6

El argumento era el siguiente: una civilización encadenada a las restricciones del control excesivo del pueblo, desde la elección de religión hasta la producción de bienes, minará la voluntad y el ingenio de su población, para quienes tales cualidades dejan de tener suficiente incentivo o recompensa. En apariencia, esto es exacto. El problema se produce cuando los oponentes a tal sistema instituyen el extremo opuesto, donde el individualismo se convierte en un dios sacrosanto y no es posible mayor servicio a ningún otro ideal (incluyendo la comunidad). En un sistema así, la codicia rapaz medra bajo el disfraz de la libertad y los peores aspectos de la naturaleza humana empiezan a destacar, una especie de intransigencia tan fiera y absurda como su contrapartida paternalista.

Y así, en el choque de esos dos sistemas extremos, se es testigo de una brutalidad estúpida y de la insensibilidad salpicada de sangre; dos rostros beligerantes que se miran con furia a través de una distancia insondable, pero que, en obra y reflexión fanática, no son más que reflejos el uno del otro.

Cosa que tendría su gracia si no fuera tan patética y absurda…

En defensa de la compasión

—Denabaris de Letheras, siglo IV

Los piratas muertos eran mejores, caviló Shurq Elalle. Había una especie de justicia retorcida en el hecho de que los muertos se aprovecharan de los vivos, sobre todo cuando se trataba de robarles todas sus amadas posesiones. El placer que sentía al arrancarles de las manos esos objetos, que en última instancia carecían de valor, era la única razón para sus actividades criminales, más que el incentivo suficiente de mantener su recién hallada profesión. Además, se le daba bien.

La bodega del Gratitud Imperecedera estaba repleta gracias al cargamento del barco edur abandonado, los vientos eran frescos y firmes y los empujaban con fuerza al norte para salir del mar del Dragón, y parecía que la enorme flota que seguía su estela no se estaba acercando demasiado.

Barcos edur y letherii, cien, quizá más. Habían salido del sudoeste y se dirigían con un ángulo convergente hacia la ruta marina que llevaba a la desembocadura del río Lether. La misma ruta que el barco de Shurq Elalle estaba siguiendo, además de dos gabarras mercantes que el Gratitud Imperecedera estaba alcanzando a toda prisa. Y ese último detalle era una pena, ya que esas gabarras de Piloto eran objetivos perfectos y, sin la concentración de barcos imperiales que se arrastraban detrás, ella ya se habría abalanzado.

Con una maldición, Skorgen Kaban cojeó hasta donde ella se encontraba, junto a la barandilla de popa.

—Es esa búsqueda infernal, ¿a que sí? Las dos flotas principales, o lo que queda de ellas. —El primer oficial se inclinó sobre la barandilla y escupió en la espuma revuelta que brotaba de la quilla—. Nos van a comer el culo todo el camino hasta el puerto de Letheras.

—Eso es, Guapo, lo que significa que tenemos que portarnos bien.

—Sí. Nada más trágico que portarse bien.

—Lo superaremos —dijo Shurq Elalle—. Una vez que estemos en el puerto, podemos vender lo que tenemos, con un poco de suerte antes de que llegue la flota para hacer lo mismo, porque entonces el precio caerá, ya lo verás. Después volvemos a zarpar. Habrá más gabarras de Piloto, Skorgen.

—Tú no crees que la flota se topó con los restos flotantes, ¿verdad? Llevan izado hasta el último jirón de lona, como si quizá nos estuvieran persiguiendo. Llegamos a la desembocadura y estamos atrapados, capitana.

—Bueno, algo de razón tienes. Si de verdad los hubiera dispersado esa tormenta, unos cuantos podrían haberse encontrado con el naufragio antes de que se hundiera. —Lo pensó un momento y dijo—: Vamos a hacer una cosa. Pasaremos de largo la desembocadura. Y si no nos hacen caso y ponen rumbo río arriba, podemos dar la vuelta y seguirlos al puerto. Pero eso significa que descargarán antes que nosotros, lo que significa que no sacaremos tanto…

—A menos que su carga no vaya al mercado —interpuso el primer oficial—. Quizá sea todo para volver a llenar las criptas reales, capitana, o quizá vaya a los edur y nadie más. Sangre y kagenza, después de todo. Siempre podríamos buscar un puerto costero y vender allí.

—Te haces más sabio con cada parte del cuerpo que pierdes, Guapo.

Él lanzó un gruñido.

—Alguna ventaja tenía que haber.

—Así me gusta —respondió ella—. De acuerdo, eso es lo que haremos, pero olvídate del puerto costero; aquí, tan al norte, son todos pobres como ratas, no les rodea nada salvo monte y caminos malos donde los bandidos hacen cola para cobrar peaje. Y si unas cuantas galeras edur vienen detrás de nosotros, siempre podemos subir a toda marcha hasta esa isla prisión que resiste a este lado de Fent Límite. Es una bocana de puerto estrecha, o eso me han dicho, y tienen una cadena para que no entren los malos.

—¿Los piratas no son malos?

—No en lo que a ellos se refiere. Ahora los que dirigen aquello son los prisioneros.

—Dudo que vaya a ser tan fácil —murmuró Skorgen—. Solo les estaríamos llevando los problemas a ellos; no es como si los edur no pudieran haberlos conquistado hace ya mucho tiempo. Es solo que ni se han molestado.

—Quizá sí, quizá no. El caso es que nos vamos a quedar sin comida y agua si no podemos reabastecernos en alguna parte. Las galeras edur son rápidas, lo bastante rápidas como para no perdernos. En cualquier sitio que amarremos los tendremos encima antes de tirar la última cuerda al bolardo. Con la excepción de la isla prisión. —Shurq frunció el ceño—. Es una puñetera pena. Quería irme a casa un tiempo.

—Entonces será mejor que esperemos que toda esa maldita flota de ahí atrás se dirija río arriba —dijo Skorgen el Guapo mientras se rascaba alrededor de la cuenca de un ojo.

—Esperar y rezar, ¿tú le rezas a algún dios, Skorgen?

—Espíritus del mar, sobre todo. La Cara Bajo las Olas, el Guardián de los Ahogados, el Que Traga Barcos, el Ladrón de Vientos, la Torre de Agua, los Oculta-Arrecifes, el…

—De acuerdo, Guapo, con eso sirve. Puedes guardarte para ti tu multitud de desastres… tú solo asegúrate de hacer todas las ofrendas.

—Creí que tú no creías en todas esas cosa, capitana.

—Y no creo. Pero no hace daño asegurarse.

—Un día sus nombres se alzarán del agua, capitana —dijo Skorgen Kaban mientras hacía complicados gestos de protección con la mano que le quedaba—. Y con ellos los mares se elevarán por los aires para reclamar el propio cielo. Y el mundo se desvanecerá bajo las olas.

—Tú y tus malditas profecías.

—No son mías. Son de Fent. ¿Has visto alguna vez sus primeros mapas? Muestran una costa que estaba a leguas de donde está ahora. Todas sus primeras aldeas están bajo cientos de palmos de agua.

—Así que creen que su profecía se está haciendo realidad. Únicamente que va a llevar miles de años.

El encogimiento de hombros del primer oficial fue solo de un lado.

—Podría ser, capitana. Hasta los edur afirman que el hielo que hay al norte se está rompiendo. Diez mil años, o cien. En cualquier caso, para entonces llevaremos muertos mucho tiempo.

Habla por ti, Guapo. Claro que, menuda idea. Yo vagando por el fondo del mar para toda la eternidad.

—Skorgen, que el joven Burdenar baje de la cofa de vigía y vaya a mi camarote.

El primer oficial hizo una mueca.

—Capitana, estás acabando con él.

—Yo no lo he oído quejarse.

—Pues claro que no. Ya nos gustaría a todos tener tanta suerte; disculpa, capitana, por el atrevimiento, pero es verdad. Hablaba en serio, sin embargo. Estás acabando con él y es el marinero más joven que tenemos.

—Ya, lo que significa que al resto seguramente os mataría. Dile que baje, Guapo.

—Sí, capitana.

Shurq se quedó mirando los barcos lejanos. Al parecer se había terminado la larga búsqueda. ¿Con qué regresarían a la bella Letheras, aparte de con toneles de sangre? Paladines. Cada uno convencido de que puede hacer lo que ningún otro ha logrado antes. Matar al emperador. Matarlo bien muerto, más muerto que yo, tan muerto que jamás vuelva a levantarse.

Una pena que nunca fuera a ocurrir.

Al salir de Letheras, Venitt Sathad, sirviente endeudado de Rautos Hivanar, detuvo la modesta reata junto a la última incorporación a las propiedades Hivanar. Vio que la restauración de la posada avanzaba a buen ritmo cuando, acompañado por el propietario de la compañía de construcción que habían contratado, pasó junto a las cuadrillas de trabajo que atestaban el edificio principal y después salió adonde se levantaban los establos y otras dependencias.

Y entonces se detuvo.

La estructura que se había levantado alrededor del antiguo mecanismo desconocido se había desmontado. Venitt permaneció un rato mirando el enorme monolito de metal desconocido y se preguntó por qué, una vez que había quedado expuesto, le parecía tan familiar. El edificio se encorvaba sin una sola juntura visible, a tres cuartos de altura (más o menos a un equivalente de su altura y media) en unos noventa grados en apariencia perfectos. El vértice parecía esperar algún tipo de accesorio, si los intrincados bucles de metal eran otra cosa que una decoración. El objeto se alzaba sobre una plataforma del mismo material peculiar y apagado, y de nuevo no había ninguna separación obvia entre él y la plataforma en sí.

—¿Habéis conseguido identificar su propósito? —preguntó Venitt al hombre anciano y casi calvo que tenía al lado.

—Bueno —admitió Bicho—, tengo algunas teorías.

—Me interesaría escucharlas.

—Encontrarás otros en la ciudad —dijo Bicho—. No hay dos iguales, pero son lo mismo, no obstante, si sabes a lo que me refiero.

—No, no lo sé, Bicho.

—Misma manufactura, mismo misterio en cuanto a su función. Jamás me he molestado en trazar un mapa, pero es posible que haya algún tipo de patrón, y a partir de ese patrón, se podría comprender el propósito de su existencia. Es posible.

—¿Pero quién los construyó?

—Ni idea, Venitt. Hace mucho tiempo, sospecho; los pocos que he visto yo están sobre todo bajo tierra, y bastante más pegados a la orilla del río. Enterrados en sedimentos.

—En sedimentos… —Venitt continuó mirándolo, después sus ojos se abrieron más, poco a poco. Se volvió hacia el anciano—. Bicho, tengo que pedirte un gran favor. Debo continuar mi viaje y dejar Letheras. Pero necesito que se entregue un mensaje, que lo lleven a mi amo. A Rautos Hivanar.

Bicho se encogió de hombros.

—No veo dificultad en llevarlo a cabo, Venitt.

—Bien. Gracias. El mensaje es el siguiente: «Debe venir aquí y ver esto en persona». Y, y esto es lo más importante, debe traer su colección de artefactos.

—¿Artefactos?

—Él lo entenderá, Bicho.

—De acuerdo —dijo el anciano—. Puedo acercarme yo en un par de días… o puedo enviar un mensajero, si quieres.

—Mejor en persona, Bicho, si no te importa. Si el mensajero confunde el mensaje, mi amo podría terminar por no hacerle caso.

—Como quieras, Venitt. ¿Puedo preguntar adónde vas?

El endeudado frunció el ceño.

—Rosazul, y de allí a Drene.

—Te aguarda un viaje largo, Venitt. Que te resulte aburrido y sin incidentes.

—Gracias, Bicho. ¿Cómo van las cosas por aquí?

—Estamos esperando otro cargamento de materiales. Cuando llegue, podremos terminar. Tu amo me ha quitado otra de mis cuadrillas para ese proyecto de apuntalamiento que tiene en su finca, pero hasta que llegue el entramado no es un inconveniente tan grave como podría suponer. —Miró a Venitt—. ¿Tienes idea de cuándo terminará Hivanar con todo eso?

—Estrictamente hablando, no es un apuntalamiento, aunque también hay algo de eso. —Hizo una pausa y se frotó la cara—. Más bien un interés erudito. El maese está ampliando los baluartes hacia el río, y después quiere drenar y bombear las zanjas para despejarlas y que las cuadrillas puedan cavar en los sedimentos.

Bicho frunció el ceño.

—¿Por qué? ¿Está planeando construir un rompeolas o un muelle?

—No. Está recuperando… artefactos.

Venitt observó que el anciano volvía los ojos hacia el edificio y vio que los ojos llorosos se entrecerraban.

—No me importaría verlos.

—Algunos de tus capataces e ingenieros lo acaban de hacer… pero ninguno fue capaz de descubrir su función. —Y sí, tienen relación con esta cosa de aquí. De hecho, hay una pieza que es una réplica perfecta, solo que a una escala mucho más pequeña—. Cuando entregues el mensaje, puedes pedir que te enseñe lo que ha encontrado, Bicho. Estoy seguro de que agradecería tus observaciones.

—Quizá —dijo el anciano con aire distraído.

—Bueno —dijo Venitt—. Será mejor que me vaya.

—Que el Errante te ignore, Venitt Sathad.

—Y a ti, Bicho.

—Ojalá…

Lo último fue poco más que un susurro y Venitt volvió los ojos un momento para mirar a Bicho mientras cruzaba el patio para salir de la hacienda. Qué comentario más peculiar.

Claro que los viejos tenían tendencia a ese tipo de excentricidades.

Tras desmontar, la atri-preda Bivatt echó a andar entre los restos. Buitres y cuervos trepaban de un cuerpo hinchado al siguiente, como confusos por un festín tan abundante. A pesar de los esfuerzos de los carroñeros, estaba claro que la naturaleza de la matanza era inusual. Hojas enormes, colmillos y garras inmensos habían provocado el daño a esos desventurados colonos, soldados y boyeros. Y fuera lo que fuera lo que había matado a esas personas, no era su primer ataque; la unidad de caballería que había perseguido a Mascararroja desde la Puerta Norte de Drene había sufrido una suerte parecida.

Tras ella caminaba el supervisor edur, Brohl Handar.

—Hay demonios —dijo— capaces de esto. Como los que conjuraron los k’risnan durante la guerra… aunque pocas veces usan dientes y garras.

Bivatt se detuvo cerca de una hoguera apagada. Señaló una extensión de tierra junto a ella.

—¿Sus demonios dejan rastros como ésos?

El guerrero edur se acercó a su lado.

—No —dijo tras un momento—. Esto tiene toda la apariencia de un pájaro descomunal incapaz de volar.

—¿Descomunal? —La atri-preda lo miró y después reanudó su paseo.

Sus soldados estaban haciendo casi lo mismo, silenciosos mientras exploraban el campamento destrozado. Varios exploradores, todavía montados, rodeaban la zona sin abandonar el risco.

Se habían llevado los rebaños de rodaras y myrid, vieron rastros visibles dirigiéndose al este. El rebaño de rodaras había sido el primero y los myrid se habían limitado a seguirlos. Era posible, si el destacamento letherii cabalgaba deprisa, que alcanzaran a los myrid. Bivatt sospechaba que los asaltantes no iban a rezagarse para ocuparse de las bestias más lentas.

—¿Y bien, atri-preda? —preguntó Brohl Handar detrás de ella—. ¿Los perseguimos?

Bivatt no se dio la vuelta.

—No.

—Al comisionado le desagradará sobremanera su decisión.

—¿Y eso es de su incumbencia?

—En absoluto.

La atri-preda no dijo nada. El supervisor iba adquiriendo cada vez más confianza en su cargo. Tenía más confianza, o menos cautela; había percibido desdén en el tono del tiste edur. Claro que el hecho de que hubiera decidido acompañar a esa expedición era prueba suficiente de su floreciente independencia. Por todo eso, Bivatt casi lo sintió por el guerrero.

—Si ese tal Mascararroja está conjurando demonios de algún tipo —continuó Brohl Handar—, será mejor entonces que nos movamos en masa, acompañados tanto por magos edur como letherii. Así pues, estoy de acuerdo con su decisión.

—Me complace que comprenda las implicaciones militares, supervisor. Con todo, en este caso hasta los deseos del comisionado carecen de importancia para mí. Soy, ante todo y sobre todo, una oficial del imperio.

—Lo es, y yo soy el representante del emperador en esta región. Así es.

La mujer asintió.

Unos cuantos latidos después, el tiste edur suspiró.

—Me aflige ver tantos niños asesinados.

—Supervisor, nosotros no somos menos concienzudos cuando asesinamos a los leznas.

—Eso también me aflige.

—Así es la guerra —dijo ella.

Él lanzó un gruñido antes de volver a hablar.

—Atri-preda, lo que está ocurriendo en estas llanuras no es una simple guerra. Ustedes, los letherii, han iniciado una campaña de exterminación. Si los edur hubiéramos decidido cruzar ese umbral, ¿no nos habrían llamado ustedes bárbaros? No tienen ustedes la razón moral de su parte en este conflicto, por mucho que intenten justificar sus acciones.

—Supervisor —dijo Bivatt con tono frío—, me importan muy poco las justificaciones o la razón moral. Soy soldado desde hace demasiado tiempo como para creer que esas cosas influyen en algo en nuestras acciones. Lo que está en nuestro poder hacer, lo hacemos. —Señaló con un gesto el campamento destrozado que los rodeaba—. Han asesinado a ciudadanos de Lether. Es responsabilidad mía responder, y eso haré.

—¿Y quién ganará? —preguntó Brohl Handar.

—Nosotros, por supuesto.

—No, atri-preda. Perderán. Como perderán los leznas. Los vencedores son hombres como el comisionado Letur Anict. Por desgracia, las personas como el comisionado la ven a usted y a sus soldados de una forma no muy diferente a como ven a sus enemigos. Son ustedes algo que pueden usar, y eso significa que muchos de ustedes morirán. A Letur Anict le da igual. Los necesita para lograr esta victoria, pero después deja de necesitarlos… hasta que encuentre un nuevo enemigo. Dígame, ¿los imperios existen solo para devorar? ¿No sirve para nada la paz? ¿El orden, la prosperidad, la estabilidad y la seguridad? ¿Las únicas recompensas dignas son las montañas de dinero que se acumulan en el tesoro de Letur Anict? Así lo quiere él, todo lo demás es secundario y solo útil si le sirve de algo. Atri-preda, en realidad usted es menos que un endeudado. Usted es una esclava, y digo bien, pues soy un tiste edur que posee esclavos. Una esclava, Bivatt, así es como Letur Anict y los que son como él la ven a usted.

—Dígame, supervisor, ¿cómo le iría a usted sin sus esclavos?

—Mal, sin duda.

Bivatt se dio la vuelta y regresó a su caballo.

—Monte. Regresamos a Drene.

—¿Y estos ciudadanos muertos del imperio? ¿Les deja sus cuerpos a los buitres?

—En un mes, hasta los huesos habrán desaparecido —dijo Bivatt mientras se subía al caballo y recogía las riendas—. Los escarabajos talladores los roerán a todos hasta convertirlos en polvo. Además, no hay suelo suficiente para cavar tumbas como es debido.

—Hay piedras —observó Brohl Handar.

—Cubiertas de glifos leznas. Utilizarlas sería maldecir a los muertos.

—Ah, así que la enemistad persiste, de modo que hasta los fantasmas luchan entre sí. Es un mundo muy oscuro el que habita, atri-preda.

Ella lo miró desde su altura por un momento antes de contestar.

—¿Son las sombras mejores, supervisor? —Cuando no contestó, la mujer dijo—: Suba al caballo, señor, si tiene la bondad.

El campamento ganetok, aumentado por los supervivientes de los clanes Sevond y Niritha, se extendía por todo el valle. Más allá, al este, se cernían nubes inmensas de tono pardo procedentes de los rebaños principales que pastaban en los valles siguientes. El aire estaba arenoso por el polvo y el olor acre de las hogueras. Pequeños grupos de guerreros se movían de un lado a otro como bandas de matones, las armas erizadas y dando voces.

Los exploradores habían entrado en contacto con Mascararroja y su miserable tribu horas antes, pero se habían mantenido a distancia, al parecer más interesados en el considerable rebaño de rodaras que seguía al pequeño grupo. Una riqueza inesperada para tan pocos leznas, lo que dejaba la posesión a merced de cualquier desafío, y estaba claro para Mascararroja, cuando se detuvo en una elevación que se asomaba al campamento, que el rumor los había precedido, incitando a un sinfín de guerreros a un desafío descarado; todos y cada uno codiciaban los rodaras y estaban impacientes por quitarles las bestias a aquel simple puñado de guerreros renfayar.

Por desgracia iba a tener que desilusionarlos.

—Masarch —dijo en ese momento—, quédate aquí con los otros. No aceptes ningún desafío.

—Nadie se ha acercado lo suficiente para verte la máscara —dijo el joven—. Nadie imagina lo que buscas, caudillo. En cuanto eso ocurra, nos veremos bajo asedio.

—¿Tienes miedo, Masarch?

—¿De morir? No, ya no.

—Entonces ya no eres un niño. Espera, no hagas nada.

Mascararroja azuzó su caballo por la ladera y lo puso a un medio galope contenido al acercarse al campamento ganetok. Varios ojos se clavaron en él y sostuvieron las miradas a medida que los gritos se iban alzando, las voces más coléricas que conmocionadas. Hasta que los guerreros más cercanos observaron las armas que llevaba. De inmediato un silencio cayó sobre el campamento y se onduló como una ola, y en su estela surgieron los murmullos, la cólera que había oído en un primer momento solo que con un timbre más profundo.

Unos perros de tiro captaron la ira creciente y se acercaron mostrando los dientes y los pelos erizados.

Mascararroja detuvo al caballo letherii, que agitó la cabeza y pateó el suelo, lanzando bufidos para advertir a los perrazos que no se acercaran.

Alguien se abría paso entre la multitud reunida, como la proa de un barco invisible que se acercara entre juncos altos. Mascararroja se puso cómodo en la silla extranjera y esperó.

Hadralt, hijo primogénito de Capalah, caminaba con el contoneo de su padre, pero no con su autoridad física. Era bajo y enjuto, se decía que muy rápido con las espadas cortas de hoja curva que llevaba cruzadas bajo cada brazo. Lo rodeaba una docena de sus guerreros favoritos, hombres enormes, pesados, cuyas caras aparecían pintadas con un simulacro de escamas, de tono cobrizo, con la intención obvia de imitar la de Mascararroja. Las expresiones bajo la pintura eran de disgusto.

Con las manos posadas en los fetiches que le bordeaban el cinturón, Hadralt alzó la cabeza y miró con furia a Mascararroja.

—Si eres quien afirmas ser, entonces éste no es tu sitio. Vete o tu sangre regará la tierra seca.

Mascararroja dejó que su mirada impasible se deslizara sobre los guerreros con la cara pintada de bronce.

—Pronunciáis los ecos, pero os encogéis ante la fuente. —Miró una vez más al caudillo—. Estoy ahora ante ti, Hadralt hijo de Capalah. Mascararroja, caudillo del clan Renfayar, y en este día te mataré.

Los ojos oscuros se abrieron mucho, después Hadralt se burló.

—Tu vida fue una maldición, Mascararroja. No te has ganado todavía el derecho a desafiarme. Dime, ¿ese número patético de cachorritos que traes luchará por ti? Tu ambición hará que los veamos a todos muertos y mis guerreros se apoderarán de los rebaños renfayar. Y de las mujeres renfayar, pero solo de las que estén en edad de parir. Los niños y los ancianos morirán, pues son cargas que no toleraremos. Los renfayar dejarán de existir.

—Para que tus guerreros se ganen el derecho a desafiar a los míos, Hadralt, antes deben derrotar a mis paladines.

—¿Y dónde se ocultan, Mascararroja? A menos que te refieras a ese perro de tiro lleno de cicatrices que te ha seguido.

Las carcajadas que exaltaron la broma fueron demasiado estridentes.

Mascararroja volvió la vista y miró a la bestia solitaria. Echada en el suelo, justo a la derecha de su caballo, había amilanado a todos los demás perros de la zona sin ni siquiera levantarse. El perro de tiro levantó la cabeza y se encontró con los ojos de Mascararroja, como si el animal no solo comprendiera las palabras que se habían pronunciado, sino que también agradeciera la oportunidad de enfrentarse a cualquier aspirante. El guerrero sintió que algo se le removía en el pecho.

—Esta bestia sabe lo que es el valor —dijo mirando de nuevo a Hadralt—. Ojalá tuviera diez mil guerreros como él. Pero todo lo que veo ante mí es a ti, Hadralt, caudillo de diez mil cobardes.

El clamor que estalló entonces pareció ampollar el aire. Destellaron las armas al sol, la multitud comenzó a acercarse más. Un mar de rostros crispados de cólera.

Hadralt se había puesto pálido. Alzó los brazos y los mantuvo levantados hasta que el alboroto se calmó.

—Cada guerrero que hay aquí —dijo con voz temblorosa— se llevará un trozo de tu piel, Mascararroja. No merecen menos como respuesta a tus palabras. ¿Pretendes ocupar mi lugar? ¿Quieres liderar? ¿Liderar a… estos cobardes? No has aprendido nada en tu exilio. Ni un solo guerrero de éstos te seguirá ahora, Mascararroja. Ni uno solo.

—Contrataste un ejército —respondió Mascararroja, incapaz de contener el desdén de su tono—. Marchasteis a su lado contra los letherii. Y luego, cuando se entabló batalla y tus recién adquiridos aliados estaban combatiendo, luchando por vosotros, vosotros huisteis. ¿Cobardes? Ése es un término demasiado amable. Para mí, Hadralt, tú y tu pueblo no sois leznas, ya no, pues ningún verdadero guerrero lezna haría algo así. Me encontré con sus cuerpos. Fui testigo de tu traición. La verdad es la siguiente. Cuando sea caudillo, antes de que el sol de este día toque el horizonte, recaerá sobre los hombros de cada guerrero presente demostrar su valía, ganarse el derecho a seguirme. Y no será fácil convencerme. Pintura cobre en la cara de unos cobardes, no podríais haberme insultado de un modo peor.

—Baja del caballo —dijo Hadralt con voz ronca—. Desmonta de ese animal letherii. Baja, Mascararroja, para enfrentarte a tu fin.

En su lugar Mascararroja sacó un cuerno de rodara hueco y se lo llevó a los labios. El penetrante estallido llevó el silencio a todo el campamento, salvo por los perros, que respondieron con un aullido lúgubre. Mascararroja volvió a meterse el cuerno por el cinturón.

—Es lo que dictan los tiempos —dijo, en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos—, que los antiguos enemigos hallen la paz con el paso de las eras. Hemos librado muchas guerras, pero es la primera la que permanece en el recuerdo de los leznas, aquí, en esta misma tierra. —Hizo una pausa, sintió la reverberación bajo sus pies, al igual que otros, cuando los dos k’chain che’malle se acercaron en respuesta a su llamada—. Hadralt, hijo de Capalah, estás a punto de presentarte en soledad, y tú y yo sacaremos nuestras armas. Prepárate.

En el risco, donde se alzaba la modesta línea de guerreros renfayar, seis en total, aparecieron ante todos otras dos formas, enormes, imponentes. Y después, con un movimiento fluido, la pareja bajó la ladera.

El silencio se cernió, pesado, aparte de los golpes secos de las garras de los pies de las bestias; las manos que habían descansado en las empuñaduras y pomos de las armas se desprendieron.

—Mis campeones —dijo Mascararroja—. Están listos para tus aspirantes, Hadralt. Para tus caras de cobre.

El caudillo no dijo nada y Mascararroja pudo ver en la expresión del guerrero que no quería arriesgarse a perder la fuerza de sus palabras cuando desobedecieran sus órdenes, como las desobedecerían, una verdad de la que eran conscientes todos los presentes. El destino se decidiría, así pues, en ese solitario choque de voluntades.

Hadralt se lamió los labios.

—Mascararroja, cuando te haya matado, ¿qué será entonces de estos kechra?

Sin responder, Mascararroja desmontó, avanzó y se detuvo a seis pasos de Hadralt. Se descolgó el hacha de medialuna rygtha y cogió el mango del arma por el centro.

—Tu padre ya no está. Suéltate de su mano y enfréntate solo, Hadralt. Por primera y última vez. Has fracasado como caudillo. Te pusiste al frente de los leznas para la batalla y después los encabezaste en la huida. Traicionaste a tus aliados. Y ahora te ocultas aquí, en el borde mismo de los yermos, en lugar de enfrentarte a los invasores letherii espada contra espada, dientes contra garganta. Te harás a un lado ahora o morirás.

—¿Hacerme a un lado? —Hadralt ladeó la cabeza y consiguió esbozar el rictus de una sonrisa—. Esa alternativa no se ofrece a un guerrero lezna.

—Cierto —dijo Mascararroja—. Solo a ancianos que ya no pueden defenderse, o a los que están demasiado vencidos por sus heridas.

Hadralt enseñó los dientes.

—No es mi caso.

—Ni tampoco eres un guerrero lezna. ¿Se hizo tu padre a un lado? No, ya veo que no. Miró en tu alma y supo cómo eras, Hadralt. Y así, anciano como era, luchó contra ti. Por su tribu. Por su honor.

Hadralt desenvainó sus hojas curvas. Estaba temblando de nuevo.

Uno de los caras de cobre habló entonces.

—Capalah comió en la choza de su hijo. En una sola noche se puso enfermo y murió. Por la mañana, su rostro era del color del liquen azul.

—¿Trenys’galah? —Los ojos de Mascararroja se entrecerraron en las ranuras de la máscara—. ¿Envenenaste a tu padre, Hadralt? ¿En lugar de enfrentarte a sus filos? ¿Cómo es que te presentas aquí siquiera?

—El veneno no tiene nombre —murmuró el mismo cara de cobre.

—¡Yo soy la razón de que los leznas sigan vivos! —dijo Hadralt—. ¡Tú los conducirás a la masacre, Mascararroja! Todavía no estamos listos para enfrentarnos a los letherii. He estado comerciando para conseguir armas; sí, hay letherii que creen que nuestra causa es justa. Entregamos tierras pobres y recibimos magníficas armas de hierro, ¡y ahora vienes tú y deshaces mis planes!

—Veo esas armas —dijo Mascararroja—. En las manos de muchos de tus guerreros. ¿Se han probado en batalla? Eres un necio, Hadralt, si crees que ganaste algo en ese trato. Los comerciantes que conoces están al servicio del comisionado, que saca beneficios de ambos bandos en esta guerra…

—¡Eso es mentira!

—Estuve en Drene —dijo Mascararroja— hace menos de dos semanas. Vi las carretas y sus cajones de armas desechadas, las hojas de hierro que se harán pedazos al primer golpe contra un escudo. Las armas se rompen, se pierden, pero eso es lo que tú aceptaste, por eso cediste tierras, la tierra natal del polvo de nuestros ancestros, hogar de espíritus leznas, tierra que ha bebido sangre lezna.

—Armas letherii…

—Que hay que arrebatar a los cadáveres de los soldados, ésas son las armas dignas de ese nombre, Hadralt. Si has de luchar como ellos, entonces debes usar armas de la misma calidad. A menos que quieras provocar una matanza entre tus guerreros. Y eso —añadió— es con toda claridad lo que no estabas preparado para hacer. Así pues, Hadralt, he de llegar a la conclusión de que sabías la verdad. Si es así, entonces los comerciantes te pagaban con algo más que armas. ¿Compartíais el dinero, caudillo? ¿Los tuyos saben siquiera el tesoro que ocultas en tu choza?

Mascararroja observó que los caras de cobre se iban apartando de Hadralt al reconocer la traición que su líder había cometido contra ellos, contra los leznas.

—Tenías intención de rendirte —continuó Mascararroja—, ¿no es cierto? Te ofrecieron una finca en Drene, ¿a que sí? Y esclavos y endeudados para cumplir tus órdenes. Contabas con vender a nuestro pueblo, nuestra historia…

—¡No podemos ganar!

Fueron las últimas palabras de Hadralt. Tres hojas de espada brotaron de su pecho, clavadas por la espalda por sus propios caras de cobre. Con los ojos muy abiertos por la conmoción, el primogénito y asesino de Capalah, el último líder digno de los ganetok, se quedó mirando a Mascararroja. Las hojas curvas se le cayeron de las manos, se inclinó hacia delante y se deslizó de las espadas con un ruido de ventosa enfermizo que casi de inmediato quedó sustituido por el chorro de sangre.

Los ojos ya vacíos en la muerte, el cadáver de Hadralt cayó boca abajo en el polvo.

Mascararroja devolvió la rygtha a su arnés.

—Las semillas caen de la corona del tallo. Los defectos de esa parte debilitan a cada uno de sus retoños. La maldición de la cobardía ha terminado este día. Somos leznas y yo soy vuestro caudillo. —Hizo una pausa y miró a su alrededor—. Y os capitanearé yo en la guerra.

En el risco que se asomaba al extenso campamento, Masarch señaló con un gesto el sol y el cielo, después la tierra y el viento.

—Mascararroja gobierna ahora a los leznas.

Kraysos, de pie a su derecha, lanzó un gruñido antes de hablar.

—¿De veras dudabas de que triunfaría, Masarch? Son kechra los que protegen sus flancos. Él es la cresta de un río de sangre que se abalanza e inundará estas tierras. E igual que los letherii se ahogarán en él, también nos ahogaremos nosotros.

—Tú hiciste trampas la noche de la muerte, Kraysos, así que todavía temes morir.

Al otro lado de Masarch, Theven lanzó un bufido.

—La hierba sangrante había perdido la mayor parte de su potencia. No nos hizo aguantar toda la noche. Yo le grité a la tierra, Masarch. Le grité y grité. Y también gritó Kraysos. No le tememos a lo que está por venir.

—A Hadralt lo mataron sus propios guerreros —dijo Masarch—. Por la espalda. Esto no presagia nada bueno.

—Te equivocas —dijo Theven—. Las palabras de Mascararroja los convencieron a todos. No creía que tal cosa fuera posible.

—Sospecho que diremos eso con frecuencia —comentó Kraysos.

—Deberíamos bajar ya —dijo Masarch—. Somos sus primeros guerreros y detrás de nosotros hay decenas de miles.

Theven suspiró.

—El mundo ha cambiado.

—Quieres decir que viviremos un poco más.

El joven guerrero miró a Masarch.

—Eso es algo que debe decidir Mascararroja.

Brohl Handar cabalgaba junto a la atri-preda, la tropa bajaba por la pista de mercaderes, todavía a medio camino de las puertas de Drene. Los soldados que avanzaban tras ellos iban en silencio, alimentando su ira y sus sueños de venganza, sin duda. Se contaba con elementos de la caballería de Rosazul estacionados en Drene desde poco después de la anexión de la propia Rosazul. Por lo que entendía Brohl Handar, la adquisición de Rosazul no había sido tan incruenta como la de Drene. Una religión complicada había servido para unir a los elementos desafectos de la población, liderados por un sacerdocio misterioso que los letherii no habían sido capaces de erradicar por completo. Se decía que todavía existían ciertos grupos rebeldes, activos sobre todo en las montañas que bordeaban el lado occidental del territorio.

En cualquier caso, la antigua política letherii de transferir unidades rosazules a lugares distantes del imperio continuaba bajo el gobierno edur, lo que desde luego sugería que los riesgos persistían. Brohl Handar se preguntaba cómo se las estaba arreglando el supervisor edur recién nombrado en Rosazul, y se recordó que debía ponerse en contacto con su homólogo; la estabilidad en Rosazul era esencial, pues cualquier alteración de la principal ruta de abastecimiento de Drene y de su socio comercial podía resultar desastrosa si la situación en la Lezna’dan desembocaba en una guerra generalizada.

—Está muy pensativo, supervisor —dijo Bivatt tras un momento.

—Logística —contestó él.

—Si con eso se refiere a la militar, esas necesidades son responsabilidad mía, señor.

—Las necesidades de su ejército no se pueden satisfacer aisladas de otras, atri-preda. Si este conflicto se intensifica, como creo que hará, ni siquiera el comisionado podrá garantizar que no haya escasez, sobre todo entre los no combatientes de Drene y las comunidades circundantes.

—En una guerra generalizada, supervisor, los requerimientos del ejército siempre tienen prioridad. Además, no hay razón para anticipar escasez. Los letherii estamos bien versados en estos asuntos. Todo nuestro sistema de transporte se perfeccionó con las exigencias de la expansión. Somos dueños de los caminos, las necesarias rutas marinas y los navíos mercantes.

—No obstante, continúa habiendo un cuello de botella —señaló Brohl Handar—. Las montañas Rosazul.

La mujer le lanzó una mirada sorprendida.

—Los productos comerciales primordiales que atraviesan hacia el este esa cordillera son esclavos y ciertos alimentos de lujo del lejano sur. Rosazul por supuesto es famosa por su riqueza mineral, produce un hierro de tal calidad que rivaliza con el acero letherii. Estaño, cobre, plomo, cal y roca ígnea, además de cedro y píceas, todo en abundancia, mientras que en el mar Rosazul abunda el bacalao. A cambio, las inmensas granjas de Drene generan cada año un gran excedente de grano. Supervisor, parece que está mal informado con respecto a las exigencias materiales en cuestión. No habrá escasez…

—Quizá tenga razón. —El hombre hizo una pausa, después continuó—: Atri-preda, tengo entendido que el comisionado ha instituido un tráfico extenso de armas y armaduras de baja calidad a través de las montañas Rosazul. Esas armas a su vez se venden a los leznas a cambio de tierras, o al menos para poner fin a la disputa por la tierra. Hasta el momento se han enviado más de cuatrocientos carros de gran capacidad. Aunque el comisionado tiene el sello del diezmo, no ha habido un reconocimiento formal ni se han aplicado impuestos a estos artículos. Tras lo cual solo puedo suponer que muchos otros suministros se están trasladando de un lado a otro de esas montañas, y ninguno tiene aprobación oficial.

—Supervisor, a pesar de las operaciones de contrabando del comisionado, las montañas Rosazul no son en modo alguno un cuello de botella cuando se trata de suministros necesarios.

—Espero que tenga razón, sobre todo dados los recientes fracasos en esa ruta.

—¿Disculpe? ¿Qué fracasos?

—El último envío de material de guerra de baja calidad no llegó a este lado de las montañas, atri-preda. Es más, unos bandidos atacaron una fortaleza importante en el paso y aplastaron a la compañía letherii estacionada allí.

—¿Qué? ¡Yo no he sabido nada de eso! ¿Una compañía entera… aplastada?

—Eso parece. Por desgracia, ésa es toda la información de la que dispongo. Aparte de las armas, no sé muy bien qué otros artículos perdió el comisionado en ese envío. Si, tal y como me cuenta usted, no había nada de más importancia que pudiera caer en las manos de los bandidos, para mí supone cierto alivio.

Ninguno de los dos habló durante un rato. Brohl Handar era consciente de que los pensamientos de la atri-preda se habían disparado, quizá sumidos en un tumulto de confusión e incertidumbre ante lo que podía saber Brohl, y por extensión, los tiste edur, sobre las ilegalidades letherii; y quizá mayor inquietud ante todo lo que ella misma ignoraba sobre los recientes acontecimientos en Rosazul. La conmoción de la mujer le indicaba al supervisor que no era una agente al servicio de Letur Anict como había temido.

Decidió que ya había esperado suficiente.

—Atri-preda, esta guerra inminente con los leznas. Dígame, ¿han determinado la dotación de fuerzas que creen que serán necesarias para lograr la victoria?

La mujer parpadeó y cambió de forma visible el curso de sus pensamientos para abordar la pregunta.

—Más o menos, supervisor. Creemos que los leznas podrían, en el mejor de los casos, poner en el campo de batalla unos ocho o nueve mil guerreros. Desde luego no más que eso. Como ejército, carecen de disciplina, están divididos debido a antiguas enemistades y rivalidades y su estilo de lucha no se adapta a combatir como unidad. Así pues, es fácil romper su cohesión y no están preparados para un combate que dure más de una campanada, si acaso. Por lo general prefieren llevar a cabo ataques rápidos y emboscadas, se ciñen a las tropas pequeñas y procuran eludir encuentros. Al mismo tiempo, su dependencia casi absoluta de sus rebaños y la vulnerabilidad de sus campamentos principales los obligará de forma inevitable a luchar, momento en el que los aniquilaremos.

—Un prefacio sucinto —dijo Brohl Handar.

—Para responder a su pregunta, poseemos seis compañías del Batallón Rosazul y casi la dotación completa del reformado Batallón Artesano, junto con destacamentos de la guarnición de Drene y cuatro compañías de la Brigada Harridicta. Para garantizar una sólida superioridad numérica, solicitaré la Brigada Rampante Carmesí y al menos la mitad del Batallón de los Mercaderes.

—¿Anticipa que ese tal Mascararroja modificará de algún modo las tácticas empleadas por los leznas?

—No. No lo hizo la primera vez. La amenaza que representa se encuentra en su genialidad para montar emboscadas magníficas e incursiones de una eficacia aplastante, sobre todo contra nuestras líneas de abastecimiento. Cuanto antes se le mate, más rápido llegará el fin de la guerra. Si logra evadir la captura, entonces podemos anticipar un conflicto largo y sangriento.

—Atri-preda, tengo intención de solicitar tres k’risnan y cuatro mil guerreros edur.

—La victoria será rápida, entonces, supervisor, pues Mascararroja no será capaz de ocultarse durante mucho tiempo de sus k’risnan.

—Exacto. Quiero que esta guerra termine lo antes posible, y con una pérdida mínima de vidas, en ambos bandos. Por lo tanto, mataremos a Mascararroja a la primera oportunidad. Y haremos pedazos el ejército lezna tal y como está ahora.

—¿Quiere obligar a los leznas a capitular y preguntar nuestros términos?

—Sí.

—Supervisor, aceptaré la capitulación. En cuanto a los términos, lo único que exigiré será la rendición absoluta. Los leznas serán esclavizados, todos y cada uno. Se les repartirá por todo el imperio, pero nunca cerca de sus territorios natales tradicionales. Como esclavos, serán botín, y el derecho a elegir será la recompensa que ofrezca a mis soldados.

—El destino de los nerek, los fent y los tarthenos.

—Eso es.

—La idea no me agrada, atri-preda. Ni agradará a ningún tiste edur, incluyendo al emperador.

—Discutamos ese punto una vez que hayamos matado a Mascararroja, supervisor.

El otro hizo una mueca y asintió.

—De acuerdo.

Brohl Handar maldijo en silencio a ese tal Mascararroja, que sin ayuda de nadie había desgarrado todas sus esperanzas de un cese de hostilidades a cambio de una paz equitativa. En su lugar, Letur Anict tenía todos los motivos que necesitaba para exterminar a los leznas, y, a la hora de la verdad, no habría genio táctico en emboscadas y ataques que pudieran marcar la diferencia. Es la maldición de los líderes creer que de verdad pueden cambiar el mundo.

Una maldición que me ha afectado incluso a mí, al parecer. ¿Ahora soy también esclavo de Letur Anict y los que son como él?

La rabia de su interior era el aliento del hielo, contenido en lo más profundo y durante demasiado tiempo, hasta que su roce abrasador le ardió en el pecho. Al oír las últimas palabras del cara de cobre Natarkas, se levantó en silencio, furioso, y salió con grandes zancadas de la choza, después se quedó allí, los ojos entrecerrados hasta que su visión se acostumbró a la noche sin luna y encapotada. Cerca, inmóviles como centinelas tallados en piedra, se encontraban sus guardianes k’chain che’malle, sus ojos eran manchas que refulgían un poco en la oscuridad. Cuando Mascararroja se puso en movimiento, sus cabezas se volvieron a la vez para observarlo cuando empezó a atravesar el campamento.

Ninguna de las criaturas lo siguió, cosa que el hombre agradeció. Cada paso que daban las enormes bestias provocaba los aullidos de los perros del campamento y él no estaba de humor para sus gritos descerebrados.

La mitad de la noche se había ido. Había llamado a los líderes de clan y a los ancianos más respetados, y todos y cada uno se habían apiñado en la choza que en otro tiempo había pertenecido a Hadralt. Habían acudido esperando castigos, más condenas por parte de su nuevo y temido caudillo, pero Mascararroja no tenía ningún interés en menospreciar más a los guerreros que se habían puesto bajo su mando. Las heridas de ese día todavía estaban frescas. El valor que habían perdido solo se podía recuperar en batalla.

A pesar de todos los defectos de Hadralt, en una cosa tenía razón: el antiguo modo de luchar contra los letherii estaba condenado al fracaso. Sin embargo, el supuesto propósito del difunto caudillo de volver a adiestrar a los leznas en un modo de combate idéntico al de los letherii estaba, les dijo Mascararroja a sus seguidores, también condenado. La tradición no existía, los leznas eran hábiles con las armas equivocadas y la lealtad pocas veces traspasaba los límites de clan y familia.

Había que encontrar una nueva forma.

Mascararroja había preguntado entonces por los mercenarios que se habían contratado, y la historia que se desplegó había resultado tan complicada como sórdida, así que había tenido que ir sonsacando los detalles a unos guerreros reticentes y avergonzados. Oh, habían recibido dinero letherii de sobra como parte de la adquisición de tierras, y esa riqueza se había amasado en un principio con la intención de contratar un ejército extranjero, uno que se había encontrado en las tierras fronterizas, al este. Pero entonces Hadralt había empezado a codiciar todo ese oro y plata, tanto que había traicionado a ese ejército y los había llevado a morir antes que entregarles el dinero.

Tal era el veneno que suponían las monedas.

¿De dónde procedían esos extranjeros?

Del mar, al parecer, un desembarco en la costa norte de los yermos, en transportes que llevaban la bandera de Lamatath, un reino peninsular lejano. Sacerdotes y sacerdotisas soldados que habían jurado lealtad a deidades lobunas.

¿Qué les había traído a este continente?

«Una profecía».

Mascararroja se había sobresaltado al oír esa respuesta, que había salido de boca de Natarkas, el portavoz de los caras de cobre, el mismo guerrero que había revelado el asesinato de Capalah a manos de Hadralt.

«Una profecía, caudillo», continuó Natarkas. «Una guerra definitiva. Vinieron buscando un lugar que llamaban el Campo de Batalla de los Dioses. Se hacían llamar las Espadas Grises, la Revelacion de Togg y Fanderay. Había muchas mujeres entre ellos, incluyendo uno de los comandantes. El otro es un hombre tuerto que afirma que ha perdido ese ojo tres veces… No, caudillo, está todavía vivo. Sobrevivió a la batalla. Hadralt lo encerró. Se encuentra encadenado detrás de la choza azul de las mujeres…».

Natarkas se había quedado callado entonces, encogido ante la rabia repentina que había visto con toda claridad en los ojos de Mascararroja.

Y en ese momento, el caudillo enmascarado atravesaba con grandes zancadas el campamento ganetok, hacia el este, hacia el otro extremo, donde habían cavado trincheras en la ladera para que se llevaran los desechos de los leznas; iba a la choza de sangre que pertenecía a las mujeres y, tras ella, al lugar donde, encadenado a una estaca, dormía una criatura mugrienta, la mitad inferior de su cuerpo maltratado metida en la zanja de drenaje, donde la sangre y la orina de las mujeres se filtraba por el barro, las raíces y las piedras en su camino para desembocar en los pozos profundos que había más allá.

Se detuvo entonces al pie del hombre, que despertó y volvió la cabeza para levantar un ojo brillante con el que miró a Mascararroja.

—¿Me entiendes? —preguntó el caudillo.

Un asentimiento.

—¿Cómo te llamas?

El único ojo parpadeó y el hombre levantó una mano para rascarse las cicatrices ampolladas que rodeaban la cuenca vacía donde había estado el otro ojo. Después lanzó un gruñido, como si se sorprendiera, e hizo un esfuerzo por incorporarse y quedarse sentado.

—Anaster era mi nuevo nombre —contestó, una extraña crispación de la boca que podría haber sido una sonrisa, y añadió—: Pero creo que mi antiguo nombre me conviene más; es decir, con una pequeña alteración. Soy Toc. —La sonrisa se amplió—. Toc el Desafortunado.

—Soy Mascararroja.

—Sé quién eres. Incluso sé lo que eres.

—¿Cómo?

—En eso no puedo ayudarte.

Mascararroja volvió a intentarlo.

—¿Qué conocimiento oculto de mí crees poseer?

La sonrisa se desvaneció y el hombre bajó la mirada, pareció estudiar el torrente hinchado de sangre diluida que le rodeaba las rodillas.

—No tenía mucho sentido por aquel entonces. Y tiene incluso menos ahora. No eres lo que esperábamos, Mascararroja. —Tosió y después escupió con cuidado para evitar la sangre de las mujeres.

—Dime lo que esperabais.

Otra pequeña sonrisa, pero Toc no quiso levantar los ojos al hablar.

—Bueno, cuando uno busca a la primera espada de los k’chain che’malle, bueno, se supone que iba a ser un… k’chain che’malle. No humano. Una suposición obvia, ¿no te parece?

—¿Primera espada? No conozco ese título.

Toc se encogió de hombros.

—Campeón k’ell. Consorte de la matrona. Que el Embozado me lleve, rey, si quieres. Son todo lo mismo en tu caso. —El hombre al fin alzó la mirada una vez más y algo resplandeció en su único ojo cuando preguntó—: Así que no me digas que la máscara los engañó. Por favor…

El barranco del que salió la solitaria figura era apenas visible. Con una anchura de menos de tres alturas de hombre, la fisura se acurrucaba entre dos escarpadas laderas montañosas, tenía media legua de longitud y una profundidad de mil pasos. Los viajeros que pasaran a treinta pasos de distancia atravesando la roca pura de la montaña que había a ambos lados ni siquiera sabrían que existía la garganta. Por supuesto, la probabilidad de que hubiera viajeros involuntarios en cinco leguas a la redonda de ese valle era casi inexistente. Ningún sendero obvio serpenteaba por la cordillera Rosazul tan al norte de los pasos principales; no había pastos altos ni mesetas que invitaran al asentamiento, y el clima solía ser fiero.

Tras trepar al borde de la garganta y salir al sol de mediodía, la figura hizo una pausa, se agazapó y examinó los alrededores. Al no ver nada hostil, se irguió. Alto, delgado, el cabello largo, negro como la medianoche, liso y sin atar, el rostro sin arrugas, los rasgos un tanto velados, los ojos como la roca ígnea, el hombre metió la mano en un pliegue de su camisa de piel sin curtir de color negro desvaído y sacó un trozo de cadena fina, ambos extremos sujetaban unos sencillos anillos, uno de oro y el otro de plata. Un rápido movimiento del índice derecho hizo girar los anillos y los envolvió cuando la cadena se enrolló con fuerza. Un momento después hizo el ademán contrario. Con la mano derecha así ocupada, enrollando y desenrollando la cadena, echó a andar.

Puso rumbo al sur, saliendo y entrando de las ringleras de sombra y sol, las pisadas casi inaudibles, el estallido de la cadena era el único ruido que lo acompañaba. Llevaba atado a la espalda un cuerno y un arco de palosangre sin cuerda. En la cadera derecha llevaba un carcaj de flechas, astiles de palosangre y plumas de halcón; en la base recubierta de musgo del carcaj, las puntas de flechas eran de hierro, con forma de lágrima y con ranuras, los filos de cada una formaban una equis. Además de esta arma, llevaba un sencillo estoque colgado del tahalí y metido en una vaina de concha de tortuga con bandas plateadas. La vaina entera y los aros que la sujetaban iban envueltos en piel de oveja para amortiguar el ruido mientras avanzaba. Detalles sigilosos que quedaban todos y cada uno minados por el giro y los estallidos de la cadena.

La tarde fue cayendo, y él se movía por la sombra ininterrumpida que rodeaba el flanco oriental de cada valle sucesivo que atravesaba, siempre hacia el sur. Durante todo ese tiempo la cadena daba vueltas y más vueltas, los anillos trapaleando al tocarse y susurrando al separarse y volver a girar.

Al atardecer llegó a un saliente que se asomaba a un valle más amplio, uno que corría más o menos de este a oeste, lugar en el que, satisfecho con su atalaya, se colocó en cuclillas y se puso a esperar. La cadena susurraba, los anillos trapaleaban.

Dos mil giros más tarde, los anillos tintinearon y se quedaron quietos, atrapados dentro del puño de la mano derecha. Los ojos, que había mantenido clavados en la boca occidental del paso, sin hacer caso de la oscuridad, habían captado un movimiento. Volvió a meter la cadena y los anillos en la saquita que le recubría el interior de la camisa y se levantó.

Y comenzó el largo descenso.

Los Magos de Ónice, los de sangre más pura, ya hacía mucho tiempo que habían dejado de luchar contra las restricciones de la prisión que habían creado para sí mismos. La antigüedad y el sinfín de tradiciones que se mantenían para conservar su recuerdo con vida eran las cadenas y los grilletes que habían terminado por aceptar. Aceptar, decían, era comprender la importancia de la responsabilidad, y si algo como un dios secular pudiera existir, para los moradores de Andara, los últimos seguidores del señor de las Alas Negras, el nombre de ese dios era Responsabilidad. Y a lo largo de las décadas transcurridas desde la conquista letherii, ese dios había terminado por rivalizar en poder con el propio señor de las Alas Negras.

El joven arquero, diecinueve años de edad, no era el único que rechazaba las sólidas y anticuadas costumbres de los Magos de Ónice. Y como muchos de sus compatriotas de edad parecida (la primera generación nacida en el Exilio) había adoptado un nombre que indicaba toda la medida de ese rechazo. Desechado el nombre de clan, prescindiendo de todos los ecos del antiguo idioma (tanto la lengua común como el dialecto de los sacerdotes). Su clan era el de los exiliados, nada más.

A pesar de todos esos gestos de independencia, de una orden directa comunicada por Ordant Brid, maestro de la Revelación de la Roca entre la Orden del Ónice, no se podía hacer caso omiso.

Y fue así como el joven guerrero llamado Clip de los Exiliados abandonó el monasterio eternamente oscuro de Andara, ascendió la pared interminable del acantilado y terminó saliendo a la odiada luz del sol para viajar por tierra bajo las cegadas estrellas del día hasta llegar a un saliente por encima del paso principal.

El pequeño grupo de viajeros a los que se estaba acercando no eran comerciantes. No los acompañaba una reata cargada de productos. No había esclavos encadenados dando traspiés tras ellos. Montaban caballos letherii, pero incluso con la presencia de por lo menos tres letherii, Clip sabía que aquélla no era ninguna delegación imperial. No, eran refugiados. Y los estaban persiguiendo.

Y entre ellos camina el hermano de mi dios.

Cuando Clip se acercó, todavía sin que lo vieran los viajeros, percibió una presencia que fluía a su lado. El joven lanzó un bufido de desagrado.

—Esclavo de los tiste edur, dime, ¿es que no conoces a tu propia sangre? Te arrancaremos de tus cadenas, fantasma, algo que deberías haber hecho por ti mismo hace mucho tiempo.

—Carezco de ataduras —fue la respuesta siseada.

—Entonces supongo que nada tienes que temer de nosotros.

—Tu sangre es impura.

Clip sonrió en la oscuridad.

—Sí, soy una amalgama de fracasos. Nerek, letherii… incluso d’rhasildhani.

—Y tiste andii.

—Entonces salúdame, hermano.

Una carcajada áspera.

—Te ha percibido.

—¿Es que me acercaba furtivo a ellos, fantasma?

—Se han detenido y ahora aguardan.

—Bien, ¿pero pueden adivinar lo que les voy a decir? ¿Lo adivinas tú?

—Eres un impertinente. Careces de respeto. Estás a punto de enfrentarte cara a cara con Silchas Ruina, el Cuervo Blanco…

—¿Traerá recado de su hermano perdido? ¿No? Ya me lo parecía.

Otra carcajada siseada.

—Por raro que sea, creo que encajarás a la perfección con los que estás a punto de conocer.

Seren Pedac guiñó los ojos en la oscuridad. Estaba cansada. Lo estaban todos después de largos días atravesando el paso, sin final a la vista. El anuncio de Silchas Ruina de que se acercaba alguien los detuvo a todos junto al borde arenoso de un arroyo, donde los insectos se alzaron en nubes para descender sobre ellos. Los caballos bufaron, y agitaron la cola con la piel estremecida.

Seren desmontó un momento después de Silchas Ruina y cruzó tras él el arroyo. A su espalda, los demás se quedaron donde estaban. Tetera dormía en los brazos de Udinaas, que parecía reacio a moverse por si la despertaba. Temor Sengar se bajó de su caballo, pero no se movió más.

En pie junto al tiste andii albino, Seren oyó entonces un extraño silbido y un sonido metálico que bajaba susurrando por las rocas caídas. Al cabo apareció una forma alta y delgada que se dibujó contra la piedra gris.

Una mancha de oscuridad más profunda salió flotando de su lado para cernerse sobre Silchas Ruina.

—Parientes —dijo el espectro.

—¿Un descendiente de mis seguidores, Marchito?

—Oh, no, Silchas Ruina.

Un siseo de aliento se escapó poco a poco del tiste andii.

—De mi hermano. ¿Tan cerca estaban?

El joven guerrero se acercó más, sin precipitarse, casi como si diese un paseo. El tono de su piel era oscuro, no muy diferente del de un tiste edur. Hacía girar una cadena en la mano derecha y los anillos de cada extremo se desdibujaban en la penumbra.

—Silchas Ruina —dijo—, te doy la bienvenida en nombre de la Orden de Ónice de Andara. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vimos un tiste andii que no perteneciera a nuestra colonia. —La boca ancha se crispó un poco—. No te pareces en nada a lo que me esperaba.

—Tus palabras rayan en el insulto —dijo Silchas Ruina—. ¿Es así como me saludaría la Orden del Ónice?

El joven guerrero se encogió de hombros, la cadena se tensó con un golpe seco durante un latido y después volvió a girar una vez más.

—Hay guardas k’risnan en el camino, más adelante, trampas y lazos. Y tampoco hallaréis lo que buscáis en Rosazul, ni en la ciudad en sí ni en Jasp ni en Exterior.

—¿Cómo es que sabes lo que busco?

—Dijo que vendrías, antes o después.

—¿Quién?

Las cejas se alzaron.

—Pues tu hermano. No llegó a tiempo de evitar que te derribaran, ni la matanza de tus seguidores…

—¿Me vengó?

—Un momento —interpuso Seren Pedac—. ¿Cómo te llamas?

Una sonrisa blanca.

—Clip. Para responderte, Silchas Ruina, tu hermano no estaba por la labor de matar a todos los tiste edur. A Scabandari Ojodesangre lo habían destruido dioses ancestrales. Se hizo caer una maldición sobre las tierras que hay al oeste de aquí, se les negó hasta la liberación de la muerte. Los edur quedaron diseminados, atacados por el hielo, los mares que se retiraban y terribles tormentas. En el periodo inmediato que siguió a la maldición de Omtose Phellack, su supervivencia estaba en riesgo y Rake los dejó en esa coyuntura.

—No recuerdo que mi hermano fuera tan… clemente.

—Si nuestras historias de esa época son acertadas —dijo Clip—, por aquel entonces tenía muchas preocupaciones. La partición de Kurald Emurlahn. Rumores de que Osserc estaba en los alrededores, uno tormentoso coqueteo con lady Envidia, discusiones y una alianza precaria con Kilmandaros y por último, Silanah, la eleint que salió a su lado de Emurlahn cuando se cerró esa puerta.

—Parece que buena parte de esa época es de dominio público entre tu orden —comentó Silchas Ruina con tono inexpresivo—. Su estancia entre vosotros fue prolongada, entonces.

—No permanece en ningún sitio mucho tiempo —contestó Clip, al que era obvio que le divertía algo.

Seren Pedac se preguntó si el joven sabía lo cerca que estaba de sacar a Ruina de quicio. Unas cuantas palabras más mal elegidas y la cabeza de Clip se desprendería de sus hombros.

—¿Es tu misión —le preguntó al tiste andii— guiarnos hasta nuestro destino?

Otra sonrisa, otro papirotazo de la cadena.

—Lo es. Se os, eh, recibirá como invitados de Andara. Aunque la presencia de letherii y tiste edur en vuestro grupo es un tanto problemática. La Orden de Ónice ha sido proscrita, como sabéis, y sometida a una represión cruel. Andara representa el último refugio secreto de nuestro pueblo. Su ubicación no debe quedar comprometida.

—¿Qué sugieres? —preguntó Seren.

—El resto del viaje —replicó Clip— será a través de una senda. A través de Kurald Galain.

Silchas Ruina ladeó la cabeza al oír eso y rezongó.

—Estoy empezando a entender. Dime, Clip, ¿cuántos magos de la orden moran en Andara?

—Hay cinco y son los últimos.

—¿Y se ponen de acuerdo en algo?

—Pues claro que no. Estoy aquí porque me lo ha mandado Ordant Brid, maestro de la Revelación de la Roca. Mi partida de Andara careció de incidentes, de otro modo lo más probable es que no estuviese aquí…

—Puesto que otro de la orden te habría interceptado.

Un asentimiento.

—¿Te imaginas el torbellino que provocará tu llegada, Silchas Ruina? Estoy deseando verlo.

—Entonces deberías haber matizado un poco más tu saludo. La orden no nos da la bienvenida. Más bien nos la da ese tal Ordant Brid.

—Todos optan por hablar en nombre de la orden —dijo Clip, al que le brillaban los ojos— cuando más confundirá a los demás. Bien, ya veo lo impacientes que estáis. —En la mano derecha la cadena salió disparada, el anillo de plata rodeó el índice y con el golpe seco de la cadena entera apareció una puerta a la Oscuridad a la derecha del guerrero—. Llama a los otros, que vengan —dijo Clip—, y que se apresuren. En estos momentos están convergiendo espectros vinculados que sirven a los tiste edur. Por supuesto todos sueñan con la huida, pero por desgracia no podemos proporcionársela. Pero sus amos edur vigilan por sus ojos y eso no nos ayuda.

Seren Pedac se volvió y llamó a los otros.

Clip se apartó e hizo una profunda reverencia.

—Silchas Ruina, pasa tú primero, por favor, conocerás así una vez más el abrazo bienvenido de la verdadera Oscuridad. Además —añadió al tiempo que se erguía cuando Ruina se acercó a la puerta—, así podrás servirnos de baliza…

Una de las espadas de Silchas Ruina salió con un siseo, un resplandor borroso cuyo filo acuchilló el espacio que un instante antes había ocupado el cuello de Clip, pero el joven guerrero se habían echado hacia atrás… solo lo justo, y el arma cantó por el aire.

Una suave carcajada del joven, que tenía un aspecto de lo más relajado.

—Dijo que te enfadarías.

Silchas Ruina se quedó mirando a Clip durante un buen rato, después se dio la vuelta y atravesó la puerta.

Seren Pedac respiró hondo para tranquilizar los latidos de su corazón y miró con furia a Clip.

—No tienes ni idea…

—¿Ah, no?

Aparecieron los otros conduciendo a los caballos. Udinaas, con Tetera cogida con un brazo, apenas le dirigió una mirada a Clip antes de meter su caballo de un tirón en la fisura.

—¿Deseas cruzar la espada con un dios, Clip?

—Se delató él solo; oh, es muy rápido, sí, y con dos armas no sería fácil de manejar, lo admito…

—¿Y al maestro de la Revelación que te envió le complacerá tu inmaduro comportamiento?

Clip se echó a reír.

—Ordant podría haber elegido a cualquiera de entre el centenar de guerreros que tenía a mano para esta misión, letherii.

—Pero te eligió a ti, lo que significa que es un auténtico estúpido o que anticipaba tu irreverencia.

—Pierdes el tiempo, corifeo —dijo Temor Sengar cuando llegó junto a ella y le echó un vistazo a Clip—. Es tiste andii. Su mente no es más que oscuridad en la que medran la ignorancia y la estupidez.

Ante Temor el joven guerrero volvió a inclinarse.

—Edur, por favor, procede. La Oscuridad te aguarda. —Y señaló con un gesto la puerta.

Cuando Temor Sengar llevó su caballo a la puerta, la cadena del índice derecho de Clip giró una vez más y el movimiento terminó con un choque de los anillos.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Seren, irritada.

Las cejas se alzaron.

—¿Hacer qué?

La corifeo maldijo por lo bajo y atravesó la puerta.