablo con ellos. Invoco uno y podemos hablar con él.

—Creo que no, Pico —dijo el puño—. En pie, soldados, seguimos adelante.

Nadie se quejó.

Faradan Sort se llevó a Pico a un lado.

—Los vamos a dejar ya —dijo—. ¿Qué dirección crees que debemos tomar para salir de aquí cuanto antes?

Pico señaló al norte.

—¿A qué distancia?

—Mil pasos. Ahí es donde está el borde del antiguo Omtose Phellack.

La capitán observó a Keneb y sus pelotones, que iban bajando por la isla, chapoteando en su camino al interior, hacia el oeste.

—¿Cuánto tiempo para que salgan de aquí si van en esa dirección, me refiero hacia el oeste?

—Quizá mil doscientos pasos, si no se meten en el río.

La mujer lanzó un gruñido.

—Doscientos pasos más no les harán ningún daño. De acuerdo, Pico, al norte. Tú delante.

—Sí, capitán. Podemos usar la antigua calzada.

Su superior se echó a reír entonces. Pico no tenía ni idea de qué.

Había un sonido en la guerra que se oía durante los asedios, momentos antes de asaltar las murallas. Onagros, ballestas y catapultas concentrados se disparaban en una única salva. Los enormes proyectiles que golpeaban los muros de piedra, las fortificaciones y los edificios alzaban un coro caótico de piedra y ladrillo que explotaba, baldosas hechas pedazos y tejados que se desplomaban. El aire en sí parecía estremecerse, como si tanta violencia lo echara atrás.

El sargento Cordón se encontraba en el promontorio, luchando contra el fiero viento helado, y pensaba en ese sonido mientras miraba los icebergs de hielo revuelto que combatían en el estrecho. Como una ciudad desmoronándose, se iban partiendo enormes secciones que se cernían por donde solía estar Fent Límite, en medio de un silencio momentáneo, hasta que las oleadas de conmoción remontaban las olas picadas del mar y llegaban como un trueno. Turbias nubes plateadas, chorros de agua espumosa…

—Una cordillera montañosa atrapada en su agonía —murmuró Ebron a su lado.

—Máquinas de guerra machacando la muralla de una ciudad —respondió Cordón.

—Una tormenta helada —dijo Cojo tras ellos.

—Os equivocáis todos —intervino Bollito con un castañeteo de dientes—. Son como grandes trozos de hielo… cayendo.

—Eso es… asombroso, Bollito —dijo el cabo Casco—. Eres un puñetero poeta del Embozado. No puedo creer que los irregulares de Mott te dejaran escapar. No, en serio, Bollito. No puedo creerlo.

—Bueno, no es que tuvieran elección —dijo el alto zapador patizambo, que se frotó con vigor los dos lados de la mandíbula antes de añadir—: A ver, me fui cuando no miraba nadie. Usé una raspa de pescado para forzar los grilletes; además no se puede arrestar a un mariscal supremo. No hacía más que decírselo. No se puede. No está permitido.

Cordón se volvió hacia su cabo.

—¿Has podido hablar con tu hermana? ¿Se está cansando de contener todo esto? Nosotros no tenemos forma de saberlo. Jarretesgrandes ni siquiera sabe cómo lo hace, así que no puede ayudar.

—No puedo responderle, sargento. A mí tampoco me habla. No sé, no parece cansada, pero ya casi no duerme nunca. No hay mucho que reconozca en Peccado en estos tiempos. No desde Y’Ghatan.

Cordón lo pensó un momento y asintió.

—Voy a mandar a Jarretesgrandes de regreso. A estas alturas, la consejera ya debería estar desembarcando en el Fuerte.

—Lo ha hecho —dijo Ebron, que se estaba tirando de la nariz como si quisiera confirmar que no se le había caído congelada. Al igual que Jarretesgrandes, el mago del pelotón no tenía ni idea de cómo se las estaba arreglando Peccado para repeler unas montañas de hielo. Un buen golpe para su autoestima, y se le notaba—. El puerto está bloqueado; el matón al mando, contenido. Todo va según el plan.

Un gruñido de Cojo.

—Me alegro de que no seas supersticioso, Ebron. En cuanto a mí, yo me voy a bajar de este espinazo antes de que resbale y me reviente una rodilla.

Casco se echó a reír.

—Ya te toca, Cojo.

—Gracias, cabo. Te agradezco mucho la preocupación.

—Preocupación es la palabra correcta. Tengo apostados cinco imperiales a que le haces honor a tu nombre antes de que se acabe el mes.

—Cabrón.

—Casco —dijo Cordón después de que observaran, con cierto regocijo, a Cojo bajándose con mucho cuidado del promontorio—, ¿dónde está Peccado ahora?

—En ese viejo faro —respondió el cabo.

—De acuerdo. Vamos a ponernos a cubierto nosotros también, va a llover todavía más y la lluvia va a ser gélida.

—Eso es —dijo Ebron con una cólera repentina—. No solo está conteniendo el hielo, sargento. Lo está matando. Y el agua está subiendo cada vez más deprisa.

—Creí que ya se estaba muriendo todo, de todas formas.

—Sí, sargento. Pero Peccado ha acelerado el proceso, lo que ha hecho ha sido desmontar Omtose Phellack como juncos de una cesta rota, pero no los tiró, no, está tejiendo otra cosa.

Cordón miró furioso a su mago.

—Al parecer Peccado no es la única que no habla. ¿Qué quieres decir con «otra cosa»?

—¡No lo sé! ¡Por los huevos del Embozado, no lo sé!

—Allí no hay cestas —dijo Bollito—. No que yo vea. Por los cerdos de la marisma, menuda vista tienes, Ebron. Ni siquiera cuando guiño un ojo puedo ver…

—Ya está bien, zapador —interpuso Cordón. Estudió a Ebron un momento más y se giró—. Vamos, tengo un bloque de hielo entre las piernas y no es lo más frío que tengo.

Bajaron hacia la choza de pescadores que utilizaban como base.

—Debería deshacerse de ello, sargento —dijo Bollito.

—¿De qué?

—De ese bloque de hielo. O use las manos por lo menos.

—Gracias, Bollito, pero no estoy tan desesperado todavía.

Pensándolo bien, había sido una vida cómoda. Cierto, no se podía decir que la ciudad de Malaz fuese la joya del imperio, pero por lo menos no parecía que fuera a derrumbarse y hundirse en una tormenta. Y él no tenía queja de la compañía que había frecuentado. En lo de Gallera había un buen surtido de necios, suficientes para que Asimismo se sintiera como en casa.

Diente Bravo. Temple. Banaschar… por lo menos Banaschar estaba allí, la única cara conocida aparte de un trío de nachts y, por supuesto, su mujer. Por supuesto. Ella. Y aunque un dios ancestral le había dicho que esperara, el herrero meckros habría estado encantado de que esa espera durara para siempre. Malditos sean los dioses, por cierto, con sus constantes intromisiones, el modo en que nos utilizan sin más. Como les da la gana.

Incluso después haber pasado lo que tenía que ser un año en el mismo barco que la consejera, Asimismo no podía decir que la conociera. Cierto, había habido ese prolongado periodo de luto (a la amante de Tavore la habían matado en la propia Malaz, le habían dicho), y la consejera había parecido, durante un tiempo, una mujer más muerta que viva.

Si había vuelto a ser ella misma, entonces, bueno, no era gran cosa.

A los dioses les daba igual. Habían decidido utilizarla, igual que lo habían utilizado a él. Lo notaba, esa conciencia lúgubre en esos ojos femeninos tan corrientes. Y si había decidido enfrentarse a ellos, se enfrentaba sola.

Yo nunca tendría el valor de hacerlo. Ni de lejos. Pero quizá, para hacer lo que está haciendo, tiene que convertirse en algo menos que un ser humano. ¿En algo más que un ser humano? Quizá había elegido ser menos para ser más. Allí había muchos que quizá pensaran que estaba rodeada de aliados. Aliados como el propio Asimismo, Banaschar, Sandalath, Peccado y Keneb. Pero él sabía que no era tan fácil. Todos observamos. Esperando. Preguntándonos.

Sin decidirnos.

¿Es esto lo que querías, Mael? ¿Llevarme a ella? Sí, era ella a quien yo esperaba.

Lo que llevaba, de forma inevitable, a una pregunta mucho más desconcertante: Pero ¿por qué yo?

Cierto, él podía hablarle de la espada. Su espada. El arma que había martilleado y batido hasta que había cobrado vida para el dios Tullido. Pero no había forma de responder a esa arma.

Sin embargo, la consejera no se dejaba intimidar. Había elegido una guerra que ni sus soldados querían. Con el objetivo de derribar un imperio. Y al emperador que sostenía esa espada en sus manos. Un emperador al que su propio poder había vuelto loco. Otra herramienta de los dioses.

No era fácil sentirse cómodo con la situación. Costaba confiar en la atrevida decisión de la consejera. A los marines los habían arrojado a la costa letherii; no en un solo desembarco en masa, con todos los efectivos, sino en muchos y desperdigados, clandestinos, por la noche. Después, como para desafiar todas las leyes de la táctica, habían prendido fuego a los transportes.

Todo un anuncio, sin lugar a dudas.

Estamos aquí. Buscadnos si os atrevéis. Pero tened por seguro que con el tiempo os encontraremos.

Entretanto, buena parte de otra legión permanecía en barcos apostados bien lejos de la costa letherii. Y solo la consejera sabía adónde habían ido los khundryl. Y la mayor parte de los perecederos.

—Te ha dado por ponerte melancólico, esposo.

Asimismo levantó poco a poco la cabeza y contempló a la mujer con piel de ónice que estaba sentada enfrente de él, en el camarote.

—Soy un hombre de pensamientos profundos —dijo.

—Eres un sapo perezoso atrapado en un pozo de obsesiones.

—Eso también.

—Pronto estaremos en tierra. Se diría que estarías impaciente en la regala, después de tanto gemir y quejarte. Bien sabe madre Oscuridad que jamás habría pensado que eras meckros, con ese odio permanente que sientes por el mar.

—Conque odio permanente, ¿eh? No, más bien… frustración. —Levantó las manazas—. Reparar barcos es una especialidad. Pero no es la mía. Necesito volver a hacer lo que mejor hago, esposa.

—¿Herraduras?

—Exacto.

—¿Bordes de escudos? ¿Empuñaduras de dagas? ¿Espadas?

—Si es necesario.

—Los ejércitos siempre arrastrarán herreros con ellos.

—No es mi especialidad.

—Bobadas. Puedes plegar el hierro para convertirlo en una hoja tan bien como cualquier armero.

—Porque tú has visto muchos, ¿no?

—Con una vida tan larga como ha sido la mía, he visto demasiado de todo. Bueno, nuestros desdichados pupilos seguramente estarán otra vez en la bodega. ¿Vas tú a buscarlos o voy yo?

—¿De verdad es hora de irse?

—Creo que la consejera ya ha desembarcado.

—Ve tú. A mí todavía me ponen los pelos de punta.

La mujer se levantó.

—Careces de empatía, que es una característica de los obsesivos. Estos tiste andii son jóvenes, Asimismo. Abandonados primero por Anomander Rake. Luego por Andarist. Hermanos y hermanas caídos en una batalla sin sentido. Demasiadas pérdidas; están atrapados en la fragilidad del mundo, en la desesperación que lleva a sus almas.

—Privilegio de los jóvenes, regodearse en un cinismo cansado del mundo.

—Al contrario que tus profundos pensamientos.

—Por completo al contrario que mis profundos pensamientos, Sand.

—¿Crees que no se han ganado el privilegio?

Asimismo notó la ira creciente de la mujer. Después de todo, ella no era menos tiste andii que ellos. Había cosas que era mejor rodear. Una isla volcánica. Una montaña flotante de hielo. Un mar de fuego. Y la lista de susceptibilidades de Sandalath Drukorlat.

—Supongo que se lo han ganado —respondió él con cuidado—. Pero ¿desde cuándo se ha convertido el cinismo en una virtud? Además, es cansino, leches.

—Eso no te lo voy a discutir —dijo ella en tono sepulcral antes de darse la vuelta y salir.

—Abandonarse a la melancolía es diferente —le murmuró él a la silla vacía que tenía enfrente—. Podría ser sobre cualquier tema, para empezar. Un tema en absoluto cínico. Como la intromisión de los dioses; no, de acuerdo, eso no. El oficio de herrero, sí. Herraduras. No hay nada cínico en las herraduras… creo. Eso. Tener cómodos a los caballos. Para que puedan entrar galopando en batalla y morir de una forma horrible. —Se quedó callado y frunció el ceño.

Phaed tenía el rostro plano y con forma de corazón, del color de la pizarra manchada, un tono poco afortunado con esa falta de vida. Tenía los ojos inexpresivos, salvo cuando se llenaban de veneno, como en ese momento, al posarse en la espalda de Sandalath Drukorlat, que estaba hablando con los otros.

Nimander Golit podía ver a la joven que llamaba hermana por el rabillo del ojo, y se preguntó una vez más por la fuente de la insaciable malicia de Phaed, una malicia que había estado allí, que él recordara, desde su primera infancia. En el interior de su hermana no existía la empatía, y en su ausencia crecía algo frío que prometía una especie de alegría brutal con cada victoria, real o imaginada, obvia o sutil.

No había nada fácil en esa mujer joven y hermosa. Comenzaba con la primera impresión que sentía un desconocido al verla, una especie de hechizo natural que podía quitarte el aliento. La perfección del arte, el lenguaje sin palabras de lo romántico.

Ese momento inicial era fugaz. Por lo general moría tras la primera pregunta cortés, que Phaed, de forma invariable, escuchaba con un silencio frío. Un silencio que transformaba ese idioma sin palabras, disipaba toda idea de romance y llenaba la inmensa y prolongada ausencia de decoro con un desdén sin rodeos.

El rencor quedaba reservado para aquellos que la veían de verdad, y era en esos instantes cuando Nimander sentía un escalofrío de premonición, pues él sabía que Phaed era capaz de asesinar. Pobre del observador perspicaz que viera, sin estremecerse, lo más hondo del alma de aquella mujer (ese nudo tembloroso de oscuridad veteado de temores inimaginables), y después decidiera no disimular lo que sabía.

Nimander había aprendido mucho tiempo atrás a fingir una especie de inocencia cuando estaba con Phaed, a esbozar rápido una sonrisa relajada que parecía tranquilizarla. Era en esos momentos, por desgracia, cuando la joven acostumbraba a confiar sus crueles sentimientos, a susurrar elaborados planes para vengarse de toda una multitud de desaires.

Si algo era Sandalath Drukorlat era perspicaz, lo que tampoco resultaba sorprendente. Había vivido siglos y siglos. Había visto todo tipo de criaturas, desde las más honorables a las más demoníacas. Y no había tardado mucho en decidir a qué extremo del espectro pertenecía Phaed. Había respondido a la mirada fría con la suya propia; el desdén rebotaba en ella como los guijarros arrojados al escudo de un guerrero, sin provocar siquiera un rasguño. Y la estocada más hiriente de todas: había mostrado solo diversión ante el histrionismo mudo de Phaed, hasta llegar incluso a la burla manifiesta. Ésas, por tanto, eran las heridas profundas que supuraban en el alma de Phaed, producidas por la mujer que se había convertido en la madre sustituta de todos ellos.

Y Nimander sabía que, tras su rostro con forma de corazón, Phaed estaba planeando un matricidio.

Él admitía sus propios momentos de calma chicha (largos periodos de absoluta indiferencia), como si, de hecho, no mereciera la pena pensar en nada. Después de todo, él tenía su multitud privada de demonios, ninguno de los cuales parecía inclinado a desaparecer sin más. Sin inmutarse por el descuido ocasional, continuaban jugando sus oscuros jueguecitos y el modesto tesoro que componía la vida de Nimander iba de un lado a otro, hasta que las balanzas giraban sin cesar. Discordia y choques, caos celebrado por los gritos triunfantes, las maldiciones siseadas, las monedas desperdigadas sin cuidado alguno. Nimander se sentía con frecuencia aturdido, como si no pudiera oír nada.

Pudiera ser que ésas fueran las características de los tiste andii. Introvertidos incapaces de introspección alguna. Oscuridad en la sangre. Quimeras, incluso en sí mismos. Él hubiera querido que le importara el trono que habían estado defendiendo, por el que había muerto Andarist, y por el que había llevado a sus pupilos a aquella batalla salvaje sin vacilación alguna. Quizá, incluso, con verdadero entusiasmo.

Una carrera hacia la muerte. Cuanto más vive uno, menos se valora esa vida. ¿Por qué?

Pero eso sería introspección, ¿no es cierto? Una tarea demasiado latosa, desentrañar esas preguntas. Mucho más fácil limitarse a seguir las órdenes de otros. ¿Otro rasgo de su especie, conformarse con seguir? ¿Pero quiénes entre los tiste andii podían convertirse en símbolos capaces de inspirar respeto y asombro? No jóvenes guerreros como Nimander Golit. No la malvada Phaed y sus viles ambiciones. Anomander Rake, que se alejó. Andarist, su hermano, que no se fue. Silchas Ruina… ¡ah, qué familia! Únicos, era obvio, entre la prole de la Madre. Vivían con más intensidad entre grandes dramas. Vidas tensas y vibrantes como las cuerdas de un arco, la ferocidad de la verdad en cada una de sus palabras, los intercambios duros y crueles que los separaban cuando nada más podía. Ni siquiera que madre Oscuridad les diera la espalda. Las primeras épocas de sus vidas eran poemas de grandiosidad épica. ¿Y nosotros? Nosotros no somos nada. Blandos, romos, confundidos y hundidos en la negrura. Hemos perdido nuestra simplicidad, hemos perdido su pureza. Somos la Oscuridad sin misterio.

Sandalath Drukorlat (que había vivido en esos tiempos antiguos y debía de llorar en su alma por los tiste andii caídos) se volvió y llamó con un gesto a los variopintos supervivientes de Deriva Avalii para que la siguieran. Subieron a cubierta. Tienes el pelo, Nimander, del color de la luz de las estrellas. Allí contemplaron esa miserable ciudad portuaria que se transformaría en su hogar durante la «próxima pequeña eternidad», por usar las palabras siseadas de Phaed.

—Solía ser una prisión, esta isla. Llena de violadores y asesinos. —Una mirada rápida a los ojos de él, como si buscara algo, y su hermana le dedicó una sonrisa fugaz que era poco más que enseñar los dientes y dijo—: Un buen lugar para asesinar.

Palabras que, milenios antes, podrían haber desencadenado una guerra civil o algo peor, la furia de la propia madre Oscuridad. Palabras, por tanto, que apenas agitaban el reposo sereno de la indiferencia de Nimander.

Tienes el pelo, Nimander, del color de… Pero el pasado estaba muerto. Deriva Avalii. Nuestra propia isla prisión, donde aprendimos lo que era morir.

Y el precio terrible de seguir a alguien.

Donde aprendimos que el amor no tiene sitio en este mundo.