Al doble de lejos de lo que crees,
a la mitad de la distancia que temes,
demasiado delgado para sujetarte,
y muy por encima de tu cabeza.
Muchísimo más listo con diferencia,
pero tonto sin mesura,
¿querrás oír mi historia ahora?
Cuentos del bardo borracho
—Pescador
En pie en la barandilla, la atri-preda Yan Tovis, conocida entre sus soldados como Crepúsculo, observaba pasar la costa inclinada del río Lether. Las gaviotas remontaban las olas en los bajíos. Los barcos de pesca remaban con espadilla entre los juncos, los que arrojaban las redes se detenían a observar la maltratada flota que se iba abriendo paso con esfuerzo hacia el puerto. En la orilla, los pájaros atestaban las ramas sin hojas de los árboles que habían sucumbido a la riada de la última estación. Tras los árboles muertos se veían jinetes en el camino de la costa, cabalgando a medio galope hacia la ciudad para informar a varios oficiales, aunque Yan Tovis estaba segura de que ya se había informado en palacio que se acercaba la primera de las flotas, con otra a apenas medio día de distancia.
La atri-preda agradecería sentir suelo sólido bajo sus botas de nuevo. Y la presencia de caras desconocidas en su campo visual, en lugar de los rasgos cansados que tenía detrás y a ambos lados y que había terminado por conocer demasiado bien y, en ocasiones, tenía que admitir, hasta por despreciar.
El último océano que habían cruzado lo habían dejado ya muy atrás, y por ello su alivio era profundo. El mundo había resultado ser… inmenso. Incluso las antiguas cartas letherii que trazaban la gran ruta migratoria desde la tierra del Primer Imperio no habían revelado más que una fracción del colosal territorio que era ese reino mortal. La magnitud los había hecho sentirse a todos muy pequeños, como si sus grandes dramas carecieran de importancia, como si el verdadero significado se hallara demasiado diseminado y fuera demasiado elusivo para que lo comprendiera una sola mente. Y se había pagado un precio demoledor por esos malhadados viajes. Decenas de barcos perdidos, miles de marineros muertos; había imperios y pueblos beligerantes y más que capaces allí fuera, pocos de los cuales eran reacios a poner a prueba la pericia y determinación de los invasores extranjeros. Si no hubiera sido por las formidables hechicerías de los edur y los nuevos cuadros de magos letherii, habría habido más derrotas que victorias registradas en los libros mayores, y muchos menos soldados y marineros posando los ojos una vez más en su tierra natal.
Hanradi Khalag, Uruth y Tomad Sengar tenían nuevas duras que transmitirle al emperador, suficientes para aplastar sus escasos éxitos, y Yan Tovis agradecía no estar presente cuando informaran de todo ello. Además, ella tendría más que suficiente a lo que enfrentarse a título propio. Los marines letherii habían quedado diezmados, habría que informar a las familias, distribuir las pensiones por muerte, cobrar el equipamiento perdido y transferir deudas a herederos y familiares. Trabajo deprimente y tedioso, y ella ya estaba ansiando el momento de firmar y sellar el último pergamino.
Cuando los sotos de árboles y matorrales fueron menguando, sustituidos por chozas de pescadores, malecones y después las fincas valladas de la élite, se apartó de la barandilla y miró por la cubierta. Al ver a Taralack Veed cerca de la popa, se acercó.
—Ya estamos muy cerca —dijo—. Letheras, sede del emperador, la ciudad más grande y rica de este continente. Y todavía tu paladín no quiere subir a cubierta.
—Veo puentes más adelante —comentó el bárbaro al volver la vista barco arriba.
—Sí. Las gradas. Hay canales en la ciudad. ¿No te he hablado de los Ahogamientos?
El hombre hizo una mueca, se volvió a dar la vuelta y escupió por encima de la barandilla de popa.
—Mueren sin honor y eso os entretiene. ¿Qué es lo que querrías que viera Icarium, Crepúsculo?
—Necesitará su ira —respondió ella en voz baja.
Taralack Veed se pasó las dos manos por la cabeza y se aplastó el pelo.
—Cuando se vuelva a despertar, las resoluciones no importarán nada. Tu emperador quedará aniquilado y es probable que, con él, la mayor parte de esta chispeante ciudad. Si decides presenciarlo, también morirás tú. Como lo harán Tomad Sengar y Hanradi Khalag.
—Por desgracia —dijo ella tras un momento—, yo no estaré allí para presenciar el choque. Mis obligaciones volverán a llevarme al norte, de regreso a Fent Límite. —Crepúsculo lo miró—. Un viaje de más de un mes a caballo, Taralack Veed. ¿Será eso distancia suficiente?
El otro se encogió de hombros.
—No prometo nada.
—Salvo una cosa —señaló ella.
—¿Sí?
—Que luchará.
—No conoces a Icarium como yo. Puede que permanezca abajo, pero hay emoción en él. Anticipación como yo no he visto jamás. Crepúsculo, ha terminado por aceptar su maldición; de hecho, ahora la abraza y asume. Afila su espada una y otra vez. Engrasa su arco. Con cada amanecer examina su armadura en busca de defectos. Ya no me hace preguntas, y ése es el detalle más siniestro de todos.
—Nos ha fallado una vez —dijo ella.
—Hubo una… intervención. Eso no volverá a ocurrir, a menos que tu negligencia lo permita.
El río dibujó una curva suave y Letheras se reveló extendiéndose desde el fondo de la orilla norte, puentes magníficos arqueándose sobre edificios pintados con tonos chillones y la calima de un sinfín de hogueras. Surgieron cúpulas y terrazas, torres y plataformas, los bordes desdibujados bajo el humo iluminado por el sol. Los muelles imperiales estaban justo delante, detrás de un espigón, y los primeros dromones de la flota estaban metiendo los remos y virando hacia los amarraderos. Decenas de figuras se estaban reuniendo en el paseo del puerto, incluyendo una procesión de movimientos vivos que bajaba del Domicilio Eterno, pendones y estandartes ondeando en lo alto, la delegación oficial, aunque Yan Tovis observó que no había edur entre ellos.
Parecía que la sutil usurpación de Triban Gnol ya casi se había completado. A la atri-preda no le sorprendía. Era probable que el canciller hubiera empezado a planearlo mucho antes de que el rey Ezgara Diskanar tomara el trago letal en el salón del trono. Para garantizar una transición en calma, es como se habría defendido. El imperio es más grande que su gobernante, y ahí es donde reside la lealtad del canciller. Siempre y para toda la eternidad. Unos sentimientos loables, qué duda cabía, pero la verdad nunca estaba tan clara. La sed de poder era una corriente fuerte que se agitaba con nubes que ocultaban todo a los demás, salvo, quizá, al propio Triban Gnol, que estaba en el mismísimo centro del torbellino. Nadie había desafiado jamás su ilusión de control, pero Yan Tovis creía que no podía durar.
Después de todo, habían regresado los tiste edur. Tomad Sengar, Hanradi Khalag y otros tres antiguos caudillos de las tribus, así como más de cuatro mil guerreros curtidos que ya hacía mucho tiempo que habían dejado atrás toda ingenuidad, la habían perdido en Callows, en Sepik, Nemil, la costa de Perecedero, Shal-Morzinn y Deriva Avalii, en una multitud de aguas extranjeras, entre los meckros… el viaje había sido largo. Tenso…
—El nido está a punto de despertarse de una patada —dijo Taralack Veed, una sonrisa bastante fea le crispaba los rasgos.
Yan Tovis se encogió de hombros.
—Era de esperar. Hemos estado fuera mucho tiempo.
—Quizá tu emperador ya esté muerto. No veo tiste edur en ese contingente.
—No me parece probable. Nuestros k’risnan lo habrían sabido.
—¿Informados por su dios? Yan Tovis, no hay dios que regale nada. Más bien, si le conviene, no les dirá nada a sus seguidores. O, de hecho, mentirá. Los edur no lo entienden, pero tú me sorprendes. ¿No está en la propia naturaleza de vuestra deidad, ese tal Errante, engañaros a cada momento?
—El emperador no está muerto, Taralack Veed.
—Entonces solo es una cuestión de tiempo.
—Eso es lo que no dejas de prometer.
Pero el otro negó con la cabeza.
—No hablo ahora de Icarium. Hablo de cuando el elegido de un dios fracasa. Y siempre lo hacen, Crepúsculo. Nunca somos suficiente a sus ojos. Nunca lo bastante fieles, nunca lo bastante temerosos, nunca lo bastante sumisos. Antes o después los traicionamos, por debilidad o por una ambición desmesurada. Vemos ante nosotros una ciudad de puentes, pero lo que yo veo y lo que tú ves son dos cosas diferentes. No dejes que tus ojos te engañen, los puentes que nos aguardan son demasiado estrechos para unos simples mortales.
Su barco fue virando poco a poco hacia el muelle imperial central, como una bestia cansada de su carga; había un puñado de oficiales edur ya en cubierta mientras los marineros preparaban las cuerdas en la barandilla de babor. El hedor a desechos se alzaba de las aguas turbias, lo bastante denso como para hacer escocer los ojos.
Taralack Veed se escupió en las manos y se volvió a alisar el pelo.
—Ya casi es la hora. Voy a recoger a mi campeón.
Sin que nadie lo viera, Turudal Brizad, el Errante, había apoyado la espalda en un almacén del muelle, a unos treinta pasos del malecón principal. Su mirada siguió el desembarco de Tomad Sengar (el venerable guerrero tenía un aspecto agotado y envejecido), y su expresión, al observar la ausencia de tiste edur entre la delegación de palacio, parecía oscurecerse con cada momento que pasaba. Pero ni él ni ninguno de los otros edur conservó la atención del dios durante mucho tiempo. Su atención se agudizó cuando la atri-preda al mando de los marines letherii de esa flota recorrió la pasarela entera, seguida por media docena de ayudantes y oficiales, pues el dios percibió en un instante que había algo condenado en esa mujer. Aunque los detalles lo eludían.
El dios frunció el ceño, frustrado por su percepción menguada. Debería haber advertido de inmediato lo que le aguardaba a Yan Tovis. Cinco años antes lo habría visto y no le habría dado la menor importancia al don, el privilegio puro y duro del poder de un ascendiente. Desde esos últimos y tumultuosos días del Primer Imperio (la sucesión de acontecimientos espeluznantes que condujeron a la intercesión de los t’lan imass para sofocar la agonía letal del imperio de Dessimbelackis), el Errante no se había sentido tan desconectado de todo. El caos se precipitaba hacia Letheras con la fuerza de un cataclismo, un maremoto que se limitaba a envolver las corrientes de ese río. Sí, procede del mar. Eso sí que lo sé, eso lo percibo. Del mar, igual que esta mujer, esta tal Crepúsculo.
Apareció otra figura en la pasarela. Un extranjero, la piel de los antebrazos era un torbellino de tatuajes arcanos, el resto de la parte superior del cuerpo iba envuelto en una capa de tejido basto y la capucha le ocultaba los rasgos. Bárbaro, cauto, el brillo de los ojos lo abarcaba todo; a medio camino de la pasarela se detuvo, carraspeó y escupió la flema por un lado, un gesto que sobresaltó al Errante y, al parecer, a la mayor parte de los que se encontraban en el muelle.
Un momento después surgió otro extranjero que se detuvo en la cima de la pasarela. El Errante se quedó sin aliento por un instante y lo invadió un escalofrío repentino, como si acabara de llegar el propio Embozado y le echara el aliento frío en la nuca.
Que el Abismo me lleve, todo lo que aguarda en su interior. El encono que ningún otro aquí puede ver, ni siquiera podría adivinar. Querido hijo de Gothos y esa vieja bruja descomunal, la mancha de la sangre azath te rodea como una nube. Era más que una maldición todo lo que afligía al feroz guerrero. Madejas deliberadas entretejidas a su alrededor, los hilos de un ritual elaborado, antiguo y letal. Y él conocía su sabor.
Los sin nombre.
Dos soldados de la Guardia de Palacio de Triban Gnol se acercaron a aguardar al jhag cuando lo vieron descender, sin prisas, al muelle.
El corazón del Errante le palpitaba con fuerza en el pecho. Han entregado un campeón, un paladín que desafiará al emperador de las Mil Muertes…
El jhag bajó a tierra firme.
De los edificios que había detrás del puerto alzaron el vuelo de repente los pájaros, cientos, después miles, emitiendo un coro de chillidos, y bajo los pies del Errante las piedras se movieron con un gemido pesado. Algo grande se derrumbó en medio de la ciudad, más allá del canal Quillas, y lo siguieron unos gritos distantes. El Errante se apartó del muro y vio brotar una nube de polvo que se alzaba tras los maullidos y el ruido de pichones, grajos, gaviotas y estorninos aterrados.
Los gemidos subterráneos cesaron entonces y cayó un silencio pesado.
La boca de Icarium reveló los colmillos en la más leve de las sonrisas, como si le complaciera la bienvenida de la tierra; el Errante no podía estar seguro, a tanta distancia, si esa sonrisa era de verdad tan infantil como parecía o era, de hecho, irónica, o, en realidad, amarga. Contuvo el impulso de acercarse más en busca de una respuesta a esa pregunta, y se recordó que no quería llamar la atención de Icarium. Ni en ese momento, ni nunca.
Tomad Sengar, a qué va a enfrentarse tu hijo…
No era de extrañar, comprendió de repente, que todo lo que estaba por venir estuviera oculto por un torbellino de caos. Han traído a Icarium… al corazón de mi poder.
Entre la delegación y otros letherii cercanos estaba claro que nadie había relacionado el primer paso de Icarium en suelo sólido con el pequeño terremoto que iba retumbando por Letheras; sin embargo, tales sismos eran casi desconocidos en esa región, y mientras el terror entre los pájaros y los berridos de varias bestias de carga continuaban sin amainar, la consternación de los que había ante los ojos del Errante ya comenzaba a desvanecerse. Necios mortales, qué pronto desechan la inquietud.
En el río el agua poco a poco perdió su agitación estremecida y las gaviotas, a lo lejos, empezaron a posarse de nuevo entre más barcos que iban virando hacia la orilla. Pero en algún lugar de la ciudad un edificio había caído, con toda probabilidad algún venerable y antiguo edificio cuyos cimientos había debilitado el agua subterránea y cuya argamasa y vigas estaban podridas.
Habría habido bajas, las primeras de Icarium, pero con toda seguridad no las últimas.
Y él sonríe.
Todavía maldiciendo, Taralack Veed se volvió hacia Yan Tovis.
—Tierras inestables, Ascua no descansa tranquila aquí.
La atri-preda se encogió de hombros para ocultar su mareo y conmoción.
—Al norte de aquí, por las montañas Límite, el suelo tiembla con frecuencia. Lo mismo puede decirse del lado norte de las cordilleras del extremo sur, al otro lado del mar del Dragón.
Crepúsculo vio el destello de los dientes en la sombra de la capucha.
—Pero no en Letheras, ¿no?
—No he sabido de otros, pero eso no significa mucho —respondió ella—. Esta ciudad no es mi hogar. No donde yo nací. No donde yo crecí.
Taralack Veed se acercó un poco más y le dio la espalda a Icarium, que estaba allí en pie, escuchando a los dos guardias de palacio que le estaban dando instrucciones sobre lo que iba a pasar.
—Necia —le siseó a la atri-preda—. La carne de Ascua se estremeció, Crepúsculo. Se estremeció… por él.
La atri-preda lanzó un bufido.
El gral ladeó la cabeza y la mujer pudo sentir su desdén.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó él.
—¿Ahora? Muy poco. Hay residencias protegidas, para ti y tu paladín. En cuanto a cuándo elige el emperador enfrentarse a sus aspirantes, eso ya es cosa suya. A veces está impaciente y el choque se produce de inmediato. Otras veces espera, con frecuencia semanas enteras. Pero te diré lo que empezará de inmediato.
—¿Qué?
—La urna de enterramiento para Icarium, y su lugar en el cementerio en el que reside cada aspirante al que se ha enfrentado Rhulad.
—Ni siquiera ese lugar sobrevivirá —murmuró Taralack Veed.
El gral, que empezaba a tener el estómago revuelto, se acercó a Icarium. No quería pensar en la destrucción que iba a producirse. La había visto una vez, después de todo. Ascua, incluso en tu sueño eterno sentiste la puñalada que es Icarium, pero ninguna de estas personas de aquí lo admitió, ninguna estaba lista para la verdad. Sus manos no están en la tierra, el toque se ha perdido, pero míralos: y me llamarían a mí salvaje.
—Icarium, amigo mío…
—¿No lo sientes, Taralack Veed? —En sus ojos inhumanos, el brillo de anticipación—. Este lugar… yo ya he estado aquí; no, no en esta ciudad. Antes de que naciera esta ciudad. Yo ya he pisado este suelo…
—Y el suelo lo recordaba —rezongó Taralack Veed.
—Sí, pero no del modo que tú crees. Aquí hay verdades que me aguardan. Verdades. Jamás he estado tan cerca de ellas como estoy ahora. Ahora entiendo por qué no te rechacé.
¿Rechazarme? ¿Te lo planteaste? ¿De verdad estuve tan cerca del borde?
—Tu destino pronto te dará la bienvenida, Icarium, como siempre he dicho. No podrías rechazar esto más de lo que podrías rechazar la sangre jaghut que corre por tus venas.
Una mueca.
—Jaghut… sí, han estado aquí. En mi estela. Quizá incluso siguiendo mi rastro. Hace mucho tiempo, y ahora, de nuevo…
—¿De nuevo?
—Omtose Phellack, el corazón de esta ciudad es hielo, Taralack Veed. Una imposición violenta.
—¿Estás seguro? No entiendo…
—Ni yo. Todavía. Pero lo entenderé. Ningún secreto sobrevivirá a mi estancia aquí. Cambiará.
—¿Qué cambiará?
Icarium sonrió, una mano apoyada en el pomo de la espada, y no respondió.
—¿Te enfrentarás a este emperador, así pues?
—Eso se espera de mí, Taralack Veed. —Una mirada brillante—. ¿Cómo podría negárselo a ellos?
Por los espíritus del inframundo, mi muerte se acerca. Fue lo que siempre quisimos. ¿Entonces por qué ahora clamo contra ello? ¿Quién me ha robado el valor?
—Es como si —susurró Icarium— mi vida despertase de nuevo.
La mano salió disparada en la oscuridad y cogió de golpe la rata que había encima de la jaula de madera que sujetaba la bomba delantera. La escuálida criatura tuvo un momento para chillar de pánico antes de que le partieran el cuello. Se oyó un golpe seco cuando arrojaron la rata muerta a un lado y se deslizó hasta el agua turbia del pantoque.
—Oh, cómo te odio cuando pierdes la paciencia —dijo Samar Dev con tono cansado—. Vas a provocar enfermedades, Karsa Orlong.
—La vida provoca enfermedades —rezongó el enorme guerrero desde las sombras. Tras un momento, añadió—: Se la daré a las tortugas. —Después bufó—. Tortugas lo bastante grandes como para arrastrar al fondo este puñetero barco. Estos letherii viven en la pesadilla de un dios chiflado.
—Más de lo que te imaginas —murmuró Samar Dev—. Escucha. Gritos en la orilla. Por fin estamos entrando en el puerto.
—Un alivio para las ratas.
—¿No tienes algo que hacer para prepararte?
—¿Por ejemplo?
—No sé. Romper unas cuantas lascas más de tu espada, o algo. Afilarla.
—La espada es irrompible.
—¿Qué hay de esa armadura? La mayor parte de las conchas están rotas; no es digna de tal nombre y no detendrá un filo…
—Ningún filo la alcanzará, bruja. No me enfrentaré más que a un hombre, no a veinte. Y es pequeño, mi pueblo os llama niños. Y eso es todo lo que en realidad sois. Vivís poco, tenéis brazos y piernas como palos, y caras que me apetece pellizcar. Los edur no son muy diferentes, solo un poco más largos.
—¿Pellizcar? ¿Y eso sería antes o después de decapitarnos?
El otro lanzó una carcajada que más pareció un gruñido.
Samar Dev se recostó contra el fardo en el que se había envuelto algo duro y aterronado; a pesar de la ligera incomodidad, no le apetecía investigar mucho más. Tanto los edur como los letherii tenían ideas peculiares sobre lo que constituía un botín. En esa misma bodega había ánforas que contenían sangre humana con especias y una docena de cadáveres revestidos de cera, eran «refugiados» edur de Sepik que no habían sobrevivido al viaje, apilados como rollos de tela contra un trono de conchas manchado de sangre que había pertenecido al cacique de una isla remota y cuya cabeza encurtida seguramente residía dentro de una de las tinajas en las que se apoyaba Karsa Orlong.
—Por lo menos vamos a bajarnos pronto de este asqueroso barco. Tengo toda la piel seca. Mírame las manos, las he visto momificadas con mejor aspecto. Y esta maldita sal… se pega como una segunda piel, y se está cayendo escama a escama…
—Por los espíritus del inframundo, mujer, me incitas a retorcerle el cuello a otra rata.
—Así que la responsable de la muerte de esa última rata soy yo, ¿no? Ni que decir tiene que eso me ofende. Fue tu mano la que se estiró, toblakai. Tu mano la que…
—Y tu boca la que nunca para, la que hace que me apetezca matar algo.
—No me eches la culpa a mí de tus impulsos violentos. Además, yo solo estaba pasando el rato con una conversación inofensiva. Hace tiempo que no hablamos, tú y yo. Creo que prefiero la compañía del taxiliano, y si no estuviera enfermo de nostalgia y no fuera más desdichado incluso que tú…
—Conversación. ¿Así es como tú lo llamas? ¿Entonces por qué se me han dormido las orejas?
—¿Sabes?, yo también estoy impaciente. Hace mucho tiempo que no le echo una maldición a nadie.
—Tus espíritus chillones no me asustan —replicó Karsa Orlong—. Y llevan chillando desde que llegamos al río. Un millar de voces clamando en mi cráneo, ¿no puedes hacerlos callar?
Con un suspiro, Samar echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—Toblakai… tendrás mucho público cuando enfrentes la espada a la de ese emperador edur.
—¿Qué tiene eso que ver con tus espíritus, Samar Dev?
—Sí, eso fue demasiado sutil, ¿no? Entonces tendré que ser más precisa. Hay dioses en esta ciudad a la que nos acercamos. Dioses residentes.
—¿Alguna vez descansan?
—No viven en templos. Ni hay señal alguna sobre las puertas de sus residencias, Karsa Orlong. Están en esta ciudad, pero pocos lo saben. Has de comprender que los espíritus chillan porque no son bienvenidos, y, lo que es más preocupante, si alguno de esos dioses decidiera expulsarlos de mi lado, bueno, no hay mucho que pueda hacer yo contra ellos.
—Sin embargo, también están vinculados a mí, ¿no?
La bruja cerró de repente la boca y lo miró con los ojos entrecerrados en la penumbra. El casco dio un golpe seco cuando el barco se acercó por un lado del muelle. Samar vio el destello de los dientes, la mueca fiera, y la invadió un escalofrío.
—¿Qué sabes de eso? —preguntó.
—Es mi maldición reunir almas —respondió Karsa Orlong—. ¿Qué son los espíritus, bruja, si no simples almas poderosas? Me rondan… yo los rondo. Las velas que encendí en esa botica tuya… Ellos estaban en la cera, ¿verdad?
—Liberados, después retenidos otra vez, sí. Los reuní… cuando te mandé marchar.
—Los vinculaste a ese cuchillo que llevas en el cinturón —dijo Karsa—. Dime, ¿percibes las dos almas toblakai que llevo yo en mi arma?
—Sí. No. Es decir, los percibo, pero no me atrevo a acercarme.
—¿Por qué?
—Karsa, son demasiado fuertes para mí. Son como fuego en el cristal de ese pedernal, atrapados por tu voluntad.
—No atrapados —respondió él—. Moran en el interior porque así lo han elegido, porque el arma los honra. Son mis compañeros, Samar Dev. —El toblakai se levantó de repente, encorvado bajo el techo—. Si un dios fuera lo bastante necio como para intentar robar nuestros espíritus, lo mataré.
La bruja lo miró con los ojos entornados. Afirmaciones tan rotundas como aquélla no eran excepcionales en Karsa Orlong, y ella había aprendido mucho tiempo atrás que no eran alardes vacíos, por absurda que pudiera parecer la frase.
—Eso no sería muy inteligente —dijo Samar tras un momento.
—Un dios desprovisto de sabiduría se merece lo que le pase.
—No me refería a eso.
Karsa se inclinó un momento para coger la rata muerta y se dirigió a la trampilla.
Samar lo siguió.
Cuando la bruja llegó a la cubierta principal, el toblakai iba hacia el capitán. Lo observó poner la rata empapada en las manos del letherii y darse la vuelta.
—Coge el montacargas —dijo—. Quiero mi caballo en cubierta y fuera de este maldito trasto. —Tras él, el capitán se quedó mirando la criatura que tenía en las manos y después, con un gruñido, la tiró por encima de la barandilla.
Samar Dev se planteó tener unas palabras rápidas con el capitán para conjurar la tormenta inminente, una tormenta que Karsa había desatado con total indiferencia innumerables veces durante ese viaje; pero decidió que no merecía la pena. Al parecer, el capitán había llegado a la misma conclusión, porque un marinero llegó corriendo con un cubo de agua de mar en el que el letherii metió las manos. Estaban quitando la trampilla principal que llevaba a la bodega de carga mientras otras manos empezaban a montar los cabestrantes.
Karsa se acercó a la pasarela. Se detuvo y habló en voz muy alta.
—Esta ciudad apesta. Cuando acabe con su emperador, es muy posible que la queme hasta los cimientos.
Las maderas se combaron y botaron cuando el toblakai descendió a tierra.
Samar Dev se apresuró a seguirlo.
Uno de los dos guardias con armadura completa ya había empezado a dirigirse a Karsa en tono desdeñoso.
—… ir desarmado siempre que se te permita dejar el complejo, dicho permiso lo podrá conceder solo el oficial de mayor rango de la Guardia. Nuestro cometido inmediato es escoltarte a tus alojamientos, donde se te quitará la mugre del cuerpo y el cabello…
No pudo decir más porque Karsa estiró el brazo, cerró la mano alrededor de las correas de cuero de las armas del guardia y con un único tirón arrojó al letherii por el aire. El tipo surcó los cielos seis o más pasos a la izquierda y chocó contra tres estibadores que habían estado observando el proceso. Los cuatro cayeron al suelo.
Con un juramento, el segundo guardia tiró de su espada corta.
El puñetazo de Karsa le echó la cabeza hacia atrás y el hombre se derrumbó.
Gritos roncos de alarma, más soldados letherii llegando.
Samar Dev se precipitó hacia delante.
—Que el Embozado te lleve, toblakai, ¿es que pretendes librar una guerra contra el imperio entero?
Karsa miró con furia el semicírculo de guardias que lo rodeaba, lanzó un gruñido y se cruzó de brazos.
—Si vais a ser mi escolta —les dijo—, sed corteses, u os haré pedazos a todos. —Después se dio la vuelta y pasó junto a Samar con un empujón—. ¿Dónde está mi caballo? —bramó a la tripulación que permanecía en cubierta—. ¿Dónde está Estragos? ¡Me estoy hartando de esperar!
Samar Dev se planteó regresar al barco y exigir que zarparan, que regresaran por el río, volvieran al mar del Dragón y siguieran navegando. Dejar a ese impredecible toblakai a Letheras y todos sus desventurados habitantes.
Por desgracia, ni siquiera los dioses se merecen eso.
Bicho se encontraba a treinta pasos de la magnífica entrada de la hacienda Hivanar, una mano estirada y apoyada en el muro para sujetarse. En el huerto de algún callejón, a poca distancia de allí, las gallinas chillaban con un clamor salvaje y se arrojaban contra las portezuelas enrejadas con un pánico frenético. En el cielo, los estorninos todavía iban en masa de un lado a otro, disparados.
Se limpió las gotas de sudor de la frente y luchó por respirar hondo.
Un recordatorio encomiable, se dijo. Todo era solo cuestión de tiempo. Lo que se estiraba, después se contraería. Los acontecimientos se precipitaban, las fuerzas empezaban a colisionar y a pesar de todo eso, el paso medido parecía permanecer inmutable, una corriente bajo todo lo demás. Pero él sabía que hasta eso se ralentizaba, poco a poco, de una era a la siguiente. La muerte está escrita en el nacimiento, palabras de una gran sabia. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo vivió? Ah, tanto se ha deslizado de mi mente, esos recuerdos, como arena entre los dedos. Pero ella podía ver lo que la mayoría no puede, ni siquiera los dioses. Muerte y nacimiento. Hasta en oposición las dos fuerzas están vinculadas, y definir una es definir la otra.
Y ya había llegado. Con su primer paso había llevado el peso de la historia. La de esa tierra. La suya propia. Dos fuerzas en oposición, pero vinculadas de modo inextricable.
¿Tienes la sensación de haber regresado a casa, Icarium? Te recuerdo saliendo del mar, refugiado de un reino que habías asolado. Pero tu padre no te aguardaba, se había ido, había descendido por la garganta de un azath. Icarium, era jaghut, y entre los jaghut, ningún padre estira el brazo para coger a su hijo de la mano.
—¿Estás enfermo, viejo?
Bicho parpadeó y vio a un sirviente de una de las haciendas cercanas que regresaba del mercado con una cesta de alimentos equilibrada sobre la cabeza. Solo de pena, querido mortal. Negó con la cabeza.
—Fueron las riadas —continuó el sirviente—. Movieron la arcilla.
—Sí.
—La Casa de las Escamas se ha derrumbado, ¿te has enterado? En medio de la calle. Menos mal que estaba vacía, ¿eh? Aunque oí que hubo una víctima, en la calle. —El hombre sonrió de repente—. ¡Un gato! —Y reanudó su trayecto con una gran carcajada.
Bicho se lo quedó mirando; después, con un gruñido, echó a andar hacia la verja.
Esperó en la terraza, observó con el ceño fruncido la zanja de una profundidad sorprendente que la cuadrilla se las había arreglado para excavar en la orilla y luego había ido ampliando a través de los sedimentos depositados por el propio río. El apuntalamiento era robusto y Bicho no vio muchas fugas entre las tablillas selladas. Con todo, había dos trabajadores en la bomba, las espaldas desnudas cubiertas de sudor.
Rautos Hivanar llegó a su lado.
—Bicho, bienvenido. Me imagino que desea recuperar a su cuadrilla.
—No hay prisa, señor —respondió Bicho—. Está claro que este proyecto suyo es… ambicioso. ¿Cuánta agua está subiendo del fondo de ese hoyo?
—Sin un bombeo constante, la zanja rebosaría en poco menos de dos campanadas.
—Le traigo un mensaje de su sirviente, Venitt Sathad, que nos hizo una visita al salir de la ciudad. Vino a ver nuestros progresos en la reforma de la posada que adquirió no hace mucho y tuvo una especie de revelación al ver el misterioso mecanismo que encontramos dentro de un cobertizo. Sugirió que era imperativo que usted lo viera por sí mismo. Además mencionó una colección de artefactos… recuperados de esta zanja, ¿no es así?
El hombretón se quedó callado un momento, después pareció tomar una decisión, porque le hizo un gesto a Bicho para que lo siguiera.
Entraron en la mansión, pasaron por una sala alargada con las contraventanas cerradas y en la que se habían colgado a secar varias hierbas, bajaron por un pasillo y entraron en un taller dominado por una gran mesa y faroles de prismas acoplados a brazos articulados para que, si se desease, los pudieran acercar o alejar cuando alguien estaba trabajando en la mesa. Sobre la superficie de madera pulida había alrededor de una docena de objetos, tanto de metal como de arcilla cocida, ninguno de los cuales revelaba ninguna función obvia.
Con Rautos Hivanar todavía en silencio y de pie a su lado, Bicho examinó los objetos durante largos minutos, luego estiró el brazo y cogió uno en concreto. Pesado, sin marcas de muescas ni podredumbre, dibujaba un ángulo casi perfecto a la derecha.
—Sus ingenieros —dijo Rautos Hivanar— no pudieron determinar propósito alguno para estos mecanismos.
Bicho alzó las cejas al oír el uso que hizo el hombre de la palabra «mecanismo». Sopesó el objeto con las manos.
—He intentado montarlos —continuó el mercader—, pero en vano. No hay ningún punto obvio de acoplamiento, pero, de algún modo, a mí me parecen una sola pieza. Quizá algún objeto esencial sigue enterrado bajo el río, pero ya hace tres días que no encontramos nada, salvo una carretilla entera de lascas y fragmentos de piedra, y las recuperamos en un nivel de sedimentos que estaba muy por debajo de estos artefactos, lo que me lleva a creer que son anteriores en varios siglos, si no milenios.
—Sí —murmuró Bicho—. Eres’al, una pareja, preparando pedernal para herramientas, aquí en la orilla del inmenso pantano. Él trabajaba los núcleos, ella tallaba los detalles. Vinieron aquí durante tres estaciones, después ella murió de parto y él empezó a vagar con un bebé famélico en los brazos hasta que la criatura también murió. No encontró otros de su especie, pues habían quedado diseminados tras la conflagración de los grandes bosques, cuando los fuegos forestales barrieron las llanuras. El aire estaba impregnado de cenizas. Vagó hasta que murió, y fue el último de su linaje. —Se quedó mirando el artefacto sin verlo, incluso cuando su peso pareció retoñar y amenazó con tirarle de los brazos y hacerlo caer de rodillas—. Pero Icarium dijo que no habría fin, que el hilo cortado no era más que una ilusión… en su voz, entonces, pude oír a su padre.
Una mano se cerró sobre su hombro y le dio la vuelta. Sobresaltado, se encontró con los ojos perspicaces y brillantes de Rautos Hivanar. Bicho frunció el ceño.
—¿Señor?
—Tiene… tendencia a inventar historias. O quizá es usted un sabio con el don de la visión sobrenatural. ¿Es eso lo que estoy oyendo, anciano? Dígame, ¿quién era ese tal Icarium? ¿Era ése el nombre del eres’al? ¿El que murió?
—Lo siento, señor. —Levantó el objeto un poco más—. Este artefacto, verá que es idéntico al inmenso objeto de la posada, salvo por la escala. Creo que eso es lo que su sirviente quería que comprendiera, como lo comprendió él cuando puso los ojos por vez primera en el edificio una vez que tiramos los muros que lo encerraban.
—¿Está seguro de todo esto?
—Sí. —Bicho señaló con un gesto la serie de objetos que había en la mesa—. Falta una pieza central, como sospechaba, señor. Por desgracia, no la encontrará porque no es física. El armazón que lo sostendrá todo es de energía, no de materia. Y —añadió con tono distraído— todavía tiene que llegar.
Volvió a dejar el artefacto en la mesa y salió del aposento, subió por el pasillo, atravesó la sala de secado y salió a la terraza. No hizo caso de los dos trabajadores que hicieron una pausa para mirarlo cuando Rautos Hivanar apareció en aparente persecución, el mercader llevaba las manos abiertas, las palmas hacia arriba, como si rogara; aunque el hombretón no dijo ni una sola palabra, movía la boca en silencio, como si se hubiera quedado mudo. La mirada que le dirigió Bicho al magnate fue fugaz. Continuó andando por el pasaje que había entre el muro de la finca y el muro del complejo, hasta el postigo lateral que había cerca de la verja principal.
Se encontró una vez más en la calle, sin apenas notar la presencia de los transeúntes que aprovechaban la sombra fresca de la tarde.
Todavía tiene que llegar.
Y sin embargo, viene.
—¡Mira por dónde vas, viejo!
—Déjalo en paz, ¿no ves cómo llora? Un viejo tiene derecho a lamentarse, así que déjalo estar.
—Debe de estar ciego, el idiota torpe este…
Y aquí, mucho antes de que naciera esta ciudad, se alzaba un templo, un templo en el que entró Icarium, tan perdido como cualquier hijo, el retoño separado del hilo. Pero el dios ancestral del interior no podía darle nada. Nada más allá de lo que él mismo se estaba preparando para hacer.
¿Podrías haber imaginado, K’rul, cómo se tomaría Icarium lo que hiciste? ¿Que lo asumiría como propio como haría cualquier niño que buscara una mano que lo guiara? ¿Dónde estás, K’rul? ¿Percibes su regreso? ¿Sabes lo que busca?
—Torpe o no, es una cuestión de modales y respeto.
Alguien agarró la túnica raída, lo arrastraron a un lado y lo tiraron contra una pared. Se quedó mirando una cara magullada bajo el borde de un yelmo. A un lado, con el ceño fruncido, otro guardia.
—¿Sabes quiénes somos? —le preguntó el hombre que lo sujetaba, enseñándole unos dientes manchados.
—Los matones de Karos Invictad, sí. Su policía privada, los que abren puertas a patadas en plena noche. Los que arrebatan madres a los bebés, padres a los hijos. Los que, con la verificada gloria que acompaña al poder incontestado, saquean luego las casas de los arrestados, por no mencionar que violan a las hijas…
A Bicho lo tiraron una segunda vez contra el muro, la parte posterior de la cabeza crujió con fuerza en el ladrillo picado.
—Por eso, cabrón —gruñó el hombre—, acabarás ahogado.
Bicho parpadeó para apartarse el sudor de los ojos y luego, cuando comprendió las palabras del matón, se echó a reír.
—¿Ahogado? Oh, es para morirse de risa. Y ahora quítame las manos de encima antes de que pierda la calma.
En su lugar, el hombre lo cogió con más fuerza por la pechera de la túnica.
—Tenías razón, Kanorsos, necesita una paliza —dijo el otro.
—El mayor terror de un matón —dijo Bicho— es cuando se encuentra con alguien más grande y más vil…
—¿Y ese eres tú?
Los dos hombres se echaron a reír.
Bicho giró la cabeza y miró a su alrededor. Los ciudadanos pasaban a toda prisa, no era muy inteligente presenciar según qué acontecimientos, no cuando estaban implicados los asesinos de los patriotas.
—Como queráis —dijo Bicho por lo bajo—. Caballeros, permitidme presentaros a alguien más grande y más vil, o, para ser precisos, algo.
Un momento después Bicho estaba solo. Se colocó bien la túnica, miró a su alrededor y echó a andar otra vez hacia la morada de su amo.
Sabía que era inevitable que alguien hubiera presenciado la desaparición repentina de dos hombres armados y con armadura. Pero nadie chilló tras él, cosa que fue un alivio, no le apetecía debatir mucho con nadie en ese momento.
¿Acabo de perder los nervios? Es posible, claro que, estabas distraído. Perturbado, incluso. Estas cosas pasan.
Bruja de la Pluma no perdió el tiempo. Abandonó los malditos barcos y su infinidad de multitudes desdichadas, los ojos siempre puestos en ella, las expresiones de suspicacia o desdén y el hedor a sufrimiento que emitían cientos de prisioneros, los edur caídos de Sepik, mestizos todos y cada uno, peores a los ojos de las tribus que los esclavos letherii; las decenas de extranjeros que poseían conocimientos considerados útiles, al menos de momento; los pescadores nemil; los cuatro guerreros de piel cobriza de Shal-Morzinn sacados a rastras de una carraca que se hundía; habitantes de Siete Ciudades, procedentes de Ehrlitan, las islas Karang, Pur Atrii y otros lugares; marineros de Quon que afirmaban ser ciudadanos de un imperio llamado Malaz; moradores de Lamatath y Callows…
Entre ellos había guerreros considerados dignos de ser tratados como aspirantes. Un guerrero con un hacha de la ciudad meckros en ruinas sobre la que había caído la flota, un monje cabalhii y una mujer silenciosa que lucía una máscara de porcelana cuya frente estaba marcada con once glifos arcanos, la habían encontrado medio muerta en una gabarra sacudida por la tormenta al sur de Callows.
Había otros, encadenados en las bodegas de otras embarcaciones, en otras flotas, pero de donde procedieran y lo que eran era casi irrelevante. El único detalle que había llegado a fascinar a Bruja de la Pluma (entre todas esas patéticas criaturas) era la desconcertante serie de dioses, diosas, espíritus y ascendientes que veneraban. Plegarias en una docena de idiomas, voces que se alzaban para penetrar en silencios inmensos, todos esos necios desesperados y todas las llamadas sin respuesta en busca de salvación.
No había fin, en ese mundo enorme y caótico, para los delirios de los que creían haber sido elegidos. Únicos en su especie, disfrutando de la mirada de unos dioses a los que les importaba algo, como si así fuera, cuando la verdad era que cada rostro inmortal, a pesar de todos sus rasgos peculiares, no era más que una faceta de uno solo, y ése había dado la espalda a todo mucho tiempo atrás, solo para librar una batalla eterna contra sí mismo. De los cielos solo llovía indiferencia, como cenizas que hacían escocer los ojos y dejaban en carne viva la garganta. No había sustento en ese diluvio cegador.
Elegidos, ésa sí que era una arrogancia de proporciones aterradoras. O bien lo somos todos o no lo somos nadie. Y si es lo primero, entonces todos nos enfrentaremos al mismo juez, la misma mano de la justicia, el rico, el endeudado, el amo, el esclavo, el asesino y la víctima, el violador y la violada, todos nosotros, así que, rezad con ganas, todos (si eso ayuda), y mirad bien a vuestra propia sombra. Más probable, en su opinión, era que no había elegidos y que no había día de juicio esperando a cada alma. Todos y cada uno de los mortales se enfrentaba a un fin singular, que era el olvido y la desaparición.
Oh, desde luego que existían los dioses, pero a ellos les importaba un bledo el destino del alma de un mortal, a menos que pudieran plegar ese alma a su voluntad para que sirviera como un soldado más en sus inútiles guerras autodestructivas.
En cuanto a ella, ya había dejado de pensar en eso. Había hallado su propia libertad y disfrutaba de la lluvia bendita de la indiferencia. Haría lo que le placiese y ni siquiera los dioses podrían detenerla. Serían los propios dioses, juró, los que acudirían a ella. Suplicando, de rodillas, enredados en su propio juego.
Se movía en silencio por las profundidades de las criptas del antiguo palacio. Fui esclava, una vez, muchos creen que todavía lo soy; pero mírame, gobierno este reino enterrado. Solo yo sé dónde residen las cámaras ocultas, sé lo que me aguarda en su interior. Camino por este malhadado sendero y, cuando llegue el momento, ocuparé el trono.
El trono del Olvido.
Uruth bien podría estar buscándola en esos momentos, la vieja arpía con esos aires que se daba, la suficiencia de mil secretos imaginados, pero Bruja de la Pluma conocía todos esos secretos. No había nada que temer de Uruth Sengar, los acontecimientos la habían superado. La había superado su hijo menor, los otros hijos que después traicionaron a Rhulad. La conquista en sí. La sociedad de mujeres edur había quedado diseminada, desgarrada; iban adonde destinaban a sus maridos; se habían rodeado de esclavos letherii, aduladores y endeudados. Había dejado de importarles. En cualquier caso, Bruja de la Pluma ya estaba harta de todo. Estaba en Letheras una vez más y, como ese idiota de Udinaas, huía de sus ataduras; y allí, en las catacumbas del antiguo palacio, nadie la encontraría.
Las antiguas despensas ya estaban abastecidas, equipadas bocado a bocado en los días anteriores al largo viaje por los océanos. Tenía agua dulce, vino y cerveza, pescado y carne seca, tarros de arcilla cocida con frutas en conserva. Ropa de cama, mudas y más de un centenar de pergaminos robados a la Biblioteca Imperial. Historias de los nerek, los tarthenos, los fent y una multitud de pueblos más recónditos todavía que los letherii habían devorado en los últimos siete u ocho siglos, los bratha, los katter, los dresh y los temblor.
Y allí, bajo el antiguo palacio, Bruja de la Pluma había descubierto aposentos recubiertos de estanterías en las que reposaban miles de pergaminos medio podridos, tabletas de arcilla que se deshacían y libros encuadernados roídos por los gusanos. De los que había examinado, el texto desvaído de la mayoría estaba escrito en un estilo arcano de letherii que resultaba difícil de descifrar, pero ella estaba aprendiendo, aunque fuera con lentitud. Un puñado de viejos tomos, sin embargo, estaban redactados en un idioma que jamás había visto.
El Primer Imperio, de donde había llegado esa colonia en un principio todos esos siglos atrás, parecía un lugar complicado, hogar de un sinfín de pueblos, cada uno con sus propios idiomas y dioses. A pesar de todas las reivindicaciones imperiales de que era el origen de la civilización humana, para Bruja de la Pluma estaba claro que una afirmación así no se podía tomar en serio. Quizá el Primer Imperio constituía la nación inicial compuesta por algo más que una sola ciudad, con toda probabilidad nacida de la conquista, una ciudad-estado tras otra absorbida por los agresivos fundadores. Pero incluso entonces la legendaria Siete Ciudades era un imperio que lindaba con tribus y pueblos independientes, y había habido guerras y luego tratados. Algunos se rompieron, otros no. Las ambiciones imperiales habían quedado bloqueadas y había sido ese hecho el que había desencadenado la época de colonización de tierras lejanas.
El Primer Imperio había encontrado enemigos que se negaron a hincar la rodilla. Ésa era, para Bruja de la Pluma, la verdad más importante de todas, una verdad que, de forma conveniente y deliberada, se había olvidado. Ella había cobrado fuerzas de eso, pero tales detalles no eran en sí mismos más que la confirmación de descubrimientos que ella ya había hecho, allí fuera, en el ancho mundo. Había habido choques, pueblos de marinos fieros que se ofendían cuando una flota extranjera invadía sus aguas. Habían hundido barcos letherii y edur, figuras entre olas repletas de desechos, brazos alzados en una súplica desesperada, el tirón y el torbellino de los tiburones, los dhenrabi y otros misteriosos depredadores de las profundidades; gritos, gritos lastimeros que todavía resonaban en su cabeza y se retorcían en el fondo de su estómago. Asco y alegría a la vez.
Las tormentas que habían machacado la flota, sobre todo al oeste del mar del Dragón, habían revelado la verdadera inmensidad del poder natural, zurras caprichosas que se tragaban barcos enteros; era delicioso sentirse tan humilde, que cayera sobre ella el peso de la revelación. El Imperio de Lether era endeble; era igual que Uruth Sengar, se daba aires de grandeza cuando no era más que otro tugurio patético de mortales acobardados.
No lamentaría destruirlo.
Acurrucada al fin en su aposento favorito, el techo sobre su cabeza era una cúpula agrietada, las pinturas de escayola ocultas por las manchas y el moho, Bruja de la Pluma se sentó con las piernas cruzadas y sacó una bolsita de cuero. Dentro, la más preciada de sus posesiones. Podía palpar su modesto tamaño a través del tejido fino, las protuberancias, el extremo un poco irregular y, en el otro lado, el bucle de una uña que había seguido creciendo. Quería sacarlo, tocar una vez más la piel bruñida…
—Niña tonta.
Bruja de la Pluma se estremeció y se apartó con un siseo de la puerta. Una figura retorcida y deforme ocupaba el umbral (no lo había visto en mucho tiempo, ya casi se había olvidado).
—Hannan Mosag. No respondo ante ti. Y si me crees débil…
—Oh, no —resolló el rey hechicero—, no es eso. Elegí la palabra con cuidado cuando dije «tonta». Sé que has profundizado mucho en tu magia letherii. Has ido mucho más allá de arrojar esas viejas losas desconchadas de hace mucho tiempo, ¿verdad? Ni siquiera Uruth tiene la menor idea sobre tu Cedance, hiciste bien en disimular lo que habías aprendido. Sin embargo, a pesar de todo, sigues siendo tonta, sueñas con todo lo que podrías lograr, cuando, en realidad, estás sola.
—¿Qué quieres? Si el emperador se enterase de que andas escondiéndote por aquí abajo…
—No se enterará de nada. Tú y yo, letherii, podemos trabajar juntos. Podemos destruir esa abominación…
—Para poner a otro en su lugar, tú.
—¿De verdad crees que yo habría dejado que se llegara a esto? Rhulad está loco, al igual que el dios que lo controla. Hay que eliminarlos.
—Sé el hambre que ocultas, Hannan Mosag…
—¡No lo sabes! —soltó el edur de repente, y un estremecimiento se apoderó de él. Se adentró despacio en el interior del aposento y extendió una mano mutilada—. Mírame con atención, mujer. Ya ves lo que la hechicería del Encadenado le hace a la carne; oh, ahora estamos vinculados al poder del caos, a su sabor, a su gusto seductor. Jamás se debería haber llegado a esto.
—Eso es lo que no paras de decir —interrumpió ella con desdén—. ¿Y qué aspecto habría tenido el gran imperio de Hannan Mosag? ¿Una lluvia de flores en cada calle, todos los ciudadanos libres de deudas, con los benignos tiste edur supervisándolo todo? —La joven se inclinó hacia delante—. Olvidas que nací entre tu gente, en tu propia tribu, rey hechicero. Recuerdo que pasé hambre durante las guerras de unificación. Recuerdo la crueldad que ejerciste sobre nosotros, los esclavos; cuando nos hacíamos viejos nos utilizabas como cebo para pescar cangrejos beskra, metías a nuestros ancianos en una jaula y la tirabas por un costado de tu knarri. Oh, sí, ahogarse era una bendición, pero a los que no te caían bien les mantenías la cabeza por encima de la marea y dejabas que los cangrejos los devoraran vivos, y te reías de sus gritos. Éramos músculo y cuando el músculo se agotaba, éramos simple carne.
—Y el endeudamiento es mejor…
—No, pues ésa es una plaga que se extiende a cada miembro de la familia, a cada generación.
Hannan Mosag sacudió la cabeza deforme.
—Yo no habría sucumbido al Encadenado. Él creía que me estaba usando, pero lo estaba usando yo a él. Bruja de la Pluma, no habría habido guerra. Ni conquista. Las tribus estaban unidas como una sola, yo me aseguré de eso. Nos aguardaba la prosperidad, quedar libres del miedo, y en ese mundo las vidas de los esclavos habrían cambiado. Quizá, de hecho, las vidas de los letherii entre los tiste edur habrían resultado atractivas para los endeudados de las tierras del sur, lo suficiente para hacer pedazos la columna vertebral del imperio, pues les habríamos ofrecido la libertad.
Bruja de la Pluma se giró y ocultó con un movimiento hábil la bolsita de cuero.
—¿Qué pretendes con todo esto, Hannan Mosag?
—Tú quieres derribar a Rhulad…
—Os derribaré a todos.
—Pero hay que empezar por Rhulad, eso lo entiendes. A menos que se le destruya a él, y a esa espada con él, no puedes lograr nada.
—Si pudieras haberlo matado, rey hechicero, ya lo habrías hecho hace mucho tiempo.
—Oh, pero lo mataré.
La chica lo miró con furia.
—¿Cómo?
—Pues con su propia familia.
Bruja de la Pluma permaneció en silencio durante una docena de latidos.
—Su padre se encoge de miedo. Su madre no puede mirarlo a los ojos. Binadas y Trull están muertos y Temor ha huido.
—¿Binadas? —El aliento se escapó con un siseo lento de boca de Hannan Mosag—. No lo sabía.
—Tomad soñó la muerte de su hijo y Hanradi Khalag buscó su alma, no la encontró.
El rey hechicero la contempló con los ojos entornados.
—¿Y mi k’risnan intentó lo mismo con Trull Sengar?
—No, ¿por qué habría de hacerlo? Fue el propio Rhulad el que asesinó a Trull. Lo encadenó en el Naciente. Si se suponía que debía ser un secreto, fracasó. Nos enteramos, los esclavos nos enteramos de todo…
—Sí, os enteráis, y por eso podemos ayudarnos mutuamente. Bruja de la Pluma, tú deseas ver derrumbarse este imperio maldito, yo también. Y cuando eso ocurra, has de saber algo: tengo intención de llevarme a mis edur a casa. De regreso al norte. Si el sur se prende en llamas, no es asunto mío, dejo a los letherii en manos de los letherii, pues no hay receta mejor para su destrucción. Eso lo sabía desde el comienzo. Lether no puede sostenerse solo. Su apetito es una adicción y abusa de los recursos que necesita para sobrevivir. Tu pueblo ya había cruzado ese umbral, aunque ellos no lo sabían. Era mi sueño, Bruja de la Pluma, alzar un muro de poder y garantizar así la inmunidad de los tiste edur. Dime, ¿qué sabes de la guerra que está a punto de estallar en el este?
—¿Qué guerra?
Hannan Mosag sonrió.
—La maraña comienza a deshacerse. Cojamos cada uno un hilo, tú en un extremo, yo en el otro. Detrás de ti, los esclavos. Detrás de mí, todos los k’risnan.
—¿Vive Trull Sengar?
—Es Temor Sengar el que busca el modo de destruir a Rhulad. Y yo voy a procurar que lo encuentre. Decide ahora, Bruja de la Pluma, ¿estamos del mismo lado?
La bruja se permitió una pequeña sonrisa.
—Hannan Mosag, cuando llegue el momento de destruirlo todo… será mejor que te arrastres rápido.
—No quiero verlos.
Con esas palabras el emperador se giró en su trono, levantó las piernas y pareció concentrarse en el muro que tenía a la izquierda. La espada de la mano derecha, la punta apoyada en el estrado, estaba temblando.
De pie, en un hueco a un lado, Nisall quiso acudir corriendo y extender los brazos hacia aquel atormentado edur muerto de miedo.
Pero Triban Gnol permanecía delante del trono. Esa audiencia le pertenecía a él y solo a él; y el canciller tampoco toleraría ninguna interrupción por parte de la concubina. Estaba claro que detestaba su misma presencia, pero era un detalle en el que Rhulad había insistido, la única victoria de Nisall hasta el momento.
—Alteza, estoy de acuerdo con vos. Vuestro padre, por desgracia, ha insistido en que os trasmita sus deseos. Le gustaría saludar a su amadísimo hijo. Es más, trae nefastas noticias…
—Las que más le gustan —murmuró Rhulad, cuyos ojos vacilaron como si buscara una forma de huir de la sala—. ¿Amadísimo? ¿Eso dijo? No, ya me parecía que no. Lo que ama es mi poder, lo quiere para sí. Para él y para Binadas…
—Disculpad mi interrupción, alteza —dijo Triban Gnol con una inclinación de la cabeza—. Hay noticias sobre Binadas.
El emperador se estremeció. Después se lamió los labios secos.
—¿Qué ha ocurrido?
—Se sabe ahora —respondió el canciller— que Binadas fue asesinado. Estaba al mando de una sección de la flota. Se produjo una batalla con un enemigo desconocido. Se intercambió hechicería terrible y los restos de ambas flotas se precipitaron al Naciente para terminar su batalla en ese reino inundado. Sin embargo, todo eso no fue más que el preludio. Después de que huyeran los restantes barcos enemigos, un demonio se topó con el barco de Binadas. Tal era su ferocidad que todos los edur fueron masacrados. Al propio Binadas lo clavó a su silla una lanza arrojada por ese demonio.
—¿Cómo —graznó Rhulad— se sabe todo esto?
—Vuestro padre… soñó. En ese sueño se encontró un testigo silencioso, fantasmal, atraído allí como por el capricho de un dios malévolo.
—¿Qué hay del demonio? ¿Todavía ronda por el Naciente? Iré a darle caza, lo destruiré. Sí, sobre él ha de caer la venganza. Era mi hermano. Y lo envié yo, a mi hermano, lo envié yo. Todos mueren cumpliendo mis órdenes. Todos ellos, y eso es lo que me dirá mi padre, oh, cómo ansía ese momento, ¡pero no lo tendrá! El demonio, sí, el demonio que acecha a los míos… —Sus enfebrecidas divagaciones se fueron apagando, y tan desfigurada estaba la cara de Rhulad que Nisall tuvo que apartar la vista, no fuera a estallar en llanto.
—Alteza —dijo el canciller en voz baja.
Nisall se puso rígida, a eso era a lo que se encaminaba Triban Gnol, todo lo acontecido hasta entonces iba dirigido a ese preciso momento.
—Alteza, han traído al demonio. Está aquí, emperador.
Rhulad pareció encogerse sobre sí mismo. No dijo nada, aunque empezó a mover la boca.
—Aspira a desafiaros —continuó Triban Gnol—. Sangre tarthena, pero más pura, según afirma Hanradi Khalag, que la de cualquier tartheno de este continente. Tomad supo lo que era en el momento en que el gigante puso el pie sobre palosangre edur. Lo supo, pero no fue capaz de enfrentarse a él, pues el alma de Binadas está en la sombra del tartheno, junto con un millar de otras desventuradas víctimas. Claman, todas y cada una, en busca de libertad y venganza. Alteza, la verdad debe de estar ya clara para vos. Vuestro dios lo ha traído. A vos, para que podáis asesinarlo, para que podáis vengar la muerte de vuestro hermano.
—Sí —susurró Rhulad—. Se ríe, oh, cómo se ríe. Binadas, ¿estás cerca? ¿Cerca de mí ahora? ¿Ansías la libertad? Bueno, si yo no puedo tenerla, ¿por qué habrías de tenerla tú? No, ya no hay prisa, ¿verdad? Querías este trono y ahora estás aprendiendo lo que se siente, solo una insinuación, sí, de todo lo que me acosa.
—Alteza —murmuró el canciller—, ¿no estáis impaciente por vengar a Binadas? Tomad…
—¡Tomad! —Rhulad dio una sacudida en el trono y miró furioso a Triban Gnol, que se echó hacia atrás de forma visible—. ¡Vio al demonio asesinar a Binadas y ahora cree que me hará lo mismo a mí! ¡Ése es el deseo de venganza que hay aquí, maldito idiota con escamas! ¡Tomad quiere que muera porque yo maté a Binadas! ¡Y a Trull! ¡He matado a sus hijos! ¿Pero de quién es la sangre que arde en mis venas? ¿De quién? ¿Dónde está Hanradi? Oh, ya sé por qué no se le puede hallar en la antesala, ¡va a ver a Hannan Mosag! Se sumergen en la oscuridad y planean en susurros la traición… ¡ya he perdido la paciencia con ellos!
Triban Gnol abrió las manos.
—Alteza, tenía intención de hablar con vos de eso, pero en otro momento…
—¿De qué? ¡Dilo ya!
—Una humilde consulta del centinela Karos Invictad, alteza. Con todo respeto, os lo aseguro, pregunta cuál es vuestra voluntad en cuestiones de traición, no entre los letherii, por supuesto, pues eso lo tiene bajo control, sino entre los propios edur…
El grito ahogado de Nisall resonó en el repentino silencio de la sala. La mujer miró hacia donde estaban apostados los guardias edur y los encontró inmóviles como estatuas.
Rhulad parecía a punto de echarse a llorar.
—¿Traición entre los edur? ¿Mis edur? No, eso no puede ser, ¿tiene pruebas?
Un leve encogimiento de hombros.
—Alteza, dudo que se hubiera aventurado a consultarlo si no se hubiera tropezado sin querer con cierta… información sensible.
—Vete. Largo. ¡Largo!
Triban Gnol se inclinó y salió caminando de espaldas de la sala. Quizá se había excedido, pero la semilla había quedado plantada. En un suelo muy fértil.
En cuanto las puertas exteriores se cerraron, Nisall salió del hueco en el que se encontraba. Rhulad le hizo un gesto para que se acercara.
—Mi amor —susurró el emperador con voz infantil—, ¿qué voy a hacer? El demonio… lo han traído aquí.
—Nadie os puede derrotar, emperador.
—Y para destruirlo, ¿cuántas veces he de morir? No, no estoy listo. Binadas era un mago poderoso, capaz de rivalizar con el propio rey hechicero. Mi hermano…
—Puede ser —aventuró Nisall— que el canciller haya errado sobre esos detalles. Es muy posible que el sueño de Tomad fuera un envío engañoso; hay muchos dioses y espíritus ahí fuera que ven al dios Tullido como un enemigo.
—No digas más. La confusión es mi condena; no entiendo nada. ¿Qué está pasando, Nisall?
—Ambiciones palaciegas, amado mío. El regreso de las flotas lo ha removido todo.
—Mis propios edur… tramando traiciones…
La concubina estiró un brazo y puso una mano en el hombro izquierdo del emperador. El más ligero de los roces, por un momento, después la retiró una vez más. ¿Me atrevo?
—Karos Invictad es quizá el más ambicioso de todos. Disfruta con el reinado de terror que ha impuesto entre los letherii, y le gustaría expandirlo para incluir a los tiste edur. Alteza, soy letherii, conozco a los hombres como el centinela, sé lo que los empuja, lo que alimenta sus almas malignas. Ansía el control, pues su corazón tiembla de temor cuando se le escapa dicho control, cuando cree que reina caos. En su mundo, se ve atacado por todos lados. Alteza, el mundo ideal de Karos Invictad es un mundo rodeado por un mar de cadáveres, todo lo conocido e incognoscible borrado del mapa. Y ni siquiera entonces encontrará la paz.
—Quizá debería enfrentarse él a mí en la arena —dijo Rhulad con una repentina sonrisa cruel—. Cara a cara con un hijo del caos, ¿no crees? Pero no, necesito que dé caza a sus letherii. A los traidores.
—¿Y a ese letherii se le permitirá dominar a los tiste edur también?
—La traición no sabe de colores —dijo Rhulad, y volvió a cambiar de posición con gesto incómodo en el trono—. Fluye invisible sea cual sea el tono de la sangre. No he tomado una decisión todavía. Necesito pensar, entenderlo. Quizá debería hacer llamar al canciller de nuevo.
—Alteza, una vez designasteis a un edur para que supervisara a los patriotas. ¿Lo recordáis?
—Pues claro que sí. ¿Me crees idiota, mujer?
—Quizá Bruthen Trana…
—Sí, ése. Ni una sola vez me ha informado. ¿Ha hecho lo que le ordené? ¿Cómo lo sé siquiera?
—Hacedlo llamar, entonces, alteza.
—¿Por qué se oculta de mí? A menos que conspire con los otros traidores.
—Alteza, sé con certeza que solicita audiencia con vos casi a diario.
—¿Lo sabes? —Rhulad la miró con los ojos entrecerrados—. ¿Cómo?
—Bruthen Trana me buscó y me rogó que hablara con vos en su nombre. El canciller le niega una audiencia con vos…
—¡Triban Gnol no es quién para negar nada! ¡Es letherii! ¿Dónde están mis edur? ¿Por qué nunca los veo? ¡Y ahora Tomad ha regresado, y Hanradi Khalag! ¡Ninguno de ellos quiere hablar conmigo!
—Alteza, Tomad aguarda en la antesala…
—Él sabía que le negaría la entrada. Me estás confundiendo, puta. No te necesito. ¡No necesito a nadie! Solo necesito tiempo. Para pensar. Eso es todo. Todos me tienen miedo, y con razón, oh, sí. Los traidores siempre tienen miedo, y cuando se descubren sus intrigas, ¡oh, cómo ruegan por sus vidas! Quizá debería matar a todo el mundo, un mar de cadáveres, entonces habría paz. Y eso es lo único que quiero. Paz. Dime, ¿el pueblo es feliz, Nisall?
La mujer inclinó la cabeza.
—No lo sé, alteza.
—¿Y tú? ¿Eres feliz conmigo?
—No siento nada más que amor por vos, emperador. Mi corazón es vuestro.
—Las mismas palabras que le dijiste a Diskanar, sin duda. Y a todos los otros hombres que has llevado a tu lecho. Que tus esclavas te preparen un baño, hiedes a sudor, mujer. Después espérame bajo sedas. —El emperador alzó entonces la voz—. ¡Llamad al canciller! ¡Deseamos hablar con él de inmediato! Vete, Nisall, tu hedor letherii me pone enfermo.
Mientras la mujer retrocedía, Rhulad levantó la mano libre.
—Queridísima mía, las sedas doradas… eres como una perla entre ellas. La perla más dulce…
Bruthen Trana aguardó en el pasillo hasta que Tomad Sengar, después de que se le negara una audiencia con el emperador, salió de la Sala de Ciudadanos. Bruthen se interpuso en el camino del anciano y se inclinó.
—Permítame saludarlo, Tomad Sengar —dijo.
Distraído, el anciano tiste edur lo miró con el ceño fruncido.
—Den-ratha. ¿Qué desea de mí?
—Una palabra o dos, no más que eso. Soy Bruthen Trana…
—Uno de los aduladores de Rhulad.
—Mucho me temo que no. Se me encargó en los primeros tiempos del régimen supervisar la organización de seguridad letherii conocida con el nombre de los patriotas. Como parte de mis responsabilidades debía informar al emperador en persona cada semana. Hasta el momento no he podido dirigirme a él ni una sola vez. El canciller se ha interpuesto y me impide la entrada todas y cada una de las veces.
—Mi hijo menor mama de la teta de Gnol —dijo Tomad Sengar en voz baja y amarga.
—En mi opinión —dijo Bruthen Trana—, el propio emperador no es del todo consciente del alcance de las barreras que el canciller y sus agentes han alzado a su alrededor, anciano Sengar. Aunque he intentado atravesarlas, hasta el momento he fracasado.
—¿Entonces por qué acude a mí, den-ratha? Yo soy menos capaz todavía de llegar a mi hijo.
—Es a los tiste edur a los que se está aislando de su emperador —dijo Bruthen—. No solo a usted y a mí. A todos nosotros.
—Hannan Mosag…
—Lo desprecian, se da por sentado que el rey hechicero es el responsable de todo esto. Su ambición, su pacto con un dios vil. Buscaba la espada para sí, ¿no es cierto?
—¿Entonces Rhulad está solo en verdad?
Bruthen Trana asintió.
—Hay una posibilidad… —añadió entonces—, hay una persona. La mujer letherii que es su primera concubina…
—¿Una letherii? —gruñó Tomad con desdén—. Tiene que estar loco. Es una agente de Gnol, una espía. Ha corrompido a Rhulad, ¿de qué otro modo podría seguir siendo primera concubina? Mi hijo jamás la habría tomado, a menos que ella tuviera alguna influencia nefaria sobre él. —El desdén crispó los rasgos del anciano—. Lo están utilizando, guerrero. Usted y yo no volveremos a hablar.
Tomad Sengar lo apartó de un empujón y bajó el pasillo a grandes zancadas. Bruthen Trana se volvió para verlo marchar.
Karos Invictad sacó un paño de seda carmesí y se secó el sudor de la frente, los ojos fijos en el extraño insecto bicéfalo que andaba en círculos dentro de su jaula.
—Ni una sola disposición de las teselas detendrá a esta condenada y estúpida criatura. Empiezo a creer que esto es un engaño.
—Si fuera yo, señor —dijo Tanal Yathvanar—, habría aplastado el artilugio entero con el tacón hace ya mucho tiempo. Sin duda tiene que ser un engaño, la prueba es que usted no lo ha solucionado todavía.
El centinela alzó los ojos y miró a Tanal.
—No sé qué es más repugnante, que admitas que un insecto te ha derrotado, o ese patético intento de halagarme. —Dejó el paño otra vez en la mesa y se recostó—. La búsqueda estudiada de soluciones requiere paciencia y, lo que es más, cierto tipo de intelecto. Por eso tú jamás lograrás más de lo que tienes, Tanal Yathvanar. Tu competencia tiene un límite al borde del que te tambaleas… ah, no es necesario que la sangre se te acumule en el rostro, es lo que eres lo que me resulta tan útil. Es más, muestras una sabiduría poco común al contener tu ambición de ese modo, sin esforzarte por intentar lo que está por encima de tu capacidad. Ése es un talento escaso. Bien, ¿de qué tienes que informarme en esta magnífica tarde?
—Maese, estamos a punto de conseguir que nuestros esfuerzos incluyan a los tiste edur.
Karos Invictad alzó las cejas.
—¿Triban Gnol ha hablado con el emperador?
—Así es. Por supuesto, al emperador lo conmocionó la noción de que había traidores entre los edur. Tanto que echó al canciller del salón del trono. Durante un rato. —Tanal Yathvanar sonrió—. Un cuarto de campanada, al parecer. El tema no se volvió a abordar ese día, pero está claro que las sospechas de Rhulad sobre sus compatriotas edur han retoñado.
—Muy bien. No falta mucho, entonces. —El centinela volvió a inclinarse hacia delante y miró con el ceño fruncido el rompecabezas de la caja—. Es importante que se eliminen todos los obstáculos. Las únicas palabras que debiera oír el emperador deberían provenir de los labios del canciller. Tanal, prepara un informe sobre la primera concubina. —Alzó la vista de nuevo—. Supongo que comprendes que la oportunidad de liberar a esa erudita que tienes encadenada en las profundidades ya ha pasado, ¿no? Ahora no queda más alternativa que hacerla desaparecer.
Incapaz de hablar, Tanal Yathvanar se limitó a asentir.
—Te lo hago notar (y con cierta urgencia) porque, en cualquier caso, sin duda ya te habrás cansado de ella; y si no es así, ya deberías haberte cansado. Confío haberme explicado con claridad. ¿No disfrutarías sustituyéndola por la primera concubina? —Karos sonrió.
Tanal se lamió los labios secos.
—Un dosier así será difícil, amo…
—No seas tonto. Trabaja con los agentes del canciller. No nos interesan los datos objetivos. Invéntate lo que haga falta para incriminarla. No debería ser tan difícil. Bien sabe el Errante que práctica hemos tenido más que suficiente.
—No obstante, discúlpeme, señor, pero es la única amante del emperador.
—¿Tú no lo entiendes, verdad? No es el primer amor de Rhulad. No, había una mujer, una edur, que se suicidó… oh, da igual la versión oficial, tengo informes de testigos del trágico acontecimiento. Estaba encinta del hijo del emperador. Así pues, en todos los aspectos imaginables, esa mujer lo traicionó. Tanal, para Rhulad las lluvias acaban de pasar, y si bien la arcilla parece firme bajo sus pies, en realidad es fina como el papiro. A la primera insinuación de sospecha, Rhulad perderá la cabeza de rabia, tendremos suerte si podemos arrancar a la mujer de sus garras. Por consiguiente, el arresto debe tener lugar en el palacio, en privado, cuando la primera concubina esté sola. Después hay que trasladarla aquí de inmediato.
—¿No cree que el emperador exigirá su regreso?
—El canciller aconsejará lo contrario, por supuesto. Por favor, déjanos los sutiles detalles de la naturaleza humana, y edur, a los que los comprendemos de verdad. Tendrás a la mujer, no temas. Para hacer con ella lo que te plazca, una vez que logremos su confesión, claro está. Ensangrentada y magullada, ¿no es así como las prefieres? Y ahora déjame. Creo que he hallado una solución para este artilugio.
Tanal Yathvanar permaneció un rato junto a la puerta cerrada, luchando por ralentizar los latidos de su corazón, la mente disparada. ¿Asesinar a Janath Anar? ¿Hacerla desaparecer como a todos los demás? ¿Que engorde a los cangrejos del fondo del río? Oh, Errante, no sé… si… no sé…
Detrás de la puerta de la oficina se oyó un gruñido de frustración.
Por extraño que fuera, el sonido le encantó. Sí, intelecto imponente, te derrota de nuevo. Esa pesadilla bicéfala en miniatura. A pesar de todas tus altaneras cavilaciones sobre tu propio genio, este rompecabezas te confunde. Quizá, centinela, el mundo no es como quisieras que fuera, no es tan claro, ni tan perfectamente diseñado como para agradecer tu dominio.
Se obligó a echar a andar y bajó por el pasillo. No, no mataría a Janath Anar. La quería. Karos Invictad se quería solo a sí mismo; Tanal sospechaba que siempre había sido así y eso no iba a cambiar. El centinela no entendía la naturaleza humana, por mucho que se engañara y creyera lo contrario. De hecho, Karos se había traicionado con esa despreocupada orden de que la matara. Sí, centinela, ésta es mi revelación. Soy más listo que tú. Y superior en todos los sentidos que importan de verdad. Tú y tu poder, solo pretendes compensar lo que no entiendes del mundo, el vacío que hay en tu alma y que debería ocupar la compasión. Compasión, y el amor que se puede sentir por otra persona.
Se lo diría. Le confesaría a esa mujer la profundidad de sus sentimientos, y después la desencadenaría y huirían. Se irían de Letheras. Fuera del alcance de los patriotas. Juntos construirían su vida de nuevo.
Bajó a toda prisa las escaleras húmedas, gastadas, lejos de los ojos de todos, y descendió a su propio mundo privado. Donde lo aguardaba su amor.
El centinela no podía llegar a todas partes, como Tanal estaba a punto de demostrar.
Bajó por la oscuridad, todo tan conocido ya que no necesitaba farol. Donde dominaba él, no Karos Invictad, no, allí no. Por eso el centinela lo atacaba una y otra vez, siempre con la misma arma, la amenaza implícita de desenmascararlo, de difamar el buen nombre de Tanal Yathvanar. Pero todos esos crímenes pertenecían a Karos Invictad. Imagina las acusaciones con las que podía contraatacar Tanal si hiciera falta, tenía copias de archivos; sabía dónde estaban enterrados todos los secretos. Las cuentas de la riqueza manchada de sangre que había amasado el centinela con las haciendas de sus víctimas, Tanal sabía dónde se guardaban esos documentos. Y en cuanto a los cadáveres de los que habían desaparecido…
Al llegar a la puerta cerrada con una barra que llevaba a la cámara de torturas, cogió el farol que había dejado en un saliente y, tras de unos cuantos esfuerzos, consiguió encender la mecha. Levantó la pesada barra y abrió de un empujón la puerta maciza con una mano.
—¿De vuelta tan pronto? —La voz era un graznido ronco.
Tanal entró en la cámara.
—Has vuelto a ensuciarte. Da igual, ésta es la última vez, Janath Anar.
—Has venido a matarme, entonces. Muy bien. Deberías haberlo hecho hace mucho tiempo. Estoy deseando abandonar esta carne rota. No puedes encadenar a un fantasma. Y así, con mi muerte, el prisionero serás tú. Tú serás el que sufra el tormento. Durante todo el tiempo que vivas, y espero de verdad que sea mucho, te susurraré al oído… —La mujer sufrió entonces un ataque de tos.
Tanal se acercó un poco más; se sentía vacío por dentro, la vehemencia de las palabras de la mujer lo habían despojado de toda su determinación.
Las esposas parecían llorar sangre, había estado luchando contra los grilletes otra vez. Soñando con perseguirme, con destruirme. ¿En qué se diferencia de las demás, entonces? ¿Cómo pude esperar que fuera diferente?
—Mírate —le dijo en voz baja—. Ya ni siquiera eres humana, ¿no te importa tu aspecto, no te importa cómo te vea cuando vengo aquí?
—Tienes razón —le contestó ella con voz áspera—. Debería haber esperado hasta que llegaras, hasta que te acercaras. Y después haberlo vaciado todo sobre ti. Lo siento. Me temo que mis intestinos no están en muy buena forma, los músculos se debilitan, es inevitable.
—No me perseguirás, mujer, tu alma es demasiado inútil, el Abismo se la llevará, estoy seguro. Además, todavía tardaré mucho en matarte…
—No creo que sea ya cosa tuya, Tanal Yathvanar.
—¡Todo es cosa mía! —chilló él—. ¡Todo!
Se acercó a ella a grandes zancadas y empezó a quitarle las cadenas de los brazos y las piernas. La mujer perdió el sentido antes de que él le hubiera liberado la segunda muñeca y se deslizó en un montón que casi le rompe las dos piernas antes de que él se las arreglara para abrir los grilletes de los tobillos magullados y llenos de desgarros.
No pesaba casi nada y Tanal pudo moverse con rapidez y subir unas veinte escaleras hasta que llegó a un pasaje lateral. Bajo sus tambaleos, el viscoso suelo adoquinado bajaba en pendiente, la mujer echada al hombro, el farol balanceándose en su mano libre. Las ratas se escabullían de su camino y se apartaban a los lados, donde un flujo casi constante de aguas de escorrentía había tallado unos desagües estrechos y profundos.
Con el tiempo, el goteo de agua oscura del techo curvo se convirtió en una auténtica lluvia. Las gotas revivieron a Janath por un momento, lo suficiente para que gimiese, después tosió durante media docena de zancadas, y Tanal agradeció que se desmayara una vez más y cesaran los débiles arañazos que sentía en la espalda.
Y entonces llegó el hedor. ¿Desaparecer? Oh, no, están aquí. Todos ellos. Todos aquellos que desagradaban a Karos Invictad, aquéllos a los que no necesitaba, a los que quería quitarse de en medio.
Entró en la primera de las enormes cámaras abovedadas con su pasarela de piedra rodeando un pozo profundo en el que cangrejos de concha blanca trepaban entre los huesos. Ese pozo estaba lleno a rebosar, que era lo que había obligado a abrir otro, y luego otro, y otro más… había tantos allí abajo, bajo el río.
Al llegar a la última de las cámaras, Tanal la dejó en el suelo y le encadenó una pierna a la pared. A ambos lados la erudita tenía compañía, aunque ninguna de las víctimas estaba viva. Tanal retrocedió cuando la mujer volvió a removerse.
—Esto es temporal —le dijo Tanal—. No te reunirás con los amigos que tienes al lado. Cuando vuelva, y no tardaré mucho, te volveré a trasladar. A una nueva celda que no conoce nadie salvo yo. Allí te enseñaré a amarme. Ya verás, Janath Anar. No soy el monstruo que crees que soy. El monstruo es Karos Invictad, él me ha retorcido, me ha convertido en lo que soy. Pero Karos Invictad no es ningún dios. Ni inmortal. Ni… infalible. Como todos descubriremos. Cree que la deseo a ella, a esa puta del emperador, esa zorra sucia, perdida. Qué equivocado está. Oh, ahora hay tanto que hacer, pero te prometo que no tardaré mucho en volver. Ya verás, mi amor…
Despertó con el ruido de sus pisadas, que iban desapareciendo y luego se perdieron entre los chorritos y el goteo del agua. Estaba oscuro y hacía frío, más frío que nunca; estaba en otro sitio, en otra cripta, pero la pesadilla era la misma.
Levantó una mano, lo que pudo, y se limpió la cara. Sacó la mano resbaladiza de cieno. Y sin embargo… las cadenas, ya no están. A duras penas consiguió encoger los miembros y casi de inmediato oyó el tintineo de unos eslabones de hierro serpenteando por la piedra. Ah, no del todo.
Y entonces llegó el dolor, en cada articulación, un fuego desgarrador. Ligamentos y tendones, estirados durante tanto tiempo, empezaron a contraerse como cuerdas en llamas. Oh, Errante, llévame…
Volvió a abrir los ojos con un parpadeo y al recuperar la conciencia fue consciente de que sentía un hambre salvaje que se le enroscaba en el estómago encogido. Derramó desechos acuosos.
No valía la pena llorar. No valía la pena preguntarse cuál de los dos estaba más loco, él por sus apetitos básicos y crueldad sin sentido, o ella por aferrarse de ese modo a aquel resto de vida. Un duelo de voluntades, pero de una desigualdad profunda, ella lo sabía en el fondo, lo había sabido todo el tiempo.
La sucesión de grandilocuentes conferencias que había elaborado en su mente resultaron ser una presunción hueca que le dejó un sabor amargo en la boca. Ese hombre la había derrotado porque las suyas eran armas sin razón, así que yo respondí con mi propia locura. Pensé que funcionaría. En su lugar, terminé entregando todo lo que tenía que valía algo.
Así que ahora, con el frío de la muerte acercándose con sigilo, solo puedo soñar con convertirme en un fantasma vengativo, impaciente por atormentar al que me atormentó a mí, con el ansia de ser para él lo que él fue para mí. Con la creencia de que tal equilibrio era justo, y que estaba justificado.
Una locura. Responder con la misma moneda es ser esa moneda.
Así que ahora déjame abandonar esto, irme para siempre…
Y sintió que la locura le tendía las manos, un abrazo que borraría toda su conciencia del yo, dejaría de saber quién había sido una vez, esa académica orgullosa y altanera con un intelecto prístino que ordenaba y volvía a ordenar el mundo. Hasta que incluso el sentido práctico se convirtió en una noción pintoresca, ni siquiera digno de ser debatido, porque el mundo exterior no merecía que uno le tendiera las manos, en realidad no; además, estaba manchado, ¿no era así? Por hombres como Tanal Yathvanar y Karos Invictad, los que gozaban con la suciedad que provocaban, porque solo el hedor del exceso podía penetrar en sus sentidos entumecidos…
… como penetra en los míos. ¡Escucha! Regresa, paso tras vacilante paso…
Una mano encallecida se posó en su frente.
Janath Anar abrió los ojos.
Una luz leve que salía de todas direcciones. Una luz cálida, dulce como un aliento. Se cernía sobre ella una cara. Anciana, arrugada y marchita, con los ojos profundos como los mares, incluso cuando las lágrimas los hacían brillar.
Sintió que arrastraban la cadena para acercarla. Después, el anciano dio un tirón con una mano y los eslabones se partieron como juncos podridos. El hombre estiró entonces los brazos y la levantó sin esfuerzo.
Abismo, el tuyo es un rostro dulce…
Oscuridad, una vez más.
Bajo el lecho del río, por debajo de sedimentos de casi una planta de grosor, descansaban los restos de casi dieciséis mil ciudadanos de Letheras. Sus huesos llenaban pozos antiguos que se habían perforado antes de la llegada del río, antes de que el curso hidrográfico de las montañas orientales cambiara como un cataclismo e hiciera que la serpiente azotara la cola y que el torrente tallara un nuevo canal, un canal que inundó una ciudad naciente incontables milenios antes.
Los ingenieros letherii de siglos anteriores se habían tropezado con esos constructos sumergidos y se habían preguntado por los pasillos encorvados y las cámaras abovedadas, se extrañaron ante los enormes y profundos pozos con su agua fría y transparente. Eran incapaces de explicar cómo era posible que esos túneles permanecieran más o menos secos, y que los canales tallados parecieran absorber el agua como alfombrillas esponjosas.
Ya no existían archivos que relataran esos descubrimientos, los túneles, las cámaras y los pozos eran un saber perdido para todos salvo unos cuantos elegidos. Y de la existencia de pasajes paralelos, puertas ocultas en las paredes de pasillos y cientos de tumbas menores, ni siquiera esos cuantos eran conscientes. Ciertos secretos pertenecían en exclusiva a los dioses.
El dios ancestral metió a aquella mujer famélica y brutalizada en uno de esos pasajes laterales, la puerta voladiza se cerró sin ruido tras él. En su mente había recriminación, un torrente hirviente de rabia dirigido contra sí mismo. No había imaginado todo el alcance de la depravación y las matanzas llevadas a cabo por los patriotas, y sentía la fuerte tentación de despertarse y desatar toda su ira contra esos auténticos sádicos.
Por supuesto, eso atraería atención indeseada, lo que sin duda provocaría una matanza todavía mayor, una matanza que no haría distinción entre aquellos que merecían la muerte y los que no. Ésa era la maldición del poder, después de todo.
Como, bien sabía él, Karos Invictad no tardaría en descubrir.
Qué idiota, centinela. ¿Quién ha vuelto su mirada letal hacia ti? Letal, oh, sí, vaya si es letal.
Aunque quizá no muchos lo comprendieran, dados los rasgos de modesto atractivo y tan benignos que rodeaban esa cara.
Aun así, Karos Invictad, Tehol Beddict ha decidido que debes irte.
Y yo casi te compadezco.
Tehol Beddict estaba de rodillas en el suelo de tierra del cuchitril revolviendo entre un pequeño montón de escombros cuando oyó que alguien arrastraba los pies en la puerta. Miró por encima de un hombro.
—Ublala Pung, buenas noches, amigo mío.
El enorme tartheno mestizo se metió poco a poco en el aposento, encorvado a causa del techo bajo.
—¿Qué estás haciendo?
—Una cuchara de madera, o por lo menos un fragmento de la misma. Tuvo un papel fundamental en la preparación de la colación de esta mañana. Temo la posibilidad de que Bicho la haya tirado al fuego. ¡Ah! Aquí está, ¿ves eso? ¡Queda en ella un cuajarón de grasa!
—A mí me parece suciedad, Tehol Beddict.
—Bueno, hasta la suciedad tiene sabor —respondió el otro mientras se arrastraba hasta la olla que hervía a fuego lento en el hogar—. Por fin mi sopa adquiere una sutil suntuosidad. ¿Te lo puedes creer, Ublala Pung? ¡Mírame, reducido a hacer tareas serviles, incluso he de preparar mis propias comidas! Como lo oyes, a mi criado se le han subido los humos a la cabeza. Se da muchos aires, el bueno de Bicho. Quizá podrías darle algunas collejas por mí. Bueno, no soy tan indiferente como podrías pensar, está ese brillo de emoción acrecentada en tus más bien romos y porfiados rasgos. ¿Qué ha pasado? ¿Es que ha regresado Shurq Elalle?
—¿Estaría aquí si lo hubiera hecho? —preguntó Ublala—. No, Tehol Beddict. Se ha ido. Se ha hecho a la mar con todos sus jóvenes piratas. Yo era demasiado grande, ¿sabes? Tenía que dormir en cubierta, hiciera el tiempo que hiciera, y eso no tenía gracia, y esos piratas, no hacían más que querer atarme velas, riéndose como si fuera divertido o algo.
—Ah, bueno, los marineros tienen una mente muy simple, amigo mío. Y los piratas son en su mayoría marineros fracasados, lo que lleva su simpleza a extremos más profundos…
—¿Qué? Tengo noticias, sabes.
—¿Las tienes?
—Las tengo.
—¿Puedo saberlas?
—¿Quieres?
—Pues sí, de otro modo no habría preguntado.
—¿Quieres de verdad?
—Mira, si no te interesa decírmelo…
—No, me interesa. Decírtelo. Por eso estoy aquí, aunque me tomaré un poco de esa sopa si me invitas.
—Ublala Pung, puedes tomar la sopa que quieras, pero antes déjame sacar este trapo que metí en el caldo, no sea que te atragantes o algo.
—¿Trapo? ¿Qué clase de trapo?
—Bueno, pues más bien cuadrado. Creo que se utilizó para limpiar la encimera de la cocina, con lo que absorbió un sinfín de alimentos variados.
—Tehol Beddict, uno de pura sangre ha venido a la ciudad.
—¿Ésa es tu noticia?
El hombretón asintió con gesto solemne.
—¿Pura sangre?
Otro asentimiento.
—Así que un tartheno…
—No —interpuso Ublala Pung—. Pura sangre. Más pura que la de cualquier tartheno. Y porta una espada de piedra. En su rostro se ven los tatuajes más aterradores, como una losa hecha pedazos. Luce grandes cicatrices y un sinfín de fantasmas se arremolina tras él…
—¿Fantasmas? ¿Pudiste ver fantasmas siguiéndolo?
—¿Verlos? Pues claro que no. Pero los olí.
—¿En serio? ¿Y a qué huelen los fantasmas? Da igual. Un tartheno que es más tartheno que cualquier tartheno ha llegado a la ciudad. ¿Qué quiere?
—No lo entiendes, Tehol Beddict. Es un campeón. Está aquí para desafiar al emperador.
—Ah, pobre hombre.
—Sí. Pobre hombre, pero no es un hombre, ¿no? Es tiste edur.
Tehol Beddict miró con el ceño fruncido a Ublala Pung.
—Ah, es que estábamos hablando de dos pobres hombres diferentes. Bueno, hace un momento me hizo una visita un mensajero de Rucket, parece que la Casa de las Escamas se derrumbó durante ese terremoto. Pero no fue un terremoto normal, como los que, de todos modos, nunca se dan aquí. Ublala Pung, hay otro campeón, uno mucho más aterrador que cualquier tartheno de pura sangre. Reina la consternación entre los Cazarratas, todos los cuales parecen saber más de lo que dicen. La opinión parece ser que esta vez la búsqueda del emperador ha atraído un alijo de lo más letal.
—Bueno, yo no sé nada de eso —dijo Ublala Pung mientras se frotaba con aire pensativo el rastrojo de barba de la barbilla—. Solo que este pura sangre tiene una espada de piedra. Desportillada, como esas viejas puntas de lanza que la gente vende en los Mercados de Abajo. Es casi tan alta como él y él es más alto que yo. Lo vi coger a un guardia letherii y lanzarlo por los aires.
—¿Lanzarlo?
—Como un saco pequeño de… champiñones o algo.
—Así que tiene todavía peor genio que tú.
—Los de sangre pura no conocen el miedo.
—Ya. ¿Y cómo es que tú sabes algo sobre los de sangre pura?
—Los sereghal. Nuestros dioses, los que ayudé a matar, eran caídos de pura sangre. Expulsados.
—¿Así que el que acaba de llegar es el equivalente a uno de tus dioses, Ublala Pung? Por favor, no me digas que estás planeando matarlo. Quiero decir, tiene una espada de piedra y todo eso.
—¿Matarlo? No, no lo entiendes, Tehol Beddict. Éste, este pura sangre, es digno de auténtica veneración. No del modo en que apaciguábamos a los sereghal, eso era para que no se acercaran. Espera y verás, espera y verás lo que va a pasar. Los míos se reunirán una vez que se corra la voz. Se reunirán.
—¿Y si el emperador lo mata?
Ublala Pung se limitó a negar con la cabeza.
Los dos miraron cuando Bicho apareció en la puerta, en sus brazos el cuerpo de una mujer desnuda.
—Pero bueno —dijo Tehol—, la olla no es tan grande. Además, por hambriento que esté, hay ciertos límites y comerse académicas los supera con creces…
El criado frunció el ceño.
—¿Reconoce a esta mujer?
—Pues sí, de mi antigua vida, repleta como estuvo de tutores severos y protagonistas de algún que otro encaprichamiento juvenil y demás. Por desgracia tiene un aspecto muy desmejorado. Siempre había oído que el mundo de los eruditos era feroz. Me pregunto qué debate sobre qué matices fue lo que provocó esto…
Bicho entró con ella y la depositó en su propio catre.
Cuando el criado retrocedió, Ublala Pung se acercó y golpeó a Bicho en un lado de la cabeza con la fuerza suficiente como para lanzar al anciano tambaleándose contra un muro.
—¡Espera! —le gritó Tehol al gigante—. ¡Basta!
Bicho se frotó la sien y miró a Ublala Pung con un parpadeo.
—¿A qué vino eso? —preguntó.
—Tehol dijo…
—Da igual lo que dije, Ublala. No fue más que un pensamiento pasajero, una cavilación desprovista de sustancia, unas palabras despreocupadas, desconectadas por completo de la acción física. Nunca pretendí…
—Dijiste que le hacían falta unas collejas, Tehol Beddict. Me lo pediste… porque se daba aires o algo así, así que tenía que pincharlo para que volviera a bajar. A mí no me pareció más grande. Pero eso fue lo que dijiste. Dijiste que tenía muchos gases…
—Humos, no gases. A lo que voy es… dejad de mirarme así los dos. A lo que voy es que no estaba más que expresando unas cuantas quejas sin importancia de naturaleza doméstica. En ningún momento sospeché que Ublala Pung se lo iba a tomar de modo tan literal.
—Amo, es Ublala Pung.
—Lo sé, lo sé. Es obvio que el que fuera un intelecto tallado con precisión se ha despuntado en los últimos tiempos. —Entonces su expresión se iluminó—. ¡Pero ahora tengo una tutora!
—Una víctima de los patriotas —dijo Bicho, y miró a Ublala de soslayo mientras se acercaba a la olla que hervía en el hogar—. Por el Abismo del inframundo, amo, esto apenas pasa por agua cenagosa.
—Sí, por desgracia; necesita con desesperación tu magia culinaria. ¿Los patriotas? ¿La sacaste de prisión?
—Es una forma de decirlo. Sin embargo, no anticipo una caza del hombre generalizada por toda la ciudad. Iba a ser una de las personas que se limitan a desaparecer.
Ublala Pung lanzó una pequeña carcajada.
—Jamás la encontrarían si fuera una caza del hombre.
Los otros dos se lo quedaron mirando.
El mestizo tartheno señaló lo obvio con un gesto.
—Mirad, tiene pechos y eso.
El tono de Bicho fue quedo cuando se dirigió a Tehol.
—Necesita una sanación suave, amo. Y paz.
—Bueno, no hay mejor refugio de los pavores del mundo que la morada de Tehol Beddict.
—Una caza del hombre —se volvió a reír Ublala, después sacudió la cabeza—. Esos patriotas son imbéciles.