Por todas partes que miraba veía signos de guerra en el paisaje. Allí los árboles habían coronado la elevación y habían despachado escaramuzadores ladera abajo para desafiar a esos advenedizos, los matorrales bajos del lecho del río, que había estado seco como un hueso hasta la ruptura de las presas de hielo en lo alto de las montañas, donde el sol salvaje había atacado con una emboscada inesperada, un asedio que abrió una brecha en las antiguas barricadas y desató torrentes de agua sobre las tierras bajas.
Y allí, en ese pliegue del lecho de roca, las antiguas cicatrices de los glaciares se desvanecían bajo musgos que avanzaban, arrastrándose y devorando colonias de líquenes, líquenes que a su vez estaban peleados con sus parientes.
Las hormigas arrojaban puentes que salvaban grietas en la piedra, el aire vibraba con termitas aladas que morían en silencio en las mandíbulas serradas de los rhizanos que giraban y se agachaban para eludir a depredadores todavía más fieros del cielo.
Todas estas guerras proclaman la verdad de la vida, de la propia existencia. Ahora debemos preguntarnos, ¿hemos de excusar todo lo que hacemos citando leyes tan antiguas y ubicuas? ¿O podemos proclamar nuestro libre albedrío desafiando el impulso natural que nos lleva a la violencia, a la dominación y la masacre? Tales eran mis pensamientos (pueriles y cínicos) cuando me alcé triunfante sobre el último hombre que había asesinado; su sangre era un chorro decreciente que bajaba por la hoja de mi espada, mientras en mi alma se hinchaba tal placer que me dejaba temblando…
—Rey Kilanbas en el valle de Pizarra
Tercera Marea de Letheras. Las Guerras de Conquista
Las ruinas de un muro bajo rodeaban el claro, el estropeado basalto de talla basta dividía ringleras de hierbas verdes. Un poco más allá se alzaba un pequeño soto de abedules y álamos jóvenes, cuyas hojas de primavera brillaban y aleteaban en el aire. Detrás del soto, el bosque se espesaba, se oscurecía, los troncos grises de los pinos expulsaban a todo lo demás. Fuera lo que fuera lo que el muro había encerrado, se había desvanecido bajo la marga suave del claro, aunque se veían depresiones en algunos sitios que marcaban sótanos y otras cosas.
El aire soleado parecía girar y arremolinarse, tan densas eran las nubes de insectos voladores, y había una mancha de algo en el aire cálido, sofocante, que dejaba a Sukul Ankhadu con una vaga sensación de inquietud, como si los fantasmas observaran desde los nudos negros de los árboles que los rodeaban. Había buscado con sus sentidos más de una vez sin encontrar nada salvo diminutas chispas de vida (los habitantes naturales de cualquier bosque) y los murmullos bajos de espíritus terrestres, demasiado débiles para hacer mucho más que agitarse con gestos nerviosos en su eterno sueño moribundo. Nada que los preocupara, así pues; mejor.
En pie, cerca de uno de los muros que le llegaban a la pantorrilla, volvió la vista atrás, miró el refugio improvisado y reprimió otra oleada más de irritación e impaciencia.
Liberar a su hermana no debería de haber reportado más que gratitud por parte de la muy zorra. No era que a Sheltatha Sabiduría le hubiera ido muy bien en ese túmulo, la habían dejado sin sentido de una paliza, una paliza que le habían dado Silchas Ruina y un puñetero locqui wyval, y después la habían dejado a medio ahogar en una ciénaga sin fondo de un reino de bolsillo de la memoria de los azath, donde cada momento se estiraba como si fueran siglos, hasta el punto que Sheltatha había salido manchada de forma indeleble por esas aguas oscuras, el cabello de un color rojo quemado, la piel del tono de un betel, tan cerosa y llena de costuras como la de un t’lan imass. Las heridas se abrían sin sangrar. Unas uñas como garras brillaban como caparazones alargados de escarabajos; los ojos de Sukul recaían sobre ellas una y otra vez, como si esperaran que se partieran y revelaran alas de piel exfoliada que arrastrarían los dedos y saldrían girando hacia los cielos.
Y su hermana estaba febril. Día tras día, sumida en un delirio de locura. El diálogo, cualquier tipo de negociación, había sido imposible hasta el momento. Lo único que había conseguido Sukul había sido sacarla de esa ciudad infernal y llevarla hasta allí, un lugar de relativa quietud.
En ese momento observaba el cobertizo que, desde ese ángulo, ocultaba la forma recostada de Sheltatha Sabiduría, una visión que la hacía esbozar una sonrisa forzada. Como residencia, no se podía llamar palacio precisamente, sobre todo dada la sangre real de ambas, si el torrente dracónico que corría por sus venas podía justificar el apelativo, ¿y por qué no habría de hacerlo? Después de todo, no había abundancia de ascendientes dignos en ese reino. Salvo por un puñado de ariscos dioses ancestrales y esos espíritus sin nombre de la piedra, el árbol, la fuente y el arroyo. Seguro que Menandore se ha construido una morada más majestuosa, lista para que alguien se la apropie. Una fortaleza en la montaña, con chapiteles, impenetrable, tan alta que siempre estará envuelta en nubes. Quiero pasear por esos aireados pasillos y llamarlos míos. Nuestros. A menos que no tenga más alternativa que encerrar a Sheltatha en una cripta, donde pueda delirar y chillar sin molestar a nadie…
—Debería arrancarte la garganta.
El graznido, que procedía de debajo del refugio de ramas, provocó un suspiro en Sukul. Se acercó rodeando el refugio hasta que llegó a la parte frontal y pudo mirar dentro. Su hermana se había incorporado, aunque tenía la cabeza inclinada y el largo cabello carmesí le ocultaba la cara. Las largas uñas en el extremo de las manos que colgaban relucían como si chorrearan aceite.
—Te ha bajado la fiebre, eso está bien.
Sheltatha Sabiduría no alzó los ojos.
—¿Ah, sí? Clamé por ti… cuando Ruina se escapaba y luchaba con uñas y dientes, cuando se volvió contra mí, ¡ese cabrón egoísta y cruel! ¡Te llamé!
—Te oí, hermana. Por desgracia, estaba demasiado lejos para hacer nada… en esa lucha tuya. Pero vine al fin, ¿no? Vine y te liberé.
Silencio durante un largo rato y después, la voz otra vez, oscura y brutal.
—Bueno, ¿y dónde está ésa?
—¿Menandore?
—Fue ella, ¿verdad? —Sabiduría alzó la mirada de repente y reveló unos ojos ambarinos, el blanco manchado como de orín. Una mirada espeluznante, con los ojos muy abiertos, buscando algo—. Golpearme por la espalda… yo no sospechaba nada, creí que estabas allí, creí… ¿estabas allí, verdad?
—Fui tan víctima como tú, Sheltatha. Menandore se había preparado durante mucho tiempo para esa traición, una veintena de rituales… para derribarte, para dejarme inerme e incapaz de intervenir.
—Querrás decir que golpeó ella primero. —La afirmación fue una especie de gruñido—. ¿Acaso no estábamos planeando nosotras lo mismo, Sukul?
—Un detalle que ahora carece de relevancia, ¿no?
—Y sin embargo, querida hermana, a ti no te enterró, ¿verdad?
—No gracias a que fuera más hábil que ella. Y tampoco negocié para conseguir mi libertad. No, al parecer Menandore no tenía interés en destruirme. —Sukul podía sentir el gruñido de odio que le retorcía las facciones—. Nunca pensó que valiera mucho. Sukul Ankhadu, la Moteada, la Veleidosa. Bueno, pues está a punto de aprender una lección, ¿no?
—Debemos buscar un azath —dijo Sheltatha Sabiduría, y enseñó los dientes marrones en una mueca fiera—. Debemos hacer que sufra lo que yo sufrí.
—Estoy de acuerdo, hermana. Por desgracia, no hay azath supervivientes en este lugar, me refiero a este continente. Sheltatha Sabiduría, ¿quieres confiar en mí? Tengo algo en mente, una forma de atrapar a Menandore, de lograr la venganza que esperamos desde hace tanto tiempo. ¿Quieres unirte a mí? Como auténticas aliadas, juntas, aquí no hay nada lo bastante potente como para detenernos…
—Idiota, está Silchas Ruina.
—También tengo una respuesta para él, hermana. Pero necesito tu ayuda. Si trabajamos juntas, lograremos la muerte tanto de Menandore como de Silchas Ruina. ¿Confías en mí?
La carcajada de Sheltatha Sabiduría fue dura.
—Desecha esa palabra, hermana. Carece de significado. Exijo venganza. Tienes algo que demostrarnos… a todos. Muy bien, trabajaremos juntas y ya veremos qué pasa. Cuéntame tu magnífico plan, entonces. Dime cómo vamos a aplastar a Silchas Ruina, que carece de igual en este reino…
—Debes vencer el miedo que te inspira —dijo Sukul apartando la mirada, estudió el claro y observó que los haces de luz se habían alargado y que el muro en ruinas que las rodeaba se encorvaba como una oscuridad desmoronada—. No es indomable. Scabandari lo demostró de sobra…
—¿De verdad eres tan estúpida como para creerte eso? —preguntó Sheltatha mientras salía del cobertizo y se erguía como una especie de árbol antropomórfico. La piel le brillaba, pulida y del color de la madera manchada—. Compartí el túmulo de ese cabrón durante un millar de eternidades. Saboreé sus sueños, tomé sorbos del arroyo de sus pensamientos más secretos… se hizo descuidado…
Sukul miró con el ceño fruncido a su pariente.
—¿Qué estás diciendo?
Aquellos ojos terribles se clavaron con una mueca burlona en ella.
—Se plantó en el campo de batalla. Se plantó allí, le dio la espalda a Scabandari, a quién él llamaba Ojodesangre, ¿es que necesitaba más pistas? Te digo que se plantó allí y se limitó a esperar los cuchillos.
—No te creo, eso tiene que ser mentira, ¡tiene que serlo!
—¿Por qué? Herido, desarmado. Percibía el acercamiento rápido de los poderes de su reino, poderes que no dudarían en destruirlos a Ojodesangre y a él, a los dos. Destruir en el sentido más absoluto. Silchas no estaba en condiciones de defenderse de ellos. Ni tampoco lo estaba, bien lo sabía él, Scabandari, por mucho que el pomposo idiota se hubiera pavoneado del sinfín de muertos. Así que, ¿compartir el destino de Scabandari o… huir?
—Milenios dentro de un túmulo de un azath, ¿llamas huida a eso, Sheltatha?
—Más que cualquiera de nosotros, más incluso que Anomandaris —dijo la otra, los ojos velados de repente—, Silchas Ruina piensa… como un dragón. Igual de frío, igual de calculador, igual de intemporal. Por el Abismo del inframundo, Sukul Ankhadu, no tienes ni idea… —Un estremecimiento se apoderó de Sheltatha, que se giró—. Asegúrate de lo que tramas, hermana —añadió con tono gutural—, y por muy segura que estés, déjanos un modo de escapar. Para cuando fracasemos.
Otro leve gemido de los espíritus de la tierra por todas partes, y Sukul Ankhadu se estremeció, asaltada por la incertidumbre… y el miedo.
—Debes contarme más sobre él —dijo—. Todo aquello de lo que te enteraste…
—Oh, lo haré. La libertad te ha hecho… arrogante, hermana. Debemos despojarte de eso, debemos desposeer tu mirada de ese velo de confianza. Y reelaborar tus planes como corresponde. —Una larga pausa, después Sheltatha Sabiduría miró a Sukul una vez más con un extraño brillo en los ojos—. Dime, ¿lo elegiste de forma deliberada?
—¿Qué?
Un gesto.
—Este lugar… para mi recuperación.
Sukul se encogió de hombros.
—Evitado por los lugareños. Privado… me pareció…
—Evitado, sí. Con razón.
—¿Y cuál sería?
Sheltatha la estudió durante un buen rato antes de darse la vuelta sin más.
—No importa. Ya estoy lista para irme de aquí.
Como yo, creo.
—De acuerdo. Al norte…
Otra mirada perspicaz; al cabo, un asentimiento.
Ah, veo tu desdén, hermana. Sé que pensabas lo mismo que Menandore, sé que me consideras poca cosa. ¿Y tú creías que me presentaría cuando ella golpeara? ¿Por qué? Hablé de confianza, sí, pero no lo entendiste. Desde luego que confío en ti, Sheltatha. Confío en que ansíes venganza. Y eso es todo lo que necesito. Por diez mil vidas enteras de desaires e indiferencia… no necesito más.
Los brazos tatuados desnudos bajo el calor húmedo, el taxiliano se acercó a la mesa baja donde estaba sentada Samar Dev sin hacer caso de la mirada curiosa de los otros parroquianos que había en el patio del restaurante. Se sentó sin una sola palabra, estiró el brazo para coger la jarra de vino frío aguado y se sirvió una copa, después se inclinó hacia delante.
—Por los Siete Sagrados, bruja, esta maldita ciudad es una maravilla… y una pesadilla.
Samar Dev se encogió de hombros.
—Se ha corrido la voz, una veintena de campeones aguardan la voluntad del emperador. Es lógico que atraigas la atención.
Él negó con la cabeza.
—No me has entendido. En otro tiempo fui arquitecto, ¿sabes? Una cosa es —hizo un gesto descuidado con la mano— quedarse con la boca abierta ante las extraordinarias calzadas y tramos, los puentes y esa dudosa arrogancia que es el Domicilio Eterno, incluso los canales con sus esclusas, entradas y salidas, los cursos de los acueductos y los enormes blocaos con sus inmensas bombas y demás. —Hizo una pausa para tomar otro trago de vino—. No, hablo de algo totalmente diferente. ¿Sabías que una especie de templo antiguo se derrumbó el día que llegamos, un templo dedicado, al parecer, a las ratas…?
—¿Ratas?
—Ratas, y no es que haya podido descubrir insinuación alguna de un culto centrado en criaturas tan sucias.
—A Karsa la idea lo divertiría —dijo Samar Dev con una pequeña sonrisa—, y se buscaría en los devotos de ese culto otro enemigo más, dada su predilección por retorcer cuellos de roedores…
—No solo roedores, tengo entendido… —dijo el taxiliano en voz baja.
—Por desgracia, pero en ese asunto yo le concedería al toblakai un poco de margen; les advirtió que nadie debía tocar su espada. Una docena de veces o más, de hecho. Ese guardia debería haber sabido lo que le esperaba.
—Mi querida bruja —suspiró el taxiliano—, fue un descuido por tu parte o, lo que es peor, dejadez. Tiene que ver con el emperador, ¿sabes? El arma destinada a cruzar la hoja con la de Rhulad. Tocarla significa una bendición, ¿no lo sabías? Los leales ciudadanos de este imperio quieren que los campeones lo logren. Quieren que su maldito tirano desaparezca. Rezan por ello, sueñan con ello…
—De acuerdo —siseó Samar Dev—, ¡pero baja la voz!
El taxiliano abrió las manos e hizo una mueca.
—Sí, por supuesto. Después de todo, cada sombra oculta un patriota…
—Cuidado de quién te burlas. Es una panda caprichosa y sedienta de sangre, taxiliano, y siendo como eres extranjero, eso solo te hace más vulnerable.
—Debes poner la oreja en más conversaciones, bruja. Es imposible matar al emperador. Karsa Orlong se unirá a todos los demás en el cementerio de urnas. No esperes otra cosa. Y cuando eso ocurra, bueno, todos sus parásitos, sus compañeros, todos los que vinieron con él, sufrirán el mismo destino. Así está decretado. ¿Por qué se iban a molestar los patriotas con nosotros, dada nuestra muerte inevitable? —Se acabó la copa y la volvió a llenar de vino—. En cualquier caso, me has distraído. Estaba hablando de ese templo derrumbado, y de lo que vi de su apuntalamiento, la prueba irrefutable de mi creciente sospecha.
—No sabía que estábamos destinados a ser ejecutados. Bueno, eso cambia las cosas… aunque no sé muy bien cómo. —Se quedó callada; y luego, tras pensar en lo que había seguido diciendo el taxiliano, dijo—: Continúa.
El taxiliano se echó con lentitud hacia atrás y acunó la copa entre las manos.
—Piensa en Ehrlitan, una ciudad construida sobre los huesos de muchas otras. En eso no se diferencia mucho de la mayoría de asentamientos de toda Siete Ciudades. Pero esta Letheras, no se parece en nada, Samar Dev. No. Aquí, la ciudad antigua no se derrumbó, no se desintegró en escombros. Continúa en pie y sigue patrones de calles no del todo ocultos. Aquí y allí permanecen edificios antiguos, como dientes torcidos. Jamás he visto nada parecido, bruja; parece que a esas antiguas calles nadie les prestó atención alguna. Las atraviesan justo por el centro al menos dos canales, se puede ver el abultamiento de la cantería en las paredes del canal, como los extremos serrados de unos huesos largos.
—Peculiar, desde luego. Por desgracia, un tema que solo a un arquitecto o a un albañil le parecería una fuente de grandes emociones, Taxiliano.
—Sigues sin entenderlo. Ese antiguo patrón, esa cuadrícula en su mayor parte escondida y el resto de las estructuras similares… bruja, nada de ello es accidental.
—¿A qué te refieres?
—Supongo que no debería decírtelo, pero entre albañiles y arquitectos hay secretos de naturaleza mística. Ciertas verdades concernientes a los números y la geometría revelan energías ocultas, celosías de poder. Samar Dev, esos cursos de energía existen, como cables retorcidos en la argamasa, entretejidos por toda esta ciudad. El derrumbamiento de la Casa de las Escamas lo reveló ante mis ojos: una herida abierta que goteaba sangre antigua; sangre casi muerta, lo admito, pero innegable.
—¿Estás seguro de eso?
—Lo estoy, y es más, alguien lo sabe. Lo suficiente para garantizar que los constructos esenciales, los edificios que forman una red de fulcros, los puntos de fijación de la celosía de energía, continúan todos en pie…
—Salvo esa Casa de las Escamas.
Un asentimiento.
—Lo que no tiene por qué ser malo… de hecho, no tiene por qué ser accidental, ese derrumbamiento.
—Ahora sí que me he perdido. ¿El templo se cayó a propósito?
—Yo no lo descartaría. De hecho, eso concuerda con mis sospechas. Nos acercamos a un acontecimiento trascendental, Samar Dev. De momento, no puedo llegar más allá. Va a ocurrir algo. Solo ruego que estemos vivos para presenciarlo.
—No has hecho mucho por animarme el día —dijo la bruja mientras miraba el desayuno a medio terminar que tenía delante: pan, quesos y frutas desconocidas—. Como mínimo podrías pedirnos otra frasca de vino para purgar tus pecados.
—Creo que deberías huir —dijo el taxiliano en tono bajo, sin mirarla a los ojos—. Yo lo haría, salvo por el acontecimiento que creo que viene. Pero como bien dices, mi interés es sobre todo profesional. Tú, por otro lado, harías bien en preocuparte por tu vida, es decir, por conservarla.
La mujer frunció el ceño.
—No es que tenga una fe irracional en la pericia marcial de Karsa Orlong. Ha habido insinuaciones suficientes de que el emperador ha luchado contra otros grandes campeones, otros guerreros de habilidad formidable, y ninguno pudo derrotarlo. No obstante, admito sentir cierta… bueno, lealtad.
—¿Suficiente para unirte a él ante la puerta del Embozado?
—No estoy segura. En cualquier caso, ¿no crees que nos están vigilando? ¿No te parece que otros ya habrán querido huir de su destino?
—Sin duda. Pero, Samar Dev, no intentarlo siquiera…
—Lo pensaré, taxiliano. Pero he cambiado de opinión, esa segunda frasca de vino tendrá que esperar. Paseemos por esta bella ciudad. Me apetece ver ese templo en ruinas con mis propios ojos. Podemos mirarlo boquiabiertos como los extranjeros que somos, y a los patriotas no les parecerá raro. —Se levantó de su asiento.
El taxiliano la imitó.
—Confío en que ya hayas pagado al propietario.
—No hace falta. Dádivas imperiales.
—Generosidad con los condenados… eso contradice todo lo que pienso de este infortunado imperio.
—Las cosas son siempre más complejas de lo que parecen a primera vista.
Seguidos por los ojos de una docena de parroquianos, los dos dejaron el restaurante.
El sol devoró las últimas sombras del suelo de arena del complejo, el calor se elevaba en constantes oleadas por toda la longitud de aquel recinto rectangular de muros altos. Las arenas habían sido rastrilladas y alisadas por sirvientes y esa superficie permanecería incólume hasta las últimas horas de la tarde, cuando los aspirantes que aguardaban saldrían en tropel para practicar unos con otros y reunirse (los que compartían idioma) para rumiar y dar vueltas y más vueltas a esas extrañas y macabras circunstancias. Sin embargo, apoyado contra un muro justo al lado de la entrada interna, Taralack Veed observaba a Icarium moverse con lentitud por el muro exterior del complejo, una mano estirada para rozar con las puntas de los dedos la piedra polvorienta, blanqueada, y su friso desdibujado.
En ese friso, imágenes desvaídas de héroes imperiales y reyes empapados de gloria, desportillados y marcados a esas alturas por las armas de extranjeros descuidados que luchaban entre sí, todos y cada uno de esos extranjeros empeñados en asesinar al emperador que en ese momento ocupaba el trono.
Así pues, un único juego de pisadas que iban siguiendo un muro, una sombra que se reducía casi a la nada bajo el guerrero alto de piel olivácea, que hizo una pausa para mirar al cielo cuando una bandada de aves desconocidas pasó rozando el hueco azul, y después continuó hasta que llegó al otro extremo, donde una enorme verja enrejada bloqueaba el camino que llevaba a la calle. Las figuras de los guardias eran apenas visibles tras los gruesos barrotes salpicados de orín. Icarium se detuvo delante de la verja, permaneció allí inmóvil, el sol decolorando su piel como si el jhag acabara de salir del friso de su izquierda, tan desvaído y gastado como cualquier héroe de la antigüedad.
Pero no, no es un héroe. Nadie lo ve así. Jamás. Es un arma y solo eso. Y sin embargo… vive, respira y cuando algo respira, es más que un arma. Sangre caliente en las venas, la elegancia del movimiento, una cabriola de pensamientos y sentimientos en ese cráneo, una conciencia que arde en los ojos. Los sin nombre se habían arrodillado en el umbral de piedra durante demasiado tiempo. Habían venerado una casa, sus terrenos desiguales, sus habitaciones llenas de ecos… ¿por qué no a los seres vivos y conscientes que podrían morar en esa casa? ¿Por qué no a los constructores inmortales? Un templo era terreno santificado no a su propia existencia, sino al dios que iba a honrar. Pero los sin nombre no lo veían así. Veneración llevada a su extremo más absurdo… pero quizá, en realidad, tan primitiva como dejar una ofrenda en un pliegue de roca, como pintar con sangre esa superficie gastada… Oh, no soy la persona adecuada para esto, los pensamientos me hielan la médula del alma.
Un gral, herido y marcado por las traiciones, las que esperan a la sombra de todo hombre, pues somos a la vez casa y morador. Piedra y tierra. Sangre y carne. Y así rondaremos por las viejas habitaciones, recorreremos los pasillos conocidos hasta que, al volver una esquina, nos encontremos delante de un desconocido que no puede ser otro que nuestro reflejo más vil.
Y entonces se sacan los cuchillos y se libra la batalla de una vida, año tras año, obra tras obra. Valor e infame traición, cobardía y malicia brillante.
El desconocido me ha hecho retroceder, paso a paso. Hasta que ya no me reconozco, ¿qué hombre cuerdo osaría reconocer su propia infamia? ¿Quién se complacería en la sensación del mal, quién se sentiría satisfecho con todas sus amargas recompensas? No, en su lugar huimos con nuestras propias mentiras, ¿acaso no pronuncio mis votos de venganza cada amanecer? ¿No susurro mis maldiciones contra todos aquellos que me agraviaron?
Y ahora oso juzgar a los sin nombre, que quieren empuñar un mal contra otro. ¿Y qué hay de mi lugar en esta espantosa intriga?
Se quedó mirando a Icarium, que seguía delante de la verja, que permanecía allí en pie, como una estatua, desdibujado tras las ondas de calor. Mi desconocido. Pero ¿cuál de los dos es el malvado?
Su predecesor, Mappo, el trell, ya hacía mucho tiempo que había dejado atrás esas luchas, sospechaba Taralack. Había elegido traicionar a los sin nombre antes que a ese guerrero que permanecía junto a la verja. ¿Una elección descabellada? El gral ya no estaba tan seguro de la respuesta.
Siseó por lo bajo y se apartó de la pared con un empujón, después recorrió todo el complejo entre las oleadas de calor hasta llegar junto al jhag.
—Si dejas tus armas —dijo Taralack—, eres libre de pasear por la ciudad.
—¿Libre de cambiar de opinión? —preguntó Icarium con una leve sonrisa.
—Poco conseguirías con eso, salvo, quizá, nuestra ejecución inmediata.
—Lo que quizá fuera una bendición.
—No crees en tus propias palabras, Icarium. Solo las pronuncias para burlarte de mí.
—Eso quizá sea verdad, Taralack Veed. En cuanto a esta ciudad —sacudió la cabeza—, no estoy listo todavía.
—El emperador podría decidirse en cualquier momento…
—No lo hará. Hay tiempo.
El gral levantó la cabeza y miró con el ceño fruncido al jhag.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque, Taralack Veed —dijo Icarium, tranquilo y comedido mientras se volvía para regresar—, tiene miedo.
El gral se lo quedó mirando sin decir nada. ¿De ti? ¿Qué sabe? Por los Siete Sagrados, ¿quién sabría de la historia de esta tierra? ¿De sus leyendas? ¿Están advertidos de la llegada de Icarium y todo lo que aguarda en su interior?
Icarium se desvaneció en la sombra bajo la entrada del edificio. Tras una docena de rápidos latidos, Taralack lo siguió, no para reclamar la arisca compañía del jhag, sino para buscar a alguien que pudiera darle respuestas a la multitud de preguntas que lo asaltaban.
Varat Taun, en otro tiempo segundo al mando de la atri-preda Yan Tovis, se agazapó en una esquina de la habitación sin amueblar. Su única reacción a la llegada de Yan Tovis fue un estremecimiento. Todavía más acurrucado en esa esquina, no levantó la cabeza para mirarla. Ese hombre, él solo, había guiado a Taralack Veed y a Icarium en su regreso por las sendas, un túnel desgarrado por una magia desconocida, un túnel que cruzaba cada reino que había atravesado la expedición en su viaje de ida. La atri-preda había visto con sus propios ojos la herida devastadora que había sido la puerta de salida; había oído su aullido, una voz que pareció meterse en su pecho y estrujarle el corazón; se había quedado mirando sin poder creérselo, maravillada, las tres figuras que habían salido de allí, una arrastrada entre dos…
Ningún otro superviviente. Ni uno solo. Ni edur ni letherii.
La mente de Varat Taun ya se había quebrado por aquel entonces. Incapaz de dar explicaciones coherentes, había farfullado y le había chillado a cualquiera que se acercara demasiado a él, pero sin poder o querer arrancar los ojos muy abiertos de la forma inconsciente de Icarium.
Las palabras ásperas de Taralack Veed entonces: Todos muertos. Todo el mundo. El primer trono está destruido, todos los defensores masacrados, solo Icarium quedó en pie, e incluso él estaba herido de gravedad. Es… es digno de vuestro emperador.
Pero eso mismo llevaba diciendo el gral desde el comienzo. Lo cierto era que nadie lo sabía con seguridad. ¿Qué había ocurrido en el sepulcro subterráneo en el que se encontraba el primer trono?
Las terribles afirmaciones no terminaron ahí. El trono de Sombra también había quedado destruido. Yan Tovis recordó la consternación y el horror que invadieron los rasgos de los tiste edur cuando comprendieron las palabras que había pronunciado Taralack Veed con su espantoso acento.
Era necesaria otra expedición. Eso al menos había quedado claro. Para ver si lo que se afirmaba era verdad.
La puerta se había cerrado poco después de escupir a los supervivientes, la sanación casi tan violenta y tensa como la primera herida, con una cacofonía de chillidos (como las almas perdidas de los condenados) que brotaron de ese portal en el último momento, dejando a los testigos con la terrible convicción de que había otros que habían intentado salir de allí a la carrera.
A raíz de esa sospecha, no tardó en llegar la noticia de los fracasos (en un barco tras otro de la flota) de los hechiceros de los edur que intentaban tallar caminos nuevos en las sendas. El trauma creado por ese desgarro caótico, de algún modo, había sellado todo posible camino al lugar del trono de Sombra, y al del primer trono t’lan imass. ¿Era algo permanente? Nadie lo sabía. Incluso intentar tocarlo, como habían hecho los hechiceros, era solo para encogerse envueltos en un dolor salvaje. Caliente, decían; la carne misma de la existencia brama como fuego.
Pero lo cierto era que Yan Tovis no tenía mucho interés en esos asuntos. Había perdido soldados, y ninguno le dolía más que su segundo al mando, Varat Taun.
Se quedó mirando la forma agazapada en el suelo. ¿Es esto lo que les entregaré a su esposa e hijo en Rosazul? Varios sanadores letherii lo habían atendido, pero sin mucho éxito; no estaba dentro de sus poderes curar las heridas de su mente.
El sonido de unas botas en el pasillo, tras ella. Yan Tovis se hizo a un lado cuando llegó una guardia con el hombre descalzo que le habían encargado llevar. Otro «invitado». Un monje de la teocracia del archipiélago de Cabal que, por extraño que fuera, se había presentado voluntario para unirse a la flota edur; resultó que cumplía con una tradición que imponía la entrega de rehenes para repeler enemigos en potencia. La flota edur había quedado demasiado dañada para suponer una gran amenaza en ese momento, todavía se lamía las heridas tras chocar con los habitantes de Perecedero, pero eso no había parecido importar demasiado; la tradición que dictaba el primer contacto con desconocidos era una política oficial.
El monje cabalhii, que se encontraba en ese momento en el umbral de la puerta, no le llegaba a Crepúsculo más que al hombro; era de constitución menuda, calvo, en la cara redonda se había pintado una máscara cómica con unos pigmentos densos, sólidos, de colores estridentes que exageraban una expresión de hilaridad que se reflejaba a la perfección en el brillo de los ojos del hombre. Yan Tovis no había sabido qué esperar, pero desde luego… nada parecido.
—Gracias por acceder a verlo —dijo en ese momento Crepúsculo—. Tengo entendido que posee talento como sanador.
El monje parecía a punto de estallar en carcajadas con cada palabra que decía la atri-preda, y Crepúsculo sintió un destello de irritación.
—¿Me entiende? —preguntó.
Bajo la pintura facial los rasgos eran neutros, inexpresivos, cuando le respondió en un letherii fluido.
—Entiendo cada una de sus palabras. Por el tono cantarín de su acento deduzco que procede del norte del imperio, de la costa. También ha aprendido la entonación necesaria que forma parte del léxico del ejército, lo que no corrige del todo ese residuo que queda de su nacimiento humilde, pero que es mediación suficiente para que sus compañeros no tengan la certeza de cuál es en realidad la posición de su familia. —Los ojos, de un suave color castaño, rebosaban una silenciosa alegría con cada una de las frases—. Esto, por supuesto, no se refiere a la mácula temporal dejada por la larga convivencia con los marineros, así como con los tiste edur. Cosa que, quizá le alivie saber, está desapareciendo muy deprisa.
Yan Tovis miró a la guardia que permanecía detrás del monje. La mandó marchar con un gesto.
—Si ésa era su idea de un chiste —le dijo Crepúsculo al monje cabalhii después de que se fuera la mujer—, que conste que ni siquiera la pintura ayuda.
Los ojos destellaron.
—Le aseguro que no había pretensión alguna de hacer una broma. Bien, me han dicho que sus sanadores no han tenido éxito. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—¿Y los tiste edur?
—A ellos… no les interesa el destino de Varat Taun.
Un asentimiento, y el monje, tras recogerse las sedas sueltas, se acercó sin ruido a la figura que permanecía en la otra esquina.
Varat Taun lanzó un chillido y empezó a arañar las paredes.
El monje se detuvo, ladeó la cabeza, se dio media vuelta y se acercó a Yan Tovis.
—¿Desea oír mi valoración?
—Continúe.
—Está loco.
Crepúsculo se quedó mirando los ojitos bailarines y sintió un deseo repentino de estrangular a ese cabalhii.
—¿Eso es todo? —Le salió la pregunta con tono áspero, con una amenaza tosca.
—¿Todo? Es considerable. Locura. Un sinnúmero de causas, algunas el resultado de un daño físico en el cerebro, otras debidas a órganos disfuncionales que pueden atribuirse a rasgos familiares, un defecto heredado, por así llamarlo. Otras fuentes incluyen un desequilibrio de las diez mil secreciones de la carne, una mácula en fluidos selectos, el beso enfebrecido del delirio. Estos desequilibrios pueden deberse al ya mencionado daño o disfunción.
—¿Puede sanarlo?
El monje parpadeó.
—¿Es necesario?
—Bueno, por eso envié a buscarlo… Disculpe, pero ¿cómo se llama?
—Mi nombre quedó desechado cuando alcancé mi rango actual dentro de las Sectas Unificadas de Cabal.
—Entiendo, ¿y qué rango es ése?
—Examinador superior.
—¿Para examinar qué?
La expresión no cambió.
—Todo asunto que requiera un examen. ¿Se requiere más explicación que ésa?
Yan Tovis frunció el ceño.
—No estoy segura —murmuró—. Creo que estamos perdiendo el tiempo.
Otra voltereta salvaje en los ojos del monje.
—La aparición de una flota extranjera entre nuestras islas requirió un examen. El imperio que la despachó requirió un examen. Las exigencias de este emperador requieren un examen. Y ahora, como vemos, el estado de este joven soldado requiere un examen. Así que lo he examinado.
—Bueno, ¿y dónde, con exactitud, entra su talento para sanar?
—A la sanación ha de preceder por necesidad un examen del éxito o fracaso del tratamiento.
—¿Qué tratamiento?
—Estas cosas siguen una progresión de requisitos, cada uno de los cuales debe cumplirse en su totalidad antes de que pueda procederse al siguiente. Así pues, yo he examinado el estado actual de este soldado. Está loco. Luego, para que usted lo entendiera, describí las varias condiciones de la locura y sus posibles causas. A continuación negociamos el tema de la nomenclatura personal, un aparte sin demasiada relevancia, como ha resultado, y ahora estoy preparado para reanudar la tarea que tenemos entre manos.
—Disculpe la interrupción, entonces.
—No es necesario. Bien, continuemos. Este soldado ha sufrido un trauma suficiente para alterar el equilibrio normal de las diez mil secreciones. Varios órganos dentro de su cerebro están atrapados ahora en un ciclo de disfunción que no puede solucionar ninguna medida de reparación propia. El trauma ha dejado un residuo en forma de una infección de caos; si me permite añadir, no es de sabios probar las aguas letales que hay entre las sendas. Además, este caos está manchado por la presencia de un dios falso.
—Un dios falso… ¿qué tiene de falso?
—Yo soy un monje de las Sectas Unificadas de Cabal, y al parecer ahora es necesario que explique la naturaleza de mi religión. Entre el pueblo de Cabal hay tres mil doce sectas. Estas sectas son devotas, todas y cada una, del Único Dios. En el pasado, terribles guerras civiles atormentaron las islas de Cabal, ya que cada secta luchaba por dominar tanto los asuntos seculares como los espirituales. Hasta el Gran Sínodo del Año Nuevo Uno no se pudo garantizar la paz, que se formalizó para cada generación venidera. De ahí las Sectas Unificadas. Resultó que la solución a los interminables conflictos era de una sencillez brillante: «La fe en el Único Dios ocluye todas las demás preocupaciones».
—¿Cómo podía haber tantas sectas y un solo dios?
—Ah. Bueno, tiene que entenderlo. El Único Dios no escribe nada. El Único Dios ha concedido a sus hijos el regalo del idioma y el pensamiento con la esperanza de que los deseos del Único Dios sean registrados por manos humanas e interpretados por mentes humanas. Que hubiera tres mil doce sectas en el Año Nuevo Uno solo sorprende en el sentido de que en otro tiempo hubo decenas de miles, resultado de una antigua y desacertada política que proporcionaba una educación exhaustiva a cada ciudadano de Cabal, una política que desde entonces se ha corregido en interés de la unificación. Ahora hay un colegio universitario por secta, y es allí donde se formaliza la doctrina. Gracias a ello, Cabal ha conocido veintitrés meses de paz ininterrumpida.
Yan Tovis estudió al hombrecito, los ojos bailarines, la absurda máscara de pintura.
—¿Y qué doctrina sectaria aprendió usted, examinador superior?
—Pues la de los Burlones.
—¿Y su principio fundamental?
—Solo el siguiente: el Único Dios, puesto que no ha escrito nada, puesto que ha dejado todos los asuntos de interpretación de la fe y la veneración a las mentes sin guía de mortales con un exceso de educación formal, está, de forma inequívoca, loco.
—Lo cual, supongo, es la razón por la que su máscara muestra una carcajada salvaje…
—En absoluto. En los Burlones se nos prohíbe la carcajada, pues es una invitación a la histeria que aflige al Único Dios. En la expresión sagrada que adorna mi cara, usted tiene el privilegio de ver al Que Hay Detrás del Gran Propósito, tal y como nuestra secta lo determina. —El monje de repente unió las manos bajo la barbilla—. Bien, nuestro pobre soldado ha sufrido ya demasiado tiempo mientras nosotros volvemos a divagar. He examinado la mancha de un dios falso en la mente asediada de este hombre herido. Así pues, hay que expulsar a ese dios falso. Una vez hecho eso, eliminaré los bloqueos que hay en el cerebro que impiden que se repare solo, y así se remediarán todos los desequilibrios. Los efectos de dicho tratamiento serán casi inmediatos y obvios a simple vista.
Yan Tovis parpadeó.
—¿De verdad que puede sanarlo?
—¿No lo he dicho ya?
—Examinador superior.
—¿Sí?
—¿Es usted consciente del propósito que se supone que ha de servir aquí, en Letheras?
—Creo que se espera de mí que me encuentre con el emperador en la arena, momento en el que procuraremos matarnos el uno al otro. Es más, se me ha dado a entender que a este emperador no se le puede matar con ninguna medida de finalidad, maldito como está por un dios falso, el mismo dios falso que ha afligido a este soldado de aquí, por cierto. Así pues, es el resultado de mi examen que me matarán en ese combate, para consternación de todos y de nadie.
—¿Y su Único Dios no lo ayudará, siendo como es sacerdote de alto rango de su templo?
Los ojos del hombre brillaron.
—El Único Dios no ayuda a nadie. Después de todo, si ayudara a uno, tendría que ayudarlos a todos, y tal ayuda potencialmente universal llevaría de forma inevitable a un conflicto irreconciliable, cosa que, a su vez, y sin lugar a dudas, volvería loco al Único Dios. Como de hecho ocurrió hace mucho tiempo.
—¿Y ese desequilibrio no puede remediarse?
—Me lleva a que la vuelva a examinar, atri-preda Yan Tovis. Es usted bastante lista, de un modo intuitivo. Resuelvo que sus diez mil secreciones fluyen claras y constantes, es probable que sea el resultado de una objetividad implacable o alguna blasfemia parecida del espíritu, por lo cual le aseguro que no siento un resentimiento especial. Así pues, compartimos esta pregunta, que enuncia el núcleo mismo de la doctrina de los Burlones. Es nuestra creencia que si cada mortal de este reino lograse la claridad de pensamiento y una perspectiva contundente de la moralidad y, por tanto, adquiriese una humildad y un respeto profundos por todos los demás y por el mundo en el que vivimos, entonces el desequilibrio se redimiría y la cordura regresaría una vez más al Único Dios.
—Ah… entiendo.
—Estoy convencido. Bien, creo que era inminente una sanación. Una unión de las sendas de Alto Mockra y Alto Denul. La enmienda fisiológica lograda gracias a este último. La expurgación de la mancha y la eliminación de los bloqueos a través del primero. Por supuesto, las manifestaciones de dichas sendas son leves aquí, en esta ciudad, por varias razones. No obstante, es cierto que poseo talentos considerables, algunos de los cuales pueden aplicarse de forma directa al asunto que nos concierne.
Yan Tovis, que se sentía un tanto entumecida, se frotó la cara. Cerró los ojos y luego, al oír un suspiro entrecortado de Varat Taun, los volvió a abrir y vio a su segundo desplegar los miembros poco a poco, el nudo fiero de los músculos del cuello se aflojó de forma visible cuando el hombre, con un parpadeo, levantó la cabeza con lentitud.
Y la vio.
—Varat Taun.
Una pequeña sonrisa, impregnada de pena, pero era una pena natural.
—Atri-preda. Conseguimos regresar, entonces…
Ella frunció el ceño y sonrió.
—Usted sí. Y después, teniente, la flota regresó a casa. —Señaló con un gesto la habitación—. Está en el Anexo del Domicilio, en Letheras.
—¿Letheras? ¿Qué? —El militar hizo un esfuerzo por levantarse, se detuvo un momento para mirar con extrañeza al monje cabalhii y al cabo, usando el muro que tenía detrás, se irguió y miró a los ojos a Crepúsculo—. Pero eso es imposible. Teníamos que cruzar dos océanos enteros, como mínimo…
—Su huida resultó ser una ordalía terrible, teniente —dijo Yan Tovis—. Ha estado usted en coma durante muchos, muchos meses. Supongo que se siente usted débil…
Una mueca.
—Agotado, señora.
—¿Qué es lo último que recuerda, teniente?
El miedo invadió los rasgos demacrados y la mirada se apartó de ella.
—Una matanza, señora.
—Sí. El bárbaro conocido como Taralack Veed sobrevivió, al igual que el jhag, Icarium…
La cabeza de Varat Taun se alzó de repente.
—¡Icarium! Sí… atri-preda, ese hombre es… ¡es una abominación!
—¡Un momento! —exclamó el examinador superior, una mirada penetrante en los ojos clavados en el teniente—. ¿Icarium, el guerrero jhag? ¿Icarium Robavida?
Asustada de repente, Yan Tovis le contestó.
—Sí, cabalhii. Está aquí. Al igual que usted, él retará al emperador… —Crepúsculo se detuvo entonces, conmocionada, cuando el hombre, los ojos saliéndose de las órbitas, se llevó de repente las dos manos a la cara y se frotó la densa pintura, después aparecieron los dientes, que atraparon con fuerza el labio inferior y mordieron. Hasta que brotó la sangre. El monje se tambaleó hacia atrás y chocó con la pared que había junto a la puerta, dio media vuelta y huyó de la habitación.
—Que el Errante nos lleve —siseó Varat Taun—, ¿de qué iba todo eso?
¿Risa prohibida? La atri-preda negó con la cabeza.
—No lo sé, teniente.
—¿Quién… qué…?
—Un sanador —respondió ella con voz temblorosa, y se obligó a tomar una bocanada de aire para tranquilizarse—. El que lo despertó, Varat. Un invitado del emperador, de la flota de Uruth.
Varat Taun se lamió los labios agrietados, rotos.
—Señora.
—¿Sí?
—Icarium… que el Errante nos libre, no se le debe despertar. Taralack lo sabe, estaba allí, lo vio. El jhag… que lo echen, señora…
Crepúsculo se acercó a él, las botas pisaron con fuerza el suelo.
—¿Lo que afirma el gral no son exageraciones, entonces? ¿Traerá la destrucción?
Un susurro.
—Sí.
Incapaz de contenerse, la mujer estiró los brazos y con las manos enguantadas cogió a Varat por la raída camisa y lo arrastró hacia sí.
—¡Dígamelo, maldito sea! ¿Puede matarlo? ¿Puede matarlo Icarium?
El horror se arremolinó en los ojos del soldado cuando asintió.
Por la bendición del Errante, quizá esta vez…
—Varat Taun, escúcheme. Voy a encabezar a una compañía que se va en dos días. Regresamos al norte. Usted cabalgará conmigo, subiremos por la costa tanto como sea necesario, después usted se encaminará al este, a Rosazul. Lo voy a destinar al personal del comisionado de allí, ¿comprendido? Dos días.
—Sí, señora.
Yan Tovis lo soltó, avergonzada de repente de su estallido. Pero todavía sentía las piernas débiles como juncos. Se limpió el sudor de los ojos.
—Bienvenido de nuevo, teniente —dijo con voz ronca sin mirarlo a los ojos—. ¿Se siente con fuerzas para acompañarme?
—Señora, sí, lo intentaré.
—Bien.
Al salir de la habitación se encontraron cara a cara con el bárbaro gral. El aliento se escapó con un siseo de Varat Taun.
Taralack Veed se había detenido en el pasillo y estaba mirando al teniente.
—Te has… recuperado. No pensé… —Sacudió la cabeza antes de continuar—. Me alegro, soldado…
—Nos advertiste una y otra vez —dijo Varat Taun.
El gral hizo una mueca y pareció a punto de escupir, aunque optó por no hacerlo.
—Lo hice —dijo con tono grave—. Y sí, fui lo bastante necio como para convertirme en un testigo entusiasta…
—¿Y la próxima vez? —La pregunta de Varat Taun fue más bien un gruñido.
—No te hace falta preguntarme eso.
El teniente se quedó mirando con atención al salvaje, después pareció hundirse y Yan Tovis se quedó asombrada al ver a Taralack Veed adelantarse para coger el peso de Varat. Ah, es lo que han compartido. Es eso. Eso.
El gral la miró con furia.
—¡Está medio muerto de agotamiento!
—Sí.
—Lo ayudaré. ¿Adónde quieres llevarnos, atri-preda?
—A un alojamiento más acogedor. ¿Qué estás haciendo aquí, Veed?
—Un temor repentino —dijo mientras movía con esfuerzo la forma inconsciente de Varat.
Ella fue a ayudarlo.
—¿Qué clase de temor?
—Temor a que lo detuviesen.
—¿A quién?
—A Icarium. Que quisieras detenerlo, ahora sobre todo, ahora que este hombre está cuerdo una vez más. Te lo contará, te contará todo…
—Taralack Veed —dijo la atri-preda con tono duro—, el teniente y yo abandonamos la ciudad en dos días. Cabalgamos al norte. Hasta entonces, Varat Taun queda a mi cuidado. Al de nadie más.
—Nadie salvo yo, claro está.
—Si insistes.
Con el teniente entre los dos, el gral la estudió.
—Lo sabes, ¿verdad? Te lo contó…
—Sí.
—Y tu intención es no decir nada a nadie. Ninguna advertencia…
—Exacto.
—Quién más podría sospechar… vuestras historias antiguas del Primer Imperio. Vuestros eruditos…
—No sé si los hay. Hay uno y, si puedo, vendrá con nosotros. —Ese puñetero monje. Debería ser muy sencillo. Los sacerdotes de Cabal entendieron mal. Nos enviaron un embajador, no un campeón. Qué sentido tiene matarlo, el pobre idiota no sabe luchar, imagínense la rabia de Rhulad cuando vea que está perdiendo el tiempo… sí, con eso debería bastar.
—No hay eruditos…
Crepúsculo hizo una mueca antes de hablar.
—Muertos o en prisión. —Miró con furia al gral—. ¿Qué hay de ti? ¿Huirás con nosotros?
—Sabes que no puedo, he de compartir el destino de Icarium. Más de lo que ellos creen. No, atri-preda, no abandonaré esta ciudad.
—¿Era esta tu tarea, Taralack Veed? ¿Traer a Icarium aquí?
El gral no quiso mirarla a los ojos.
—¿Quién te envió? —preguntó Crepúsculo.
—¿Importa acaso? Estamos aquí. Escúchame, Crepúsculo, a tu emperador lo están utilizando. Hay guerra entre los dioses y nosotros no somos nada, tú, yo, Rhulad Sengar. Así que súbete al caballo, sí, y vete tan lejos como puedas. Y llévate a este valiente guerrero contigo. Hazlo y yo moriré sin pena…
—¿Y qué hay del arrepentimiento?
El gral escupió en el suelo. Su única respuesta, pero ella lo entendió a la perfección.
Sellado por un muro grueso de piedra caliza tallada al final de un pasillo largo tiempo abandonado en un pasaje olvidado del antiguo palacio, el antiquísimo templo del Errante ya no existía en la memoria colectiva de los habitantes de Letheras. Su cámara central, con su cúpula como una colmena, había permanecido sin iluminar, el aire quieto e inmóvil, durante más de cuatro siglos, y los ramales radiados que llevaban a salas menores habían resonado con el eco de pisadas por última vez casi cien años antes.
El Errante había salido al mundo, después de todo. El altar se alzaba frío y muerto, probablemente destruido. Los últimos sacerdotes y sacerdotisas (títulos ostentados en secreto para evitar la plaga de pogromos) se habían llevado sus tradiciones gnósticas a la tumba sin que quedaran seguidores que los sustituyeran.
El señor de las Fortalezas ha salido al mundo. Está ahora entre nosotros. No puede haber veneración, ni sacerdotes ni templos. La única sangre que el Errante probará de ahora en adelante será la suya propia. Nos ha traicionado.
Nos ha traicionado a todos.
Y, sin embargo, los susurros nunca desaparecieron. Resonaban como vientos fantasmales en la mente del dios. Con cada pronunciamiento de su nombre, ya fuera plegaria o maldición, podía sentir ese temblor de poder, se burlaba de todo lo que en una ocasión había tenido en sus manos, se burlaba de los fuegos rabiosos del sacrificio de sangre, de esa fe ferviente, temerosa. Tenía que admitir que había momentos en los que se arrepentía. De todo aquello a lo que había renunciado por voluntad propia.
Maestro de las Losas, el Caminante entre las Fortalezas. Pero las Fortalezas se han debilitado, su poder olvidado, enterrado por el paso de era tras era. Y yo también me he desvanecido, atrapado en este fragmento de tierra, este imperio patético en una esquina de un continente. Salí al mundo… pero el mundo ha envejecido.
Se encontraba delante del muro de piedra al final del pasillo. Otra media docena de latidos de indecisión, después entró.
Y se encontró en la oscuridad, el aire viciado y seco en la garganta. Una vez, hace mucho tiempo, había necesitado losas para lograr eso de atravesar una pared sólida de piedra. En otro tiempo su poder parecía nuevo, rebosante de posibilidades; en otro tiempo parecía que él podía dar forma y volver a formar el mundo. Qué arrogancia. Ese poder había desafiado cada asalto de la realidad, durante una temporada.
Él todavía persistía en su engreimiento, bien lo sabía, una maldición entre todos los dioses. Y de vez en cuando se divertía, un empujoncito aquí, un pequeño tirón allá, y después daba un paso atrás para ver cómo se reconfiguraba la madeja de destinos, cada hebra vibrando con su intrusión. Pero cada vez era más difícil. El mundo se le resistía. Porque soy el último, yo mismo soy la última hebra que alcanza a las Fortalezas. Y si esa hebra se cortase, la tensión partiéndose de repente, soltándolo de golpe, saliendo a tropezones a la luz del día… ¿entonces qué?
El Errante hizo un gesto, las llamas se alzaron una vez más en los nichos bajos con forma de concha que había en el muro redondo de la cúpula y arrojaron sombras vacilantes por el suelo de mosaico. Habían golpeado con una almádena el altar en su estrado elevado. Las piedras hechas pedazos parecían seguir sangrando, recriminaciones que se derramaban a los ojos del Errante. ¿Quién servía a quién, malditos seáis? Salí entre vosotros para marcar la diferencia, para poder repartir sabiduría, la poca o mucha sabiduría que poseía. Pensé… pensé que lo agradeceríais.
Pero preferisteis derramar sangre en mi nombre. Mis palabras solo se interpusieron en vuestro camino, mis llantos para que tuvierais misericordia de vuestros conciudadanos… ah, cómo os encolerizó eso.
Sus pensamientos se callaron. Se le puso de punta el vello de la nuca. ¿Qué es esto? No estoy solo.
Una carcajada suave en uno de los pasadizos. Se volvió sin prisas.
El hombre agachado allí era más ogro que humano, hombros anchos cubiertos de pelo negro erizado, una cabeza con forma de proyectil que sobresalía sobre un cuello corto. La parte inferior de la cara era extrañamente pronunciada bajo un bigote y una barba largos y rizados, y unos colmillos grandes y amarillentos sobresalían de la mandíbula inferior, abriéndose paso entre los labios y los tirabuzones de cabello espeso. Unas manos achaparradas, maltratadas, colgaban de los brazos largos, los nudillos por el suelo.
De la aparición brotaba un hedor bestial, apestoso.
El Errante entrecerró los párpados, intentaba penetrar la oscuridad que reinaba bajo las cejas pesadas, donde unos ojos pequeños y muy juntos brillaban con una luz apagada, como granates bastos.
—Éste es mi templo —dijo—. No recuerdo haber cursado invitación alguna a… nadie.
Otra carcajada profunda, pero no había buen humor en ella, comprendió el Errante. Amargura, tan densa y acre como el olor que azuzaba la nariz del dios.
—Te recuerdo —dijo la voz de la criatura, baja y atronadora—. Y conocía este lugar. Sabía lo que había sido. Era… seguro. ¿Quién recuerda las Fortalezas, después de todo? ¿Quién sabía lo suficiente para sospechar? Oh, pueden intentar darme caza todo lo que quieran, sí, y al final me encontrarán, ya lo sé. Pronto, quizá. Más pronto, ahora que me has encontrado, maestro de las Losas. Puede que él me haya devuelto, ¿sabes?, junto con otros… regalos. Pero ha fracasado. —Otra carcajada, esta vez dura—. Una desaparición común entre los mortales.
Aunque hablaba, no brotaba ninguna palabra de la boca del ogro. Esa voz pesada, torpe, estaba en la cabeza del Errante, y mucho mejor, porque esos colmillos habrían brutalizado cada frase hasta hacerla casi incomprensible.
—Eres un dios.
Más carcajadas.
—Lo soy.
—Saliste al mundo.
—No por gusto, maestro de las Losas. No como tú.
—Ah.
—Y por ello mis seguidores murieron, oh, cómo han muerto. Por medio mundo su sangre empapó la tierra. Y yo no pude hacer nada. No puedo hacer nada.
—Ya es algo —comentó el Errante— que te limites a tan modesta forma. ¿Pero cuánto tiempo más durará ese control? ¿En qué breve plazo harás estallar los confines de este templo mío? ¿Cuánto tiempo ha de pasar antes de que te alces a la vista de todos, apartes de un empujón las nubes y sacudas las montañas para convertirlas en polvo…?
—Me habré ido mucho antes de que ocurra eso, maestro de las Losas.
La sonrisa del Errante era irónica.
—Es un alivio, dios.
—Has sobrevivido. —Dijo entonces el dios—. Durante mucho tiempo. ¿Cómo?
—Por desgracia —dijo el Errante—, mi consejo a ti no te serviría. Mi poder se disipó rápido. Ya había sufrido terribles heridas, los pogromos a los que los forkrul assail sometieron a mis fieles se ocuparon de eso. Pensar en otro fracaso parecido era demasiado… así que me presté a renunciar a la mayor parte de lo que me quedaba. Eso me inutilizó, aparte de lo que pueda hacer, quizá, en esta ciudad y un modesto tramo de río. Así que no soy una amenaza para nadie. —Ni siquiera para ti, colmilludo—. No es algo, sin embargo, que tú puedas elegir. Querrán el poder puro de tu interior, el que corre por tu sangre, y necesitarán que se derrame para que puedan beber, para que puedan bañarse en lo que quede de ti.
—Sí. Me aguarda una última batalla. Eso, al menos, no lo lamento.
Afortunado tú.
—Una batalla. Y… ¿una guerra?
Cierta diversión en sus pensamientos.
—Oh, desde luego, maestro de las Losas. Una guerra, lo suficiente para hacer que mi corazón se hinche de vida, de hambre. ¿Cómo no iba a hacerlo? Soy el Jabalí del Verano, señor de las Multitudes en el Campo de Batalla. El coro de los moribundos venideros… ah, maestro, alégrate de que no vaya a ser cerca…
—No estoy tan seguro de eso.
Un encogimiento de hombros.
El Errante frunció el ceño.
—¿Y cuánto tiempo tienes planeado permanecer aquí?
—Pues tanto tiempo como pueda, antes de que mi control se desmorone… o me emplacen a la batalla, a mi muerte, quiero decir. A menos, claro está, que tú decidas desterrarme.
—No me arriesgaría al poder que eso revelaría —contestó el Errante.
Una carcajada profunda.
—¿Crees que no me iría en silencio?
—Lo sé, Jabalí del Verano.
—Muy cierto. —Una vacilación, y después el dios de la guerra continuó—: Ofréceme santuario, Errante, y te entregaré un regalo.
—Muy bien.
—¿Sin regateos?
—No. No tengo energía para eso. ¿Cuál es el regalo, entonces?
—Éste: la Fortaleza de las Bestias ha despertado. Me expulsaron, ¿sabes? Y era necesario, había necesidad, insistencia incluso, de que surgiera algún heredero que ocupara mi lugar, que adoptara las voces de la guerra. Treach era demasiado joven, demasiado débil. Así que los Lobos despertaron. Flanquean ahora el trono… no, ellos son el trono.
El Errante apenas podía respirar ante esta revelación. ¿Una Fortaleza despertada? A pesar de la boca seca como el polvo, consiguió hablar.
—El santuario es tuyo, Jabalí del Verano. Y, para el rastro que te trajo aquí, todos mis esfuerzos para… confundir. Nadie lo sabrá, nadie lo sospechará siquiera.
—Por favor, bloquea entonces a esos que todavía acuden a mí. Sus llantos llenan mi cráneo, es demasiado…
—Sí, lo sé. Haré lo que pueda. Tu nombre… ¿apelan al Jabalí del Verano?
—No con frecuencia —respondió el dios—. Fener. Apelan a Fener.
El Errante asintió e hizo una profunda reverencia.
Atravesó el muro de piedra y una vez más se encontró en el pasillo abandonado del antiguo palacio. ¿Despertado? Por el Abismo del inframundo… no es de extrañar que la Cedance gire en un torbellino de caos. ¿Lobos? Podría ser…
¡Esto es caos! ¡No tiene sentido! Bruja de la Pluma se quedó mirando las losas astilladas repartidas por el suelo de piedra que tenía delante. Hacha, vinculada tanto al Salvador como al Traidor de la Fortaleza Vacía. Nudillos y el Cuervo Blanco rodean el Trono de Hielo como hojas en un remolino. El ancestral de la Fortaleza de la Bestia se encuentra ante el Portal de la Fortaleza Azath. La Puerta del Dragón y Bebesangre convergen sobre el Vigilante de la Fortaleza Vacía… pero no, todo esto es una locura.
La Fortaleza del Dragón estaba prácticamente muerta. Todo el mundo lo sabía, cada Invocador de las Losas, cada Soñador de las Eras. Pero competía por el dominio con la Fortaleza Vacía, ¿y qué había del Hielo? Intemporal, inmutable, ese trono llevaba muerto milenios. Cuervo Blanco, sí, lo he oído. Un bandido en los confines de las montañas Rosazul reclama ese título. Hannan Mosag quiere darle caza; es decir, hay poder en la osada reivindicación de ese bandido. Debo hablar de nuevo con el rey hechicero, ese cabrón encorvado y roto.
Se echó hacia atrás, todavía acuclillada, y se limpió el sudor frío de la frente. Udinaas había afirmado que había visto un cuervo blanco, parecía que hacía siglos ya, allí, en aquella playa junto a la aldea. Un cuervo blanco al atardecer. Y ella había invocado al wyval, su ansia de poder había vencido toda cautela. Udinaas… le había robado tanto. Bruja de la Pluma soñaba con el día en que al fin lo capturasen, vivo, indefenso y encadenado.
El muy idiota creía que me quería, podría haberme aprovechado de eso. Debería haberlo aprovechado. Mi propio juego de cadenas que ponerle en los tobillos y las muñecas para arrastrarlo al fondo. Juntos podríamos haber destruido a Rhulad mucho antes de que alcanzara tanto poder. Se quedó mirando las losas, las que habían caído boca arriba, ninguna de las otras estaba en juego, como habían decretado los hados. Pero al Errante no se le ve por ningún sitio, ¿cómo puede ser? Estiró la mano hacia una de las losas que estaban boca abajo, la cogió y miró el lado oculto. Buscaformas. ¿Ves?, ni siquiera aquí muestra su mano el Errante. Miró la losa con los ojos entrecerrados. Abrasador Amanecer, estas insinuaciones son nuevas… Menandore. Y yo estaba pensando en Udinaas… sí, ahora lo veo. Esperaste hasta que te cogí de este campo. Tú eres el eslabón secreto.
Recordó la escena, la terrible visión de su sueño, esa horrenda bruja llevándose a Udinaas y… Quizá las cadenas que lo atan ahora le pertenecen a ella. No pensé en eso. Cierto, fue una violación, pero a veces los hombres hallan placer en ser víctimas. ¿Y si ella lo está protegiendo ahora? Una rival… inmortal. El wyval lo eligió a él, ¿no? Decisión que tiene que significar algo… por eso se lo llevó ella, después de todo. Tiene que ser.
Con un gesto repentino, recogió las losas y las volvió a meter en la caja de madera, envolvió la caja en tiras de cuero y metió el paquete bajo su catre, tras lo cual, sacó de un hueco de una pared un volumen encuadernado en cuero y abrió la cubierta manchada y mohosa. Sus dedos temblorosos repasaron una docena de quebradizas hojas de vitela antes de llegar al lugar donde había dejado por última vez la tarea de memorizar los nombres de la lista, los nombres que llenaban el volumen entero.
Compendio de los dioses.
El roce de una brisa fresca. Bruja de la Pluma alzó la vista y miró con furia a su alrededor. Nada. Nadie en la entrada, ninguna sombra inoportuna en las esquinas, los faroles ardían por todas partes. Había habido una mancha en ese aliento indecoroso, algo parecido a la cera…
Cerró el libro y lo volvió a deslizar en el estante; después, con los latidos disparados en su pecho, se apresuró a llegar a un único adoquín en el centro de la habitación, un lugar en el que había grabado antes con un estilo de hierro un intrincado patrón. Captura.
—Las Fortalezas están ante mí —susurró con los ojos cerrados—. Veo al Rastreador de las Bestias, las pisadas avanzan sin ruido por la pista del que se oculta, del que piensa en huir. Pero no hay huida posible. La presa dibuja un círculo tras otro, pero se ve atraída cada vez más hacia la trampa. Tira, arrastra, la criatura chilla, pero no hay socorro posible, nada salvo mi misericordia, ¡y eso nunca es gratis! —Abrió los ojos y vio una mancha de bruma encerrada en los confines del patrón inscrito—. ¡Te tengo! ¡Fantasma, espía… muéstrate!
Una risa baja.
La bruma giró, vaciló y se aposentó una vez más, zarcillos que se estiraban con timidez… más allá de los bordes grabados.
Bruja de la Pluma ahogó un grito.
—Te burlas de mí con tu poder, pero, cobarde como eres, no te atreves a mostrarte.
—Mi querida niña, este juego te comerá viva. —Las palabras, el más leve de los susurros, el roce de un aliento en ambos oídos. La chica se sobresaltó, miró con furia a su alrededor, presintió una presencia tras ella y se giró… Nadie.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
—Cuidado con la reunión de los nombres… Es… prematura…
—¡Di tu nombre, fantasma! Te lo ordeno.
—Oh, la coacción es el arma de los indignos. Negociemos en su lugar con la fe. Ese dedo amputado que llevas alrededor del cuello, invocadora, ¿qué pretendes hacer con él?
Bruja de la Pluma se aferró al objeto.
—No te lo diré…
—Entonces yo, a mi vez, te revelaré lo mismo, nada.
La mujer vaciló.
—¿No lo adivinas?
—Ah, y al adivinar he acertado.
—Sí.
—Prematuro.
—Espero mi momento, fantasma, no soy tonta.
—Desde luego que no —respondió el fantasma—. Con todo, sigamos con el trato…
—¿Por qué? No has revelado nada de ti mismo…
—Paciencia. Invocadora de las losas, aguarda mi… estímulo. Antes de que hagas lo que pretendes. Espérame y te ayudaré.
Bruja de la Pluma lanzó un bufido.
—Eres un fantasma. No tienes poder…
—Soy un fantasma, y justo por eso tengo poder. Es decir, para lo que tú buscas.
—¿Por qué habría de creerte? ¿Por qué debería acceder a lo que tú sugieras?
—Muy bien, mi parte del trato. Estás hablando con Kuru Qan, en otro tiempo ceda del rey Ezgara Diskanar.
—Asesinado por Trull Sengar…
Algo parecido a una risita.
—Bueno, alguien tenía arrojar la lanza…
—¿Entonces sabías que te golpearía?
—Saberlo y ser capaz de hacer algo son dos cosas muy diferentes, invocadora de las losas. En cualquier caso, échale la culpa al Errante. Y he de admitir que me apetece llamarle la atención sobre eso, en algún momento. Pero, al igual que tú, entiendo la necesidad de esperar al momento adecuado. ¿Tenemos un trato?
La bruja se lamió los labios y asintió.
—Lo tenemos.
—Entonces te dejaré con tus estudios. Ten cuidado cuando arrojes las losas, arriesgas mucho revelando de ese modo tu talento como vidente.
—Pero debo saber…
—Saber y ser capaz de hacer algo…
—Sí —le soltó ella—, ya te oí la primera vez.
—Qué poco respeto, niña.
—Y da las gracias.
—Puede que tengas algo de razón. Creo que eso merece cierta consideración.
—¿Ahora vas a espiar cada uno de mis movimientos aquí abajo?
—No, eso sería cruel, por no decir aburrido. Cuando venga aquí, serás advertida, el viento, la bruma, ¿sí? Y ahora, observa su desaparición.
Bruja de la Pluma se quedó mirando al suelo, a la nube revuelta, y observó cómo se iba desvaneciendo y después desaparecía.
Silencio en la cámara, el aire quieto, aparte de su aliento. ¡Kuru Qan, el ceda! Ya ves cómo reúno aliados. ¡Oh, cuán dulce será la venganza!
Los haces de luz polvorienta del sol moribundo atravesaban el espacio donde se había alzado el viejo templo, aunque los restos que llenaban la mitad inferior de esa brecha estaban envueltos en oscuridad. Había fragmentos de la fachada esparcidos por la calle, trozos de ratas en descorazonadora profusión. Samar Dev se acercó más, dio una patada a los escombros y frunció el ceño al ver los desarticulados roedores de piedra.
—Esto es de lo más… alarmante —dijo.
—Ah —dijo el taxiliano con una sonrisa—, ahora habla la bruja. Dime, ¿qué percibes en este malhadado lugar?
—Demasiados espíritus para contarlos —murmuró—, y todos ellos… ratas.
—Hubo un d’ivers una vez, ¿no es cierto? Una terrible criatura demoníaca que recorrió los caminos de mercaderes de toda Siete Ciudades…
—Gryllen.
—¡Sí, así se llamaba! Entonces, ¿tenemos aquí otro tal… Gryllen?
La bruja negó con la cabeza.
—No, este parece más viejo, mucho más.
—¿Y qué hay de esa hemorragia? ¿Es poder?
—No estoy segura. —Miró a su alrededor y vio un hombre alto, cubierto con un manto, apoyado en una pared al otro lado de la calle, observándolos—. Algunas cosas, que hace mucho tiempo se detuvieron en seco, no deberían despertarse jamás. Por desgracia…
El taxiliano suspiró.
—Usas esa expresión muy a menudo. «Por desgracia». Te resignas demasiado, Samar Dev, huyes de tu propia curiosidad. No creo que fueras siempre así.
Ella lo miró con los ojos guiñados.
—Oh, mi curiosidad sigue ahí. Es mi fe en mi propia eficacia lo que ha recibido una paliza.
—Giramos y damos vueltas en las corrientes del destino, ¿es eso?
—Si quieres. —Samar Dev suspiró—. Muy bien, ya he visto bastante. Además, pronto llegará el toque de queda y tengo entendido que los guardias matan a los infractores con solo verlos.
—Has visto… ¡pero no explicas nada!
—Lo siento, taxiliano. Todo esto exige… cierta reflexión. Si llego a alguna conclusión espectacular en breve, no me olvidaré de avisarte.
—¿Merezco tanta ironía?
—No, no la mereces. Por desgracia.
Bicho al fin rodeó la esquina, salió de la oscuridad del callejón y se detuvo en la calle iluminada por el sol. Miró entonces a Tehol, que permanecía apoyado en una pared, los brazos cruzados bajo la manta en la que se había envuelto como si fuera una túnica.
—Amo —dijo—, ¿por qué vacila ahora?
—¿Yo? Bueno, esto solo parece una vacilación. ¿Sabes?, podrías haberme dejado que te ayudara a llevar eso.
Bicho posó el pesado saco en el suelo.
—No se ofreció.
—Bueno, sería indecoroso. Tú deberías haber insistido.
—¿Está seguro de eso, amo?
—En absoluto, pero un poco de gentileza por tu parte nos habría ayudado a dejar atrás este incómodo momento.
En el saco se oyeron unos cloqueos apagados.
Tehol se lo quedó mirando con un parpadeo.
—Bicho, dijiste gallinas retiradas, ¿correcto?
—Así es. A cambio de unas modestas reparaciones en un abrevadero.
—Pero… no están muertas.
—No, amo.
—Pero… eso significa que uno de nosotros tiene que matarlas. Retorcerles el pescuezo. Ver cómo la luz de la vida se apaga en sus ojitos. Eres un hombre duro, Bicho.
—¿Yo?
—Retiradas, sus días poniendo huevos han acabado. ¿No hay algún tipo de pastos que las espere? ¿Algún terreno bien salpicado que puedan picotear?
—Solo el del cielo, amo. Pero entiendo lo que dice. Es decir, sobre lo de matarlas.
—Tienes sangre en las manos, Bicho… Me alegro de no ser tú.
—Esto es ridículo. Ya pensaremos en algo cuando volvamos a casa.
—Podríamos construirnos un gallinero en el tejado, como hacen los locos para los pichones. De ese modo, las aves podrían entrar y salir volando, ir de un sitio a otro, y ver algo de esta magnífica ciudad.
—Las gallinas no vuelan, amo.
—Pero es mejor que retorcerles el cuello, ¿no te parece?
—¿Ver la ciudad?
—Bueno, de momento.
Obviamente satisfecho con su solución, Tehol se colocó bien la manta y salió a la calle. Con un suspiro, Bicho recogió el saco con su docena de gallinas y lo siguió con un paso un tanto más lento.
—Bueno —dijo cuando se reunió con Tehol delante de la ruina—, por lo menos la bruja extranjera se ha ido.
—¿Era una bruja extranjera? Bastante mona, de un modo terco y terrenal. De acuerdo, atractiva entonces, aunque te aseguro que yo jamás se lo diría a la cara, sabiendo la facilidad con la que se ofenden las mujeres.
—¿Por un cumplido?
—Desde luego. Si es el cumplido equivocado. Llevas… inactivo demasiado tiempo, mi querido Bicho.
—Es posible. Yo también soy reticente cuando se trata de cumplidos. Tienen la costumbre de volver a por ti.
Tehol lo miró y arqueó las cejas.
—Lo dices como si hubieras estado casado una o dos veces.
—Una o dos veces —respondió Bicho con una mueca. Levantó la vista hacia la ruina de la Casa de las Escamas y se quedó muy quieto—. Ah, ahora veo lo que sin duda vio ella.
—Si lo que estás viendo es la razón para que se me ponga el vello de la nuca de punta cada vez que vengo aquí, entonces me complacería que te explicaras.
—Para que alguien entre —dijo Bicho—, por necesidad ha de haber una puerta. Y si no existe, ha de hacerse.
—¿Cómo es posible que un edificio derrumbado sea una puerta, Bicho?
—Empiezo a comprender lo que se acerca.
—¿Suficiente para sugerir alguna medida?
—En este asunto, amo, la mejor medida es no hacer nada.
—Un momento, Bicho, esa conclusión concreta parece aflorar con bastante frecuencia en tu caso.
—Será mejor que lleguemos a casa antes del toque de queda, amo. ¿Le apetece llevar un rato este saco?
—Por la bendición del Errante, ¿has perdido la cabeza?
—Eso me parecía.
Había poco en los pensamientos de Sirryn Kanar que alcanzara las profundidades de su alma; era algo que él percibía, lo suficiente como para que admitiera que disfrutaba de una vida prácticamente sin preocupaciones. Poseía una esposa lo bastante asustada como para hacer lo que él quisiera que hiciera. Inspiraba en sus tres hijos la mezcla justa de respeto y terror, y había visto en su hijo mayor el desarrollo de rasgos similares de dominación y certidumbre. Su cargo de teniente en la célula de palacio de los patriotas no entraba en conflicto, al menos en lo que a él se refería, con su título oficial de sargento de la Guardia; después de todo, la protección de los poderosos exigía diligencia tanto manifiesta como encubierta.
Las emociones que lo dominaban eran igual de simples y claras. Temía lo que no podía entender y despreciaba lo que temía. Pero admitir el miedo no lo convertía en un cobarde, pues había declarado en su propio nombre guerra eterna contra todo lo que lo amenazaba, ya fuera una esposa artera que había alzado muros alrededor de su alma, o conspiradores que atacaran el Imperio de Lether. Sus enemigos, bien comprendía él, eran los verdaderos cobardes. Ellos pensaban dentro de nubes que ocultaban todas las duras verdades del mundo. Sus esfuerzos por «entender» llevaban, de forma inevitable, a posiciones sediciosas contra la autoridad. Al tiempo que perdonaban a los enemigos del imperio, condenaban las debilidades de su propia tierra natal, sin reconocer que eran ellos los que personificaban tales debilidades.
Un imperio como el de Lether estaba siempre bajo asedio. Ésa había sido una de las primeras frases pronunciadas por Karos Invictad durante el proceso de reclutamiento y formación, y Sirryn Kanar había comprendido la verdad que ocultaba tras pensarlo apenas un momento. Un asedio, dentro y fuera, sí; los mismos privilegios que concedía el estado los explotaban aquellos que querían destruir el imperio. Y no podía haber sitio para «entender» a ese tipo de personas, eran malvadas, y el mal había que expurgarlo.
La visión de Karos Invictad lo había golpeado con la fuerza de una revelación, le había reportado una visión clara y perfecta y, de hecho, también paz en lo que había sido en ocasiones un alma trastornada (maltratada y atacada en ocasiones por un mundo desdibujado en el que reinaba la confusión y la incertidumbre), hasta el punto que todo lo que bramaba en su interior se resolvió cuando llegó la certeza, llameante y cegadora, con ese maravilloso don que era la liberación.
Así que vivía en esos momentos una vida sin preocupaciones y por tanto daba ejemplo a sus compañeros de palacio. En los ojos de los otros agentes él había visto, una y otra vez, el destello del asombro y el miedo, o, algo igual de satisfactorio, un reflejo perfecto de los suyos; una expresión firme, implacable, tan inmune a todo engaño que pudiera intentar el enemigo como la suya propia.
Sin preocupación alguna, por tanto, hizo un gesto a dos fornidos patriotas, que se adelantaron y asestaron una patada a la puerta. Esta prácticamente salió volando de los endebles goznes y se derrumbó en el espléndido aposento que había detrás. Un chillido, después otro, procedentes de la penumbra de la izquierda (donde dormían las doncellas), pero los agentes de cabeza ya estaban cruzando la habitación hacia la puerta de enfrente. Más violencia, madera que se astillaba bajo las pesadas botas.
Despatarrado en el pasillo, detrás de Sirryn, estaba el cadáver de un tiste edur; alguien había puesto un guardia. Cosa curiosa, pero carente de importancia. Unos cuadrillos envenenados habían hecho un trabajo rápido y casi silencioso. Dos de sus hombres ya se estaban preparando para llevarse el cadáver, un edur más que desaparecía de forma misteriosa.
Sirryn Kanar se colocó en el centro del primer aposento, llegó otro agente con un farol regulable y se quedó a un lado, desde donde arrojó solo la luz justa. No podía haber demasiada luz, las sombras tenían que estar vivas, retorciéndose, confusión por todas partes. Sirryn disfrutaba con la precisión.
Sus hombres salieron de la habitación interior, entre ellos una figura (medio desnuda, el pelo revuelto, una expresión incrédula en la cara). No, los ojos de Sirryn Kanar se entrecerraron. No era incredulidad. Resignación. Bien, la traidora sabía cuál era su destino, sabía que no podría huir de él. Sin decir nada les hizo un gesto a sus agentes para que la sacaran de allí.
Tres doncellas sollozaban acurrucadas contra el muro, cerca de los catres en los que dormían.
—Ocúpense de ellas —ordenó Sirryn, y cuatro miembros de su pelotón se acercaron a las mujeres—. Se interrogará a la de más rango, de las otras dos se desharán de inmediato.
Miró a su alrededor, complacido por la facilidad de la operación y sin advertir apenas los gritos agónicos de las dos mujeres.
En muy poco rato entregaría a sus dos prisioneras al pelotón que aguardaba en un postigo lateral del palacio, pelotón que se encaminaría a toda prisa en medio de la noche (solos en las calles tantas horas después del toque de queda) hasta el cuartel general de los patriotas. Meterían a las dos mujeres en las celdas para los interrogatorios. Y comenzaría entonces el trabajo; lo único que les ahorraría la ordalía sería la confesión absoluta de sus crímenes contra el imperio.
Un procedimiento rápido y sencillo. De resultados probados. Los traidores carecían, de forma invariable, de toda voluntad.
Y a Sirryn Kanar no le parecía que la primera concubina fuera a ser diferente en ese aspecto. Si acaso, incluso más endeble de espíritu que la mayoría.
Las mujeres disfrutaban dándose aires de misterio, pero esos aires se desvanecían ante la tormenta de la voluntad de un hombre. Cierto, las putas ocultaban cosas mejor que la mayoría, las ocultaban tras una interminable sucesión de mentiras que a él nunca lo engañaban. Sabía que esas mujeres lo despreciaban, a él y a los hombres como él, creían que era débil solo porque hacía uso de ellas, como si ese uso fuera producto de una necesidad real y sincera. Pero él siempre había sabido cómo borrar las sonrisitas de satisfacción de sus rostros pintados.
Envidiaba a los interrogadores. Esa zorra de Nisall… Sirryn sospechaba que no se diferenciaba mucho de su propia esposa.
«Nuestros enemigos son legión», había dicho Karos Invictad, «así que debéis entender, todos vosotros, que esta guerra durará para siempre. Para siempre».
A Sirryn Kanar le satisfacía la idea. Así no se complicaban las cosas.
«Y es nuestra tarea», había continuado el maestro de los Patriotas, «garantizar eso. Para que nunca seamos prescindibles».
Un tanto más confusa, esa parte, pero Sirryn no sintió compulsión alguna de examinar mejor esa idea. Karos era muy listo, después de todo. Es muy listo y está de nuestro lado. El lado correcto.
Sus pensamientos cambiaron de rumbo y se concentraron en la cama que lo aguardaba y en la puta que había hecho que le llevaran allí, y con eso el teniente bajó por el pasillo vacío del palacio con sus hombres en formación tras él.
Bruthen Trana entró en el aposento. Posó los ojos en los cadáveres de las dos doncellas.
—¿Cuánto tiempo hace? —le preguntó al hechicero arapay que se había agachado junto a los cuerpos. Otros dos edur entraron en el dormitorio de la primera concubina y salieron de nuevo un momento más tarde.
El hechicero murmuró algo inaudible por lo bajo y después habló en voz más alta.
—Una campanada, quizá. Espadas cortas. Como las que utiliza la Guardia de Palacio.
—Reúna diez guerreros más —dijo Bruthen Trana—. Nos vamos al cuartel general de los patriotas.
El hechicero se puso en pie poco a poco.
—¿Quiere que informe a Hannan Mosag?
—Todavía no. No podemos demorarnos aquí. Dieciséis guerreros edur y un hechicero deberían bastar.
—¿Piensa exigir la liberación de la mujer?
—Hay dos, ¿no?
Un asentimiento.
—Comenzarán los interrogatorios de inmediato —dijo Bruthen Trana—. Y no es un procedimiento agradable.
—¿Y si les han arrancado confesiones?
—Comprendo su preocupación, K’ar Penath. ¿Teme que haya violencia esta noche?
Los otros guerreros presentes en la cámara habían hecho una pausa, los ojos clavados en el hechicero arapay.
—¿Temer? En absoluto. Pero con confesiones en la mano, Karos Invictad, y por extensión Triban Gnol, podrán hacer valer sus derechos en sus dominios…
—Estamos perdiendo el tiempo —interpuso Bruthen Trana—. Se me ha terminado la paciencia con Karos Invictad. —¿Y dónde está el guardia que puse fuera, en el pasillo? Como si no lo adivinara.
Una voz nueva habló en la puerta del pasillo.
—La enemistad personal, Bruthen Trana, es una guía muy peligrosa para las acciones personales.
El tiste edur se volvió.
El canciller, con dos guardaespaldas rondando en el pasillo tras él, permanecía allí con las manos plegadas. Tras un momento entró en la habitación y miró a su alrededor. Una expresión de arrepentimiento cruzó su rostro cuando vio las dos mujeres muertas.
—Es obvio que hubo cierta resistencia. Eran sirvientas muy leales a la primera concubina, es muy posible que inocentes de todo pecado, es una auténtica tragedia. Ahora hay sangre en las manos de Nisall.
Bruthen Trana estudió a aquel hombre alto y delgado durante un buen rato, después pasó a su lado y salió al pasillo.
Ninguno de los guardaespaldas sospechó nada y ninguno tuvo tiempo de sacar las armas antes de que los cuchillos del edur (uno en cada mano) se deslizaran bajo sus mandíbulas, las puntas ahondando en el cerebro. Bruthen Trana dejó las armas clavadas, se giró en redondo y las dos manos saliendo disparadas para coger al canciller por el cuello de pesado brocado. El letherii jadeó cuando las manos lo levantaron por el aire, le dieron la vuelta para que mirara a Bruthen y después lo estrellaron con fuerza contra la pared contraria del pasillo.
—Mi paciencia con usted —dijo el edur en voz baja— también se ha terminado. Una muerte trágica las de sus guardaespaldas. Hay sangre en sus manos, por desgracia. Y ahora mismo no estoy por la labor de perdonarle sus muertes.
Los pies de Triban Gnol colgaban en el aire, las zapatillas de puntas rígidas golpeaban sin mucha fuerza las espinillas de Bruthen Trana. La cara del letherii se estaba oscureciendo, los ojos se le salían y se clavaban en la mirada fría y dura del edur.
Debería matarlo ahora mismo. Debería quedarme aquí y ver cómo se ahoga en los largos pliegues de su propia túnica. Mejor aún, recuperar un cuchillo y abrirle las tripas, ver cómo se caen al suelo.
Tras él, habló K’ar Penath.
—Comandante, como ha dicho, no tenemos tiempo para esto.
Bruthen Trana hizo una mueca que enseñó los dientes y tiró al suelo a aquel hombre patético. Una mala caída: Triban Gnol estiró una mano para amortiguar el golpe y al crujido de los huesos de algún dedo (como clavos de hierro metidos en la madera) lo siguió de inmediato un jadeo y un chillido de dolor.
Bruthen Trana les hizo un gesto a sus guerreros para que lo siguieran, pasó por encima del canciller y bajó con paso rápido por el pasillo.
El eco de las pisadas fue desapareciendo; Triban Gnol, con una mano pegada al torso, se puso en pie poco a poco. Miró con furia el pasillo ya vacío. Se lamió los labios secos y siseó.
—Morirás por eso, Bruthen Trana. Tú y todos los demás testigos que se apartaron y no hicieron nada. Moriréis todos.
¿Podría advertir a Karos Invictad a tiempo? No era muy probable. Bueno, el maestro de los Patriotas era un hombre capaz. Disponía de algo más que dos simples, incompetentes y patéticos guardaespaldas. Unas notas breves a las viudas: Su marido no cumplió con sus responsabilidades. No se facilitará pensión alguna por su muerte. Abandone las residencias familiares de la Guardia de Palacio de inmediato… salvo su hijo o hija mayor, que ahora está endeudado con las propiedades del canciller.
El canciller despreciaba la incompetencia, y si le hacían sufrir sus consecuencias… bueno, alguien tenía que pagar. Siempre. Dos jóvenes, entonces, sí. Con un poco de suerte, varones. E iba a necesitar dos guardaespaldas nuevos. De entre los guardias casados, por supuesto. Alguien que pague la deuda si me fallaran.
Se le estaban entumeciendo los dedos rotos, aunque un dolor pesado le latía en la muñeca y el antebrazo.
El canciller partió hacia la residencia de su sanador privado.
Con el camisón medio desgarrado, a Nisall la empujaron al interior de una habitación sin ventanas que estaba iluminada por una única vela colocada en una mesita en el centro. El aire frío y húmedo hedía a miedo antiguo y desechos humanos. Temblando tras la marcha nocturna por las calles, se quedó allí sin moverse por un momento, intentando envolverse mejor con la tela fina como una gasa.
Dos mujeres jóvenes e inocentes estaban muertas. Masacradas como delincuentes. Y Tissin es la siguiente, lo más parecido a una madre que he tenido jamás. No ha hecho nada… no, no pienses en eso. Ninguna hemos hecho nada. Pero eso no importa, no puedo pensar de otro modo. No puedo fingir que algo de lo que diga va a cambiar las cosas, que va a cambiar de algún modo mi destino. No, esto es una sentencia de muerte. Para mí. Para Tissin.
El emperador no se enteraría de aquello. De eso estaba segura. Triban Gnol anunciaría que había desaparecido de palacio. Que había huido, otra traición más, solo eso. Rhulad se estremecería en su trono, parecería encogerse sobre sí mismo mientras el canciller, con mucho cuidado, de forma implacable, iría alimentando las muchas inseguridades del emperador, después retrocedería para observar cómo sus palabras envenenadas iban robando la vida de los ojos torturados de Rhulad.
No podemos ganar contra esto. Son demasiado listos, demasiado despiadados. Su único deseo es destruir a Rhulad, su mente, para dejarlo farfullando, acosado por terrores invisibles, incapaz de hacer nada, sin querer ver a nadie. A cualquiera que pudiese ayudarlo.
Que el Errante lo salve…
La puerta se abrió de un tirón y se balanceó hasta chocar contra el muro donde antiguas grietas demostraban que ese violento anuncio formaba parte del patrón habitual. Pero Nisall ya las había notado y no se sobresaltó al oír el estrepitoso crujido, solo se limitó a volverse para mirar a su torturador.
Nada menos que el propio Karos Invictad. Un torbellino de sedas carmesíes, anillos de ónice en los dedos, el cetro del cargo sujeto en una mano y descansando entre el hombro derecho y la clavícula. Una expresión de leve consternación en los rasgos mundanos.
—Mi querida señora —dijo con su voz aguda—, seamos rápidos para que pueda mostrarme clemente. No tengo deseo alguno de hacerle daño, encantadora como es. Así pues, una declaración firmada que esboce su traición contra el imperio y una ejecución rápida y privada. Su doncella ya ha obedecido y la han decapitado con toda compasión.
Oh, bien hecho, Tissin. Pero ella seguía luchando, intentaba buscar un valor parecido… para aceptar las cosas como eran, para reconocer que no había otro recurso posible.
—¿Decapitar no produce daños?
Una sonrisa vacía.
—El daño al que me refería, por supuesto, tiene que ver con arrancarle una confesión. Un pequeño consejo: componga sus rasgos un momento antes de que descienda la hoja. Siento apuntar que está demostrado que la cabeza sigue viva unos momentos después de haberla separado del cuerpo. Unos cuantos parpadeos, se ponen los ojos en blanco y, si uno no tiene… cuidado, una avalancha de expresiones desagradables. Por desgracia, su doncella fue reacia a escuchar ese consejo, demasiado ocupada como estaba con una absurda diatriba de maldiciones.
—Ruego para que el Errante la oyera —dijo Nisall. El corazón le martilleaba con fuerza contra las costillas.
—Oh, no me maldijo en el nombre del Errante, mi dulce puta. No, en su lugar reveló una fe que se creía extinta hace largo tiempo. ¿Sabía usted que sus ancestros eran temblor? Por las Fortalezas, ni siquiera recuerdo el nombre del dios que mencionó. —Se encogió de hombros y esbozó una vez más su sonrisa vacía—. No importa. De hecho, incluso si hubiera apelado al Errante, yo no habría tenido motivos para aterrarme.
»Mimada como está usted, o más bien estaba, en el palacio, es muy probable que no sepa que el puñado de templos de la ciudad que, se supone, están santificados al Errante en realidad son privados y del todo seculares; la cruda verdad es que son negocios que se aprovechan de la ignorancia de los ciudadanos. Sus sacerdotes y sacerdotisas son actores, todos y cada uno. A veces me pregunto si Ezgara Diskanar lo supo alguna vez, parecía extrañamente devoto del Errante. —Hizo una pausa y suspiró. El cetro empezó a dar golpecitos—. Pretende retrasar lo inevitable. Comprensible, pero yo no tengo deseo alguno de quedarme aquí toda la noche.
»Tengo sueño y ansío retirarme lo antes posible. Parece que tiene frío, Nisall. Y ésta es una habitación horrenda, después de todo. Regresemos a mi despacho. Guardo una túnica de sobra a prueba de cualquier corriente. Y material de escritura a mano. —Hizo un gesto con el cetro y se dio la vuelta.
La puerta se abrió y Nisall vio a dos guardias en el pasillo.
Aturdida, siguió a Karos Invictad.
Subieron un tramo de escaleras, bajaron por un pasillo y entraron en el despacho del patriota. Como le había prometido, Karos Invictad encontró un manto y lo puso con cuidado sobre los hombros de Nisall.
La mujer se lo ciñó bien al cuerpo.
Invictad le indicó con una mano una silla delante del enorme escritorio donde esperaba una hoja de papel vitela, un pincel de pelo de caballo y un frasquito de tinta de calamar. En un lado del tintero, un poco apartada, había una extraña cajita abierta por arriba. Incapaz de contenerse, Nisall se inclinó para ver mejor.
—Eso no es nada que le incumba. —Las palabras salieron en un tono más alto de lo habitual y cuando miró, la primera concubina vio que el hombre fruncía el ceño.
—Tiene un insecto como mascota —dijo Nisall, a la que le extrañó el color subido de la cara de Karos Invictad.
—Ni hablar. Como le dije, nada de su incumbencia.
—¿También pretende que el bicho confiese? Tendrá que decapitarlo dos veces. Con una hoja muy pequeña.
—¿Se está divirtiendo, mujer? Siéntese.
Nisall se encogió de hombros e hizo lo que le ordenaban. Se quedó mirando la hoja en blanco, después estiró el brazo y cogió el pincel. Le temblaba la mano.
—¿Qué es lo que desea que confiese?
—No tiene que dar detalles. Usted, Nisall, admite conspirar contra el emperador y el imperio. Declara esto de forma libre y en plenas facultades y se somete al destino que les aguarda a todos los traidores.
Nisall metió el pincel en la tinta y empezó a escribir.
—Es un alivio que se lo esté tomando tan bien —dijo Karos Invictad.
—Lo que me preocupa no soy yo —dijo ella mientras completaba la escueta declaración y la firmaba con una floritura que no terminaba de ocultar los temblores de la mano—. Es Rhulad.
—En usted no pensará más que con veneno, Nisall.
—Una vez más —dijo ella, y se recostó en la silla—. No me importa lo que me ocurra a mí.
—Su compasión es admirable…
—Se extiende a usted, Karos Invictad.
El patriota extendió la mano, recogió el papel vitela y lo agitó un poco en el aire para secar la tinta.
—¿Yo? Mujer, me insulta…
—No era mi intención. Pero cuando el emperador se entere de que ha ejecutado a la mujer que llevaba a su heredero en su seno, bueno, maestro de los Patriotas o no…
El papel vitela cayó de los dedos del hombre. El cetro cesó su satisfecho golpeteo. Después, un comentario áspero.
—Miente. Fácilmente demostrable…
—Desde luego. Llame a un sanador. Es de suponer que tiene uno de guardia, no vaya a ser que el verdugo se pinche con una astilla, o, con más probabilidad, le estalle una ampolla, con lo ocupado que está.
—Cuando descubramos su treta, Nisall, bueno, podremos prescindir de la clemencia a pesar de la confesión firmada. —Se inclinó y recogió el papel vitela. Al verlo, frunció el ceño—. Ha usado demasiada tinta, se ha corrido y ahora es ilegible.
—La mayor parte de las misivas que redacto son con estilo y cera —dijo la mujer.
Invictad le puso de golpe el papel de nuevo delante de ella, vuelto del revés.
—De nuevo. Volveré en un momento, con el sanador.
Nisall oyó abrirse la puerta y cerrarse tras ella. Escribió su confesión una vez más, dejó el pincel en la mesa y se levantó. Se inclinó sobre la rara cajita con el insecto de dos cabezas que pivotaba en el interior. Vueltas y más vueltas sin descanso. ¿Conoces la consternación? ¿La impotencia?
Una conmoción en algún piso inferior. Voces, algo que se estrellaba contra el suelo.
Detrás, la puerta se abrió de golpe.
Se volvió.
Karos Invictad entró y se dirigió directamente a ella.
Lo vio girar la mitad inferior del cetro y vio que una hoja corta de cuchillo salía de la base del cetro.
Nisall alzó los ojos y se encontró con los del hombre.
Y no vio en ellos nada humano.
Karos le clavó la hoja en el pecho, en el corazón. Después, dos veces más hasta que la mujer se encorvó, cayó y chocó con la silla.
Nisall vio subir el suelo para recibir su rostro, oyó el crujido de su frente y sintió un escozor vago, al instante la envolvió la oscuridad. Oh, Tissin…
Bruthen Trana apartó con un hombro a un guardia herido y entró en el despacho de Invictad.
El maestro de los Patriotas se estaba apartando de la forma desplomada de Nisall, el cetro que llevaba en la mano (la hoja de su base) resplandecía con un color carmesí.
—La confesión exigida…
El tiste edur se acercó al escritorio y retiró de una patada la silla caída. Cogió la hoja de papel vitela y entrecerró los ojos para leer las palabras en letherii. Una única línea. Una declaración. Una confesión, desde luego. Por un momento sintió que el corazón se le encogía.
En el pasillo, guerreros tiste edur. Bruthen Trana se dirigió a ellos sin volverse.
—K’ar Penath, recoja el cuerpo de la primera concubina…
—¡Esto es un atropello! —siseó Karos Invictad—. ¡No la toquen!
Bruthen Trana lanzó un gruñido, dio una zancada hacia el hombre y le asestó un revés con el dorso de la mano izquierda.
La sangre salpicó cuando Karos Invictad se tambaleó y el cetro salió por los aires, el centinela golpeó el muro con el hombro, más sangre, de la boca y la nariz, una expresión de horror en los ojos del hombre cuando se quedó mirando la salpicadura que le manchaba las manos.
En el pasillo, un guerrero habló en edur.
—Comandante. A la otra mujer la han decapitado.
Bruthen Trana enrolló con cuidado la hoja de papel vitela y se la metió debajo del camisote. Después estiró el brazo y levantó a Karos Invictad a pulso.
Volvió a golpear al hombre otra vez, y otra. Chorros de sangre, dientes rotos, hebras de saliva carmesí.
Otra vez. Y otra.
El hedor de la orina. Trana cogió puñados de seda de debajo del cuello flácido y sacudió la letherii con fuerza, observando la cabeza que se agitaba de un lado a otro. Y siguió sacudiéndolo.
Hasta que una mano se cerró alrededor de su muñeca.
Entre una bruma roja, Bruthen Trana miró y se encontró con los ojos serenos de K’ar Penath.
—Comandante, si continúa tratando así a ese hombre inconsciente, terminará rompiéndole el cuello.
—¿Y con eso qué quiere decir, hechicero?
—La primera concubina está muerta, la mató él. ¿Es usted el que debe castigarlo?
—Que la Hermana lo lleve —rezongó Bruthen Trana antes de arrojar a Karos Invictad al suelo—. Ambos cuerpos se vienen con nosotros.
—Comandante, el canciller…
—Él da igual, K’ar Penath. Envuelva bien los cuerpos. Regresamos al Domicilio Eterno.
—¿Qué hay de los letherii muertos que hay abajo?
—¿Sus guardias? ¿Qué pasa con ellos? Decidieron interponerse en nuestro camino, hechicero.
—Como diga. Pero con su sanador muerto, algunos de ellos se desangrarán a menos que llamemos…
—No es de nuestra incumbencia —dijo Bruthen Trana.
K’ar Penath se inclinó.
—Como diga, comandante.
Medio ciego de terror, Tanal Yathvanar se acercó a la entrada del cuartel general. La mujer había desaparecido. Había desaparecido de ese lugar, el más oculto de los lugares, el grillete roto, el hierro doblado y retorcido, los eslabones de la cadena partidos como si no fueran más que arcilla mojada.
Karos Invictad, fue obra tuya. Otra vez. Otra advertencia que me haces, que cumpla tus órdenes. Lo sabes todo, lo ves todo. Para ti, nada salvo juegos, juegos en los que te aseguras de ganar siempre. Pero ella no era un juego. No para mí, cabrón. La quería, ¿dónde está? ¿Qué has hecho con ella?
Poco a poco fue cayendo en la cuenta de que algo iba mal. Guardias corriendo por el complejo. Gritos, antorchas que parpadeaban. La entrada principal del edificio estaba abierta de par en par, vio un par de botas unidas a unas piernas inmóviles tiradas en el umbral.
¡Que el Errante nos lleve, nos han atacado!
Echó a correr.
Salió un guardia que pasó por encima del cuerpo.
—¡Tú! —gritó Tanal—. ¿Qué ha pasado aquí?
Un saludo militar tosco. El rostro del hombre estaba pálido.
—Hemos pedido sanadores, señor…
—¿Qué ha pasado, maldito seas?
—Edur… una emboscada brutal… no esperábamos…
—¿El maestro?
—Vivo. Pero ha recibido una fuerte paliza. ¡Golpeado, señor, por un tiste edur! El enlace… Trana… Bruthen Trana…
Tanal Yathvanar pasó con un empujón junto al necio, entró en el vestíbulo y fue a las escaleras. Más cuerpos, guardias derribados sin que hubieran podido sacar las armas. ¿Qué provocó esto en los edur? ¿Se enteraron de nuestras investigaciones? Bruthen Trana… ¿sigue ahí su expediente? Maldito sea, ¿por qué no se limitó a matar al cabrón? ¿A estrangularlo, a hacer que su rostro se pusiera tan rojo como esas malditas sedas? Oh, yo dirigiría esto de forma muy diferente. Dada la oportunidad…
Llegó al despacho y se detuvo con un tropezón al ver la sangre que salpicaba las paredes, los charcos que había en el suelo. El hedor a pis impregnaba el aire. Karos Invictad, que parecía muy pequeño y roto, estaba sentado, encorvado, en su enorme sillón, y se llevaba unos trapos manchados a la cara hinchada y amoratada. En los ojos del hombre, una rabia incisiva como el diamante. Que se clavaba en ese instante en Tanal Yathvanar.
—¡Maestro! Vienen sanadores de camino…
Entre los labios triturados unas palabras ahogadas.
—¿Dónde estabas?
—¿Qué? Pues en casa. En la cama.
—Arrestamos a Nisall esta noche.
Tanal miró a su alrededor.
—No me informaron, señor…
—No… ¡porque nadie pudo encontrarte! ¡Ni en tu casa ni en ninguna parte!
—Señor, ¿entonces Bruthen Trana ha sacado de aquí a la puta?
Una carcajada seca, ahogada.
—Oh, sí. Su carne fría, pero no su espíritu. Pero lleva su confesión escrita, ¡por las Fortalezas, cómo duele hablar! ¡Me partió la cara!
¿Y cuántas veces tu puño hizo lo mismo con un prisionero?
—¿Quiere intentar tomar un poco de vino, señor?
Una mirada furiosa por encima de los trapos, después un asentimiento brusco.
Tanal se acercó a toda prisa a una vitrina. Encontró una jarra de arcilla que contenía vino sin diluir. Un olor mejor que… el pis de tu terror, hombrecito. Sirvió una copa, dudó y decidió servirse otra para sí. Maldito seas, ¿por qué no?
—Los sanadores no tardarán en llegar, he informado a los guardias que cualquier retraso pone sus vidas en riesgo.
—Rápida reacción, Tanal Yathvanar.
Le llevó la copa a Karos Invictad sin saber muy bien si había ironía en la última frase, tan distorsionada estaba la voz.
—Sorprendieron a los guardias desprevenidos, una traición brutal…
—Los que no están ya muertos desearán estarlo —dijo el maestro de los Patriotas—. ¿Por qué no se nos advirtió? Canciller o no, me va a responder.
—No pensé que nos íbamos a llevar ya a la puta —dijo Tanal al tiempo que recuperaba su propio vino. Observó por encima de la copa a Karos, que apartó el trapo empapado y reveló el terrible ataque que había sufrido su rostro mientras tomaba un cuidadoso sorbo de vino y hacía una mueca de dolor cuando el alcohol mordió brechas y cortes—. Quizá el edur debería haber sido el primero. Bruthen Trana… no parecía una víbora tan grande. No dijo ni una sola palabra, no reveló nada…
—Pues claro que no. Ni lo revelaría yo en su lugar. No. Esperar, observar y, al fin, golpear sin avisar. Sí, lo subestimé. Bueno, un fallo así no ocurre más que una vez. Esta noche, Tanal Yathvanar, ha comenzado una guerra. Y esta vez los letherii no perderán. —Otro sorbo—. Es un alivio —dijo después— que despacharas a esa académica, una pena que no consiguieras a Nisall para jugar con ella, pero tenía que actuar con rapidez. Dime cómo te deshiciste de ella… de la académica. Necesito alguna noticia satisfactoria para variar…
Tanal se quedó mirando al hombre. Si no fuiste tú…
En el pasillo el ruido de pasos rápidos. Los sanadores habían llegado.
—Comandante —dijo K’ar Penath mientras se apresuraba junto a Bruthen Trana—, ¿pedimos audiencia con el emperador?
—No. Todavía no. Observaremos cómo se desarrollan las cosas durante un tiempo.
—¿Y los cuerpos?
—Ocúltelos bien, hechicero. E informe a Hannan Mosag de que deseo hablar con él. Lo antes posible.
—Señor, no disfruta del favor del emperador en estos momentos…
—No me ha entendido, hechicero. Esto no tiene nada que ver con Rhulad. Todavía no. Nosotros conquistamos este imperio y parece que a los letherii eso se les ha olvidado. Ha llegado el momento de despertar a los tiste edur una vez más. De provocar el terror, de dejar claro nuestro desagrado. Esta noche, K’ar, se sacan las armas.
—Habla de una guerra civil, comandante.
—En cierto modo, aunque no espero ninguna señal manifiesta del canciller o de Invictad. Una guerra, sí, pero una guerra que se librará a espaldas del emperador. Él no sabrá nada…
—Comandante…
—La conmoción que muestra ante mis palabras no me convence. Hannan Mosag no es idiota, ni lo es usted ni ninguno de sus otros hechiceros. Dígame ahora que no anticipaban nada… ah, ya me lo parecía.
—Me temo que no estamos listos…
—No lo estamos. Pero tampoco lo estaban ellos. Eso de llevarse a Nisall… este asesinato… me dice que algo les dio motivos para aterrarse. Tenemos que averiguar qué fue. Ha ocurrido algo, o está ocurriendo ahora, algo que hizo que se precipitaran las cosas. Y ése es el rastro que debe perseguir Hannan Mosag; no, no pretendo darle órdenes a ese hombre…
—Lo entiendo, Bruthen Trana. Habla como tiste edur. Apoyaré su consejo al rey hechicero con todo mi celo.
—Gracias.
—Esta noche, comandante —dijo K’ar Penath—, al presenciar su actuación… me sentí orgulloso. Hemos… despertado, como dice usted. Esta civilización es un veneno. Una podredumbre en nuestras almas. Debe extirparse.
Y ahora oigo a Hannan Mosag hablar por tus labios, hechicero. Responder a otras… sospechas. Así sea.
Nisall. Primera concubina, lo siento. Pero has de saber una cosa, te vengaré, de verdad. Como vengaré a mi valiente guerrero, que la Hermana me lleve, eso fue un descuido…
—El canciller hablará con el emperador…
—Solo si es estúpido —dijo Bruthen Trana—, o alguien con tendencia a dejarse llevar por el pánico. No es ninguna de las dos cosas. No, hay que empujarlo, desconcertarlo… oh, sembraremos el pánico, sí, y antes o después hará lo que usted dice. Hablar con Rhulad. Y entonces ya lo tendremos. Y a Invictad. Dos serpientes en la misma cesta… una cesta empapada de aceite. Y será el propio Triban Gnol el que encienda la chispa.
—¿Cómo?
—Ya lo verá.
Tehol se quedó mirando por la trampilla del tejado con una expresión de verdadero horror.
—Gran error —dijo.
Inclinado a su lado, mirando también abajo, Bicho asintió.
—Fue un acto de misericordia, amo. Doce gallinas en un saco, medio aplastándose unas a otras, sacudidas en una oscuridad fétida. Se corría el riesgo de asfixia.
—¡Exacto! Una muerte tranquila, remota, invisible. ¡No haría falta retorcer pescuezos! ¡Pero ahora míralas! ¡Se han apoderado de nuestra habitación! Mi casa. Mi morada, mi único hogar…
—En cuanto a eso… parece que una se ha prendido fuego, amo.
—Está ardiendo sin llama, y es demasiado idiota para que le importe. Si esperamos, podemos tomarnos gallina asada de desayuno. ¿Y cuál puso ese huevo?
—Hmm, un misterio de lo más grávido, sin duda.
—Puede que esto te parezca muy gracioso ahora mismo, Bicho, pero eres tú el que va a dormir ahí abajo. Te sacarán los ojos a picotazos, sabes. El mal se ha infundido en ellas, generación tras generación, hasta que sus diminutos cerebros negros como judías se han convertido en nudos condensados de malicia…
—Muestra una familiaridad inesperada con las gallinas, amo.
—Tuve un tutor que era una versión humana.
Bicho se echó hacia atrás y miró a la mujer que dormía en la cama de Tehol.
—No me refiero a ella. Janath solo era ligeramente despiadada, como corresponde a todos los instructores, atormentados como con frecuencia se ven por estudiantes granujientos que lloriquean mirándolos con adoración.
—Oh, amo, lo siento.
—Calla. No estamos hablando de eso. No, en su lugar, Bicho, mi casa se ha visto invadida por gallinas rabiosas, por culpa de esa costumbre que tienes de traer cachorritos perdidos y demás.
—¿Cachorritos perdidos? Nos vamos a comer a esos animales.
—No me extraña que los cachorritos perdidos te eviten en los últimos tiempos. Escúchalas, ¿cómo vamos a dormir con ese jaleo?
—Supongo que están contentas, amo. Y, además, se están ocupando de esa plaga de cucarachas en nada de tiempo.
Un crujido en la cama, a su espalda, llamó la atención de los dos hombres.
La erudita se había incorporado y miraba a su alrededor con aire confuso.
Tehol se apresuró a empujar a Bicho hacia ella.
La mujer frunció el ceño cuando se acercó el anciano.
—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? ¿Estamos en un tejado?
—¿Qué es lo último que recuerda? —preguntó Bicho.
—Estaba sola. En la oscuridad. Él me llevó… a un sitio nuevo.
—Ha sido liberada —dijo el criado.
Janath estaba examinando la túnica basta e informe que vestía.
—Liberada —dijo en voz muy baja.
—Esa combinación fue todo lo que pudimos encontrar con tan poco tiempo —comentó Bicho—. Por supuesto, procuraremos… eh… mejorar su apariencia en cuanto nos sea posible.
—Me han sanado.
—Las heridas físicas, sí.
La mujer hizo una mueca y asintió.
—Las otras son un poco más elusivas.
—Parece notablemente… cuerda, Janath.
La académica alzó la cabeza y lo miró.
—Me conoce.
—Mi amo fue en otro tiempo estudiante suyo. —Observó que la mujer intentaba mirar detrás de él, primero por un lado, luego por el otro. Confuso, Bicho se volvió y vio que Tehol se movía de un lado a otro en un esfuerzo por mantener al criado entre él y la mujer que seguía en la cama—. ¿Tehol? ¿Qué está haciendo?
—¿Tehol? ¿Tehol Beddict?
Bicho volvió a girar en redondo y vio a Janath recogiéndose la túnica y estirándola por todas partes en un esfuerzo por cubrirse lo más posible.
—¿Ese patético gusano lujurioso? ¿Eres tú, Tehol? ¿Oculto ahí, detrás de este anciano? Bueno, desde luego no has cambiado nada. ¡Sal aquí, ahora mismo!
Tehol se dejó ver entonces. Y después se ofendió.
—¡Un momento, ya no soy tu estudiante, Janath! Además, ya te tengo más que superada, que lo sepas. Hace que no sueño contigo… ¡años! ¡Meses!
La mujer alzó las cejas.
—¿Semanas?
Tehol se irguió todavía más.
—Es un hecho de sobra conocido que los errores de adolescencia de un hombre adulto con frecuencia se insinúan cuando dicho hombre está durmiendo, en sus sueños, quiero decir. O, en realidad, en sus pesadillas…
—Dudo que yo aparezca en tus pesadillas, Tehol —dijo Janath—. Aunque tú sí que apareces en las mías.
—Ah, no me digas. Yo no era más patético que cualquier otro patético estudiante perdidamente enamorado. ¿Verdad?
A eso la mujer no dijo nada.
—Es cierto que está usted en un tejado —le dijo entonces Bicho.
—¿Encima de un gallinero?
—En cuanto a eso… ¿Tiene hambre?
—Se me está haciendo la boca agua con ese magnífico aroma a pollo asado —respondió la académica—. Oh, por favor, ¿no tiene otras ropas? No me cabe ninguna duda sobre lo que se está cociendo ahora mismo en el asqueroso cerebrito de mi antiguo estudiante.
—Llegada la mañana —dijo Bicho—, le haré una visita a Selush, cuyo guardarropa, si bien un tanto abismal en gusto, es, no obstante, extenso.
—¿Quieres mi manta? —le preguntó Tehol.
—Por los dioses del inframundo, amo, está casi salivando de lascivia.
—No seas loco, Bicho. Solo intentaba quitar importancia a la situación. Ja, ja, estamos atrapados en una sequía de prendas. Ja, ja. Después de todo, ¿y si eso hubiera sido la túnica de un niño?
—Y si lo hubiera sido —dijo Janath con voz inexpresiva.
—Por la bendición del Errante —dijo Tehol con un gran suspiro—, qué calor hace estas noches de verano, ¿verdad?
—Sé de una gallina que estaría de acuerdo con usted —observó Bicho mientras regresaba a la trampilla por la que empezaba a surgir una columna de humo.
—Tehol Beddict —dijo Janath—. Me alegro de que estés aquí.
—¿Ah, sí? —preguntaron a la vez Bicho y Tehol.
La mujer asintió sin mirarlos a los ojos.
—Me estaba volviendo loca, creí que ya lo estaba. Yathvanar… me pegó, me violó… y todo el tiempo me hablaba de su amor sempiterno. Así que, Tehol, tú eres justo lo contrario, inofensivo en tu encaprichamiento. Me recuerdas a tiempos mejores. —Se quedó callada un rato—. Tiempos mejores.
Bicho y Tehol intercambiaron una mirada; después, el criado empezó a bajar por la escala. Arriba oyó hablar a Tehol.
—Janath, ¿no estás impresionada con lo que he hecho con mi vasta educación?
—Es un tejado magnífico, Tehol Beddict.
Bicho asintió para sí y fue en busca de la gallina asada entre nubes de humo acre. Rodeado por todas partes por cloqueos sin sentido. Que el Abismo me lleve, para esto podría estar en un templo…
El sol de la mañana se abrió paso entre los tablones de las contraventanas, extendiendo cintas de luz por la larga y pesada mesa que dominaba la sala del consejo. Rautos Hivanar se limpió las manos con un paño al entrar y se colocó tras su silla en un extremo de la mesa. Dejó el paño y estudió los rostros dispuestos vueltos hacia él, y vio en más de uno expresiones de miedo tenso y ansiedad.
—Amigos míos, bienvenidos. Dos asuntos en el orden del día. Primero abordaremos el que sospecho que es el más destacado en vuestras mentes en este momento. Hemos llegado a un estado de crisis; la escasez de dineros en metálico, de plata, de oro, de gemas talladas e, incluso, de lingotes de cobre, se ha agravado. Alguien está saboteando de forma activa la economía de nuestro imperio…
—Se veía venir —interrumpió Uster Taran—. ¿Pero qué medidas tomó la Consigna? Que yo haya visto, ninguna. Rautos Hivanar, en la mente de los reunidos aquí también ronda la cuestión de tu continuación en el cargo de maese.
—Entiendo. Muy bien, presentadme vuestra lista de preocupaciones.
El rostro arrugado de Uster enrojeció.
—¿Lista? ¿Preocupaciones? Que el Errante nos lleve, Rautos, ¿es que no has puesto siquiera a los patriotas sobre la pista de esta criatura perturbada? ¿O criaturas? ¿No podría ser esto un atentado planeado desde el exterior, desde uno de los reinos fronterizos para desestabilizarnos antes de una invasión? Hay noticias sobre esa tal conspiración de Bolkando que deberían…
—Un momento, por favor. Los temas de uno en uno, Uster. Los patriotas están, desde luego, llevando a cabo una investigación, sin resultados hasta la fecha. Un anuncio general en ese sentido, si bien es posible que mitigara vuestra ansiedad, habría sido, en mi opinión, igual de probable que desencadenara el pánico. Por tanto, preferí mantener el asunto en privado. Mis propias investigaciones, entretanto, me han llevado a eliminar fuentes externas en este asalto financiero. La fuente, amigos míos, está aquí, en Letheras.
—¿Entonces por qué no hemos cogido al cabrón? —preguntó Druz Thennict, la cabeza parecía mecerse sobre un cuello largo y delgado.
—Ha ocultado las pistas de forma muy inteligente, Druz —dijo Rautos—. Por decirlo de forma sencilla, estamos en guerra con un genio.
Desde el otro extremo de la mesa, Horul Rinnesict lanzó un bufido.
—¿Por qué no acuñar más monedas y quitar un poco de presión?
—Podríamos —respondió Rautos—, aunque no sería fácil. Hay un rendimiento fijo en las minas imperiales que es, por necesidad, modesto. Y, por desgracia, bastante inflexible. Aparte de lo cual, podrías preguntarte: ¿qué haría yo entonces si fuera ese saboteador? ¿Una entrada repentina de nuevos dineros? Si pretendieras crear caos en la economía, ¿qué harías?
—Liberar mi provisión —dijo Barrakta Ilk con un gruñido— y provocar una inflación desbocada. Nos estaríamos ahogando en monedas sin ningún valor.
Rautos Hivanar asintió.
—Yo creo que nuestro saboteador no puede ocultarse mucho tiempo más. Él o ella tendrá que dejarse ver. La clave está en observar qué empresa es la primera en desmoronarse, pues es ahí donde la pista de esa persona se hará más fácilmente discernible.
—Momento en el que —dijo Barrakta— los patriotas se precipitarán sobre ella.
—Ah, lo cual me lleva al segundo tema. Según tengo entendido, ha habido noticias de Drene. No, no tengo detalles concretos todavía, pero parece que ha provocado algo muy parecido al pánico entre los patriotas. Anoche, aquí, en Letheras, se produjeron varios arrestos sin precedentes…
Uster se echó a reír.
—¿Qué falta de precedentes tiene el que los patriotas arresten a unas cuantas personas?
—Bueno, la más importante de todas fue la primera concubina.
Se hizo el silencio alrededor de la mesa.
Rautos Hivanar se aclaró la garganta e hizo todo lo posible para contener la furia que embargaba su voz.
—Parece que Karos Invictad actuó con precipitación, cosa que, como estoy seguro que sabéis todos, no es nada propio de él. El resultado fue que las cosas salieron mal. Se produjo un enfrentamiento, tanto dentro como fuera del Domicilio Eterno, entre los patriotas y los tiste edur.
—¡Ese maldito idiota! —bramó Barrakta mientras con una mano aporreaba la mesa.
—La primera concubina está, según tengo entendido, muerta. Al igual que varios guardias, la mayoría del complejo de los patriotas, y al menos dos guardaespaldas del canciller.
—¿Es que esa puñetera serpiente también quiere suicidarse?
—Casi es eso lo que parece, Barrakta —admitió Rautos—. Todo muy inquietante, sobre todo la reticencia de Karos Invictad a explicar lo que pasó con exactitud. Lo único que he podido saber de lo extremos que fueron los acontecimientos anoche es un rumor que dice que a Karos le dieron una paliza que casi lo mató. No puedo confirmar ese rumor, dado que no ha querido ver a nadie y además, no cabe duda de que los sanadores lo visitaron después.
—Rautos —murmuró Druz—, ¿tenemos que distanciarnos de los patriotas?
—Merece la pena planteárselo —respondió Rautos—. Quizá queráis hacer algún preparativo en ese respecto. Entretanto, sin embargo, necesitamos a los patriotas, pero admito que me preocupa la posibilidad de que no nos sean de ayuda el día que más necesitemos sus servicios.
—Contrata personal propio —dijo Barrakta.
—Ya lo he hecho.
Asentimientos bruscos respondieron a esa sencilla declaración.
Uster Taran se aclaró la garganta.
—Mis disculpas, Rautos. Siempre procedes con tu habitual diligencia. Lamento haber dudado.
—Como siempre —dijo Rautos al tiempo que estiraba el brazo para coger el paño y se limpiaba las manos—, agradezco los comentarios. De hecho, incluso los desafíos. No vaya a hacerme descuidado. Bien, tenemos que evaluar la salud de nuestras propiedades para que todos contemos con una indicación mejor de nuestra capacidad de resistencia…
A medida que continuaba la reunión, Rautos se limpiaba las manos una y otra vez. Un cadáver se había enredado en los postes de amarre enfrente del desembarcadero de la finca esa mañana. Hinchado y medio podrido, invadido de cangrejos y atestado de anguilas.
Ocurría de vez en cuando, pero cada vez lo golpeaba con más fuerza, sobre todo en los últimos años. Esa mañana había sido especialmente desagradable y, aunque él no había pasado de la grada superior de su patio, todavía tenía la sensación de que quedaba algún residuo que lo había alcanzado y le provocaba una extraña sensación pegajosa en las manos, un residuo que él parecía incapaz de quitarse, por mucho que lo intentara.