11

Mar sin agua

extiende huesos blancos,

desmoronados y decolorados

como pergamino,

donde caminé.

Pero este garabato

que araña mi paso

no tiene historia,

carece de atavío

que vista mi destino.

El cielo ha perdido sus nubes

ante algún viento deshilachado

que nunca encalla

estos bajíos revelados

en caminos sin pisar.

El viento levanta olas

no vistas en la concha,

una taza de promesa insatisfecha,

la maloliente mentira de la sal

que me muerde la lengua.

Moré junto a un mar una vez,

grabando historias

por la interminable playa

en rollos ondulados

de restos y algas.

Rumores del mar

—Pescador Kel Tath

Había llovido por la tarde, y menos mal, porque no servía de mucho quemar el bosque entero y, además, tampoco es que él fuera muy popular, en el mejor de los casos. Se habían burlado de sus raras costumbres y también habían dicho que apestaba, tanto que nadie se ponía al alcance de sus enormes manos nudosas. Claro que si alguno de sus vecinos se hubiera acercado, lo mismo les habría arrancado los miembros para responder a años de desprecios y abusos.

El viejo Joroba Arbat ya no tiraba de su carreta de granja en granja, de choza en choza, para recoger los excrementos con los que enterraba los ídolos de los dioses tarthenos que habían dominado un claro casi olvidado en el fondo del bosque. Ya no hacía falta, después de todo. Esas malditas viejas pesadillas estaban muertas.

A sus vecinos no les había hecho gracia la jubilación repentina de Arbat desde que el hedor de sus desechos había empezado a contaminar sus hogares. Gandules perezosos que eran, no les daba por profundizar sus sentinas, ¿acaso no las vaciaba el viejo Joroba de forma regular? Pues mira, ya no.

Solo eso ya podría habría sido razón suficiente para largarse. Y a Arbat nada le hubiera gustado más que desvanecerse en la oscuridad del bosque y que no lo volvieran a ver. Alejarse caminando, sí, hasta llegar a una aldea o pueblo donde nadie lo conociera, donde nadie supiera siquiera de él. Lavado por la lluvia de todo olor, un simple anciano tartheno mestizo, inofensivo, bondadoso, que podía, por una moneda o dos, arreglar cosas rotas, incluyendo carne y huesos.

Echar a andar, entonces. Dejar atrás los viejos territorios tarthenos, lejos de las estatuas enmarañadas de malas hierbas de los claros repletos de matorrales. Y quizá, incluso, alejarse de la sangre antigua de su herencia. No todos los sanadores eran chamanes, ¿verdad? No le harían preguntas incómodas, siempre que los tratara bien, y eso podía hacerlo, estaba chupado.

Los viejos cabrones como él se merecían un descanso. Una vida entera de servicio. Ofrendas, las máscaras del sueño, los rostros lascivos de piedra, los rituales solitarios, se había acabado ya. Podía dar su último paseo hacia lo desconocido. Una aldea, un pueblo, un peñasco calentado por el sol junto a un arroyo cantarín, donde podía acomodarse, descansar su cuerpo torturado, y no moverse hasta que se quitara la última máscara…

En su lugar, había despertado en la oscuridad, en los momentos previos al falso amanecer, temblando como si lo afligiera la fiebre, y ante sus ojos se habían cernido los fragmentos que se iban desprendiendo poco a poco de una inesperada máscara del sueño. Una que él no había visto jamás, pero que era un semblante de poder aterrador. Una máscara repleta de grietas, una máscara que estaba a escasos momentos de hacerse pedazos con una explosión…

Echado en su catre, el armazón de madera crujiendo bajo él mientras temblaba de los pies a la cabeza, esperó la revelación.

El sol estaba en lo más alto cuando por fin salió de su choza. Unos bancos de nubes trepaban por el cielo hacia el oeste (una tormenta casi agotada que llegaba del mar) y él se puso a hacer los preparativos sin hacer caso de la lluvia cuando llegó.

Y cuando el atardecer empezó a caer a toda prisa, Arbat recogió un fardo de mimbres y prendió fuego a un extremo con las llamas del hogar. Incendió su choza, después el cobertizo y por último el viejo granero donde guardaba su vieja carretilla de dos ruedas. Luego, satisfecho con las llamas de cada edificio, se echó al hombro el saco que contenía las posesiones y provisiones que iba a necesitar y partió por el sendero que bajaba al camino.

Un gruñido de sorpresa al poco tiempo, en el camino, cuando se tropezó con una veintena de aldeanos que se apresuraban hacia él en bloque. A la cabeza, el comisionado, que lanzó un grito de alivio al ver a Arbat.

—¡Gracias al Errante que estás vivo, Joroba!

Arbat frunció el ceño y estudió el rostro caballuno del hombre durante un momento, después examinó las manchas pálidas de los otros rostros que rondaban tras el comisionado.

—¿Qué es todo esto? —preguntó.

—Una tropa de edur se aloja en la posada esta noche, Joroba. Cuando les llegó noticia de los fuegos, insistieron en que viniéramos a ayudar, por si la madera estalla, ya sabes…

—La madera, claro. ¿Y dónde están ahora los entrometidos?

—Se quedaron allí, por supuesto. Pero se me ordenó… —El comisionado se detuvo y se acercó más para mirar a Arbat desde abajo—. ¿Fue Vrager, entonces? Al muy idiota le gusta el fuego y no es que sea muy amigo tuyo.

—¿Vrager? Podría ser. Ha cogido la costumbre de colarse por allí por la noche y mearme en la puerta. No acepta que me haya retirado. Dice que tengo la obligación de llevarme su mierda.

—¡Y es que la tienes! —rezongó alguien entre la turba que permanecía detrás del comisionado—. ¿Por qué si no te dejamos vivir aquí?

—Bueno, ahora el problema está solucionado, ¿no? —dijo Arbat con una gran sonrisa—. Vrager me lo quemó todo y me echó, así que me voy. —Dudó un momento y después preguntó—: ¿Qué les importaba a los edur? Taba lloviendo, pa qué preocuparse por unas llamas que casi ni se van a mover. ¿No les dijisteis que mi casa está en un claro despejado de entre ochenta y cien pasos por todos lados? Y están los viejos estanques de vaciado, mejor que un foso.

El comisionado se encogió de hombros antes de contestarle.

—Preguntaron por ti, y luego decidieron que quizá alguien te tenía ojeriza y te había prendido fuego, y eso va contra la ley y a los edur no les gusta cuando pasa eso…

—Y te dijeron que hicieras tu trabajo, ¿no? —se rió Arbat—. ¡Ésa sí que sería la primera vez!

—Vrager, dijiste… ¿es una acusación formal, Arbat? Si es así, tienes que dictar y luego poner tu marca y quedarte por aquí para la reunión, y si Vrager contrata un defensor…

—Vrager tiene un primo en Letheras que es uno de ésos —dijo alguien.

El comisionado asintió.

—Todo esto podría llevar una puñetera eternidad, Arbat, y nosotros tampoco tenemos obligación de poner un techo sobre tu cabeza…

—Así que mejor que no líe las cosas, ¿eh? Puedes decirle a los edur que no hice ninguna queja formal, así que ya está. Y a estas alturas, con las chozas ya quemadas, el frío que se os cuela por los huesos y sin señal de que el fuego haya saltado a ningún sitio… —Arbat le dio una palmada al comisionado en el hombro (un gesto que casi tiró al hombre de rodillas) y pasó junto a él—. Dejad paso, los demás, igual todavía soy contagioso, con todos los males que habéis estado tirando en mi carretilla.

El comentario funcionó al momento y de repente Arbat tuvo el camino despejado. Y siguió caminando.

Meterían en algún lío a Vrager, no podían hacer caso omiso de lo que decían los edur, después de todo, pero no sería para tanto. Al muy idiota no le iba a pasar nada por mear en una puerta, ¿no? Además, los edur seguirían su camino hacia donde fuera que se dirigieran y él los dejaría…

¿Y ahora qué? Caballos en el camino, jinetes que se acercaban a medio galope. Rezongando por lo bajo, el viejo Joroba Arbat se retiró a un lado del camino y esperó a que pasaran.

Otra puñetera tropa. Letherii esa vez.

La amazona que iba en cabeza, una oficial, frenó su montura al ver a Arbat, y la tropa que llevaba detrás hizo lo mismo cuando dio la orden. Se acercó más, con el caballo al trote, y lo llamó.

—Usted, señor, ¿hay un pueblo más adelante?

—Lo hay —respondió Arbat—, aunque quizá les cueste encontrar sitio en la posada.

—¿Y eso por qué? —preguntó ella al pasar enfrente con el caballo.

—Unos edur que se alojan allí.

Al oír eso la oficial detuvo el caballo y le hizo un gesto al resto para que parase. Se giró en la silla y lo miró por debajo del borde del yelmo de hierro.

—¿Tiste edur?

—Esos mismos.

—¿Qué están haciendo allí?

Antes de que él pudiera responder, habló uno de los soldados.

—Atri-preda, hay algo ardiendo más adelante; se ve el fulgor y también se huele.

—Eso sería mi propiedad —respondió Arbat—. Un accidente. No se va a extender, estoy más que seguro. No tiene nada que ver —añadió— con esos edur. Solo están de paso.

La atri-preda maldijo por lo bajo.

—Tartheno, ¿no?

—Sobre todo.

—¿Se le ocurre algún sitio en el que podamos acampar para pasar la noche? Cerca, pero apartados del camino.

Arbat la miró con los ojos entrecerrados.

—Fuera del camino, ¿eh? ¿Lo bastante lejos como para que no los molesten, quiere decir?

La mujer asintió.

Arbat se frotó el vello erizado que le cubría la mandíbula prognata.

—Cuarenta pasos o así más arriba hay una pista, a la derecha del camino. Atraviesa un matorral y después un viejo huerto, y más allá hay un caserío abandonado; el granero todavía tiene tejado, aunque dudo que esté a prueba de los elementos. También hay un pozo que debería ser utilizable todavía.

—¿Tan cerca y nadie lo ha ocupado ni saqueado?

Arbat sonrió.

—Oh, no tardarán en ponerse a ello. Estaba a favor del viento y muy cerca de mi casa, ya sabe.

—No, no lo sé.

La sonrisa de Arbat se ensanchó todavía más.

—El color local como que palidece cuando se les explica a los forasteros. Da igual, en realidad. Lo único que van a oler esta noche es humo, y eso espantará a los bichos.

La observó mientras ella se planteaba insistir más; pero cuando el caballo agitó la cabeza, la oficial tiró de las riendas una vez más.

—Gracias, tartheno. Que tenga un viaje seguro.

—Y usted, atri-preda.

Siguieron adelante y Arbat esperó en el arcén a que pasara la tropa.

Un viaje seguro. Sí, bastante seguro, supongo. Nada en el camino que no pueda manejar.

No, es mi destino lo que me tiene temblando las rodillas como dos calaveras en un saco.

Echado boca abajo, se acercó milímetro a milímetro a la trampilla y se asomó. Una casa de fieras en la habitación inferior, pero reconfortante en su extraña domesticidad. Bueno, él conocía artistas que pagarían por una escena parecida. Diez gallinas rondando por allí que, de vez en cuando, se apartaban con un graznido del camino del pie girado con torpeza de Ublala Pung, el hombretón que se estaba paseando de un lado a otro. La erudita Janath, sentada con la espalda apoyada en un muro, estiraba plumón de pollo, o como se llamara, entre las palmas de las manos antes de meterlo en un saco de arpillera cuya función sería servir de almohada en algún momento… lo que demostraba sin lugar a dudas que los académicos no sabían nada sobre nada que mereciera la pena saber algo. Por no mencionar que eso le hacía temer un tanto que la sanación que había hecho Bicho de la mente de la mujer no había estado del todo a la altura. Y al fin, el propio Bicho, agachado junto al fuego, usando una pata de gallina con sus garras y todo para revolver la olla humeante de sopa de gallina, un detalle que Tehol tenía que admitir que tenía un cierto trasfondo macabro. Como lo tenía el monótono tarareo que emitía su fornido criado.

Cierto, la familia disfrutaba de la bendición de tener comida de sobra, lo que marcaba la continuación de su racha de buena suerte. Un enorme capabara junto al canal un par de semanas antes y después las gallinas retiradas a las que iban retirando una por una, inexorable como el gruñido de un estómago. O dos, o tres. O cuatro, suponiendo que Ublala Pung no tuviera más que un estómago, cosa que no era, en absoluto, segura. Selush quizá lo supiera, había amortajado cuerpos suficientes por dentro y por fuera. Los tarthenos tenían más órganos en esos corpachones que la gente normal, después de todo. Por desgracia, ese rasgo no se extendía al cerebro.

Pero otra preocupación inefable, sin forma, afligía a Ublala Pung. Podría haberse enamorado perdidamente otra vez, o quizá lo perdía el miedo por amor. El mestizo vivía en un mundo de preocupaciones, cosa que, dadas las circunstancias, era más bien sorprendente. Claro que, la innegable virtud que tenía entre las piernas atraía una buena cantidad de adoradoras e iluminaba los ojos femeninos con el destello de la posesión, la avaricia, la competición maliciosa… en pocas palabras, todos esos rasgos más comunes entre el sacerdocio. Pero era una adoración por todas las razones equivocadas, como dejaba patente la inquietud manifiesta del pobre Ublala. Su ínfimo cerebro quería que lo amaran por sí mismo.

Lo que lo convertía, por desgracia, en un idiota absoluto.

—Ublala —dijo Bicho desde su puesto junto a la olla de sopa—, hazme el favor de echar un vistazo arriba, si eres tan amable, y confirma que esos ojitos que nos estudian pertenecen a mi amo. Si es así, por favor ten la gentileza de invitarlo a bajar para la cena.

Alto como era, la cara de Ublala, al alzarse para mirar con los ojos guiñados a Tehol, quedó a su alcance. Tehol sonrió y le dio unos golpecitos en la cabeza.

—Amigo mío, si eres tan gentil de apartarte de lo que sirve como escala de mano aquí (y dados los mediocres esfuerzos de mi criado por repararla, estoy usando la descripción con conocimiento de causa) para que pueda descender de un modo acorde con mi linaje…

—¿Qué?

—¡Quítate del medio, zoquete!

Ublala agachó la cabeza y se apartó un poco.

—¿Por qué es tan desdichado? —rezongó después y señaló con una sacudida del pulgar a Tehol—. El mundo está a punto de acabarse, pero ¿le importa eso? No. Nada. No le importa. El fin del mundo. ¿A que no?

Tehol se dio la vuelta para poner los pies en el peldaño superior de la escala.

—Locuaz Ublala Pung, ¿cómo podríamos seguir el curso de tus pensamientos? Yo me rindo, desesperado. —Se contoneó por el borde y empezó a tantear con los pies.

—Dada la vista que nos está proporcionando ahora mismo, amo —dijo Bicho—, desesperación es el término adecuado, sin duda. Será mejor que no mire, Janath.

—Demasiado tarde —respondió ella—, para mi horror.

—¡Vivo en compañía de mirones! —Tehol consiguió al fin encontrar el peldaño con un pie y empezó a bajar.

—Yo pensé que eran gallinas —dijo Ublala.

Un chillido penetrante de un ave que terminó en un crujido mutilado.

—Oh.

Una maldición de Bicho.

—¡Maldito seas, Pung! ¡Ésa te la comes tú! ¡Entera! ¡Y también la puedes cocinar tú!

—¡Se puso en medio! Si construyeras alguna habitación más, Bicho, no habría pasado.

—Y si tú te dieras tus paseos en el callejón de fuera, o mejor aún, si dejaras de preocuparte por todo, o de traer esas preocupaciones aquí, o de aparecer siempre a la hora de comer, o…

—Vamos, vamos —interpuso Tehol, que acababa de bajarse del último peldaño y se estaba colocando bien la manta—. Los nervios están de punta, el espacio es escaso, y el escaso cerebro de Ublala nos está poniendo los nervios de punta sin dejar lugar a espacio, así que sería mejor si todos…

—¡Amo, acaba de aplastar a una gallina!

—Un mirón —insistió Ublala.

—… nos lleváramos bien —terminó Tehol.

—Es hora, creo yo —dijo Janath—, de cierto alivio, Tehol. Creo recordar que tenías cierto talento para eso, sobre todo para eludir los muchos intentos de expulsarte.

—Sí —dijo Ublala—, ¿dónde hacemos eso?

—¿Hacer qué? —preguntó Janath.

—Tengo que ir.

—En el almacén —dijo Tehol mientras empujaba a Ublala hacia la puerta, sin mucho éxito, todo hay que decirlo—. Ublala, expulsa lo que tengas que expulsar detrás del almacén, cerca del canalón de desagüe. Usa el arbusto de consuelda que sobresale del montón de basura y después lávate las manos en la artesa inclinada.

Con expresión de haberse quitado un peso de encima, el hombretón se agachó y salió al callejón.

Tehol se dio la vuelta y miró a Bicho.

—De acuerdo, un momento de silencio, entonces, por la gallina retirada.

Bicho se frotó la frente, se echó hacia atrás y suspiró.

—Perdón. No estoy acostumbrado a estas… multitudes.

—Lo que me asombra —dijo Tehol, que estaba estudiando a las gallinas supervivientes— es su espeluznante indiferencia. Se limitan a rodear a su hermana aplastada…

—Espere un momento y empezarán a descuartizarla —dijo Bicho, que se acercó arrastrando los pies a recoger el cadáver—. Entre una cosa y la otra, yo prefiero la indiferencia. —Levantó la forma inerte y miró con el cuello fruncido el pescuezo flotante—. Silencio en la muerte, como con todas las cosas. Casi todas las cosas, quiero decir… —De repente sacudió la cabeza y tiró la criatura muerta al suelo, delante de Janath—. Más plumas para usted, erudita.

—Una tarea de lo más apropiada —murmuró Tehol—, desprender el bello plumaje para revelar la pesadilla de granos que hay debajo.

—Más o menos como mirar sin querer debajo de tu túnica, Tehol Beddict.

—Eres una mujer cruel.

La mujer cruel hizo una pausa, levantó la cabeza y miró a Tehol.

—Suponiendo que fueran solo granos.

—Muy cruel, lo que me lleva a sospechar que, en realidad, te gusto.

Janath le lanzó a Bicho una mirada.

—¿Qué clase de sanación practicó conmigo, Bicho? Mi mundo parece… más pequeño. —Se dio unos golpecitos en la sien—. Aquí dentro. Mis pensamientos recorren cualquier distancia, cualquier tipo de distancia, y después se desvanecen en un… una nada blanca. Un bendito olvido. Así que, sí, recuerdo lo que ocurrió, pero no me invade ni un susurro de emoción siquiera.

—Janath, la mayor parte de esas protecciones son obra suya, no mía. Las cosas se… expandirán. Pero llevará tiempo. En cualquier caso, tampoco es de extrañar que esté desarrollando cierto afecto por Tehol, puesto que lo ve como su protector…

—¡Espere un momento, viejo! ¿Afecto? ¿Por Tehol? ¿Por un antiguo estudiante? Eso es, de todos los modos imaginables, asqueroso.

—Pues yo creía que era un suceso común —dijo Tehol—. Bueno, algunas de las historias que he oído…

—Común para esos necios que confunden el amor con veneración, todo para alimentar sus miserables egos, añadiría yo. Por lo general hombres, además. Hombres casados. Es patético…

—Janath, tú… No, da igual. —Tehol se frotó las manos y miró a Bicho—. Caramba, esa sopa huele de maravilla.

Ublala Pung regresó y se abrió paso como pudo por la puerta.

—Esa consuelda sabe a rayos —dijo.

Los tres se lo quedaron mirando un rato.

Después habló Bicho.

—¿Ves esas mitades de calabaza, Ublala? Tráelas y te sirvo tu sopa de mirón.

—Podría comerme uno entero yo solo, qué hambre tengo.

Tehol señaló.

—Hay uno ahí mismo, Ublala.

El hombretón se detuvo y miró el cadáver mustio. Después puso las calabazas en manos de Tehol.

—Vale —dijo.

—¿Me dejas unas plumas? —dijo Janath.

—Vale.

—Ublala —dijo Tehol—, ¿te importa si los demás comemos… eh, arriba, en el tejado?

—Adelante.

—Después de cenar —continuó Tehol mientras el mestizo se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas, estiraba la mano para coger el cadáver y le arrancaba una pata—. Después, quiero decir, Ublala, podemos hablar de lo que te preocupa, ¿de acuerdo?

—No tiene sentido hablar —dijo Ublala con la boca llena de plumas, pellejo y carne—. Tengo que llevarte con él.

—¿Con quién?

—Un campeón. El toblakai.

Tehol miró a los ojos a Bicho y vio en ellos auténtica alarma.

—Tenemos que meternos en el complejo —continuó Ublala.

—Ah, ya.

—Y luego asegurarnos de que no nos mata.

—¡Creí que habías dicho que no tenía sentido hablar!

—Y lo dije. No lo tiene.

Janath recogió su calabaza de sopa.

—¿Así que tenemos que trepar con una sola mano por esa escala? ¿Y supongo que querréis que vaya yo la primera? ¿Pensáis que soy idiota?

Tehol la miró con el ceño fruncido y después se le iluminó la expresión.

—Puedes elegir, Janath. Nos sigues a Bicho y a mí, a riesgo de arruinar tu apetito, o nosotros te seguimos a ti y te elevamos a los cielos con nuestros suspiros de admiración.

—¿Y qué tal ninguna de las dos cosas? —Y con eso la mujer salió al callejón.

Unos crujidos horribles salían de donde estaba sentado Ublala. Tras un momento, tanto Tehol como Bicho siguieron la estela de Janath.

Ormly, en otro tiempo campeón de los Cazarratas, estaba sentado enfrente de Rucket.

Tras un gesto de saludo, la mujer regresó a su comida.

—Te ofrecería alguna de estas orejas de cerdo fritas, pero, como ves, no quedan muchas y es de mis comidas favoritas.

—Lo haces a propósito, ¿verdad?

—Los hombres siempre imaginan que las mujeres hermosas no piensan más que en el sexo, o, más bien, que están obsesionadas con el potencial del mismo, en cualquier y todo momento. Pero te aseguro que la comida supone una sensualidad que pocas veces logran los magreos torpes sobre un colchón repleto de pulgas con corrientes errantes que te provocan escalofríos con cada cambio de postura.

El rostro consumido de Ormly se crispó con un ceño.

—¿Cambio de postura? ¿Qué significa eso?

—Algo me dice que no hay una legión de mujeres atormentadas lamentando la pérdida de un tal Ormly.

—Qué iba a saber yo de eso. Escucha, estoy nervioso.

—¿Cómo te crees que me siento yo? ¿Te apetece un poco de vino? Oh, esperaba que lo rechazaras. ¿Sabes?, escondernos en esta cripta de enterramiento está forzando mucho las añadas selectas. Tú lo tienes muy fácil, ocultándote en las sombras cada noche, pero como nueva comandante de nuestra organización de insurgencia, yo tengo que esconderme aquí abajo, recibiendo y despachando todo el día, haciendo un sinfín de papeleo…

—¿Qué papeleo?

—Pues el papeleo que hago para convencer a los paniaguados de lo ocupada que estoy, para que no vengan corriendo a preguntarme algo a cada puñetero momento.

—Sí, ¿pero qué estás escribiendo, Rucket?

—Tomo nota de trozos de conversaciones que oigo, la acústica aquí abajo es impresionante, aunque un poco caprichosa. Se puede lograr auténtica poesía a veces, con un uso juicioso de la yuxtaposición.

—Si es aleatorio, entonces no es poesía —dijo Ormly, todavía con el ceño fruncido.

—Es obvio que no estás al día de los movimientos modernos.

—Solo de uno, Rucket, y eso es lo que me pone nervioso. Es Tehol Beddict, sabes.

—Una yuxtaposición extraordinaria la de ese hombre —respondió la mujer mientras estiraba la mano para coger otra oreja de cerdo—. Idiotez y genialidad. En particular su genialidad para crear momentos idiotas. Bueno, la última vez que hicimos el amor…

—¡Rucket, por favor! ¿No ves lo que está pasando ahí fuera? Oh, perdona, supongo que no. Pues entonces, escúchame. ¡Le va demasiado bien! ¡Va demasiado rápido! Los patriotas andan muy revueltos y puedes estar segura de que la Consigna Libertad los está respaldando con todos los recursos que tiene a su disposición. En los Mercados de Abajo están empezando a hacer trueques porque no hay dinero.

—Bueno, ése era el plan…

—¡Pero no estamos listos!

—Ormly, la Casa de las Escamas se derrumbó, ¿no?

El otro la observó con expresión suspicaz, después gruñó y apartó la mirada.

—De acuerdo, así que sabíamos lo que iba a pasar. Estábamos preparados, sí. Cierto. Aunque no estamos más cerca de saber lo que pasará cuando pase lo que sea, suponiendo que lleguemos a saber que está pasando cuando pase. En cualquier caso, tú solo estás intentando confundirme porque has perdido toda objetividad en lo que a Tehol respecta.

—Oh, venga, ¿me tomas por tonta?

—Sí. El amor, la lujuria, lo que sea, ha afectado tu capacidad de pensar con claridad cuando se trata de ese chiflado.

—Eres tú el que no piensa con claridad. El misterio no es Tehol. Tehol es fácil, no, no de ésos, oh, muy bien, también de ésos. En fin, como he dicho. Es fácil. El verdadero misterio que tenemos ante nosotros, Ormly, es ese puñetero criado.

—¿Bicho?

—Bicho.

—Pero si solo es el testaferro…

—¿Estás seguro de que no es al revés? ¿Qué hace con esa suma de dinero que ha amasado? ¿Lo ha enterrado todo en el patio de atrás? Ni siquiera tienen un patio de atrás. Ormly, estamos hablando de toneladas de monedas. —Agitó una mano en el aire—. Podrían llenar esta cripta veinte veces. Bueno, claro, hay otras criptas bajo la ciudad, pero las conocemos todas. He enviado mensajeros a cada una de ellas, pero están vacías, el polvo del suelo no se ha movido en años. Hemos enviado ratas a cada fisura, cada rendija, cada grieta. Nada. —Chasqueó los dedos—. Ha desaparecido. Como si se hubiera evaporado. Y no solo en esta ciudad.

—Así que puede que Tehol haya encontrado un escondite en el que no hemos mirado todavía. Algo inteligente e idiota a la vez, como has dicho.

—Se me ocurrió, Ormly. Pero confía en mí cuando te digo que ha desaparecido.

El ceño masculino se despejó de repente y el hombre estiró el brazo para volver a llenarse la copa de vino.

—Ya lo tengo. Lo han tirado al río. Simple. Sencillo.

—Salvo que Tehol insiste en que se puede recuperar, que podemos inundar el mercado si los financieros de la Consigna sufren un ataque de pánico y empiezan a acuñar más de la cuota habitual. E incluso esa cuota está provocando inflación, ya que no se están reciclando las monedas antiguas. No regresa ninguna para volverla a fundir. He oído que está sufriendo hasta el tesoro imperial. Tehol dice que puede ponerlo todo otra vez en las calles en un solo momento.

—Quizá mienta.

—Quizá no.

—Quizá me tome esa última oreja de cerdo.

—Olvídalo.

—Bien. Tenemos otro problema. Está creciendo la tensión entre los edur y los patriotas, y con el canciller y su ejército de matones y espías. Ya ha corrido la sangre.

—No es de extrañar —respondió Rucket—. Tenía que pasar. Y no creas que la tensión financiera no tiene nada que ver con ello.

—Si es así, es solo de forma indirecta —dijo Ormly—. No, este choque fue, creo, personal.

—¿Podemos utilizarlo?

—Ah, por fin podemos debatir algo y llegar, de hecho, a alguna parte.

—Solo estás celoso de Tehol Beddict.

—Y qué si lo estoy. Olvídalo. Hagamos planes.

Con un suspiro, Rucket le hizo un gesto a uno de sus criados.

—Tráenos otra botella, Unn.

Ormly arqueó una ceja y cuando el hombretón se fue arrastrando los pies a una cámara lateral, se inclinó hacia delante.

—¿Unn, el que…?

—¿Mató a Gerun Eberict? Pues sí, ese mismo. Con sus propias manos, Ormly. Sus propias manos. —Rucket sonrió—. Y esas manos, bueno, digamos que asesinar no es lo único que se les da bien.

—¡Lo sabía! ¡Es en lo único que piensas!

Rucket se acomodó en su sillón. Que se sientan más listos. La única forma segura de mantener la paz.

Bajo la ciudad de Letheras había un inmenso núcleo de hielo. Un puño de Omtose Phellack que sujetaba en su presa implacable un espíritu antiguo. Atraído y después atrapado por la sorprendente alianza del ceda Kuru Qan, una hechicera jaghut y un dios ancestral. Al Errante le costaba agradecer esa unión, por ventajosa que fuese la consecuencia. Un espíritu encerrado, hasta el momento en el que ese viejo ritual se debilitase, o, más probable, quedara hecho pedazos por una malicia intencionada. Así que, si bien temporal (¿y qué no lo era en realidad?), había evitado la muerte y la destrucción a una escala colosal. Todo eso estaba muy bien.

Kuru Qan tratando con una hechicera jaghut, sorprendente pero no inquietante. No, era la implicación de Mael lo que reconcomía sin cesar los pensamientos del Errante.

Un dios ancestral. Pero no K’rul, ni Draconus, ni Kilmandaros. No, se trata de un dios ancestral que no se implica jamás. La maldición de Mael es la bendición de todos los demás. ¿Entonces qué ha cambiado? ¿Qué ha apretado las tuercas al viejo cabrón lo suficiente como para que forje alianzas, para que desate su poder en las calles de la ciudad, para que salga en una isla remota y deje sin sentido de una paliza a un dios roto?

¿Su amistad con un patético mortal?

¿Y ahora, mi querido Mael, qué tienes planeado hacer con todos esos devotos? ¿Los que abusan de ese modo de tu indiferencia? Son legión y tienen las manos manchadas de sangre en tu nombre. ¿Eso te complace? De ellos, después de todo, adquieres poder. Suficiente para ahogar este reino entero.

Una guerra entre los dioses, pero ¿la línea de batalla estaba trazada con tanta sencillez como parecía? El Errante ya no se mostraba tan seguro.

Permanecía sobre roca sólida, al alcance del enorme nudo de hielo. Podía olerla, esa hechicería antigua y gélida que pertenecía a otra era. El espíritu encarcelado en su interior, inmovilizado en el momento de atravesar un lago fétido, era una tormenta hirviente de rabia impotente, desdibujada e indistinta en el centro. Uno de los propios parientes de Mael, sospechaba el Errante, como un trozo arrancado solo para sufrir un hechizo del dios Tullido. Sin ver en absoluto (de momento) las terribles fisuras extendidas como telarañas enloquecidas por el hielo, fisuras que en ese mismo instante se iban extendiendo hacia el interior.

Hecho pedazos sin duda. ¿A propósito? No, esta vez no, pero al imaginar un lugar de permanencia eligieron mal. Y no, no podían haberlo sabido. Éste… empujoncito… no es mío. Solo… una pavorosa circunstancia.

¿Lo sabe Mael? Que el Abismo me lleve, necesito hablar con él, ¡ah, la idea me espanta! ¿Cuánto tiempo más puedo retrasarlo? ¿Qué podrida mercadería podría comprar mi silencio? ¿Con qué magra recompensa se pagaría mi advertencia?

Quizá otra palabra con ese dios de la guerra, Fener. Pero no, seguramente esa pobre criatura sabía incluso menos que él. Acobardado, casi desbancado… Desbancado, bueno, ésa sí que es una noción interesante. Dioses en guerra… sí, es posible.

El Errante se retiró, atravesó roca como un fantasma. Un deseo repentino, la impaciencia, lo empujaba. Necesitaría la mano de un mortal para lo que planeaba. La sangre de un mortal.

Salió en un suelo de adoquines irregulares y llenos de moho. ¿Qué distancia había recorrido? ¿Cuánto tiempo había pasado? Oscuridad y el sonido apagado de un goteo de agua. Olisqueó el aire y captó el aroma de la vida. Con un matiz acre por hurgar en magia vieja. Y supo dónde estaba. Así que, no muy lejos. No faltaba mucho. Nunca te escondas en el mismo sitio, niña. Con la boca seca (algo parecido a la anticipación) bajó corriendo el pasillo torcido.

Yo no puedo hacer nada, débil como soy. Desviar un poco el curso de los hados… fui en otro tiempo mucho más. Señor de las Losas. Todo ese poder en esas imágenes grabadas, las casi-palabras de un tiempo en el que no existían palabras escritas. Se habrían muerto de hambre sin mi bendición. Se habrían marchitado. ¿Es que eso no significa nada? ¿Es que ya no puedo regatear?

Podía sentirlo, en su interior, cobrando vida con una llamarada, una brasa en otro tiempo sin vida de… de… ¿de qué? Ah, sí, lo veo con claridad. Lo veo.

Ambición.

El Errante llegó a la cámara secreta y pudo discernir un goteo de calor en la entrada.

Agachada sobre un brasero, se giró en redondo cuando él entró en la habitación. El aire embriagador, húmedo, impregnado de especias, lo emborrachó un poco. Vio que los ojos femeninos se abrían mucho.

—Turudal Brizad…

El Errante se adelantó con un tambaleo.

—Eres tú, ya veo. Un trato…

Vio la mano femenina que se extendía con cuidado y flotaba sobre los carbones del brasero.

—Todos quieren hacer un trato. Conmigo…

—Las Fortalezas, bruja. Chocan, torpes como viejas. Contra las jóvenes, las sendas. Solo un idiota lo llamaría una danza de iguales. El poder fue robusto, una vez. Ahora es… —sonrió y dio otro paso más—, grácil. ¿Lo entiendes?, ¿lo que te ofrezco, bruja?

Ella estaba frunciendo el ceño para ocultar su miedo.

—No. Hiedes como un pozo de desechos, consorte… no eres bienvenido aquí…

—Las losas tienen muchas ganas de jugar, ¿verdad? Pero caen con estrépito en patrones rotos, siempre rotos. No hay flujo. Están anticuadas, bruja. Anticuadas.

Un gesto de la mano que flotaba y los ojos de Bruja de la Pluma se posaron con un parpadeo más allá del Errante.

Una voz tenue tras él.

No hagas esto.

El Errante se volvió.

—Kuru Qan. ¿Te invocó ella? —Se echó a reír—. Podría desterrarte con el parpadeo de un ojo, fantasma.

Ella no debía saberlo. Escucha mi advertencia, Errante; te empujan a la desesperación. Y a la ilusión de gloria, ¿no entiendes lo que tanto te ha afligido? Te colocaste demasiado cerca del hielo. Te asaltó la tormenta de deseo del demonio atrapado. Su ambición. Su lujuria.

Una punzada de duda lo azuzó y el Errante sacudió la cabeza.

—Soy el maestro de las Losas, ancestral. Ningún patético espíritu de un manantial podría infectarme así. Mis pensamientos son claros. Mi propósito… —Se volvió de nuevo y desechó al fantasma que tenía detrás. Y se tambaleó un poco, tuvo que dar un paso para recuperar el equilibrio.

El fantasma del ceda habló entonces.

Errante, ¿pretendes desafiar a las sendas? ¿No te das cuenta que, al igual que las losas en otro tiempo tuvieron un maestro, también lo tienen las sendas?

—No seas idiota —dijo el Errante—. No hay losas que describan esas sendas…

Losas no. Cartas. Una baraja. Y sí, hay un maestro. ¿Quieres ahora enfrentarte a él? ¿Para lograr qué?

El Errante no respondió, aunque su respuesta susurraba en su cráneo. La usurpación. Como un niño ante uno como yo. Quizá incluso lo compadezca mientras le arranco todo poder, cada gota de sangre, su propia vida.

Ya no me retiraré más de este mundo…

Kuru Qan continuó.

Si enfrentas a las Fortalezas contra las sendas para que luchen, Errante, harás pedazos alianzas

El Errante lanzó un bufido.

—Ya están hechas pedazos, ceda. Lo que comenzó como otra marcha más contra el dios Tullido para castigarlo con crueldad (como si el Caído cometiera un delito en virtud de su sola existencia), bueno, ya no lo es. Los ancestrales han despertado, despertado a su propio ser, al recuerdo de lo que fueron una vez, lo que podrían ser de nuevo. Además —dijo mientras daba otro paso hacia la temblorosa bruja letherii—, el enemigo está dividido, confuso…

Todos desconocidos para ti. Para nosotros. ¿Tan seguro estás de que lo que percibes es cierto y no solo lo que tu enemigo quiere que creas?

—Ahora el que juegas eres tú, Kuru Qan. Tu eterno defecto.

Ésta no es nuestra guerra, Errante.

—Pero es que lo es. Mi guerra. La guerra de Rhulad. La del dios Tullido. Después de todo, no son los dioses ancestrales los que ansían destruir al Caído.

Lo harían si lo entendieran siquiera, Errante. Pero están cegados por el cebo de la resurrección, tan ciegos como tú, aquí, ahora. Todos salvo uno, y ése es el creador de las sendas. El propio K’rul. ¡Errante, escúchame! Si pones a las Fortalezas contra las sendas, le declaras la guerra a K’rul

—No. Solo a sus hijos. Hijos que lo matarán si pueden. No lo quieren. Se fue, pero ahora recorre los reinos otra vez, y arrastra consigo las losas, las Fortalezas, los antiguos lugares que conocía tan bien, ¡ahí está la verdadera guerra, ceda!

Cierto, y la absurda nostalgia de K’rul está resultando ser un veneno virulento, aunque él todavía tiene que comprenderlo. Estoy muerto, Errante, los caminos por los que he vagado

—No me interesan.

No hagas esto. ¡Es la partida del dios Tullido!

El Errante extendió el brazo con una sonrisa, el movimiento desdibujado. Cogió a la bruja letherii por la garganta y la levantó del suelo.

En la otra mano apareció un cuchillo.

Sangre. El regalo de un mortal al ancestral…

La mujer sostenía algo en una mano. Agitando los brazos, luchando contra aquella presa que le robaba la vida, los ojos saltándose en las órbitas, el rostro oscurecido, comenzó a repartir golpes con esa mano.

Y clavó un dedo amputado en el ojo izquierdo del Errante.

Éste bramó, conmocionado, un rejón incandescente entró como una lanza en su cerebro.

Su cuchillo mordió el cuerpo de la mujer. La arrojó al suelo y después dio una sacudida y empezó a golpearse la cara, donde chorreaba sangre, donde algo colgaba al final de un hilo contra la mejilla. La tengo, no importa lo que me haya hecho, la tengo, esa criatura vil, su sangre, mi sangre… que el Abismo me lleve, ¡qué dolor!

Y entonces la mujer volvió. Unas manos como garras le arañaban la cara, cogían algo, lo arrancaban… ¡el dolor! Y el gruñido cruel, muy cerca.

—Estoy de recolecta.

La mujer se retorció al mismo tiempo que él volvía a asestar otra cuchillada y le cortaba la carne, el filo vibró contra huesos.

La bruja le había sacado un ojo. Ya no estaba. Aplastado en una mano ensangrentada.

Pero la sangre femenina resplandecía en el cuchillo del dios. Suficiente. Más que suficiente.

El Errante, una mano estirada, el único ojo luchando por encontrarle sentido a una perspectiva destrozada, rota, se tambaleó hacia la puerta.

Todo lo que necesito.

Dejando tras de sí un rastro de sangre, Bruja de la Pluma se arrastró hasta la pared contraria, donde se acurrucó. En una mano manchada, el ojo de un dios; en la otra, el dedo amputado de Brys Beddict; le parecía hinchado, como si hubiera absorbido la sangre del Errante. Cálido, no, caliente.

—De recolecta —susurró.

Se acercó el fantasma del ceda.

Te estás muriendo, niña. Necesitas un sanador.

—Entonces búscame uno —escupió ella.

Los carbones del brasero palpitaban, pero lo único que sentía ella era frío, en lo más hondo de su cuerpo, extendiéndose para robarle la vida de los miembros.

—Date prisa —dijo en un murmullo.

Pero no respondió nadie.

El Errante bajó dando traspiés por el puente. A ambos lados, las losas de la Cedance giraban en un alboroto confuso. Lanzó una carcajada aguda, sostenía el cuchillo resbaladizo ante él como si fuera una antorcha, podía sentir el calor que le abrasaba la piel, secaba la sangre y otros fluidos que se filtraban de su cuenca izquierda.

Alguien había pasado por allí. No hacía mucho tiempo.

Hannan Mosag. Ahondando en los misterios del poder antiguo.

Pero era tiste edur. Desconocía esas fuerzas.

No, son mías. Siempre fueron mías. Y ahora vengo.

A reclamarlas.

Y te desafío, señor de la Baraja, quien seas, lo que seas. Enfréntate a mí aquí, si tienes valor. ¡Te desafío!

El Errante llegó al estrado del centro, levantó el cuchillo y lo arrojó sobre las losas.

La punta se hundió en piedra pintada.

Se quedó mirando al suelo. Un ojo. Que se abrió más todavía.

El cuchillo había perforado el centro de una losa y se había clavado allí. Las otras empezaron a girar a su alrededor como si las atrajera un vórtice.

El centro de una losa.

La suya. La hoja enterrada en el pecho de la imagen. Mi pecho. ¿Qué significa eso? No importa. ¿Qué otra losa podría elegir?

El mundo tembló, podía sentirlo en lo más hondo, extendiéndose en ondas, y esas ondas se alzaban, devoraban energía, se alzaban en olas. Las olas palpitaban y se elevaban todavía más, cobraban velocidad, subían…

El Errante se echó a reír cuando el poder floreció en su interior.

—¡Sangre mortal!

¿Estaba muerta? La había apuñalado dos veces. Había hundido bien el arma. Ya se habría desangrado a esas alturas. Un cadáver acurrucado en esa cámara maldita. Hasta que las ratas la encontraran. Y era lo mejor. No podía permitir que sobreviviera, él no quería ninguna suma sacerdotisa, ninguna atadura mortal en su divinidad resucitada. Las otras plegarias las puedo tragar. O ignorar. Todos saben que nunca respondo. Nunca regalo nada. No esperan nada, así que nada reciben, y no estoy vinculado a ellos.

Pero una suma sacerdotisa…

Tendría que asegurarse. Regresar. Y asegurarse.

El Errante dio media vuelta y echó a andar.

—Cabrón —dijo Bruja de la Pluma, la boca llena con el sabor de la sangre. Le corría por la nariz, le burbujeaba en el fondo de la garganta. Presiones inmensas que le aplastaban el pecho por el lado derecho.

Ya no podía esperar más. El fantasma llegaba demasiado tarde.

—Me estoy muriendo.

No. Errante, dios malnacido, dios olvidado, dios hambriento.

Bueno, no eres el único con hambre por aquí.

La bruja mostró los dientes en una sonrisa roja y se metió el globo ocular mutilado en la boca.

Y tragó.

El Errante se tambaleó, rebotó en la pared de un pasillo cuando algo lo alcanzó en el pecho y desgarró un revoltijo de poder. Se lo llevó. Y dejó una caverna de agonía.

—¡La muy zorra!

El rugido resonó contra la piedra fría.

Y oyó la voz de la mujer, que le llenó el cráneo.

Ahora soy tuya. Tú eres mío. Adorador y adorado, trabados en un odio mutuo. Oh, cómo va a complicar eso las cosas, ¿verdad?

»Deberías haber buscado a otra persona, Errante. Yo he leído las historias. Destrai Anant, dios Elegido, el Pozo del Espíritu. Bruja de la Pluma. Eres mío. Yo soy tuya. Y escucha mi plegaria, ¡escucha! ¡Tu destrai te lo ordena! En mi mano, ahora, aguarda nuestra espada mortal. Él también ha probado tu sangre. Tu poder puede curarlo a él como me ha curado a mí. ¿No sientes todavía su —placer malicioso— “tacto”?

La carcajada femenina chirrió en la cabeza del dios y rebotó con un matiz amargo con su poder robado.

Invócalo, Errante. Lo necesitamos.

—No.

¡Lo necesitamos! Y un yunque del escudo, un t’orrud segul en el idioma del Primer Imperio. ¿Cuál de nosotros escogerá? Oh, por supuesto te arrogarías tú ese derecho. Pero yo tengo un candidato. Otro envuelto en las densas telarañas del rencor, pronuncio su nombre y encuentro un rostro que odio con todo mi ser, ¿no es lo más adecuado?

»Y sí, todavía vive. Udinaas. Convirtamos este sacerdocio en una compañía de traidores. Reclamemos el Trono Vacío, siempre fue nuestro por derecho, Errante, amado.

»Udinaas. ¡Reclámalo! ¡Escógelo! Podemos devorarnos una al otro el alma durante mil años enteros. ¡Diez mil!

—¡Déjame, maldita seas!

¿Dejarte? ¡Dios mío, te ordeno!

El Errante cayó de rodillas, echó la cabeza hacia atrás y chilló de rabia.

Y el mundo volvió a temblar.

Lo había olvidado. Las cadenas. Las voluntades trabadas en un eterno tira y afloja. Las riadas de la emoción fiera que se alzaban una y otra vez. Ahogarse sin morir. Estoy de nuevo en el mundo. Rendí mi debilidad y me encarceló el poder.

—Solo los débiles y los inútiles son libres de verdad —susurró.

Bruja de la Pluma lo oyó.

No hace falta ponerse sensiblero, Errante. Regresa a la Cedance y podrás verlo por ti mismo. Ahora fluye sangre entre las losas. Entre todas ellas. Las sendas. La Cedance al fin dibuja un mapa de la verdad de las cosas. La verdad de las cosas. Por usar tus palabras, las losas ahora… fluyen.

»¿No las saboreas? ¿Estas nuevas sendas? Vamos, explorémoslas, tú y yo, y escojamos nuestra orientación. Hay sabores… luz y oscuridad, sombra y muerte, vida y… oh, ¿qué es esto? ¿Los Bufones del Azar, un neutral, Oponn? Oponn… querido Errante, tienes a unos advenedizos ocupando tu lugar. Estos Gemelos juegan a lo mismo que tú, Errante.

»¿Qué vamos a hacer?

—Que el Abismo me lleve —gimió el dios, y se hundió en las baldosas frías y húmedas.

Invócalo, Errante. Es necesario. Ahora. Llama a nuestra espada mortal.

—No puedo. Maldita idiota. Lo hemos perdido.

Poseo

—Sé lo que posees. ¿De verdad crees que es suficiente? ¿Para arrancarlo de las garras de Mael? Patética zorra estúpida. Vamos, cesa en tu maldita plegaria, destrai. Cada una de tus exigencias me debilita, y eso no es muy inteligente. Ahora no. Demasiado pronto. Soy… vulnerable. Los edur…

Los hechiceros edur ahora tiemblan y se sobresaltan de las sombras, no saben qué ha pasado. Lo único que conocen es un terror ciego

—¡Silencio! —bramó el dios—. ¿Quién puede llegar a través de esos hechiceros, maldita capabara balbuceante? ¡Déjame en paz! ¡Ya!

Le respondió la… nada. Una ausencia repentina, una presencia que se encogía.

—Mejor —gruñó él.

Pero permaneció allí, derrumbado sobre el suelo frío, rodeado de oscuridad. Pensando. Pero ni siquiera los pensamientos llegaron gratis, sin un precio que pagar.

Por el Abismo del inframundo, creo que he cometido un error. Y ahora debo asumirlo.

Y hacer planes.

Gadalanak se metió por detrás y por debajo de su escudo redondo. Una mano enorme lo cogió por el brazo y lo envolvió justo por debajo del hombro, y un momento después estaba volando por el complejo; aterrizó con un golpe, resbaló y luego fue rodando hasta que se estrelló contra el muro.

El guerrero meckros gimió, sacudió la cabeza, soltó el hacha de hoja doble y mango corto y estiró el brazo para quitarse el yelmo de un tirón.

—No es justo —dijo con una mueca de dolor cuando se incorporó. Miró con furia a Karsa Orlong—. El emperador no podría haber hecho eso.

—Peor para él —respondió el toblakai con voz profunda.

—Creo que me desgarraste algo en el brazo.

Samar Dev habló desde donde estaba sentada en una silla, a la sombra.

—Será mejor entonces que busques un sanador, Gadalanak.

—¿Quién más se atreve a enfrentarse a mí? —preguntó Karsa y miró a la media docena de guerreros mientras se apoyaba en su espada. Todos los ojos se volvieron hacia la mujer enmascarada, que permanecía en silencio y sin moverse, gastada y curtida por los elementos como una estatua olvidada en medio de unas ruinas. Parecía indiferente a la atención que recibía. Y todavía no había sacado sus dos espadas.

—Cobardes —bufó Karsa.

—Un momento —dijo el llamado Puddy, la cara llena de cicatrices crispada—. No es eso, puto bhederin. Es tu estilo de lucha. De qué sirve aprender a enfrentarse a eso, ese tal emperador edur no pelea así. A ver, no podría. No tiene tanta fuerza. Ni tanto alcance. Además, es civilizado; tú luchas como un animal, Karsa, y puede que derribes al muy cabrón, solo que no tendrás que hacerlo, porque lo haré yo antes que tú. —Levantó la jabalina corta con una mano—. Primero lo atravesaré, y ya veremos cómo lucha con un mango de madera empalándolo. Lo ensarto desde seis pasos de distancia, ¿vale? Después me acerco con el alfanje y lo hago pedazos.

Samar Dev dejó de escuchar, no era la primera vez que oía los alardes de Puddy, y posó la mirada en la mujer que el guerrero meckros había dicho que era seguleh. Una palabra del Primer Imperio. El yunque. Extraño nombre para un pueblo, seguramente algún clan que quedaba del periodo colonial del imperio de Dessimbelackis. Una parte de un ejército, asentado en alguna isla agradable recibida como recompensa por alguna gran victoria; esos ejércitos tenían cada uno un nombre y el «yunque» no era más que una variación sobre un tema común en el ejército del Primer Imperio. La máscara, sin embargo, era una afectación única. Gadalanak decía que todos los seguleh iban ataviados así, y algo en los glifos y marcas de las máscaras de esmalte indicaba el rango. Pero si esas marcas son una escritura, no pertenece al Primer Imperio. Ni se acerca siquiera. Qué curioso. Una pena que nunca diga nada.

Acunándose el brazo del escudo, Gadalanak utilizó el muro para apoyarse, se puso en pie y se fue en busca de un sanador.

Algo había ocurrido en el palacio que habían enviado temblores a distancia suficiente como para llegar al complejo de los aspirantes a luchar con el emperador. Quizá se había formalizado la lista y se había decidido el orden de los combates. Un rumor para complacer a los estúpidos guerreros reunidos allí… aunque la única respuesta de Karsa a la posibilidad había sido un gruñido amargo. Samar Dev casi estaba de acuerdo con él, no estaba convencida de que el rumor fuera acertado. No, había pasado otra cosa, algo más complicado. Facciones que lanzan mordiscos como chuchos en un festín que todos podrían compartir si tuvieran un poco de cerebro. Pero siempre es así, ¿no? Nunca hay suficiente.

Sintió algo entonces, un escalofrío que recorría las hebras, los huesos, enterrados bajo la carne de ese reino. Este reino… y todos los demás. Dioses del inframundo… La bruja se dio cuenta de que se había puesto en pie. Parpadeó. Y en el centro del complejo vio que Karsa la miraba, una expresión fiera en sus ojos de bestia. El toblakai enseñó los dientes.

Samar apartó la mirada del terrible guerrero, se dirigió a toda prisa a la columnata y atravesó el pasaje bordeado de celdas donde se alojaban los campeones. Bajó por el pasillo.

Y entró en su modesta habitación.

Cerró la puerta a su espalda murmurando ya el ritual de sellado. Ahí fuera había problemas, sangre derramada que crepitaba como el ácido. Acontecimientos pavorosos, algo de una antigüedad increíble que exultaba poder nuevo…

El corazón le vaciló en el pecho. Una aparición surgía del suelo en el centro de la habitación. Se abría paso entre sus guardas.

Samar sacó su cuchillo.

Un puñetero fantasma. El fantasma de un puñetero mago, de hecho.

Unos ojos luminosos pero indistintos se clavaron en ella.

Bruja —susurró—, no te resistas, te lo ruego.

—No se te ha invitado —respondió ella—. ¿Por qué no habría de resistirme?

Necesito tu ayuda.

—Parece un poco tarde para eso.

Soy el ceda Kuru Qan.

Samar frunció el ceño y asintió.

—He oído ese nombre. Caíste en la conquista edur.

¿Caí? Una noción digna de considerarse. Por desgracia, no ahora. Debes sanar a alguien. Por favor. Puedo llevarte hasta ella.

—¿Quién?

Una letherii. Se llama Bruja de la Pluma

Samar Dev lanzó un siseo antes de contestar.

—Has escogido a la persona equivocada, ceda Kuru Qan. ¿Sanar a esa rhizan rubia? Si se está muriendo, será un placer darle el último empujón. Esa mujer les da mala fama a las brujas.

Otro temblor atravesó como un trueno la telaraña invisible que unía al mundo.

La bruja vio que el fantasma de Kuru Qan se estremecía, vio el terror repentino en sus ojos.

Y Samar Dev escupió en la hoja del cuchillo, se lanzó de repente y atravesó al fantasma con el arma.

El chillido del ceda no duró mucho, el arma de hierro enganchó al fantasma, lo metió dentro y lo dejó encerrado. En la mano femenina, la empuñadura del cuchillo se quedó de repente fría como el hielo. El vapor se deslizó por la hoja. La bruja añadió a toda prisa unas palabras por lo bajo para reforzar la vinculación. Después se tambaleó hacia atrás hasta que las piernas chocaron con el catre y se dejó caer, estremecida por los efectos de la captura. Posó los ojos en el arma que llevaba en la mano.

—Dioses del inframundo —murmuró—. Tengo otro.

Al poco, la puerta se abrió de golpe. Karsa Orlong se agachó para entrar. Samar Dev lo maldijo.

—¿Siempre tienes que hacer eso? —dijo luego.

—Esta habitación apesta, bruja.

—Atraviesas mis guardas como si fueran telarañas. Toblakai, haría falta un maldito dios para hacer lo que acabas de hacer, pero tú no eres ningún dios. Podría jurarlo sobre los huesos de cada pobre idiota que has matado.

—Me importan un rábano tus puñeteras guardas —respondió el enorme guerrero, que apoyó la espada contra un muro y dio un solo paso que lo colocó en el centro de la habitación—. Conozco ese olor. Fantasmas, espíritus, es el hedor del olvido.

—¿El olvido?

—Cuando los muertos olvidan que están muertos, bruja.

—¿Como los amigos que tienes en esa espada de piedra que llevas?

Los ojos que se clavaron en ella eran fríos como cenizas.

—Han engañado a la muerte, Samar Dev. Ése fue mi regalo. Ése fue el suyo, darle la espalda a la paz. Al olvido. Ellos viven porque la espada vive.

—Sí, una senda dentro de un arma. No te creas que es algo tan único como tú querrías que fuera.

El guerrero mostró los dientes.

—No. Después de todo, tú tienes ese cuchillo.

La bruja se sobresaltó.

—No se puede llamar senda a lo que hay en esta hoja, Karsa Orlong. Solo hierro plegado. Plegado de un modo muy concreto…

—Para elaborar una prisión. A las personas civilizadas os encanta despuntar el significado de vuestras palabras. Quizá porque tenéis tantas, y las usáis con demasiada frecuencia y sin razón. —Miró a su alrededor—. Así que has vinculado un fantasma. No es propio de ti.

—No te lo voy a discutir —admitió Samar—, ya no estoy segura de quién soy. Ni de cómo se supone que soy.

—Una vez me dijiste que tú no obligabas, tú no vinculabas. Tú negociabas.

—Ah, eso. Bueno, sí, si tengo elección. Pero parece que en tu compañía se pisotea el privilegio de elegir, toblakai.

—¿Me echas a mí la culpa de tu codicia?

—No es codicia. Más bien una necesidad abrumadora de poder.

—¿Para oponerte a mí?

—¿A ti? No, no creo. Para seguir viva, me parece. Eres peligroso, Karsa Orlong. Tu voluntad, tu fuerza, tu… indiferencia. Tú presentas un argumento tan peculiar como espantoso que dice que si te empeñas con testarudez en hacer caso omiso de las leyes y reglas del universo no puedes sufrir su influencia. Como es de imaginar, tu éxito supone la demostración palpable de ese principio, cosa que yo no puedo reconciliar, puesto que es contrario a toda una vida de observación.

—De nuevo demasiadas palabras, Samar Dev. Habla claro.

—Bien —soltó ella, malhumorada—. Todo lo que hay en ti me aterra.

Él asintió.

—Y también te fascina.

—Arrogante malnacido, ¡cree lo que quieras!

El guerrero se volvió hacia la puerta. Recogió su espada y habló por encima del hombro.

—La seguleh ha desenvainado sus espadas por mí, bruja.

Y se fue.

Samar Dev permaneció en su catre otra docena de latidos.

—¡Maldito sea! —dijo después. Se levantó y se apresuró para llegar antes de que comenzara el combate. ¡Maldito fuera!

El sol había reptado lo suficiente por un lado del cielo como para dejar el complejo en sombras. Cuando salió de la columnata cubierta, Samar Dev vio a la seguleh de pie en medio de la zona de ejercicios, una espada larga de hoja fina en cada mano enguantada. El cabello oscuro le colgaba en mechones grasientos por los hombros y, tras los agujeros para los ojos de la máscara, su mirada negra seguía a Karsa Orlong, que caminaba sin prisas para reunirse con ella en el claro de arena.

Una veintena de campeones los observaban, lo que indicaba que se había corrido la voz y Samar Dev vio (con cierta conmoción) al gral, Taralack Veed y, detrás de él, a Icarium. Dioses del inframundo, el nombre, el jhag… todo lo que sé, todo lo que he oído. Icarium está aquí. Es uno de los campeones.

Dejará esta ciudad convertida en un montón de escombros. Dejará a sus ciudadanos convertidos en una montaña de huesos hechos pedazos. ¡Dioses, miradlo! En pie, sereno, tan metido en las sombras que es casi invisible… Karsa no lo ve, no. El toblakai está concentrado en la seguleh mientras la rodea a distancia. Y ella se mueve como un gato para no dejar nunca de darle la cara.

Oh, toda una combatiente.

Y Karsa la va a arrojar por encima de ese puñetero muro.

Si ella osa acercarse. Como tiene que hacer. Para meterse dentro de esa enorme espada de pedernal.

Por encima de ese muro. O a través de él.

El corazón le martilleó en el pecho, el ritmo rápido, errático, inquietante.

Sintió que tenía a alguien al lado y vio, con una sacudida de alarma, a un tiste edur, y entonces lo reconoció. Preda… Tomad. Tomad Sengar.

El padre del emperador.

Karsa, no es el público que quieres…

Una explosión de movimiento cuando los dos contendientes se acercaron… y nadie supo decir quién se movió antes, como si hubiera algún acuerdo instintivo entre la seguleh y Karsa y actuaran en consonancia más rápido que el propio pensamiento.

Y cuando el hierro resonó sobre la piedra (o la piedra sobre el hierro), Karsa hizo algo inesperado.

Bajó con todas sus fuerzas un pie. Un fuerte golpe en la arena compacta.

En medio de la danza ágil de la seguleh.

Machacó el suelo con la fuerza suficiente como para hacer tambalearse a los espectadores cuando tronó el terreno del complejo entero.

El equilibrio perfecto de la seguleh… se desvaneció.

No cabe duda de que fue apenas una fracción, la vacilación tan pequeña que muy pocos la notarían siquiera, y sin duda la recuperación de la mujer fue igual de instantánea… pero ya se estaba tambaleando hacia atrás por un golpe salvaje de la parte plana del filo de Karsa, ambas muñecas rotas por el impacto.

Aun así, cuando se derrumbó, la seguleh se giró y disparó un pie hacia arriba, hacia la entrepierna del toblakai.

Éste capturó la patada con una mano y bloqueó el golpe, después la levantó a pulso en el aire.

La mujer lo intentó con el otro pie.

Y el toblakai, riéndose, soltó su espada y le enganchó esa pierna también.

Y sostuvo a la mujer allí.

Colgando.

Detrás de Taralack Veed se oyó un suave suspiro y el gral se giró con un parpadeo.

Icarium sonrió.

—Nos conocemos, creo —dijo en voz baja—. Él y yo. Quizá hace mucho tiempo. Un duelo que fue interrumpido.

Por Mappo. Tuvo que ser él. Mappo, que vio una tormenta surgiendo entre estos dos. Oh, trell…

Taralack se lamió los labios secos.

—¿Te gustaría reanudar ese duelo, Icarium?

Las cejas del jhag se alzaron unos milímetros. Después sacudió la cabeza y no respondió más.

Gracias a los espíritus.

Del preda Tomad Sengar, un gruñido.

—Estos juegos —aventuró Samar Dev para atraer su atención—, la intención es entretener, ¿no? Cada combate más estimulante que el anterior.

El tiste edur la miró sin expresión antes de contestar.

—Entre el público los hay que se entretienen.

—Sí.

—Sí, este tartheno será el último —añadió Tomad tras un momento—. La decisión de nuestros observadores fue unánime. —Se encogió de hombros y continuó—: Vine a verlo por mí mismo. Aunque mi criterio no tiene relevancia.

—Esa seguleh era muy buena —dijo Samar Dev.

—Quizá. Pero no ha combatido contra otros.

—La respetan mucho.

—¿Incluso ahora? ¿Cuándo la va a dejar en el suelo?

Samar sacudió la cabeza.

Tomad Sengar le dio la espalda.

—El tartheno es extraordinario.

—Y, sin embargo, su hijo es mejor.

Eso lo detuvo una vez más y se la quedó mirando con los ojos entrecerrados.

—Su tartheno es extraordinario —repitió Tomad—. Pero morirá de todos modos.

El tiste edur se alejó.

Al final, respondiendo a los gritos y súplicas de los espectadores, Karsa Orlong dejó a la mujer en el suelo.

Tres sanadores letherii corrieron a atenderla.

Karsa recogió su espada, se irguió y miró a su alrededor.

Oh, pensó Samar Dev, oh, no.

Pero Icarium se había ido. Al igual que su cuidador gral.

El toblakai se acercó a ella.

—No me hacía falta saberlo —dijo la mujer.

—No, ya lo sabías.

¡Oh, dioses!

Se acercó más a ella y se la quedó mirando desde su altura.

—El jhag huyó. El trell que estaba con él ha desaparecido. Es probable que esté muerto. Ahora hay un guerrero del desierto al que podría romper con una sola mano. No habría habido nadie para detenernos, a ese tal Icarium y a mí. Lo sabía, así que huyó.

—Maldito idiota, Karsa. Icarium no es la clase de guerrero que lucha solo para entrenarse. ¿Me entiendes?

—No habríamos luchado para entrenarnos, Samar Dev.

—¿Entonces para qué cansarte contra él? ¿No es de estos edur y sus esclavos letherii de los que quieres vengarte?

—Cuando haya terminado con su emperador, buscaré a nuestro Icarium. Terminaremos lo que empezamos.

—Ten cuidado con reunir a los hombres ante el ariete, Karsa Orlong.

—Un dicho absurdo —se pronunció él tras un momento.

—Ah, ¿y eso por qué?

—Entre los teblor, los hombres son el ariete. Mírame, Samar Dev. He luchado y he vencido. ¿Ves el sudor en mis músculos? Ven a yacer conmigo.

—No, me encuentro mal.

—Haré que te sientas mejor. Te partiré en dos.

—Qué divertido. Anda, vete.

—¿Debo ir en busca de otra puta?

—Todas echan a correr cuando te ven, Karsa Orlong. En dirección contraria, quiero decir.

Él lanzó un bufido y miró a su alrededor.

—Quizá la seguleh.

—¡Ah, no me digas! ¡Pero si le acabas de romper los brazos!

—No los necesitará. Además, los sanadores la están arreglando.

—Dioses del inframundo. Yo me voy.

Mientras se alejaba con grandes zancadas oyó la carcajada profunda del gigante. Oh, sé que te diviertes a mi costa. Lo sé y, sin embargo, siempre caigo en tus trampas. Eres demasiado listo, bárbaro. ¿Dónde está ese cabezota salvaje?, ¿el que tiene tu misma actitud?

Arrastrando unas piernas mutiladas, cada sacudida una punzada de dolor por toda la columna doblada, retorcida, Hannan Mosag guiñó los ojos para mirar y pudo distinguir apenas el pedregal de piedras pulidas por el río que se alzaba como un camino entre los acantilados del cañón. No sabía si lo que estaba viendo era real.

Pero lo parecía.

Como en casa.

Kurald Emurlahn, el reino de Sombra. No un fragmento, no una mancha arrancada atravesada de impurezas. Su hogar, como en un tiempo lo fue, antes de que la partieran las traiciones. El paraíso nos aguarda. En nuestras mentes. Imágenes fantasmales, toda perfección reunida por la voluntad y solo por ella. Cree lo que ves, Hannan Mosag. Estás en casa.

Y, sin embargo, el lugar se resistía. Intentaba rechazarlo, rechazar su cuerpo roto, su mente manchada por el caos.

Madre Oscuridad, padre Luz, contemplad a vuestros hijos tullidos. Contempladme a mí. Contemplad Emurlahn. Sanadnos. ¿No veis el mundo que elaboró mi mente? Todo como una vez fue. Me aferro todavía a esta pureza, a todo lo que intenté crear en el reino mortal, entre las tribus a las que metí en cintura, la paz que exigí y gané.

Nadie habría podido adivinar mi deseo más profundo. El trono de Sombra era para mí. Y con mi gobierno, Kurald Emurlahn se haría fuerte una vez más. Estaría entero. Ocuparía el lugar que le pertenece.

Sí, había caos, el poder puro e ilimitado que corría como ríos impracticables, aislando cada isla de Sombra. Pero yo habría usado el caos… para sanar.

Cadenas. Cadenas para juntar los fragmentos, para unirlos.

El dios Caído era una herramienta, nada más.

Pero Rhulad Sengar lo había destruido todo. Al estirar una mano infantil. Y todo estaba muriendo. Envenenado. Desmoronándose en la disolución.

Alcanzó la base del pedregal, guijarros lisos y redondos que tintineaban bajo las garras de sus dedos. Arena basta bajo sus uñas, húmeda, cortante. Mi mundo.

Lluvia que caía en jirones de bruma, el olor acre del musgo y la madera podrida. Y en el viento… el mar. Coronando la escarpada ladera de piedras, los troncos de los árboles de maderanegra se alzaban dispuestos como centinelas.

Allí no había demonios invasivos. Ese mundo era el mundo de los tiste edur.

La sombra de un búho que planeaba se deslizó por la cuesta resplandeciente, cruzó el camino que pretendía recorrer y Hannan Mosag se quedó paralizado.

No. No puede ser. No hay nadie vivo que pueda reclamar ese título.

Está muerto.

¡Ni siquiera era tiste edur!

Y sin embargo, ¿quién se plantó solo ante Rhulad Sengar? Sí, ella tiene su dedo amputado. El búho (el más antiguo de los presagios), el búho, para señalar la venida del único.

Pero la rabia lo invadió.

Soy yo quien debe elegir. ¡Yo! ¡Madre Oscuridad! ¡Padre Luz! Guiadme al trono de Sombra. ¡Emurlahn renacido! Es esto, os lo digo a los dos, esto o el Rey de las Cadenas, ¡y tras él el dios Tullido! ¡Escuchad mi oferta!

—Andii, liosan, edur, los ejércitos de los tiste. Sin traiciones. Se acabaron las traiciones; vinculadnos a nuestras palabras como os habéis vinculado el uno al otro. Luz, Oscuridad y Sombra, los primeros elementos de la existencia. Energía y vacío y el movimiento incesante del flujo y reflujo entre ellos. Estas tres fuerzas, las primeras, las más grandes, las más puras. Oídme. ¡Quisiera así comprometer a los edur con esta alianza! Enviadme a aquellos que podrían hablar por los andii. Los liosan. Enviadlos, ¡reunid a vuestros hijos!

»Madre Oscuridad. Padre Luz. Aguardo vuestro recado. Aguardo…

No pudo seguir.

Con un sollozo, Hannan Mosag apoyó la cabeza en las piedras.

—Como digáis —murmuró—. No negaré el presagio. Muy bien, no soy yo quien escoge. Él será nuestra espada mortal de Emurlahn… no, no el viejo título. El nuevo, como corresponde a esta época. Espada mortal. —Qué locura, ¿por qué iba a aceptar siquiera? Un letherii…—. Así sea.

Había caído la tarde. Pero sintió una punzada de calidez contra una mejilla y levantó la cabeza. Las nubes se habían separado, allí; al este, una banda de oscuridad que brotaba.

Y al oeste, otra cuchillada partía el cielo cubierto.

El fulgor chillón del sol.

—Así sea —susurró.

Bruthen Trana retrocedió cuando el rey hechicero se estremeció, las piernas de Hannan Mosag se levantaron como las de un insecto al morir.

Un momento después, los ojos inyectados en sangre del hechicero se abrieron con esfuerzo. Y por un instante no parecieron ver nada. Luego se alzaron con un parpadeo.

—Guerrero —dijo con tono pastoso, hizo una mueca y escupió una gran flema a los adoquines mugrientos—. Bruthen Trana. K’ar Penath habla con audacia de su lealtad, su honor. Usted es tiste edur, como todos lo fuimos una vez. Antes… antes de Rhulad. —Tosió, se sentó de un tirón y alzó la cabeza con un esfuerzo obvio para mirar con furia a Bruthen Trana—. Y por tanto, debo decirle que se vaya.

—Rey hechicero, sirvo a este imperio…

—¡Que el Errante se lleve a este maldito imperio! ¡Usted sirve a los tiste edur!

Bruthen Trana contempló a aquella criatura rota del suelo sin decir nada.

—Lo sé —dijo Hannan Mosag—, querría ponerse al mando de nuestros guerreros… por el palacio que tenemos encima. Ir sala por sala y acabar con cada uno de los perniciosos espías del canciller. Liberar a Rhulad de la telaraña que lo atrapa, pero ese necio del trono no sabría reconocer la libertad ni aunque le salieran alas en los hombros. Lo verá como un ataque, una rebelión. ¡Escúcheme! ¡Déjenos al canciller a nosotros!

—¿Y Karos Invictad?

—Todos ellos, Bruthen Trana. Se lo juro.

—¿Dónde desea que vaya, rey hechicero? ¿Tras Temor Sengar?

Hannan Mosag se sobresaltó, pero negó con la cabeza.

—No. Pero no me atrevo a pronunciar el nombre del que debe encontrar. Aquí, en este reino, el dios Tullido recorre mis venas; donde viajé hace unos momentos, allí era libre. Para entender. Para… rezar.

—¿Cómo sabré dónde mirar? ¿Cómo lo sabré cuando encuentre al que usted busca?

El rey hechicero vaciló. Se humedeció los labios antes de hablar.

—Está muerto. Pero no muerto. Distante, pero ha sido llamado. Su tumba yace vacía, pero jamás estuvo ocupada. Nunca se habla de él, aunque su roce nos persigue a todos una y otra vez.

Bruthen Trana levantó una mano y no le sorprendió ver que temblaba.

—Ya basta. ¿Dónde encontraré el comienzo del sendero?

—Donde el sol muere, creo.

El guerrero frunció el ceño.

—¿Al oeste? ¿Pero no está seguro?

—No lo estoy. No me atrevo.

—¿He de viajar solo?

—Debe decidirlo usted, Bruthen Trana. Pero antes que nada, debe conseguir algo, un objeto, de la esclava letherii. Bruja de la Pluma… se oculta bajo el antiguo palacio…

—Conozco esos túneles, rey hechicero. ¿Qué objeto es?

Hannan Mosag se lo dijo.

El guerrero estudió al hechicero retorcido durante un momento más, el brillo ávido en los ojos de Hannan Mosag, brillante como la fiebre. Después se dio media vuelta y salió del aposento.

Con faroles en las manos, el pelotón de guardias formaba un estanque de luz amarilla chillona que espejeaba por las aguas del canal Quillas mientras avanzaba con paso esforzado por el puente entre el tintineo de las armas y murmullos poco entusiastas. Una vez en el otro lado, el pelotón giró a la derecha y siguió la avenida principal hacia el distrito Enredadera.

En cuanto el fulgor se alejó a tirones, Tehol le dio un empujoncito a Ublala y los dos se apresuraron hacia el puente. Tehol volvió la cabeza para mirar al mestizo, frunció el ceño y siseó.

—¡Mírame, imbécil! ¿Ves? Yo me voy escondiendo. No, encórvate, mira a tu alrededor con suspicacia, desvíate a un lado y a otro. ¡Agáchate, Ublala!

—Pero es que entonces no veo.

—¡Silencio!

—Perdón. ¿Podemos salir de este puente?

—Primero déjame ver cómo te escondes. Venga, tienes que practicar.

Con un gruñido, Ublala Pung se encorvó, y su frente se onduló cuando levantó una ceja para mirar a un lado y después volvió a fruncirse cuando alzó la otra ceja para escudriñar el lado contrario.

—Bien —dijo Tehol—. Ahora date prisa y avanza escondiéndote detrás de mí.

—De acuerdo, Tehol. Es solo que está el toque de queda y yo no quiero problemas.

Llegaron al otro lado y Tehol continuó el camino el primero, treinta pasos por detrás de los guardias, atajó de repente por la izquierda y apareció cerca de los Depósitos de las Cuotas. Entró en un callejón, se agachó y le hizo unos gestos frenéticos a Ublala para que hiciera lo mismo.

—De acuerdo —susurró—. ¿Sabes qué ala?

Ublala parpadeó en la penumbra.

—¿Qué?

—¿Sabes dónde está alojado el tartheno?

—Sí. Con todos los demás campeones.

—De acuerdo. ¿Y dónde está eso?

—Bueno, tiene que estar por algún sitio.

—Bien pensado, Ublala. Y ahora no te alejes de mí. Soy, después de todo, un maestro en esto de los robos.

—¿En serio? Pues Bicho dijo…

—¿Qué? ¿Qué dijo el miserable de mi criado? ¿Sobre mí? ¿A mis espaldas?

Ublala se encogió de hombros.

—Montones de cosas. Es decir, nada. Oh, me has oído mal, Tehol. Yo no he dicho nada. No eres un zoquete torpe con la cabeza llena de delirios de grandeza ni nada. De eso. —Se animó—. ¿Quieres que le dé otra colleja?

—Más tarde. Te voy a decir lo que pienso. Cerca del Cuartel Imperial, pero en un ala del Domicilio Eterno. O entre el Domicilio Eterno y el antiguo palacio.

Ublala asentía.

—Bueno —continuó Tehol—, ¿vamos entonces?

—¿Adónde?

—Por alguna razón me parece que esta noche no va a ir muy bien. No importa, tú quédate conmigo.

Un vistazo rápido a la calle, primero a un lado, luego al otro, y Tehol salió agachado contra el muro. A medida que se acercaban al Domicilio Eterno las sombras iban disminuyendo, había postes con faroles en los cruces, las calles eran más anchas, y encima había soldados apostados en poternas, junto a los blocaos de las esquinas; de hecho, había soldados por todas partes.

Tehol tiró de Ublala y lo metió en el último callejón utilizable, donde se agazaparon de nuevo en la oscuridad.

—Esto no tiene buena pinta —susurró—. Hay gente, Ublala. Bueno, escucha, nosotros lo intentamos. Pero nos ha vencido un sistema de seguridad muy superior, ya está.

—Están todos en medio de su propia luz —dijo Ublala—. No ven na, Tehol. Además, tengo en mente una distracción.

—¿Una distracción como tus distracciones habituales, Ublala? Olvídalo. Shurq Elalle me habló de la última vez…

—Sí, así. Funcionó, ¿no?

—Pero eso fue para meterla dentro de la hacienda Gerrun, a ella, no a ti. ¿No eres tú el que quiere hablar con el campeón?

—Por eso eres tú el que va a distraerlos, Tehol.

—¿Yo? ¿Estás loco?

—Es la única forma.

Oyeron el roce de unas botas en la calle y una voz que retumbaba.

—¡Eh! ¿Quién se está escondiendo en ese callejón?

Ublala se encogió de repente.

—¿Cómo lo supo?

—¡Será mejor que corramos!

Salieron disparados justo cuando el haz de luz de un farol cruzó de repente la boca de la callejuela; a continuación, perseguidos por soldados que daban gritos, los dos fugitivos llegaron al otro extremo del callejón.

Donde Tehol giró a la izquierda.

Y Ublala giró a la derecha.

Y resonaron las alarmas en la noche.

La respuesta a sus plegarias no se pareció en nada a lo que Bruthen Trana había imaginado. La respuesta no podía ser esa grotesca criatura que era Hannan Mosag, el rey hechicero. El mismo hombre que había puesto a los edur en el camino de la disolución. Ambición, codicia y traición; Bruthen apenas era capaz de contenerse ante Hannan Mosag, porque lo que quería era estrangular al rey hechicero.

Pero de esa boca retorcida había surgido… la esperanza. Parecía imposible. Macabro. Como si se burlara de las visiones de salvación heroica de Bruthen Trana. La caída de Rhulad, todo el linaje Sengar borrado de la faz de la tierra, y luego… Hannan Mosag. Por sus delitos. Podemos recuperar el honor… Yo me ocuparé de eso.

Así es como debe ser.

No le preocupaban en exceso los letherii. El canciller no viviría mucho más. Purgarían el palacio. Aplastarían a los patriotas, asesinarían a sus agentes y esos pobres prisioneros cuyo único delito, al menos que él viese, era no estar de acuerdo con las prácticas de los patriotas, esos prisioneros, letherii todos y cada uno, podrían quedar libres. Allí no había auténtica sedición. No había traición. Karos Invictad utilizaba esas acusaciones como si abarcaran una culpabilidad que no necesitaba pruebas, como si justificaran cualquier tratamiento de los acusados que él deseara. Por irónico que fuera, al hacerlo subvertía la humanidad en sí y se convertía en el mayor traidor de todos.

Pero ni siquiera eso importaba. A Bruthen Trana no le caía bien aquel hombre, un desagrado que parecía razón suficiente para matar al cabrón. Karos Invictad se complacía en la crueldad, lo que lo convertía a la vez en patético y en peligroso. Si se le permitía continuar, se corría el riesgo real de que el pueblo letherii se levantara en una auténtica rebelión, y por las alcantarillas de cada ciudad del imperio correría la sangre. No importa. No me gusta. Durante años he sido testigo del desdén que siente por mí, lo vi allí, en sus ojos. No toleraré la afrenta nunca más.

Eso, más que cualquier otra cosa, era lo que consternaba a Bruthen Trana. La insistencia de Hannan Mosag en que se fuera de inmediato, hacia algún lugar en el que muere el sol. Al oeste. Pero no, no al oeste. El rey hechicero entendió mal su propia visión

Una idea repentina frenó sus pasos mientras se abría paso hasta los pasillos subterráneos y las cámaras que había bajo el antiguo palacio. ¿Quién respondía a sus plegarias? ¿Quién le mostraba el sendero? Él sugirió que no era ese tal dios Tullido. ¿El padre Sombra? ¿Ha regresado Scabandari Ojodesangre con nosotros?

No, no ha vuelto. Entonces… ¿quién?

Un momento más tarde Bruthen Trana frunció el ceño, maldijo por lo bajo y reanudó su viaje. Me dan esperanza, ¿y qué hago yo? Intento matarla con mis propias manos. No, entiendo el camino, incluso mejor que el propio Hannan Mosag.

Donde el sol muere no es al oeste.

Es bajo las olas. En las profundidades.

¿No recuperó un demonio de los mares su cuerpo? No, Hannan Mosag, tú no te atreves a nombrarlo. Ni siquiera es tiste edur. Pero debe ser nuestra salvación.

Llegó al túnel inclinado que lo llevaría a la supuesta morada secreta de la esclava. Esos letherii eran patéticos de verdad.

Cada uno llevamos un susurro de Emurlahn en nuestro interior, todos y cada uno de los tiste edur. Por eso ningún esclavo entre las tribus podía escapar de nosotros.

Salvo por uno, se corrigió. Udinaas. Claro que los k’risnan sabían dónde estaba, o eso sospechaba Bruthen Trana. Lo sabían, pero optaban por no hacer nada.

No era de extrañar que Rhulad no confiara en ellos.

Ni yo tampoco.

Podía oler el hedor a magia amarga mientras se acercaba, y oyó los murmullos de la mujer en su cámara, y supo que algo había cambiado. En la que se llamaba Bruja de la Pluma. En el poder que poseía.

Bueno, no le daría tiempo a esa mujer para prepararse.

Bruja de la Pluma alzó la vista con una expresión de temor y alarma cuando el guerrero tiste edur entró sin prisas. La bruja retrocedió con un gemido agudo hasta que la detuvo una pared, después se hundió y se tapó la cara.

El crudo propósito era fiero en la cara del guerrero.

La cogió por el pelo, la levantó de un tirón y la subió más; el dolor arrancó un chillido de los labios femeninos.

Con la otra mano, el guerrero atrapó la saquita de cuero que tenía entre los pechos. Se la arrancó de un tirón y el cordel le cortó, como un alambre, parte del cuello y por detrás de una oreja. Bruja de la Pluma pudo sentir la sangre. Creyó que casi le había cortado la oreja y que le colgaba por una hebra de…

El hombre volvió a tumbarla con violencia. La cabeza de la mujer chocó contra la piedra del muro y se derrumbó en el suelo; unos sollozos entrecortados brotaban del pecho trémulo.

Y escuchó (más allá del rugido íntimo de la sangre que le palpitaba en el cráneo), las pisadas masculinas que iban desapareciendo.

Se había llevado el dedo amputado.

Se va en busca del alma de Brys Beddict.

Tehol entró tambaleándose en la única habitación y se derrumbó cerca del hogar. Empapado en sudor y jadeando para recuperar el aliento.

Bicho, sentado con la espalda apoyada en la pared y bebiendo té, alzó poco a poco las cejas.

—Aquejado por delirios de una supuesta competencia, por lo que veo.

—¿Eso… eso es lo que le dijiste… a Ublala? Cruel, despiadado…

—La observación se hizo con respecto a todos los mortales, en realidad.

—¡Él no se lo tomó así!

Janath habló desde donde estaba sentada, tomando sorbitos de su propia taza de arcilla desportillada.

—¿Todas esas alarmas que suenan por la ciudad son por tu culpa, Tehol Beddict?

—Ahora estarán alerta —comentó Bicho— y buscarán a un hombre que viste una manta.

—Bueno —replicó Tehol—, de ésos tiene que haber muchos, ¿no?

No le respondió nadie.

—Tiene que haberlos —insistió Tehol, con lo que le pareció, incluso a él, cierto exceso de entusiasmo. Se apresuró a adoptar un tono más razonable—. La siempre creciente división entre ricos y pobres, esa historia. De hecho, las mantas son la última moda entre los indigentes, estoy seguro.

Ninguno de sus interlocutores dijo nada, ambos se limitaron a dar un sorbo de sus respectivas tazas.

—¿Qué es eso que bebéis? —dijo Tehol frunciendo el ceño.

—Té de gallina —dijo Bicho.

—Sopa, querrás decir.

—No —dijo Janath—. Té.

—Espera, ¿dónde están todas las gallinas?

—En el tejado —dijo Bicho.

—¿Y no se caerán?

—Quizá una o dos. Hacemos rondas regulares. De momento han hecho gala de una agudeza inusitada. Algo único en esta casa.

—Ah, claro, dale de patadas al fugitivo agotado, anda. Es muy probable que hayan cogido al bueno de Ublala, el pobre.

—Quizá. Lo cierto es que tenía una distracción en mente.

Los ojos de Tehol se entrecerraron al mirar a su criado.

—Esos mechones que tienes encima de las orejas hay que recortarlos. Janath, búscame un cuchillo, ¿quieres?

—No.

—Te tenías que poner de su parte, ¿verdad?

—Bicho es, de hecho, un hombre muy capaz, Tehol. No te lo mereces, ¿sabes?

—Te aseguro, erudita, que la falta de merecimiento es mutua.

—¿Qué significa eso?

—Sabes, por el olor creo que podría decirse que hay razones de peso para decir que el té de gallina no se diferencia mucho de una sopa de pollo aguada o, como mínimo, de un caldo.

—Jamás fuiste capaz de entender la semántica, Tehol Beddict.

—Jamás fui capaz de entender muchas cosas, según creo recordar. Pero defenderé mi diligencia, mi obstinada sed de conocimiento seductor, la pureza del verdadero saber académico… eh, la persecución de… bueno, podría seguir así de forma indefinida…

—Tu eterno defecto, Tehol.

—Pero no lo haré, maldito como estoy por un público incapaz de apreciarlo. Así que dime, Bicho, ¿por qué estaba Ublala tan impaciente por hablar con ese tartheno de pura sangre?

—Desea descubrir, imagino, si el guerrero es un dios.

—¿Un qué?

—Un dios nuevo, quiero decir. O un ascendiente, para ser más preciso. Dudo que haya devotos implicados. Todavía.

—Bueno, los tarthenos solo adoran a lo que los aterroriza, ¿no? Éste no es más que un guerrero condenado a morir por la espada del emperador. No creo que sea un sujeto que inspire al pobre Ublala Pung.

Bicho respondió a eso con un simple encogimiento de hombros.

Tehol se limpió el sudor de la frente.

—Dame un poco de ese té de gallina, ¿quieres?

—¿Con o sin?

—¿Con o sin qué?

—Plumas.

—Eso depende. ¿Son plumas limpias?

—Ahora sí —respondió Bicho.

—De acuerdo, entonces, puesto que no se me ocurre nada más absurdo. Con.

Bicho estiró la mano para coger una taza de arcilla.

—Sabía que podía contar con usted, amo.

Despertó al oír un estrépito metálico en el pasillo.

Samar Dev se incorporó y se quedó mirando la oscuridad de su habitación.

Le pareció escuchar a alguien respirando tras la puerta de su habitación y después, con toda claridad, un quejido apagado.

Se levantó, se envolvió en la manta y se acercó sin ruido a la puerta. Levantó el pestillo y abrió la endeble barrera.

—¿Karsa?

La enorme figura giró y la miró.

—No —dijo ella entonces—. No es Karsa. ¿Quién eres?

—¿Dónde está?

—¿Quién?

—El que es como yo. ¿Qué habitación?

Samar Dev salió poco a poco al pasillo. Miró a la izquierda y vio las formas inmóviles de los dos guardias de palacio que solían colocarse a ambos lados de la entrada del pasillo. Las cabezas cubiertas estaban en una posición llamativa, muy juntas, y las ollas de hierro que servían de yelmo lucían unas pronunciadas abolladuras.

—¿Los has matado?

El hombretón miró y lanzó un gruñido.

—Estaban mirando para donde no debían.

—Quieres decir que no te vieron.

—Quizá las manos.

El absurdo pero extrañamente satisfactorio intercambio se había hecho en susurros. Samar Dev le hizo un gesto al otro para que la siguiera y los dos echaron a andar pasillo arriba hasta que llegaron a la puerta de la habitación de Karsa Orlong.

—Está aquí dentro.

—Llama —ordenó el gigante—. Y entra por delante de mí.

—¿O si no?

—O si no hago que tu cabeza… choque.

Con un suspiro, Samar estiró un puño hacia la puerta. Ésta se abrió y la punta de una espada de piedra se cernió de repente sobre el hueco de la garganta femenina.

—¿Quién es el que está detrás de ti, bruja?

—Tienes visita —respondió ella—. De… fuera.

Karsa Orlong, desnudo de cintura para arriba, los tatuajes de esclavo fugado una telaraña enloquecida que le bajaba hasta los hombros y el pecho, retiró la espada y dio un paso atrás.

El desconocido apartó a Samar Dev y entró en la pequeña habitación.

Lugar en el que se hincó de rodillas e inclinó la cabeza.

—Oh, puro —dijo, las palabras fueron como una plegaria.

Samar Dev se coló en el interior y cerró la puerta tras ella; Karsa Orlong tiró la espada en el catre, bajó una mano… y aporreó al desconocido en un lado de la cabeza.

El hombre se meció, empezó a sangrar por la nariz y parpadeó con expresión estúpida mirando a Karsa.

Que entonces se dirigió a él.

—Hay sangre toblakai en ti. Los toblakai no se arrodillan ante nadie.

Samar Dev se cruzó de brazos y se apoyó en la puerta.

—Primera lección cuando tratas con Karsa Orlong —murmuró—. Espera lo inesperado.

El hombretón se levantó como pudo, limpiándose la sangre de la cara. No era tan alto como Karsa, pero sí casi tan ancho.

—Soy Ublala Pung, de los tarthenos…

—Tarthenos.

—Un resto mestizo de una población local de toblakai —dijo Samar Dev—. Solía haber más en la ciudad… aunque yo, desde luego, no he visto ningún otro en los mercados y por ahí. Prácticamente han desaparecido, igual que la mayor parte de las otras tribus sometidas por los letherii.

Ublala se había vuelto a medias y la miraba con furia.

—Desaparecidos no. Derrotados. Y ahora los que quedan viven en islas del mar del Dragón.

Al pronunciarse la palabra «derrotados», Samar Dev vio que Karsa fruncía el ceño.

Ublala miró al toblakai una vez más y después habló con una extraña torpeza.

—Lidéranos, caudillo.

Un fuego repentino en los ojos de Karsa, que se encontraron con la mirada de Samar Dev.

—Te lo dije una vez, bruja, que lideraría un ejército de los de mi raza. Ha comenzado.

—No son toblakai…

—Aunque no haya más que una gota de sangre toblakai ardiendo en sus venas, bruja, son toblakai.

—Diezmados por hechicería letherii…

Una sonrisa desdeñosa.

—¿Hechicería letherii? Nada me importa eso.

Ublala Pung, sin embargo, estaba sacudiendo la cabeza.

—Incluso con nuestros mejores chamanes, oh, puro, no pudimos derrotarla. Pero si el propio Arbanat…

Esa vez fue Samar Dev la que interrumpió.

—Ublala, he visto a Karsa Orlong abrirse camino a la fuerza entre esa hechicería.

El mestizo se la quedó mirando con la boca abierta.

—¿A la fuerza? —Solo lo articuló, apenas fue un simple susurro.

A pesar de sí misma, Samar asintió.

—Ojalá pudiera decirte lo contrario, pobre cabrón. Ojalá pudiera decirte que huyeras a esconderte con los tuyos en esas islas porque este de aquí hace promesas vacías. Por desgracia, no puedo. No hace promesas vacías. De momento no, por lo menos. Claro que —añadió con un encogimiento de hombros que contradecía la amargura que sentía—, este emperador edur lo matará.

A oír eso Ublala Pung sacudió con la cabeza.

¿Negación? ¿Consternación?

Karsa Orlong se dirigió a Ublala.

—Debes irte cuando todo haya pasado, guerrero. Debes viajar a tu isla y reunir a tu pueblo, tráelos aquí. Ahora sois mi ejército. Soy Karsa Orlong. Toblakai y teblor. Soy vuestro caudillo.

—Las marcas de tu rostro —susurró Ublala.

—¿Qué pasa con ellas?

—Hecho pedazos, como los tarthenos. Como los toblakai, rotos, separados. Eso cuentan las leyendas más antiguas: dispersados por el hielo, por la traición…

Una corriente helada pareció fluir alrededor de Samar Dev, como una ola fría que envolviera una roca, y se estremeció. Oh, no me gusta nada cómo suena eso, hay ecos de verdad en todo ello. Ecos demasiado claros.

—Pero ves mi cara detrás —dijo Karsa—. Dos verdades, lo que fue y lo que será. ¿Lo niegas, Ublala de los Tarthenos?

Una sacudida muda de la cabeza. El guerrero le lanzó otra mirada a Samar Dev antes de hablar.

—Caudillo, tengo palabras. De… de Rhulad Sengar, el emperador edur. Palabras… de su secreto.

—Déjanos, bruja —dijo Karsa.

Ella se sobresaltó.

—¿Qué? De eso nada…

—Déjanos o le diré a mi guerrero que te haga chocar la cabeza.

—Ah, ¿así que es ahora la idiotez la que te inspira?

—Samar Dev —dijo Karsa—, este guerrero ha derrotado cada barrera que rodea el complejo. No me interesan sus palabras. ¿No has oído las alarmas? Lucha como lo haría un toblakai.

—Y una vez también intentaron el Ahogamiento —dijo Ublala.

Samar Dev lanzó un bufido.

—Con él cerca, lo cierto es que cuesta mantener la seriedad, por no hablar de la dignidad. Una cura para la pomposidad, Karsa Orlong: asegúrate de mantenerlo a tu lado.

—Vete.

La bruja hizo un gesto de desdén repentino.

—Oh, está bien, allá vosotros dos. Más tarde, Karsa, te recordaré una cosa.

—¿Qué?

Samar abrió la puerta detrás de ella.

—Ese zoquete ni siquiera era capaz de encontrar tu habitación.

Ya fuera, en el pasillo, Samar Dev oyó que se movía uno de los guardias, después un gemido y tras eso unas palabras claras.

—¿Qué son todas esas luces?