12

Miré al oeste y vi un millar de soles poniéndose.

—Sidivar Trelus

El olor a tierra de las hogueras de estiércol precedió la primera visión del ejército lezna. Bajo la luz manchada de una luna sin brillo, la atri-preda y Brohl Handar cabalgaron con la tropa de exploración hasta la base de un risco, donde desmontaron y, tras dejar un soldado con los caballos, echaron a andar ladera arriba.

La cima estaba casi desprovista de hierbas, allí donde los vientos incesantes habían erosionado el escaso suelo se asomaban bultos de roca angular. La media docena de letherii y el único tiste edur se pegaron al suelo y se fueron acercando entre los afloramientos, llenando los espacios del espinazo roto de basalto.

Más allá, quizá a un tercio de legua de distancia, ardían las hogueras del enemigo. Un mar de estrellas caídas que se habían prendido sin llama y que llenaban la cuenca de un valle entero y subían por la ladera contraria definiendo sus contornos.

—¿Cuántos le parece a usted? —le preguntó Brohl Handar a la atri-preda en voz baja.

Bivatt suspiró.

—¿Combatientes? Quizá diez, once mil. Estos ejércitos son más como migraciones, supervisor. Todo el mundo va detrás.

—¿Entonces dónde están los rebaños?

—Es probable que al otro lado del valle contrario.

—Así que mañana cabalgamos a la batalla.

—Sí. Y otra vez, le aconsejo que usted y su escolta permanezcan con la comitiva…

—Eso no será necesario —interpuso Brohl Handar, repitiendo palabras que había pronunciado una docena de veces en los últimos tres días y noches—. Hay guerreros edur con usted, y los utilizaremos, ¿no?

—Si es necesario, supervisor. Pero la lucha que nos aguarda parece que no será diferente de todas las demás que los letherii hemos librado contra estos pueblos de las llanuras. Parece que Mascararroja no ha podido convencer a los ancianos con ninguna estrategia nueva. Son las viejas tácticas, las que les fallan una y otra vez. —La mujer se quedó callada un momento y después continuó—: El valle que hay detrás se llama Bast Fulmar. Tiene algún significado arcano para los leznas. Ahí es donde nos encontraremos.

El otro volvió la cabeza y la estudió en la oscuridad.

—¿Le parece bien dejar que sean ellos los que escojan el lugar de la batalla?

La atri-preda lanzó un bufido.

—Supervisor, si estas tierras estuvieran llenas de desfiladero, cañones, arroyos o ríos impracticables, o incluso bosques, entonces desde luego que me lo pensaría bien antes de entrar en combate con el enemigo donde quieren ellos. Pero no aquí. La visibilidad no es problema; con nuestros magos, los leznas no pueden ocultarse. No hay vías de retirada difíciles, no hay puntos ciegos. La lucha de mañana será brutal en su simplicidad. La ferocidad lezna contra la disciplina letherii.

—Y con ese tal Mascararroja a la cabeza, serán feroces sin duda.

—Sí. Pero fracasarán al final.

—Está muy segura, atri-preda.

El hombre captó la sonrisa femenina.

—Aliviada, supervisor. Esta noche veo solo lo que he visto ya una docena de veces. No imagine, sin embargo, que estoy menospreciando al enemigo. Correrá mucha sangre. —Con eso hizo un gesto y el grupo comenzó a retirarse del risco.

Mientras iban bajando hacia los caballos que los esperaban, Brohl Handar le hizo un comentario.

—No veo piquetes, atri-preda. Ni exploradores montados. ¿No le parece un poco extraño?

—No. Saben que estamos cerca. Querían que viéramos ese campamento.

—¿Para lograr qué? ¿Un esfuerzo inútil de asombrarnos?

—Algo parecido, sí.

Quieres que sienta desdén por estos leznas. ¿Por qué? ¿Para que puedas justificar no utilizar a los tiste edur? ¿A los k’risnan? Quieres que la victoria de por la mañana sea letherii. No quieres encontrarte en deuda con los edur, no por este gran robo de tierras y bestias, esta cosecha de esclavos.

Sospecho que ésas fueron las instrucciones del comisionado. Letur Anict no es de los que comparten el botín.

Yo, atri-preda, no siento alivio alguno.

—Flechas con punta de piedra, eres tonto de verdad. Se romperán contra la armadura letherii. No puedo esperar nada de ti. Por lo menos lo descubro ahora, en lugar de en plena batalla.

Toc Anaster se acomodó en cuclillas y observó a Torrente alejarse del fuego con paso decidido. Rumbo… a alguna parte. Algún sitio importante. Como las letrinas. Se puso de nuevo a examinar las plumas de las flechas imass. Regalo de un viejo amigo. Esa colección crujiente y tintineante de huesos graciosos. Apenas recordaba la última vez que había estado entre amigos. Rezongo, quizá. Otro continente. Una tarde de borrachera. ¿Era vino saltoano? ¿Cerveza gredfalana? No se acordaba.

Lo rodeaba el murmullo de miles, sus movimientos por el campamento, sus conversaciones quedas alrededor de las hogueras. Ancianos y ancianas, los inválidos, los pequeños. Un fuego ardiendo para todos y cada uno de los leznas.

Y en algún lugar de la llanura, Mascararroja y sus guerreros, una noche sin fuegos, sin conversaciones. Nada, imagino, salvo afilar sin ruido las hojas de las armas. Hierro y piedra susurrando en la noche.

Un engaño sencillo, su éxito dependía de las expectativas letherii. Unos exploradores enemigos habían descubierto ese campamento, después de todo. Tal y como habían predicho. Un sinfín de hogueras en la oscuridad, cerca, como era de esperar, de Bast Fulmar, el lugar de la batalla inminente. Todo como se suponía que debía ser.

Pero Mascararroja tenía otros planes. Y para ayudar en el engaño, Toc sospechaba, cierta hechicería arcana de los k’chain che’malle.

Apareció un anciano que entró en el fulgor del fuego andando con piernas combadas. Toc lo había visto hablando con Mascararroja, cabalgando con frecuencia junto al caudillo. Se agachó enfrente de Toc y lo estudió durante una docena de latidos, después escupió en las llamas, asintió al ver el chisporroteo de respuesta y habló.

—No confío en ti.

—Qué pena.

—Esas flechas, están envueltas en magia ritual. Pero ningún espíritu las ha bendecido. ¿Qué clase de hechicería es ésa? ¿Letherii? ¿Eres una criatura de las losas y las Fortalezas? Un traidor entre nosotros. Maquinas una traición, quieres vengarte de nosotros por haberos abandonado.

—¿Intentas inspirarme, anciano? Siento desilusionarte, pero no hay brasas en las cenizas, nada que pueda cobrar vida si las revuelves.

—Eres joven.

—No tan joven como crees. Además, ¿qué tiene eso que ver?

—A Mascararroja le caes bien.

Toc se rascó la cicatriz donde había habido un ojo.

—¿La edad te ha podrido el ingenio?

Un gruñido.

—Conozco secretos.

—Yo también.

—Ninguno comparable a los míos. Yo estaba allí cuando se suicidó la hermana de Mascararroja.

—Y yo mamé de la teta de una matrona k’chain che’malle. Si es que teta es la palabra correcta.

El rostro del anciano se crispó con una expresión de incredulidad.

—Ésa es una buena mentira. Pero no es el juego que estoy jugando. Vi con mis propios ojos las grandes canoas marinas. En la costa norte. Miles y miles.

Toc empezó a devolver las flechas al carcaj de cuero sin curtir.

—Estas flechas las hizo un hombre muerto. Muerto desde hace cientos de miles de años, o más.

El ceño arrugado que tenía enfrente se profundizó.

—He visto esqueletos corriendo en la noche, en esta misma llanura.

—Este cuerpo que ves no es mío. Lo robé.

—Yo solo sé la verdad de Bast Fulmar.

—El padre de este cuerpo era un hombre muerto, exhaló su último aliento en el momento en que se tomó su semilla en un campo de batalla.

—La victoria de tanto tiempo atrás fue en realidad una derrota.

—Este cuerpo se hizo fuerte devorando carne humana.

—Mascararroja nos traicionará.

—Esta boca se hace agua cuando te miro.

El viejo se puso en pie.

—El mal habla con mentiras.

—Y el bien conoce solo una verdad. Pero es una mentira, porque siempre hay más de una verdad.

Otra bocanada de flemas a la hoguera y una complicada serie de gestos, algo grabado en el aire sobre las llamas, una maraña de guardas que parecieron arremolinarse durante un momento en el humo fino.

—Estás desterrado —dijo entonces el anciano.

—No tienes ni idea, viejo.

—Creo que deberías haber muerto hace mucho tiempo.

—Más veces de las que puedo contar. Comenzó con un trozo de una luna. Después una puta marioneta, luego… oh, da igual.

—Torrente dice que huirás. Al final. Dice que tu valor está roto.

Toc se quedó mirando las llamas.

—Eso bien puede ser —dijo.

—Entonces te matará.

—Suponiendo que pueda atraparme. Si hay algo que sé hacer es montar.

Con un gruñido de desdén, el anciano se alejó hecho una furia.

—Valor —murmuró Toc para sí—. Sí, está eso. Y quizá la cobardía se engendra de verdad en los mismos huesos. —Porque, afrontémoslo, Anaster no era hierro frío. Ni caliente, si a eso vamos.

En algún lugar de la noche brotó el aullido agudo de un lobo.

—Sí, bueno —rezongó Toc—, no es como si tuviera el privilegio de elegir, ¿no? Me pregunto si alguno lo tenemos. Alguna vez. —Alzó la voz un poco—. ¿Sabes, Torrente? Sí, te veo acechando ahí fuera… se me ocurre, dados los precedentes, que la cuestión de la cobardía es algo que los leznas debéis afrontar mañana. No me cabe duda de que Mascararroja, si tiene alguna preocupación, está pensando en eso ahora mismo. Seguro que se lo pregunta. ¿Puede intimidaros a todos para que actuéis con honor?

La forma vaga que era Torrente se alejó.

Toc se quedó callado, tiró otro trozo más de estiércol de rodara al fuego y pensó en viejos amigos desaparecidos hace tanto, tanto tiempo.

La línea solitaria de huellas arrastradas terminaba en una figura que subía con esfuerzo la lejana ladera de arcilla y guijarros. Era lo que pasaba cuando seguías un rastro, se recordó Seto. Era fácil olvidar que las puñeteras huellas pertenecían a algo real, sobre todo después de lo que parecían semanas de rastrear al cabrón.

T’lan imass, como había sospechado. Esos pies abiertos, huesudos, se arrastraban demasiado, sobre todo con un arco tan alto que no dejaba impresión alguna. Cierto, algún wickano con las piernas estevadas podría dejar algo parecido, pero no caminando a un ritmo que había permanecido por delante de Seto durante demasiado tiempo. Imposible. Con todo, era extraño que el antiguo guerrero no muerto estuviera caminando siquiera.

Mucho más fácil atravesar ese yermo como polvo.

Quizá es demasiado húmedo. Quizá no sea muy divertido ser barro. Tendré que preguntárselo.

Suponiendo que no me mate nada más verme. O que lo intente, quiero decir. Siempre se me olvida que ya estoy muerto. Si hay una cosa que los muertos deberían recordar, es ese detalle crucial, ¿no te parece, Viol? Bah, qué sabrás tú. Tú sigues vivo. Y tampoco estás aquí.

Que el Embozado me lleve, empiezo a necesitar compañía.

Pero no los susurros de ese asqueroso viento. Menos mal que ha huido, incapaz de acercarse más a ese t’lan imass con, sí, un solo brazo. Una criatura muy maltratada, desde luego.

Seto estaba seguro de que el t’lan imass sabía que estaba allí, mil pasos por detrás de él. Y seguro que también sabe que soy un fantasma. Que es por lo que no se ha molestado en atacarme.

Creo que empiezo a acostumbrarme a esto.

Pasó otro tercio de legua antes de que Seto fuera capaz de acercarse lo suficiente para atraer al fin la mirada del guerrero no muerto. Que se detuvo y se giró poco a poco. El arma de pedernal que llevaba en su única mano era más un alfanje que una espada, la punta terminaba en un gancho extraño. Había fabricado una empuñadura con la parte palmeada de unas cuernas, que habían creado un guardamano acampanado con púas que el tiempo había curtido. Parte de la cara del guerrero la habían aplastado con brutalidad, pero un lado de la pesada mandíbula continuaba intacto, lo que le daba a la espeluznante faz una inclinación torcida.

—Fuera de aquí, fantasma —dijo el t’lan imass con la voz distorsionada.

—Bueno, me gustaría —respondió Seto—, solo que parece que llevamos la misma dirección.

—Eso no puede ser.

—¿Por qué?

—Porque tú no sabes adónde voy.

—Ah, la lógica perfecta de los imass. En otras palabras, una idiotez. No, no sé con exactitud adónde vas, pero es innegable que se encuentra en la misma dirección que llevo yo. ¿Es una observación demasiado perspicaz para ti?

—¿Por qué te aferras a tu carne?

—Por la misma razón, supongo, por la que tú te aferras a lo que te queda de la tuya. Escucha, me llamo Seto. En otro tiempo fui soldado, abrasapuentes. Marines malazanos. ¿Y tú eres una especie de marginado de los t’lan imass logros?

El guerrero no dijo nada por un momento.

—Fui una vez de los t’lan imass kron —dijo después—. Nacida en la estación de la Sangre de la Montaña, en el clan de Eptr Phinana. Los de mi estirpe llegaron a las costas de Jagra Til. Soy Emroth.

—¿Una mujer?

Un encogimiento de hombros irregular que tintineó.

—Bueno, Emroth, ¿y qué estás haciendo cruzando a pie este pozo de hielo olvidado del Embozado?

—Aquí no hay ningún pozo.

—Como tú digas. —Seto miró a su alrededor—. ¿Es aquí adonde vienen los t’lan imass abandonados?

—Aquí no —respondió Emroth. Se alzó el alfanje y señaló con lentitud.

Más adelante. La dirección que Seto había decidido llamar norte.

—¿Y qué, entonces nos dirigimos a un enorme montón de huesos congelados?

Emroth se volvió y echó a andar una vez más. Seto se movió al lado de la criatura no muerta.

—¿Fuiste hermosa una vez, Emroth?

—No lo recuerdo.

—Yo era un desastre con las mujeres —dijo Seto—. Tengo las orejas muy grandes, sí, por eso llevo esta gorra de cuero. Y tengo las rodillas huesudas. Por eso me hice soldado, sabes. Para conocer mujeres. Y entonces descubrí que las mujeres soldado dan miedo. Quiero decir, mucho más miedo que las mujeres normales, que ya es decir. Supongo que con vosotros los imass, bueno, todo el mundo era guerrero, ¿no?

—Entiendo —dijo Emroth.

—¿Sí? ¿Entiendes qué?

—Por qué no tienes compañeros, Seto de los Abrasapuentes.

—No te me irás a convertir ahora en una nube de polvo, ¿verdad?

—En este lugar no puedo. Por desgracia.

Con una gran sonrisa, Seto reanudó su parloteo.

—No es que muriera virgen ni nada de eso, claro. Hasta cabrones feos como yo… bueno, siempre que tengas dinero suficiente a mano. Pero te voy a decir algo, Emroth, eso no es lo que llamaríamos amor, ¿no crees? Así que, bueno, la verdad es que nunca compartí eso con nadie. El amor. Quiero decir, desde que dejé ser un niño hasta que morí.

»Bueno, hubo una soldado una vez. Era grande y mala. Se llamaba Detoran. Decidió que me quería y me lo demostraba dándome grandes palizas. ¿A ti qué te parece eso? Bueno, yo al final lo comprendí. Verás, ella era incluso menos adorable que yo. Pobre foca. Ojalá lo hubiera entendido en su momento. Pero estaba demasiado ocupado huyendo de ella. Tiene su gracia, ¿no?

»Murió también. Así que tuve la oportunidad de, ya sabes, hablar con ella. Puesto que nos encontramos en el mismo sitio. El problema de ella era que no podía unir palabras suficientes para formar una frase completa. No era lerda, o no mucho. Solo le costaba expresarse. La gente así, ¿cómo vas a adivinar lo que tiene en mente? No te lo pueden decir, así que solo puedes intentar adivinar y la mayor parte de las veces te equivocas tanto que es patético. Bueno, lo solucionamos, más o menos. Creo. Decía incluso menos siendo fantasma.

»Pero eso es lo que pasa, Emroth. Está la gran explosión, lo blanco, luego negro, y después empiezas a despertarte otra vez. Un puñetero fantasma sin ningún lugar al que merezca la pena ir, y lo único que te queda son las cosas que comprendes y lo que lamentas. Y una lista de deseos más larga que lo del Embozado…

—Se acabó, Seto de los Abrasapuentes —interpuso Emroth, el temblor de la emoción en su voz—. No soy tonta. Comprendo el juego que te traes. Pero mis recuerdos no son para ti.

Seto se encogió de hombros.

—Ni para ti tampoco, deduzco. Los regalaste todos para librar una guerra contra los jaghut. Eran tan malvados, tan peligrosos, que os convertisteis en vuestras primeras víctimas. Una especie de venganza al revés, ¿no te parece? Vais y les hacéis el trabajo sucio. Y el chiste es que en realidad no eran tan malos ni peligrosos. Bueno, quizá un puñado, pero ese puñado se ganó la ira de los suyos enseguida, con frecuencia mucho antes de aparecierais vosotros y vuestros ejércitos. Podían controlarse solos. Os arrojaron glaciares, ¿y qué hicisteis vosotros para derrotarlos? Pues helasteis vuestros corazones todavía más, los transformasteis en algo más inerte que cualquier glaciar. Bien sabe el Embozado que eso sí que es una ironía.

—Yo no estoy vinculada —dijo Emroth con tono áspero—. Mis recuerdos se quedan conmigo. Son esos recuerdos los que me han roto.

—¿Roto?

Otro encogimiento de hombros.

—Seto de los Abrasapuentes, al contrario que tú, yo recuerdo el amor.

Ninguno habló durante un rato después de eso. El viento azotaba, cortante y seco. Los restos acartonados de nieve crujían bajo los pies en los lechos de musgo y líquenes. En el horizonte, más adelante, había un risco, gris como la pizarra, anguloso como una masa de edificios caídos. Sobre esa línea, el cielo era de un blanco lechoso. Seto señaló al norte.

—Entonces, Emroth, ¿es eso?

La cabeza medio destrozada se alzó.

—Omtose Phellack.

—¿En serio? Pero…

—Debemos cruzarlo.

—Oh, ¿y qué hay detrás?

La t’lan imass se detuvo y se quedó mirando a Seto con los ojos marchitos y hundidos en sombras.

—No estoy segura —respondió—. Pero ahora creo que puede ser… mi casa.

Maldita seas, Emroth. Acabas de poner las cosas mucho más difíciles.

El templo se alzaba en una colina baja, la tierra yerma por todas partes. Sus enormes muros ciclópeos parecían maltratados, empujados hacia dentro como por la acción de diez mil puños de piedra. Unas fisuras torcidas recubrían el granito gris oscuro desde la planta baja al inmenso dintel de piedra que se inclinaba como un borracho sobre lo que en otro tiempo había sido una magnífica entrada noble. Los restos de unas estatuas sobresalían de pedestales colocados a ambos lados de los anchos escalones que ya se combaban.

Udinaas no sabía dónde estaba. Solo un sueño más, o lo que había empezado como un sueño. Condenado, como todos los demás, a deslizarse hacia algo mucho peor.

Así que esperó, temblando, las piernas tullidas, rotas e inertes bajo él, una nueva variación del tema de la incapacidad. Símbolo aplastante de sus muchos defectos. La última vez, recordó, se había estado retorciendo en el suelo, sin miembros, una serpiente con la espalda rota. Parecía que su subconsciente carecía de sutileza, una admisión de lo más amarga.

A menos, por supuesto, que alguien o algo le estuviera enviando esas visitaciones.

Y entonces empezaron a aparecer cadáveres en las laderas de piedra bajo el templo. Decenas y luego centenares.

Altos, piel pálida como la cáscara de huevos de tortuga, ojos ribeteados de rojo y hundidos en rostros alargados de facciones marcadas, demasiadas articulaciones en los largos miembros transformaban las expresiones rígidas de la muerte en algo irreal, enfebrecido, pero ese último detalle no era ninguna sorpresa.

Surgió una mancha de movimiento en la oscuridad, bajo la piedra del dintel. Una figura que aparecía tambaleándose. Distinta de los muertos. No, ésa parecía… humana.

Salpicado de sangre de la cabeza a los pies, el hombre avanzó oscilando, se detuvo en la cima de los escalones y miró a su alrededor con los ojos encolerizados, salvajes. Después echó la cabeza hacia atrás y le chilló al cielo incoloro.

Sin palabras. Solo furia.

Udinaas se encogió e intentó alejarse arrastrándose.

Y la figura lo vio. Una mano carmesí, chorreante, se alzó y lo buscó. Lo llamó con un gesto.

Como si lo hubieran agarrado por la garganta, Udinaas se acercó con una sacudida al hombre, al templo, al pedregal frío de cadáveres.

—No —murmuró—, yo no. Elige a otro. A mí no.

¿Puedes sentir esta pena, mortal?

—¡No es para mí!

Pero es que lo es. Eres el único que queda. ¿Sus muertes han de ser en vano, se han de olvidar, desprovistas de significado?

Udinaas intentó aferrarse al suelo, pero las piedras se soltaban bajo sus manos, el suelo arenoso se desprendía y sus uñas abrían surcos a su paso.

—¡Busca a otro! —Su chillido levantó ecos como si lo lanzara directamente contra el templo, como si entrara por la puerta abierta y resonara en el interior, atrapado, robado, rebotando hasta que ya no era su voz sino la del propio templo, el llanto lastimero de un moribundo, de un desafío desesperado. El templo, que enunciaba su sed.

Y algo sacudió el cielo entonces. Un rayo sin fuego, trueno sin sonido, una llegada que hacía vibrar el mundo y lo soltaba.

El templo entero palpitó de lado, nubes de polvo que brotaban entre las junturas carentes de argamasa. Estaba a punto de derrumbarse…

¡No! —bramó la figura de la cima de las escaleras al tiempo que se tambaleaba para recuperar el equilibrio—. ¡Éste es mío! ¡Mi t’orrud segul! Mira estos muertos… hay que salvarlos, liberarlos, hay que…

Y entonces se oyó otra voz detrás de Udinaas, aguda, distante, la voz del propio cielo.

—No, Errante. Estos muertos son forkrul assail. Muertos por tu propia mano. No puedes matarlos para salvarlos…

¡Bruja pavorosa, no sabes nada! ¡Son los únicos que puedo salvar!

—La maldición de los dioses ancestrales, mira la sangre que tienes en las manos. Es todo obra tuya. Todo ello.

Una sombra enorme pasó por encima de Udinaas. Y giró en el aire.

Ráfagas de viento que levantaban el cabello negro y enmarañado de los cadáveres y golpeaban los fragmentos rasgados de sus ropas; y entonces una presión repentina, como la de un peso inmenso que descendiera, y allí estaba el dragón, entre Udinaas y el Errante, largas patas traseras estirándose hacia el suelo, las garras clavándose en los cuerpos fríos, aplastándolos y partiendo huesos cuando la enorme criatura se posó en la ladera. Un cuello sinuoso que se enroscó, la enorme cabeza se acercó más a Udinaas, ojos de fuego candente.

La voz del dragón llenó el cráneo de Udinaas.

—¿Me conoces?

Llamas argénteas rizándose por las escamas doradas, una presencia que exudaba un calor incandescente; cuerpos forkrul assail ennegrecidos bajo ella, la piel arrugada, desprendiéndose. La grasa que se fundía, que estallaba en ampollas repentinas y rezumaba de las articulaciones.

Udinaas asintió.

—Menandore. Hermana Amanecer. Violadora.

Una carcajada pastosa, líquida. La cabeza se giró y se alzó hacia el Errante.

—Éste es mío —dijo ella—. Lo reclamé hace mucho tiempo.

Reclama lo que quieras, Menandore. Antes de que hayas terminado aquí, me lo darás. Por voluntad propia.

—¿Ah, sí?

Como… pago.

—¿Por qué?

Por noticias de tus hermanas.

Ella se echó a reír otra vez.

—¿Imaginas que no lo sé?

Pero yo te ofrezco más. —El dios alzó las manos rojas—. Puedo garantizar que se quiten de tu camino, Menandore. Un simple… empujoncito.

El dragón cambió de postura y contempló a Udinaas de nuevo.

—¿Por éste?

.

—Muy bien, puedes quedarte con él. Pero no con nuestro hijo.

Le tocó al Errante echarse a reír.

¿Cuándo fue la última vez que visitaste a ese… hijo, Menandore?

—¿Qué significa eso?

Solo una cosa. Ha crecido. Su mente es suya. No tuya, Menandore. Estás advertida, y esta vez no exijo nada a cambio. Los dioses ancestrales, querida, pueden a veces conocer la piedad.

Ella lanzó un bufido, una ráfaga de poder puro.

—Eso dicen. Bonita propaganda, el bocado que les das a tus patéticos devotos famélicos. Este hombre, este padre de mi hijo, te fallará. ¡T’orrud segul! No tiene fe alguna. La compasión de su interior es como una rata de aguas en un pozo lleno de leones, bailando más rápido de lo que puedas ver, siempre a punto de la aniquilación. Ha jugado a lo mismo durante mucho tiempo, Errante. No puedes cogerlo, no puedes reclamarlo ni vincularlo a tu causa. —La dragona volvió a lanzar su carcajada cruel—. Me llevé más de él de lo que crees.

Incluyendo, zorra, el miedo que te tenía.

—¿Crees que puedes regalarme, Menandore?

Los ojos llamearon con una expresión de diversión o desdén, o las dos cosas.

—Habla entonces, Udinaas, oigamos tus audaces reivindicaciones.

—Los dos pensáis que me llamasteis aquí, ¿verdad? Para vuestro estúpido toma y daca. Pero lo cierto es que fui yo el que os invoqué a los dos.

—Estás loco…

—Quizá, Menandore. Pero éste es mi sueño. No el tuyo. No el de él. El mío.

—Idiota —escupió la diosa—. Tú intenta desterrarnos…

Udinaas abrió los ojos y se quedó mirando un cielo nocturno frío y despejado, y se permitió una sonrisa. Mi sueño, tu pesadilla. Se ciñó mejor las pieles que lo envolvían y encogió las piernas para asegurarse de que no estaban rotas. Rigidez en las rodillas, normal, producto de arrastrarse sobre roca y hielo, pero cálidas y llenas de vida.

—Todo va bien —susurró.

—Bien —dijo Tetera.

Udinaas se volvió y alzó la vista. La niña estaba agachada a su lado.

—¿Por qué estás despierta? —le preguntó el antiguo esclavo.

—No lo estoy. Y tú tampoco. El templo se derrumbó. Después de que te fueras.

—Pues espero que aplastara al Errante.

—No. Tú ya lo habías mandado marchar. Y a ella también.

—Pero no a ti.

—No. No sabías que estaba allí.

—De acuerdo, así que sigo soñando. ¿Qué quieres?

—Ese templo. No podría haber albergado todas esas almas. Todo ese dolor. Estaba roto y por eso se derrumbó. Eso era lo que se suponía que tenías que ver. Para que lo entiendas cuando ocurra todo. Y no estés triste. Y seas capaz de hacer lo que él quiere que hagas, no solo del modo en que él pensó que sería. Eso es todo.

—Bien. Ahora vuelve a arrastrarte a tus propios sueños, Tetera.

—De acuerdo. Solo recuerda, no llores demasiado pronto. Tienes que esperar.

—No me digas. ¿Cuánto tiempo antes de que me ponga a llorar?

Pero la niña se había ido.

Había cogido alguna puñetera fiebre del hielo podrido. Temblando y sufriendo alucinaciones durante tres, quizá cuatro noches ya. Sueños extraños dentro de sueños y así sucesivamente. Delirios de calor, de comodidad, de pieles no empapadas de sudor, el bálsamo de conversaciones misteriosas en los que el significado no era un problema. Me gusta esta vida. Es predecible. En su mayor parte. Y cuando no lo es, no parece diferente. Tomo lo que me llega. Como si cada noche recibiera lecciones de… de asumir el control.

Había llegado el momento de la enorme mesa cargada con toda su comida favorita.

Decían que, como espectro, estaba muy chupado.

Pero cada noche comía hasta saciarse.

Cuando la luz del amanecer empezó a empujar las sombras hacia las grietas y valles y transformó los picos nevados en oro fundido, Seren Pedac se levantó de sus pieles y se puso en pie, se sentía sucia y desaliñada. La gran altitud le dejaba la garganta irritada y los ojos secos, y sus alergias solo exasperaban esas afecciones. Temblando bajo el viento cortante, observó a Temor Sengar, que luchaba por volver a encender el fuego. La madera helada durante tanto tiempo era reacia a arder. Tetera había estado reuniendo hierbas y acababa de agacharse junto al tiste edur con sus ofrendas.

Una tos seca procedente de donde yacía Udinaas, todavía enterrado en pieles. Tras un momento, el antiguo esclavo se sentó poco a poco. La cara enrojecida por la fiebre, sudor en la frente, la mirada apagada. Emitió un sonido áspero que Seren tardó en darse cuenta que era una carcajada.

La cabeza de Temor se giró de repente como si lo acabara de picar una avispa.

—¿Esto te divierte? ¿Prefieres otra comida fría para empezar el día?

Udinaas miró con un parpadeo al tiste edur, después se encogió de hombros y apartó la vista.

Seren se aclaró la garganta.

—Fuera lo que fuera lo que le divertía, Temor, no tenía nada que ver contigo.

—¿Ahora hablas por mí? —le preguntó Udinaas. Se puso en pie con un tambaleo, todavía envuelto en las pieles—. Esto podría ser otro sueño —dijo—. En cualquier momento ese guerrero de piel blanca que hay encaramado ahí podría transformarse en un dragón. Y la pequeña Tetera abrirá la boca como una puerta en la que Temor Sengar se arrojará, devorado por su propia avidez de traición. —Los ojos sin brillo, turbios, se clavaron en Seren Pedac—. Y tú conjurarás eras perdidas, corifeo, como si las locuras de la historia tuvieran alguna relevancia, la que sea.

El zumbido y el golpe seco de una cadena puntuaron los extraños pronunciamientos.

Udinaas miró a Clip y sonrió.

—Y tú sueñas con hundir las manos en un baño de sangre, pero no cualquier sangre antigua. La cuestión es, ¿puedes manipular los acontecimientos para lograr ese torrente rojo?

—La fiebre te ha hervido el cerebro —dijo el guerrero tiste andii con una sonrisa de respuesta. Después miró a Silchas Ruina—. Mátalo o déjalo atrás.

Seren Pedac suspiró antes de hablar.

—Clip, ¿cuándo comenzaremos a descender? Más abajo habrá hierbas para acabar con su fiebre.

—Aún faltan días —respondió el otro mientras hacía girar la cadena en la mano derecha—. E incluso entonces… bueno, dudo que encuentres lo que buscas. Además —añadió—, lo que lo aflige no es del todo natural.

Silchas Ruina contemplaba la pista por la que treparían ese día.

—Lo que dice es cierto —dijo entonces—. Una vieja hechicería llena este aire fétido.

—¿De qué clase? —preguntó Seren.

—Está fragmentada. Quizá… k’chain che’malle; pocas veces usaban su magia de modos fácilmente comprensibles. Nunca en batalla. Sí que recuerdo algo… nigromántico.

—¿Y es eso lo que es esto?

—No sé decir, corifeo.

—¿Entonces por qué es Udinaas el único afectado? ¿Qué hay del resto de nosotros?

Nadie se aventuró a responder, salvo otra carcajada entrecortada de Udinaas.

Tintinearon los anillos.

—Yo he hecho mi sugerencia —dijo Clip.

De nuevo la conversación pareció morir. Tetera se acercó a Udinaas y permaneció junto a él, como si quisiera protegerlo.

La pequeña hoguera por fin estaba encendida, aunque fueran unas llamas débiles. Seren cogió una olla de estaño y se fue en busca de nieve limpia, cosa que debería de haber sido una tarea bastante sencilla. Pero los trozos podridos estaban repletos de detritos. Manchas de vegetación descompuesta, capas moteadas de carbón y ceniza, los cadáveres de una especie de gusano o escarabajo que vivía en el hielo, madera y trozos de un sinfín de animales. No demasiado apetitoso. Le extrañaba que no estuvieran todos enfermos.

Se detuvo ante una sección larga y estrecha de nieve incrustada de hielo que llenaba una grieta o pliegue en la roca. Sacó el cuchillo, se arrodilló y empezó a picotearla. Se rompieron unos pedazos. Examinó cada uno, desechó los que estaban demasiado descoloridos por la suciedad y colocó los otros en la olla. No se parecía mucho a los glaciares normales, los pocos que había visto de cerca. Después de todo, estaban hechos de nevadas sucesivas tanto como de hielo progresivo. Esas nevadas, por lo general, producían estratos relativamente prístinos. Pero allí era como si el aire por el que había caído la nieve estuviera impregnado de desechos flotantes que atascaban cada copo que caía. Aire impregnado de humo, ceniza, trozos de lo que habían sido seres vivos. ¿Qué podría haber hecho eso? Si solo fuera ceniza, ella podría interpretarlo como el resultado de alguna erupción volcánica. Pero no puñeteros fragmentos de piel y carne. ¿Qué secretos se ocultan en estas montañas?

Se las arregló para hundir la punta del cuchillo en el hielo y apoyó todo el peso en él. La losa entera de hielo que quedaba se levantó de repente, arrancada de la grieta. Y allí, posada debajo, una lanza.

El asta, larga como Seren era alta, no era de madera. Pulida, moteada de ámbar y marrón, parecía casi… escamada. La ancha cabeza era una sola pieza, filo y tallo, jade molido, lisa, lechosa, con forma de hoja. No había un pegamento o atadura obvia que uniera el hueco al asta.

Seren soltó el arma. Vio que la textura escamada la creaba una sucesión de capas intrincadas de cuerno, lo que explicaba la apariencia moteada. Una vez más, no distinguió indicación alguna de cómo se unían las capas. La lanza tenía un peso sorprendente, como si el asta se hubiera mineralizado.

Oyó una voz detrás de ella.

—Ése sí que es un hallazgo interesante.

Seren se volvió, estudió la expresión burlona de Clip y sintió una oleada de irritación.

—¿Tienes por costumbre seguir a la gente por ahí, Clip?

—No, en general los guío. Lo sé, esa tarea sirve para apartarte a ti. Lo que te deja con una sensación de inutilidad.

—¿Alguna otra brillante observación que quieras hacer?

Clip se encogió de hombros e hizo girar la maldita cadena de un lado a otro.

—Esa lanza que encontraste. Es t’lan imass.

—¿Se supone que eso tiene que significar algo para mí?

—Lo hará.

—No es el arma con la que luchas tú, ¿verdad?

—No. Y no me escondo en árboles ni tampoco arrojo fruta.

Ella frunció el ceño.

Él se echó a reír y le dio la espalda.

—Nací en Oscuridad, corifeo.

—¿Y?

Clip se detuvo y se volvió para mirarla.

—¿Por qué crees que soy la espada mortal del señor de las Alas Negras? ¿Por mi cara bonita? ¿Por mi encanto personal? ¿Por mi habilidad con estas hojas de aquí?

—Bueno —respondió Seren—, acabas de agotar mi lista de razones.

—Ja, ja. Escúchame. Nacido en Oscuridad. Bendecido por nuestra Madre. El primero en miles de años; ella les dio la espalda, ¿sabes? A sus hijos elegidos. ¿Miles de años? Más bien decenas de miles. Pero no a mí. Yo puedo caminar por la Oscuridad, corifeo. —Agitó la mano con la que hacía girar la cadena y señaló a los otros—. Ni siquiera Silchas Ruina puede decir eso.

—¿Lo sabe?

—No. Es nuestro secreto todo el tiempo que decidas.

—¿Y por qué iba a decidir no decírselo, Clip?

—Porque yo soy el único aquí que puede impedirle que te mate. A ti y a Udinaas, los dos a los que considera más inútiles. De hecho, enemigos en potencia.

—¿Enemigos? ¿Por qué iba a pensar eso? —Seren sacudió la cabeza sin poder creérselo—. Solo somos unos bichos que puede aplastar cuando quiera. Un enemigo es alguien que supone una amenaza. No es nuestro caso.

—Bueno, en esa cuestión, no veo necesidad de iluminarte. Todavía.

La corifeo se volvió con un bufido y recogió la olla con los trozos de hielo reluciente.

—¿Piensas quedarte con tu hallazgo? —preguntó Clip.

Ella miró el arma que llevaba en la mano derecha.

—Udinaas puede utilizarla de muleta.

La carcajada de Clip fue tan mordaz como cruel.

—Oh, qué injusticia, corifeo. Para un arma con tanta historia como ésa.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—Hablas como si la reconocieses. ¿La reconoces?

—Digamos solo que su sitio está con nosotros.

Frustrada, pasó junto a él y emprendió el regreso al campamento.

La lanza atrajo la atención, con una rapidez aterradora, de Silchas Ruina, que antes de girarse en redondo para mirarla, pareció estremecerse. Udinaas también, levantó la cabeza de golpe cuando la corifeo se dirigió a él. Seren sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho y tuvo miedo de repente.

Intentó ocultarlo aferrándose con obstinación a su idea original.

—Udinaas, he encontrado esto, puedes utilizarla para mantener el equilibrio.

El hombre gruñó y después asintió.

—Una punta de piedra molida, no puede tener mucho filo, ¿verdad? Al menos no tropezaré y me sacaré un ojo, a no ser que me empeñe, claro, ¿y por qué habría de hacer eso?

—No te burles —dijo Silchas Ruina—. Úsala del modo que ha sugerido la corifeo, desde luego. Pero has de saber que no es tuya. Tendrás que entregarla, tenlo claro, Udinaas.

—Entregarla… ¿a ti, por casualidad?

De nuevo el estremecimiento.

—No. —Y Silchas Ruina se volvió una vez más.

Udinaas le dedicó una sonrisa débil a Seren.

—¿Me acabas de dar un arma maldita, corifeo?

—No lo sé.

El antiguo esclavo se apoyó en ella.

—Bueno, da igual. Tengo una colección entera de maldiciones, una más no importa mucho.

Fundieron el hielo y llenaron las botas de agua. Otra olla de nieve helada proporcionó el agua para un caldo de hierbas, cortezas de grasa de myrid, moras y pepitas de savia cogidas de arces, el último de los cuales habían visto diez días antes, en una elevación donde el aire era vivificante y tenía el olor acre y dulce de la vida. Allí no había árboles. Ni siquiera arbustos. El inmenso bosque que los rodeaba apenas les llegaba a los tobillos, un mundo enmarañado de líquenes y musgos.

Con un cuenco de sopa en las manos temblorosas, Udinaas fue a hablar con Seren.

—Bueno, solo para tener las cosas claras en esta farsa épica que nos traemos entre manos, ¿encontraste tú la lanza o te encontró ella a ti?

La mujer sacudió la cabeza.

—No importa. Ahora es tuya.

—No. Silchas tiene razón. No has hecho más que prestármela, corifeo. Se desliza como grasa en mis manos. No podría utilizarla para luchar ni aunque supiera cómo, que no sé.

—No es difícil —dijo Clip—. No la sujetes por el lado afilado y solo tienes que pinchar a la gente con ella hasta que caigan. Yo todavía tengo que enfrentarme a un guerrero con una lanza que no pueda hacer pedazos.

Temor Sengar lanzó un bufido.

Y Seren sabía por qué. Fue suficiente para iluminar esa mañana, suficiente para llevar una sonrisa irónica a sus labios.

Clip lo notó y esbozó una mueca de desdén, pero no dijo nada.

—Recogedlo todo —dijo Silchas Ruina tras un momento—. Estoy cansado de esperar.

—No hago más que decírtelo —dijo Clip haciendo girar los anillos una vez más—, todo llegará en su momento, Silchas Ruina.

Seren se volvió para mirar los picos que se alzaban por el norte. El dorado había palidecido, como si lo hubieran drenado de vida, de asombro. Los aguardaba otro día de viaje pesado. La invadió el abatimiento y suspiró.

Si le hubieran dado a elegir, esa partida la habría dominado él. No Cotillion, ni Tronosombrío. Pero suficientes detalles se habían filtrado hasta Ben Adaephon Delat, pesados y lúgubres como la ceniza de un incendio forestal, para que se conformara, de momento, con atragantarse con los problemas de otro. Desde la Escalada de Pale su vida había ido más bien de cráneo. Se sentía como si se estuviera precipitando por una ladera escarpada, siempre a un paso de un desastre en el que terminaría con los huesos rotos y sangrando por todas partes.

Antes se crecía con esas sensaciones. Eran prueba de que estaba vivo.

Pero… muchos amigos habían caído por el camino. Demasiados, y era reticente a dejar que otros ocuparan su lugar, ni siquiera ese humilde tiste edur con el corazón demasiado lleno, ese dolor en carne viva; ni ese maldito t’lan imass que en ese instante vadeaba un mar henchido de recuerdos, como si buscara uno (solo uno) que no sollozara de futilidad. La compañía equivocada, desde luego, para Ben el Rápido; le ofrecían amistad. No conmiseración, que habría sido más fácil. No, la maldita nobleza de aquellos dos demolía esa posibilidad.

Y mira dónde habían terminado todos sus amigos. Whiskeyjack, Seto, Trote, Dujek Unbrazo, Kalam… bueno, ¿no era siempre así, el dolor de la pérdida no vencía siempre al de… al de lo no perdido todavía? Y esa triste lista era solo la versión más reciente. Solo desde Pale. ¿Qué había de todos los demás de hace aún más? Los malditos supervivientes no lo tenemos fácil. Ni nos acercamos siquiera.

La idea lo hizo sonreír con desdén para sí. ¿Qué era eso de autocompadecerse? Una indulgencia patética y nada más.

Rodearon el borde de un barranco sumergido y chapotearon por el agua tibia que les llegaba a la cintura. Su paso levantaba nubes de sedimentos que había posados sobre un fondo pavimentado, invisible e interminable. Los seguía una especie de peces cuyos lomos curvos aparecían de vez en cuando en un lado u otro, la espina dorsal ribeteada, el abultamiento del agua insinuando tamaños demasiado grandes para contemplarlos con tranquilidad.

Y lo menos agradable de todo, el comentario de Trull Sengar solo unos momentos antes sobre que aquellos peces quizá fuesen del mismo tipo que los que habían intentado comérselo a él una vez.

Y la respuesta de Onrack el Fracturado tampoco ayudó mucho.

—Sí, son los mismos que aquellos contra los que peleamos en la muralla inundada, aunque, por supuesto, entonces estaban en la fase terrestre de su vida.

—¿Entonces por qué están aquí? —preguntó Trull.

—Hambre —respondió Onrack.

Suficiente para arrancar a Ben el Rápido de su taciturnidad malhumorada.

—¡Escuchadme, vosotros dos! ¡Estamos a punto de ser atacados por peces gigantes que comen magos y vosotros os dedicáis a rememorar! A ver, ¿estamos en peligro de verdad o qué?

La cara robusta y prognata de Onrack giró para mirarlo un momento.

—Suponíamos que tú nos estabas protegiendo de ellos, Ben el Rápido —dijo entonces el t’lan imass.

—¿Yo? —Miró a su alrededor en busca de alguna señal de tierra firme, pero el agua lechosa se extendía sin fin aparente.

—¿Es hora, entonces, de utilizar tu puerta?

Ben el Rápido se lamió los labios.

—Eso creo. Es decir, me he recuperado de la última vez, más o menos. Y he encontrado un sitio al que ir. Es solo…

Trull Sengar se apoyó en su lanza.

—Saliste de ese viaje mágico, Ben el Rápido, luciendo la mueca de los condenados. Si de verdad nuestro destino es tan peligroso como debe de ser, entiendo tu reticencia. Además, tras observarte durante ya cierto tiempo, me parece evidente que tu batalla contra Icarium te ha debilitado a cierto nivel fundamental, ¿quizá temes no ser capaz de elaborar una puerta lo bastante perdurable para permitir el paso de los tres? Si es así…

—Espera —interpuso el mago con una maldición silenciosa—. De acuerdo. Estoy un poco… frágil. Desde lo de Icarium. Ves demasiado, Trull Sengar. Pero puedo hacernos pasar a todos. Es una promesa. Es solo… —Miró a Onrack—. Bueno, puede que haya ciertos… cambios, en fin, no anticipados.

—¿Corro riesgo? —dijo Onrack.

—No estoy seguro. Es posible.

—Eso no debería afectar tu decisión en exceso —respondió el t’lan imass—. Soy prescindible. Estos peces no pueden comerme, después de todo.

—Si nos vamos —dijo Ben el Rápido—, tú te quedarás atrapado aquí para siempre.

—No. Abandonaré esta forma. Me uniré al olvido y la nada en estas aguas.

—Onrack… —empezó a decir Trull con tono alarmado.

Pero Ben el Rápido lo interrumpió.

—Tú te vienes con nosotros, Onrack. Únicamente estoy diciendo que hay cierta incertidumbre sobre lo que te pasará. No puedo explicar más. Solo que tiene relación con el lugar en el que nos encontraremos. Con la orientación de ese reino, quiero decir.

Trull Sengar lanzó un bufido.

—A veces —dijo con una sonrisa irónica—, eres un auténtico caso perdido, mago. Será mejor que abras la puerta antes de que terminemos en la barriga de un pez. —Después señaló algo detrás de Ben el Rápido—. Ese parece el más grande de todos, mira cómo se desperdigan los demás, y viene directamente a por nosotros.

El mago se volvió y abrió mucho los ojos.

El agua que les llegaba a la cintura no alcanzaba siquiera los ojos del animal, y el monstruoso pez se limitaba a abrirse paso a la fuerza entre los bajíos. Un puñetero bagre de algún tipo, más largo que una galera napaniana…

Ben el Rápido levantó los brazos y gritó en voz muy alta y con un extraño tono agudo.

—¡Es hora de irse!

Frágil. Oh, sí, y que lo digas. Vertí demasiado a través de mí para intentar hacerlo retroceder. Todo tiene un límite, incluido lo que puede soportar un mortal de carne y hueso. La regla más antigua de todas, por el amor del Embozado.

Forzó la puerta y la abrió, oyó el agua que se precipitaba con una explosión por el reino que había detrás, la corriente que le envolvía las piernas, y se abalanzó con un grito.

—¡Seguidme!

Una vez más, ese momento nauseabundo, pavoroso, en el que se asfixiaba y después se tambaleaba por un arroyo, el agua salpicando por todas partes, la corriente alejándose, y un aire frío e invernal que lo ceñía entre nubes de vapor.

Trull Sengar pasó junto a él dando traspiés, usando la lanza para sujetarse un momento antes de caer.

Ben el Rápido se volvió con un jadeo.

Y vio una figura que surgía entre las brumas blancas.

El grito de sorpresa de Trull Sengar asustó a los pájaros de una ringlera cercana de árboles enanos; las aves echaron a volar y se precipitaron hacia el cielo, girando en un semicírculo sobre la cabeza de Onrack el Fracturado. Al oír sus gritos, al sentir el enjambre de pequeñas sombras que lo rodeaban, el guerrero alzó la cabeza y se detuvo.

Ben el Rápido vio que el pecho de Onrack se hinchaba con una inspiración que pareció no tener fin.

La cabeza bajó entonces una vez más.

Y el mago se quedó mirando un rostro de piel lisa, bruñida por el viento. Unos ojos verdes resplandecían bajo el saliente pesado de la frente. Dos chorros de aire frío brotaron entonces de la nariz de Onrack, una nariz ancha, aplastada y rota con frecuencia.

—¿Onrack? ¡Por las Hermanas, Onrack! —exclamó Trull Sengar.

Los ojitos, enterrados en pliegues epicánticos, se movieron. Una voz baja, vibrante, brotó como un rumor profundo del guerrero de carne y hueso.

—Trull Sengar. ¿Es esto… es esto la mortalidad?

El tiste edur se acercó un paso más.

—¿No lo recuerdas? ¿Lo que se siente al estar vivo?

—Yo, yo… sí. —Una repentina expresión de asombro en el rostro pesado de rasgos marcados—. Sí. —Otra inspiración profunda, después una ráfaga que era casi salvaje en su júbilo. La extraña mirada clavada en Ben el Rápido una vez más—. Mago, ¿es esto una ilusión? ¿Un sueño? ¿Un viaje de mi espíritu?

—No creo. Es decir, creo que es bastante real.

—Entonces este reino… es Tellann.

—Quizá. No estoy seguro.

Trull Sengar estaba de repente de rodillas y Ben el Rápido vio lágrimas corriendo por el rostro demacrado y moreno del tiste edur.

El guerrero fornido y musculoso que tenían ante ellos, todavía vistiendo los restos podridos de sus pieles, miró poco a poco a su alrededor, al paisaje marchito de tundra abierta.

—Tellann —susurró—. Tellann.

—Cuando el mundo era joven —empezó Mascararroja—, estas llanuras que nos rodeaban eran más altas, estaban más cerca del cielo. La tierra era como una piel fina que cubría una carne gruesa que no era más que madera y hojas heladas. El cadáver putrefacto de antiguos bosques. Bajo el sol de estío, unos ríos invisibles atravesaban ese bosque, entre cada ramita, cada rama aplastada. Y con cada verano, el calor del sol era mayor, la estación más larga y los ríos fluían, drenando el inmenso bosque enterrado. Y así las llanuras descendieron, se posaron a medida que el bosque seco se fue deshaciendo en polvo, y con las lluvias se hundía más agua que se llevaba ese polvo al sur, al norte, al este, al oeste, siguiendo los valles, subiendo para unirse a los arroyos. En todas direcciones, fluyendo sin parar.

Masarch estaba sentado en silencio con los otros guerreros, una veintena o más ya, reunidos para escuchar el antiguo relato. Ninguno, sin embargo (Masarch incluido) lo había oído contar de ese modo, las palabras surgiendo de la máscara de escamas rojas, pronunciadas por un guerrero que pocas veces decía nada, pero que en ese momento hablaba con facilidad, imitando la cadencia de los ancianos con una precisión perfecta.

Los k’chain che’malle permanecían cerca, pesados e inmóviles como un par de estatuas grotescas. Pero Masarch imaginaba que estaban escuchando, igual que él y sus compañeros.

—La tierra abandonó el cielo. La tierra se apoyó en piedra, el propio hueso del mundo. De este modo la tierra cambió para hacerse eco de las hechicerías malditas de los Chamanes de la Cornamenta, los que se arrodillan entre cantos rodados, los que adoran la piedra, los fabricantes de armas. —Hizo una pausa y continuó—. No fue casualidad. Lo que acabo de describir no es más que una verdad. Hay otra. —Una vacilación más larga, después un suspiro persistente, prolongado—. Los Chamanes de la Cornamenta, retorcidos como las raíces de un árbol, los pocos que quedan, esos pocos que todavía rondan nuestros sueños al tiempo que rondan esta antigua llanura. Se ocultan en grietas del hueso del mundo. A veces sus cuerpos casi han desaparecido, hasta que solo sus rostros marchitos nos miran desde esas grietas, desafiando a la eternidad, como corresponde a su terrible maldición.

Masarch no era el único que temblaba bajo el frío previo al amanecer con las imágenes que conjuraban las palabras de Mascararroja. Todo niño sabía de esos espíritus retorcidos y malévolos, los envoltorios de chamanes muertos mucho, mucho tiempo atrás, pero incapaces de morir de verdad. Hacían rodar piedras para dibujar extraños patrones bajo los cielos nocturnos salpicados de estrellas, royendo con los dientes las superficies de los cantos rodados para crear escenas aterradoras que solo aparecían al atardecer o al amanecer, cuando la luz del sol acababa de nacer o se desvanecía en la muerte; y con demasiada frecuencia los cantos rodados estaban ladeados de tal forma que era en los momentos del atardecer cuando la magia profunda se despertaba, las imágenes cobraban vida en lo que habían parecido peculiaridades aleatorias en la piedra. Magia para asesinar al viento en esos lugares…

—En la época antes de que las llanuras descendieran, los chamanes y sus temidos seguidores hacían música cuando moría el sol, esa noche en que su viaje es más corto, y en otros momentos sagrados antes de que llegaran las nieves. No utilizaban tambores de piel. No era necesario. No, utilizaban la piel de la tierra, el bosque enterrado debajo. Golpeaban la piel del mundo hasta que cada bestia de la llanura temblaba, hasta que los bhederin estallaban en movimiento, decenas de miles a la vez, y corrían desaforados toda la noche, y así ellos también se hacían eco de la música de los Chamanes de la Cornamenta y alimentaban su poder oscuro.

»Pero la tierra se desmoronó al final, cayó en la eternidad que la acogió, los chamanes asesinaron a la propia tierra. Esta maldición no tiene descanso. Esa maldición nos envolvería el cuello, el de todos y cada uno de nosotros, si pudiera.

Mascararroja se quedó callado durante un rato, como para permitir que el terror atravesara con libertad los corazones de su público. Por fin reanudó el relato.

—Los Chamanes de la Cornamenta reunieron a sus guerreros inmortales y partieron para librar una guerra. Abandonaron esta llanura y desde ese momento, solo a los que caían en batalla se los traía de regreso aquí. Trozos rotos. Fracasados y marchitos como la llanura en sí, nunca jamás extenderían la mano o mirarían siquiera al cielo. Tal era su maldición.

»No perdonamos. No está en nosotros perdonar. Pero tampoco olvidaremos.

»Bast Fulmar, el Valle de los Tambores. Los letherii creen que le tenemos un temor reverencial. Creen que este valle fue el lugar de una antigua guerra entre los leznas y los k’chain che’malle, aunque los letherii ignoran el nombre verdadero de nuestro antiguo enemigo. Quizá hubo de verdad escaramuzas, de modo que el recuerdo pervive, solo para retorcerse y reunirse de nuevo en formas falsas. Muchos de vosotros os aferráis a esas nuevas formas y la creéis verdaderas. Una antigua batalla. Una que ganamos. Una que perdimos; hay ancianos que se sirven de este último secreto, como si la derrota fuese un cuchillo oculto en su mano del corazón. —Mascararroja se encogió de hombros ante la idea y la desechó. Una luz pálida empezaba a colarse. Unos trinos se alzaban de los matorrales bajos—. Bast Fulmar —dijo otra vez—. Valle de los Tambores. Ésta es, por tanto, su verdad secreta.

»Los Chamanes de la Cornamenta tocaron como un tambor la piel de este valle que tenemos ante nosotros. Hasta que se robó toda vida, hasta que todas las aguas huyeron. Bebieron a fondo, hasta que no quedó nada. Pues en ese momento los chamanes no estaban solos, no para ese malhadado ritual. No, otros como ellos se les habían unido… en continentes lejanos, a cientos, miles de leguas de distancia, todos y cada uno en esa única noche. Para separar su vida de la tierra, para separar a esta tierra de su propia vida.

Cayó el silencio, ni un solo guerrero aspiraba una bocanada de aire. Lo contuvieron… demasiado tiempo…

Mascararroja los liberó con otro suspiro.

—Bast Fulmar. Nos alzamos ahora para entablar batalla. En el Valle de los Tambores, guerreros míos, fracasará la hechicería letherii. Fracasará la hechicería edur. En Bast Fulmar no hay agua de magia, no hay arroyo de poder del que robar. Se agotó todo, todo se lo llevaron para sofocar el fuego que es la vida. Nuestro enemigo no es consciente. Averiguarán la verdad en este día. Demasiado tarde. Hoy, guerreros míos, será hierro contra hierro. Eso y nada más.

Mascararroja se levantó entonces.

—Contad la verdad a cada guerrero. Después preparaos. Marchamos a la batalla. A la victoria.

Una oleada de valor atravesó el pecho de Masarch y se encontró con que estaba de pie, temblando y después alejándose en la oscuridad que se iba desvaneciendo, susurrando sus palabras a todos con los que se cruzaba. Una y otra vez.

—Bast Fulmar canta en este día. Canta: no hay magia. No hay magia.

Con los mozos de cuadra reuniendo a los caballos y conduciéndolos por el patio que tenía detrás, la atri-preda Yan Tovis dejó las riendas de su montura en manos de un ayudante y se dirigió con zancadas decididas hacia la entrada achaparrada y amenazadora de la finca. A treinta leguas al sur de la ciudad portuaria de Rennis, la torre Boaral era el lugar de nacimiento de la brigada de las Chaquetas de Hierba, pero eso había sido un largo siglo atrás y en esos momentos un tercer o cuarto hijo de un pariente Boaral lejano era el que ostentaba la propiedad de esa fortaleza y se aferraba al anticuado título noble de dresh-preda o «señor de la heredad». Y a su mando, una guarnición que consistía en apenas una docena de soldados, al menos dos de los cuales (en la verja exterior) estaban borrachos.

Cansada, dolorida de tanto montar, y sin reserva alguna de paciencia, Yan Tovis ascendió los cuatro escalones anchos y bajos hasta las puertas principales cubiertas por un dintel. No había guardia a la vista. Levantó el pestillo de un tirón, abrió de una patada la pesada puerta, entró con paso decidido en el vestíbulo oscuro, y les dio un susto de muerte a dos ancianas con cubos y unas fregonas hechas con enredadera de khalit.

Las mujeres retrocedieron con un estremecimiento e hicieron una apresurada genuflexión.

—¿Dónde está el dresh Boaral? —preguntó Crepúsculo mientras se quitaba los guanteletes.

Las viejas intercambiaron unas miradas y una intentó algo parecido a una reverencia antes de contestar.

—Señora, pues muy bien la estará durmiendo, sí. Y nosotras, pues bien estamos limpiándole la cena.

Un bufido ahogado de la otra sirvienta.

Solo entonces detectó Yan Tovis el olor acre a bilis bajo el jabón de lejía.

—¿Dónde está el maestro de armas, entonces?

—Señora —otra reverencia y después—: pues tará cabalgando con cuatro soldaos, al oeste, como dicen, pa llegar a la costa rápido como un escupitajo de almeja, y ésa es una nube que no se posó entoavía.

—¿Ha partido hace poco, entonces? ¿Cuál era la razón? ¿Y a qué distancia está la costa?

—Señora, pos sería menos de una campaná na más, rápido como iba.

—¿Y la razón?

Otro misterioso intercambio de miradas.

—Señora, la costa pos está negra y con rumores en los últimos tiempos. Hay pescadores que desaparecen y ojos de demonios que destellan en las profundidades. Hay islas que vien tan llenas de hielo y eso, pálidas y mortales como las entrañas de la calavera de un asesino.

—¿El maestro de armas partió a cuenta de unos rumores supersticiosos?

—Señora, pues yo tengo una prima en la costa…

—La cabeza chorlito, sí —interpuso la otra vieja bruja.

—Pues será cabeza chorlito, pero eso qué más da, que son las voces del mar, que ella oyó y más de una vez. Voces, señora, como los fantasmas de los ahogaos como ella dice, que los ha oído y oído más de una vez.

Dos de los sargentos de Crepúsculo habían llegado tras la atri-preda y estaban escuchando. La oficial se aflojó la correa del yelmo.

—¿Ese maestro de armas suele estar sobrio? —preguntó.

—Alguno tie que estarlo, estar bien y eso.

—Pues es él —asintió la otra—. Y es esa una maldición que nos pone peor en malas horas de la noche como ahora…

—¡Calla! ¡Esta señora es un soldao que es superior al propio dresh!

—¿Tú qué sabes, Tirón? Pero si…

—¡Pero es que lo sé! De quién era el sobrino que cavó letrinas para los Chaquetas de Hierba, ¿eh?, ¡pues él! Y los rangos, y la torques en el cuello y el corte de la capa y to eso…

Yan Tovis se volvió hacia uno de los sargentos.

—¿Hay caballos frescos en los establos?

Un asentimiento.

—Cuatro, atri-preda.

La primera anciana le dio un empujón a la otra.

—¿Viste? —chilló—. ¡Te lo dije!

Yan Tovis echó la cabeza hacia atrás en un esfuerzo por relajar los músculos del cuello. Cerró los ojos por un momento y suspiró.

—Que los ensillen, sargento. Elíjame a tres de los jinetes menos agotados. Me voy a buscar a nuestro desaparecido maestro de armas.

—Señor. —El hombre hizo un saludo militar y partió.

La atri-preda se volvió hacia las ancianas.

—¿Dónde está el destacamento más cercano de los tiste edur? —preguntó.

Media docena de latidos de comunicación no verbal entre las dos viejas arpías antes de que la primera asintiera y contestara.

—Rennis, señora. Pos no han visitao ni una vez.

—Y dad gracias —dijo Crepúsculo—. A Boaral le habrían arrancado la cabeza de los hombros.

La segunda mujer lanzó un bufido.

—Total, pa lo que lo iba a notar…

—Shh —la riñó la primera. Después se dirigió a Crepúsculo—. Señora, dresh Boaral, pues que perdió casi toda su parentela cuando bajaron los edur. Y perdió a su mujer, también, en el pantano de la Soga, pues, como que ya hace tres años…

La otra vieja escupió en el suelo que acababan de limpiar.

—¿Perdido? ¡Estrangulada y allí tirada, Tirón, por el señor mismo! ¡Así que ahora como que ahoga las penas! Pero es que ella era fuego, verdad, no tenía tiempo pa maridos que lloriquean, solo que a él le gusta lloriquear ¡y bien que le gusta, como pa asesinar a su propia mujer!

Crepúsculo se dirigió al sargento que permanecía con ella.

—Nos quedaremos unos días. Quiero al dresh en arresto domiciliario. Envíe un jinete a Rennis para solicitar una orden de los tiste edur. La investigación supondrá el uso de cierta hechicería, en concreto para hablar con los muertos.

El sargento hizo un saludo militar y se fue.

—Pues que mejor es no hablar con l’ama, señora.

Crepúsculo miró a la mujer con el ceño fruncido.

—¿Por qué no?

—Igual empieza a hablar y no para. El amo bebía y ella es fuego, todo fuego, a ver si ella le arranca los ojos, estando bien y eso.

—¿Vosotras dos sois brujas?

Más comunicación silenciosa entre las dos arpías; la primera adelantó un poco un pie nudoso y lleno de vello y con cuidado limpió el escupitajo de las baldosas. Crepúsculo vio que los dedos de los pies eran garras.

—¿Sois temblor? ¿Cargadoras de las viejas costumbres?

Se alzaron unas cejas arrugadas y después la llamada Tirón hizo otra reverencia.

—Nacida por aquí tie que ser como bien sabíamos, sí. Eso es, señora, usté es hija de la costa y mira que se ha ido lejos, pero no tan lejos como pa olvidar. Al ama nunca le gustamos mucho.

—¿Entonces quién la estranguló y dejó su cadáver en el pantano de la Soga, Tirón?

La otra pareció atragantarse antes de contestar.

—El dresh da sus órdenes claras como una telaraña en un camino, ¿no, Tirón? Da sus órdenes y con nosotros bien que tamos aquí desde que se colocó la primera piedra negra de la torre. Leales, sí. La sangre Boaral era sangre letherii, la primera de estas tierras, los primeros amos y eso. Dresh el Primero nos da su sangre con todo conocimiento, pa ennegrecer la piedra negra.

—¿El primer dresh de aquí os encontró y forzó vuestra bendición?

Una carcajada seca de la segunda mujer.

—¡Lo que él piensa que era bendición!

Crepúsculo apartó la vista, se hizo a un lado y apoyó un hombro en la pared sucia. Estaba demasiado cansada para aquello. El linaje Boaral, maldito por brujas temblor, que permanecían allí, vivas y vigilantes, generación tras generación. Cerró los ojos.

—Tirón, ¿cuántas esposas habéis asesinado vosotras dos?

—Ninguna sin la orden del dresh, señora.

—Pero vuestra maldición las vuelve locas, a todas y cada una. No me obliguéis a hacer otra vez la pregunta.

—Señora, pues bien serán veinte y una. Una vez que sus días fértiles han terminado. En su mayoría.

—Y habéis estado trabajando duro para mantener a los tiste edur a distancia.

—No es asunto de’llos, señora.

Ni mío. Sin embargo… eso no es del todo cierto, ¿verdad?

—Pon fin a la maldición, Tirón. Ya habéis hecho suficiente.

—Boaral mató a más temblor que ningún otro dresh, señora. Ya lo sabe.

—Ponle fin —dijo Crepúsculo, abrió los ojos y se enfrentó a las dos mujeres—, o vuestras cabezas terminarán metidas en sacos y enterradas en lo más profundo del pantano de la Soga antes de que termine la noche.

Tirón y su compañera se sonrieron.

—Soy de la costa —dijo Yan Tovis con tono duro—. Mi nombre temblor es Crepúsculo.

Las arpías retrocedieron de repente y cayeron de rodillas con las cabezas gachas.

—Poned fin a la maldición —dijo de nuevo Crepúsculo—. ¿Queréis desafiar a una princesa de la Última Sangre?

—Ya no eres princesa —le dijo Tirón al suelo.

Yan Tovis sintió que la sangre le desaparecía de la cara; si no hubiera sido por el muro en el que se apoyaba, se habría tambaleado.

—Tu madre murió bien hace un año ya —dijo Tirón en voz baja y triste.

Y la otra bruja añadió más.

—Venía de la Isla y el bote volcó. Dicen que fue un demonio de las profundidades, se acercó demasiado empujado por una magia oscura que había en el mar, la misma magia, mi reina, que bien podría haber espoleado al maestro de armas al oeste, como dicen. Un demonio, ahí debajo del bote, y se ahogaron tos. Susurros de las aguas, mi reina, oscuros y bien casi negros.

Yan Tovis respiró hondo. Ser temblor era saber mucho del dolor. Su madre estaba muerta, una cara ya sin vida. Bueno, no había visto a la mujer en más de una década, ¿no? ¿Entonces por qué ese dolor? Porque hay algo más.

—¿Cómo se llama el maestro de armas, Tirón?

—Yedan Derryg, alteza. La guardia.

El hermanastro que nunca he conocido. El que huyó… de su sangre, de todo. El que se fue casi tan lejos como yo. Y sin embargo, ¿era cierto siquiera ese antiguo relato? La guardia estaba allí, después de todo, a una simple campanada a caballo de la costa. Comprendió entonces por qué el hombre había salido aquella noche. Algo más, y es esto.

Yan Tovis se ciñó mejor el manto y empezó a ponerse los guanteletes.

—Dad bien de comer a mis soldados. Regresaré con Derryg antes de que amanezca. —Cuando se volvió hacia la puerta hizo una pausa—. La locura que afecta al dresh, Tirón.

Tras ella, respondió la bruja.

—Pues ya es muy tarde pa él, alteza. Pero fregaremos la piedra negra esta noche. Antes de que lleguen los edur.

Ah, sí, que envié a buscarlos, ¿no?

—Imagino —dijo, la mirada clavada en la puerta— que la ejecución sumaria del dresh Boaral será una especie de acto de misericordia para el pobre hombre.

—¿Quies hacerlo antes de que los edur lleguen aquí como se suele decir, alteza?

—Sí, Tirón. Morirá, supongo, intentando huir del arresto. —Tras un momento, preguntó—: Tirón, ¿cuántas cargadoras quedan?

—Más de doscientas, alteza.

—Entiendo.

—Mi reina —aventuró la otra—, se enviará recado, de tela a araña, como se suele decir, antes de que salga el sol. Te han elegido un desposado.

—¿Ah, sí? ¿Y quién?

—Temblor Brullyg, de la Isla.

—¿Y mi desposado permanece en el Segundo Fuerte de la Doncella?

—Eso pensamos, alteza —respondió Tirón.

Al oír eso, Crepúsculo se giró.

—¿No lo sabéis?

—La telaraña se ha partido, alteza. Casi hace un mes ya. Hielo y oscuridad y susurros, no podemos atravesar las olas. La costa está ciega al mar, alteza.

La costa está ciega al mar.

—¿Ya ha ocurrido antes alguna vez?

Las dos brujas negaron con la cabeza.

Crepúsculo dio media vuelta y salió a toda prisa. Sus jinetes la aguardaban, montados ya, silenciosos y exhaustos. La oficial se dirigió al caballo que llevaba su silla, un castaño castrado, el mejor de todos, según vio a la luz de las antorchas, y se aupó sobre su ancho lomo.

—¿Atri-preda?

—A la costa —dijo al tiempo que recogía las riendas—. A medio galope.

La angustia había hecho estragos en la cara del maestro de Mastines, las lágrimas le corrían por las mejillas quemadas por el viento y resplandecían como sudor en la barba.

—¡Los han envenenado, atri-preda! Carne envenenada, dejada en el suelo… ¡voy a perderlos a todos!

Bivatt maldijo por lo bajo antes de contestar.

—Entonces tendremos que prescindir de ellos.

—Pero los magos edur…

—Si los nuestros no pueden tratarlos, Bellict, tampoco pueden los hechiceros; las tribus edur no crían perros para la guerra, ¿no? Lo siento. Déjame ahora.

Solo una sorpresa desagradable más para recibir ese amanecer. Su ejército había marchado durante las últimas dos campanadas de la noche para llegar al valle, quería ser la primera en disponer sus tropas para la batalla inminente, para obligar a Mascararroja a reaccionar en lugar de iniciar. Dada la ubicación del campamento lezna, no le había parecido que fuera necesario apurar la marcha, anticipaba que hasta mediodía, como mínimo, los salvajes no aparecerían en el lado este de Bast Fulmar, lo que anularía cualquier ventaja de contar con el sol brillante de la mañana a la espalda.

Pero ese campamento enemigo había sido un truco.

A menos de media legua del valle, los exploradores habían regresado a la columna y habían informado de fuerzas enemigas en masa en Bast Fulmar.

¿Cómo era que sus magos no los habían encontrado? No tenían respuesta, solo un miedo inquietante en los ojos. Ni el k’risnan den-ratha de Brohl Handar ni sus cuatro hechiceros habían sido capaces de explicar el éxito del engaño de Mascararroja. La noticia había dejado en Bivatt el sabor amargo de lo que solo podía recriminarse a sí misma, confiar en los magos había sido un error, una pereza que se apoyaba en éxitos pasados. Los exploradores habrían descubierto la treta días antes si ella se hubiera molestado en enviarlos más allá del horizonte. Al mantenerlos cerca, garantizaba que no habría incursiones ni emboscadas, maniobras ambas por las que eran famosos los leznas. Ella había seguido el protocolo al pie de la letra.

Maldito sea ese tal Mascararroja. Es obvio que conoce el protocolo tan bien como yo. Y lo ha utilizado contra nosotros.

La batalla que los aguardaba era inminente y el brillante sol del amanecer resplandecería en los ojos de sus soldados cuando se derramase la primera sangre.

Se alzó sobre los estribos y volvió a examinar con los ojos guiñados el otro lado del valle. Leznas montados que se arremolinaban en un caos aparente, yendo de un lado a otro, levantando nubes de polvo que ardían con un tono dorado a la luz de la mañana. Muchos arqueros a caballo. Tendían a concentrarse delante de una de las laderas más anchas del sur, a la derecha de la atri-preda. Había una segunda pendiente más ligera un poco a su izquierda y allí, cambiando de postura con gesto inquieto, había cinco cuñas distintas de guerreros leznas a pie, revistiendo lo que pasaba por risco; la oficial pudo ver sus largas lanzas agitándose como juncos en una orilla. Lanzas, no esas espadas endebles que les habían vendido los agentes del comisionado. Le pareció que había unos mil guerreros por cuña, demasiado disciplinados incluso en ese momento, antes de comenzara la lucha. Deberían estar borrachos. Aporreando los escudos. Sus chamanes deberían estar corriendo de un lado para otro delante de ellos, bajando hasta el lecho del río. Enseñándonos sus traseros mientras defecan. Chillando maldiciones, bailando para invocar a los espíritus y todo lo demás. En su lugar, esto

Bueno, ¿qué probabilidad hay de que esas cuñas sobrevivan al contacto con mis soldados? No están adiestrados para este tipo de guerra, y Mascararroja no ha tenido tiempo de montar más que esta fina capa de organización. Yo tengo más de dieciséis mil conmigo. Dieciocho si incluyo a los tiste edur. Este ejército supera en número a toda la población lezna de guerreros, y si bien desde luego parece que Mascararroja los ha reunido a todos, siguen sin ser suficientes.

Pero el tipo no le estaba poniendo fácil calcular el número. El movimiento tumultuoso de los arqueros montados, las nubes de polvo, la línea de visión truncada más allá del risco del valle… la estaba dejando a ciegas.

Brohl Handar detuvo su caballo a su lado y habló en voz muy alta para hacerse oír por encima del movimiento de las tropas de la atri-preda y los oficiales que bramaban órdenes.

—Atri-preda, parece que tiene intención usted de mantener en reserva a la mayor parte de su infantería media. —Señaló a su espalda para puntuar sus palabras. Después, cuando fue obvio que ella no pensaba responder, señaló al frente—. Los flancos de este valle, si bien no son muy escarpados, están ribeteados de canales de drenaje…

—Estrechos —interpuso ella—. Nada profundos.

—Cierto, pero sirven para dividir el campo de batalla en segmentos.

La atri-preda lo miró.

—Tenemos tres de esos canales en nuestro lado, y todos ellos a mi derecha. Ellos tienen cuatro, uno a mi derecha, dos delante de mí y uno a mi izquierda… y en esa dirección, el norte, el valle se estrecha. —Le indicó con una mano—. ¿Ve el peñasco de nuestro lado, allí, donde se están emplazando las ballestas dresh? No se puede asaltar desde el fondo del valle. Ésa será nuestra roca en la corriente. Y antes de que acabe el día, no solo una roca, sino un yunque.

—Siempre que pueda contener allí la desbandada —comentó el tiste edur.

—Le ruego al Errante para que los leznas decidan huir por ese desfiladero. Puede que no parezca letal, pero le aseguro que si empuja a unos cuantos miles de bárbaros aterrados a ese embudo, morirán tantos pisoteados como masacrados por nosotros.

—Así que su intención es bajar arrasando y entrar con el flanco derecho para empujar al enemigo al fondo del valle, al norte, hacia ese estrechamiento. ¿Mascararroja no puede ver lo mismo?

—Él fue el que eligió este sitio, supervisor.

—Lo que sugiere que ve lo mismo que usted, que este lugar invita a formar un semicírculo para canalizar a sus guerreros al norte, a la muerte. Usted dijo, no es cierto, que ese tal Mascararroja no es tonto. ¿Cómo contrarrestará entonces lo que usted pretende?

La atri-preda miró el valle una vez más.

—Supervisor, me temo que no tengo tiempo para esto…

—¿No nos sería más ventajoso que emplazara usted poco a poco sus fuerzas, dada la posición del sol?

—Creo que él ya está listo —respondió la oficial, que hubo de contener su irritación—. Podría avanzar en cualquier momento, y nosotros no estamos listos.

—¿Entonces por qué no retirarnos?

—Porque la llanura que tenemos detrás es plana y se extiende a lo largo de leguas enteras, él tendrá más guerreros montados que yo, con armaduras más ligeras que mis lanceros rosazules, y sobre caballos descansados; pueden hostigarnos a voluntad, supervisor. Y lo que es peor, nosotros hemos perdido a nuestros perros de guerra, mientras que, por los ladridos que se oyen, Mascararroja tiene cientos si no miles de sus perros de tiro y ganaderos. Lo que sugiere que puede provocar el caos, una sucia sucesión de escaramuzas, ataques, fintas, incursiones…

—Muy bien —la interrumpió Brohl Handar—. Atri-preda, mi k’risnan me dice que este valle está muerto.

—¿Qué quiere decir, «muerto»?

—Despojado de las energías que se utilizan para crear magia. Ha sido… asesinado.

—¿Es por eso que ninguno de los magos percibió al ejército lezna?

Brohl Handar asintió.

¿Asesinado? ¿Por Mascararroja? No importa.

—¿Le preguntó a su k’risnan por la batalla inminente? ¿Podrá utilizar hechicería?

—No. Y tampoco podrán usarla sus magos, atri-preda. Según dijo, aquí no habrá magia. En este valle. Por eso aconsejo de nuevo que nos retiremos. Incluso en la llanura, expuestos como ha afirmado que estamos, al menos tendremos la hechicería.

Bivatt se quedó callada y lo pensó. Ya sabía que sus magos no podrían hacer nada en aquel valle, aunque no le habían podido explicar por qué. Que los hechiceros edur hubieran averiguado la razón confirmaba que había implicada magia espiritual. Tras un largo momento, la atri-preda maldijo y sacudió la cabeza.

—Seguimos superándolos en número, con tropas más disciplinadas y con mejores armaduras. Hierro contra hierro, hoy aplastaremos a los leznas. El final de esta guerra, supervisor. ¿No aconsejó usted una campaña rápida y precisa?

—Así es. Pero no estoy tranquilo, atri-preda.

—Nos aguarda una batalla, no hay nadie tranquilo.

—No en ese sentido.

Bivatt hizo una mueca.

—Mantenga a sus guerreros, supervisor, a medio camino entre nuestro campamento base y mis unidades de reserva; una infantería media, por cierto, que está dispuesta en batallones independientes de quinientos como mínimo, y cada uno protege a uno de mis magos. Y ellos no están en el valle.

—Así pues, si se ve obligada a retirarse…

—Estaremos en posición de mitigar la persecución con hechicería, sí.

—¿Es ése su plan? ¿Una retirada fingida, atri-preda?

—Uno de ellos, pero no creo que vaya a ser necesario.

Brohl Handar la estudió durante un largo momento, después recogió las riendas e hizo dar la vuelta al caballo.

—Volveré a emplazar a mis guerreros, entonces.

Cuando se alejó, comenzaron a sonar cuernos de señales en el lado occidental del valle; las unidades anunciaban que estaban en posición y listas. Bivatt se aupó una vez más en los estribos y examinó las líneas.

Esa sección del valle invitaba a un avance anunciado, el borde occidental se arqueaba, marcando lo que había sido una amplia curva en el curso del río muerto tiempo atrás. El lado enemigo era más ondulado y se abultaba en el centro. El acceso más ancho para los leznas era por la derecha de la oficial. Para contrarrestarlo, ella había ubicado tres legiones de la Brigada Rampante Carmesí en formación de muro de escudos en la cima de la ladera, mil quinientos soldados de infantería media flanqueados por el lado más cercado por quinientos pesados de la Brigada Harridicta. En el extremo derecho, y ya metiéndose en el valle, había mil soldados escaramuzadores de la infantería ligera de la Rampante Carmesí. Entre los pesados, otros mil quinientos escaramuzadores, esta vez del Batallón Artesano, iban, del mismo modo, en desorden, bajando poco a poco. Los soldados de infantería de ese lado ocultaban tres alas de caballería rosazul: mil quinientos lanceros que, cuando ella diera la señal, se precipitarían entre los escaramuzadores del sur y el muro de escudos de la Rampante Carmesí para empezar a empujar al enemigo al norte por el fondo del valle, al tiempo que el muro de escudos avanzaba hacia el lecho del río.

Justo a la derecha de la atri-preda, en un modesto abombamiento de la línea del risco, la oficial había colocado a la guarnición de Drene (mil quinientos soldados de infantería media) asomándose a un acceso encerrado por dos canales de drenaje. Enfrente de ella esperaban las cuñas combinadas de mil soldados de infantería pesada del Batallón de los Mercaderes, en formación de dientes de sierra, que haría avanzar ladera abajo y después girar a la izquierda o la derecha según se desarrollase la batalla. Hacia la derecha era problemático, en el sentido de que tendrían que cruzar un canal de drenaje, pero lo harían casi al principio del descenso, así que a la atri-preda no le preocupaba demasiado.

Justo a su izquierda esperaban tres medias legiones de pesados del Batallón Artesano, ocultas por un millar de escaramuzadores de la Harridicta que acababan de empezar su descenso hacia el amplio y plano lecho del río. Al norte de esas unidades aguardaba el puño de cota de malla de la atri-preda, mil soldados de la pesada de la Rampante Carmesí, de nuevo en formación de dientes de sierra, contra la que esperaba que Mascararroja lanzara su fuerza principal de guerreros, a los que ya tenía allí enfrente, todavía ateniéndose a sus formaciones de cabeza de lanza, cinco en total.

Detrás de ese muro sólido de infantería pesada esperaban las tres compañías restantes de lanceros de Rosazul, aunque eso era una finta, porque Bivatt tenía intención de enviarlos al norte, para que rodeasen el montículo de la ballesta y bajaran al lecho del río más allá del cuello de botella.

Al norte de la infantería pesada de la Rampante Carmesí había otro muro de escudos de la infantería media de la brigada, emplazada para proteger el flanco de los pesados por la derecha y el acceso al montículo por la izquierda.

Bivatt se volvió a acomodar en su silla, hizo un gesto y un ayudante se apresuró a su lado.

—Haga una señal a la pesada de la Rampante Carmesí, que avance hacia el valle y se detenga a medio camino entre su posición actual y el lecho del río. Confirme que las ballestas dresh tienen las miras colocadas para la escalada.

El mensajero salió corriendo hacia el bloque de comunicadores que se habían reunido con sus banderas en la plataforma elevada que tenía detrás la oficial. Sin magos, tenían que recurrir a las antiguas prácticas de comunicación. La situación estaba lejos de ser ideal, admitió Bivatt, y una vez que las nubes de polvo se alzaran sobre el combate… bueno, en ese punto las señales solían dejar de ser relevantes, después de todo.

Hizo un gesto para llamar a otro ayudante.

—Envíe el flanco izquierdo de lanceros al norte del cuello de botella.

A la derecha e izquierda de la ladera del valle que tenía delante había escaramuzadores letherii alcanzando las arenas del lecho del río, todavía sin encontrar respuesta. El sonido de concentraciones de soldados en movimiento se alzaba en un susurro sobre el trueno de los cascos de los caballos del otro lado del valle.

En ese lado, las nubes de polvo iluminado por el sol lo ocultaban casi todo, pero Bivatt observó que esas nubes se extendían tanto al norte como al sur, mucho más allá del lugar de la batalla. Bueno, una de ellas marca una finta, seguro que la del norte. Sabe cuál de mis cuernos profundizará más en el ataque antes de girar. Llamó a un tercer mensajero.

—Dé la señal a los lanceros del flanco derecho para que avancen hasta el borde del lecho del río, en formación amplia por si los escaramuzadores tienen que retirarse a toda prisa. Los medios de la Rampante Carmesí y los pesados de la Harridicta que bajen marchando tras ellos.

Empecemos de una vez con esto, Mascararroja.

No lo veía. No había grupos de estandartes ni pendones que marcaran la posición de mando. No había jinetes que convergieran en un lugar y luego salieran de nuevo.

Pero, al fin, movimiento. Escaramuzadores con armadura ligera empezaban a precipitarse al encuentro de su avance derecho. Guerreros con hondas, arqueros con arcos cortos, lanzadores de jabalinas, escudos de piel redondos y cimitarras. La concentración de arqueros a caballo que había estado yendo de un lado a otro por ese risco había desaparecido de repente.

—¡Que los lanceros del sur esperen! —soltó de repente Bivatt. Esos escaramuzadores leznas era una invitación a la carga, momento en el que esos arqueros montados, y lo que fuera que acechara tras ellos, barrerían el flanco de su caballería.

Se estaba produciendo un combate ligero entre los escaramuzadores, justo debajo de la guarnición de Drene. Las jabalinas eran una inclusión inesperada y su eficacia estaba haciendo correr la sangre.

Los escaramuzadores de la Rampante Carmesí situados más al sur habían cruzado el lecho del río y viraban hacia el norte, todavía a mil pasos o más de entrar en contacto con sus contrapartidas leznas. Entonces empezaron a descender flechas sobre ellos, arqueros montados que atestaban el risco justo encima de la orilla más escarpada. No se les podía llamar nubes de proyectiles, pero sí suficientes para que los escaramuzadores con armadura ligera se encogieran y después se retiraran un poco hacia el lecho del río.

Donde se estaba combatiendo cuerpo a cuerpo, los escaramuzadores de los Artesanos (al tiempo que capeaban el ataque de jabalinas) estaban haciendo retroceder a los leznas.

El aire de primeras horas de la mañana permanecía quieto, lo que era exasperante, no había viento alguno y el polvo giraba, rodaba y se extendía en una bruma cada vez más espesa.

Al ver al medio millar de infantería pesada de la Harridicta aparecer en el borde occidental del lecho del río, los escaramuzadores leznas comenzaron una retirada en masa, muchos arrojando al suelo sus escudos redondos.

Mascararroja no es dueño de sus corazones. Ah, podemos acabar con ellos aquí mismo. Con unos cuantos golpes fuertes y duros.

—¡Haga una señal a los pesados de los Mercaderes para que avancen y giren al sur!

A la izquierda de Bivatt, el único movimiento era el que hacían sus fuerzas, los escaramuzadores de la Harridicta, y justo al norte de ellos, la infantería pesada de la Rampante Carmesí, casi ya en el lecho del río. La atri-preda entrecerró los ojos y miró el lado contrario del valle. Quizá el caos que estaba viendo era prueba de la pérdida de control de Mascararroja. No, espera. Espera hasta que tomemos el extremo sur del valle.

Los escaramuzadores de los Artesanos estaban intentando mantener el contacto con los leznas que se retiraban, pero Bivatt advirtió que los sargentos los tenían bajo control y los mantenían justo por delante de la avanzada de pesados de su flanco derecho. Aun así, arrojar esos putos escudos

Y entonces, justo ante ella, aparecieron arqueros montados, una lanza estrecha que bajaba por el centro del campo de batalla, con solo escaramuzadores enfrente de ellos, que de inmediato retrocedieron ladera arriba en un ángulo que viraba al sur para meterse detrás de la infantería pesada del Batallón de los Mercaderes de Bivatt. ¿Mascararroja está loco? Esa punta de lanza se estrellará contra los pesados, no es así como carga la caballería, ¡solo son arqueros a caballo!

Momento en el que los arqueros montados viraron y la lanza se convirtió en una línea de mil o más que de repente se precipitó hacia el sur.

Sorprendiendo a los escaramuzadores de los Artesanos por el flanco.

Destellaron flechas.

La infantería ligera letherii pareció fundirse y los cuerpos empezaron a desmoronarse. Los supervivientes echaron a correr para salvar la vida.

La amplia línea de arqueros a caballo comenzó entonces una maniobra complicada, asombrosa; el extremo oriental fue frenando y subiendo hacia el este, tirando para cambiar de posición la línea y darle una orientación sur-norte; comenzaron a barrer a flechazos las filas frontales de la infantería pesada de la Harridicta y después la infantería media de la Rampante Carmesí antes de que la cabeza de la línea volviera a virar al este y más proyectiles subieran dibujando un arco hacia los lanceros rosazules, que respondieron con un estruendo de cuernos y se abalanzaron contra los leznas.

Pero a los otros no les interesaba entrar en combate. La línea se partió cuando los jinetes azuzaron sus monturas y regresaron al risco oriental.

—¡Detengan esa carga! —gritó Bivatt. Nos pican y arremetemos, ¿quién está al mando de esa ala?

Cuando los lanceros se extendieron en su enconada persecución, tres alas de guerreros montados leznas con armas y armaduras pesadas aparecieron en el risco y se precipitaron por la pendiente para atacar a las compañías rosazules por el flanco. Tres alas, que superaban a los lanceros en una proporción de dos a uno.

Bivatt observó furiosa que su caballería intentaba girar para enfrentarse al ataque, mientras que otros respondían a su orden y, por tanto, perdían todo impulso.

—¡Den la señal de retirada para esos lanceros!

Demasiado tarde.

Los guerreros montados leznas pasaron barriendo entre los escaramuzadores desperdigados de la Rampante Carmesí y se arrojaron contra las compañías rosazules.

Bivatt oyó gritos animales, sintió temblar el impacto por el suelo, suficiente para que su montura tuviera que dar un paso de lado, y después el polvo ocultó la escena.

—¡Avance de los pesados a paso ligero!

—¿Qué pesados, atri-preda?

—¡Los de la Harridicta y Mercaderes, idiota! ¡Y la misma orden para los medios de la Rampante Carmesí! ¡Rápido!

Vio jinetes y caballos sin caballeros aparecer de pronto entre los remolinos de polvo. Habían hecho pedazos a sus lanceros, ¿iban los leznas en persecución? La sangre debe de hervirles… oh, que pierdan el control, ¡que se encuentren con los puños de mis pesados!

Pero no, allí estaban, subiendo por la ladera contraria, agitando las armas en el aire para anunciar su triunfo.

Se dio cuenta de que los escaramuzadores leznas volvían a aparecer en el risco, en bloques que dejaban avenidas en medio para dejar paso a los jinetes, pero esa infantería ligera se había transformado. Equipados con escudos rectangulares recubiertos de cobre y portando lanzas largas, cerraron filas tras el último de los guerreros montados y estabilizaron la línea al borde mismo del risco.

En el fondo del valle, el polvo trepaba al cielo e iba revelando poco a poco los efectos devastadores de la carga de ese flanco contra las compañías rosazules. Por el Errante en el inframundo, los han aniquilado. Cientos de escaramuzadores muertos o moribundos cubrían los terrenos a ambos lados del fatídico impacto.

Su avance por la derecha había sufrido una profunda herida. Todavía no es mortal, pese a todo.

—Que avancen los medios y las dos pesadas por el valle, ordenen que entablen combate con esa línea del risco. ¡Formaciones de cuña! —Esos escaramuzadores están demasiado desperdigados para aguantar.

—¡Atri-preda! —exclamó una ayudante—. ¡Movimiento en el lado norte!

Bivatt llevó su caballo a medio galope hasta el borde mismo de la elevación y examinó la escena inferior, a su izquierda.

—¡Informen!

—Lanceros rosazules en retirada, atri-preda; el fondo del valle detrás del cuello de botella es suyo…

—¿Qué? ¿Cuántos malditos arqueros montados tiene ese hombre?

La oficial sacudió la cabeza.

—Perros de guerra, señor. Cerca de dos mil de esos puñeteros bichos; atravesaron las hierbas altas de la cuenca, los lanceros los tenían encima antes de poder enterarse de algo. Los caballos se volvieron locos, señor…

—¡Mierda! —Después, al ver los ojos muy abiertos de la mensajera, se contuvo—. Muy bien. Que muevan la infantería media de reserva al flanco norte del montículo. —Setecientos cincuenta, Batallón de los Mercaderes. Dudo que intenten enviar perros contra eso. Aún puedo hacerlos avanzar para que vuelvan a tomar la salida del cuello de botella cuando llegue el momento.

Mientras lo pensaba, iba estudiando la disposición que tenía delante. Justo enfrente, los mil escaramuzadores de la Harridicta habían cruzado el lecho del río, al tiempo que la sierra dentada de la avanzadilla de la Rampante Carmesí se colocaba en terreno llano. Y las cinco cuñas de guerreros de Mascararroja iban marchando para enfrentarse a ellos. Excelente. Inmovilizamos ese combate, una escalada de ballestas para debilitar su flanco norte, y luego bajan los medios de la Rampante Carmesí y viran hacia su flanco.

Por sorprendente que fuera, las cuñas leznas más o menos mantuvieron la formación, aunque cada una se encontraba a una distancia considerable de los vecinos de los flancos; una vez que las distancias se acortaran, Bivatt sospechaba que las cuñas empezarían a mezclarse y los bordes a deshacerse. Marchar al unísono era la maniobra de batalla más difícil, después de todo. Entre cada una de las cuñas, así pues, estarían los puntos débiles. Quizá suficientes para penetrar con los dientes de sierra y comenzar a aislar cada cuña.

—¡Perros de guerra en el montículo!

La atri-preda giró en redondo al oír el grito.

—¡Por la patada del Errante! —Ladridos frenéticos, chillidos de los equipos de artilleros—. ¡Legión de la segunda reserva, los Artesanos! Avancen a paso ligero, ¡masacren a esas puñeteras bestias!

Recordó de una manera vaga una escena de meses antes… heridos pero vivos, apenas un puñado de bestias en una colina que se asomaba a un campamento lezna observaba a los letherii que daban muerte a los últimos de sus amos. Y Bivatt se preguntó con un estremecimiento de miedo supersticioso si esas bestias no se estarían vengando con una furia feroz. Maldita sea, Bivatt, eso ya da igual.

Vio entonces que las cabezas de lanzas leznas no se estaban juntando, y tampoco había necesidad una vez que ella había perdido de momento sus ballestas. De hecho, las dos cuñas más septentrionales estaban virando para desafiar a su infantería media de la Rampante Carmesí. Pero Bivatt sabía que eso sería un combate al viejo estilo y que los leznas no poseían la disciplina ni el adiestramiento necesarios para ese tipo de masacre acerada.

Con todo, Mascararroja no está librando esta batalla al estilo lezna, ¿verdad? No, esto es otra cosa. Está tratando esto como un combate en miniatura en las llanuras (el modo en que esos arqueros montados giraron, volvieron a formar y de nuevo otra vez), golpean y huyen, ésa es la táctica, todo a una escala más compacta.

Ahora lo veo, pero no funcionará mucho más tiempo. Una vez que los guerreros de Mascararroja trabaran combate con su puño blindado.

Las puntas de lanza leznas estaban acercándose a la parte llana del lecho del río, los dos lados entablarían combate en la arena compacta del lecho en sí. Ninguno de los bandos contaría con la ventaja de una ladera, hasta que cambie la marea. De un modo u otro, no, no pienses

Una nueva reverberación hizo temblar el suelo. Más profunda, agitada, ominosa.

Surgieron del polvo, entre las cuñas leznas, unas formas enormes que se abalanzaban con un rumor sordo.

Carretas. Carretas leznas, hijaputas de seis ruedas… no arrastradas, sino empujadas. El fondo, atestado de guerreros medio desnudos con lanzas erizadas. Toda la zona frontal de cada carreta que avanzaba balanceándose, dando cabezadas, era un bosque horizontal de lanzas enormes. Unos escudos redondos estaban superpuestos para componer media concha de tortuga que encerraba la sección delantera.

Atravesaban como un trueno las amplias brechas que quedaban entre las cuñas, veinte, cincuenta, un centenar; se movían con pesadez, pero rodaban tan rápido tras el largo descenso al valle que las masas de fornidos guerreros que las habían estado empujando, y que seguían su estela, tenían que correr para alcanzarlas.

Las carretas se precipitaron directamente contra el frente de la infantería pesada de la Rampante Carmesí.

Cuerpos vestidos con armaduras dieron volteretas por encima de la multitud cuando la formación de sierra entera quedó destrozada; y fue entonces cuando los fanáticos de torso desnudo que montaban esas carretas se precipitaron por todos lados, chillando como demonios.

Las tres cuñas que se enfrentaban a la infantería pesada se metieron en la estela caótica y comenzaron a masacrar todo lo que se les ponía a tiro.

Bivatt se lo quedó mirando todo, sin poder creérselo. Después reaccionó.

—Pesada de Artesanos, avancen a paso ligero, en forma de medialuna, y preparados para cubrir la retirada.

La ayudante que tenía al lado la miró con fijeza.

—¿Retirada, atri-preda?

—¡Ya me ha oído! ¡Dé la señal de retirada general e indique a los Rampantes Carmesíes que retrocedan! ¡Deprisa, antes de que los masacren a todos y cada uno!

¿Nos seguirá Mascararroja? Oh, sí, sufriré graves pérdidas si lo hace, pero también le devolveré un buen golpe… en las llanuras. Veré estallar sus huesos en llamas…

Bivatt oyó más carretas, esa vez a su derecha. Mi otra avanzada

—¡Toquen retirada general!

Resonaron los cuernos.

Unos gritos tras ella.

—¡Ataque contra el campamento de provisiones! ¡Ataque…!

—¡Silencio! ¿Cree que los edur no pueden lidiar con eso? —Rezó para que Brohl Handar pudiese. Sin suministros esa campaña estaba acabada. Sin suministros jamás conseguiremos regresar a Drene. El Errante nos proteja, el otro ha sido más listo que yo en cada momento

Y en ese instante comenzó a alzarse un sonido a su espalda para contradecirla en el valle. Enferma de pavor, le dio la vuelta al caballo y regresó pasando junto a la plataforma de los comunicadores.

Las unidades de reserva que le quedaban habían girado todas y miraban hacia el otro lado. Al ver a un oficial metiéndose entre dos de los cuadrados, Bivatt azuzó a su montura para alcanzarlo.

—En el nombre del Errante, ¿se puede saber qué está pasando allí? —preguntó. Gritos lejanos, el hedor a humo, un trueno…

El yelmo se volvió hacia ella, el rostro que había debajo estaba pálido.

—¡Demonios, atri-preda! Los magos los persiguen…

—¿Que hacen qué? ¡Mándelos llamar, maldito sea! ¡Mándelos llamar ya!

Brohl Handar permanecía sentado a horcajadas sobre su caballo en compañía de ocho caudillos arapay, cuatro hechiceros y el k’risnan den-ratha. Los dos mil soldados de a pie (guerreros tiste edur, categorizados en términos militares letherii como infantería de media a ligera) estaban dispuestos en ocho bloques definidos, ataviados con armaduras completas y esperando la señal de marchar.

El campamento de suministros se extendía por una colina amplia, casi plana, a cien pasos de distancia, las bestias de carga metidas en corrales se arremolinaban bajo el polvo y el humo de estiércol que subía flotando. El supervisor podía ver las tiendas del hospital que iban levantando por el lado más cercano, los lados de lona brillaban bajo la luz de la mañana. Sobre otra colina, al norte del campamento de provisiones, giraban dos halcones, o quizá eran águilas. Aparte de eso, el cielo estaba vacío, una extensión de azul profundo que iba empalideciendo a medida que ascendía el sol.

Unas mariposas aleteaban entre florecillas amarillas, sus alas imitaban con precisión el color de los pétalos, comprendió Brohl, sorprendido de no haber notado ese detalle antes. La naturaleza sabe lo importante que es el disfraz y el engaño. La naturaleza nos recuerda lo que significa sobrevivir. Los tiste edur habían comprendido esas verdades… grises como las sombras de las que habían surgido ellos; grises como los troncos de los árboles en los bosques turbios de ese mundo; grises como las mortajas del atardecer.

—¿Qué hemos olvidado? —murmuró.

Un caudillo arapay, un preda, volvió el yelmo; el rostro lleno de cicatrices bajo el borde sobresaliente quedaba en sombras.

—¿Supervisor? Estamos apostados como ordenó…

—No importa —lo interrumpió Brohl Handar, al que irritó de una forma inexplicable la atención del veterano—. ¿Qué guardia hay en el campamento?

—Cuatrocientos de infantería surtida —respondió el guerrero, después se encogió de hombros—. Esos letherii siempre se confían demasiado.

—Es lo que pasa cuando hay una superioridad abrumadora —dijo alargando las palabras otro arapay.

El primer preda asintió.

—Recuerdo bien, viejo amigo, la sorpresa de sus rostros el día que los hicimos pedazos a las afueras de Letheras. Como si de repente el mundo se revelara como algo diferente a lo que siempre habían creído. Esa expresión… era incredulidad. —El guerrero lanzó una pequeña carcajada—. Demasiado ocupados negándolo todo para adaptarse cuando más falta hacía.

—Ya basta —soltó de repente Brohl Handar—. Las fuerzas de la atri-preda han entrado en combate con los leznas, ¿no lo oyen? —Giró en su silla y miró con los ojos entrecerrados al este—. Miren el polvo. —Se quedó en silencio una docena de latidos y después se volvió hacia el preda arapay—. Lleve dos cohortes al campamento. Cuatrocientos letherii no son suficientes.

—Supervisor, ¿y si nos llaman para reforzar a la atri-preda?

—Si nos llaman, entonces es que este día está perdido. Le he dado una orden.

Un asentimiento y el preda azuzó su caballo hacia los guerreros edur dispuestos.

Brohl Handar estudió al k’risnan que tenía a su lado durante un momento. La doblada criatura estaba encorvada en la silla como un cuervo hinchado. Iba encapuchado, sin duda para ocultar los estragos que habían retorcido lo que habían sido unos rasgos atractivos. Hijo de un jefe, transformado en un icono espeluznante del poder caótico ante el que se arrodillaban en ese momento los tiste edur. Vio que la figura se crispaba.

—¿Qué lo aflige? —preguntó el supervisor.

—Algo, nada. —La respuesta fue gutural, las palabras desfiguradas por una garganta deforme. Era el sonido del dolor, perdurable e incesante.

—¿Qué?

Otro espasmo que podía pasar, comprendió Brohl, por un encogimiento de hombros.

—Pisadas sobre tierra muerta.

—¿Una partida de guerra lezna?

—No. —La cabeza encapuchada fue girando hasta que la cara engullida por las sombras se dirigió al supervisor—. Algo más pesado.

Brohl Handar recordó de golpe las enormes huellas de garras halladas en la hacienda destruida. Se irguió y se llevó una mano a la cimitarra arapay que llevaba al costado.

—¿Dónde? ¿En qué dirección?

Una larga pausa, después el k’risnan señaló con una mano engarfiada.

Hacia el campamento de suministros.

Donde estallaron gritos repentinos.

—¡Cohortes a paso ligero! —bramó Brohl Handar—. ¡K’risnan, usted y sus hechiceros, conmigo! —Y con eso azuzó a su caballo y espoleó a la sobresaltada bestia, que partió a medio galope y después al galope.

Vio algo más adelante que el preda arapay, que había estado escoltando a las dos cohortes, ya les había ordenado que emprendieran la media carrera. El yelmo del guerrero se volvió y observó al supervisor y su cuadro de magos cuando pasaron a su lado a toda velocidad.

Más adelante se oían los mugidos y rebuznos de bueyes y mulas aterradas, animales afligidos e indefensos, por encima de los sonidos de la matanza. Habían caído tiendas, las cuerdas azotaban el aire y Brohl empezó a ver figuras que huían del campamento y salían disparadas hacia el norte…

… donde los aguardaba una emboscada lezna perfecta. Una emboscada que surgía de las hierbas altas. Flechas, jabalinas, que atravesaban como granizo el aire. Cuerpos despatarrados, cayendo, y salvajes que se abalanzaban sobre ellos con lanzas, hachas y espadas entre gritos de guerra.

Nada que se pueda hacer por ellos, pobres cabrones. Tenemos que salvar los suministros.

Llegaron a la pequeña ladera y cabalgaron a toda velocidad hacia la fila de tiendas del hospital.

La bestia que apareció de repente justo delante de ellos era sin duda un demonio, una imagen que se cerró como una garra en su mente, la conmoción del reconocimiento. Nuestro antiguo enemigo… tiene que serlo… Los edur no olvidan.

La cabeza adelantada sobre un cuello sinuoso, la mandíbula ancha y abierta que revelaba colmillos como dagas, unos hombros inmensos detrás del cuello, brazos largos y musculosos con enormes hojas curvas de hierro atadas donde deberían estar las manos. Inclinándose todo lo posible hacia delante mientras corría hacia ellos sobre unas formidables patas traseras, la cola titánica estirada y recta para mantener el equilibrio, de repente tenían a la bestia justo en medio.

Los caballos gritaron. Brohl se encontró a la derecha del demonio, casi al alcance de esas hojas de guadaña, y se quedó mirando, horrorizado, la cabeza de víbora que saltaba hacia delante y las mandíbulas que se abalanzaban sobre el cuello de un caballo, se cerraban, aplastaban y después arrancaban, entre un chorro de sangre, la boca todavía llena de carne y hueso, la columna del caballo medio desgarrada de la horrenda brecha dejada por el paso de esas mandíbulas salvajes. Una hoja cortó por la mitad al hechicero sentado a horcajadas sobre esa montura. La otra espada cayó con una cuchillada, atravesó el muslo de otro hechicero y la silla, se hundió en el hombro del caballo y aplastó la escápula y las costillas. La bestia se derrumbó bajo el mazazo y el jinete (el muñón amputado de la pierna chorreando sangre) empezó a tambalearse, equilibrado por un momento sobre el otro estribo, pero se derrumbó y aterrizó en el suelo, donde el casco de otro caballo se estampó contra su cara levantada.

El caballo del supervisor pareció chocar con algo y se partió las dos patas delanteras. El animal se precipitó al suelo y en su caída lanzó a Brohl por encima de su cabeza. Éste se golpeó contra el suelo y, con la voltereta, la hoja de la cimitarra le mordió la pierna izquierda, hasta que terminó deteniéndose delante de su montura, que agitaba las patas. La cola del demonio había hecho un barrido y se había interpuesto en su recorrido.

Brohl lo vio darse la vuelta para volver a atacar.

Una oleada espumeante de hechicería se alzó en el camino de la criatura, subiendo cada vez más, armándose de poder.

El demonio se desvaneció de la vista de Brohl tras esa ola agitada.

La luz del sol ocultó de repente…

… al demonio en el aire, arqueándose sobre la cima de la magia del k’risnan y después bajando, las garras de las patas traseras estiradas. Una se cerró sobre otro hechicero y empujó la cabeza en un ángulo demencial hasta meterla en el hueco que quedaba entre los hombros del hombre a medida que el peso del demonio descendía; el caballo desmoronándose bajo esa fuerza abrumadora, las patas partiéndose como si fueran simples ramitas. La otra garra lo barrió todo rumbo al k’risnan, un golpe oblicuo que lo arrojó del lomo de su cabalgadura, que quiso salir disparada, pero las zarpas atraparon la grupa del animal antes de que pudiera saltar fuera de su alcance; las garras se hundieron en el cuerpo y extirparon una masa de carne que reveló (en un destello sangriento) los huesos de las caderas y de la parte superior de las patas.

El caballo se derrumbó en una caída retorcida que le fracturó costillas a menos de tres zancadas de donde estaba tirado Brohl. El supervisor vio el blanco de los ojos de la bestia, conmoción y terror, el espectro de la muerte…

El edur intentó levantarse, pero le pasaba algo en la pierna izquierda, se le había quedado sin fuerzas y sintió un peso extraño, empapado, en la hierba enmarañada. Bajó la mirada. Rojo de la cadera hacia abajo; su propia cimitarra le había abierto en ángulo, en el muslo, una brecha profunda y rebosante, el corte terminaba justo por encima de la rodilla.

Una herida mortal (no dejaba de sangrar); Brohl Handar cayó hacia atrás y se quedó mirando el cielo sin poder creérselo. Me he matado yo solo.

Oyó los golpes secos de los pies del demonio, rápidos, alejándose; después un sonido más profundo, la precipitación de guerreros que empezaban a rodearlo con las armas sacadas. Cabezas vueltas, rostros estirados y palabras que se gritaban, no los entendía, los sonidos se desvanecían, se retiraban, una figura que se arrastraba a su lado, encapuchada, sangrando por la nariz (la única parte de la cara que era visible), una mano nudosa que se acercaba a él… y Brohl Handar cerró los ojos.

La atri-preda Bivatt tiró de las riendas de su caballo cuando llegó entre dos unidades de su infantería media de reserva: Artesanos a su derecha, Harridicta a su izquierda, y más allá, donde estaba ubicada otra unidad de los Artesanos, estaba la conmoción del combate.

Vio una especie de reptil monstruoso abalanzándose entre sus filas, soldados que parecían fundirse y desaparecer de su camino, otros elevándose por los aires a ambos lados entre chorros de sangre provocados por las cuchilladas a diestro y siniestro que lanzaban las garras de la bestia. De tono oscuro, en perfecto equilibrio sobre dos patas traseras enormes, el demonio se abrió camino sin vacilar hasta el corazón del sólido cuadrado…

Estiró los brazos y las dos manos se cerraron sobre una única figura, una mujer, una maga… la arrojó agitando los brazos por el aire y la desmembró como haría un niño con un muñeco de paja.

Algo más allá, la atri-preda reconoció a la unidad más meridional, setecientos cincuenta soldados de infantería media del Batallón de los Mercaderes, una masa arremolinada salpicada de soldados muertos o moribundos.

—¡Hechicería! —chilló Bivatt, y giró hacia la unidad de Artesanos que tenía a la derecha… Buscó al mago que debería de haber en medio, un movimiento, alguien que se abría paso entre las filas.

Unas nubes de polvo llamaron su atención… El campamento… no se veía a la legión edur por ninguna parte… se habían precipitado a defenderlo. ¿De más de estos demonios?

La criatura se libró de los soldados artesanos al sur de la unidad de la Harridicta, que iba en retirada y donde un segundo hechicero apareció con un traspié corriendo hacia el otro mago. Bivatt podía ver cómo movía la boca para entretejer la magia y añadir su poder al del primero.

El demonio había girado a la izquierda en lugar de continuar su ataque y se había lanzado a la carrera para rodear la unidad que acababa de destrozar y que quedara entre la hechicería, que estallaba en un tumulto refulgente del suelo que tenían delante los magos, y él.

Inclinándose todo lo posible hacia delante, la velocidad del demonio era asombrosa en su huida.

Bivatt oyó que el ritual vacilaba y moría y se giró en la silla.

—¡Maldito sea! ¡Golpéelo!

—¡Sus soldados!

—¡Tardó usted demasiado! —Distinguió entonces a un preda de la unidad de la Harridicta—. ¡Reúnan todas las reservas detrás de los magos! ¡Al norte, idiota, haga sonar la orden! ¡Cuadro, mantengan la maldita magia lista!

—¡Ya lo hacemos, atri-preda!

Muerta de frío a pesar del calor creciente, Bivatt hizo girar su caballo una vez más y regresó a toda velocidad al valle. Es más listo que yo. Me encojo por todos lados, retrocedo, solo reacciono… Mascararroja, ésta es tuya.

Pero al final te cogeré. Lo juro.

Más adelante podía ver a sus tropas apareciendo en la elevación, replegándose con orden en lo que era obvio que era una retirada sin oposición. Mascararroja, al parecer, se daba por satisfecho; no lo sacarían del valle, ni siquiera con sus aliados demoníacos…

El campamento. Bivatt necesitaba llevar a sus soldados de regreso a ese maldito campamento, esperemos que los edur hayan repelido el ataque. Por favor, que Brohl Handar no haya olvidado cómo piensa un soldado.

Por favor, que le haya ido mejor que a mí en este día.

La orilla es ciega al mar. Para eso, que digan que la luna ha huido para siempre del cielo nocturno. Muerta de frío, agotada, Yan Tovis cabalgaba con sus tres soldados por el estrecho camino llano. Densos grupos de árboles a ambos lados, las hojas negras donde la luz de la luna no alcanzaba, los terraplenes altos y escarpados, indicativos de la antigüedad de esa ruta a la costa, raíces que descendían trenzadas, nudosas y chorreando en la oscuridad fría y húmeda. Piedras que se partían bajo los cascos, los resoplidos de los caballos, el crujido apagado de la armadura al cambiar de postura. Todavía faltaban dos campanadas para el amanecer.

Ciega al mar. La sed del mar era insaciable. Una verdad que se podía ver en su corrosión incesante de la orilla, que se podía oír en su voz hambrienta, que se podía encontrar en el veneno amargo de su sabor. Los temblor sabían que en el comienzo el mundo no había sido nada salvo mar, y que al final sería lo mismo. El agua alzándose, devorándolo todo, un destino inexorable del que los temblor eran testigos impotentes.

La batalla de la costa había sido siempre la batalla de su pueblo. La Isla, que en un tiempo había sido sagrada, había sido profanada, convertida en fétida prisión por los letherii. Pero ahora es libre una vez más. Demasiado tarde. Generaciones atrás había habido puentes de tierra que unían las muchas islas al sur de Límite. Ya desaparecidos. La Isla en sí se alzaba del mar con acantilados altos, no quedaba ya más que un solo puerto. Así era el mundo agonizante.

Con frecuencia entre los temblor habían nacido niños besados por los demonios. Algunos eran elegidos por el aquelarre y se les enseñaban las antiguas costumbres; al resto los arrojaban desde esos mismos acantilados al mar sediento. El regalo de sangre mortal; un alivio momentáneo, patético, de su necesidad.

Ella había huido, años antes, por una razón. La sangre noble de su interior había ardido como veneno, el legado barbárico de su pueblo la abrumaba con una sensación asfixiante de vergüenza y culpa. Con el vigor en carne viva de la juventud, se había negado a aceptar la brutalidad bestial de sus ancestros, se había negado a revolcarse en el nihilismo empalagoso, asfixiante, de un crimen autoinfligido.

Todo el desafío de su interior quedó borrado cuando vio con sus propios ojos el nacimiento de una monstruosidad besada por los demonios: las manos y los pies con garras, la cara alargada, cubierta de escamas, la cola despuntada crispándose como un gusano sin cabeza, los ojos de un color verde brillante. Si nada más que unas garras en manos y pies hubieran distinguido la semilla del demonio, el aquelarre habría elegido a ese recién nacido, pues había poder auténtico en la sangre demoníaca cuando no más que una única gota corría por las venas del niño. Más que eso y la creación era una abominación.

Bebes grotescos que se arrastran por el barro del fondo del mar, garras que abren surcos en la oscuridad, la legión del mar, el ejército que nos aguarda a todos.

Las semillas prosperaban en las olas llenas de espuma donde se encontraban con la tierra, generación tras generación. Arrojadas a lo alto de la costa, se hundían en el suelo. Moraban en el interior de criaturas vivas, presa y depredador; se metían dentro de las plantas, se adherían a las propias briznas de hierba, a las hojas de los árboles, de esas semillas no se podía escapar: otra verdad amarga entre los temblor. Cuando encontraban el útero de una mujer en el que un niño ya estaba creciendo, la semilla robaba su destino. Buscando… algo, pero sin producir más que una forma que se peleaba con la de un ser humano.

Los demonios habían sido puros, una vez. Parían a sus propios retoños, un mundo de madres y su prole. Las semillas habían morado en el mar hallado en úteros demoníacos. Hasta la guerra que vio los vientres de esas madres abiertos en canal y derramando por el mundo lo que pertenecía al interior, las semillas que hasta el mar intentó rechazar. Una guerra de matanzas, pero los demonios habían encontrado un modo de sobrevivir, hasta ese mismo día. En la espuma revuelta de los charcos dejados por la marea, en la precipitación de las olas que llegaban dando vueltas y se estrellaban contra la orilla. Perdidos pero no derrotados. Desaparecidos pero listos para regresar.

Buscando la madre adecuada.

Así que las brujas seguían allí. Yan Tovis había creído que habían borrado el aquelarre de la faz de la tierra, que lo habían aplastado; los letherii sabían de sobra que la resistencia a la tiranía se alimentaba en las escuelas de la fe, resistencia que adoptaban sacerdotes y sacerdotisas viejos y amargados, ancianos que trabajaban a través de jóvenes necios, a los que utilizaban como armas, que desechaban cuando se rompían, y lloraban de forma melodramática cuando se los destruía. Sacerdotes y sacerdotisas cuya versión de la fe justificaba el abuso de sus propios seguidores.

El nacimiento de un sacerdocio, comprendía al fin Yan Tovis, obligaba a imponer una jerarquía en lo que solo debía ser piedad, como si las reglas de la servidumbre fueran maleables, donde el ardid, envuelto en el misterio del conocimiento y la erudición, proporcionaba a la vida de un sacerdote o sacerdotisa mayor valor y virtud que la que podía tener el pueblo llano e ignorante.

En sus años de educación letherii, Yan Tovis había comprendido que la llegada de cargadores (de hechiceros y brujas) era en realidad una involución entre los temblor, una involución de lo que era conocer de verdad al dios que era la costa. Artificio y ambición secular que les negaban el conocimiento sagrado a aquellos que jamás serían iniciados, ésa no era la voluntad de la costa. No, solo lo que los hechiceros y brujas querían.

Manos y pies con garras que han demostrado ser icónicos de verdad.

Pero el poder lo daba la sangre demoníaca. Y siempre que a cada niño nacido con tal poder y al que se le permitiera sobrevivir se le iniciara e introdujera en el aquelarre, ese poder continuaba siendo exclusivo.

Los letherii, en su conquista de los temblor, habían llevado a cabo un pogromo contra el aquelarre.

Y habían fracasado.

Yan Tovis deseaba con todo su ser que hubieran triunfado.

Los temblor habían desaparecido como pueblo. Incluso los soldados de su compañía (cada uno elegido con sumo cuidado a lo largo de los años según los restos temblor que llevaban en la sangre) eran en realidad más letherii que temblor. Ella tampoco había hecho mucho, después de todo, para despertar su legado.

Y, sin embargo, los elegí yo, ¿no es cierto? Quería su lealtad, más de la que pueda sentir un soldado letherii por su atri-preda.

Admítelo, Crepúsculo. Ahora eres reina y estos soldados (estos temblor) lo saben. Y es lo que buscaste en las profundidades de tu propia ambición. Y al parecer había llegado el momento de hacer frente a la verdad de esa ambición, su sangre noble se removía y buscaba la preeminencia que le correspondía por derecho.

¿Qué ha llevado a mi hermanastro a la costa? ¿Cabalgó como temblor o como maestro de armas letherii de un dresh-preda? Pero se dio cuenta de que no podía tomarse en serio su propia pregunta. Sabía la respuesta, que temblaba como un cuchillo en su alma. La costa está ciega

Cabalgaron en la oscuridad.

Nunca fuimos como los nerek, los tarthenos y los demás. No podíamos reunir ningún ejército contra los invasores. Nuestra fe en la costa no albergaba ningún poder inmerso, pues es una fe en lo mutable, en la transformación. Un dios sin cara, pero con todas las caras. Nuestro templo es la orilla donde se libra la guerra eterna entre la tierra y el mar, un templo que se alza solo para derrumbarse de nuevo. Templo de sonido, de olor, de sabor y lágrimas en la punta de cada dedo.

Nuestro aquelarre curaba heridas, libraba de enfermedades y asesinaba bebés.

Los tarthenos nos contemplaban con horror. Los nerek daban caza a nuestro pueblo en los bosques. Para los faered, éramos ladrones de niños en la noche. Nos dejaban mendrugos de pan en los tocones de los árboles, como si no fuéramos mejores que cuervos malignos.

De ese pueblo, de esos temblor, ahora soy reina.

Y un hombre que sería su esposo la aguardaba. En la Isla.

Que el Errante me lleve, estoy demasiado cansada para esto.

Cascos de caballos, que chapoteaban en los charcos donde se hundía el antiguo camino, se estaban acercando a la costa. Algo más adelante la tierra se alzaba de nuevo, la marca antiquísima de una marea alta, un borde ancho de piedras y guijarros lisos incrustados en arcilla arenosa, la clase de arcilla que se convertía en esquisto con el peso del tiempo, acribillado por las piedras incansables. En ese esquisto se podían encontrar conchas incrustadas, fragmentos de moluscos, prueba de las muchas victorias del mar.

Los árboles eran más escasos allí, encorvados por el viento que Crepúsculo no podía sentir todavía en la cara, una calma que la sorprendía, dada la estación. El olor de la costa impregnaba el aire, inmóvil y fétido.

Frenaron sus monturas. Del mar todavía invisible no surgía sonido alguno, ni siquiera el susurro de unas olas suaves. Como si el mundo al otro lado del risco se hubiera desvanecido.

—Aquí hay huellas, señor —dijo uno de sus soldados cuando se detuvieron cerca de la pendiente—. Jinetes que van rodeando la orilla, al norte y al sur.

—Como si fueran a la caza de alguien —comentó otro.

Yan Tovis levantó una mano embutida en el guantelete.

Se acercaban unos caballos por norte, cabalgando a medio galope.

Golpeada por un miedo repentino, casi supersticioso, Yan Tovis hizo un gesto y sus soldados sacaron las espadas. Ella fue a coger la suya.

Apareció el primero de los jinetes.

Letherii.

Yan Tovis se relajó y expulsó la bocanada de aire.

—¡Alto, soldado!

Fue obvio que la orden repentina sobresaltó a la figura y a los otros tres jinetes que cabalgaban detrás. Los cascos resbalaron en unos guijarros sueltos.

Embutidos en armaduras como si fueran a la batalla: camisotes de cota de malla, el brillo de los eslabones ennegrecidos, los visores de los yelmos bajados. El jinete de cabeza sostenía un hacha de mango largo y un solo filo en la mano derecha; los que iban detrás empuñaban lanzas, las cabezas anchas y repletas de púas como si la tropa hubiera estado cazando jabalíes.

Yan Tovis azuzó un poco su caballo y lo acercó unos pasos más.

—Soy la atri-preda Yan Tovis —dijo.

Una inclinación del yelmo del hombre de cabeza.

—Yedan Derryg —dijo en voz baja—. Maestro de armas, torre Boaral.

Ella vaciló un instante antes de hablar.

—La guardia.

—Crepúsculo —respondió él—. Incluso con esta oscuridad veo que eres tú.

—Me cuesta creerlo, huiste…

—¿Huí, mi reina?

—De la casa de nuestra madre, sí.

—Tu padre y yo no nos llevábamos bien, Crepúsculo. No eras más que una pequeñuela la última vez que te vi. Pero eso no importa. Veo ahora en tu cara lo que vi entonces. Inconfundible.

Crepúsculo desmontó con un suspiro.

Tras un momento, los otros la imitaron. Yedan hizo un gesto con un ladeamiento de la cabeza y Yan Tovis y él se alejaron un poco. Terminaron bajo el árbol más alto que había a ese lado del risco, un pino muerto, cuando comenzó a caer una lluvia ligera.

—Acabo de estar en la torre —dijo Crepúsculo—. Tu dresh intentó huir del arresto y está muerto. O pronto lo estará. He tenido unas palabras con las brujas. Vendrán tiste edur, de Rennis, pero para cuando lleguen la investigación habrá acabado y tendré que disculparme por hacerlos perder el tiempo.

Yedan no dijo nada. La celada enrejada ocultaba por completo sus rasgos, aunque la maraña negra de su barba era visible; parecía que estaba masticando algo con calma.

—Guardia —siguió diciendo ella—, me has llamado «reina» delante de tus soldados.

—Son temblor.

—Entiendo. Entonces estás aquí… en la costa…

—Porque soy la guardia, sí.

—Ese título no significa nada —dijo ella con bastante más dureza de lo que había pretendido—. Es honorífico, un antiguo resto…

—Yo creía lo mismo —la interrumpió él, como un hermano mayor, maldito sea— hasta hace tres noches.

—¿Por qué estás aquí, entonces? ¿A quién buscas?

—Ojalá pudiera contestarte mejor. No estoy seguro de por qué estoy aquí, solo que me han llamado.

—¿Quién?

El hombre pareció masticar un poco más, después respondió.

—La costa.

—Entiendo.

—En cuanto a quién o qué estoy buscando, no sé decir. Han llegado desconocidos. Los oímos esta noche, pero no importa adónde cabalgáramos, no importa lo rápido que llegáramos, no encontramos a nadie. Ni señal alguna, no hay huellas, nada. Y sin embargo… aquí están.

—Quizá fantasmas, entonces

—Quizá.

Crepúsculo se volvió despacio.

—¿Del mar?

—Una vez más, no hay huellas en la playa. Hermana, desde que hemos llegado el aire no se ha movido. Ni un suspiro siquiera. Día y noche, la costa está quieta. —La guardia levantó la cabeza—. Y ahora esta lluvia… la primera vez.

Un murmullo de los soldados atrajo su atención. Miraban al risco, seis espectros inmóviles, metal y cuero reluciendo.

Más allá del risco, el flujo y reflujo irregular de un fulgor.

—Ahí —dijo Yedan, y echó a andar.

Yan Tovis lo siguió.

Atravesaron piedras sueltas, ramas sin hojas y raíces desnudas y subieron a la elevación. Los seis soldados los siguieron por la pendiente. Yan Tovis se colocó junto a su hermanastro y se abrieron camino entre los matorrales blandos hasta que los dos salieron a la orilla.

Donde se detuvieron con los ojos clavados en el mar.

Barcos.

Una hilera de barcos, todos bien alejados de la orilla. Extendiéndose hacia el norte, el sur.

Todos ardiendo.

—Por la bendición del Errante —susurró Yan Tovis.

Cientos de barcos. Ardiendo.

Las llamas jugueteaban sobre el agua quieta, se alzaban columnas de humo, iluminadas desde abajo como enormes carbones espolvoreados de cenizas en el lecho del cielo negro.

—Ésos —dijo Yedan— no son barcos letherii. Ni edur.

—No —susurró Crepúsculo—, no lo son.

Han llegado desconocidos.

—¿Qué significa esto? —Había un miedo crudo en la pregunta y Yan Tovis se volvió para mirar al soldado que había hablado. Tenue en sus rasgos, el fulgor naranja de las llamas lejanas.

La atri-preda volvió a mirar los barcos.

—Dromones —dijo. El corazón le martilleaba en el pecho, una especie de emoción febril, con una extraña malicia oscura y… un placer salvaje.

—¿Qué nombre es ése? —preguntó Yedan.

—Los conozco… esas proas, las jarcias. Nuestra búsqueda… un continente lejano. Un imperio. Matamos cientos, miles, de sus súbditos. Nos enfrentamos a sus flotas. —Se quedó en silencio durante una docena de alientos, después se volvió hacia uno de sus soldados—. Regrese a la torre. Asegúrese de que el dresh está muerto. La compañía ha de irse de inmediato, nos encontraremos al norte de Rennis en el camino de la costa. Ah, y traigan a esas malditas brujas con ustedes.

—¿Qué…? —dijo Yedan.

Crepúsculo interrumpió a su hermanastro con una alegría cruel.

—Eres la guardia. Tu reina te necesita. —Lo miró con furia—. Cabalgarás con nosotros, Yedan. Con tus tropas.

La mandíbula barbuda se abultó.

—¿Adónde?

—A la Isla.

—¿Qué hay de los letherii y sus amos? Deberíamos enviar recado y advertirlos.

Con los ojos puestos en los cascos en llamas que había en el mar, la atri-preda casi gruñó su respuesta.

—Matamos a sus súbditos. Y es obvio que no lo van a dejar pasar. Que el Errante se lleve a los letherii y a los edur. —Giró en redondo y se dirigió a su caballo. Los otros se precipitaron tras ella—. ¿Desconocidos, Yedan? No para mí. Nos han seguido. —Se subió al caballo y tironeó de él para guiarlo a la pista del norte—. Dejamos una deuda de sangre —dijo enseñando los dientes—. Sangre malazana. Y parece que no se van a quedar sin cobrarla.

Están aquí. En esta costa.

Los malazanos están en nuestra costa.