8

Cuando la piedra es agua, el tiempo es hielo.

Cuando todo se congela,

los hados llueven en malhadado torrente.

Mi rostro revelado en esta piedra que es agua.

Las ondas, encerradas en su forma

un semblante de paso extraño.

Las eras se ocultarán cuando la piedra es agua.

Los ciclos atados a estas profundidades

son defectuosas ilusiones que rompen el torrente.

Cuando la piedra es agua, el tiempo es hielo.

Cuando todo se congela,

nuestras vidas son piedras en el torrente.

Y llovemos, llovemos

como agua sobre piedra

con cada golpe de la mano.

Agua y Piedra

—Ancestral Fent

El reino de Sombra albergaba lugares brutales, pero ni uno solo podía rivalizar con la brutalidad de las sombras del alma. Eran pensamientos que acosaban a Cotillion en esos días. Se encontraba en una elevación; ante él, una ladera suave, alargada, que bajaba hasta las aguas plácidas de un lago. Un campamento improvisado era visible en una terraza plana a cuarenta pasos a su izquierda, una única casona flanqueada por dependencias medio enterradas que incluían un establo y un gallinero. El complejo entero (por fortuna no ocupado a la sazón salvo por una docena de gallinas, un gallo, un grajo irritado y cojo y dos vacas lecheras) había sido robado de otro reino, capturado por algún capricho de la casualidad o, más probablemente, la consecuencia de la ruptura de leyes misteriosas, como parecía ocurrir de forma esporádica durante la interminable migración del reino de Sombra.

Hubiera llegado como hubiera llegado, Tronosombrío se enteró de su existencia a tiempo de despachar un frenesí de espectros que reclamaron los edificios y los animales y los salvaron de la depredación de demonios errantes o, incluso, de uno de los mastines.

Tras el desastre junto al primer trono, la veintena de supervivientes había sido trasladada a ese lugar para que vagara y se maravillara ante los extraños artefactos dejados por sus anteriores habitantes: las proas de madera curva que coronaban los picos de la casona con sus intrincadas tallas serpentinas; las misteriosas joyas totémicas, la mayor parte de plata, aunque el ámbar también parecía ser común; los rollos de tela, lana tanto basta como fina; cuencos de madera y copas de bronce batido. Se pasearon entre todo ello, aturdidos, un vacío en los ojos…

Recuperándose.

Como si tal cosa fuese posible.

A su derecha, una figura solitaria envuelta en una capa permanecía al borde del agua, inmóvil, parecía clavar los ojos en la extensión impecable del lago. Cotillion sabía que no había nada normal en aquel lago, aunque el paisaje que mostraba desde esa parte de la orilla era de una serenidad engañosa. Salvo por la falta de pájaros. Y la ausencia de moluscos, crustáceos y hasta insectos.

Cada bocado de la comida que alimentaba a los animales de la granja (y al desdichado grajo) lo traían los espectros que Tronosombrío había asignado a la tarea. Con todo, el gallo había muerto apenas unos días después de llegar. Murió de pena, supongo. Ni un solo amanecer que despertar con su cacareo.

Oyó voces detrás de la casona. Panek, Aystar y los otros niños supervivientes; bueno, apenas se les podía llamar niños. Habían visto batallas, habían visto morir a sus amigos, sabían que el mundo (cada mundo) era un lugar desagradable donde la vida humana no valía mucho. Sabían, también, lo que significaba que los usaran.

Playa abajo, mucho más allá de la solitaria figura encapuchada, caminaban Trull Sengar y el t’lan imass, Onrack el Fracturado. Como un artista con su musa inmortal, o quizá junto a él, un crítico de aire funesto. Una extraña amistad la suya. Claro que, los t’lan imass estaban llenos de sorpresas.

Con un suspiro, Cotillion echó a andar ladera abajo.

La cabeza encapuchada se giró a medias cuando se acercó Cotillion. Un rostro del tono del cuero bruñido, los ojos oscuros bajo el fieltro del borde de la capucha de lana.

—¿Has venido con la llave, Cotillion?

—Ben el Rápido, me alegro de ver que te has recuperado.

—Más o menos.

—¿Qué llave?

El destello de una sonrisa sin ganas.

—La que me libera.

Cotillion se detuvo junto al mago y estudió la extensión turbia de agua.

—Yo diría que podrías irte de aquí en cualquier momento. Eres mago supremo, con más de una senda a tu disposición. Fuerza una puerta y atraviésala.

—¿Me tomas por tonto? —preguntó Ben el Rápido en voz baja—. Este puñetero reino anda vagando por ahí. No hay forma de saber adónde saldría, aunque si mis suposiciones son correctas, tendría por delante un buen chapuzón.

—Ah. Bueno, me temo que estos días no presto demasiada atención a este tipo de cosas. ¿Estamos cruzando un océano, entonces?

—Eso sospecho.

—Entonces, desde luego, para viajar adonde sea necesitarás nuestra ayuda.

El mago le lanzó una mirada.

—Como pensaba. Has creado senderos, puertas con salidas fijas. ¿Cómo te las has arreglado, Cotillion?

—Oh, no es cosa nuestra, te lo aseguro. Nosotros solo nos topamos con ellos, por decirlo de algún modo.

—Los azath.

—Muy bien. Siempre has sido muy perspicaz, Ben Delat.

Un gruñido.

—Hace mucho tiempo que no uso esa versión de mi nombre.

—¿No? ¿Cuándo fue la última vez, lo recuerdas?

—Esos azath —dijo Ben el Rápido, que era obvio que había decidido hacer caso omiso de la pregunta—. La propia Casa de Sombra, aquí, en este reino, ¿correcto? De algún modo ha usurpado la puerta, la puerta original, Kurald Emurlahn. La Casa existe como una sombra arrojada y también como su manifestación física real. No se puede hacer ninguna distinción entre las dos. Un nexo… pero eso no es inusual para los constructos azath, ¿no? Lo que sí lo es, sin embargo, es que la puerta a Kurald Emurlahn fuese vulnerable, ya en primer lugar, ante tal usurpación.

—Cuestión de necesidad, supongo —dijo Cotillion, y frunció el ceño al ver una extensión lenta de ondas anchas que se acercaba a la orilla, la fuente de las mismas estaba bastante más lejos. En absoluto lo que parece

—¿A qué te refieres?

El dios se encogió de hombros.

—El reino se hizo pedazos. Se moría.

—¿Los azath participaron en la sanación de los fragmentos? ¿Fue intencionado? ¿Fue a propósito, algo estudiado? ¿O del modo en que la sangre se seca para crear una costra? ¿Los azath no son más que una especie de sistema inmune natural, como el que desatan nuestros cuerpos para luchar contra la enfermedad?

—La amplitud de tus conocimientos eruditos es impresionante, Ben el Rápido.

—Qué más dará eso. Las sendas fueron el sacrificio supremo de K’rul, su propia carne, su propia sangre. Pero no las sendas ancestrales, o eso hemos de creer. ¿De quién eran las venas que se abrieron para crear ésas, Cotillion?

—Ojalá lo supiera. No, mejor no. Dudo que sea relevante, en cualquier caso. ¿Los azath se limitan a responder al daño o tras sus acciones hay una inteligencia que los guía? No puedo responderte. Dudo que alguien pueda. ¿Importa siquiera?

—A decir verdad, no lo sé. Pero no saberlo me pone nervioso.

—Tengo una llave para ti —dijo Cotillion tras un momento. Se acercaban Trull Sengar y Onrack—. Para los tres, de hecho. Si la queréis.

—¿Hay elección?

—No para ellos —dijo Cotillion al tiempo que señalaba con la cabeza a Trull y al t’lan imass—. Y no les vendría mal tu ayuda.

—Lo mismo se podía decir de Kalam Mekhar —dijo Ben el Rápido—. Por no hablar de la consejera Tavore.

—Sobrevivieron —respondió Cotillion.

—Pero no puedes estar seguro, no con Kalam. No puedes estar seguro del todo, ¿verdad?

—Estaba vivo cuando lo atrapó la Casa de Muerte.

—Eso es lo que dice Tronosombrío.

—No mentiría.

El mago lanzó una carcajada amarga.

—Kalam sigue vivo, Ben el Rápido. Lo tiene la Casa de Muerte, fuera del alcance del propio tiempo. Pero se curará. El veneno se degradará, perderá su eficacia. Tronosombrío salvó la vida del asesino…

—¿Por qué?

—Ésa es una pregunta más difícil de contestar —admitió Cotillion—. Quizá solo para desafiar a Laseen, y no debería sorprenderte que ésa fuera su única razón. Créeme, para Tronosombrío, eso basta. —Alégrate, Ben Adaephon Delat, de que no te cuente la verdadera razón.

Trull Sengar y Onrack se acercaron y después se detuvieron. El tiste edur llevaba la lanza nueva con punta de piedra atada a la espalda; vestía una capa larga para defenderse del frío, la lana teñida de un borgoña profundo, uno de los tesoros más útiles hallados en la casona. La sujetaba un broche exquisito que representaba una especie de martillo estilizado. A su lado, el esqueleto de Onrack el Fracturado estaba tan machacado, repleto de muescas y fisuras que era un milagro que el guerrero siguiera de una pieza.

El que habló fue el t’lan imass.

—Este lago, dios, la orilla del otro lado…

—¿Qué pasa con ella?

—No existe.

Cotillion asintió.

—¿Cómo puede ser? —preguntó Trull Sengar—. Onrack dice que no es una puerta al otro lado. No hay nada de nada.

Cotillion se pasó una mano por el pelo, se rascó la barbilla (notó que necesitaba un afeitado) y miró con los ojos guiñados el agua.

—El otro lado está… pendiente.

—¿Qué significa eso? —quiso saber Ben el Rápido.

—Para entenderlo del todo, tendréis que ir allí, mago. Los tres, ése es el sendero de vuestro viaje. Y debéis partir pronto.

—Perdona si no nos mostramos muy impresionados —dijo el tiste edur con sequedad—. La última pesadilla en la que nos metiste nos ha convertido en aventureros más bien reticentes. Necesitamos una razón mejor, Cotillion.

—Me lo imagino.

—Estamos esperando —dijo Ben el Rápido, que se cruzó de brazos.

—Por desgracia, no puedo ayudaros. Cualquier explicación que intente daros influirá en vuestra percepción de lo que encontraréis al final de vuestro viaje. Y no se debe permitir que ocurra eso, porque el modo en que percibís dará forma y, de hecho, definirá la realidad de lo que os aguarda. —Volvió a suspirar—. Lo sé, no es muy útil.

—Entonces llama a Tronosombrío —dijo Trull Sengar—. Quizá él pueda hacerlo mejor.

Cotillion se encogió de hombros y asintió.

Una docena de latidos después una sombra casi informe se alzó entre ellos, y de ella surgió un bastón nudoso al final de un brazo flaco y huesudo. El dios miró a su alrededor, bajó los ojos y se encontró metido en el agua hasta los tobillos. Con un siseo, Tronosombrío levantó los extremos raídos de su manto y se acercó al terreno seco dando brincos.

—Ah, qué divertido, ¿no? —canturreó—. Granujas, todos vosotros. ¿Qué queréis? Estoy ocupado. ¿Lo entendéis? Ocupado.

Onrack extendió un brazo esquelético y señaló el lago.

—Cotillion pretende enviarnos al otro lado del agua en una misión que no desea explicar, para lograr objetivos que se niega a definir en un lugar que no puede describir. Así pues, acudimos a ti, informe, para que te pronuncies sobre lo que él no quiere.

Tronosombrío lanzó una risita.

Cotillion apartó los ojos al sospechar lo que iba a pasar.

—Será un placer, huesitos. Respondo de este modo. Es lo que cree Cotillion. El gallo se murió de pena.

Una maldición de Ben el Rápido cuando Tronosombrío desapareció en la nada con un remolino.

Cotillion les dio la espalda.

—Os aguardan provisiones junto a la casona. Cuando regreséis aquí abajo, estará preparado un bote. Despedíos de Minala y los niños de la forma más breve posible. El camino que os espera es largo y arduo y nos estamos quedando sin tiempo.

El Gratitud Imperecedera se escoró con fuerza a estribor, la tempestad mordía con el hedor frío del hielo. A tirones, y medio trepando para abrirse camino por la cubierta de popa mientras la tripulación luchaba contra las bruscas arremetidas, el primer oficial Skorgen Kaban llegó junto al puesto del práctico, donde Shurq Elalle, sujeta con un arnés de cuero, se había plantado con las piernas bien abiertas.

Parecía inmune a la temperatura gélida, las ráfagas de viento no habían levantado ni siquiera una insinuación de color en sus mejillas. Una mujer misteriosa, desde luego. Misteriosa, insaciable, sobrenatural, era como una diosa del mar de la antigüedad, un súcubo hechicero que los atraía a todos hacia la perdición, pero no, era mejor no pensar eso, no en ese momento, ni nunca. O, por lo menos, mientras siguiera navegando con ella.

—¡Capitana! Va a ser por los pelos… ¡esas montañas de hielo se están acercando al tajo, quizá más rápido que nosotros! ¿Se puede saber de dónde salieron, en el nombre del Errante?

—Lo conseguiremos —afirmó Shurq Elalle—. Rodéala y métete al socaire de la isla, es la orilla noroeste la que van a machacar. Me asombraría si los muros de la ciudadela de ese lado sobreviven a lo que se les viene encima. Mira el Límite, Guapo, no son más que colmillos de hielo, no sé de dónde ha salido todo esto, pero está devorando la costa entera.

—Puñetero frío, eso es lo que es —rezongó Skorgen—. Quizá deberíamos dar la vuelta, capitana. Total, esa flota no vino a por nosotros, podríamos poner rumbo a la desembocadura del Lether…

—Y morirnos de hambre antes de llegar a medio camino. No, Guapo, el Segundo Fuerte de la Doncella ahora es un estado independiente, cosa que empieza a atraerme. Además, siento curiosidad. ¿Tú no?

—No la suficiente como para arriesgarme a que me aplasten esas mandíbulas blancas, capitana.

—Saldremos de ésta.

El revoltijo de materiales que era la cresta de los palpitantes icebergs era del color del cuero viejo, hecho jirones por los fragmentos revueltos de hielo, raíces de árboles, troncos hechos pedazos y enormes rocas rotas que parecían desafiar la atracción de las profundidades, al menos durante el tiempo suficiente para aparecer encima del agua, como si aquello fuera el borde de un tobogán y rodaran por la superficie del tumulto antes de desvanecerse de mala gana en las profundidades.

La niebla salía dando tumbos de ese oleaje como cortinas podridas, punteada y rasgada por los vientos feroces; Shurq Elalle, de cara a popa, observaba el remolino que palpitaba en su estela. Remolino que estaba ganando terreno, pero no lo bastante rápido; en solo unos momentos el barco iba a rodear el cabo rocoso de la isla, que parecía lo bastante formidable como para desviar el hielo costa abajo.

Al menos eso esperaba. Si no, el puerto del Segundo Fuerte de la Doncella estaba condenado. Igual que mi barco y mi tripulación. En cuanto a ella, bueno, si se las arreglaba para evitar terminar aplastada o congelada, seguramente podría abrirse paso, quizá hasta trepar a bordo para el largo viaje hasta el continente.

No llegaremos a eso. A las islas no las empujan de acá para allá. En todo caso las entierran, claro que Fent Límite es donde se está amontonando todo, lo que nos persigue aquí es solo un brazo exterior, y antes de mucho tiempo estará luchando contra la marea. El Errante nos libre, imagínate lo que le ocurrió a la tierra edur, esa costa entera debió de terminar hecha pedazos, o tragada entera. Pero qué rompió la presa, eso es lo que yo quiero saber.

El Gratitud Imperecedera rodeó la punta con un gran gemido, el viento amainó a toda prisa y el barco se aposentó en el agua y comenzó su lento avance entre los muros altos del puerto. Una isla prisión, sin duda, quedaban todas las pruebas: las fortificaciones inmensas, las torres con visuales y arcos de fuego orientados tanto hacia el mar como hacia tierra. Enormes ballestas, mangonelos y escorpiones montados en cada espacio disponible, y en el propio puerto unas islas de piedra albergaban fuertes en miniatura festoneados de banderas de señales, con rápidas galeras de persecución de diez hombres amarradas a ellas.

Una docena de barcos estaban anclados en las aguas picadas. En los muelles, Shurq vio figuras diminutas que corrían en todas direcciones, como hormigas tras darle una patada al nido.

—Guapo, vamos a echar el ancla al otro lado de ese dromon tan raro. Parece que nadie nos va a prestar mucha atención, ¿oyes ese rugido? Es la costa noroeste recibiendo el golpe.

—Toda la puñetera isla podría hundirse, capitán.

—Por eso vamos a quedarnos a bordo, para ver lo que pasa. Si tenemos que tirar al este, quiero que estemos listos para largarnos.

—Mira, viene hacia aquí una gabarra del puerto.

Maldita sea.

—Típico. El mundo se hunde, pero eso no detiene a los recaudadores de impuestos. De acuerdo, prepárate para recibirlos.

El ancla había bajado con un traqueteo para cuando la gabarra se abrió paso a su lado. Dos mujeres de aspecto oficial treparon a bordo, una alta, la otra baja. Esta última fue la primera en hablar.

—¿Quién es el capitán aquí y de dónde sois?

—Soy la capitana Shurq Elalle. Hemos subido de Letheras. Veinte meses en el mar con una bodega llena de mercancía.

La mujer alta, delgada, pálida, con el pelo rubio y correoso, sonrió.

—Muy servicial por tu parte, querida. Bueno, si sois tan amables, aquí Brevedad bajará a la bodega a inspeccionar la carga.

—Y aquí Sucinta —dijo después la mujer baja y morena, Brevedad— os cobrará los honorarios por echar el ancla.

—Quince diques al día.

—¡Eso es un poco excesivo!

—Bueno —dijo Sucinta con un encogimiento de hombros torcido—, parece que el puerto tiene los días contados. Mejor sacamos lo que podamos.

Brevedad estaba mirando al primer oficial de Shurq con el ceño fruncido.

—¿Tú no serás Skorgen Kaban el Guapo, verdad?

—Pues sí, soy yo.

—Pues resulta que tengo tu ojo perdido, Skorgen. En un tarro.

El hombre frunció el entrecejo y miró a Shurq Elalle antes de hablar.

—Tú y unas cincuenta personas más.

—¿Qué? ¡Pero si pagué una pasta! ¿Cuánta gente pierde un ojo estornudando? ¡Por el Errante, eres famoso!

—¿Así que estornudando? ¿Eso fue lo que oíste? ¿Y te lo creíste? Por todos los espíritus del inframundo, muchacha, ¿y cuánto le pagaste al granuja?

Shurq se dirigió a Sucinta.

—Aquí tu amiga y tú podéis inspeccionar la carga si queréis, pero si no vamos a descargar, la cosa no pasa de ahí, y si descargamos o no dependerá de los precios que tus compradores estén dispuestos a ofrecer.

—Te lo demostraré —dijo Brevedad al tiempo que se acercaba a Skorgen Kaban—. Es el gemelo de ése, lo noto desde aquí.

—No puede ser el gemelo —replicó el primer oficial—. El ojo que perdí era de un color diferente a éste.

—¿Tenías ojos de diferente color?

—Eso es.

—Eso es una maldición entre los marineros.

—Quizá por eso ya no’ta ahí. —Skorgen señaló con un gesto el dromon cercano—. ¿De ónde es ése? Jamás he visto líneas como ésas, y, aparte, parece que ha visto un follón o dos.

Brevedad se encogió de hombros.

—Extranjeros. Aparecen de vez en cuando…

—Se acabó ya —interpuso Sucinta—. Comprueba la carga, cielo. No perdamos más el tiempo.

Shurq Elalle se volvió y examinó el barco extranjero con más atención tras aquel peculiar intercambio. El dromon parecía muy castigado por los elementos, decidió, pero el único ojo de su primer oficial había sido muy perspicaz; el barco había estado en una batalla, una batalla en la que había habido hechicería. Unas vetas negras, carbonizadas, recubrían el casco como una telaraña pintada. Un buen montón de hechicería. Ese barco debería estar hecho astillas.

—Escuchad —dijo Sucinta, que estaba mirando hacia tierra—. Lo han hecho retroceder, como dijeron.

El incipiente cataclismo parecía estar sufriendo una muerte rápida, allí, al otro lado de la isla, donde unas nubes de cristales de hielo ondeaban en el cielo. Shurq Elalle se giró y miró al mar, al sur, más allá del promontorio. El hielo, que parecía un inmenso lago helado, se estaba apilando en la estela de la violenta vanguardia que tan cerca había estado de hacer naufragar al Gratitud Imperecedera. Pero su energía se iba disipando a toda velocidad. Una ráfaga de viento cálido atravesó la cubierta.

Skorgen Kaban lanzó un gruñido.

—¿Y a cuántas víctimas sacrificaron en el acantilado para ganarse este aplacamiento? —Se echó a reír—. ¡Claro que, seguramente aquí lo que no escasea son los prisioneros!

—No hay prisioneros en esta isla —dijo Sucinta, que adoptó una expresión arrogante y se cruzó de brazos—. En cualquier caso, zoquete ignorante, los sacrificios de sangre no habrían ayudado, solo es hielo, después de todo. Las enormes láminas del norte fueron y rompieron no hace ni una semana, y aquí estábamos sudando cosa mala, y eso no es algo que se vea por estas tierras, en Segundo Fuerte de la Doncella. Que me lo digan a mí, que nací aquí.

—¿Nacida de prisioneros?

—¿Es que no me has escuchado, Skorgen Kaban? No hay prisioneros en esta isla…

—No desde que echasteis a vuestros carceleros, querrás decir.

—Ya basta —dijo Shurq Elalle, que vio que el resentimiento de la mujer iba subiendo unas cuentas muescas más por el palo mayor, y eso que ya estaba bastante arriba—. Segundo Fuerte es ahora independiente, y eso despierta en mí una admiración sin límites. Dime, ¿cuántos barcos edur atacaron vuestra isla en la invasión?

Sucinta lanzó un bufido.

—Les echaron un vistazo a las fortificaciones, se olieron los magos que habíamos soltado por los muros, y nos rodearon sin pararse más.

Las cejas de la capitana se alzaron unos milímetros.

—Había oído que hubo pelea.

—La hubo, cuando se declaró nuestra gloriosa liberación. Después de los terribles accidentes que le acaecieron a nuestro alcaide y sus compinches.

—¡Accidentes, ja! Ésa sí que es buena.

Shurq Elalle miró con furia a su primer oficial, pero como a la mayor parte de los hombres, al tipo no le hizo ningún efecto esa advertencia no verbal.

—Me llevo ahora los quince diques —dijo Sucinta con tono frío—. Más los cinco diques de la cuota de desembarco, suponiendo que tengáis intención de bajar a tierra para coger provisiones, vender vuestra carga, o ambas cosas.

—No habías mencionado los cinco…

—Guapo —lo interrumpió Shurq Elalle—, vete abajo y échale un vistazo a Brevedad, puede que tenga preguntas sobre nuestros productos.

—Sí, capitana. —Con una última mirada furiosa a Sucinta, el Guapo se fue cojeando a la trampilla.

Sucinta miró con los ojos entrecerrados a Shurq Elalle durante un momento, después examinó a los marineros que estaban a la vista.

—Sois piratas.

—No seas absurda. Somos comerciantes independientes. Vosotros no tenéis prisioneros en vuestra isla. Yo no tengo piratas en mi barco.

—¿Qué estás sugiriendo con esa afirmación?

—Está claro que si estuviera sugiriendo algo, tú ni te habrías enterado. He de entender que no eres la capitana del puerto, solo una recaudadora de peajes. —Se volvió cuando primero Skorgen y después Brevedad salieron a cubierta. A la bajita le brillaban los ojos.

—¡Sucinta, tienen un porrón de cosas!

—Eso sí que es un informe preciso —dijo Shurq Elalle—. Brevedad, asegúrate de informar al capitán del puerto de que deseamos un amarradero en uno de los muelles de piedra, para llevar a cabo mejor la descarga de nuestra mercancía. Un mensajero que saliera a informar a los compradores en potencia también podría resultar… ventajoso. —Miró a Sucinta, después apartó los ojos y añadió—: En cuanto a las cuotas de amarre y desembarco, las saldaré directamente con el capitán del puerto una vez que haya negociado su comisión.

—Te crees muy lista —soltó Sucinta—. Debería haber traído un pelotón conmigo, ¿qué te habría parecido eso, eh, capitana? Que metieran las narices aquí y allá y echaran un verdadero vistazo. ¿Qué te parecería?

—Brevedad, ¿quién gobierna Segundo Fuerte? —preguntó Shurq Elalle.

—Temblor Brullyg, capitana. Es gran maestro de la Asamblea Putativa.

—¿La Asamblea Putativa? ¿Estás segura de que la palabra es ésa, muchacha? ¿Putativa?

—Eso fue lo que dije. Es así, ¿no, Sucinta?

—La capitana se cree que es muy lista, pero no es tan lista, ¿verdad? Espera a que conozca a Temblor Brullyg, menuda sorpresa se va a llevar…

—La verdad es que no —dijo Shurq—. Resulta que conozco a Temblor Brullyg. Hasta sé por qué delito lo encerraron. La única sorpresa es que siga vivo.

—Nadie mata a Temblor Brullyg con tanta facilidad —dijo Sucinta.

Un miembro de la tripulación estalló en una carcajada que de inmediato convirtió en una tos.

—Aguardaremos la respuesta del capitán del puerto —dijo Shurq Elalle.

Sucinta y Brevedad regresaron a su gabarra y la primera cogió los remos.

—Qué mujeres más raras —murmuró Skorgen Kaban mientras observaban alejarse la barquita entre bamboleos.

—Una isla llena de presos que han engendrado entre sí —respondió Shurq con un murmullo—. ¿Te sorprende, Guapo? Y si no bastara con eso, un Temblor de pura raza, que además resulta que está como una cabra, es el que gobierna el gallinero. Déjame decirte una cosa, nuestra estancia podría ponerse interesante.

—Odio lo interesante.

—Y es probable que resulte lucrativa.

—Ah, bien. Me gusta lo lucrativo. Puedo tragar lo interesante siempre que sea lucrativo.

—Que los marineros se preparen para izar el ancla. Dudo que tengamos que esperar mucho por la bandera de señales del capitán del puerto.

—Sí, capitana.

Udinaas estaba sentado observándola limpiar y aceitar su espada. Una espada edur puesta en sus manos por un guerrero tiste edur. Todo lo que necesitaba aquella mujer era una casa para poder enterrar el maldito trasto. Ah sí, y el fatídico regreso de su futuro marido. Bueno, quizá no había querido decir nada con eso; un simple gesto práctico por parte de uno de los hermanos de Temor, el único hermano Sengar que Udinaas, de hecho, respetaba. Quizá, pero quizá no.

El interminable soniquete zumbaba por los muros de piedra, un sonido incluso más lúgubre que los francos gruñidos de las mujeres edur en los duelos. Los Magos de Ónice estaban llevando a cabo una ronda de consultas. Si había algo de verdad en una afirmación así, entonces la versión sacerdotal de su idioma era incomprensible y desprovista del ritmo que, por lo general, se encontraba tanto en las canciones como en el lenguaje hablado. Y si no era más que un cántico, entonces los viejos idiotas ni siquiera podían ponerse de acuerdo en el tempo.

Y él que había creído que los tiste edur eran raros. No eran nada comparados con esos tiste andii, que habían llevado el aspecto arisco a extremos inhumanos.

Aunque tampoco era de extrañar. El Andara era un edificio de piedra negra medio deshecha y situado en la base de una garganta repleta de desperdicios. Tan aislado como una prisión. Las paredes del risco eran un laberinto de cuevas salpicado de cámaras irregulares, como burbujas gigantes estalladas a lo largo de unos túneles serpenteantes. Había pozos sin fondo, callejones sin salida, pasajes tan empinados que solo podían atravesarse con escalas de cuerda. Unas torres huecas se alzaban como agujas invertidas a través de la roca sólida, mientras que sobre simas subterráneas se arqueaban puentes estrechos de piedra pómez blanca, tallados con formas amorfas y construidos sin argamasa. Había un lago de lava endurecida, más liso que el hielo pulido por el viento, la obsidiana veteada de rojo, y ésa era la Cámara Amass, donde la población entera podía reunirse (descalza) para presenciar las interminables disputas de los maestros de la Revelación, también conocidos como los Magos de Ónice.

Maestro de la Roca, del Aire, de la Raíz, del Agua Oscura, de la Noche. Cinco magos en total que se peleaban por la precedencia en procesiones, por las jerarquías de propiciación, el largo apropiado del dobladillo de las túnicas del Ónice y el Errante sabría qué más. Con esos neuróticos medio chiflados, cualquier erizo en la tela se convertía en una masa de arrugas y pliegues.

Por lo que Udinaas había llegado a entender, no más de catorce del alrededor de medio millar de habitantes (aparte de los propios magos) eran tiste andii puros y, de ésos, solo tres habían visto la luz del día (a la que daban el curioso nombre de «estrellas cegadas»), solo tres habían trepado al mundo que se abría allí arriba.

No era de extrañar que se hubieran vuelto todos chavetas.

—¿Por qué será —dijo Udinaas— que cuando algunas personas se ríen, parece más bien que lloran?

Seren Pedac alzó la vista de la espada que le ocupaba las rodillas, el paño manchado de aceite en sus manos de dedos largos.

—Yo no oigo reírse a nadie. Solo llantos.

—No me refería necesariamente a cuando lo hacen en voz alta —respondió él.

Un bufido de Temor Sengar, que se había sentado en un banco de piedra cerca del portal.

—El aburrimiento te está robando los últimos fragmentos de cordura, esclavo. Yo por lo menos no los voy a extrañar.

—Los magos y Silchas deben de estar discutiendo cómo te van a ejecutar, Temor Sengar —dijo Udinaas—. Al fin y al cabo, eres su enemigo más odiado. Hijo del Traidor, engendro de mentiras y todo eso. Encaja con tu gloriosa misión, de momento al menos, ¿no? Metido en la guarida de la víbora, todo héroe tiene que hacerlo, ¿no? Y momentos antes de que la perdición caiga sobre ti, sale siseando tu espada encantada y los malvados secuaces mueren por decenas. ¿Alguna vez te has preguntado cuáles serán las consecuencias de semejante matanza? Una despoblación pavorosa, familias hechas pedazos, bebés llorando, y si se cruzase ese umbral crucial, entonces está garantizada la extinción inevitable, que se cerniría sobre ellos como un espectro horripilante. Oh, sí, oí lo mío cuando era niño, relatos épicos, poemas y todo lo demás. Pero a mí siempre me preocupaban… esos malvados secuaces, las víctimas de los héroes de brillantes armaduras y su intratable rectitud. Es decir, alguien invade tu escondite, tu amado hogar, y por supuesto que intentas matarlo y comértelo. ¿Quién no lo haría? Ahí estaban, con cara de feos y sospechosos, ocupados con sus vidas sin importancia, trenzando sogas o algo parecido. ¡Y entonces el gran susto! ¡Saltan todas las alarmas! ¡Los intrusos se han deshecho de algún modo de sus cadenas y la muerte es un torbellino en cada pasillo!

Seren Pedac envainó la espada.

—Creo que me gustaría oír tu versión de esos relatos, Udinaas. Cómo te gustaría a ti que terminaran. Como mínimo, para pasar el rato.

—Preferiría no ofender los oídos inocentes de Tetera…

—Está dormida. Algo que hace mucho últimamente.

—Quizá esté enferma.

—Quizá sabe que es la mejor manera de entretener la espera —respondió la corifeo—. Vamos, Udinaas, ¿cómo termina esa épica heroica tuya, tu versión revisada?

—Bueno, primero, la guarida oculta de los malos. Se está cociendo una crisis. Las prioridades se han confundido, algún gobernante malvado del pasado que carecía de habilidades de gestión o algo así. Así pues, tienen mazmorras e instrumentos de tortura ingeniosos, pero, en último caso, ineficaces. Tienen cámaras de vapor con enormes calderos que aguardan la carne humana para endulzar la olla, pero, por desgracia, nadie se ha pasado por allí en un tiempo. Después de todo, según dicen, la guarida está maldita, es un lugar del que ningún aventurero regresa jamás, todo propaganda dudosa, por supuesto. De hecho, la guarida es un buen mercado para los leñadores de la zona y los fabricantes de brea (hogares enormes, antorchas y lámparas de aceite turbio), ése es el problema de las guaridas subterráneas, que está oscuro. Y lo peor es que todo el mundo lleva ochocientos años compartiendo el mismo catarro. Pero bueno, hasta una guarida de malvados tiene las necesidades básicas de una existencia razonable. Verduras, cestas de moras, especias y medicinas, tela y cerámica, pieles y cuero bien roído, sombreros de aspecto maléfico. Y eso que ni siquiera he mencionado las armas y los uniformes intimidantes.

—Te has apartado del curso de tu narrativa, Udinaas —comentó Seren Pedac.

—Es cierto, y ése también es un punto esencial. La vida es así. Damos un tropezón y nos desviamos. Igual que esos malvados secuaces. Una crisis, no hay prisioneros nuevos, no hay carne fresca. Los niños se mueren de hambre. Es un verdadero desastre.

—¿Cuál es la solución?

—Pues inventar una historia. Un objeto mágico en su posesión, algo para atraer a los imbéciles a la guarida. Es razonable, si lo piensas bien. Todo cebo necesita un gusano que se retuerza. Y entonces escogen entre ellos a uno que haga el papel del «maestro loco», el que pretende liberar los nefastos poderes de ese objeto mágico y provocar una utopía de cadáveres animados que atraviesen dando traspiés un reino de ceniza y desechos. Bueno, si eso no atrae a los héroes en tropel, no los atraerá nada.

—¿Tienen éxito?

—Durante un tiempo, pero recuerda esos instrumentos de tortura mal hechos. Es inevitable, algún idiota emprendedor con suerte siempre termina por liberarse y aplasta el cráneo de un guardia adormilado, o de más de uno, y se arma el follón. Una matanza interminable, cientos, luego miles de guerreros malvados sin adiestrar que se olvidaron de afilar sus espadas, por no hablar ya de los escudos de corteza de abedul que les vendió el leñador de la joroba.

Hasta Temor Sengar lanzó una carcajada reticente al oír eso.

—De acuerdo, Udinaas, tú ganas. Creo que prefiero tu versión, después de todo.

Udinaas se quedó callado de la sorpresa y miró a Seren Pedac, que le sonrió.

—Acabas de revelar tu verdadero talento, Udinaas —dijo la corifeo—. Así que el héroe consigue vencer. ¿Y luego qué?

—Qué va, el héroe no hace nada de eso. Lo que hace es pillar un resfriado en esos túneles húmedos y oscuros. Consigue salir vivo, sin embargo, y se retira a una ciudad cercana, donde la plaga que trasmite se extiende y mata a todo el mundo. Y durante miles de años, el nombre de ese héroe es una maldición tanto para los que viven en la superficie como para los que están bajo el suelo.

Tras un momento, el que habló fue Temor.

—Ah, hasta tu versión tiene una advertencia implícita, esclavo. Y eso es lo que quieres que yo escuche, lo cual me lleva a preguntarme una cosa: ¿qué te importa a ti lo que me pase? Me llamas enemigo, tu eterno adversario, por todas las injusticias que mi pueblo te ha infligido. ¿De verdad deseas que preste atención a tu mensaje?

—Como quieras, edur —respondió Udinaas—, pero mi fe profundiza más de lo que imaginas, y sigue un rumbo totalmente diferente a lo que es obvio que piensas. Dije que el héroe consigue salir, al menos de momento, pero no mencioné nada de sus desventurados seguidores, de sus valientes compañeros.

—Mueren sin excepción en la guarida.

—En absoluto. Tras lo ocurrido, había una necesidad extrema de sangre nueva. A todos y cada uno los adoptaron los malvados, que eran malvados solo en un sentido relativo, puesto que estaban enfermos, eran desdichados, tenían hambre y no resultaban demasiado inteligentes. En cualquier caso, se produjo un gran renacimiento en la cultura de la guarida, que dio origen al mejor arte y a tesoros como el mundo no había visto hasta entonces.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Seren.

—Que duró hasta que llegó un nuevo héroe, pero ésa es otra historia para otro momento. Me he quedado ronco de tanto contar.

—Entre las mujeres de los tiste edur —dijo Temor Sengar entonces—, se cuenta la historia de padre Sombra, Scabandari Ojodesangre, que se prestó a morir y liberar su alma para que bajara por el Camino Gris, un viaje en busca de absolución, pues tal era la culpa por lo que había hecho en las llanuras de los kechra.

—Ésa sí que es una versión conveniente.

—Ahora eres tú el que carece de sutileza, Udinaas. Esta interpretación alternativa es en sí misma alegórica, pues lo que en realidad representa es nuestra sensación de culpa. Por el crimen de Scabandari. No podemos retirar lo que hizo padre Sombra, ni estuvimos jamás en posición de contradecirlo. Él guiaba, los edur lo seguíamos. ¿Podríamos haberlo desafiado? Es posible. Pero no probable. Como tal, solo nos queda una sensación de culpa que no puede apaciguarse, salvo en un sentido alegórico. Y por tanto recurrimos a leyendas de redención.

Seren Pedac se levantó y se acercó a poner su espada envainada en el suelo, junto a la bolsa de comida.

—Pero ése era un relato que contaban en privado las mujeres de tus tribus, Temor. Dejando aparte, de momento, el curioso detalle de que tú sepas de él, ¿cómo es que la promesa de la redención pertenece solo a las mujeres?

—Los guerreros siguen otro camino —respondió Temor—. Yo conozco la historia, y la verdad de Scabandari, gracias a mi madre, que rechazó la tradición del secretismo. Uruth no huye del conocimiento, y le gustaría que sus hijos no lo hicieran tampoco…

—¿Entonces cómo explicas lo de Rhulad? —preguntó Udinaas.

—No lo atormentes —le dijo Seren Pedac al esclavo—. Rhulad está maldito. Por la espada que lleva en la mano, por el dios que hizo esa espada.

—Rhulad era joven —dijo Temor, que se retorcía de forma inconsciente las manos y clavaba los ojos en el suelo gastado de la cámara—. Todavía había tanto que enseñarle. Quiso convertirse en un gran guerrero, un guerrero heroico. Estaba desconcertado, vivía a la sombra de sus tres hermanos mayores, y eso lo hizo precipitarse.

—Creo que el dios lo eligió a él… antes que a Hannan Mosag —dijo Udinaas—. Rhulad no tuvo alternativa.

Temor estudió a Udinaas un largo instante, después asintió.

—Si eso es lo que crees, entonces eres mucho más generoso con Rhulad que cualquier tiste edur. Una y otra vez, Udinaas, me desconciertas.

Udinaas cerró los ojos y se recostó contra el muro tosco.

—Me habló, Temor, porque escuché. Algo que el resto de vosotros nunca os molestasteis en hacer, cosa que tampoco es de sorprender, dado que vuestro tan cacareado orden familiar acababa de resquebrajarse. Vuestra preciosa jerarquía se había desmoronado. Qué escándalo. Terrible. Así que, mientras él no podía hablar con vosotros, vosotros, a vuestra vez, tampoco estabais dispuestos a escucharlo a él. Él se callaba y vosotros estabais sordos a ese silencio. Un desastre típico, no lamento no tener familia.

—Tú le echas toda la culpa al dios caótico.

Udinaas abrió los ojos, parpadeó un momento y sonrió.

—Demasiado conveniente, con mucho. Bueno, si yo estuviera buscando la redención, saltaría a lomos de esa oportunidad y cabalgaría a la bestia hasta el final, hasta el borde del acantilado, y después saltaría. Así sea.

—¿Y luego… qué?

—¿A qué echarle la culpa? Bueno, ¿cómo iba a saberlo yo? No soy más que un esclavo agotado. Pero si tuviera que adivinar, le echaría un buen vistazo a esa rígida jerarquía que ya he mencionado. Atrapa a todo el mundo, y todo el mundo se asegura de que atrape a todos los demás. Hasta que no podéis moveros, ni de lado, ni hacia arriba. Podéis bajar, claro, solo tenéis que hacer algo que a nadie le guste. La desaprobación derriba de una patada todos los peldaños de la escalera y allá que os precipitáis.

—Así que es el modo de vida entre los tiste edur —bufó Temor, y apartó la vista.

—De acuerdo —dijo Udinaas con un suspiro—, déjame hacerte una pregunta. ¿Por qué no se ofreció la espada a un letherii, a un oficial brillante de un ejército, a un frío príncipe de mercaderes? ¿Por qué no al propio Ezgara? O mejor todavía, a su hijo, Quillas. Ahí sí que había ambición y estupidez en perfecto equilibrio. Y si no a un letherii, ¿por qué no a un chamán nerek? ¿O a un fent o a un tartheno? Por supuesto, todos ésos, bueno, esas tribus quedaron casi borradas del mapa, o por lo menos todos los tabúes, las tradiciones y las reglas de cualquier tipo que mantenían a esos pueblos a raya, todo desaparecido, gracias a los letherii.

—Muy bien —dijo Seren Pedac—, ¿por qué no un letherii?

Udinaas se encogió de hombros.

—Porque no eran los defectos fatales que buscaba, por supuesto. El Encadenado reconoció la perfección absoluta de los tiste edur: su política, su historia, su cultura y su situación política.

—Ahora lo entiendo —murmuró Temor con los brazos cruzados.

—¿Entender qué?

—Por qué Rhulad te apreciaba tanto, Udinaas. Qué desperdicio que te pasaras el día limpiando pescado cuando, a juzgar por tu inteligencia y el alcance de tu visión, podrías sentarte con orgullo en el trono de cualquier reino.

La sonrisa del esclavo se impregnó de malicia.

—Maldito seas, Temor Sengar.

—¿En qué te he ofendido?

—Acabas de exponer el argumento central, tanto a favor como en contra de la institución de la esclavitud. Así que estaba desaprovechado, ¿no? O por necesidad se me mantenía bien metido en cintura. Demasiados como yo y no hay gobernante, tirano o no, que pueda sentarse tranquilo en su trono. Podríamos agitar las cosas, una y otra vez. Desafiaríamos, protestaríamos, lo retaríamos todo. Con la debida instrucción, podríamos provocar un auténtico alboroto. Así que, Temor, trae para acá otra cesta de pescado, es lo mejor para todos.

—Salvo para ti.

—No, incluso para mí. De este modo mi inteligencia permanece en barbecho, resulta inofensiva para todos y en especial para mí, no vaya a ser que mis elevadas ideas provoquen un torrente de sangre.

Seren Pedac lanzó un gruñido.

—¿Te asustan tus propias ideas, Udinaas?

—Todo el tiempo, corifeo. ¿A ti no?

La mujer no dijo nada.

—Escuchad —dijo Temor—. El sonsonete ha parado.

Como siempre, el debate terminó con todo el mundo perdiendo. El choque de perspectivas intratables no producía armonía, solo agotamiento y un buen dolor en la nuca. Clip, sentado con las piernas apoyadas en el respaldo del siguiente banco, en la penumbra de la grada más alta que se asomaba al Disco de la Concordancia (un nombre absurdo), en el que se encontraban cinco enfurecidos Magos de Ónice, luchaba por despertarse cuando los magos se volvieron a la vez hacia Silchas Ruina.

Ordant Brid, la Revelación de la Roca, que había enviado a Clip a buscar a esos malhadados vagabundos, fue el primero en hablar.

—Silchas Ruina, hermano de sangre de nuestro señor de las Alas Negras, sabemos lo que buscas.

—Entonces también sabéis que no debéis interponeros en mi camino.

Al oír tan frías palabras, Clip se incorporó un poco más.

—¡Como os advertí! —exclamó Rin Varalath, la Revelación de la Noche, con su voz aguda y áspera—. ¡Llega aquí como un leviatán de destrucción! ¿Cuál de los hermanos recibió el don de una mayor parte de reflexión y sabiduría? ¡Bueno, la respuesta está clara!

—Cálmate —dijo Penith Vinandas.

Clip sonrió para sí y se preguntó, una vez más, si los aspectos de la revelación creaban las personalidades de sus maestros (o, en el caso de Penith, de sus maestras), o si era al revés. Por supuesto, la Maestra de la Raíz tenía que aconsejar calma, el sosiego de las voluntades salvajes, pues ella estaba sin lugar a dudas muy… enraizada.

—¡Estoy tranquilo! —gruñó Rin Varalath y señaló con un dedo a Silchas Ruina—. No debemos ceder ante éste o cuanto hemos logrado se derrumbará sobre nuestras cabezas. El equilibrio es lo único que nos mantiene con vida, y todos y cada uno lo sabéis. Y si no lo sabéis, entonces es que estáis más perdidos de lo que imaginasteis jamás.

Draxos Hulch, la Revelación del Agua Oscura, habló con su suave tono barítono.

—El tema, compañeros magos, está menos abierto al debate de lo que esperaríais. A menos, por supuesto, que podamos explicar a este guerrero la naturaleza de nuestra lucha y el difícil equilibrio que no hemos hecho más que recuperar.

—¿Por qué habría de interesarle? —preguntó Rin Varalath—. Si todo esto se derrumba a él no le importa nada. Él continuará su camino sin hacer caso; nuestras muertes no significarán nada en lo que a él respecta.

Silchas Ruina suspiró.

—No soy insensible a la batalla que habéis librado aquí, magos. Pero vuestro éxito se debe en su totalidad a la desintegración inevitable del ritual del jaghut. —Examinó las caras que tenía ante él—. No sois rivales para Omtose Phellack cuando el que lo empuñaba era nada menos que Gothos. En cualquier caso, el equilibro que creéis haber alcanzado es ilusorio. El ritual fracasa. El hielo, que se había mantenido a raya y en un estado intemporal, ha comenzado a moverse una vez más. Vacila en la calidez de ésta era, pero su volumen es tan inmenso que, incluso fundido, provocará un vasto cambio. En cuanto a los glaciares encerrados en las grandes alturas de las montañas de Rosazul, las del norte, bueno, ya han comenzado su migración. Inmunes al asalto del océano lejano, extraen poder de una corriente díscola de aire frío. Estos glaciares, magos, todavía sostienen la lanza del ritual y no tardarán en apuntar a vuestro corazón. El Andara está condenado.

—Nos da igual el Andara —dijo Gestallin Aros, la Revelación del Aire—. El equilibrio del que hablas no es el que nos importa. Silchas Ruina, el ritual del jaghut era de hielo igual que el fuego necesita de madera, era el medio utilizado para lograr un objetivo concreto, y ese objetivo era la congelación del tiempo. De la vida, y de la muerte.

La mirada de Clip se concentró en Silchas Ruina cuando el andii albino ladeó poco a poco la cabeza antes de hablar.

—Hablas de un fracaso diferente, pero los dos están unidos…

—Somos conscientes de ello —interpuso Ordant Brid. Después siguió con una leve sonrisa—. Quizá más que tú. Hablas de una lanza de hielo, del mismísimo núcleo de Omtose Phellack todavía vivo, todavía poderoso. Esa lanza, Silchas Ruina, arroja una sombra, y es dentro de esa sombra donde encontrarás lo que buscas. Aunque no, creo, del modo en que deseas.

—Explícate.

—No —soltó de repente Rin Varalath—. Si pretendes entenderlo, mira entonces a los tuyos.

—¿A los míos? ¿Sois entonces capaces de invocar a Anomander?

—A él no —respondió Ordant Brid. Vaciló, pero no tardó en continuar—: Nos visitó, no hace tanto tiempo, una ascendiente. Menandore. Hermana Amanecer…

Si acaso, la voz de Ruina se hizo más fría todavía cuando formuló la pregunta.

—¿Qué tiene ella que ver con esto?

—¡El equilibrio, necio ignorante! —El chillido de Rin Varalath resonó en la cámara.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Silchas Ruina.

—Por desgracia —respondió Draxos Hulch—, no lo sabemos. Pero está cerca, por razones que solo ella conoce. Me temo que se enfrentará a ti, si decidieras abrirte paso a la fuerza entre nosotros.

—Yo busco el alma de Scabandari Ojodesangre. No entiendo por qué habríais de poner objeciones.

—Comprendemos la verdad que hay en eso —dijo Ordant Brid.

Un largo momento de silencio. Los cinco Magos de Ónice miraron a un perplejo Silchas Ruina, que parecía no saber qué decir.

—Es —dijo Penith Vinandas— una cuestión de… compasión.

—No somos idiotas —dijo Ordant Brid—. No podemos enfrentarnos a ti. Quizá, sin embargo, podríamos guiarte. El viaje al lugar que buscas es arduo, el sendero no es recto. Silchas Ruina, es con cierto asombro que te digo que hemos alcanzado una especie de consenso. No tienes ni idea de lo poco común que es eso; cierto, hablo de un compromiso, un compromiso que nos resulta menos fácil a unos que a otros. No obstante, hemos acordado ofrecerte un guía.

—¿Un guía? ¿Para llevarme por ese retorcido sendero o para desviarme de él?

—Un engaño que no funcionaría demasiado tiempo.

—Cierto, ni yo sería clemente al descubrirlo.

—Por supuesto.

Silchas Ruina se cruzó de brazos.

—Nos proporcionaréis un guía. Muy bien. ¿Cuál de vosotros se ha ofrecido?

—Bueno, ninguno —dijo Ordant Brid—. La necesidad que hay de nosotros aquí nos impide hacerlo. Como bien has dicho, hay una lanza de hielo que apunta hacia nosotros y, si bien no podemos hacerla pedazos, quizá podamos… redirigirla. Silchas Ruina, tu guía será la espada mortal del señor de las Alas Negras. —Al decir eso, el mago hizo un gesto.

Clip se puso en pie y comenzó a bajar al Disco de la Concordancia. La cadena y los anillos aparecieron en su mano, zumbaron, dieron un golpe seco y volvieron a zumbar.

—¿Él es la espada mortal de Anomander? —preguntó Silchas Ruina con tono de incredulidad mientras miraba al único público de esa reunión.

Clip sonrió.

—¿Crees que le desagradaría?

Tras un momento, el hermano de Rake hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Seguramente no.

—Llegada la mañana —dijo Ordant Brid— comenzaremos a preparar el camino para la continuación de tu viaje.

Al llegar al borde de la grada inferior, Clip se dejó caer con suavidad en la piedra pulida del Disco y se acercó a Silchas Ruina, la cadena no dejaba de girar y tintinear en su mano.

—¿Siempre tienes que hacer eso? —preguntó Silchas Ruina.

—¿Hacer qué?

Silchas Ruina entró en la cámara, seguido un momento después por el tiste andii Clip.

Seren Pedac sintió un escalofrío repentino, aunque fue incapaz de determinar su fuente. Clip sonreía, pero era una sonrisa cínica, y parecía que sus ojos no se apartaban de Temor Sengar, como si esperara algún tipo de desafío.

—Corifeo —dijo Silchas Ruina mientras soltaba el broche de su manto y se acercaba a la mesa de piedra que había contra la pared contraria, donde sus anfitriones habían dispuesto vino y comida—, al menos un misterio se ha resuelto.

—¿Sí?

—La preponderancia de espectros aquí, en el Andara, el sinfín de fantasmas de tiste andii muertos; sé por qué están aquí.

—Lo siento, no sabía que este lugar estaba atestado de espectros. No he visto a Marchito en los últimos tiempos.

Silchas la miró y se sirvió una copa de vino.

—Es extraordinario —murmuró— cómo algo tan básico como la ausencia de gusto en la lengua puede convertirse en la tortura más atroz… cuando te has pasado enterrado miles de años.

Seren lo observó tomar un trago del vino aguado y lo observó saborearlo.

—Tiempo, corifeo —continuó Silchas—. El ritual de Omtose Phellack, que lo congeló todo, desafió al propio Embozado; mis disculpas, el Embozado es el señor de la Muerte. Los fantasmas… bueno, no tenían adónde ir. Capturados con facilidad y esclavizados por los tiste edur, pero muchos otros se las arreglaron para evadir ese destino y están aquí, entre sus parientes mortales. Los Magos de Ónice hablan de compasión y equilibrio, ya sabes…

No, no lo sé, pero no creo que eso importe.

—¿Nos ayudarán los magos?

Una mueca irónica de Silchas Ruina, que después se encogió de hombros.

—Nuestra feroz partida se ha hecho con un nuevo miembro, corifeo, que tiene el encargo de guiarnos hasta lo que buscamos.

Temor Sengar, tenso de repente, se acercó a Clip.

—Tiste andii —dijo—, has de saber algo, por favor. No siento enemistad alguna hacia ti o tu pueblo. Si de veras vas a guiarnos adonde aguarda atada el alma de Scabandari, estaré en deuda contigo; de hecho, todos los edur estarán en deuda contigo.

Clip esbozó una gran sonrisa.

—Ah, pero no es eso lo que quieres, guerrero.

Temor pareció quedar desconcertado.

—Tú —le dijo Silchas Ruina al tiste edur— supones la mayor amenaza para estos andii. Tu raza tiene muchas razones para dar caza hasta al último de ellos; y los letherii tampoco están bien dispuestos hacia ellos, dada su resistencia a la anexión, una resistencia que continúa aun hoy. A Rosazul no le hace gracia estar ocupada, y los humanos que vivían en paz junto a los que poseían sangre andii en sus venas no sienten lealtad alguna hacia los conquistadores letherii. Cuando gobernaba la Orden del Ónice, era un gobierno distante, reacio a interferir en las actividades diarias y que no exigía demasiado a la población. Y ahora, Temor Sengar, los tuyos gobiernan a los letherii y agravan el resentimiento que hierve en Rosazul.

—No puedo hablar por el imperio —dijo Temor—. Solo por mí mismo. Pero creo que, si los acontecimientos se suceden del modo en que yo deseo, entonces la verdadera liberación podría ser la recompensa concedida por los edur a cambio de su ayuda… a la provincia entera de Rosazul y todos sus habitantes. Desde luego, yo abogaría por eso.

La carcajada de Clip fue sardónica.

La cadena giró y envolvió con fuerza la mano derecha de su dueño. Ése fue el único comentario que hizo a tan serios pronunciamientos y osadas promesas.

Seren Pedac sintió que se le revolvía todo. Clip, ese chavalito enloquecedor con esa cadena y esos anillos, esa expresión siempre burlona…

Oh, Temor Sengar, no confíes en él. No confíes en absoluto.

—¿Está seguro de que quiere hacer esto, supervisor?

Brohl Handar miró a la atri-preda.

—Esta expedición ha de ser punitiva, Bivatt. No se ha hecho ninguna declaración de guerra formal, la misiva de Letheras es muy clara en ese aspecto. Al parecer, entra dentro de mis obligaciones como supervisor garantizar que el enfrentamiento no exceda esos parámetros. Usted marcha a dar caza y destruir a los que masacraron a los colonos.

Los ojos de la mujer permanecieron clavados en las columnas de tropas edur y letherii que marchaban por el camino. El polvo impregnaba el aire y manchaba el azul brillante del cielo. El sonido del ejército le recordaba a Brohl Handar a hielo roto gimiendo y abriéndose paso por el río, aplastándolo todo.

—Ésa es precisamente mi intención, supervisor —dijo entonces Bivatt—. Eso y nada más, como me han ordenado.

Brohl la estudió un momento más, después cambió de postura en la silla para aliviar la tensión de los riñones, él prefería admirar a los caballos de lejos que encaramarse a los puñeteros bichos. Daba la sensación de que los animales comprendían su desagrado y le correspondían del mismo modo, y ese caballo concreto tenía por costumbre agitar la cabeza cuando paraba tras cada medio galope con la intención clara de romper la barbilla de Brohl. La atri-preda le decía que se echaba demasiado hacia delante, el caballo lo sabía y veía el error como una oportunidad de infligir daño. El tiste edur no tenía demasiadas ganas de emprender ese viaje.

—No obstante —dijo al fin—, la acompañaré.

Sabía que a la atri-preda le desagradaba la perspectiva. Pero él tenía sus propios guardaespaldas, de su propia tribu. Su propio carruaje, cochero y yunta de bueyes. Provisiones más que suficientes para garantizar que no iban a ser una carga para la comitiva militar.

—Continúa preocupándome su seguridad —dijo la atri-preda.

—No hace falta. Tengo confianza absoluta en mis arapay…

—Discúlpeme, supervisor, pero cazar focas no es lo mismo que…

—Atri-preda —la interrumpió Brohl Handar a su vez—, mis guerreros se enfrentaron a soldados letherii de primera en la conquista, y fueron sus letherii los que se derrumbaron. ¿Focas? De hecho, algunas pesan tanto como un buey, con colmillos más grandes que una espada corta. Y osos de pelo blanco, y osos que viven en cuevas. Lobos de patas cortas, y lobos que atacan en manadas. Y no hay que olvidar a los cambiaformas jheck. ¿Se imagina acaso que los yermos blancos del norte eran tierras vacías? Sabiendo todo a lo que un arapay debe enfrentarse cada día, los letherii nunca supusieron una gran amenaza. En cuanto a protegerme de los leznas, es de suponer que esa necesidad solo surgiría tras la desbandada de sus fuerzas, atri-preda. Tendremos un k’risnan de los den-ratha además de su cuadro de magos. En pocas palabras —concluyó el supervisor—, su preocupación no me parece muy sincera. Dígame, atri-preda, ¿qué se habló en su reunión secreta con el comisionado Letur Anict?

La pregunta, expresada como si se le acabara de ocurrir, pareció golpearla como un puñetazo y los ojos que clavó en él estaban muy abiertos, con gesto alarmado, hasta que algo más oscuro cobró vida con un torbellino.

—Temas financieros, supervisor —dijo al fin con tono frío—. Un ejército tiene que comer.

—La financiación de esta expedición punitiva corre a cargo del tesoro imperial.

—Dichos fondos los gestiona el comisionado. Después de todo, ésa es la función de un comisionado, señor.

—No en este caso —respondió Brohl Handar—. El desembolso lo gestiona mi oficina. De hecho, son dineros edur los que patrocinan esta expedición. Atri-preda, en el futuro debería asegurarse de los hechos antes de ponerse a mentir. Bien, parece que ahora ha de proceder bajo la carga de las órdenes de dos entidades diferentes. Espero por el bien de su mente que no resulten contradictorias.

—Yo diría que no —dijo ella con voz tensa.

—¿Está segura de eso, atri-preda?

—Lo estoy, señor.

—Bien.

—Supervisor, varios de los colonos asesinados procedían de la propia casa del comisionado.

Brohl alzó las cejas.

—El deseo de una venganza sangrienta debe de ser abrumador, por tanto, para el pobre Letur Anict.

—En la reunión, señor, me limité a reiterar mi intención de castigar como es debido a los asesinos. El comisionado necesitaba que lo tranquilizara en ese aspecto, cosa que me complació hacer, dadas las circunstancias.

—En otras palabras, a Letur Anict lo alarmó que le hubieran quitado el control sobre la gestión de la expedición, una decisión que carecía de precedentes. Hay que suponer que es lo bastante inteligente para reconocer (una vez que se haya calmado un poco) que la maniobra indica que se desaprueban sus últimos excesos.

—No sabría decirle, señor.

—Me interesará calibrar su humildad una vez regresemos triunfantes, atri-preda.

La mujer no dijo nada.

Por supuesto, añadió Brohl para sí, seguro que la respuesta de Letur Anict no se quedaría en eso llegado el momento, dado que, de hecho, no había nada oficial en todo aquel asunto. Los amigotes que tenía el comisionado en palacio (los sirvientes letherii de, con toda probabilidad, el canciller) se indignarían cuando descubrieran el rodeo que se había dado para salvar el obstáculo; pero esa vez habían sido los edur los que habían organizado una pequeña usurpación, obra de las tribus, el vínculo establecido a través de los k’risnan y los empleados edur de varios supervisores. Se corría un riesgo inmenso, claro está; después de todo, el propio emperador no sabía nada de aquello.

Pero había que meter en vereda a Letur Anict. No, más que eso, había que escarmentar a aquel hombre. De forma permanente. Si Brohl se salía con la suya, en menos de un año habría un nuevo comisionado en Drene, y en cuanto a las propiedades de Letur Anict, bueno, el crimen de alta traición y corrupción a la escala que él había alcanzado sin duda se castigarían con la confiscación de todo, los derechos de familia revocados y una reparación a tan alto nivel que el linaje Anict quedaría endeudado durante generaciones.

Es un corrupto. Y ha tejido una telaraña letal, desde Drene hasta el resto de las naciones fronterizas. Busca la guerra con todos nuestros vecinos. Una guerra innecesaria. No tiene sentido más allá de la codicia egoísta de un individuo. Una corrupción así había que extirparla, había muchos Letur Anict en ese imperio que medraban bajo la protección de la Consigna Libertad y, muy posiblemente, de los patriotas. Ese hombre se convertiría en el ejemplo y la advertencia.

Los letherii os creéis que somos tontos. Os reís de nosotros a nuestras espaldas. Os burláis de nosotros porque ignoramos vuestros sofisticados engaños. Bueno, hay más de un tipo de sofisticación, como no tardaréis en descubrir.

Por fin Brohl Handar ya no se sentía tan indefenso.

La atri-preda Bivatt echaba pestes en silencio. El maldito idiota que llevaba al lado iba a hacer que lo mataran, y a ella la harían responsable del fracaso, de no haberlo protegido. Los k’risnan y los guardaespaldas arapay no lograrían nada. Los agentes del comisionado infectaban todas las legiones letherii que participaban en esa marcha, y entre esos agentes… puñeteros asesinos del Errante. Maestros del veneno.

Le caía bien el guerrero que llevaba al lado, por adusto que fuera, cosa que, de todos modos, parecía ser algo propio de los tiste edur. Y aunque era obvio que era inteligente… también era ingenuo.

Estaba claro que Letur Anict había descubierto los patéticos esfuerzos extraoficiales de Brohl Handar y media docena más de supervisores, y que el comisionado estaba dispuesto a eliminar esa amenaza recién nacida allí mismo, sin esperar. En esa misma expedición.

—Tenemos un problema con Brohl Handar —había dicho el comisionado. Su rostro pálido y redondo parecía piedra polvorienta en la penumbra habitual de su sanctasanctórum.

—¿Señor?

—Sin autorización alguna intenta excederse en sus responsabilidades, y con ello socavar las funciones tradicionales de un comisionado en una provincia fronteriza. Sus ambiciones han arrastrado a otros a su telaraña, cosa que, por desgracia, podría tener repercusiones letales.

—¿Letales? ¿Cómo?

—Atri-preda, debo decírselo. Los patriotas ya no se están concentrando de forma exclusiva en los letherii del imperio. Han salido a la luz pruebas de una conspiración emergente entre los tiste edur… contra el estado, es posible que contra el propio emperador.

Absurdo. ¿De verdad me tomas por tonta, Anict? Contra el estado y contra el emperador son dos cosas diferentes. El estado eres tú y personas como tú. El estado es la Consigna Libertad y los patriotas. El estado es el canciller y sus amigotes. Contra ellos, la noción de una conspiración entre los tiste edur para deshacer al imperio de la corrupción letherii parecía más que plausible. Llevaban siendo ocupantes el tiempo suficiente como para llegar a entender el imperio que habían ganado, como para empezar a comprender que se había producido una conquista mucho más sutil en la que los perdedores eran ellos.

Los tiste edur eran, sobre todo, un pueblo orgulloso. Resultaba improbable que soportaran la derrota, y el hecho de que los vencedores eran, según sus estándares, cobardes en el verdadero sentido del término solo les dolería más. Así que a Bivatt no le sorprendió que Brohl Handar y sus compañeros edur hubieran dado comienzo al fin a una campaña para erradicar a los letherii que dirigían el estado. Tampoco es de extrañar ver hasta qué punto los edur han subestimado a su enemigo.

—Señor, soy oficial del Ejército Imperial. Mi comandante es el propio emperador.

—El emperador nos gobierna a todos, atri-preda —había dicho Letur Anict con una leve sonrisa—. La conspiración entre los suyos amenaza de forma directa al sistema de leales que lo apoyan, los que procuran, con gran sacrificio personal, mantener el aparato de gobierno.

—Personas como usted.

—Exacto.

—¿Qué me está pidiendo, señor?

—Brohl Handar insistirá en acompañar a su expedición punitiva. Creo que su intención es reclamar para sí territorios reconquistados —un gesto de la otra mano—, sin duda en nombre del imperio o alguna otra absurda tontería parecida.

¿Te refieres a que va a hacer lo mismo que hiciste tú?

—Intentaré disuadirlo —dijo Bivatt—. La seguridad no está garantizada…

—Desde luego que no. Justo lo que yo quería decir. —Tras un momento, Letur Anict se recostó en su asiento—. Por desgracia, no ganará la discusión. El supervisor marchará con usted y aceptará los riesgos.

Los riesgos, sí. Que imaginará que procederán de los leznas.

—Haré todo lo que pueda por protegerlo —dijo Bivatt.

El otro abrió las manos.

—Por supuesto. Ésa es su obligación y los dos sabemos lo traicioneros que pueden ser los leznas, sobre todo ahora que están bajo el mando nada menos que de Mascararroja. Quién puede decir qué pavorosas emboscadas pretende tenderles con el objetivo principal de asesinar comandantes y otros personajes importantes. Desde luego, atri-preda, usted tiene su deber y yo no esperaría menos de usted. Pero le recuerdo que Brohl Handar está implicado en un acto de traición.

—Entonces haga que Orbyn Buscaverdad lo arreste. —Si es que Orbyn se atreve, porque eso lo sacaría todo a la luz, y tú todavía no estás listo para eso.

—Lo haremos —dijo el comisionado, y después añadió—: Estaremos preparados para su regreso.

¿Tan pronto?

—¿Se ha informado al emperador de estas novedades, señor?

—Desde luego. Los patriotas no se involucrarían en esta caza si no fuera así, estoy seguro de que lo entiende, atri-preda.

Eso creía Bivatt. Ni siquiera Karos Invictad procedería sin algún tipo de autorización.

—¿Es eso todo, señor?

—Lo es. Que el Errante le sonría en su caza, atri-preda.

—Gracias, señor.

Y al final todo había procedido según las predicciones del comisionado. Brohl Handar acompañaría a la expedición, había rebatido cada uno de los argumentos que había expuesto Bivatt para disuadirlo. Al leer su expresión la atri-preda veía una confianza y una voluntad renovadas, el supervisor se sentía como si por fin pisara tierra firme. No se equivocaba en cuanto a quién era su verdadero enemigo. El desastre sin paliativos se encontraba en la creencia del edur de que había sido él el que había hecho el primer movimiento.

—Señor, si me disculpa —le dijo la atri-preda al supervisor—. Debo hablar con mis oficiales.

—Por supuesto —respondió Brohl Handar—, ¿cuándo anticipa que vamos a entrar en contacto con el enemigo?

Ah, idiota, ya has entrado.

—Eso depende, señor, de si están huyendo o si vienen directamente hacia nosotros.

El supervisor alzó las cejas.

—¿Teme a ese tal Mascararroja?

—El temor que engendra respeto no es mala cosa, señor. En ese sentido, sí, temo a Mascararroja. Como me temerá él a mí más pronto que tarde.

La mujer se alejó entonces a caballo, hacia sus tropas, en busca no de un oficial, sino de un hombre en concreto, un jinete entre los rosazul, más alto y más moreno que la mayoría. Tras un rato lo encontró y le hizo un gesto para que cabalgara a su lado; los dos llevaron los caballos al paso por uno de los bordes del camino. La mujer habló de dos cosas, una en voz lo bastante alta como para que la oyeran los otros y concerniente a la salud de las monturas y otros detalles mundanos; la otra en tono mucho más discreto, que nadie salvo el hombre podría oír.

—¿Qué puedes ver de la mancha magullada del horizonte, la que no puede ocultar una mano alzada?

Mascararroja le echó un vistazo al extranjero.

Anaster Toc sonrió.

—Tirarse en una zanja entre los excrementos de la humanidad es algo que recomendaría a cualquier poeta incipiente. Los ritmos del flujo y reflujo, el legado de lo que desechamos. Riqueza como oro líquido.

No del todo cuerdo ya, le pareció a Mascararroja, sin que lo sorprendiera mucho. Piel y huesos, lleno de costras y con manchas de sarpullidos fieros que se iban desprendiendo. Al menos ya podía ponerse en pie sin ayuda de un bastón y volvía a tener apetito. Mascararroja creía que el extranjero no tardaría mucho en recuperarse, al menos a nivel físico. La mente del pobre hombre era otra historia.

—Tu pueblo —continuó Anaster Toc tras un momento— no cree en la poesía, en el poder de las simples palabras. Oh, cantáis con la llegada del amanecer y la huida del sol. Les cantáis a las nubes de tormenta, a las huellas del lobo y a las cuernas desprendidas que encontráis en la hierba. Cantáis para decidir el orden de las cuentas en un hilo. Pero sin palabras en ninguna de esas canciones. Solo variaciones tonales tan sin sentido como los trinos de un pájaro…

—Los pájaros trinan —interpuso Natarkas, que se encontraba al otro lado del extranjero y miraba con los ojos guiñados al oeste, al sol moribundo— para decirles a otros que existen. Cantan para advertir de la presencia de cazadores. Cantan para cortejar a su pareja. Cantan en los días previos a su muerte.

—Muy bien, mal ejemplo. Cantáis como las ballenas…

—¿Cómo qué? —preguntaron Natarkas y otros dos caras de cobre detrás de ellos.

—Oh, da igual. Lo que quiero decir es que cantáis sin palabras.

—La música es su propio lenguaje.

—Natarkas —dijo Anaster Toc—, respóndeme a una cosa, si tienes la bondad. La canción que usan los niños cuando ensartan cuentas en un hilo, ¿qué significa?

—Hay más de una, dependiendo del dibujo que se desee. La canción estipula el tipo de cuenta y su color.

—¿Por qué hay que estipular esas cosas?

—Porque las cuentas relatan una historia.

—¿Qué historia?

—Historias diferentes, dependiendo del dibujo, que a su vez es lo que garantiza la canción. La historia no se pierde, no se corrompe, porque la canción nunca cambia.

—Por el amor del Embozado —murmuró el extranjero—. ¿Qué tienen de malo las palabras?

—Con palabras —dijo Mascararroja al tiempo que se giraba—, los significados cambian.

—Bueno —dijo Anaster Toc y siguió a Mascararroja cuando éste emprendió el regreso al campamento de su ejército—, de eso se trata, precisamente. Ése es su valor, su capacidad para adaptarse…

—Para corromperse, querrás decir. Los letherii son maestros absolutos a la hora de corromper palabras, sus significados. Llaman a la guerra, paz; a la tiranía, libertad. En qué lado de la sombra te encuentras decide el significado de una palabra. Las palabras son las armas utilizadas por aquellos que miran a los otros con desdén. Un desdén que solo se profundiza cuando ven cómo se engaña a esos otros y se les hace parecer tontos porque decidieron creer. Porque, en su ingenuidad, creyeron que el significado de una palabra era único, inmune al abuso.

—Por las tetas de Togg, Mascararroja, es un discurso muy largo para haber salido de tu boca.

—Desdeño las palabras, Anaster Toc. ¿Qué quieres decir cuando dices «por las tetas de Togg»?

—Togg es un dios.

—No una diosa.

—No.

—Entonces sus tetas son…

—Inútiles. Exacto.

—¿Y qué hay de las otras expresiones? ¿«Por el aliento del Embozado»?

—El Embozado es el señor de la Muerte.

—Así pues… no tiene aliento.

—Correcto.

—¿«Por la misericordia de Ascua»?

—No tiene misericordia.

—¿«Mowri nos libre»?

—La señora de los Pobres no libra de nada.

Mascararroja miró al extranjero.

—Tu pueblo tiene una relación extraña con sus dioses.

—Es posible. Algunos la critican y la llaman cínica, y es posible que tengan parte de razón. Tiene que ver con el poder, Mascararroja, y lo que les hace a los que lo poseen. Los dioses no son ninguna excepción.

—Si son tan poco serviciales, ¿por qué los veneráis?

—Imagínate lo poco serviciales que serían si no lo hiciéramos. —Fuera lo que fuera lo que Anaster Toc vio en los ojos de Mascararroja, se echó a reír.

—Vosotros luchasteis como un ejército leal al señor y la señora de los Lobos —dijo el líder, molesto.

—Y mira adónde nos llevó.

—Masacraron tu fuerza porque mi pueblo os traicionó. Esa traición no tuvo nada que ver con vuestros dioses lobos.

—Cierto, supongo. Aceptamos el contrato. Creímos que compartíamos el significado de las palabras que habíamos intercambiado con los que nos contrataron… —Al decir eso le dedicó a Mascararroja una sonrisa socarrona—. Marchamos a la guerra creyendo en el honor. Bueno. Togg y Fanderay no son responsables de eso, sobre todo no de la estupidez de sus seguidores.

—¿Careces ahora de dioses, Anaster Toc?

—Bueno, oí sus aullidos apenados de vez en cuando, o por los menos imaginaba que los oía.

—Unos lobos acudieron al lugar de la matanza y se llevaron los corazones de los caídos.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—Abrieron el pecho de tus camaradas y se comieron sus corazones, dejaron todo lo demás.

—Vaya, eso no lo sabía.

—¿Por qué no moriste con ellos? —preguntó Mascararroja—. ¿Huiste?

—Yo era el mejor jinete de las Espadas Grises. Así que mi función era mantener el contacto entre nuestras fuerzas. Por desgracia, estaba con los leznas cuando se tomó la decisión de huir. Me bajaron a rastras de mi caballo y me dejaron sin sentido de una paliza. No sé por qué no me mataron allí mismo. O por qué no me dejaron para los letherii.

—Hay niveles dentro de la traición, Anaster Toc; límites para lo que hasta los leznas pueden soportar. Podían huir de la batalla, pero no podían abrirte la garganta con una espada.

—Bueno, qué alivio. Mis disculpas. Siempre he tenido tendencia a hacer comentarios ocurrentes. Supongo que debería estar agradecido, pero no lo estoy.

—Pues claro que no —dijo Mascararroja. Se estaban acercando al amplio toldo de piel sin curtir que protegía los mapas que había dibujado el caudillo en pieles de rodaras, gracias sobre todo a lo que podía recordar de los mapas militares letherii que había visto. Esos nuevos mapas se habían estirado en el suelo, clavados con estacas, dispuestos como las piezas de un rompecabezas para crear una única representación de una zona enorme, una zona que incluía los reinos fronterizos del sur—. Pero eres soldado, Anaster Toc, y yo necesito soldados.

—Así que buscas un acuerdo entre los dos.

—Así es.

—Una vinculación con palabras.

—Sí.

—¿Y si decido irme, alejarme?

—Se te permitirá, y se te proporcionará un caballo y provisiones. Puedes cabalgar al este, al sudeste o incluso al norte, aunque no hay nada en el norte. Pero no puedes ir al oeste, ni al sudoeste.

—En otras palabras, no al Imperio de Lether.

—Exacto. No sé qué venganza te guardas cerca de tu alma herida. No sé si traicionarías a los leznas en respuesta a la traición que tú sufriste. Cosa por la que no te culparía en absoluto. Detestaría verme obligado a matarte, y por eso te prohíbo que cabalgues hasta Lether.

—Entiendo.

Mascararroja estudió el mapa bajo la luz del crepúsculo. Las líneas negras parecían desvanecerse en la nada ante él.

—Es mi intención, sin embargo, apelar a tu deseo de venganza contra los letherii.

—Más que contra los leznas.

—Sí.

—Crees que puedes derrotarlos.

—Los derrotaré, Anaster Toc.

—Los derrotarás preparando campos de batalla con mucha antelación. Bueno, como táctica, es innegable. Suponiendo que los letherii sean lo bastante idiotas como para colocarse justo donde los quieres.

—Son arrogantes —dijo Mascararroja—. Además, no tienen alternativa. Desean vengar la matanza de colonos y el robo de rebaños que llaman propiedad suya, aunque nos los robaron a nosotros. Desean castigarnos, así que estarán impacientes por cruzar las espadas con nosotros.

—Utilizando caballería, infantería, arqueros y magos.

—Sí.

—¿Cómo piensas anular a esos magos?

—No te lo diré, todavía.

—Por si me voy, doy un rodeo y de algún modo te eludo a ti y a tus cazadores.

—La posibilidad de que ocurra eso es remota. —Al ver la sonrisa del extranjero, Mascararroja continuó—. Tengo entendido que eres un jinete experto, pero no enviaría leznas tras de ti. Enviaría a mis k’chain che’malle.

Anaster Toc se había girado y parecía estar estudiando el campamento, las filas tras filas de tiendas, el humo que se elevaba en espirales de las hogueras de estiércol.

—¿Has reunido qué, diez, doce mil guerreros?

—Casi quince mil.

—Pero has disuelto los clanes.

—Así es.

—Has hecho lo necesario para reunir algo que se parezca a un ejército profesional. Debes desplazar su lealtad, conseguir que abandonen los viejos lazos de sangre. Te he visto acosando a tus comandantes de tropa para asegurarte de que seguirán tus órdenes en plena batalla. Y los he visto a ellos a su vez atormentando a sus líderes de pelotón, y a los líderes de pelotón atormentando a sus pelotones.

—Eres soldado, Anaster Toc.

—Y odié cada momento, Mascararroja.

—Eso no importa. Háblame de tus Espadas Grises, las tácticas que empleaban.

—Eso no será de gran ayuda. Podría, sin embargo, hablarte del ejército al que pertenecí en un principio, antes de las Espadas Grises. —Lanzó una mirada con su único ojo brillante y Mascararroja vio diversión en él, una especie de hilaridad loca que lo inquietó—. Podría hablarte de los malazanos.

—No he oído hablar de esa tribu.

Anaster Toc se echó a reír otra vez.

—No es una tribu. Es un imperio. Un imperio tres, cuatro vez más grande que Lether.

—¿Entonces te quedas?

Anaster Toc se encogió de hombros.

—De momento.

Su interlocutor se dio cuenta de que no había nada sencillo en aquel hombre. Loco, sin duda, pero podría resulta ser una locura útil.

—Bueno, ¿y cómo —preguntó— ganan las guerras los malazanos?

La sonrisa torcida del extranjero centelleó en el atardecer, como el destello de un cuchillo.

—Esto podría llevar un rato, Mascararroja.

—Diré que traigan comida.

—Y lámparas de aceite, no se ve una mierda en tu mapa.

—¿Apruebas mis intenciones, Anaster Toc?

—¿De crear un ejército profesional? Sí, es esencial, pero lo cambiará todo. Tu pueblo, tu cultura, todo. —Hizo una pausa y después añadió con tono seco y burlón—: Necesitaréis una nueva canción.

—Entonces debes crearla —respondió el lezna—. Escoge una de entre los malazanos. Algo apropiado.

—Sí —murmuró el hombre—, un canto fúnebre.

El cuchillo blanco volvió a destellar y Mascararroja pensó que ojalá hubiera permanecido envainado.