10

El Único Dios salió sin prisas (una marioneta que arrastraba hilos cortados) de la conflagración. Otra ciudad destruida, otro pueblo derribado a decenas de miles. ¿Quién entre nosotros, al presenciar su aparición, no podría por menos de concluir que la locura se había apoderado de él? A pesar de todo el poder de creación que poseía, no arrojaba más que muerte y destrucción. Ladrón de Vida, Asesino y Segador, en sus ojos, donde momentos antes había ardido el fuego de la rabia irracional, ya solo había calma. No sabía nada. No comprendía la sangre que cubría sus manos. Nos rogó que le diéramos respuestas, pero no podíamos decir nada.

Podíamos llorar. Podíamos reír.

Elegimos la risa.

Credo de los Burlones

—Cabal

«Juguemos a un juego», susurró el viento. Después se echó a reír en el suave siseo de polvo y arena.

Seto estaba sentado, escuchando. El quebradizo bloque de piedra que tenía debajo se había erosionado hasta alcanzar la forma de una silla de montar, bastante reconfortante, dadas las circunstancias. Quizá hubiera sido un altar una vez, caído por algún agujero del cielo; bien sabía el Embozado que más de uno y de dos objetos extraños se habían derrumbado de las nubes bajas e impenetrables durante el largo y serpenteante viaje de Seto por ese funesto mundo. Y algunos habían caído demasiado cerca para su gusto.

Sí, con toda probabilidad un altar. La depresión en la que se alojaba su trasero le parecía demasiado uniforme, demasiado simétrica para ser natural. Pero no se preocupó por una posible blasfemia, ahí era, después de todo, adonde iban los muertos. Y los muertos incluían, en ocasiones, dioses.

El viento se lo dijo. Llevaba mucho tiempo siendo su compañero y Seto ya se había acostumbrado a sus sencillas revelaciones, su tono áspero y suave, repleto de secretos, y su abrazo acariciador. Cuando se tropezó con un surtido de huesos enormes que insinuaban la presencia de algún dios monstruoso e inhumano de mucho tiempo atrás, el viento (cuando se deslizó entre los huesos, cuando se filtró entre las costillas que sobresalían y se coló por los huesos orbitales y en las cuevas huecas de los cráneos) gimió el que había sido el sagrado nombre de ese dios. Nombres. Al parecer tenían tantos, los que pronunciaban en ese momento y para siempre atrapados en el dominio del viento. Pronunciados en el remolino de polvo, nada ya salvo ecos.

Juguemos a un juego.

No hay puerta… oh, la has visto, bien lo sé.

Pero es mentira. Es lo que construye tu mente, piedra a piedra.

Pues a tu especie le encantan las fronteras. Umbrales, divisiones, delineaciones. Para entrar en un lugar creéis que debéis dejar otro. Pero mira a tu alrededor y ya lo ves. No hay puerta, amigo mío.

Te muestro esto. Una y otra vez. El día que comprendas, el día que la sabiduría te llegue, te unirás a mí. La carne que te envuelve es tu última vanidad. Abandónala, amor mío. Una vez te dispersaste entero y lo volverás a hacer. Cuando te llegue la sabiduría. ¿Ya ha llegado la sabiduría?

Los esfuerzos del viento por seducirlo, sus invitaciones para que aceptara algún tipo de disolución intencionada, se estaban haciendo irritantes. Seto se levantó con un gruñido.

En la ladera de su izquierda, a cien pasos o más de distancia, estaba tirado el esqueleto de un dragón. Algo le había hecho pedazos el tórax, los golpes punzantes habían clavado trozos y fragmentos en la carne, con resultados fatales, como podía ver Seto incluso desde esa distancia. Los huesos tenían un aspecto extraño, recubiertos todos y cada uno por algo parecido a vidrio negro, ahumado. Vidrio que iba bajando como una telaraña hasta el suelo y después corría en chorros congelados por surcos abiertos en la ladera. Como si la carne fundida de la bestia se hubiera vitrificado de algún modo.

Había visto lo mismo en los otros dos restos de dragones con los que se había topado.

Se quedó allí de pie, disfrutando de su vanidad, del dolor apagado en los riñones, del vago dolor de oídos por el viento insistente, y de la sequedad en la garganta que lo obligaba a carraspear repetidas veces. Cosa que hacía antes de decir:

—Todas las maravillas y miserias del cuerpo, viento, eso es lo que has olvidado. Lo que ansías. ¿Quieres que me una a ti? Ja, es al revés.

Jamás ganarás este juego, amor mío…

—¿Entonces para qué jugarlo?

Echó a andar en ángulo colina arriba. En la cima vio más escombros de piedra, los restos de un templo que había caído por un agujero en la tierra, arrancado de los ojos mortales en una conflagración de polvo y trueno. Como cortarle los pies a un dios. Como destruir una fe con un simple tajo de un cuchillo. Un agujero en la tierra y los trozos del templo se desmoronaban por el Abismo, las capas etéreas de reino tras reino, hasta que se quedaron sin mundos por los que precipitarse.

Una llamada, pum, pum, justo en la cabeza del Embozado.

Tu irreverencia te hará acreedor del más profundo pesar, amado.

—Mi más profundo pesar, viento, es que aquí nunca llueve. No desciende el agua, estrellándose contra el suelo, para ahogar cada una de tus palabras.

Estás hoy de mal humor. No es propio de ti. Hemos jugado a tantas cosas juntos, tú y yo.

—Se te está enfriando el aliento.

¡Porque te has equivocado de camino!

—Ah. Gracias, viento.

Una ráfaga repentina y cortante lo golpeó, mostrando así su desagrado. La arenilla le hizo escocer los ojos y se echó a reír.

—El secreto del Embozado revelado al fin. Regresa a toda prisa con él, viento, esta partida la has perdido.

Serás idiota. Reflexiona sobre lo siguiente: entre los caídos, entre los muertos, ¿encontrarás más soldados, más combatientes que no combatientes? ¿Encontrarás más hombres que mujeres? ¿Más dioses que mortales? ¿Más necios que sabios? Entre los caídos, amigo mío, ¿el eco de los ejércitos al marchar ahoga todo lo demás? ¿O los gemidos de los enfermos, los llantos de los famélicos?

—Supongo que, al final —dijo Seto tras un momento—, todo se iguala.

Te equivocas. Debo responderte, aunque te romperá el corazón. Debo hacerlo.

—No hace falta —respondió él—. Ya lo sé.

¿Lo sabes?, susurró el viento.

—Quieres que vacile. Que me desespere. Conozco tus trucos, viento. Y sé también que es muy probable que tú seas todo lo que queda de algún dios antiguo y olvidado hace mucho tiempo. Bien sabe el Embozado que quizá seas todos ellos, sus voces un desastre enmarañado que empuja polvo, arena y poco más. Quieres que caiga de rodillas ante ti. En abyecta veneración, porque quizá obtengas entonces algún chorrito de poder. Suficiente para que consigas huir. —Lanzó una carcajada áspera—. Pero reflexiona tú sobre lo siguiente, viento. Entre todos los caídos, ¿por qué me rondas a mí?

¿Por qué no? Impones con descaro carne y hueso. Querrías escupirle al Embozado a la cara, querrías escupirme a mí si se te ocurriera algún modo de esquivar el escupitajo que yo te devolvería.

—Eso es cierto. Y a eso voy. Elegiste mal, viento. Porque soy soldado.

Juguemos a un juego.

—No juguemos.

Entre los caídos, quién…

—La respuesta es «niños», viento. Más niños que cualquier otro.

¿Entonces dónde está tu desesperación?

—No entiendes nada —dijo Seto al tiempo que hacía una pausa para escupir—. Para que un hombre o una mujer alcancen la edad adulta, primero han de matar al niño que llevan dentro.

Eres un hombre cruel, soldado.

—Sigues sin entender nada. Te acabo de confesar mi desesperación. Esta partida la ganas tú. Tú ganas cada partida. Pero yo continuaré adelante, me meteré en tu aliento helado, porque eso es lo que hacen los soldados.

Qué raro, no tengo la sensación de haber ganado.

En una extensión plana de barro frío pero no helado todavía, se encontró con un rastro. Pies anchos, planos y huesudos, unas pisadas que iban en la misma dirección. Alguien… que buscaba, quizá, lo que él buscaba. El agua se acumulaba en las huellas profundas, inmóvil, reflejando el cielo de color peltre.

Se agachó y estudió las profundas impresiones.

—Sé útil, viento. Dime quién camina por delante de mí.

Silencioso. Alguien que no juega.

—¿Es lo mejor que sabes hacer?

No muerto.

Miró el rastro con los ojos entrecerrados y observó el paso ancho, un poco desalineado, las leves vetas dejadas por mechones colgantes de cuero, pieles, lo que fuera.

—¿T’lan imass?

Roto.

—Dos, quizá tres leguas por delante de mí.

Más. El agua se arrastra con lentitud por aquí.

—Huelo nieve y hielo.

Mi aliento traiciona todo lo que devoro. Vuélvete hacia un beso más dulce, amado.

—¿Te refieres al hedor de ciénaga invadida de moscas que he soportado durante los últimos dos meses? —Se irguió y se colocó bien la pesada mochila.

Eres cruel. Al menos el que va por delante no dice nada. No piensa. No siente.

T’lan imass con toda seguridad, entonces.

Roto.

—Sí, te entendí la primera vez.

¿Qué harás?

—Si es necesario, te haré un regalo, viento.

¿Un regalo? ¿Oh, qué es?

—Un nuevo juego, tienes que adivinar.

Pensaré y pensaré y…

—Por el aliento del Embozado… oh… ¡oh! ¡Olvídate de lo que acabo de decir!

… y pensaré y pensaré…

Cabalgaron sin parar, rumbo al oeste al principio, en paralelo al gran río durante la mayor parte de dos días, antes de alcanzar la pista secundaria que viraba al norte hacia Almas, un pueblo modesto que solo se destacaba por contar con una guarnición y unos establos, donde la atri-preda Yan Tovis, Varat Taun y su compañía letherii pudieron descansar, reabastecerse y requisar monturas frescas.

Varat Taun sabía reconocer una huida cuando la veía, sobre todo cuando se encontraba formando parte de ella. Dejaban atrás Letheras, donde, un día antes de su partida, el palacio y los barracones habían parecido sumidos en una tormenta creciente de tensión, el olor a sangre impregnaba el aire, un millar de rumores hacían cabriolas en todas direcciones, pero sin que ninguno poseyera demasiada solidez, aparte de las noticias que relataban la expulsión de dos familias, las viudas y los hijos de dos hombres que habían sido guardaespaldas del canciller y que estaba claro que ya no se contaban entre los vivos.

¿Alguien había intentado asesinar a Triban Gnol? Se había preguntando eso mismo en voz alta al principio de aquel viaje y su comandante se había limitado a gruñir, como si nada en esa idea la sorprendiera o alarmara siquiera. Por supuesto que la atri-preda sabía más de lo que insinuaba, pero Crepúsculo jamás había sido demasiado locuaz.

Y resulta que yo tampoco lo soy. Los horrores de lo que presencié en esa cueva… no, nada de lo que pueda decir podría expresar el… el extremismo puro de la verdad. Así que será mejor dejarlo. Los que lo presencien, no durarán mucho después de la experiencia. ¿Qué quedará entonces del imperio?

¿Y no es eso por lo que huimos?

Un extranjero cabalgaba con ellos. Un burlón, había dicho Yan Tovis, significara eso lo que significara. Una especie de monje. Con la cara pintada de un mimo que hace cabriolas en el escenario, ¿qué religión de chiflados es ésa? Varat Taun no recordaba que aquel extraño hombrecito dijera una sola palabra, quizá era mudo, quizá le habían cortado la lengua. Los adeptos a un culto se hacían cosas terribles a sí mismos. Durante el viaje a través de los mares y océanos del mundo habían sido testigos de un desfile en apariencia interminable de culturas y costumbres extrañas. No había automutilación en descaminado servicio a un dios que pudiera sorprender a Varat Taun. El burlón había estado entre los aspirantes a desafiar al emperador, una idea absurda que empezaba a quedar patente; tras el primer día de cabalgada, el pobre hombre estaba agotado y se tambaleaba en la silla. Era evidente que era sanador.

El que me sanó. El que me guió y me sacó del terror y la confusión. He expresado mi gratitud, pero él se ha limitado a asentir. ¿Presenció las visiones que había en mi mente? ¿Se ha quedado mudo, su cordura asediada? En cualquier caso, no podía enfrentarse al emperador y por eso en ese momento cabalgaba junto a Yan Tovis, aunque el valor que su comandante le daba a ese tal burlón era algo que se le escapaba al teniente.

Quizá no sea muy diferente del modo en que me ve a mí. Cabalgo en esta compañía para hacerme un favor. Pronto se me destinará a un puesto en mi ciudad natal. Para que esté con mi esposa y mi hijo. Crepúsculo no está pensando como atri-preda, ni siquiera su obligación como soldado fue suficiente para forzarla a informar a sus superiores de lo que se había enterado.

Pero ésta no es la primera vez, ¿verdad? ¿Por qué habría de sorprenderme? Entregó Fent Límite a los edur, ¿no? No entablaron batalla, se limitaron a abrir las puertas.

«Es obvio que ama tanto a los edur que puede ir con ellos, puede tomar el mando de las fuerzas letherii de las flotas». Eso decía el argumento, seco y burlón.

La verdad puede que sea que Yan Tovis es una cobarde.

A Varat Taun no le hacía gracia pensar eso, aunque fuera un pensamiento que lo acosaba. Se recordó las batallas, las escaramuzas, tanto en el agua como en la orilla, en las que no había habido nada, ni un solo momento, que le hubiera dado motivos para dudar del valor de aquella mujer que era su superior.

Pero allí estaba, Yan Tovis huye de Letheras con su compañía de élite.

Porque yo confirmé las afirmaciones de ese gral. Además, ¿estaría yo dispuesto a apoyar a Icarium otra vez, me pondría a su lado? No, a su lado no, ni en la misma ciudad, y a ser posible, ni siquiera en el mismo puñetero continente. ¿Me convierte eso a mí también en cobarde?

Había habido un niño en esa cueva, una cosita extraña, más diablillo que humano. Y había conseguido lo que nadie más pudo, derribar a Icarium, robarle la rabia y todo el poder que iba con ella. A Varat Taun no le parecía que fuera a haber otra intervención parecida. Los defensores del primer trono habían tenido aliados. El emperador de Oro no podía más que negarse a eso. Allí no habría nadie para detener a Icarium. Nadie salvo el propio Rhulad, cosa que, por supuesto, era posible.

Es nuestra falta de fe en nuestro emperador lo que nos ha llevado por este camino.

¿Pero y si no cae ninguno? ¿Y si Icarium termina matando a Rhulad una y otra vez? ¿Diez veces, cincuenta, cien, diez mil? Una sucesión interminable de batallas que borran todo lo demás. ¿No estaríamos ante el fin del mundo?

Icarium no puede rendirse. Rhulad no querrá. Compartirán esa inevitabilidad. Y compartirán la locura que sale de eso.

Rosazul no estaría lo bastante lejos. Ningún lugar lo estará.

Había dejado atrás al único hombre que entendía lo que se avecinaba mejor que nadie. El bárbaro. Que vestía una pesada capucha para ocultar sus rasgos cuando estaba entre desconocidos. Que se escupía en las manos para alisarse el pelo. Que recibía todos y cada uno de los amaneceres con una letanía de maldiciones contra todos aquellos que le habían hecho algún mal. Y sin embargo, ahora lo imagino y es como si contemplara a un hermano.

Solo él y yo sobrevivimos. Juntos sacamos a Icarium de allí.

Sus pensamientos lo habían llevado a ese momento, a esa combinación de revelaciones, y sintió que se le helaba el corazón en el pecho. Varat Taun azuzó su caballo para que acelerara el paso hasta que se colocó a la misma altura que su comandante.

—Atri-preda.

La mujer lo miró.

—Debo regresar —dijo.

—¿Para advertirlos?

—No, señor.

—¿Qué hay de su familia, Varat Taun?

Él desvió la mirada.

—Me he dado cuenta de algo. No hay sitio que esté bastante lejos.

—Entiendo. Entonces, ¿no le gustaría estar a su lado?

—Sabiendo que no puedo salvarlos… —Varat sacudió la cabeza—. El gral y yo, juntos, no sé, quizá podamos hacer algo, si estamos allí.

—¿Puedo convencerlo de lo contrario?

Varat negó con la cabeza.

—Muy bien. Que la bendición del Errante lo acompañe, Varat Taun.

—Tiene razón —dijo el burlón tras ellos—. Yo también debo regresar.

Un gran suspiro brotó como una ráfaga de aire de Yan Tovis.

—Así sea; debería haber sabido que sería imposible salvar a nadie salvo a mí misma; no, no siento tanta amargura como pudiera parecer. Mis disculpas. Ambos cuentan con mi bendición. Sin embargo, asegúrense de llevar esos caballos al paso de vez en cuando.

—Sí, señor. ¿Atri-preda? Gracias.

—¿Qué recado envío a su esposa?

—Ninguno, señor. Por favor.

Yan Tovis asintió.

Varat Taun sacó su montura del camino y frenó. El monje siguió su ejemplo, aunque con algo más de torpeza. El teniente lo observó con cierta diversión.

—¿No tienen caballos en sus tierras?

—Pocos. Cabal es un archipiélago en su mayor parte. Las propiedades del continente están junto a acantilados bastante escarpados, en un tramo de costa muy montañoso. Y los caballos que tenemos se crían para hacer trabajos pesados y como alimento.

A eso, Varat Taun no dijo nada.

Esperaron en un lado del camino y observaron la columna de soldados montados pasar a su lado.

Que el Errante me lleve, ¿qué he hecho?

El lago se extendía sin final aparente a la vista. Las tres figuras habían remado su bien aprovisionado bote durante lo que pasaba por día en el reino de Sombra y buena parte de una noche, antes de que la nave se quedara varada en los bajíos. Incapaces de encontrar un modo de pasar, se habían echado al hombro las mochilas y habían desembarcado para vadear el agua repleta de sedimentos que les rozaba la rodilla. En ese momento, en pleno día siguiente, arrastraban las piernas agotadas, entumecidas, por un lago tranquilo que no les había subido más arriba de las caderas desde el amanecer, hasta que llegaron a una caída repentina.

Trull Sengar había ido en cabeza, utilizando la lanza para sondear las aguas que tenían por delante y en ese momento se movía hacia un lado, paso a paso, el cabo del arma agitando los sedimentos grises, lechosos, por el borde. Continuó así durante un rato, observado por sus compañeros.

—No parece natural —dijo al fin mientras regresaba con los otros—. La caída es lisa, uniforme. —Pasó junto a Onrack y Ben el Rápido y reanudó los sondeos del saliente en dirección contraria—. Aquí no hay cambios.

El mago articuló una larga y elaborada sarta de maldiciones en su lengua malazana.

—Podría elevarme por los aires —dijo después—, recurrir a Serc, aunque quién sabe cuánto tiempo podría lograrlo. —Miró a Onrack, furioso—. Tú puedes fundirte con los sedimentos y ya está, maldito t’lan imass.

—Lo que me deja a mí —dijo Trull, que se encogió de hombros—. Yo puedo nadar, puede que dé con los bajíos más adelante. ¿Sabéis?, llevamos un tiempo caminando por un fondo llano que no es natural. Imaginad de momento que estamos en una explanada sumergida de algún tipo; enorme, lo admito, pero una explanada. Esta caída podría marcar sencillamente un canal. En cuyo caso no tardaría en encontrar el otro lado.

—¿Una explanada? —Ben el Rápido hizo una mueca—. Trull, si lo que hay debajo de nosotros es una explanada, es del tamaño de una ciudad-estado.

—Encontrarás un constructo así, mago —dijo Onrack—, cubriendo la península sudeste de Stratem. K’chain che’malle. Un lugar donde se libraron guerras rituales antes de que se abandonara todo ritual.

—Quieres decir cuando se rebelaron los colas-cortas.

Trull lanzó una maldición por lo bajo.

—Odio cuando todo el mundo sabe más que yo. —Lanzó un bufido—. Claro que mi compañía consiste en un mago y un no muerto, así que supongo que tampoco es de extrañar que yo me quede corto en comparación.

—¿Quedarte corto? —El cuello de Onrack crujió con fuerza cuando el guerrero se volvió para mirar al tiste edur—. Trull Sengar, tú eres el Caballero de Sombra.

Ben el Rápido pareció atragantarse.

Por encima del repentino ataque de tos del mago, Trull empezó a gritar.

—¿Que soy qué? ¿Fue idea de Cotillion? Ese maldito advenedizo…

—Cotillion no te eligió, amigo mío —dijo Onrack—. No puedo decirte quién te hizo lo que eres. Quizá la eres’al, aunque no comprendo la naturaleza de lo que pretende dentro del reino de Sombra. Una cosa, sin embargo, está muy clara, le interesas, Trull Sengar. Pese a todo, no creo que la eres’al fuera la responsable. Creo que fuiste tú mismo.

—¿Cómo? ¿Qué hice?

El t’lan imass ladeó la cabeza poco a poco a un lado.

—Guerrero, te plantaste ante Icarium. Contuviste al Robavida. Hiciste lo que ningún guerrero ha hecho jamás.

—Absurdo —soltó Trull—. Estaba acabado. Si no hubiera sido por Ben el Rápido, y la eres’al, estaría muerto, mis huesos picados se estarían pudriendo junto al salón del trono ahora mismo.

—Tienes por costumbre, amigo mío, desbaratar tus propios logros.

—Onrack…

Ben el Rápido se echó a reír.

—Te está llamando modesto, edur. Y no te molestes en negarlo, todavía consigues sorprenderme en ese sentido. He vivido la mayor parte de mi vida entre magos o en las filas de un ejército, y en ninguna compañía he visto excesivo autodesprecio. Estábamos todos demasiado ocupados tomándoles el pelo a los demás. Hace falta cierto nivel de… bueno, fanfarronería cuando tu trabajo es matar personas.

—Trull Sengar luchó como soldado —le dijo Onrack al mago—. La diferencia entre los dos es que él es incapaz de ocultar su dolor ante la fragilidad de la vida.

—No hay nada frágil en nosotros —murmuró Ben el Rápido—. La vida sigue siendo tozuda hasta que no le queda más remedio que rendirse, e incluso entonces es muy probable que escupa en el ojo una última vez al que la mató. Somos crueles en la victoria y crueles en la derrota, amigos míos. Ahora, si podéis callaros los dos un momento, puedo ir en busca de una forma de salir de aquí.

—¿No vas a volar? —preguntó Trull, y se apoyó en la lanza.

—No, me refiero a una puñetera puerta. Estoy empezando a sospechar que este lago no tiene fin.

—Tiene que terminar —dijo el edur.

—El Abismo no siempre está retorcido por tormentas salvajes. A veces es así, plácido, soso, una marea que sube con tanta lentitud que es imposible notarla, pero sí que sube, y se traga este reino sesgado y moribundo.

—¿El reino de Sombra se está muriendo, Ben el Rápido?

El mago se lamió los labios, un gesto nervioso que Trull ya había visto en aquel hombre alto y delgado, después se encogió de hombros.

—Eso creo. Con una herida abierta en cada frontera, tampoco es tan extraño. Y ahora, silencio todo el mundo. Necesito concentrarme.

Trull observó cuando Ben el Rápido cerró los ojos.

Un momento después su cuerpo se hizo indistinto, granuloso en los bordes, hasta que empezó a oscilar, a cobrar y perder solidez.

El tiste edur, todavía apoyado en su lanza, le sonrió a Onrack.

—Bueno, viejo amigo, parece que vagamos por lo desconocido una vez más.

—No lamento nada, Trull Sengar.

—Es casi lo contrario para mí, con la excepción de convencerte para que me liberaras cuando estaba a punto de ahogarme en el Naciente… que me acabo de dar cuenta de que no es muy diferente de este lugar. Mundos que se inundan. ¿Ocurre con más frecuencia de lo que creemos?

Un tintineo de huesos cuando el t’lan imass se encogió de hombros.

—Me gustaría saber algo, Trull Sengar. Cuando la paz le llega a un guerrero…

Los ojos del edur se entrecerraron sobre el machacado no muerto.

—¿Cómo te deshaces de todo lo demás? ¿De la oleada de placer en el punto culminante de la batalla? ¿De la descarga de emociones, cada una amenazando con abrumarte, ahogarte? ¿De esa sensación crepitante de estar vivo? Onrack, creí que tu especie… no sentía nada.

—Con el despertar de los recuerdos —respondió Onrack—, también despiertan otras… fuerzas del alma. —El t’lan imass levantó una mano marchita—. Esta calma por todas partes… se burla de mí.

—¿Mejor una tormenta salvaje?

—Creo que sí. Es un enemigo que combatir. Trull Sengar, si me uniera a esta agua transformado en polvo, no creo que volviera. El olvido me llevaría con la promesa del fin de la lucha. No lo que deseo, amigo, pues eso significaría abandonarte. Y renunciar a mis recuerdos. ¿Pero qué hace un guerrero cuando se alcanza la paz?

—Se va de pesca —murmuró Ben el Rápido, los ojos todavía cerrados, el cuerpo aún oscilando—. Y ya está bien de hablar, vosotros dos. Esto no es fácil.

Entró y salió de la existencia con una nueva oscilación y, de repente, desapareció.

Desde que Tronosombrío se lo había llevado sin preguntar (cuando Kalam más lo necesitaba), Ben el Rápido había hervido de rabia en silencio. Saldar una deuda en una dirección había significado traicionar a un amigo en otra. Inaceptable.

Diabólico.

Y si Tronosombrío se cree que cuenta con mi lealtad solo porque metió a Kal en la Casa de Muerte, entonces es que de verdad está tan loco como todos pensamos. Oh, estoy seguro de que el azath y el horrendo guardián que reside allí dentro le darían la bienvenida a Kalam encantados. Quizá montaran su cabeza en la pared, encima de la chimenea… está bien, no es muy probable. Pero el azath se dedica a recopilar. Eso es lo que hace, y ahora tienen a mi amigo más antiguo. Así que, ¿cómo Embozado lo saco?

Maldito seas, Tronosombrío.

Pero esa rabia lo desconcertaba, lo que dificultaba la concentración. Y la piel que se me pudre en las piernas tampoco ayuda. Con todo, necesitaban una salida. Cotillion no había explicado mucho. No, se limitó a esperar que averiguáramos las cosas nosotros solos. Lo que significa que solo hay una dirección real. No querrá que nos perdamos ahora, ¿no?

Un poco más animado (un triunfo momentáneo sobre la inseguridad), Ben el Rápido se concentró, sus sentidos se extendieron hacia el éter que lo rodeaba. Sólido, pegajoso, una superficie lisa que cedía como esponja bajo la presión de manos imaginadas. El tejido de ese reino, la piel picada de un mundo desfigurado. Empezó a aplicar más presión, a buscar… puntos blandos, debilidades, sé que existís.

Ah, ahora eres consciente de mí, lo percibo. Qué curioso, pareces casi… femenino. Bueno, siempre hay una primera vez. Lo que había sentido pegajoso bajo los dedos ya solo estaba frío. Por el aliento del Embozado, no estoy seguro de que me gusten las imágenes que acompañan a este pensamiento de abrirme paso a empujones.

Más allá de su sentido del tacto no había nada. Nada que sus ojos pudieran encontrar; no había aroma en el aire tibio; no había sonido más allá del susurro leve de la sangre en el cuerpo, que estaba allí un momento y desaparecía al siguiente, cuando luchaba por separar su alma, dejarla libre para que vagara.

Esto no está tan mal…

Un desgarro horripilante y después una inhalación inmensa, inexorable, que desgarraba su espíritu y lo soltaba, lo lanzaba de un empujón y lo hacía atravesar algo para caer dando tropezones en un calor revuelto y acre, unas nubes densas cerrándose por todos lados, un suelo empapado y blando bajo los pies. Fue tanteando, los pulmones llenándose con un vapor picante que hizo que le diera vueltas la cabeza. Dioses, ¿qué enfermedad es ésta? No puedo respirar

El viento giró, lo empujó dando traspiés, un frío repentino, piedras que giraban bajo sus pies, bendito aire limpio que Ben absorbió con jadeos desesperados.

Cayó a gatas. En el suelo rocoso, líquenes y musgo. A ambos lados, un bosque en miniatura disperso; vio robles, píceas, alisos, viejos y retorcidos y ninguno le llegaba siquiera a la cadera. Pájaros de color pardo aleteaban entre hojitas verdes. Los mosquitos se acercaban con la intención de posarse, pero allí él era un fantasma, una aparición. De momento. Pero es aquí adonde debemos ir.

El mago levantó la cabeza poco a poco y empezó a ponerse de pie.

Se encontraba en un valle ancho, poco profundo, el bosque enano cubría la cuenca tras él y trepaba por las laderas de los lados, como un extraño parque en el generoso espacio que quedaba entre los árboles. Y estaba plagado de aves. De algún lugar cercano llegaba el sonido de un chorro de agua. En el cielo, libélulas con alas que rivalizaban con las de los cuervos volaban disparadas con su extraña precisión, alimentándose de mosquitos. Más allá de ese frenético festín, el cielo era de un color cerúleo, casi morado cerca de los horizontes. Jirones de nubes alargadas se desperdigaban en cintas altas, como la espuma de olas congeladas en alguna orilla celestial.

Belleza primordial, el borde de la tundra. Dioses, odio la tundra. Pero así sea, como dicen reyes y reinas cuando todo se va por el retrete. No hay más que hacer. Aquí hemos de venir.

Trull Sengar se sobresaltó al oír una tos repentina, Ben el Rápido había reaparecido, medio encorvado, los ojos llenos de lágrimas y algo parecido al humo desprendiéndose de todo su cuerpo. Carraspeó con fuerza, escupió y se irguió poco a poco.

Con una gran sonrisa.

El propietario de la taberna Harridicta era un hombre atormentado. Una aflicción que se había extendido durante meses que se habían convertido en años. Su establecimiento, en otro tiempo dedicado a servir a los guardias de la isla prisión, se había arruinado junto con el resto de la ciudad portuaria tras la rebelión de los prisioneros. Gobernaba el caos, haciendo que las personas honestas envejecieran mucho más de lo que debían. Pero el dinero estaba bien.

Se había aficionado a unirse a la capitana Shurq Elalle y a Skorgen Kaban, el Guapo, en su mesa preferida, en la esquina, durante los momentos de calma, cuando las mozas de la taberna y los friegaplatos iban de un lado a otro con más propósito que pánico, cuando el agotamiento apagado sustituía al terror abyecto en los ojos vidriosos, y todo parecía, de momento, ir como la seda.

Había cierta calma en aquella capitana (una pirata, si el Errante mea recto, y a ver cuándo se equivoca ése), y cierta elegancia y cortesía marcadas en su porte que le indicaban al propietario que aquella mujer no había robado solo dineros a los de alta alcurnia, sino también cultura, lo que la convertía en una mujer inteligente y perspicaz.

Tenía la sensación de estar enamorándose, por imposible que fuera. La tensión del oficio y el sinfín de veces que se había dedicado a probar las cervezas de tierra adentro lo habían convertido (según su criterio honesto, duro y no del todo irracional) en un desastre físico que encajaba con su lasitud moral, que en los días buenos él llamaba su «tino comercial». Un vientre que sobresalía redondo como la olla de un guiso y casi tan grasienta como éste. Una nariz bulbosa (en eso superaba a Skorgen) con venas estalladas, espinillas de las que brotaban pelos y cerdas revueltas que le bajaban de los orificios de la nariz para entrelazarse con el bigote, en otro tiempo toda una moda entre los hombres hirsutos, pero ya no, por desgracia. Ojos muy juntos y desvaídos, el blanco de color amarillo desde hacía tanto tiempo que ya no estaba seguro de si alguna vez había sido de otro color. Le quedaban unos cuantos dientes frontales, cuatro en total, uno arriba y tres abajo. Pero mejor que su mujer, que había perdido los dos últimos al chocar con una pared mientras vaciaba un barril de cerveza, la espita de latón le habían arrancado los dos huérfanos de cuajo, y si después no se hubiera asfixiado con los malditos, todavía estaría con él, bendita fuera. Cuando estaba sobria trabajaba como una mula y mordía con la misma fuerza, dos talentos que le habían sido muy útiles para servir las mesas.

Pero qué solitaria se había hecho su vida, la verdad, y entonces entra sin prisas esa gloriosa y seductora capitana pirata. Muchísimo mejor que esos extranjeros que entraban y salían del palacio de Brullyg Temblor como si fuera su casa ancestral, y después se pasaban las noches allí, encorvados sobre la mesa de juegos, la mesa más grande de toda la puñetera taberna, si no te importa, con una sola jarra de cerveza que les duraba la noche entera por muchos que se apiñaran alrededor de aquella extraña partida extranjera que no parecía terminar nunca.

Oh, él había exigido la parte que le correspondía y ellos le pagaban sin rechistar, aunque él no le encontraba sentido alguno a las reglas de juego. ¡Y cómo iban y venían esas peculiares monedas rectangulares! Pero lo que sacaba con la taberna no merecía la pena. Una partida normal del Cucharón de Bale una noche cualquiera dejaba el doble para la casa. Y la cerveza corría como el agua, un jugador no tenía que tener el cerebro despejado para jugar al Bale, bendito fuera el Errante. Así que esos extranjeros eran peores que terrones de musgo horadando una roca, como solía decir su querida esposa siempre que él se sentaba para descansar un poco.

A contemplar la vida, mi amor. Contempla este puño, querido marido. Era tremenda, sencillamente tremenda. Qué silencioso está todo desde que esa espita le hizo tragar los dientes.

—Muy bien, Ballant —dijo Skorgen Kaban con una repentina ráfaga de aliento cervecero cuando se inclinó sobre la mesa—. Vienes a sentarte con nosotros cada puñetera noche. Y te quedas ahí sentado. Sin decir nada. Eres el tabernero más hermético que he conocido jamás.

—Deja al hombre en paz —dijo la capitana—. Está de luto. El dolor no necesita palabras que lo acompañen. De hecho, palabras es lo último que necesita el dolor, así que límpiate esos mocos, Guapo, y cierra el agujero con dientes que tienes debajo.

El primer oficial agachó la cabeza.

—Eh, que yo no sé na de lutos, capitana. —Utilizó el dorso de un puño para limpiarse los agujeros húmedos que tenía donde antes estuvo la nariz y se dirigió a Ballant—: Tú siéntate ahí, tabernero, y sigue sin decir nada a nadie todo el tiempo que quieras.

Ballant hizo un esfuerzo por apartar la mirada de adoración de la capitana el tiempo suficiente para asentir y sonreírle a Skorgen Kaban, después volvió a mirar a Shurq Elalle.

El diamante que tenía en la frente resplandecía a la luz amarillenta del farol como un sol diminuto, la joya en su ceño (oh, esa tendría que recordarla), pero el caso era que estaba frunciendo el ceño y eso nunca era bueno. No cuando se trataba de una mujer.

—Guapo —decía en ese momento en voz baja—, ¿tú te acuerdas de un par de ésos de la Guardia Carmesí, los del pelotón? El que era muy moreno, un color como más terroso que un edur. Y el otro, con esa piel de tono azul desvaído, un mestizo isleño, dijo.

—¿Qué pasa con ellos, capitana?

—Bueno. —Shurq señaló con la cabeza a los extranjeros que estaban en la mesa de juego al otro lado de la sala—. Ésos. Hay algo que me recuerda a esos dos del pelotón de Barras de Hierro. No solo la piel, sino también los gestos, el modo en que se mueven, incluso algunas de las palabras que he alcanzado a oír en el idioma que hablan. Solo… ecos extraños. —Clavó la mirada oscura pero luminosa en Ballant—. ¿Qué sabes de ellos, tabernero?

—Capitana —objetó Skorgen—, que está de luto…

—Calla, Guapo. Ballant y yo estamos sosteniendo una conversación intrascendental.

Sí, de lo más intrascendental, y eso que el diamante lo cegaba, y ese maravilloso aroma especiado que era su aliento hacía que le diera vueltas la cabeza como el mejor de los licores. Ballant parpadeó, se lamió los labios (saboreó sudor) y contestó.

—Tienen un montón de reuniones privadas con Brullyg Temblor. Después bajan aquí y pierden el tiempo.

Hasta el rezongo de respuesta de aquella mujer era encantador.

Skorgen lanzó un bufido (húmedo), estiró la mano buena y limpió la mesa.

—¿Te lo puedes creer, capitana? ¡Brullyg es un viejo amigo tuyo y tú no puedes siquiera pasar a verlo mientras que un puñado de extranjeros corrientes y molientes le come la oreja todo el día y encima a diario! —Se levantó a medias—. Estoy pensando en tener unas palabritas con estos…

—Siéntate, Guapo. Algo me dice que no quieres meterte con esa gente. A menos que te apetezca perder otra parte del cuerpo. —El ceño femenino se profundizó y a punto estuvo de tragarse el diamante—. Ballant, has dicho que pierden el tiempo, ¿no? Bueno, eso sí que es curioso. Las personas como ellos no pierden el tiempo. No. Están esperando. Algo o a alguien. Y esas reuniones con ese Temblor, es lo más parecido a una negociación, el tipo de negociación que Brullyg no puede rehuir.

—Eso no suena demasiado bien, capitana —murmuró Skorgen—. De hecho, a mí me pone nervioso. A quién le importan las avalanchas de hielo… Brullyg no echó a correr cuando la vio bajar…

Shurq Elalle dio un golpe en la mesa.

—¡Eso es! Gracias, Guapo. Fue algo que dijo una de esas mujeres. Brevedad o Sucinta, una de ellas. Hicieron retroceder el hielo, claro que sí, pero no gracias al puñado de magos que trabajan para los temblor. No, fueron esos extranjeros los que salvaron esta puñetera isla. Y por eso Brullyg no puede darles con la puerta en las narices. No es una negociación porque son ellos los únicos que hablan. —Shurq se había ido echando hacia atrás poco a poco—. No me extraña que Temblor no quiera verme, que el Errante nos lleve, me sorprendería que estuviera vivo siquiera…

—No, está vivo —dijo Ballant—. Por lo menos hay gente que lo ha visto. Además, le gusta la cerveza de Fent y me pide un barril cada tres días sin falta, y eso no ha cambiado. Pero si solo ayer… —La capitana se volvió a inclinar hacia delante.

—Ballant, la próxima vez que te digan que lleves uno, deja que seamos aquí el Guapo y yo los que lo llevemos.

—Bueno, no podría negarte nada, capitana —dijo Ballant, y sintió que se ponía colorado.

Pero la mujer se limitó a sonreír.

Al tabernero le gustaban esas conversaciones intrascendentes. No muy diferentes de las que solía tener con su mujer. Y… sí, ahí estaba, esa repentina sensación de que un abismo enorme y abierto lo estaba esperando. Lo invadió la nostalgia y se le llenaron los ojos de agua.

¿Atormentado, maridito? Un solo golpe de este puño y se derrumba cualquier tormento, eso lo sabes, marido, ¿verdad?

Oh, sí, mi amor.

Qué raro, a veces podría jurar que su mujer no se había ido. Muerta o no, todavía tenía dientes.

Un moho de color gris azulado llenaba pozos en el hielo podrido, como si fuera el pelo de la nieve que se desprendía con la estación cuando el calor brillante del sol devoraba el glaciar. Pero el invierno, cuando llegara, haría poco más que ralentizar la desintegración inexorable. Ese río de hielo se estaba muriendo, una era que retrocedía.

Seren Pedac no era demasiado consciente de la era que estaba por llegar, puesto que tenía la sensación de que se estaba ahogando en su nacimiento, que la arrastraba el barro y los desechos de los escombros largo tiempo congelados. De forma periódica, a medida que su discorde y siempre enfadado grupo iba subiendo por las montañas Rosazul, oían el derrumbe atronador de lejanos acantilados de hielo que cedían bajo el asedio del sol; y por todas partes el agua atravesaba en torrentes la roca desnuda, iba tosiendo por canales y fisuras, pasaba como un rayo a su lado en su descenso hacia la oscuridad (el viaje al mar recién comenzado), cruzaba rauda cuevas subterráneas, gargantas en sombras y bosques empapados.

El moho estaba soltando esporas y eso había desencadenado la reacción de los sentidos de Seren: tenía la nariz taponada, la garganta seca e irritada y la atormentaban ataques de estornudos que habían resultado ser lo bastante divertidos como para arrancarle una sonrisa de comprensión incluso a Temor Sengar. Esa simple insinuación de comprensión se ganó el perdón de la corifeo; el placer que los otros derivaban de su incomodidad no merecía más que pagarles con la misma moneda cuando surgiera la oportunidad, y ella estaba segura de que surgiría.

El sentido del humor de Silchas Ruina, por supuesto, brillaba por su ausencia, al menos que ella viera. Y si lo tenía, su sequedad superaba a la del desierto. Además, caminaba por delante con ventaja suficiente como para ahorrarse los ataques de estornudos; él marchaba con el tiste andii, Clip, a solo unas zancadas por detrás, como un gorrión acosando a un halcón. De vez en cuando algún fragmento del monólogo de Clip flotaba hasta donde Seren y sus compañeros se esforzaban por seguirlos, y si bien estaba claro que estaba intentando hacer picar al hermano de su dios, era igual de evidente que la espada mortal del señor de las Alas Negras no había, como había comentado Udinaas, acertado con el cebo.

Cuatro días ya de esa búsqueda por el norte destrozado, trepando por el espinazo de las montañas. Rodeando enormes masas de hielo roto que se deslizaban, casi de forma perceptible, ladera abajo entre terribles gemidos y jadeos. Los leviatanes están heridos de muerte, había comentado Udinaas una vez, y no se irán en silencio.

El hielo fundido exudaba un hedor que iba más allá del mordisco acre de las esporas del moho. Detritos putrefactos: vegetación y barro congelado durante siglos; los cadáveres marchitos de animales, algunos de ellos bestias extintas largo tiempo atrás, que dejaban a su paso pellejos retorcidos de pelo quebradizo que cada susurro del viento lanzaba por los aires, huesos fracturados y cavidades abombadas llenas de gases que al final estallaban, siseando con un aliento fétido. No era de extrañar que el cuerpo de Seren Pedac se rebelase.

Resultó que las montañas migratorias de hielo eran motivo suficiente para el casi pánico de los habitantes tiste andii del monasterio subterráneo. La profunda garganta que marcaba la entrada del lugar santo se bifurcaba como un árbol hacia el norte, y por cada rama se iba arrastrando nieve compacta y enormes bloques de hielo, con torrentes de hielo fundido proporcionando la grasa suficiente para acelerar su migración al sur. Y había magia fétida en ese hielo, restos de un antiguo ritual todavía lo bastante poderoso como para derrotar a los Magos de Ónice.

Seren Pedac sospechaba que había algo más en ese viaje, y en la presencia de Clip, de lo que habían querido hacerles creer a ella y a sus compañeros. Nos dirigimos al corazón de ese ritual, al núcleo que queda. Porque allí nos aguarda un secreto.

¿Clip pretende hacer pedazos el ritual? ¿Qué ocurrirá si lo hace?

¿Y si hacerlo supone nuestra ruina? ¿El fin de nuestras posibilidades de encontrar el alma de Scabandari Ojodesangre, de liberarla?

Estaba empezando a temer el fin de ese viaje.

Correrá la sangre.

Envuelto en las pieles que les habían proporcionado los andii, Udinaas caminaba a su lado.

—Corifeo, he estado pensando.

—¿Es eso inteligente?

—Pues claro que no, pero no es como si pudiera evitarlo. Lo mismo te pasa a ti, estoy seguro.

Seren hizo una mueca antes de contestar.

—Ya no hay razón para mi presencia. Clip es el que lidera ahora. Y yo… yo no sé por qué sigo caminando en vuestra sórdida compañía.

—¿Así que te estás planteando dejarnos?

La corifeo se encogió de hombros.

—No lo hagas —dijo Temor Sengar detrás de ellos.

Sorprendida, ella se volvió a medias.

—¿Por qué?

El guerrero pareció incómodo con lo que acababa de decir y dudó.

¿Qué misterio es éste?

Udinaas se echó a reír.

—Su hermano te ofreció una espada, corifeo. Temor entiende… que no fue solo conveniencia. Ni que tú la cogieras, apostaría…

—Eso no lo sabes —dijo Seren, intranquila de repente—. Trull habló… me aseguró que no era nada más…

—¿Esperas que todo el mundo hable sin rodeos? —preguntó el antiguo esclavo—. ¿Esperas que alguien hable sin rodeos? ¿En qué clase de mundo habitas, corifeo? —Se echó a reír—. No es el mismo que el mío, eso seguro. Por cada palabra que decimos, ¿acaso no hay un millar que no se dicen? ¿Acaso no decimos con frecuencia una cosa y queremos decir la contraria? Mujer, míranos, mírate a ti misma. Nuestras almas bien podrían estar atrapadas dentro de un torreón encantado. Es verdad, lo construimos nosotros, cada uno de nosotros, con nuestras propias manos, pero hemos olvidado la mitad de las habitaciones, nos perdemos por los pasillos. Tropezamos con cuartos donde reina un calor abrasador y retrocedemos tambaleándonos, no vaya a ser que nuestras emociones nos asen vivos. Otros lugares son fríos como el hielo, tan fríos como esta tierra helada que nos rodea. Y otros permanecen por siempre oscuros, ningún farol funciona, todas las velas mueren como si les faltara el aire y tanteamos por la habitación, chocamos con muebles y muros que no vemos. Nos asomamos a las ventanas altas, pero desconfiamos de todo cuanto contemplamos. Nos armamos contra fantasmas irreales, pero las sombras y los susurros nos hacen sangrar.

—Menos mal que hay mil palabras por cada una de esas que han quedado sin decir —murmuró Temor Sengar—, no vaya a ser que nos encontremos en el crepúsculo de toda existencia antes de que hayas terminado.

Udinaas respondió sin volverse.

—Arranqué el velo del motivo que tenías, Temor, para pedirle a la corifeo que se quedase. ¿Lo niegas? Para ti es la prometida de tu hermano. Y que se dé la casualidad de que él está muerto no significa nada, porque, al contrario que tu hermano menor, tú eres un hombre de honor.

Un gruñido de sorpresa de Udinaas cuando Temor estiró el brazo y agarró al antiguo esclavo, las manos cerrándose alrededor de los pliegues de pelo de la túnica. Una oleada de ira mandó a Udinaas despatarrado por el pedregal embarrado.

Cuando el tiste edur giró en redondo para abalanzarse sobre el letherii, que se había quedado sin aliento, Seren Pedac se interpuso en su camino.

—Para. Por favor, Temor. Sí, sé que se lo merecía. Pero… para.

Udinaas se las había arreglado para incorporarse y Tetera se había agachado a su lado e intentaba limpiarle las manchas de barro de la cara. El esclavo tosió y después habló.

—Es la última vez que te hago un cumplido, Temor.

Seren se volvió hacia el antiguo esclavo.

—Fue un cumplido bastante cruel, Udinaas. Y estoy de acuerdo, no vuelvas a decir algo así. Jamás. No si valoras tu vida…

Udinaas escupió arena y sangre.

—Ah, mira por donde nos hemos tropezado con una sala oscura. Y, Seren Pedac, ahí no eres bienvenida. —Se incorporó—. Estás advertida. —Alzó la mirada y posó una mano en el hombro de Tetera. Sus ojos, brillantes de repente, ávidos, examinaron a Seren y Temor y subieron por la pista hasta donde Silchas Ruina y Clip se encontraban uno junto al otro, contemplando a los que permanecían ladera abajo—. Aquí tenéis una reveladora pregunta, de las que pocos se atreven a pronunciar, por cierto. ¿A cuál de todos nosotros no le ronda el deseo de morir? Quizá deberíamos debatir el suicidio mutuo…

Nadie habló durante media docena de latidos.

—¡Yo no quiero morir! —comentó Tetera entonces.

Seren vio que la sonrisa amarga del antiguo esclavo se deshacía, se derrumbaba de repente en un dolor innegable, antes de darse la vuelta.

—Trull era ciego a su propia verdad —le dijo Temor a la corifeo en voz baja—. Yo estaba allí, corifeo. Sé lo que vi.

La mujer se negó a mirarlo a los ojos. Fue pura conveniencia. ¿Cómo podía un guerrero así proclamar su amor por mí? ¿Cómo podía creer siquiera que me conocía lo suficiente para eso?

¿Y por qué puedo ver su rostro con tanta claridad en mi mente como si se encontrara ante mí? Es verdad que algo me ronda. Oh, Udinaas, tenías razón. Temor es un hombre de honor, tanto que nos rompe el corazón a todos.

Pero, Temor, no sirve de nada honrar a alguien que está muerto.

—Trull está muerto —dijo Seren, y se sorprendió de su propia brutalidad cuando vio a Temor estremecerse de forma visible—. Está muerto. —Y yo también. No tiene ningún sentido honrar a los muertos. He visto demasiado para creer lo contrario. Llora el potencial perdido, el fin de las posibilidades, la desaparición eternamente silenciosa de la promesa. Llora eso, Temor Sengar, y entenderás al fin que el dolor no es más que un espejo que uno se lleva a la cara.

Y cada lágrima brota de las decisiones que nosotros mismos no tomamos.

Cuando yo lloro, Temor, ni siquiera puedo ver cómo surge mi propio aliento, ¿qué te dice eso?

Echaron a andar otra vez. En silencio.

Cien pasos por encima del grupo, Clip hacía girar su cadena y sus anillos.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó.

—Has vivido demasiado tiempo en tu bonita cueva —dijo el tiste andii de piel blanca.

—Oh, yo salgo muchas veces. Me voy de juerga por Rosazul… los dioses sabrán cuántos bastardos habrá cocido mi semilla. Pero si…

—Un día, espada mortal —lo interrumpió Silchas Ruina—, descubrirás qué corta más que cualquier arma de hierro.

—Sabias palabras del que todavía huele a túmulos y telarañas podridas.

—Si los muertos pudieran hablar, Clip, ¿qué te dirían?

—Poco, imagino, aparte de quejarse de esto y aquello.

—Quizá, entonces, es todo lo que te mereces.

—Ah, así que me falta honor, ¿eh?

—No sé muy bien lo que te falta —respondió Silchas Ruina—, pero estoy seguro de que lo comprenderé antes de que hayamos acabado.

Anillos y cadena dieron un golpe seco.

—Aquí vienen. ¿Continuamos subiendo?

Había tanto que Toc el Joven (Anaster, Primogénito de la Semilla Muerta, el Tres Veces Cegado, Elegido por los Dioses Lobo, el Desafortunado) no deseaba recordar. Su otro cuerpo, para empezar; el cuerpo en el que había nacido, el primer hogar de su alma. Explosiones contra Engendro de Luna sobre la ciudad condenada de Pale, fuego y un calor abrasador, llameante… Ah, no te pongas ahí. Y después esa puñetera marioneta, Mechones, que lo había entregado al olvido, y luego su alma había encontrado un jinete, otra fuerza, un lobo, tuerto y abrumado por el dolor.

Cómo había ansiado su muerte el vidente painita. Toc recordaba la jaula, esa prisión espiritual, y el tormento a medida que rompían su cuerpo, lo sanaban y después lo volvían a romper, un proceso sin aparente fin. Pero esos recuerdos, el dolor y la angustia, persistían como poco más que nociones abstractas. Sin embargo, mutilado y retorcido como había estado ese cuerpo, al menos era mío.

Quítate años, surca de repente sangre nueva, siente esos miembros extraños tan vulnerables al frío. Despertar en la carne de otro, comenzar contra los recuerdos de otros músculos, luchar con los que han desaparecido de repente. Toc se preguntó si alguna otra alma mortal se había tambaleado alguna vez por ese sendero torturado. La piedra y el fuego lo habían marcado, como le había dicho una vez Tool. Perder un ojo concede el don de la visión preternatural. ¿Y qué tal dejar un cuerpo usado por otro más joven y más sano? Pues claro que era un regalo, así lo deseaban los lobos, ¿o era Zorraplateada?

Pero espera, echa un vistazo mejor a ese Anaster, que perdió un ojo, le dieron uno nuevo y lo volvió a perder, cuya mente (antes de que la rompieran y desecharan) estaba retorcida de terror, acosada por el amor terrible de una madre; que había vivido la vida de un tirano entre caníbales; oh, sí, mira con atención estos miembros, los músculos de debajo, y recuerda: este cuerpo ha crecido comiendo carne humana. Y esta boca, tan impaciente con sus palabras, ha saboreado los jugos suculentos de los suyos, ¿te acuerdas de eso?

No, no se acordaba.

Pero el cuerpo sí. Conoce el hambre y el deseo en el campo de batalla, caminar entre los muertos y morir, ver la carne desgarrada, los huesos que sobresalen, oler el hedor a sangre derramada. Oh, cómo se hace la boca agua.

Bueno, todo el mundo tenía sus secretos. Y pocos son dignos de compartirse. A menos que disfrutes perdiendo amigos.

Cabalgaba aparte de la fila, ocupándose de forma ostensible de escoltar un flanco, como había hecho siendo soldado, mucho tiempo atrás. El ejército lezna de Mascararroja, unos catorce mil guerreros, y en la recua de apoyo la mitad de eso (herreros, sanadores, esposas, ancianos, mujeres viejas, los cojos y recién nacidos, y, por supuesto, unos veinte mil rodaras). Junto con carretas, travesaños y casi tres mil perros pastores y los cazalobos, esos perros más grandes que los leznas llamaban «de tiro». Si algo podía desencadenar un miedo frío en Toc eran esas bestias. Demasiadas, con mucho, y pocas veces recibían alimento; se desplazaban en manadas que derribaban a toda criatura que se encontraran en las llanuras en leguas a la redonda.

Pero no olvidemos a los k’chain che’malle. Vivitos y coleando. Tool (o quizá había sido lady Envidia) le había dicho que llevaban extintos miles de años, decenas, centenas de miles, incluso. Su civilización era polvo. Y heridas en el cielo que nunca se curan; ése sí que es un detalle que merece la pena recordar, Toc.

Las enormes criaturas formaban la escolta de Mascararroja en la cabeza de la vanguardia; no había riesgo de asesinato, eso era seguro. El macho, Sag’Churok, era un cazador k’ell, criado para matar, la guardia de élite de una matrona. ¿Entonces dónde está la matrona? ¿Dónde está su reina?

Quizá fuera la joven hembra que acompañaba al k’ell, Gunth Mach. Toc le había preguntado a Mascararroja cómo había llegado a saber sus nombres, pero el caudillo no le había respondido. Cabrón reservado. Un líder debe tener sus secretos, quizá más que cualquier otro. Pero los secretos de Mascararroja me están volviendo loco. ¡Que son k’chain che’malle, por el amor del Embozado!

Tras su expulsión, el joven guerrero se había internado en los yermos orientales. Eso decían los relatos, aunque tras esa primera frase el relato en realidad no iba a ninguna parte, ya que apenas se sabía nada más de las aventuras de Mascararroja durante esas décadas. Y sin embargo, en algún momento, este hombre se puso una máscara de escamas rojas. Y se buscó unos k’chain che’malle de carne y hueso. Unos k’chain che’malle que no lo hicieron picadillo. Que de algún modo le comunicaron sus nombres. Y después le juraron lealtad. ¿Qué es, entonces, en esta historia lo que en realidad no me gusta?

Pues más o menos todo.

Los yermos orientales. La descripción típica de un lugar que a los dadores de nombres les pareció inhóspita o inconquistable. No podemos reclamarla, así que no vale nada, una tierra yerma, un yermo. ¡Ja, y pensabais que nos faltaba imaginación!

Frecuentada por fantasmas, o demonios, la tierra reventada, donde cada brizna de hierba se aferra a la vecina en abyecto terror. La luz del sol es más oscura, su calidez más fría. Las sombras están manchadas. El agua es salobre y es muy posible que venenosa. Los bebés de dos cabezas son comunes. Toda tribu necesitaba un lugar así. Para que los caudillos heroicos se internen en alguna búsqueda peligrosa repleta de oscuras motivaciones que podía moldearse con facilidad para convertirla en fábulas con moraleja. Y, por desgracia, esta fábula concreta está lejos de haber terminado. El héroe tiene que volver, tiene que liberar a su pueblo. O aniquilarlo.

Toc tenía sus recuerdos, un campo de batalla entero y, como último hombre que había quedado en pie, no se hacía muchas ilusiones de grandeza, ya fuera como testigo o como actor. Así que este único ojo no puede evitar mirar de soslayo. ¿Es de extrañar que me haya dado por la poesía?

Habían hecho pedazos a las Espadas Grises. Los habían masacrado. Sí, habían entregado sus vidas con sangre suficiente como para pagar el «peaje de los mastines», como acostumbraban a decir los gadrobi. ¿Pero qué habían significado sus muertes? Nada. Un desperdicio. Pero allí cabalgaba él, en compañía de los que los habían traicionado.

¿Ofrece Mascararroja la redención? Es cierto que promete la derrota de los letherii, pero los letherii no eran enemigos nuestros, no hasta que aceptamos el contrato. Entonces, ¿qué se redime? ¿La extinción de las Espadas Grises? Oh, tengo que hacer mil y una acrobacias para unir esas dos cosas, ¿y cómo me va hasta el momento?

Mal. Ni un solo susurro de rectitud, ningún cuervo grazna en mi hombro cuando marchamos a la guerra.

Oh, Tool, no me vendría mal tu amistad ahora mismo. Una cuantas lacónicas palabras sobre la futilidad para animarme.

Habían matado a veinte myrid, los habían destripado y desollado, pero no los habían colgado para drenar la sangre. Las cavidades donde habían tenido los órganos las habían rellenado con tubérculos de la zona que habían rehogado sobre piedras calientes. Después envolvieron los cadáveres en pieles y los cargaron en una carreta que se mantenía aparte de todas las demás de la comitiva. Planes de Mascararroja para la batalla inminente. No más peculiares que todos los demás. Ese hombre se ha pasado años pensando en esta guerra inevitable. Cosa que me pone nervioso.

Eh, Tool, se diría que después de todo lo que he pasado y sufrido ya no me quedarían nervios. Pero yo no soy Whiskeyjack. Ni Kalam. No, para mí cada vez es peor.

Marchamos a la guerra. Otra vez. Parece que el mundo quiere que sea soldado.

Bueno, pues que le den por el culo al mundo.

—Un hombre atormentado —dijo el anciano con un rezongo entrecortado, levantó una mano y se rascó la salvaje cicatriz roja que le estropeaba el cuello—. No debería estar con nosotros. Misterioso en la oscuridad, ése. Sueña con correr con lobos.

Mascararroja se encogió de hombros y se preguntó una vez más qué quería aquel viejo de él. Un anciano que no temía a los k’chain che’malle, que era tan osado que incluso metía su antiguo caballo entre Mascararroja y Sag’Churok.

—Deberías haberlo matado.

—No te he pedido consejo, anciano —dijo Mascararroja—. Se le debe un respiro. Debemos redimir a nuestro pueblo ante sus ojos.

—No tiene sentido —soltó de repente el viejo—. Mátalo y no tenemos que redimirnos ante nadie. Mátalo y somos libres.

—No se puede huir del pasado.

—¿Ah no? Esa creencia debe de saberle muy amarga a alguien como tú, Mascararroja. Mejor te deshaces de ella.

Éste se giró poco a poco hacia el hombre.

—De mí, anciano, no sabes nada.

Una sonrisa retorcida.

—Por desgracia, sí que lo sé. No me reconoces, Mascararroja. Deberías.

—Eres renfayar, mi tribu. Llevas la misma sangre que Masarch.

—Sí, pero soy más que eso. Soy viejo. ¿Entiendes? Soy el más anciano de nuestro pueblo, el último que queda… que estaba allí, que recuerda. Todo. —La sonrisa se ensanchó y reveló unos dientes podridos, una lengua puntiaguda roja, casi violeta—. Conozco tu secreto, Mascararroja. Sé lo que ella significaba para ti, y sé por qué. —Los ojos resplandecieron, negros y ribeteados de rojo—. Será mejor que me temas, Mascararroja. Será mejor que escuches mis palabras, mi consejo. Cabalgaré junto a ti, ¿de acuerdo? Desde este momento hasta que llegue el día de la batalla. Y yo hablaré con la voz de los leznas, mi voz será la voz de sus almas. Y has de saber algo, Mascararroja: no toleraré que los traicionen. Ni tú, ni ese desconocido tuerto y sus lobos sedientos de sangre.

Mascararroja estudió al anciano un momento más y después clavó de nuevo la mirada en el camino.

Una carcajada suave, áspera, a su lado.

—No te atreves a decir nada. No te atreves a hacer nada. Soy una daga que se cierne sobre tu corazón. No me temas, no hace falta, a menos que pretendas algún mal. Te deseo gran gloria en esta guerra. Deseo el fin de los letherii, para siempre. Quizá tal gloria llegue por tu mano, juntos tú y yo, luchemos por eso, ¿eh?

Un largo momento de silencio.

—Habla, Mascararroja —rezongó el anciano—. No vaya a sospechar que me desafías.

—El fin de los letherii, sí —dijo al fin Mascararroja con voz ronca—. Victoria para los leznas.

—Bien —gruñó el viejo—. Bien.

El mundo mágico había terminado de forma abrupta, un fin tan repentino como el golpe seco de la tapa de un baúl al cerrarse, un sonido que siempre la había conmocionado, siempre la había dejado paralizada. Allá, en la ciudad, ese lugar de malos olores y ruido, había habido un mayordomo, un tirano, que daba caza a los niños esclavos que, en sus propias palabras, lo habían decepcionado. Pasar una noche en los confines mohosos de la caja de bronce les enseñaría una cosa o dos, ¿verdad?

Stayandi había sufrido una de esas noches, encerrada en una oscuridad estrecha, dos meses o así antes de que los esclavos se unieran a los colonos en las llanuras. El tintineo sólido de la tapa le había parecido de verdad el fin del mundo. Sus chillidos habían llenado el aire sofocante del baúl hasta que algo se le rompió en la garganta, hasta que cada grito no fue más que un siseo de aire.

Desde ese día se había quedado muda, pero al final le habían hecho un favor, puesto que la habían elegido para que entrara al servicio de la señora como aprendiz de doncella. Después de todo, ningún secreto traspasaría sus labios. Y todavía estaría allí, si no hubiera sido por el caserío.

Un mundo mágico. Tanto espacio, tanto aire. La libertad de los cielos azules, el viento interminable y la oscuridad iluminada por un sinfín de estrellas; jamás había imaginado que existía un mundo así, y a su alcance.

Y entonces, una noche, todo terminó. Una pesadilla fiera convertida en realidad entre gritos y matanzas.

Abasard…

Había huido en medio de la oscuridad, aturdida por la certeza de su muerte, la de su hermano, que se había arrojado en el camino del demonio, su hermano, que había muerto en su lugar. Los pies desnudos, ligeros como plumas, se la llevaron; el siseo de las hierbas pronto fue el único sonido que llegó a sus oídos. El resplandor de las estrellas, la llanura bañada con una luz plateada, el viento enfriando el sudor de su piel.

En su mente, sus pies la llevaron a través de todo un continente. Lejos del reino de las personas, de esclavos y amos, de rebaños, soldados y demonios. Se había quedado sola, testigo de una sucesión de amaneceres, atardeceres manchados, sola en una llanura que se extendían sin interrupción por todos lados. Vio criaturas salvajes, sobre todo a lo lejos. Liebres veloces, antílopes que observaban desde los riscos, halcones dibujando círculos en el cielo. Por la noche oía el aullido de los lobos y los coyotes y, una vez, el bramido gutural de un oso.

No comía, y las punzadas de hambre no tardaron en pasar, de modo que flotaba y todo lo que sus ojos presenciaban brillaba con una claridad luminosa. El agua la lamía de hierbas cargadas de rocío, de los hoyos dejados por las huellas de ciervos y alces en las cuencas, y una vez encontró un manantial casi oculto por densos matorrales en los que aleteaban cientos de pájaros diminutos. Habían sido sus trinos lo que le había llamado la atención.

Una eternidad de carreras más tarde se había caído. Y no había encontrado fuerzas para levantarse otra vez, para reanudar el maravilloso viaje por esa tierra resplandeciente.

Llegó con sigilo la noche y, no mucho después, apareció el pueblo de cuatro patas. Vestían pieles que olían a viento y polvo y se reunieron muy cerca, se echaron y compartieron la calidez de sus mantos gruesos y blandos. Había pequeños entre ellos, bebés diminutos que se arrastraban como sus padres, retorciéndose y acurrucándose contra ella.

Y cuando los pequeños se alimentaron de leche, también se alimentó Stayandi.

El pueblo de cuatro patas era tan mudo como ella, hasta que comenzaron sus lúgubres llantos, cuando la noche estaba en su momento más oscuro; llantos que ella sabía que eran para invocar al sol.

Se quedaron con ella, guardianes con sus dones de calor y alimento. Después de la leche, hubo carne. Cadáveres aplastados, mutilados (ratones, musarañas, una serpiente sin cabeza), ella comió todo lo que le daban, huesecillos que le crujían en la boca, pelo húmedo y piel correosa.

Eso también le pareció intemporal, algo para siempre. Los adultos iban y venían. Los pequeños crecieron y se hicieron más fornidos, y ella empezó a gatear con ellos cuando llegó el momento de vagar.

Cuando apareció el oso y se abalanzó sobre ellos, ella no tuvo miedo. El animal quería a los pequeños, eso era obvio, pero los adultos lo atacaron y lo expulsaron. Su pueblo era fuerte, audaz. Eran ellos los que dominaban ese mundo.

Hasta que una mañana despertó y se encontró sola. Se obligó a incorporarse sobre las patas traseras, un gimoteo indefenso le brotaba de la garganta con sacudidas de dolor, y examinó la tierra en todas direcciones…

Y vio al gigante. Desnudo de cintura hacia arriba, el tono profundo de la piel curtida por el sol casi oculto por completo bajo una pintura blanca, pintura que le transformaba en hueso el pecho, los hombros y la cara. Los ojos, cuando se acercó más, eran pozos negros en la máscara endurecida del cráneo. Llevaba armas: una lanza larga, una espada con una hoja ancha y curva. El pelo del pueblo de cuatro patas le envolvía las caderas, y los pequeños pero letales cuchillos que colgaban en un collar alrededor del cuello del guerrero también pertenecían a su pueblo.

Asustada, enfadada, le enseñó los dientes al desconocido y se encogió en el pliegue de un pequeño montecillo; no había sitio al que huir, sabía que él podría cogerla sin esfuerzo. Sabía que otro más de sus mundos se había hecho pedazos. El miedo se había convertido en su caja de bronce, y estaba atrapada, era incapaz de moverse.

La estudió un rato, ladeó la cabeza cuando ella chasqueó de repente la boca y gruñó. Después, poco a poco, se agachó hasta que sus ojos quedaron al mismo nivel que los de ella.

Y ella se quedó callada.

Recordando… cosas.

No eran ojos amables, pero eran, lo sabía, como los suyos. Al igual que su rostro lampiño bajo esa pintura letal.

Ella había huido, recordó entonces, hasta que pareció que su mente esquiva había dejado atrás su cuerpo de carne y hueso y había salido disparada hacia algo desconocido e incognoscible.

Y ese rostro salvaje que tenía enfrente estaba recuperando poco a poco su mente. Y comprendió entonces quiénes eran el pueblo de cuatro patas, lo que eran. Recordó lo que era erguirse, correr sobre dos piernas en lugar de a cuatro patas. Recordó un campamento, la excavación de pozos para las bodegas, la primera de las casas de muros de terrones. Recordó a su familia, a su hermano, y la noche que llegaron los demonios para llevarse todo eso.

Tras un momento de silenciosa contemplación mutua, él se irguió, reunió una vez más las armas y el equipo y echó a andar.

Ella dudó y al cabo se levantó.

Y, a distancia, lo siguió.

Él caminaba hacia el sol naciente.

Toc se rascó el agujero abierto y lleno de cicatrices donde había tenido un ojo y observó a los niños que corrían de un lado a otro, las primeras hogueras comenzaban a encenderse. Los ancianos pasaban cojeando con ollas de hierro y alimentos envueltos; era un pueblo enjuto y fuerte, curtido por los elementos, pero los días de marcha habían amortiguado el fuego de sus ojos, y más de uno y de dos reñían a los más pequeños que pasaban demasiado cerca.

Vio a Mascararroja, seguido por Masarch, Natarkas y otro que lucía la pintura facial roja, aparecer cerca de la zona reservada para la yurta del caudillo. Al ver a Toc, Mascararroja se acercó.

—Dime, Toc Anaster, tú flanqueaste nuestra marcha por el norte en este día, ¿viste rastros?

—¿De qué clase?

Mascararroja se volvió al compañero de Natarkas.

—Torrente cabalgó al sur. Distinguió unas huellas que seguían el rastro de un antílope, una docena de hombres a pie…

—O más —dijo el llamado Torrente—. Eran hábiles.

—No eran letherii, entonces —supuso Toc.

—Calzados con mocasines —respondió Mascararroja, su tono traicionaba una pequeña irritación por la interrupción de Torrente—. Altos, pesados.

—No observé nada parecido —dijo Toc—. Aunque admito que estaba examinando sobre todo el horizonte.

—Instalaremos en este punto nuestro campamento —dijo Mascararroja tras un momento—. Nos encontraremos con los letherii a tres leguas de aquí, en un valle conocido como Bast Fulmar. Toc Anaster, ¿quieres quedarte con los ancianos y los niños o acompañarnos?

—Ya he visto suficientes campos de batalla, Mascararroja. Dije que me había convertido en soldado de nuevo, pero hasta la comitiva de un ejército necesita guardias, y eso es todo de lo que me veo capaz ahora. —Se encogió de hombros—. Quizá de ahora en adelante.

Los ojos de la máscara de escamas se posaron en Toc durante media docena de latidos, después, poco a poco, se giró.

—Torrente, tú también te quedarás aquí.

El guerrero se puso rígido por la sorpresa.

—Caudillo…

—Comenzarás a adiestrar a esos niños que pronto se someterán a su noche de la muerte. Arcos, cuchillos.

Torrente se inclinó con gesto rígido.

—Como ordenes.

Mascararroja los dejó, seguido por Natarkas y Masarch.

Torrente miró a Toc.

—Mi valor sigue incólume —dijo.

—Todavía eres joven —respondió el otro.

—Tú supervisarás a los niños más pequeños, Toc Anaster. Eso y nada más. Los mantendrás a ellos y a ti mismo fuera de mi camino.

Toc ya estaba harto de aquel hombre.

—Torrente, tú cabalgabas junto a tu antiguo caudillo cuando los leznas nos abandonasteis a merced del ejército letherii. Ten cuidado con tus alardes de valor. Y cuando me acerqué a ti y te rogué por las vidas de mis soldados, tú te diste la vuelta con los demás. Creo que Mascararroja te acaba de tomar la medida, Torrente, y si vuelves a amenazarme, te daré razones para maldecirme… con lo que será tu último aliento.

El guerrero enseñó los dientes en una sonrisa que carecía de humor.

—Todo lo que veo en ese único ojo, Toc Anaster, me dice que ya estás maldito. —Giró en redondo y se alejó.

Bueno, el muy cabrón tiene razón en algo. Así que quizá no se me dé tan bien este toma y daca como me imaginaba. Para estos leznas, es una forma de vida, después de todo. Claro que, a los ejércitos malazanos no se les da nada mal tampoco. No me extraña que nunca llegara a encajar de verdad.

Media docena de chiquillos pasaron a su lado corriendo, seguidos por un pequeñuelo manchado de barro que hacía lo posible por no perderlos. Al ver que la pandilla se desvanecía tras una tienda sin dejar de parlotear, el pequeñuelo se detuvo y dejó escapar un gemido.

Toc lanzó un gruñido. Sí, tú y yo, los dos.

Emitió un ruido grosero y el pequeñuelo lo miró con los ojos muy abiertos. Después se echó a reír.

La cuenca del ojo le volvía a picar muchísimo y Toc se rascó por un instante, al cabo se acercó y lanzó otro ruido grosero. Ah, mira eso, qué inocente placer. Bueno, Toc, disfruta de lo que puedas cuando puedas.

Mascararroja se encontraba al borde mismo del extenso campamento, estudiando el horizonte del sur.

—Hay alguien ahí fuera —dijo en voz baja.

—Eso parece —dijo Natarkas—. Desconocidos que recorren nuestra tierra como si fuera suya. Caudillo, has ofendido a Torrente…

—Torrente debe aprender lo que significa el respeto. Y eso hará, como maestro de armas de una veintena de adolescentes inquietos. La próxima vez que se una a nosotros, será un hombre más sabio. ¿Desafías mi decisión, Natarkas?

—¿Desafiar? No, caudillo. Pero a veces las sondearé, si veo que necesito entenderlas mejor.

Mascararroja asintió y se dirigió al guerrero que se encontraba a poca distancia.

—Presta atención a esas palabras, Masarch.

—Eso haré —respondió el joven guerrero.

—Mañana —dijo su jefe— llevo a mis guerreros a la guerra. Bast Fulmar.

Natarkas siseó.

—Un valle maldito —dijo al fin.

—Honraremos la sangre derramada allí hace trescientos años, Natarkas. El pasado morirá allí, y a partir de entonces miraremos solo a un nuevo futuro. Nuevo en todos los sentidos.

—Esta otra forma de luchar, caudillo… No veo mucho honor en ella.

—Es cierto. No lo hay. Pero es lo que necesitamos.

—¿Es que la necesidad ha de ser claudicación?

Mascararroja miró al guerrero cuyo rostro estaba pintado a semejanza de su máscara.

—Cuando las costumbres que se rinden no albergan más que la promesa del fracaso, entonces sí. Ha de hacerse. Tienen que desecharse.

—A los ancianos les costará aceptarlo, caudillo.

—Lo sé. Tú y yo ya hemos jugado esta partida antes. Ésta no es su guerra. Es la mía. Y pretendo ganarla.

Se quedaron en silencio mientras el viento, una endecha que cruzaba las hierbas muertas, gemía como un fantasma por la tierra.