La denigración afligió nuestros tan cacareados ideales hace mucho tiempo, pero son heridas complicadas de medir, es difícil levantarse y señalar con el dedo este lugar, este momento, y decir: «Aquí, amigos míos, ahí fue donde murió nuestro honor, nuestra integridad».
La aflicción fue demasiado insípida, un producto de nuestra mirada y diligencia, que se rindieron. Los significados de las palabras perdieron precisión, y nadie se molestó en reprender a los cínicos que abusaban de esas palabras para que sirvieran a sus propias ambiciones, a su propia evasión de la responsabilidad personal. Las mentiras no se cuestionaban, la persecución legítima se convirtió en una farsa, vulnerable al soborno, y la propia justicia se transformó en un artículo de consumo, mutable en su desequilibrio. La verdad se perdió, una quimera reformada para encajar en el programa, en los prejuicios, consignando así todo el proceso político a la charada de la falsa indignación de un actor, a las poses hipócritas y al desdén generalizado por el pueblo común.
Una vez subsumidos, los ideales y el honor creados por su admisión jamás pueden recuperarse, salvo, por desgracia, por un rechazo absoluto y sin restricciones instigado de forma invariable por el pueblo común en la coyuntura de un momento concreto, de un único acontecimiento de tal descarada injusticia que la revolución se erige en la única respuesta razonable.
Consideradlo, así pues, una advertencia. Los mentirosos mentirán, y seguirán haciéndolo, incluso cuando los hayan pillado. Mentirán, y con el tiempo, esos mentirosos se convencerán a sí mismos, con total santurronería despojarán a los mentirosos de culpabilidad. Hasta que llegue el momento en que se pronuncia una última mentira, aquélla a la que solo se puede responder con rabia, con asesinato a sangre fría, y ese día, lloverá sangre sobre cada muro de esta cacareada sociedad destetada.
—Discurso del destituido maestro del Gremio
Semel Fural, del gremio de Fabricantes de Broches de Sandalias
De las tortugas conocidas como vinik, las hembras moraban sobre todo en los límites superiores de las innumerables fuentes del río Lether, en los estanques de las cuencas y los pantanos altos que se encontraban en los bosques de coníferas que atestaban la base de las montañas Rosazul. La escorrentía de la montaña, contenida y sostenida por las presas construidas por ratas de río de cola plana, descendía con pasos modestos hacia los tributarios más anchos y aunados que alimentaban el inmenso río. Las tortugas vinik tenían conchas largas y un caballete dorsal, y las fuertes patas delanteras terminaban en manos con garras que tenían pulgares oponibles. Durante la estación de puesta, las hembras, mucho más pequeñas que sus parientes machos de los ríos profundos y los mares, merodeaban por los estanques en busca de nidos de aves acuáticas. Al encontrar uno lo bastante grande y con un buen acceso, la hembra vinik se apropiaba de él. Antes de poner sus propios huevos, la tortuga exudaba una baba que cubría los huevos del pájaro y que poseía propiedades que suspendían el desarrollo de las crías. Una vez puesta la nidada de la vinik, la tortuga desenganchaba el nido entero y dejaba que flotase y que la corriente lo arrastrara. En cada barrera se reunían machos vinik jóvenes para llevar los nidos por el terreno seco para que pudieran continuar su migración pasiva por el río Lether.
Muchos se hundían o se topaban con un obstáculo fatal durante su largo y arduo viaje hacia el mar. Otros eran atacados por vinik adultos que moraban en las profundidades del río principal. En los nidos que llegaban al mar, los huevos eclosionaban, las crías se alimentaban de los embriones de pájaro y después se deslizaban al agua salada. Solo al alcanzar la edad juvenil (sesenta o setenta años) la nueva generación de vinik comenzaba el viaje de varios años para remontar el río, rumbo a esos estanques lejanos y turbios del bosque boreal de Rosazul.
Los nidos cabeceaban en las aguas del río Lether, que bajaba fluyendo junto a la ciudad imperial, Letheras, residencia del emperador. Los barcos pesqueros de la zona los evitaban, ya que algunos machos vinik grandes a veces seguían a los nidos justo por debajo de la superficie, y siempre que no estuvieran lo bastante hambrientos como para atacar el nido, solían defenderlos. Pocos pescadores desafiaban por gusto a una criatura que podía pesar tanto como una galera fluvial y era capaz de hacer pedazos dicha galera con el pico y las garras.
La llegada de los nidos anunciaba el comienzo del verano, al igual que las nubes de mosquitos que invadían el río, la bajada del nivel del agua y el hedor de los sedimentos expuestos en las orillas.
En la pequeña elevación que había tras el antiguo palacio, la extensión desarreglada donde se alzaban los cimientos de antiguas torres, y una en concreto construida con piedra negra con un muro bajo que rodeaba un patio, una figura encorvada embutida en una capucha se arrastró hacia la verja con paso doloroso y torpe. Tenía la columna retorcida, presionada por pasados estragos de poder sin restricciones: el saliente de cada vértebra era visible bajo el manto raído, el ángulo le forzaba los hombros hacia delante hasta el punto de que tenía el terreno descuidado al alcance de los brazos, que utilizaba para impulsar su cuerpo deshecho.
Había ido en busca de un nido. Un montículo de tierra irregular y hierbas moribundas, un agujero roído por los gusanos que llevaba a un reino ya muerto. Sondeando con sentidos sobrenaturales, el hombre fue atravesando el patio, de un túmulo al siguiente. Vacío… vacío… vacío.
Unos extraños insectos se apartaban de su camino. Los mosquitos giraban en torbellinos caprichosos sobre él, pero no se posaban para alimentarse, pues la sangre del buscador estaba podrida de caos. La luz moribunda del día tironeaba de su sombra deforme, como si buscara sentido a una mancha tan maligna en el terreno destrozado del patio.
Vacío…
Pero ése no lo estaba. El hombre se permitió un pequeño momento de alegría. Sospechas confirmadas, al fin. El lugar que estaba muerto… no lo estaba del todo. Oh, el azath ya no era más que piedra sin vida, todo poder y toda voluntad drenados y desaparecidos. Pero persistía cierta hechicería, allí, bajo ese montículo enorme rodeado de árboles destrozados. Kurald con toda seguridad. Quizá Galain, el hedor a tiste andii era casi palpable. Rituales cegadores, una madeja densa, entretejida, para mantener algo… a alguien… ahí abajo.
Agachado, la figura estiró los sentidos y después se encogió de repente, el aliento siseando entre los labios mutilados.
¡Ha empezado a deshacerse! ¡Alguien ha estado aquí… antes que yo! No hace mucho. Hechicería que trabajaba para liberar a esa criatura encerrada. ¡Padre de Sombras, he de pensar!
Hannan Mosag permaneció inmóvil, encorvado al borde del montículo, la mente disparada.
Más allá de los terrenos en ruinas, el río seguía fluyendo, bajando hacia el mar lejano. Transportados por la corriente, los nidos de vinik giraban con pereza; unos huevos de color verde lechoso, todavía cálidos por el calor del día, encerraban unas formas vagas que se agitaban, impacientes por el nacimiento de la luz.
Levantó la cabeza con un movimiento brusco, sangre y fragmentos de pulmón humano le manchaban la boca y la barbilla, se deslizaban y después chorreaban hasta la caja torácica abierta en canal de su víctima, un idiota que, consumido sin duda por delirios de dominación y tiranía, había decidido acecharla todo el camino desde los Mercados de Arriba. Se había convertido en algo muy simple, una mujer de noble cuna, solitaria, aparentemente perdida, que vagaba entre la multitud sin ser consciente de las miradas entornadas y las expresiones de avaricia que la perseguían. Era como el cebo que usaban los pescadores para atrapar peces sin cerebro en el río. Cierto, mientras permanecía encapuchada, los brazos cubiertos con seda esplendorosa del tono del corazón de buey crudo, siempre que luciera elegantes guantes de piel de becerro y pantalones muy ceñidos de lino negro, no había forma de que nadie le viera el molde de la piel ni sus rasgos inusuales. Y, a pesar de la sangre tiste edur que corría diluida por sus venas, no tenía una altura exagerada, lo que convenía a su aparente vulnerabilidad, pues estaba claro que los ocupantes edur de esa ciudad eran demasiado peligrosos para que los cazara el violador común.
Lo había conducido a un callejón, donde le metió una mano en el pecho y le arrancó el corazón. Pero eran los pulmones lo que más disfrutaba, la carne pulposa rica en oxígeno y todavía no agriada por los jugos malolientes de la muerte violenta.
El reino mortal era un lugar delicioso. Ya se le había olvidado.
Pero acababan de interrumpir su festín. Alguien había entrado en los terrenos Azath. Alguien había sondeado sus rituales, que habían estado disolviendo las guardas vinculantes impuestas por Silchas Ruina. Puede que hubiese problemas, y ella no estaba dispuesta a tolerar interferencias en sus planes.
Quizá fuera el Errante, ese cabrón entrometido. O, lo que era más alarmante, ese dios ancestral, Mael. Una ciudad miserable y atestada, esa Letheras; no tenía intención de demorarse allí demasiado tiempo, no fuera que se descubriera su presencia y se malograran sus intrigas.
Se limpió la boca y la barbilla con el dorso de un antebrazo cubierto por una manga, se irguió, abandonó su festín y se fue de allí.
Rautos Hivanar, cabeza de la Consigna Libertad, se agachó en la orilla embarrada del río; las cuadrillas de trabajo estaban terminando la excavación del día justo detrás de él, las cuadrillas de la bomba ya se estaban lavando, los ruidos de la cocina trasera de la finca iban aumentando con las exigencias crecientes de la cena. Rautos insistía en alimentar bien a sus cavadores, tanto para aliviar su confusión como para mantenerlos trabajando. En esos momentos estaban excavando muy por debajo del nivel del río después de todo y, si no fuera por las bombas, junto a las que siempre había alguien, estarían trabajando hundidos hasta el pecho en agua turbia. Además, los refuerzos de las paredes necesitaban atención continua, propensas como eran a combarse hacia dentro.
Con los ojos puestos en media docena de nidos de vinik que iban bajando por el río, Rautos Hivanar estaba perdido en sus pensamientos. Habían encontrado más objetos misteriosos, enterrados a mucha profundidad y sin conexión aparente, pero él había empezado a sospechar que todos pertenecían a una misma unidad, que de un modo todavía inconcebible podían montarse y transformarse en una especie de mecanismo. Le parecía que había una pieza central que todavía no se había descubierto. Quizá el próximo día…
Oyó unos pies embutidos en zapatillas en la pasarela de tablones que bajaba hasta el río y, tras unos momentos, se oyó la voz de Venitt Sathad.
—Maese.
—Venitt, te has asignado dos guardias de la casa para el viaje. Llévate dos más. Y, por tanto, dos caballos de carga más. Viajarás sin carreta de suministros, como acordamos, pero eso no es razón para reducir tu nivel de comodidades.
—Muy bien, maese.
—Y recuerda, Venitt. Letur Anict es, en todos los sentidos, el gobernante de hecho de Drene, a pesar del estatus oficial del gobernador edur. Según mis informes encontrarás en Orbyn Buscaverdad, el agente del centinela, un aliado fiable. En cuanto a Letur Anict… las pruebas señalan que el comisionado ha perdido… perspectiva. Su ambición parece carecer de restricciones, ya no la sujeta la razón ni, si a eso vamos, el sentido común.
—Seré diligente en mi investigación, maese.
Rautos Hivanar se levantó y miró a su criado.
—Si es necesario, Venitt, peca de cauto. No quisiera perderte.
Un destello de algo parecido a la sorpresa cruzó el rostro arrugado del endeudado, después el hombre se inclinó.
—Seré siempre prudente, maese.
—Una última cosa —dijo Rautos mientras pasaba junto a Venitt y subía hacia la finca—. No me pongas en evidencia.
Los ojos del endeudado siguieron a su amo durante un momento, su expresión ilegible una vez más.
Tras ellos, en el río, sin que nadie la viera, una forma enorme se alzó bajo un nido de vinik y, cuando rompió el agua al volcarse el nido, se vio el saliente de proa de una enorme concha, y bajo ella un cuello musculoso y un pico abierto inmenso que se tragó el nido entero.
Las corrientes se llevaron luego la perturbación hasta que no quedó ninguna señal.
—¿Sabes?, presenciar algo es una cosa. Comprenderla, otra.
Bicho le dio la espalda a su estudio del lejano río, donde la luz del sol poniente convertía el agua en una lámina ondulada de oro batido; frunció el ceño al mirar a Tehol Beddict.
—Muy reflexivo por su parte, amo.
—Sí que lo fue, ¿no? He decidido que es mi ojo normal el que presencia, mientras que es mi ojo azul el que comprende. ¿Tiene eso sentido para ti?
—No.
—Bien, me alegro.
—La noche promete ser densa y cálida, amo. Sugiero emplear la mosquitera.
—De acuerdo. ¿Puedes ocuparte tú? Yo no llego.
—Llegaría si estirase un brazo.
—¿Qué pretendes decir?
—Nada. Admito cierta… distracción.
—¿Justo ahora?
—Sí.
—¿Ya la has superado?
—Casi. Por desgracia, ciertos individuos se agitan en la ciudad esta noche.
—Bueno, ¿vas a hacer algo sobre el tema o tengo que hacerlo yo todo?
Bicho atravesó el tejado y se colocó junto a la cama. Estudió la forma reposada de Tehol Beddict durante un momento, después recogió la mosquitera y cubrió con ella a su amo.
Los ojos, uno marrón y el otro azul, lo miraron con un parpadeo.
—¿No debería haber un armazón o algo? Tengo la sensación de que me están preparando para mi propio funeral.
—Usamos el armazón para el fuego de esta mañana.
—Ah. Bueno, ¿va a evitar esto que me piquen?
—Seguramente no, pero tiene un aspecto de lo más atractivo.
Tehol cerró el ojo azul.
—Ya veo…
Bicho suspiró.
—Humor negro, amo.
—Vaya, qué nervioso estás, ¿no?
—No lo tengo decidido —dijo Bicho con un asentimiento—. Sí, lo sé, uno de mis eternos defectos.
—Lo que te hace falta, viejo amigo, es la perspectiva de un mortal. Así que, venga, oigámoslo. Preséntame el dilema, Bicho, para que pueda proporcionarte una solución concisa y como es debido.
—El Errante sigue al rey hechicero para ver lo que planea. El rey hechicero se entromete en rituales nefarios colocados por otro ascendiente, que, a su vez, deja de comer un cadáver recién asesinado y se dirige a un encuentro inesperado con el susodicho rey hechicero, donde es muy probable que se conozcan y después regateen buscando el beneficio propio por las cadenas medio deshechas que atan a otro ascendiente más, uno que pronto será liberado, cosa que perturbará a alguien muy al norte, aunque ése es probable que todavía no esté listo para actuar. Mientras, la flota edur, que partió hace tanto, rodea el mar del Dragón y no tardará en entrar por la desembocadura del río en su infortunado regreso a nuestra bella ciudad, y con ella hay dos malhadados paladines, ninguno de los cuales es probable que haga lo que se espera de ellos. Bien, para añadir un poco de picante a toda la mezcla, el secreto que es el alma de un tal Scabandari Ojodesangre dejará, en un periodo deprimentemente corto de tiempo, de ser un secreto y en consecuencia, de forma adicional y concomitante, estamos a punto de disfrutar de un verano muy interesante.
—¿Es eso todo?
—En absoluto, pero un bocado de cada vez, como siempre digo.
—No, no lo dices. Shurq Elalle es la que siempre dice eso.
—Su predilección por las imágenes repugnantes, amo, es, como siempre, inoportuna y en absoluto apropiada. Bueno, en cuanto a esa solución concisa suya…
—En fin, he de admitir cierta decepción. Ni siquiera has mencionado mi gran estratagema para llevar a la quiebra al país.
—El centinela lo está buscando y va muy en serio.
—¿Karos Invictad? No me extraña que me hayas amortajado. Procuraré estar cerca del borde del tejado el día que trepe hasta aquí con sus babeantes secuaces para así poder arrojarme al vacío, cosa que, estarás de acuerdo, es preferible a soportar, aunque sea una campanada, su infame y espeluznante inquisición. Entretanto, ¿qué hay para cenar?
—Huevos de dinik. Encontré un nido un poco roto que el agua había llevado debajo de un muelle.
—Pero los huevos de vinik son venenosos, de ahí las nubes de gaviotas quejumbrosas que dibujan círculos constantes sobre cada una de esas desagradables islitas flotantes.
—Es cuestión de saber cocinarlos bien, amo, y añadir unas cuantas hierbas esenciales que sirven para anular la mayor parte de los efectos adversos.
—¿La mayor parte?
—Sí.
—¿Y tienes en tu posesión esas hierbas sustentadoras de la vida?
—Bueno, no, pero pensé que podía improvisar.
—Ahí lo tienes.
—¿Ahí tengo qué, amo?
—Pues mi respuesta concisa, claro.
Bicho miró con los ojos entrecerrados a Tehol Beddict, que le guiñó un ojo, y esa vez el que cerró fue el ojo marrón. El dios ancestral frunció el ceño.
—Gracias, amo —dijo después—. ¿Qué haría yo sin usted?
—Escatimar poco, apostaría.
Tanal Yathvanar dejó el paquete en la mesa del centinela.
—Entregado por un golfillo con cara de rata esta mañana. Señor, creo que no supondrá un reto especial. En cualquier caso —continuó mientras empezaba a desenvolver el paquete—, se me ordenó que lo tratara con delicadeza y que lo mantuviera recto. Y en unos momentos verá usted por qué.
Karos Invictad observó con los ojos entornados cuando retiraron, con toda delicadeza, el envoltorio de algas de mala calidad y manchadas de grasa, que reveló la presencia de una cajita de madera abierta por arriba, la cual parecía tener lados de varias capas. El centinela se echó hacia delante y se asomó al interior.
Y vio un insecto de dos cabezas como los que estaban apareciendo junto al río. Movía las patas con precisión para dar vueltas… y más vueltas. El interior de la caja estaba formado por lados de teselas pulidas de colores y parecía que las teselas se podían deslizar para liberarlas, o recolocarlas, si así se decidía.
—¿Cuáles eran las instrucciones, Tanal?
—El reto es detener el movimiento del insecto. Al parecer continuará caminando en círculos, en el mismo sitio, hasta que se muera de hambre, cosa, que, por cierto, es el punto en el que se da por fracasado el rompecabezas… más o menos cuatro meses. Mientras la criatura rota sin moverse, no va a comer. En cuanto a agua, un trocito de musgo empapado será suficiente. Como puede ver, las teselas del interior se pueden recolocar, y es de suponer que una vez se descubra el orden o la secuencia adecuado, el insecto se detendrá. Y usted habrá derrotado al rompecabezas. Las restricciones son las siguientes: no se puede colocar ningún objeto dentro del recipiente; ni tampoco puede tocar o entrar en contacto físico con el insecto.
Karos Invictad lanzó un gruñido.
—Parece bastante sencillo. ¿Cuál es el récord para solucionarlo?
—No lo hay. Usted es el primer y único jugador, al parecer.
—No me digas. Qué curioso. Tanal, anoche murieron en sus celdas tres prisioneros; hay algún contagio desatado ahí abajo. Que quemen los cadáveres en el Terreno de Receptación, al oeste de la ciudad. A conciencia. Y que al resto los bañen con desinfectante.
—De inmediato, centinela.
Las ruinas ocupaban una extensión mucho más amplia de lo que se suele imaginar. De hecho, la mayor parte de los historiadores del primer periodo de la colonia ha prestado poca o nula atención a los informes del ingeniero real, en concreto los de Keden Qan, que sirvió desde la fundación hasta la sexta década. Durante la formulación del plan de construcción del asentamiento se llevó a cabo un estudio minucioso. Las tres torres jhag existentes, detrás del antiguo palacio, formaban parte, de hecho, de un complejo mucho mayor, lo que por supuesto contradice lo que se sabe de la civilización jhag. Por esta razón, quizá sea acertado suponer que el complejo jhag que hay en la orilla del río Lether representa un emplazamiento anterior a la dispersión. Es decir, antes de que la cultura se desintegrara en una diáspora repentina y violenta. Una interpretación alternativa sería que las tres torres principales, cuatro criptas subterráneas, y lo que Qan llamó el Foso Revestido, todo ello pertenecía a una única familia inusualmente leal.
El cualquier caso, lo que intento demostrar aquí es lo siguiente: más allá del complejo jhag (o, por decirlo de manera más correcta, jaghut), había otras ruinas. Por supuesto, no es necesario señalar la estructura más obvia y todavía en existencia, la estructura azath; esa conferencia tendrá que esperar otro día. Así pues, en una zona que cubre casi toda la superficie de la Letheras actual, podrían encontrarse cimientos, plazas o explanadas, pozos construidos, zanjas de drenaje y, de hecho, algún tipo de cementerio o depósito de cadáveres, y (escuchen con atención) no todo ello de diseño humano. No era jaghut, ni siquiera tartheno.
Bien, ¿cuáles eran los detalles de este complejo desconocido? Bueno, para empezar, era independiente, amurallado y cubierto por completo por un tejado de varios niveles, incluso las plazas, callejones y calles. Como fortaleza, era casi impenetrable. Bajo los suelos de pavimento intrincado y las calles había una segunda ciudad incluso más defendible, cuyos corredores y túneles se pueden encontrar ahora formando parte integral de nuestro sistema de alcantarillado.
En pocas palabras, Letheras, la colonia del Primer Imperio, se fundó sobre las ruinas de una ciudad anterior, una cuyo trazado parecía hacer caso omiso de la presencia de las torres jaghut y el azath, lo que sugiere que es anterior a ambos.
Ni siquiera el primer ingeniero, Keden Qan, pudo o quiso intentar identificar a estos primeros constructores. Prácticamente no se han hallado artefactos (no hay cascos, ni esculturas, no hay rastros de trabajo en metal). Un último detalle interesante. Parece que en las últimas etapas de ocupación, los moradores dieron comienzo a unas alteraciones frenéticas de su ciudad. El análisis que hizo Qan de esos esfuerzos lo llevó a la conclusión de que se había producido un cambio climático catastrófico, pues las modificaciones indicaban un intento desesperado de añadir material aislante.
Es de suponer que ese esfuerzo fracasó…
Su monólogo interior cesó de repente cuando oyó los roces leves de alguien acercándose. Levantar la cabeza suponía un esfuerzo, pero Janath Anar lo consiguió justo cuando la pesada puerta de la cámara se abría con un crujido y entraba luz a raudales de un farol, sin brillo y baja, pero cegándola de todos modos.
Apareció Tanal Yathvanar, ella sabía que no podía ser otro más que él, y un momento después habló.
—Ruego que todavía tengas que volverte loca.
Entre los labios agrietados y llenos de ampollas, la estudiosa sonrió y le contestó con voz ronca.
—Conferencias. Estoy en pleno trimestre. Historia antigua. ¿Loca? Oh, sí, sin lugar a dudas.
Lo oyó acercarse más.
—Te he dejado aquí sola demasiado tiempo, estás sufriendo. Un descuido por mi parte.
—Un descuido es mantenerme con vida, pequeño desgraciado miserable —dijo ella.
—Ah, quizá me lo merecía. Vamos, tienes que beber.
—¿Y si me niego?
—Entonces, con tu muerte inevitable, quedas derrotada. Yo te habré derrotado. ¿Estás segura de que es lo que quieres, erudita?
—Me instas a que presente una resistencia obstinada. Lo entiendo. El sádico necesita a su víctima viva, después de todo. Durante todo el tiempo que sea humanamente posible.
—La deshidratación es una forma muy desagradable de morir, Janath Anar.
Tanal le puso en la boca la espita de un cuero de agua. Ella bebió.
—No tan deprisa —dijo Tanal al tiempo que se apartaba—. Solo conseguirás vomitar. Cosa que, según veo, tampoco sería la primera vez.
—Cuando ves gusanos que te salen de los excrementos, Yathvanar… La próxima vez —añadió—, llévate tu puñetera vela contigo.
—Si lo hago —respondió él—, te quedarás ciega…
—¿Y eso importa?
Él se acercó una vez más y le vertió más agua en la boca.
Después se puso a lavarla. Se habían abierto llagas allí donde los fluidos estomacales habían quemado la piel deshidratada, y vio también que la mujer había estado tirando de las ataduras para intentar meter las manos por los grilletes.
—Se te ve bastante desmejorada —dijo mientras ponía ungüento en las heridas—. No puedes sacar las manos, Janath…
—Al pánico no le importa lo que se puede y no se puede hacer, Tanal Yathvanar. Un día lo descubrirás. Hubo un sacerdote en el siglo segundo que creó un culto basado en la premisa de que cada víctima que provocamos en nuestra vida mortal nos aguarda tras la muerte. Desde la más ligera de las heridas a la más dolorosa, cada víctima que te preceda en la muerte… espera. Te espera.
»Un mortal gestiona su economía espiritual a lo largo de su vida, y amasa crédito o deudas. Dime, patriota, ¿cuánta deuda tienes tú a estas alturas? ¿Hasta qué punto es grande el desequilibrio entre las buenas obras y tus incontables actos de maldad?
—Un culto oscuro, perturbador —murmuró él mientras se apartaba—. No me extraña que fracasara.
—En este imperio, sí, no es de extrañar en absoluto. Al sacerdote lo arrojaron a la calle y lo descuartizaron miembro a miembro. No obstante, se dice que quedan partidarios entre los pueblos derrotados, los tarthenos, los fent y nerek, las víctimas, por así decirlo, de la crueldad letherii; y antes de que esos pueblos desaparecieran casi por completo de la ciudad, había rumores de que el culto estaba reviviendo.
Tanal Yathvanar esbozó una mueca de desdén.
—Los que fracasan siempre necesitan una muleta, una justificación, convierten la miseria en virtud. Karos Invictad ha identificado esa debilidad en uno de sus tratados…
La carcajada de Janath se interrumpió con un ataque de tos seca. Cuando se recuperó, escupió antes de hablar.
—Karos Invictad. ¿Sabes por qué desprecia tanto a los académicos? Porque él es un académico fracasado. —Le enseñó a su carcelero los dientes manchados—. Los llama tratados, ¿no? El Errante nos libre, qué patético. Karos Invictad sería incapaz de elaborar un argumento decente, y mucho menos un tratado.
—Te equivocas en eso, mujer —dijo Tanal—. Incluso ha explicado por qué rindió tan poco siendo un joven erudito; oh sí, no quiso refutar tu valoración de su carrera como estudiante. Por aquel entonces lo dominaban las emociones. Era incapaz de adoptar una postura convincente, lo que lo dejaba invadido por la rabia, pero contra sí mismo, contra sus defectos. Sin embargo, años después, aprendió que tenía que despojarse de toda emoción, solo entonces quedaría clara su visión interna.
—Ah, así que necesitaba que lo hirieran. ¿Qué pasó? Una especie de traición, supongo. ¿Una mujer? ¿Un protegido, un mecenas? ¿Importa siquiera? Por fin Karos Invictad empieza a tener sentido para mí. Por qué se ha convertido en lo que se ha convertido. —La estudiosa se echó a reír de nuevo, esta vez sin toser, y después dijo—: Qué deliciosa ironía. Karos Invictad se convirtió en víctima.
—No seas…
—¡Una víctima, Yathvanar! Y no le gustó, oh, no, para nada. Le dolió, el mundo le hizo daño, así que ahora le hace daño él. Pero todavía tiene que igualar el marcador. Aunque ya ves, nunca lo hará, porque en su mente él todavía es esa víctima, todavía lucha y se rebela. Y como dijiste antes, la víctima y su muleta, la virtud que hace de la miseria, uno alimenta a lo otro, sin cesar. No me sorprende que se erice de farisaísmo a pesar de todas sus protestas de intelecto sin emociones…
Tanal la golpeó con fuerza. La cabeza de la mujer giró de golpe y dejó un rastro de saliva y sangre.
—Despotrica contra mí todo lo que quieras, erudita. Lo esperaba —siseó Tanal respirando deprisa, con una extraña tensión en el pecho—. Pero no contra Karos Invictad. Es la última esperanza del imperio. Solo Karos Invictad puede guiarnos a la gloria, a una nueva era, una era sin los edur, sin los mestizos, sin ni siquiera pueblos fracasados. No, solo los letherii, un imperio que se va expandiendo con sangre y fuego, hasta llegar a la tierra natal del Primer Imperio. ¡Él ha visto nuestro futuro! ¡Nuestro destino!
La estudiosa se lo quedó mirando bajo la luz sin brillo.
—Por supuesto. Pero antes tiene que matar a cada letherii digno de ese nombre. Karos Invictad, el gran erudito, y su imperio de matones…
Tanal la volvió a golpear, con más dureza que antes, después se echó hacia atrás con una sacudida y levantó la mano; le temblaba, la piel rasgada y magullada, un fragmento de un diente roto le sobresalía de un nudillo.
La mujer estaba inconsciente.
Bueno, ella se lo buscó. No paraba. Eso significa que lo deseaba, en el fondo quería que le pegara. He oído hablar de eso, Karos me lo ha contado, al final les gusta. Les gusta la… atención.
Así que no debo desatenderla. No de nuevo. Agua de sobra, mantenerla limpia y bien alimentada.
Y maltratarla de todos modos.
Pero la mujer no estaba inconsciente, porque habló entonces con un murmullo. Tanal fue incapaz de entenderla y se acercó un poco más.
—… al otro lado… te esperaré… al otro lado…
Tanal Yathvanar sintió que algo se le deslizaba en lo más hondo de la tripa. Y huyó de ello. Ningún dios espera para dictar sentencia. Nadie apunta el desequilibrio de las obras; no hay dios que carezca de sus propios desequilibrios, pues sus propias obras están tan sometidas a juicio como las de los demás. Así que, ¿quién elabora entonces el más allá? ¿Alguna imposición natural? Ridículo… no hay equilibrio en la naturaleza. Además, la naturaleza existe en este mundo y solo en él, sus reglas no significan nada una vez que se cruza el puente…
Tanal Yathvanar se encontró subiendo por el pasillo, aquella horrible mujer y su celda habían quedado muy atrás, no recordaba haber salido de allí.
Karos lo ha dicho una y otra vez, la justicia es una presunción. No existe en la naturaleza. «El justo castigo que se ve en catástrofes naturales es algo que fabrican personas demasiado impacientes y demasiado devotas, cada una convencida de que el mundo le perdonará la vida a ella y solo a ella. Pero todos sabemos que los que heredarán el mundo serán los aborrecibles, no los justos».
A menos, fue el pensamiento que lo invadió con la voz de Janath, que los dos sean uno y lo mismo.
Tanal hizo una mueca de desdén mientras se apresuraba a subir las gastadas escaleras. Aquella mujer estaba allí abajo, en el fondo. Una prisionera en su celda solitaria. No había forma de huir para ella.
La he dejado ahí abajo, en el fondo. Muy atrás. No puede escapar.
Pero, en su mente, Tanal la oyó reír.
Y ya no estuvo tan seguro.
Dos alas enteras del Domicilio Eterno estaban vacías, pasillos largos y desocupados y aposentos nunca habitados, almacenes, sótanos dedicados a la administración, alojamientos para sirvientes y cocinas. Los guardias que patrullaban esas secciones una vez al día llevaban sus propios faroles y dejaban una oscuridad sin mitigar a su paso. En la humedad creciente de esos lugares desiertos, el polvo se había convertido en moho, el moho se había hecho podredumbre y la podredumbre a su vez filtraba líquidos malolientes que corrían por las paredes enyesadas y se acumulaba en charcos en el suelo.
El abandono y la desatención no tardarían en derrotar las ingeniosas innovaciones de Construcciones Bicho, como derrotaban la mayor parte de las cosas alzadas de la tierra por manos humanas, y Turudal Brizad, el Errante, se consideraba casi único en su reconocimiento absoluto de tales sórdidas verdades. De hecho, había otros ancestrales insistiendo en su existencia nominal, pero todos y cada uno seguían luchando contra los estragos de la disolución inevitable. Mientras que el Errante ni se molestaba.
La mayor parte del tiempo.
Los jaghut habían llegado a comprender la naturaleza de la futilidad, y habían inspirado en el Errante un mínimo de empatía por ése, el más trágico de los pueblos. Se preguntó dónde estaría Gothos. Dadas las circunstancias, seguro que llevaba mucho tiempo muerto. Había escrito una nota de suicidio de varios volúmenes (su Locura), que era de presumir que concluía en algún momento, aunque el Errante no había visto ni oído que existiera dicha conclusión. Quizá, se planteó con una suspicacia repentina, había un mensaje oculto en un testimonio suicida sin fin, pero si era así, ese significado era demasiado oscuro para la mente de cualquiera que no fuera jaghut.
Había seguido al rey hechicero hasta el azath muerto y se había quedado allí el tiempo suficiente para discernir las intenciones de Hannan Mosag, después había regresado al Domicilio Eterno, donde podía recorrer los pasillos vacíos en paz. Contemplando, entre otras cosas, la posibilidad de meterse de nuevo en la refriega. Batallar, una vez más, contra los estragos de la disolución.
Le pareció que oía reírse a Gothos por algún lugar. Pero sin duda solo era su imaginación, siempre impaciente por burlarse de sus bien razonados impulsos.
Al encontrarse en un tramo de pasillo inundado de agua cargada de cieno, el Errante se detuvo.
—Bueno —dijo con un suave suspiro—, para acabar un viaje, uno debe antes empezarlo. Será mejor que actúe mientras todavía haya voluntad.
Su siguiente paso lo llevó a un claro, hierbas verdes y densas bajo los pies, un círculo de flores deslumbrantes en los bordes de los árboles de troncos negros que rodeaban el terreno diáfano. Las mariposas bailaban de un brote de color a otro. El trozo de cielo visible en las alturas tenía un leve tinte bermellón y el aire parecía extrañamente enrarecido.
Una voz habló a su espalda.
—Aquí la compañía no es bienvenida.
El Errante se volvió y ladeó la cabeza poco a poco.
—No es frecuente que la visión de una mujer inspire miedo en mi alma.
La mujer frunció el ceño.
—¿Tan fea soy, ancestral?
—Al contrario, Menandore. Más bien… formidable.
—Has invadido mi refugio. —Hizo una pausa antes de continuar—. ¿Te sorprende que alguien como yo necesite refugiarse?
—No sé cómo responder a eso —contestó él.
—Tienes mucho cuidado, Errante.
—Sospecho que buscas una razón para matarme.
Ella pasó junto a él, el largo sarong negro flotaba por los extremos raídos y los desgarros deshilachados.
—Por el Abismo del inframundo —murmuró—, ¿tan transparente soy? ¿Quién, salvo tú, habría adivinado que requiero justificación para matar?
—Así que tu sentido del sarcasmo ha sobrevivido a tu soledad, Menandore. Es de lo que siempre se me acusa, ¿no? De lo… aleatorio de mis actos.
—Oh, yo sé que no son aleatorios. Solo lo parecen. Tú disfrutas con el fracaso trágico, lo que me lleva a preguntarme qué quieres de mí. No nos compenetramos bien, tú y yo.
—¿Qué has estado haciendo en los últimos días? —preguntó el Errante.
—¿Por qué debería decírtelo?
—Porque tengo información que transmitir, información que verás que se… compenetra con tu naturaleza. Y busco recompensa.
—Si la rechazo, habrás hecho este peligroso viaje para nada.
—Será solo peligroso si intentas algo desafortunado, Menandore.
—Exacto.
Los ojos inhumanos de la mujer lo contemplaron con firmeza.
Él esperó.
—Fortalezas flotantes —dijo ella.
—Ah, ya veo. ¿Entonces ha empezado?
—No, pero pronto.
—Bueno, tú no eres de las que actúas sin largos preparativos, así que no me sorprende demasiado. ¿Y en qué lado terminaremos encontrándote, Menandore?
—Pues en el mío, claro está.
—Hallarás oposición.
Se arqueó una ceja fina.
El Errante miró a su alrededor.
—Un lugar agradable. ¿En qué senda estamos?
—No me creerías si te lo dijera.
—Ah —asintió él—, en ésa. Muy bien, tus hermanas conspiran.
—No contra mí, Errante.
—No de forma directa, o, más bien, no de forma inmediata. Puedes tener la certeza, sin embargo, de que la separación de tu cabeza de los hombros es el objetivo final.
—¿Ha sido liberada, entonces?
—Es inminente.
—¿Y tú no harás nada? ¿Qué hay de los otros en esa malhadada ciudad?
¿Otros?
—Mael está siendo… Mael. ¿Quién más se oculta en Letheras, aparte de tus dos hermanas?
—Hermanas —dijo ella, hizo una mueca de desdén, se dio la vuelta y se acercó a un borde del claro, donde se agachó y arrancó una flor. Se giró hacia él de nuevo y levantó la flor para aspirar su aroma.
Del tallo cortado iba saliendo un flujo constante de densa sangre roja.
Es cierto que he oído decir que la belleza es la piel más fina.
Ella sonrió de repente.
—Bueno, nadie, me equivoqué.
—Me invitas a una búsqueda frenética y que sin duda me arrebatará mucho tiempo para demostrar tu candidez, Menandore. ¿Qué posible razón podrías tener para mandarme tras ese rastro?
Ella se encogió de hombros.
—Te lo tienes merecido por violar mi refugio, Errante. ¿Hemos terminado ya?
—Tu flor se ha desangrado —dijo él mientras daba un paso atrás y se encontraba de nuevo en el pasillo vacío e inundado de la quinta ala del Domicilio Eterno.
Otros. La muy zorra.
En cuanto el Errante se desvaneció en el claro, Menandore tiró la flor marchita y dos figuras salieron del bosque, una por su izquierda y la otra por su derecha.
Menandore arqueó la espalda y se pasó las dos manos por el denso pelo rojo.
Las dos figuras se detuvieron a mirar.
Como ella sabía que harían.
—¿Habéis oído? —preguntó, le daba igual cuál contestara.
Ninguna de las figuras respondió. Menandore dejó la postura y miró con el ceño fruncido al dios flaco e invadido por las sombras de su izquierda.
—Ese bastón es una afectación absurda, que lo sepas.
—Qué más dan mis afectaciones absurdas, mujer. Sangre chorreando de una flor, por el amor del Embozado, uy… —El dios conocido como Tronosombrío volvió la cabeza hacia la figura alta y encapuchada que tenía enfrente—. Humildes disculpas, Segador.
El Embozado, señor de la Muerte, pareció ladear la cabeza como si se hubiera sorprendido.
—¿Tuyas?
—¿Las disculpas? Por supuesto que no. No he hecho más que una aserción. ¿Había un sujeto que adjuntar a ella? No. Nosotros tres, feroces criaturas, nos hemos encontrado, hemos hablado, hemos acordado casi nada y hemos llegado a la conclusión de que las impresiones previas que teníamos de los otros han resultado ser demasiado… generosas. No obstante, parece que estamos de acuerdo, más o menos, en el único asunto que tú, Embozado, querías tratar. No es de extrañar que estés eufórico.
Menandore miró con el ceño fruncido al señor de la Muerte en busca de pruebas de la susodicha euforia. Al no encontrar ninguna, miró a Tronosombrío una vez más.
—Has de saber que yo nunca he aceptado tu reivindicación.
—La pena me abruma. Así que tus hermanas van a por ti. Qué familia más pavorosa tienes. ¿Quieres ayuda?
—¿Tú también? Recuerda cómo despedí al Errante.
Tronosombrío se encogió de hombros.
—Los ancestrales piensan muy despacio. Mi ofrecimiento es de otra magnitud. Piénsalo bien antes de rechazarlo.
—¿Y qué pides a cambio?
—El uso de una puerta.
—¿Qué puerta?
Tronosombrío lanzó una risita, después el espeluznante sonido se detuvo de golpe y el dios habló con tono serio.
—Starvald Demelain.
—¿Con qué fin?
—Pues proporcionarte ayuda, por supuesto.
—Quieres quitarte a mis hermanas de en medio, quizá incluso más que yo. Te retuerces en ese trono que tienes, ¿no?
—Una conveniente convergencia de deseos, Menandore. Pregúntale al Embozado, sobre todo ahora.
—Si te doy acceso a Starvald Demelain, lo utilizarás más de una vez.
—No seré yo el que haga tal cosa.
—¿Lo juras?
—¿Por qué no?
—Idiota —dijo el Embozado con tono ronco.
—Esperaré que te atengas a ese juramento, Tronosombrío —dijo Menandore.
—¿Entonces aceptas mi ayuda?
—Como aceptas tú la mía en este asunto. Convergencia de deseos, has dicho.
—Tienes razón —dijo Tronosombrío—. Retiro toda idea de «ayuda». Estamos ambos contribuyendo a algo, como corresponde a dicha convergencia; y una vez terminemos con la tarea que tenemos entre manos, no existirá ninguna otra obligación entre nosotros.
—Me parece bien.
—Vosotros dos —dijo el Embozado al tiempo que se daba la vuelta— sois peores que letrados. Y no queréis saber lo que hago con las almas de los letrados. —Un latido más tarde, el señor de la Muerte había desaparecido.
Menandore frunció el ceño.
—Tronosombrío, ¿qué son los letrados?
—Una profesión dedicada a la subversión de las leyes para obtener un beneficio —respondió el otro, su bastón iba dando golpecitos inexplicables a medida que iba arrastrando de nuevo los pies hacia el bosque—. Cuando era emperador, me planteé masacrarlos a todos.
—¿Y por qué no lo hiciste? —le preguntó ella al que empezaba a desvanecerse en una miasma de tenebrosidad bajo los árboles.
Le llegó una respuesta apenas perceptible.
—El letrado real dijo que sería un terrible error.
Menandore se había quedado sola una vez más. Miró a su alrededor y lanzó un gruñido.
—Dioses, cómo odio este sitio. —Un momento después ella también se había desvanecido.
Janall, en otro tiempo emperatriz del Imperio de Lether, apenas podía reconocerse ya como ser humano. Utilizada de forma brutal como conducto del poder caótico del dios Tullido, su cuerpo se había retorcido hasta convertirse en una pesadilla maligna, tenía los huesos combados, los músculos estirados y gruesos, y unos enormes bultos de grasa habían empezado a colgarle en pliegues de su cuerpo deformado. No podía caminar, ni siquiera podía levantar el brazo izquierdo, y la hechicería le había destrozado la mente, la locura ardía en unos ojos que resplandecían con maldad en la oscuridad cuando Nisall, con un farol en la mano, se detuvo en la puerta.
El aposento hedía a sudor, orina y otras secreciones procedentes del sinfín de llagas supurantes que cubrían la piel de Janall; el tufo dulce a comida estropeada y otro olor acre que le recordó a la concubina del emperador a dientes podridos.
Janall avanzó arrastrándose con un giro extraño, asimétrico, de las caderas, pivotando sobre el brazo derecho. El movimiento hacía un ruido húmedo bajo ella, y Nisall vio los chorros de saliva que se desprendían de la boca deforme de aquella mujer que había sido tan bella. En el suelo había charcos de mucosidad y se dio cuenta de que era ésa la fuente del olor acre.
La concubina luchó contra las náuseas y se adelantó.
—Emperatriz.
—¡Ya no! —La voz era entrecortada, surgía de una garganta deforme, y la saliva salpicaba con cada sacudida de la mandíbula informe—. ¡Soy reina! De esta Casa, de esta meliflua Casa. Oh, somos una familia feliz, oh, sí, y un día, un día muy pronto, ya lo verás, ese cachorrito del trono vendrá aquí. A por mí, su reina. Tú, puta, tú no eres nada… la Casa no es para ti. Tú ciegas a Rhulad ante la verdad, pero su visión será clara, una vez —la voz se sumió en un susurro y se inclinó hacia delante— que nos deshagamos de ti.
—He venido —dijo Nisall— para ver si necesitaba algo.
—Mentirosa. Viniste en busca de aliados. Crees que puedes llevártelo. Arrebatármelo a mí. A nuestro verdadero amo. ¡Fracasarás! ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está?
Nisall sacudió la cabeza.
—No lo sé. Ni siquiera sé si sigue vivo; en la corte los hay que afirman que lo está, mientras que otros me dicen que murió ya hace tiempo. Pero, emperatriz, intentaré averiguarlo. Y cuando lo haga, regresaré. Con la verdad.
—No te creo. Nunca fuiste mi aliada. Eras la puta de Ezgara, no la mía.
—¿Ha venido de visita Turudal Brizad, emperatriz?
Por un momento pareció que la mujer no iba a contestar. Después consiguió algo parecido a un encogimiento de hombros.
—No se atreve. El amo ve a través de mis ojos, díselo a Rhulad, y entenderá lo que debe ser. A través de mis ojos, mira con más atención si quieres conocer a un dios. El dios. El único dios que importa ahora. El resto está ciego, tan ciego como has hecho tú a Rhulad, pero todos se van a llevar una sorpresa, oh sí. La Casa es grande, más grande de lo que imaginas. La Casa somos todos nosotros, puta, y un día se proclamará esa verdad para que todos la oigan. ¿Me ves? Estoy de rodillas y no es ninguna casualidad. Cada humano estará de rodillas, un día, y me conocerán como su reina. En cuanto al Rey de las Cadenas —se echó a reír, un sonido impregnado de flemas—, bueno, la corona es indiferente a qué cráneo ciñe. El cachorrito está fallando, ¿sabes? Fracasa. Hay… insatisfacción. Debería matarte aquí, ahora. Acércate más, puta.
En su lugar, Nisall retrocedió un paso, después dos, hasta que se encontró una vez más en la puerta.
—Emperatriz, el canciller es la fuente de los… fallos de Rhulad. Su dios debería saberlo, no sea que cometa un error. Si quiere matar a alguien, debería ser a Triban Gnol y, quizá, a Karos Invictad; conspiran para derrotar a los edur.
—¿Los edur? —La mujer escupió—. El amo ya casi ha terminado con ellos. Casi acabados.
—Diré que bajen unos sirvientes —dijo Nisall—. Para que limpien su aposento, emperatriz.
—Espías.
—No, de su propio séquito.
—Que se pasaron al otro bando.
—Emperatriz, cuidarán de usted; su lealtad permanece intacta.
—¡Pero no los quiero! —Janall se encorvó todavía más—. No quiero… que me vean así.
—Haremos que bajen una cama. Con dosel. Puede correr el velo cuando lleguen. Pasarles las sábanas manchadas por una abertura de la cortina.
—¿Harías eso? Yo te quería muerta.
—El pasado no es nada —dijo Nisall—. Ya no.
—Largo —dijo con voz ronca Janall, y apartó la vista—. El amo está disgustado contigo. Sufrir es nuestro estado natural. Una verdad que proclamar, y eso haré, cuando consiga mi nuevo trono. Sal de aquí, puta, o acércate más.
—Espere a sus sirvientes antes de una campanada —dijo Nisall mientras se daba la vuelta y abandonaba el espeluznante aposento.
Cuando se desvaneció el eco de las pisadas de la puta, Janall, Reina de la Casa de las Cadenas, se acurrucó hecha una bola sobre el repugnante suelo resbaladizo. La locura destelló en sus ojos, desapareció y después regresó una vez más. Una y otra vez. Habló, una voz pastosa, la otra ronca.
—Vulnerable.
—Hasta la guerra definitiva. Observa el ejército, que gira y da la vuelta completa. Estos sórdidos juegos de aquí, los tiempos ya casi han pasado, nos han pasado a todos. Oh, cuando el dolor al fin acabe, entonces verás la verdad que soy. Querida reina, mi poder fue una vez el beso más dulce. Un amor que no rompía nada.
—Dame mi trono. Lo prometiste.
—¿Merece la pena?
—Te lo ruego…
—Todos me ruegan, y lo llaman plegaria. ¿Qué amarga bendición debo tragar de esta eterna fuente de pavor, rencor y codicia sin rodeos? ¿Jamás lo verás? ¿Nunca comprenderás? Debo encontrar a los que están rotos, pero no esperes mi mano, mi roce. Nadie lo entiende, lo mucho que los dioses temen la libertad. Nadie.
—Me has mentido.
—Te has mentido a ti misma. Todos os mentís y lo llamáis fe. Soy vuestro dios. Soy lo que me hicisteis. Todos censuráis mi indiferencia, pero os aseguro que censuraríais mucho más mi atención. No, no proclames lo contrario. Sé lo que afirmáis hacer en mi nombre. Sé que vuestro mayor miedo es que un día os lo eche en cara, y ése es el verdadero juego, esta partida de tabas del alma. Obsérvame, mortal, observa cómo os lo echo en cara. A todos y cada uno de vosotros.
—Mi dios está loco.
—Como quieres tenerme, así estoy.
—Quiero mi trono.
—Tú siempre quieres.
—¿Por qué no me lo das?
—Respondo como dios: si te doy lo que quieres, morimos todos. Ja, ya lo sé, ¡te da igual! Ah, los humanos, sois de lo que no hay. Convertís cada uno de mis alientos en una agonía. Y cada una de mis convulsiones es vuestro éxtasis. Muy bien, mortal, responderé a tus plegarias. Lo prometo. Pero no digas jamás que no te lo advertí. No lo digas. Nunca.
Janall se echó a reír y lo roció todo de saliva.
—Estamos locos —susurró—. Oh, sí, muy locos. Y estamos trepando hacia la luz…
A pesar de todos los sirvientes que se escabullían de un lado a otro y los guardias inmóviles con yelmo que protegían varias entradas, a Nisall las zonas más pobladas del Domicilio Eterno le parecían, en algunos sentidos, más deprimentes que los pasillos abandonados que había dejado atrás un tercio de campanada antes. La suspicacia agriaba el ambiente, el miedo acechaba como sombras bajo los pies entre los soportes de las antorchas. El nombre del palacio había adquirido un matiz irónico, plagado como estaba el Domicilio Eterno de paranoia, intriga y traiciones incipientes. Como si los humanos no pudieran hacer nada mejor y estuvieran condenados a perpetuidad a una existencia sórdida.
Estaba claro que no había nada satisfactorio en la paz, más allá de la libertad que proporcionaba para no tramar nada bueno. La había conmocionado su visita a la que había sido emperatriz, Janall, que se suponía que estaba loca. Ese tal dios Tullido desde luego que acechaba en los ojos de la mujer, Nisall lo había visto, había sentido esa atención escalofriante, inhumana, clavada en ella, calculadora, reflexionando qué posible uso podía darle. Ella no quería formar parte de los planes de un dios, sobre todo de ese dios. Era incluso más aterrador pensar que las ambiciones de Janall continuaban intactas, hinchadas por visiones de poder supremo, a pesar de su cuerpo torturado, brutalizado. El dios también la estaba usando.
Había rumores de guerra siseando como el viento en el palacio, relatos de una conspiración beligerante tramada por los reinos y las tribus fronterizas del este. Los informes que el canciller le había entregado a Rhulad habían sido de todo menos sencillos en sus exhortaciones para subir las apuestas. Una declaración formal de guerra, la puesta en marcha de una concentración de tropas que partiría hacia las fronteras en una campaña preventiva de conquista. Mucho mejor derramar sangre en sus tierras que en suelo letherii, después de todo.
—Si la alianza encabezada por Bolkando quiere guerra, deberíamos dársela. —Los ojos relucientes del canciller contradecían la enunciación fría, casi átona de esas palabras.
Rhulad se había removido en su trono y había murmurado su inquietud, los edur se habían desplegado demasiado, los k’risnan tenían un exceso de trabajo. ¿Por qué desagradaba tanto a los bolkandanos? No había habido lista de afrentas. Él no había hecho nada para dar vida a ese fuego.
Triban Gnol había señalado, en voz baja, que habían capturado a cuatro agentes de la conspiración cuando entraban en Letheras solo el otro día. Disfrazados de mercaderes en busca de marfil. Karos Invictad había enviado por mensajero sus confesiones, ¿le gustaría verlas al emperador?
Rhulad había negado con la cabeza y no había dicho nada, los ojos atormentados por el dolor clavados en las losas del estrado que había bajo sus pies, embutidos en zapatillas.
Tan perdido, ese terrible emperador.
Cuando giró por el pasillo que llevaba a sus aposentos privados, Nisall vio una figura alta junto a su puerta. Un tiste edur, uno de los pocos que residían en el palacio. Recordaba de forma vaga que el guerrero tenía algo que ver con la seguridad.
El hombre ladeó la cabeza a modo de saludo cuando ella se acercó.
—Primera concubina Nisall.
—¿Lo ha enviado el emperador? —preguntó ella al tiempo que pasaba junto a él y le indicaba con un ademán que entrara tras ella en sus aposentos. Pocos hombres podían intimidarla, conocía sus mentes demasiado bien. Se sentía menos cómoda en compañía de mujeres y de hombres prácticamente castrados como Triban Gnol.
—Por desgracia —dijo el guerrero—, no se me permite hablar con mi emperador.
Ella se detuvo y lo miró.
—¿Ha perdido su favor?
—No tengo ni idea.
Intrigada, Nisall miró al edur durante un momento.
—¿Quiere un poco de vino? —le preguntó después.
—No, gracias. ¿Era usted consciente de que el centinela Karos Invictad ha emitido una directiva para recopilar pruebas que lleven a su arresto por sedición?
Nisall se quedó muy quieta. La atravesó un calor repentino y sintió perlas de sudor frías como el hielo contra su piel.
—¿Está aquí —susurró— para arrestarme?
El hombre alzó las cejas.
—No, nada por el estilo. Más bien lo contrario, de hecho.
—¿Desea, así pues, unirse a mi traición?
—Primera concubina, no creo que esté tomando parte en ningún acto de sedición. Y si lo está, dudo que vayan dirigidos contra el emperador Rhulad.
Nisall frunció el ceño.
—Si no es contra el emperador, ¿contra quién entonces? ¿Y cómo se iba a considerar traición si el objetivo no es Rhulad? ¿Cree que estoy resentida contra la hegemonía tiste edur? Con exactitud, ¿contra quién estoy conspirando?
—Si me obligaran a apuntar una posibilidad… el canciller Triban Gnol.
La primera concubina no dijo nada por un momento.
—¿Qué quiere? —preguntó después.
—Discúlpeme. Me llamo Bruthen Trana. Me encargaron que supervisara las operaciones de los patriotas, aunque es probable que el emperador ya haya olvidado ese detalle.
—No me sorprende. Todavía no le ha informado de nada.
El hombre hizo una mueca.
—Cierto. El canciller se ha asegurado de eso.
—E insiste en que lo informe a él, ¿no? Estoy empezando a entender, Bruthen Trana.
—He de suponer que las garantías de Triban Gnol de que ha transmitido los dichos informes a Rhulad son falsas.
—Los únicos informes que el emperador recibe sobre los patriotas son los del centinela, tras la revisión obligatoria y necesaria del canciller.
Bruthen suspiró.
—Como sospechaba. Primera concubina, se dice que su relación con el emperador es algo más profunda que la habitual entre el gobernante y la puta favorita, y disculpe el uso del término. A Rhulad lo están aislando de su propio pueblo. A diario recibe peticiones, pero son todas de letherii, y éstas son seleccionadas con todo cuidado por Triban Gnol y su personal. La situación ha empeorado desde que zarparon las flotas, pues con ellas fueron Tomad Sengar y Uruth, y muchos otros hiroth, incluyendo el hermano de Rhulad, Binadas. Todos los que podrían haberse opuesto con eficacia a las maquinaciones del canciller han sido eliminados de la escena. Hasta Hanradi Khalag… —Sus palabras se fueron apagando y se quedó mirándola, después se encogió de hombros—. Debo hablar con el emperador, Nisall. En privado.
—Es posible que no pueda ayudarlo, si me van a arrestar —contestó ella.
—Solo el propio Rhulad puede evitar que eso ocurra —dijo Bruthen Trana—. Entretanto, yo puedo proporcionarle cierta protección.
Nisall ladeó la cabeza.
—¿Cómo?
—Le asignaré dos guardaespaldas edur.
—Ah, así que no está del todo solo, Bruthen.
—El único edur que está solo de verdad aquí es el emperador. Y, quizá, Hannan Mosag, aunque todavía tiene a sus k’risnan, pero no hay ninguna certeza de que el que fuera rey hechicero sea leal a Rhulad.
Nisall sonrió sin muchas ganas.
—Así que resulta —dijo— que los tiste edur no son tan diferentes de los letherii, después de todo. ¿Sabe?, a Rhulad le gustaría que fuera… de otro modo.
—Quizá, entonces, primera concubina, podamos trabajar juntos para ayudarlo a lograr su visión.
—Será mejor que sus guardaespaldas sean sutiles, Bruthen. Los espías del canciller me vigilan de forma constante.
El edur sonrió.
—Nisall, somos hijos de Sombra.
Una vez, mucho tiempo atrás, había caminado durante un tiempo por el reino del Embozado. En el idioma de los eleint, la senda que no era nueva ni ancestral se conocía con el nombre de Festal’rythan, las Vetas de los Muertos. Ella había encontrado la prueba cuando atravesaba el tajo serpenteante de un barranco cuyas crudas paredes revelaban innumerables estratos que mostraban señales de la verdad de la extinción. Cada especie que había existido hasta entonces estaba atrapada en los sedimentos de Festal’rythan, pero no como esas formaciones geológicas que podían encontrarse en cualquier mundo, no. En el reino del Embozado lo que persistía eran las chispas de las almas, y lo que ella presenciaba eran sus «vidas», abandonadas allí, aplastadas e inmovilizadas. La piedra misma estaba, en ese oxímoron peculiar que plagaba el lenguaje de la muerte, «viva».
En los terrenos rotos que rodeaban el azath sin vida de Letheras, muchas de esas criaturas largo tiempo extintas habían regresado arrastrándose por la puerta, tan insidiosas como cualquier alimaña. Cierto, no era una puerta como tal, solo… desgarros, fisuras, como si algún terrible demonio la hubiera destrozado desde ambos lados con garras del tamaño de mandobles que atravesaran el tejido entre las sendas. Había habido batallas allí, el derramamiento de sangre ancestral, el pronunciamiento de promesas imposibles de cumplir. Todavía podía oler la muerte de los dioses tarthenos, casi podía oír su rabia e incredulidad cuando uno caía, luego otro, y otro… hasta que todos desaparecieron, arrojados a Festal’rythan. No los compadecía. Era demasiado fácil ser arrogante al llegar a ese mundo, pensar que nadie podía desafiar el desencadenamiento de poder ancestral.
Desde entonces había descubierto una multitud de verdades en la progresión irresistible del tiempo. Lo crudo se convertía en refinado, y con el refinamiento, el poder se hacía incluso más letal. Todo lo que era simple adquiría, con el tiempo y bajo presión suficiente (y si el azar resultaba benigno en lugar de maligno), mayor complejidad. Y sin embargo, en algún momento, se cruzaba un umbral, y la complejidad se derrumbaba en la disolución. No había nada fijado en eso, algunas formas se alzaban y caían con una rapidez asombrosa, mientras que otras podían persistir durante periodos de tiempo extraordinariamente largos en aparente estasis.
Así pues, ella creía comprender más que la mayoría, pero se encontró con que no podía hacer mucho con ese conocimiento. En pie en aquel patio maltratado y repleto de malas hierbas, sus ojos fríos, inhumanos, se clavaron en la figura deforme que estaba agachada al borde del túmulo hendido más grande; podía ver a través del caos el interior del hombre, podía ver cómo se instaba a la disolución dentro de esa compleja matriz de carne, sangre y huesos. El dolor irradiaba de esa espada retorcida, encorvada, mientras continuaba estudiándolo.
Él había terminado por ser consciente de su presencia y el miedo susurraba y lo atravesaba; la hechicería del dios Tullido iba creciendo. Sin embargo, no estaba muy seguro de si ella representaba una amenaza. Entretanto, la ambición se alzaba y caía como olas que se estrellasen alrededor de la isla de su alma.
Ella podía, si así lo decidía, utilizar a aquel hombre.
—Soy Hannan Mosag —dijo la figura sin volverse—. Tú… tú eres soletaken. La más cruel de las Hermanas, maldita entre el panteón edur. Tu corazón es traición. Te saludo, Sukul Ankhadu.
Ella se acercó.
—La traición pertenece a la que está enterrada ahí debajo, Hannan Mosag, a la Hermana que en un tiempo veneraste. Me pregunto hasta qué punto, edur, eso dio forma a tu destino. ¿Alguna traición que atormente a tu pueblo en los últimos tiempos? Ah, te he visto estremecerte. Bueno, en fin, ninguno de los dos debería sorprenderse.
—Pretendes liberarla.
—Siempre he trabajado mejor con Sheltatha Sabiduría que con Menandore… aunque puede que ése no sea el caso ahora. La enterrada tiene sus… obsesiones.
El tiste edur lanzó un gruñido.
—¿No las tenemos todos?
—¿Cuánto tiempo hace que sabes que tu venerada protectora estaba enterrada aquí?
—Sospechas, desde hace años. Había pensado, esperado, descubrir también aquí lo que quede de Scabandari Ojodesangre.
—Te equivocas de ascendiente —dijo Sukul Ankhadu con tono divertido—. Si hubieras acertado en cuanto a quién traicionó a quién por aquel entonces, lo habrías sabido.
—Oigo el desdén en tu voz.
—¿Por qué estás aquí? ¿Tan impaciente como para añadir tus poderes a los rituales que desencadené ahí abajo?
—Es posible —dijo Hannan Mosag— que podamos trabajar juntos… durante un tiempo.
—¿De qué serviría eso?
El tiste edur cambió de posición para levantar la cabeza y mirarla.
—Parece obvio. En estos mismos momentos Silchas Ruina está buscando al que pensé que estaba aquí. Dudo que a ti o a Sheltatha Sabiduría os complazca que lo consiga. Puedo guiaros tras su rastro. También puedo prestaros… apoyo en el momento del enfrentamiento.
—¿Y a cambio?
—Para empezar, podemos poner fin a tus actividades, dejarás de matar y comer ciudadanos. En segundo lugar, podemos destruir a Silchas Ruina.
Ella lanzó un gruñido.
—No es la primera vez que oigo esa afirmación, Hannan Mosag. ¿El dios Tullido está preparado de verdad para desafiarlo?
—Con aliados… sí.
Ella se planteó la propuesta. Habría traiciones, pero no le parecía que se fueran a dar hasta después de que se deshicieran de Ruina, y la partida pondría a su disposición el finnest. Ella sabía de sobra que el poder de Scabandari Ojodesangre no era el que había sido, y lo que quedaba sería muy vulnerable.
—Dime, ¿Silchas Ruina viaja solo?
—No. Tiene un puñado de seguidores, pero de ellos, solo uno es causa de preocupación. Un tiste edur, el hermano mayor de los Sengar, en otro tiempo comandante de los guerreros edur.
—Una alianza sorprendente.
—Precaria es una palabra mejor para describirla. Él también busca el finnest, y hará, según creo, todo lo que pueda para evitar que caiga en manos de Ruina.
—Ah, el oportunismo nos atormenta a todos. —Sukul Ankhadu sonrió—. Muy bien, Hannan Mosag. Estamos de acuerdo, pero dile a tu dios Tullido una cosa: huir en el momento del ataque y abandonarnos a Sheltatha Sabiduría y a mí a merced de Silchas Ruina y, digamos, largarse con el finnest durante la lucha, se revelará como un error fatal. Con nuestro último aliento le contaremos a Silchas Ruina todo lo que necesita saber y él irá a por el dios Tullido, y no descansará hasta encontrarlo.
—Nadie os abandonará, Sukul Ankhadu. En cuanto al finnest en sí, ¿deseáis reclamarlo como vuestro?
Ella se echó a reír.
—¿Para pelearnos por él entre nosotras? No, preferiríamos verlo destruido.
—Entiendo. ¿Pondríais objeciones, entonces, a que el dios Tullido utilizara su poder?
—¿Con ese uso se logrará al final su destrucción?
—Oh, sí, Sukul Ankhadu.
Ella se encogió de hombros.
—Como quieras. —Debes de creerme de verdad idiota, Hannan Mosag—. Tu dios marcha a la guerra, necesitará toda la ayuda que pueda conseguir.
Hannan Mosag consiguió esbozar una sonrisa, una mueca retorcida, fiera.
—Es incapaz de marchar. Ni siquiera se arrastra. La guerra va a él, hermana.
Si había algún significado oculto en esa distinción, Sukul Ankhadu fue incapaz de discernirlo. Alzó la mirada y la clavó en el río, al sur. Gaviotas que dibujaban círculos, extrañas islas de hierbas y palitos que giraban en las corrientes. Y percibía que bajo la superficie arremolinada había unos leviatanes enormes, beligerantes, que utilizaban las islas como cebo. Lo que se acercara lo suficiente…
Atrajo su atención un rumor sordo de poder en el túmulo roto y volvió a bajar los ojos.
—Ya viene, Hannan Mosag.
—¿Me voy? ¿O le parecerá bien nuestro arreglo?
—Sobre eso, edur, no puedo hablar por ella. Será mejor que te vayas; después de todo, tendrá mucha hambre. Además, ella y yo tenemos muchas cosas de las que hablar… viejas heridas que curar entre nosotras.
La Hermana observó al hechicero deforme que se alejaba a rastras. Después de todo, eres más hijo de ella que mío, y preferiría que ella careciera, de momento, de aliados.
Fue todo obra de Menandore, en cualquier caso.