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El motín se produjo ese malhadado amanecer, cuando entre las espesas brumas que nos habían atormentado durante diez días miramos al este, y allí vimos, alzándose inmensos e innumerables en el horizonte cubierto de nubes, dragones. Demasiado grandes para abarcarlos, sus cabezas por encima del sol, las alas plegadas descendiendo para arrojar una sombra que podría tragarse todo Drene. Era demasiado, demasiado aterrador incluso para los soldados más curtidos de nuestra tropa, pues sus ojos oscuros estaban sobre nosotros, una mirada extraña que nos drenaba la sangre del corazón, el hierro mismo de las espadas y las lanzas.

Adentrarse en esas sombras haría temblar a un paladín del Primer Imperio. No podíamos enfrentarnos a ese desafío, y aunque expresé mi furia, mi consternación, no fue más que el impulso exigido a cualquier líder de expedición, y desde luego, yo no tenía intención de exigir a mi partida el coraje del que yo mismo carecía. El impulso puede ser peligroso, no sea que uno triunfe donde uno no quisiera. Y así cesé en mi resentimiento, quizá con demasiada facilidad, pero ninguno echó cuentas de ello, aliviados como todos se sentían cuando desmontamos el campamento, cargamos las mulas y viramos al oeste.

Cuatro días adentrados en las tierras salvajes

—Thrydis Addanict

El destierro mataba a la mayor parte de las víctimas cuando el mundo que los esperaba era duro, cuando la supervivencia no podía adquirirse sin los dineros de la cooperación. No había castigo más grave entre las tribus, ya fueran leznas, d’rhasilhani o keryn. Pero era la propia estructura de los clanes lo que imponía la intransigencia letal y, con ella, la correspondiente devastación cuando a uno se le expulsaba, solo, despojado de cuanto daba significado a la vida. Las víctimas se derrumbaban sobre sí mismas, abandonaban todas las habilidades que podrían servir para sostenerlas, se marchitaban y después morían.

Los letherii y sus inmensas ciudades, el tumulto de un sinfín de rostros eran (más allá de las cadenas del endeudamiento) casi indiferentes al destierro. Cierto, esas personas no eran inmunes a la noción del castigo espiritual (existían en familias, después de todo, una característica universal de los seres humanos), pero a las cicatrices que producía el alejamiento se podía sobrevivir. Otra aldea, otra ciudad; con la lucha de volver a empezar se podía lidiar y, de hecho, para algunos, comenzar de nuevo se convirtió en una adicción por derecho propio. Una forma de quedar absueltos de toda responsabilidad.

Mascararroja, su vida, la de los leznas no corrompidos en generaciones, había llegado a creer que la naturaleza de los letherii (su enemigo más odiado) había, no obstante, manchado su espíritu. El destierro no había resultado ser una sentencia de muerte. El destierro había resultado ser un regalo gracias al que había descubierto la libertad. El aliciente que arrastraba a tantos jóvenes guerreros al Imperio de Lether, donde el anonimato demostraba ser, a la vez, veneno y emancipación.

Tras la expulsión había vagado lejos sin pensar en regresar jamás. No era como había sido una vez, ya no era el hijo de su padre, pero en lo que se había convertido era, incluso para él, un misterio.

Ninguna nube estropeaba el cielo, la nueva estación iba encontrando su calidez y las liebres salían disparadas del refugio momentáneo de un matorral al siguiente por delante de él; montaba el caballo letherii por la pista para ganado de la ruta nordeste. Un rebaño pequeño, había observado, con pocas manchas de nacimientos recubiertas de moscas en las cercanías del sendero, donde los machos rodara se reunían con gesto protector hasta que los recién nacidos eran capaces de ponerse en pie. El clan que guiaba esas bestias era seguramente pequeño.

A los guardianes k’chain che’malle de Mascararroja no se los veía por ninguna parte, pero eso no era inusual. Los enormes reptiles tenían un apetito prodigioso. En esa época del año, los bhederin salvajes, que habían pasado el invierno en pequeños bosques (una raza solitaria y más grande que la de las llanuras del sur), se aventuraban a salir de su refugio en busca de pareja. Más grandes que dos bueyes letherii, los machos eran feroces y beligerantes y cargaban contra cualquiera que se acercara demasiado, salvo una hembra de su misma especie. Sag’Churok, el cazador kell macho, disfrutaba recibiendo esa carga atronadora (Mascararroja había visto su placer, que se revelaba en el azote lento y sinuoso de la cola) cuando se interponía en el camino del animal, las hojas de hierro levantadas en el aire. Por rápido que fuera el bhederin, el k’chain che’malle lo era más. Y en cada ocasión, tras matar a la bestia, Sag’Churok le cedía el cadáver a Gunth Mach y la hembra podía comer hasta hartarse.

Mascararroja siguió cabalgando todo el día, el ritmo relajado para aliviar la carga del caballo, y cuando el sol comenzaba a descender hacia el horizonte y prender lejanas nubes de tormenta, llegó al campamento lezna, situado en una antigua isla con forma de herradura entre dos lechos fluviales secos y erosionados. Los rebaños se concentraban en los flancos de los valles de ambos lados y la extensión de chozas abovedadas, hechas con pieles cosidas, se acurrucaba entre el humo de las hogueras que cubrían el valle.

Nada de exploradores. Ni piquetes. Y era un campamento demasiado grande para el tamaño de los rebaños.

Mascararroja frenó al borde del risco y estudió la escena. Aquí y allá se alzaban voces de un duelo ritual. No se veían muchos niños moviéndose entre las chozas.

Tras un rato, mientras permanecía inmóvil en la alta silla letherii, alguien lo vio. Gritos repentinos, movimiento de los que se escabullían entre las sombras crecientes y, poco después, media docena de guerreros salió al trote hacia él.

Tras ellos, el campamento ya había comenzado a desmontarse en medio del pánico, volaban las chispas de las hogueras que se pateaban y apagaban con los pies. Las paredes de piel se ondulaban en las chozas.

Aparecieron perros ganaderos y de tiro, que salieron como flechas a reunirse con los guerreros que se le acercaban.

Los guerreros leznas eran jóvenes, vio Mascararroja cuando se aproximaron. Solo habría pasado un año o dos desde sus noches de la muerte. Ni un solo veterano entre ellos. ¿Dónde estaban los ancianos? ¿Los cargadores?

Los seis guerreros se detuvieron a quince pasos ladera abajo y empezaron a consultarse con siseos bajos. Luego, uno se giró hacia el campamento y lanzó un grito penetrante. Abajo se detuvo toda actividad.

Se alzaron rostros que se quedaron mirando a Mascararroja. Ni un solo guerrero entre ellos parecía lo bastante osado como para aventurarse y acortar distancias.

A los perros los intimidaba menos la presencia de un guerrero solitario. Entre gruñidos, con el pelo erizado, se fueron arrastrando en semicírculo hacia él. Y entonces, al captar un olor inesperado, las bestias retrocedieron de repente con las colas bajas y gemidos tímidos surgiéndoles de la garganta.

Al fin, un joven guerrero se adelantó un solo paso.

—Tú no puedes ser él —dijo.

Mascararroja suspiró.

—¿Dónde está vuestro caudillo? —quiso saber.

El joven sacó pecho y se irguió todavía más.

—Yo soy el caudillo de este clan. Masarch, hijo de Nayrud.

—¿Cuándo fue tu noche de la muerte?

—Ésas son costumbres antiguas —dijo Masarch enseñando los dientes con un gruñido—. Hemos abandonado esas tonterías.

Otro habló tras el caudillo.

—¡Las antiguas costumbres nos han fallado! ¡Nos hemos deshecho de ellas!

—Quítate esa máscara —dijo Masarch—, no es para ti. Pretendes engañarnos. Montas un caballo letherii, eres uno de los espías del comisionado.

Mascararroja no respondió de inmediato. Su mirada se deslizó junto al caudillo y sus seguidores y se clavó una vez más en el campamento. Se estaba reuniendo una multitud en el borde y los observaba. Se quedó en silencio otros veinte latidos y después habló.

—No habéis dispuesto ningún piquete. Una tropa letherii podría alinearse en este risco y precipitarse entre vosotros y no estaríais preparados. Vuestras mujeres anuncian a gritos su angustia, un sonido que puede escucharse en leguas a la redonda una noche tranquila como ésta. Tu pueblo se muere de hambre, caudillo, pero encienden un exceso de fuegos, suficientes para crear sobre vosotros una nube de humo que no se mueve y refleja la luz de abajo. Habéis estado matando a los rodaras y myrid recién nacidos en lugar de acabar con los machos viejos y las hembras que ya no pueden parir. No debéis de tener cargadores, pues si los tuvierais, te enterrarían en la tierra y te obligarían a pasar tu noche de la muerte para que pudieras resurgir, nacido de nuevo y, con un poco de suerte, con una nueva sabiduría, una sabiduría de la que es obvio que careces.

Masarch no dijo nada a eso. Por fin había visto las armas de Mascararroja.

—Eres él —susurró—. Has regresado a la Lezna’dan.

—¿Qué clan es éste?

—Mascararroja —dijo el caudillo y señaló a su espalda—. Este clan… es el tuyo…

Al no recibir más que silencio del guerrero montado, Masarch añadió:

—Esto, nosotros, es cuanto queda. No hay cargadores, Mascararroja. Ni brujas. —Hizo un gesto para indicar los rebaños que los flanqueaban—. Estas bestias que ves aquí, son todo lo que queda. —Vaciló un instante y se irguió una vez más—. Mascararroja, has regresado… para nada. No hablas, y eso me dice que comprendes lo que ves. Gran guerrero, llegas demasiado tarde.

Incluso ante eso Mascararroja se quedó callado. Desmontó poco a poco. Los perros, que habían continuado con sus inquietos círculos con los rabos metidos entre las patas, o bien captaron un olor nuevo u oyeron algo en la oscuridad, porque de repente echaron a correr y bajaron disparados la cuesta hasta desaparecer en el campamento. Ese pánico pareció atravesar a los guerreros, pero ninguno huyó, a pesar del miedo y la confusión que se había apoderado de sus expresiones.

Tras lamerse los labios, Masarch volvió a hablar.

—Mascararroja, los letherii nos están destruyendo. Los campamentos avanzados han sufrido emboscadas, los han atacado y masacrado, han robado los rebaños. El clan Aendinar ya no existe. Restos de sevond y niritha se arrastraron hasta los ganetok, solo los ganetok continúan siendo fuertes, porque son los que están más al este y, cobardes como son, hicieron un pacto con los extranjeros…

—Extranjeros. —Mascararroja entrecerró los ojos, convertidos en meras ranuras—. Mercenarios.

Masarch asintió.

—Hubo una gran batalla, cuatro estaciones atrás, una batalla que destruyó a esos extranjeros. —Hizo un gesto—. La hechicería gris.

—¿Los letherii victoriosos no marcharon entonces sobre los campamentos de los ganetok?

—No, Mascararroja, quedaron muy pocos; los extranjeros lucharon bien.

—Masarch —dijo—, no lo entiendo. ¿Los ganetok no lucharon junto a sus mercenarios?

El joven escupió.

—Su caudillo reunió quince mil guerreros entre los clanes. Cuando llegaron los letherii, él huyó y los guerreros lo siguieron. ¡Abandonaron a los extranjeros! ¡Los dejaron para que los masacraran!

—Tranquiliza al campamento —dijo Mascararroja. Señaló a los guerreros que permanecían detrás de Masarch—. Haced la primera guardia en este risco, aquí y al oeste. Ahora soy yo el líder del clan Renfayar. Masarch, ¿dónde se ocultan los ganetok?

—Siete días al este. Ahora tienen el último gran rebaño de los leznas.

—Masarch, ¿desafías mi derecho a ser caudillo?

El joven negó con la cabeza.

—Eres Mascararroja. Los ancianos entre los renfayar que eran tus enemigos están todos muertos. Sus hijos están muertos.

—¿Cuántos guerreros quedan entre los renfayar?

Masarch frunció el ceño y después señaló.

—Nos has conocido, caudillo.

—Seis.

Un asentimiento.

Mascararroja vio de repente un perro de tiro solitario, sentado al borde del campamento. Parecía observarlo. El guerrero levantó la mano izquierda y la bestia se abalanzó. El enorme animal, un macho, llegó junto a él solo momentos más tarde, se dejó caer sobre el pecho y acomodó la cabeza ancha y llena de cicatrices entre los pies de Mascararroja. Éste bajó la mano y le tocó el morro, un gesto que a la mayoría podría haberle costado los dedos. El perro no se movió.

Masarch se había quedado mirando al animal con los ojos muy abiertos.

—Un único superviviente —dijo— de un campamento avanzado. No nos dejaba acercarnos.

—Los extranjeros —dijo Mascararroja en voz baja—, ¿poseían perros de guerra?

—No. Pero eran seguidores jurados de los Lobos de la Guerra, y de hecho, caudillo, parecía que esas bestias fétidas y traicioneras los seguían, siempre a distancia, pero en un número inmenso. Hasta que los ancianos ganetok invocaron magia y los ahuyentaron. —Masarch dudó antes de seguir—: Mascararroja, el caudillo de los ganetok…

Invisible tras la máscara se formó una lenta sonrisa.

—Hijo primogénito de Capalah. Hadralt.

—¿Cómo lo supiste?

—Mañana, Masarch, conduciremos los rebaños al este, a los ganetok. Me gustaría saber más de esos desventurados extranjeros que decidieron luchar por nosotros. Morir por el pueblo de la Lezna’dan.

—¿Hemos de arrastrarnos ante los ganetok como hicieron los sevond y los niritha?

—Os morís de hambre. Los rebaños están demasiado débiles. Encabezo a seis jóvenes, ninguno de los cuales ha pasado la noche de la muerte. ¿Quieres que los siete vayamos a la guerra contra los letherii?

Aunque joven, estaba claro que Masarch no era tonto.

—¿Quieres desafiar a Hadralt? Mascararroja, tus guerreros… nosotros moriremos todos. No somos suficientes para enfrentarnos a las centenas de desafíos que nos arrojarán, y una vez que estemos muertos, tú tendrás que hacer frente a esos desafíos mucho antes de que se te considere digno de cruzar armas con el propio Hadralt.

—No moriréis —dijo Mascararroja—. Y nadie os desafiará a ninguno de vosotros.

—¿Entonces tienes intención de abrirte paso a la fuerza entre un millar de guerreros para enfrentarte a Hadralt?

—¿Qué sentido tendría eso, Masarch? Necesito a esos guerreros. Matarlos sería un desperdicio. No. —Hizo una pausa y después continuó—. No carezco de guardianes, Masarch. Y dudo que un solo guerrero ganetok ose desafiarlos. Hadralt tendrá que enfrentarse a mí, él y yo, solos en el círculo. Además —añadió—, no hay tiempo para todo lo demás.

—Los ganetok se atienen a las antiguas costumbres, caudillo. Habrá rituales. Días y días antes de que se forme el círculo…

—Masarch, debemos ir a la guerra contra los letherii. Cada guerrero de los leznas…

—¡Caudillo! ¡No te seguirán! ¡Hasta Hadralt solo pudo obtener un tercio de ellos, y eso con el pago de rodaras y myrid que redujeron a la mitad sus propiedades! —Masarch señaló con la mano los mermados rebaños de las colinas—. ¡A nosotros… no nos queda nada! ¡No podrías ni adquirir las lanzas de cien guerreros!

—¿De quién son los mayores rebaños, Masarch?

—De los propios ganetok…

—No. Te lo pregunto otra vez, ¿quién tiene los mayores rebaños?

El ceño del joven se profundizó.

—Los letherii.

—Enviaré a tres guerreros para que acompañen a los últimos renfayar hasta los ganetok. Escoge a dos de tus compañeros para que nos acompañen a nosotros. —El perro de tiro se levantó y se hizo a un lado. Mascararroja recogió las riendas de su caballo y empezó a bajar hacia el campamento. El perro de tiro se colocó a su izquierda.

—Cabalgaremos al oeste, Masarch, y nos haremos con unos rebaños.

—¿Cabalgamos contra los letherii? Caudillo, ¿no te burlaste hace unos momentos de la idea de siete guerreros librando una guerra contra ellos? Y sin embargo ahora dices…

—La guerra es para más tarde —dijo Mascararroja—. Como bien dices, necesitamos rebaños. Para comprar los servicios de los guerreros. —Hizo una pausa, volvió la cabeza y miró al joven que lo seguía—. ¿Dónde consiguieron los rebaños los letherii?

—¡De los leznas! ¡De nosotros!

—Sí. Los robaron. Así que nosotros debemos recuperarlos robándolos.

—¿Nosotros cuatro, caudillo?

—Y un perro de tiro y mis guardianes.

—¿Qué guardianes?

Mascararroja reanudó su viaje.

—Careces de respeto, Masarch. Creo que esta noche será tu noche de la muerte.

—¡Las viejas costumbres son inútiles! ¡No pienso hacerlo!

El puño de Mascararroja fue una sombra difusa (se puede discutir si, en la oscuridad, Masarch lo vio siquiera) cuando conectó con un golpe sólido contra la mandíbula del joven y lo tiró allí mismo. Mascararroja bajó la mano, cogió un puñado del chaleco de cuero y empezó a arrastrar al inconsciente Masarch de regreso al campamento.

Cuando el joven despertase se encontraría en un ataúd, bajo una brazada de tierra y piedras. Nada de los rituales habituales tradicionales, rituales medidos para preparar a los elegidos para el enterramiento. Claro que la desvergüenza de Masarch era muestra de una atroz falta de respeto, suficiente para obviar el regalo de la misericordia, que era en realidad de lo que trataban todos esos rituales.

Una lección dura, por tanto. Pero el paso a la edad adulta dependía de ese tipo de lecciones.

Suponía que tendría que apalear a los demás también para que se sometieran, lo que convertiría aquélla en una noche muy larga.

Para todos.

Sospechaba que a las ancianas del campamento les complacería el jaleo. Preferible a lamentarse la noche entera, en cualquier caso.

La última grada de la ciudad enterrada resultó ser la más interesante, al menos en lo que a Udinaas se refería. Ya estaba más que harto de la puñetera displicencia que parecía atormentar a esa malhadada partida de fugitivos, una irritabilidad que parecía estar empeorando, sobre todo en el caso de Temor Sengar. El antiguo esclavo sabía que el tiste edur quería asesinarlo y, en cuanto a los detalles que rodeaban el abandono de Rhulad (que dejaban claro que Udinaas no había tenido elección en el asunto, que había sido tan víctima como el propio hermano de Temor), bueno, digamos que el primogénito de Tomad no mostraba excesivo interés. Las circunstancias atenuantes no alteraban su intransigencia, su duro sentido del bien y del mal que, al parecer, no extendía a sus propias acciones; después de todo, había sido él quien se había alejado de forma deliberada de Rhulad.

Udinaas, al recuperar la conciencia, debería haber regresado con el emperador.

¿Para hacer qué? ¿Sufrir una muerte espeluznante a manos de Rhulad? Sí, éramos casi amigos, él y yo, en la medida que es posible entre esclavo y amo, y en eso el amo siempre se siente más generoso y virtuoso que el esclavo, pero yo no pedí estar allí, junto al loco, luchando por guiarlo a través de ese estrecho puente de cordura, cuando todo lo que Rhulad quería era saltar de cabeza al vacío con cada paso. No, él se las había apañado con lo que tenía y, al mostrar esa simple esquirla de comprensión, había hecho más por Rhulad que cualquiera de los Sengar (hermanos, madre, padre). Más, de hecho, que cualquier tiste edur. ¿Es de extrañar que ninguno de vosotros conozca la felicidad, Temor Sengar? Sois todos ramas torcidas del mismo árbol enfermo.

No tenía sentido discutirlo, por supuesto. Solo Seren Pedac podría entenderlo, quizá incluso estuviera de acuerdo con todo lo que Udinaas tenía que decir, pero a la mujer no le interesaba ser una más de esa partida. Se aferraba al papel de corifeo, una buscadora de senderos, la lectora de todos esos mapas guardados con celo dentro de su cabeza. Le gustaba no tener que elegir; mejor aún, le gustaba no tener que preocuparse por ese tema.

Una mujer extraña, la corifeo. Por lo general distante. Sin amigos… y sin embargo, porta una espada tiste edur. La espada de Trull Sengar. Tetera dice que él se la puso en las manos. ¿Comprendió ella la importancia de ese gesto? Tenía que entenderla. Trull Sengar había regresado entonces con Rhulad. Quizá el único hermano al que le había importado de verdad… ¿dónde estaba en esos momentos? Seguro que ya está muerto.

El aire fresco, enfriado por la noche, bajaba por la amplia rampa y gemía en las entradas situadas cada diez pasos, más o menos, a ambos lados. Se estaban acercando a la superficie y saldrían en el puerto de montaña, pero ¿a qué lado del fuerte y su guarnición? Si era por el lado menos adecuado, las espadas de Silchas Ruina entonarían un lamento largo y estridente. Los muertos se apilaban al paso de esa pesadilla ambulante de ojos rojos y piel blanca, vaya si se apilaban. Las pocas veces que los cazadores alcanzaban a los cazados, pagaban con sus vidas, pero seguían yendo a por ellos, y eso no tenía mucho sentido.

Casi tan ridículo como este suelo de mosaico con sus ejércitos relucientes. Imágenes de guerreros lagarto enzarzados en una batalla, colas-largas contra colas-cortas, con los colas-largas sucumbiendo en mayor número, que él viera. La extraña matanza bajo sus pies se derramaba por las salas contiguas, cada una, al parecer, dedicada a la muerte heroica de algún paladín. «K’ell viciados, naw’rhuk, a’dat y matronas», dijo Silchas Ruina mientras, envuelto en una luz que era producto de la hechicería, exploraba cada cámara lateral con un interés poco entusiasta y somero en el mejor de los casos. De cualquier manera, Udinaas podía entender lo suficiente de las coloridas escenas como para reconocer una campaña de aniquilación mutua; a cada escena de victoria de los colas-cortas le respondía la conflagración hechicera de una matrona: los ganadores nunca ganaban porque los perdedores se negaban a perder. Una guerra de locos.

Seren Pedac iba la primera, veinte pasos por delante, y Udinaas la vio detenerse, agacharse de repente y alzar una mano. El aire que entraba a ráfagas estaba impregnado por el aroma a marga y serrín. La boca del túnel era pequeña, repleta de hierbajos y medio bloqueada por fragmentos ladeados de basalto de lo que, en un tiempo, había sido un arco que servía como puerta, más allá solo había oscuridad.

Seren Pedac mandó avanzar a los demás con un gesto.

—Me adelantaré a explorar —susurró cuando se reunieron justo delante de la boca de la cueva—. ¿Alguien más notó que no había murciélagos en el último tramo? Ese suelo estaba limpio.

—Hay sonidos que no puede escuchar el oído humano —dijo Silchas Ruina—. El flujo del aire se canaliza a través de respiraderos y entra en tubos que hay detrás de las paredes, producen un sonido que perturba a murciélagos, insectos, roedores y demás. Los colas-cortas eran muy hábiles en ese tipo de cosas.

—¿Así que no es magia? —preguntó Seren Pedac—. ¿Ni guardas o maldiciones?

—No.

Udinaas se frotó la cara. Tenía la barba mugrienta y había cosas que se le arrastraban por la maraña de pelo.

—Tú solo averigua si estamos en el lado que debemos de ese puñetero fuerte, corifeo.

—Me estaba asegurando de que no iba a disparar una especie de guardia ancestral al salir, endeudado, algo que todos estos peñascos rotos sugieran que ya ha pasado antes. A menos, claro está, que quieras ser tú el que salga corriendo ahí.

—¿Y por qué haría yo eso? —preguntó Udinaas—. Ruina ya te ha contestado, Seren Pedac, ¿a qué estás esperando?

—Quizá —dijo Temor Sengar—, está esperando a que te calles. Supongo que la espera será eterna para todos.

—Atormentarte, Temor, es mi único placer.

—Una admisión muy triste, desde luego —murmuró Seren Pedac, después se adelantó poco a poco, pasó por encima de las rocas caídas y se adentró en la noche.

Udinaas se quitó la mochila y se acomodó en el suelo lleno de basura, las hojas secas crujían bajó él. Se apoyó en una losa inclinada de piedra y estiró las piernas.

Temor se alejó y se agazapó al borde mismo de la boca de la cueva.

Tetera, tarareando para sí, se metió dando un paseo en una sala lateral cercana.

Silchas Ruina se quedó de pie, mirando a Udinaas.

—Siento curiosidad —dijo tras un rato—. ¿Qué da significado a tu vida, letherii?

—Qué raro. Estaba pensando justo lo mismo de ti, tiste andii.

—¿No me digas?

—¿Por qué iba a mentir?

—¿Por qué no ibas a hacerlo?

—De acuerdo —dijo Udinaas—. En eso tienes razón.

—Así que no quieres contestar a mi pregunta.

—Tú primero.

—Yo no disimulo lo que me empuja.

—¿La venganza? Bueno, supongo que como motivación está bien… al menos durante un tiempo y quizá un tiempo es todo lo que te interesa en realidad. Pero seamos honestos, Silchas Ruina: como único sentido de la existencia, es una causa ínfima, patética.

—Mientras que tú afirmas existir para atormentar a Temor Sengar.

—Oh, para eso se las apaña él bien solito. —Udinaas se encogió de hombros—. El problema con preguntas como ésa es que pocas veces hallamos el sentido de lo que hacemos hasta mucho después de haberlo hecho. Entonces se nos ocurren no una, sino miles de razones, excusas, justificaciones, defensas sentidas. ¿Significado? En serio, Silchas Ruina, pregúntame algo interesante.

—Muy bien. Me estoy planteando desafiar a nuestros perseguidores, se acabó este subterfugio innecesario. Ofende mi naturaleza, a decir verdad.

En la boca del túnel, Temor se volvió para mirar al tiste andii.

—Darás una patada en un avispero, Silchas Ruina. Y lo que es peor, si ese dios caído está de verdad detrás del poder de Rhulad, podrías encontrarte sufriendo un destino mucho más nefasto que milenios enterrado en el suelo.

—Temor se está transformando en un anciano ante nuestros propios ojos —dijo Udinaas—. Se asusta de las sombras. Si quieres enfrentarte a Rhulad, Hannan Mosag y sus k’risnan, Silchas Ruina, tienes mi bendición. Coge al Errante por la garganta y haz pedazos este imperio. Conviértelo todo en cenizas y polvo. Arrasa este asqueroso continente, tiste andii, nosotros nos quedamos en esta cueva. Ven a recogernos cuando hayas terminado.

Temor hizo una mueca y le enseñó los dientes a Udinaas.

—¿Por qué iba a molestarse en perdonarnos la vida?

—No lo sé —respondió el antiguo esclavo al tiempo que alzaba una ceja—. ¿Por pena?

Tetera habló desde el arco de entrada de la sala lateral.

—¿Por qué no os gustáis ninguno? A mí me gustáis todos. Hasta Marchito.

—No te preocupes —dijo Udinaas—, es solo que para todos es una tortura ser quienes somos, Tetera.

Nadie dijo mucho más tras eso.

Seren Pedac llegó al borde del bosque, iba agazapada para mantenerse a la altura de los árboles atrofiados. El aire estaba enrarecido y frío a esa altitud. Las estrellas brillaban con nitidez en el cielo y la luna creciente envuelta en polvo seguía baja sobre el horizonte, al norte. A su alrededor se percibían movimientos y susurros entre las matas de hojas muertas y líquenes, algo parecido a un ratón con escamas dominaba el suelo del bosque por la noche, una especie que ella jamás había visto. Parecían inusualmente temerarios, hasta el punto de que más de uno le había pasado corriendo por encima de las botas. Era de suponer que no había depredadores. Aun así, su comportamiento era extraño.

Ante ella, un tramo de claro inclinado de sesenta pasos o más terminaba en una pista acanalada. Después había un tramo llano de piedras afiladas e irregulares, lo bastante sueltas como para ser traicioneras. El fuerte que se agazapaba en medio de ese foso de escombros tenía muros de piedra, era grueso por la base y se iba ahusando de forma pronunciada hasta una altura del doble de un hombre. Los baluartes de las esquinas eran inmensos, cuadrados y con la cima plana. En esas plataformas había ballestas montadas sobre bases giratorias. Seren distinguió unas figuras agachadas alrededor de la más cercana, mientras otros soldados eran visibles, hombros y cabezas, recorriendo la plataforma elevada al otro lado de los muros.

Mientras estudiaba la fortificación, oyó el estrépito suave y metálico de armaduras y armas a su izquierda. Se encogió cuando apareció una patrulla por la pista acanalada. Inmóvil, con el aliento contenido, los vio pasar sin prisas.

Tras otros veinte latidos, se dio media vuelta y regresó por el bosque atrofiado. Estuvo a punto de saltarse la entrada a la boca de la cueva, una simple ranura negra tras altos helechos bajo un saliente rocoso de capas de granito ladeado. Al meterse entre la vegetación, chocó con Temor Sengar.

—Lo siento —susurró él—. Estábamos empezando a preocuparnos, o, por lo menos —añadió—, yo.

Ella le hizo un gesto para que volviera a entrar en la cueva.

—Buenas noticias —dijo una vez estuvieron dentro—. Estamos detrás de la guarnición; el paso que nos queda por delante debería estar casi libre de guardias…

—Hay guardas k’risnan pista arriba —interpuso Silchas Ruina—. Háblame de esa guarnición, corifeo.

Seren cerró los ojos. ¿Guardas? Que el Errante nos lleve, ¿a qué está jugando Hannan Mosag?

—En el fuerte hay caballos, los olí. Una vez que disparemos esas guardas, vendrán tras nosotros, y no podemos dejar atrás a soldados montados.

—La guarnición —dijo Silchas.

Ella se encogió de hombros.

—El fuerte parece impenetrable. Yo diría que hay entre cien y doscientos soldados allí dentro. Y con tantos, tiene que haber magos, además de una veintena o más de tiste edur.

—Silchas Ruina está harto de que intenten darle caza —dijo Udinaas desde donde holgazaneaba con la espalda apoyada en una losa de piedra.

El miedo embargó a Seren Pedac al oír esas palabras.

—Silchas, ¿no podemos rodear esas guardas?

—No.

Seren miró a Temor Sengar y vio suspicacia e inquietud en la expresión del guerrero, pero éste se negaba a mirarla a los ojos. ¿Qué conversación me acabo de perder aquí?

—Tú sabes de magia, Silchas Ruina. ¿Podrías dormir a todo el mundo en ese fuerte o algo así? O nublar sus mentes, confundirlos…

El otro le lanzó una mirada extraña.

—No conozco ninguna hechicería que haga eso.

—Mockra —respondió ella—. La senda de Mockra.

—No existía tal cosa en mis tiempos —respondió él—. La hechicería k’risnan, podrida por el caos como está, puedo reconocerla. Jamás he oído hablar de esa tal Mockra.

—Corlo, el mago que estaba con Barras de Hierro, esos mercenarios de la Guardia Carmesí, podía meterse en las mentes, llenarlas de falsos terrores. —Seren se encogió de hombros—. Decía que en casi todos los demás sitios se ha suplantado la magia de las Fortalezas y las sendas ancestrales.

—Ya me extrañaba la aparente debilidad de Kurald Galain en esta tierra. Corifeo, no puedo lograr lo que pides. Aunque tengo intención de silenciar a todos en ese fuerte. Y buscarnos unos cuantos caballos.

—Silchas, hay cientos de letherii ahí, no solo soldados. Un fuerte necesita personal de apoyo. Cocineros, mozos, herreros, carpinteros, sirvientes…

—Y los tiste edur —añadió Temor— tendrán esclavos.

—Nada de eso me interesa —dijo el tiste andii mientras pasaba junto a Seren y salía de la boca de la cueva.

Udinaas lanzó una suave carcajada.

—Ruina Roja acecha la tierra. Debemos prestar atención a este relato de justo y recto castigo terriblemente malogrado. Bueno, Temor Sengar, tu épica misión va por mal camino, ¿qué les contarás ahora a tus nietos?

El guerrero edur no dijo nada.

Seren Pedac dudó; oía a Silchas Ruina alejándose, unas cuantas zancadas que hacían crujir las hojas antes de desaparecer. Podía echar a correr tras él. Hacer un último intento por disuadirlo. Pero no se movió. Tras el paso de Ruina, el único sonido que llenaba el bosque eran los susurros y crujidos de los ratones con escamas al escabullirse, por miles parecía, todos fluyendo en la misma dirección que el tiste andii. El sudor le picaba como hielo en la piel. Míranos. Paralizados como conejos.

¿Pero qué puedo hacer yo? Nada. Además, no es asunto mío, ¿no? No soy más que una guía con ínfulas de grandeza. Ni uno solo de estos defiende una causa que me importe. Allá ellos y sus grandiosas ambiciones. Se me pidió que los guiara, nada más.

Esta guerra es de Silchas Ruina. Y de Temor Sengar. Seren miró a Udinaas y lo encontró estudiándola desde donde permanecía sentado, los ojos relucientes, como si fuera consciente, casi como un adivino, de sus pensamientos, las pistas sórdidas que iban convergiendo en una única y patética conclusión. No es asunto mío. Que el Errante te lleve, endeudado.

Mutilado y deforme, el k’risnan Ventrala levantó un antebrazo flaco y nudoso como una raíz y se secó el sudor de la frente. A su alrededor parpadeaban las velas, una triste invocación a la hermana Sombra, pero parecía que el anillo de oscuridad de la pequeña cámara se iba cerrando por todos lados, tan inexorable como cualquier marea.

Había despertado media campanada antes, con el corazón martilleándole y cogiendo aire en jadeos entrecortados. El bosque al norte del fuerte hervía de orthen, una criatura con escamas que habitaba en las rocas y era exclusiva de ese paso de montaña; desde su llegada al fuerte había visto quizá media docena, traídos por los gatos melenudos que tenían los vecinos letherii. Esos gatos sabían de sobra que no podían comerse a los orthen, venenosos como eran, pero no les importaba jugar con ellos hasta que morían. Los orthen evitaban el bosque y el suelo blando. Vivían entre las rocas. Pero esa noche estaban invadiendo el bosque y el k’risnan podía sentir algo palpable en su presencia, una emoción que sabía a sed de sangre.

¿Debería quedarse allí agazapado, en su habitación, aterrado por criaturas que podía aplastar con el pie? Tenía que dominar ese pánico impúdico… ¡escucha! No oía a los vigías del fuerte. Nadie lanzaba ninguna alarma.

Pero los puñeteros orthen cubrían el suelo del bosque paso arriba, se concentraban en números inimaginables, una pavorosa riada escamada que bajaba en oleadas; el pánico de Ventrala fue creciendo cada vez más, amenazaba con surgir de su garganta en chillidos. Luchó por pensar.

Una especie de migración que ocurría una vez por década, quizá. Incluso una vez por siglo. Un hambre sin forma. Eso y nada más. Las criaturas se apiñarían contra los muros, se removerían allí durante un tiempo y se irían antes del amanecer. O rodearían el fuerte, solo para precipitarse por los numerosos salientes y riscos que había a ambos lados del acceso. Algunas criaturas se veían empujadas al suicidio; sí, eso era…

La sed de sangre floreció de repente. La cabeza del k’risnan cayó hacia atrás como si lo acabaran de abofetear. Lo recorrieron unos escalofríos. Empezó a farfullar al tiempo que despertaba la hechicería de su interior. Su cuerpo se estremeció cuando un poder caótico brotó como veneno en sus músculos y huesos. La hermana Sombra no tenía nada que ver con esa magia que lo atravesaba disparada, nada en absoluto, pero a él ya habían dejado de importarle esas cosas.

Luego, cuando se alzaron gritos en la muralla, el k’risnan Ventrala percibió otra presencia en el bosque, algo que concentraba toda esa sed de sangre, un poder… y se dirigía hacia allí.

La atri-preda Hayenar despertó con unos gritos lejanos. Alguien daba la alarma en la muralla que conducía a la pista de subida. Y eso, comprendió mientras se ponía a toda prisa el uniforme, no tenía mucho sentido. Claro que, no había mucho en esa maldita misión que lo tuviera. Persigue, le habían dicho, pero evita el contacto. Y además había llegado uno de esos asquerosos k’risnan escoltado por veinticinco guerreros merudes. Bueno, si se estaba cociendo algún problema de verdad, dejaría que se encargaran ellos.

Eran sus puñeteros fugitivos, después de todo. Podían quedarse con ellos, con la bendición del Errante.

Un momento después, una conmoción ensordecedora desgarró el fuerte y se encontró arrojada contra el suelo.

El k’risnan Ventrala chilló, resbaló lentamente por el suelo y se estrelló contra el muro cuando un inmenso poder frío lo barrió y empezó a tironear de él como haría un cuervo con un cadáver podrido. Su hechicería había retrocedido, se había contraído hasta convertirse en un núcleo tembloroso en lo más profundo de su pecho; había intentado sondear a la presencia que se acercaba, insistió hasta que logró una especie de contacto. Y entonces la sorpresa, algo había repelido a Ventrala, a Ventrala y a todo ese poder revuelto de su interior.

Y enseguida estalló el muro del fuerte.

La atri-preda Hayenar salió tropezando de la casa principal y se encontró con el complejo convertido en una escena de devastación. El muro que había entre los baluartes del camino de arriba tenía una brecha y el impacto había esparcido enormes trozos de piedra y mampostería por la plaza de armas. Y la roca estaba ardiendo, una crepitación negra que chispeaba y parecía devorar la piedra con llamas salvajes que atravesaban como un rayo los escombros.

Se veían cuerpos rotos entre los restos, y en los establos (donde la pared trasera del edificio se inclinaba hacia dentro de una forma precaria) los caballos estaban chillando como si los estuvieran devorando vivos. Los orthen invadían todo lo que estaba a la vista, se precipitaban sobre soldados caídos y, allí donde se reunían, masticaban la piel, y después las diminutas criaturas escamadas se abrían camino con frenesí en la carne hecha pulpa.

Entre las nubes de polvo de la brecha apareció una figura alta con unas espadas en las manos.

Piel blanca, ojos carmesíes.

Que el Errante me lleve, ya está harto de huir… el Cuervo Blanco…

La atri-preda vio aparecer una docena de tiste edur cerca de los barracones. Las pesadas lanzas arrojadizas cruzaron como un rayo el complejo y convergieron sobre el espeluznante guerrero.

Las detuvo todas, una tras otra, y con cada choque de los astiles contra el filo, las espadas cantaban, hasta que dio la sensación de que un coro de voces letales llenaba el aire.

Hayenar vio que llegaba una veintena de soldados letherii y se tambaleó hacia ellos.

—¡Retirada! —gritó haciendo aspavientos como una loca—. ¡Retroceded malditos idiotas!

Pareció que solo estaban esperando la orden, porque la unidad salió en desbandada y bajó en masa hacia la puerta de la pista de bajada.

Uno de los tiste edur se acercó a la atri-preda.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó—. Ya viene el k’risnan, él se encargará de aplastar a ese mosquito…

—¡Cuando lo haga —le gruñó ella al tiempo que se alejaba—, estaremos encantados de reagruparnos!

El edur desenvainó su alfanje.

—Llámelos a la batalla, atri-preda, ¡o la mato aquí mismo!

La militar vaciló.

A su derecha, los otros tiste edur se habían abalanzado y estaban enfrentándose al Cuervo Blanco.

Las espadas aullaban, un sonido tan lleno de alegría que la sangre de Hayenar se congeló. Sacudió la cabeza y observó, junto con el guerrero que la presionaba, que el Cuervo Blanco se abría paso entre los merudes en un torbellino de miembros amputados, decapitaciones y estocadas que destripaban y mandaban los cuerpos tambaleándose hacia atrás.

—¡… sus letherii! ¡Cargue contra él, maldita sea!

Ella se quedó mirando al guerrero edur.

—¿Dónde está su k’risnan? —preguntó—. ¿Dónde está?

Ventrala se metió arrastrándose en una esquina de la habitación, la más retirada de la conflagración del exterior. Una sarta interminable de palabras sin sentido se derramaba de su boca llena de babas. Su poder había huido. Lo había abandonado allí, en ese maldito cuarto. No era justo. Él había hecho todo lo que le habían pedido. Había entregado su carne y su sangre, su corazón y hasta sus huesos, todo, a Hannan Mosag.

Le habían hecho una promesa, una promesa de salvación, de una inmensa recompensa por su lealtad, una vez que se arrancara del trono al odiado hijo menor de Tomad Sengar. Debían rastrear a Temor Sengar, el conspirador, el traidor, y cuando la red por fin se cerrara a su alrededor, no sería Rhulad el que sonreiría de satisfacción. No, Rhulad, el muy tonto, no sabía nada de todo aquello. La maniobra pertenecía a Hannan Mosag, el rey hechicero, al que le habían robado el trono. Y era Hannan el que, con Temor Sengar en sus manos (y el esclavo, Udinaas), llevaría a cabo su venganza.

Había que despojar al emperador de todo, cada rostro conocido retorcido en una máscara de traición, despojado de todo, sí, hasta que se quedara solo por completo. Aislado en su propia locura.

Y entonces…

Ventrala se quedó paralizado, enroscado en una bola fetal, cuando una carcajada suave se derramó sobre él… ¡desde dentro de la habitación!

—Pobre k’risnan —murmuró entonces la voz—. No tenías ni idea de que ese pálido rey de los orthen se volvería contra ti, este caminante de campos de batalla. Su camino es un río de sangre, patético idiota, y… ¡ah!, ¡mira!: su paciencia, su estoicismo… ¡ha desaparecido!

Un espectro, allí con él, susurrando locuras.

—¡Vete —siseó—, no sea que compartas mi destino! Yo no te invoqué…

—No, tú no me invocaste. Las cadenas que me ataban a los tiste edur se han partido. Las partió el que está ahí fuera. Sí, ya ves, soy suyo, no tuyo. Del Cuervo Blanco… Ja, me sorprendieron los letherii, pero fueron los ratones, k’risnan… Parece que hace ya toda una vida. En el bosque, al norte de la aldea de Hannan Mosag. Y una aparición… Por desgracia nadie entiende, nadie observa. Pero eso no es culpa mía, ¿no?

—Lárgate…

—No puedo. No quiero, más bien. ¿Lo oyes? ¿Fuera? Ya está todo en silencio. La mayor parte de los letherii consiguió escapar, por desgracia. Tropezando como cabras borrachas escaleras abajo, con su capitana entre ellos, la mujer no era idiota. En cuanto a tus merudes, bueno, están todos muertos. ¡Eh, escucha! Botas en el pasillo… ¡viene hacia aquí!

El terror abandonó a Ventrala. No tenía ningún sentido, ¿no? Por lo menos al fin lo liberarían de esa jaula retorcida y atormentada que era su cuerpo. Como si recordara la dignidad que había poseído una vez, el cuerpo se puso en movimiento con una sacudida y se incorporó hasta sentarse con la espalda apoyada en una esquina; parecía haber adquirido voluntad propia, desconectada de Ventrala, de la mente y del espíritu que atendía por ese nombre, esa patética identidad. Hannan Mosag había dicho una vez que el poder del Caído se alimentaba de todas las imperfecciones y los defectos de alma, que a su vez se manifestaban en la carne y el hueso; lo que había que hacer era enseñarse a uno mismo a regocijarse con ese poder, aunque retorciera y destruyera el recipiente del alma.

Ventrala, con la repentina claridad que se adquiría al ver la muerte cerca, comprendió entonces que era todo mentira. No había que abrazar el dolor. El caos era anatema para un cuerpo mortal. Destrozaba la carne porque aquél no era su sitio. No había regocijo en la autodestrucción.

Un coro de voces le llenó el cráneo y fue creciendo cada vez más. Las espadas

Se oyeron unos leves arañazos en el pasillo y se abrió la puerta con un chirrido.

Entró una avalancha de orthen, como espuma gris en la oscuridad granulosa. Casi al instante apareció el Cuervo Blanco. La canción de dos espadas llenó la cámara.

Unos ojos rojos, resplandecientes, se clavaron en Ventrala.

El tiste andii envainó entonces las espadas y acalló la música aguda.

—Háblame de ese que tanto se atreve a ofenderme.

Ventrala parpadeó y sacudió la cabeza.

—¿Crees que al dios Tullido le interesa desafiarte, Silchas Ruina? No, esta… ofensa… es de Hannan Mosag, y solo suya. Ahora lo entiendo, ¿sabes? Por eso mi poder se ha ido. Ha huido. El dios Tullido no está preparado para los que son como tú.

La aparición de piel blanca se quedó inmóvil, en silencio, durante un tiempo.

—Si ese tal Hannan Mosag sabe mi nombre —dijo después—, sabe también que tengo razones para sentirme ofendido. Por él. Por todos los tiste edur que han heredado las recompensas de la traición de Scabandari. Y, sin embargo, me provoca.

—Quizá —dijo Ventrala—. Hannan Mosag creía que el disfrute del dios Tullido con la discordia carecía de límites.

Silchas Ruina ladeó la cabeza.

—¿Cómo te llamas, k’risnan?

Ventrala se lo dijo.

—Te dejaré vivir —dijo el tiste andii— para que puedas comunicarle a Hannan Mosag mis palabras. El azath me maldijo con visiones, sus propios recuerdos, así que fui testigo de muchos acontecimientos, en este mundo y en otros. Dile a Hannan Mosag lo siguiente: un dios que sufre dolor no es lo mismo que un dios obsesionado con el mal. Las obsesiones de tu rey hechicero son solo suyas. Yo diría que, por desgracia, está algo… confuso. Por eso, seré misericordioso esta noche… y solo esta noche. A partir de ahora, si volviera a interferir, conocerá el alcance de mi desagrado.

—Transmitiré tus palabras con precisión, Silchas Ruina.

—Deberías elegir un dios mejor al que venerar, Ventrala. A los espíritus torturados les gusta la compañía, incluso la de un dios. —Hizo una pausa y después añadió—: Claro que, quizá habéis sido los que sois como tú los que, a vuestra vez, habéis dado forma al dios Tullido. Quizá, sin sus devotos rotos y deformados, él habría sanado hace mucho tiempo.

Una carcajada áspera y baja del espectro.

Silchas Ruina volvió a salir por la puerta.

—Voy a requisar unos caballos —dijo sin volverse.

Unos momentos después, el espectro se deslizó tras él.

Los orthen, que habían estado trepando por la habitación al parecer al azar, comenzaron a retirarse del aposento.

Ventrala se quedó solo de nuevo. A las escaleras, busca a la atri-preda, una escolta para el viaje de regreso a Letheras. Y hablaré con Hannan Mosag. Y le hablaré de la muerte en el paso. Le hablaré de un soletaken tiste andii con dos cuchilladas en la espalda, heridas que no sanan. Y sin embargo… él resiste.

Silchas Ruina sabe más del dios Tullido que cualquiera de nosotros, salvo quizá Rhulad. Pero él no odia. No, él siente piedad.

Piedad, incluso de mí.

Seren Pedac oyó los caballos primero, los cascos golpeando por la subida arbolada. El cielo nocturno sobre el fuerte era de un color negro extraño, opaco, como de humo, pero no se veía ningún fulgor de llamas. Habían oído la conmoción, la destrucción de al menos un muro de piedra, y Tetera había lanzado un gañido de regocijo, una carcajada que era un sonido grotesco, escalofriante. Después, gritos lejanos y al momento, demasiado pronto, nada salvo silencio.

Apareció Silchas Ruina guiando una docena de monturas y acompañado por el gemido hosco de las espadas envainadas.

—¿Y a cuántos de mi raza has asesinado esta vez? —preguntó Temor Sengar.

—Solo a los bastante idiotas como para presentar oposición. Esta persecución —dijo— no es idea de tu hermano. Es obra del rey hechicero. Creo que no podemos dudar de que busca lo que buscamos. Y ahora, Temor Sengar, ha llegado el momento de posar nuestros cuchillos en el suelo, los dos. Quizá los deseos de Hannan Mosag encajen con los tuyos, pero te garantizo que esos deseos no pueden reconciliarse con los míos.

Seren Pedac sintió un peso en el fondo del estómago. Ya hacía mucho tiempo que se veía venir, el único problema que se evitaba una y otra vez, siempre postergado en aras de la conveniencia. Temor Sengar no podía ganar esa batalla, todos lo sabían. ¿Iba a interponerse en el camino de Silchas Ruina? ¿Un tiste edur más que derribar?

—No hay razón de fuerza mayor para abordar ese tema ahora mismo —dijo la corifeo—. Montemos en los caballos y vayámonos de una vez.

—No —dijo Temor Sengar, los ojos clavados en los del tiste andii—. Que sea ahora. Silchas Ruina, en el fondo acepto la verdad de la traición de Scabandari. Confiabas en él y, en consecuencia, sufriste de un modo inimaginable. Pero ¿cómo podemos compensarlo? No somos soletaken. No somos ascendientes. Somos simples tiste edur, así que caemos como arbolitos jóvenes ante ti y tus espadas. Dime, ¿cómo aliviamos tu sed de venganza?

—No la aliviáis, ni el hecho de matar a los de tu raza responde en modo alguno a mi necesidad. Temor Sengar, has hablado de compensar el daño, ¿es ese tu deseo?

El guerrero edur se quedó callado media docena de latidos.

—Scabandari nos trajo a este mundo —dijo después.

—El vuestro se moría.

—Sí.

—Puede que no seáis conscientes de ello —continuó Silchas Ruina—, pero Ojodesangre fue en parte responsable de la partición de Sombra. No obstante, de mayor relevancia para mí son las traiciones que se produjeron antes de ese crimen concreto. Traiciones contra mi propia familia, mi hermano, Andarist, que provocó tal dolor en su alma que se volvió loco. —Ladeó poco a poco la cabeza—. ¿Me creías ingenuo cuando entablé una alianza con Scabandari Ojodesangre?

Udinaas lanzó una carcajada seca.

—Lo bastante ingenuo como para darle la espalda.

Seren Pedac cerró los ojos. Por favor, endeudado, tú mantén la boca cerrada. Solo por esta vez.

—Dices bien, Udinaas —respondió Silchas Ruina tras un instante—. Estaba exhausto, me descuidé. No imaginaba que lo fuera a hacer… en público. Pero, en retrospectiva, la traición tenía que ser absoluta, y eso incluía la matanza de mis seguidores.

—Tú pretendías traicionar a Scabandari —dijo Temor Sengar—, solo que él actuó primero. Una verdadera alianza entre iguales, entonces.

—Supuse que podrías verlo de ese modo —respondió el tiste andii—. Entiéndeme, Temor Sengar. No permitiré que se libere el alma de Scabandari Ojodesangre. Este mundo ya tiene suficientes ascendientes reprensibles.

—Sin padre Sombra —dijo Temor—, no puedo liberar a Rhulad de las cadenas del dios Tullido.

—No podrías ni siquiera con él.

—No te creo, Silchas Ruina. Scabandari era tu igual, después de todo. Y no creo que el dios Tullido se empeñe en darte caza. Si es de verdad Hannan Mosag el que está detrás de esta incesante persecución, entonces es a mí y a Udinaas a los que busca. No a ti. Es, quizá, incluso posible que el rey hechicero no sepa nada de ti, de quién eres, aparte del misterioso Cuervo Blanco.

—Ése no parece ser el caso, Temor Sengar.

La afirmación pareció sacudir al tiste edur.

Silchas Ruina continuó.

—El cuerpo de Scabandari Ojodesangre se destruyó. Ahora, contra mí, estaría indefenso. Un alma sin procedencia es un ser vulnerable. Es más, es posible que su poder ya lo estén… usando.

—¿Quién? —preguntó Temor, casi con un susurro.

El tiste andii se encogió de hombros.

—Al parecer —dijo con algo parecido a la indiferencia—, tu misión carece de propósito. No puedes lograr lo que buscas. Te haré un ofrecimiento, Temor Sengar. El día que yo decida ir contra el dios Tullido, tu hermano se encontrará libre, al igual que todos los tiste edur. Cuando llegue ese momento, podremos hablar de compensaciones.

Temor Sengar se quedó mirando a Silchas Ruina y después volvió los ojos por un instante a Seren Pedac. Aspiró una profunda bocanada de aire antes de hablar.

—Tu ofrecimiento… me da una lección de humildad. Pero no podría imaginar lo que los tiste edur podríamos regalarte como respuesta a semejante liberación.

—Déjame eso a mí —dijo el tiste andii.

Seren Pedac suspiró y se acercó a los caballos.

—Ya casi ha amanecido. Deberíamos cabalgar hasta el mediodía por lo menos. Luego podemos dormir. —Hizo una pausa y miró una vez más a Silchas Ruina—. ¿Confías en que no nos perseguirán?

—Así es, corifeo.

—¿Entonces había de verdad guardas esperándonos?

El tiste andii no respondió.

Mientras la corifeo ajustaba la silla y los estribos de uno de los caballos para que lo pudiera utilizar Tetera, Udinaas observaba a la pequeña, que estaba en cuclillas cerca del borde del bosque, jugando con un orthen que no parecía demasiado desesperado por escapar de sus atenciones. La oscuridad se había desvanecido y las brumas eran plateadas bajo la luz creciente.

Marchito apareció junto a él, como una mancha de noche reticente.

—Estas ratas con escamas, Udinaas, salieron del mundo k’chain che’malle. Las había más grandes, criadas como alimento, pero eran listas, más listas, quizá, de lo que deberían. Empezaron a escapar de sus corrales y a desvanecerse en las montañas. Se dice que todavía quedan algunas…

Udinaas emitió un gruñido de desdén.

—¿Se dice? ¿Te dedicas a ir de taberna en taberna, Marchito?

—El terrible precio de la familiaridad; ya no me respetas, endeudado. Un error muy trágico, pues el conocimiento que poseo…

—Es como una maldición de aburrimiento —dijo Udinaas, y se levantó de un tirón—. Mírala —dijo señalando con la cabeza a Tetera—. Dime, ¿crees en la inocencia? No importa; no me interesa tu opinión. En general, yo no. Me refiero a creer. Y sin embargo, esa niña… bueno, yo ya la estoy llorando.

—¿Llorando qué? —preguntó Marchito.

—La inocencia, espectro. Cuando la matemos.

Marchito se quedó muy callado, cosa poco propia de él.

Udinaas bajó los ojos y miró la sombra agazapada, después se burló.

—Todo tu codiciado conocimiento…

Diecisiete leyendas describían la guerra contra los demonios con escamas que los leznas llamaban kechra; de ellas, dieciséis eran de batallas, choques terribles que dejaban los cadáveres de los guerreros esparcidos por las llanuras y colinas de la Lezna’dan. No tanto una guerra de verdad como una huida precipitada, al menos en los primeros años. Los kechra habían llegado del oeste, de tierras que un día pertenecerían al Imperio de Lether, pero que por aquel entonces eran, todos esos incontables siglos atrás, poco más que yermos reventados, pantanales de turba y hielo podrido invadidos por las moscas. Una horda andrajosa y machacada, los kechra no era la primera vez que entraban en batalla y algunas versiones de esas leyendas sostenían que también los propios kechra venían huyendo, que escapaban de una guerra inmensa y devastadora que era la causa de su propia desesperación.

Ante la aniquilación inminente, los leznas habían aprendido a luchar contra esas criaturas. Se enfrentaron a la marea, resistieron y luego se volvieron las tornas.

O eso proclamaban los relatos en resonantes tonos emocionados de triunfo.

Mascararroja sabía la verdad, aunque a veces pensaba que ojalá no la supiera. La guerra terminó porque la migración de los kechra llegó al límite más oriental de la Lezna’dan y luego siguió avanzando. Era cierto que los habían vapuleado los belicosos ancestros de los leznas, pero en realidad habían sido casi indiferentes a ellos (un obstáculo en su camino), y la muerte de tantos de su raza no era más que otra ordalía que añadir en una historia plagada de ordalías peligrosas y trágicas desde su llegada a ese mundo.

Kechra, k’chain che’malle, los primogénitos de los dragones.

No había, en opinión de Mascararroja, nada sustancioso ni nutritivo en el conocimiento. Siendo un joven guerrero, su mundo había sido un único nudo en la cuerda del pueblo lezna, vinculado de forma deliberada a la larga y gastada historia de los linajes. Jamás había imaginado que hubiera tantas otras cuerdas, tantas hebras entrelazadas; jamás había comprendido lo vasta que era la red de la existencia, ni lo enmarañada que se había hecho desde la noche de la vida, cuando todo lo que estaba vivo comenzó a ser, nacido del engaño y la traición y condenado a una eternidad de lucha.

Y Mascararroja había terminado por comprender la lucha, allí, en los ojos sorprendidos de los rodaras, en el miedo tímido de los myrid; en la incredulidad de un joven guerrero que moría sobre piedra y arena esparcida por el viento; en la comprensión de los ojos fijos de una mujer que entrega su vida al hijo que alumbró entre sus piernas. Había visto a ancianos, humanos y animales acurrucarse para morir; había visto a otros luchar por su último aliento con toda la voluntad que podían reunir. Pero en el fondo, Mascararroja no encontraba razón, no había recompensa esperando tras la lucha eterna.

Hasta los dioses espíritu de su pueblo batallaban, agitaban brazos y piernas, luchaban con las armas de la fe, con intolerancia y las aguas dulces y letales del odio. No menos confundidos y sórdidos que cualquier mortal.

Los letherii querían, y ese deseo se transformaba de forma invariable en el derecho moral de poseer. Solo los idiotas creían que tales cosas eran incruentas, ya fuera en intención o ejecución.

Bueno, según ese mismo argumento (según el mismo principio de colmillos y garras), existía el derecho moral a desafiarlos. Y era una batalla que no tendría final hasta que se hubiera destruido un bando o el otro. Pero lo más probable era que ambos bandos estuvieran condenados a sufrir el mismo destino. Ésa era la reflexión a la que se llegaba cuando se sabía demasiado.

Pero él iba a seguir luchando.

Esas llanuras que cruzaban sus tres jóvenes seguidores y él habían pertenecido en un tiempo a los leznas. Hasta que los letherii extendieron su noción del interés propio e incluyeron el robo de tierras y la expulsión de sus habitantes originales. Habían quitado los jalones que marcaban los lugares sagrados y las piedras tótem y habían abandonado los cantos rodados en montones; hasta las piedras circulares que en un tiempo habían anclado las chozas habían desaparecido. Los pastos se habían sobreexplotado y, en algunos sitios, largas secciones rectangulares habían visto la tierra roturada en anticipación a la plantación de cultivos, los postes de las verjas apilados no muy lejos. Pero Mascararroja sabía que ese suelo era pobre y se agotaba con rapidez, salvo en los antiguos valles fluviales. Los letherii quizá consiguieran establecerse allí durante una generación o dos antes de que desapareciera la capa superior del suelo. Había visto los resultados al este de los yermos, en la lejana Kolanse, una civilización entera que se tambaleaba al borde de la hambruna a medida que el desierto se extendía como una plaga.

La luna borrosa se había alzado en el cielo salpicado de estrellas, y ellos se fueron acercando a la masa de rodaras. No tenía mucho sentido ir tras los myrid, no eran bestias que corrieran mucho ni muy lejos, pero al acercarse, Mascararroja vio todo el alcance de ese rebaño de rodaras. Veinte mil cabezas, quizá incluso más.

Un gran campamento de boyeros iluminado por hogueras dominaba la cima de una colina, al norte. Dos edificios permanentes de paredes de troncos tallados y tejados coronados por terrones se asomaban al valle poco profundo y a los rebaños; Mascararroja era consciente de que esas casas pertenecerían al capataz del comisionado y formarían el núcleo de un verdadero asentamiento.

Agazapado en las hierbas, al borde de una hondonada de drenaje que atravesaba un lado del valle, con los tres jóvenes guerreros a su izquierda, Mascararroja estudió a los letherii durante veinte latidos más; después les hizo un gesto a Masarch y los demás para que regresaran a la hondonada en sí.

—Esto es una locura —susurró el guerrero llamado Theven—. Debe de haber un centenar de letherii en ese campamento… ¿y qué hay de los pastores y sus perros? Si cambia el viento…

—Calla —dijo Mascararroja—. Déjame a mí los perros y los pastores. En cuanto al campamento, bueno, no tardarán en estar muy ocupados. Regresad con los caballos, montad y estad listos para flanquear y conducir el ganado cuando llegue.

A la luz pálida de la luna, la expresión de Masarch estaba crispada por los nervios y había una mirada salvaje en sus ojos, no lo había pasado bien en su noche de la muerte, pero de momento parecía más o menos cuerdo. Mascararroja sospechaba que tanto Theven como Kraysos habían utilizado hierba sangrante que habían colado con ellos en sus ataúdes y que habían masticado para caer en la inconsciencia y eludir cosas como el pánico y las convulsiones. Quizá había sido lo mejor. Pero Masarch no había tenido hierba sangrante. Y como era común entre las gentes que se criaban en tierras abiertas, el confinamiento era peor que la muerte, peor que cualquier cosa que se pudiera imaginar.

Pero servía de algo grabar a fuego esa transición a la edad adulta, un renacimiento que comenzaba con el enfrentamiento a uno mismo, a tus propios demonios, que salían trepando en rápida sucesión, inmunes a cualquier negación. Con las cicatrices nacidas de esa transición, un guerrero podía llegar a entender lo que era la imaginación: un arma que la mente sacaba a cada paso, pero tan letal para el que la empuñaba como para sus enemigos conjurados. La sabiduría llegaba a medida que crecía la habilidad de uno con esa arma. Luchamos cada batalla con nuestra imaginación: las batallas internas y las batallas del mundo real. Ésa es la verdad del mando, y un guerrero debe aprender a mandar, a dominarse a sí mismo y a otros. Era posible que algunos soldados, como los letherii, experimentaran algo parecido según iban ascendiendo y adquiriendo más rango, pero Mascararroja no estaba muy seguro de eso.

Al mirar atrás, vio que sus seguidores se habían desvanecido en la oscuridad. Calculó que ya debían de estar con los caballos. Esperando, respirando con bocanadas rápidas y superficiales que metían el aire en unos pulmones tensos de repente. Sobresaltándose al menor ruido, sujetando las riendas y las armas con manos cubiertas de sudor.

Mascararroja emitió un leve gruñido y el perro de tiro, tirado sobre el vientre, se acercó más. Le puso una mano en el grueso y peludo cuello durante un instante y después la quitó. Juntos, los dos echaron a andar uno al lado del otro, ambos agachados contra el suelo, hacia el rebaño de rodaras.

Abasard caminaba con lentitud por el borde del rebaño dormido para mantenerse alerta. Sus dos perros favoritos trotaban tras él. Nacido y criado como endeudado en Drene, el muchacho de dieciséis años no había imaginado un mundo como ése, el cielo inmenso, que era oscuridad extendida y un sinfín de estrellas por la noche, enorme y carente de profundidad de día; el modo en el que la tierra misma alcanzaba distancias imposibles, hasta que a veces podía jurar que veía la curvatura del mundo, como si existiera como una isla en el mar del Abismo. Y tanta vida, en la hierba, en el cielo. En primavera brotaban flores diminutas en las laderas de las colinas, con moras que maduraban en los valles. Toda su vida, hasta que su familia había acompañado al capataz del comisionado, había vivido con su padre y su madre, sus hermanos y hermanas, con su abuela y dos tías, todos apiñados en una casa que era poco más que una choza que daba a un callejón repleto de basura que hedía a orina. La fauna de su juventud estaba compuesta por ratas, ratones de ojos azules, ratas de aguas, cucarachas, escorpiones y gusanos plateados.

Pero allí, en ese extraordinario lugar, había descubierto una nueva existencia. Vientos que no apestaban a podredumbre y excrementos. Y había espacio, tanto espacio. Su familia había ido recuperando la salud ante sus propios ojos: su frágil hermanita convertida en una personita enjuta y fuerte, bronceada por el sol, siempre sonriendo; su abuela, cuya tos casi se había desvanecido; su padre, que se erguía más alto porque ya no tenía que encorvarse en chozas y cobertizos de techos bajos. El día anterior mismo, Abasard lo había oído reírse por primera vez.

Quizá, el joven se atrevió a creer, una vez que se roturara la tierra y se plantara, cabría la posibilidad de pagar la deuda trabajando. De pronto todo parecía posible.

Sus dos perros pasaron junto a él a grandes zancadas y se desvanecieron en la oscuridad. Nada que no ocurriera alguna vez. Les gustaba perseguir liebres, o rhizanos en vuelo bajo. Oyó una breve conmoción en las hierbas que había justo detrás de un pequeño montículo. Abasard cogió bien el palo que llevaba y aceleró el paso; si los perros habían atrapado y matado una liebre, habría carne extra en el guiso del día siguiente.

Al llegar a la elevación, el joven se detuvo y buscó en la oscuridad a sus perros. No se les veía por ninguna parte. Abasard frunció el ceño y después emitió un silbido bajo esperando oírlos trotar de regreso con él en cualquier instante. Pero solo el silencio respondió a su llamada. Confuso, se fue agachando lentamente.

Más adelante y a su derecha, unos cientos de rodaras cambiaron de posición, despiertos e inquietos.

Algo iba mal. ¿Lobos? La caballería rosazul que el capataz tenía contratada había dado caza a los que había por allí hace mucho. Hasta habían expulsado a los coyotes y a los osos.

Abasard empezó a reptar, la boca seca de repente, el corazón martilleándole en el pecho.

Con la mano libre extendida avanzó y entró en contacto con una piel suave y cálida. Uno de sus perros, echado inmóvil bajo el roce que lo sondeaba. Cerca del cuello, el pelo estaba húmedo. El muchacho fue bajando la mano hasta que los dedos se hundieron en carne desgarrada donde el animal debería haber tenido la garganta. La herida era irregular. Un lobo. O uno de esos gatos rayados. Pero de los últimos él solo había visto pieles, y procedían del extremo sur, cerca ya del reino de Bolkando.

Asustado de verdad, continuó y al poco encontró a su otro perro. Ése tenía el cuello roto. Los dos ataques, comprendió, tenían que haberse llevado a cabo de forma simultánea, o bien una u otra de las bestias habría ladrado.

Un cuello roto… pero ninguna otra herida, ni rastros de saliva en el pelo.

Los rodaras se removieron otra vez a media docena de pasos, a un lado, y Abasard distinguió, por el rabillo del ojo, las cabezas alzadas sobre los largos cuellos, las orejas tiesas. Pero no emitían ningún sonido de temor. Así que no había olores peligrosos, ni pánico, alguien ha captado su atención. Alguien al que están acostumbrados a obedecer.

La situación era inconfundible, estaban robando el rebaño. Abasard no podía creérselo. Se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos. Veinte pisadas silenciosas más tarde, echó a correr de regreso al campamento.

El látigo de Mascararroja salió serpenteando y se enrolló alrededor del cuello del pastor, el viejo letherii había estado de pie, perfilado a la perfección contra la oscuridad, con los ojos clavados, sin decir nada, en el rebaño que empezaba a moverse. Un tirón brusco de Mascararroja y la cabeza del pastor se desprendió de los hombros, el cuerpo (los brazos sacudiéndose por un momento a los costados) cayó en un lado.

El último, como sabía Mascararroja cuando se acercó. Salvo uno, que había sido lo bastante listo como para huir, aunque eso no lo fuera a salvar al final. Bueno, los invasores tenían que aceptar los riesgos, ellos también eran ladrones, ¿no? Disfrutaban de riquezas que no se habían ganado, ocupaban una tierra que no era suya, lo bastante arrogantes como para exigir que cambiara y se adaptara a sus propósitos. Igual que si se mearan en los espíritus de la tierra, había que pagar por tanta temeridad y blasfemia.

Desechó ese pensamiento por ser indigno. Los espíritus podían cuidarse solos, y ya se vengarían con el tiempo, porque eran tan pacientes como inexorables. No era él quien tenía que actuar en nombre de los espíritus. No, esa supuesta superioridad moral era falsa e innecesaria. La verdad era la siguiente: él disfrutaba siendo la mano de la venganza lezna. Personal y, por tanto, mucho más deliciosa.

Ya había empezado a matar letherii en Drene.

Sacó el cuchillo, se agachó sobre la cabeza amputada del viejo y desprendió la cara letherii, la enrolló y la metió con las otras en la saca incrustada de sal que llevaba en la cadera.

La mayor parte de los perros del rebaño se habían sometido al desafío del perro de tiro lezna; en ese momento seguían a aquella bestia más grande y temible que ellos que iba despertando a todo el rebaño para conducirlo en masa al este.

Mascararroja se irguió y se volvió cuando surgieron los primeros chillidos en el campamento de los boyeros.

Abasard todavía estaba a cuarenta pasos del campamento cuando vio que una de las tiendas se derrumbaba de lado, con los postes y las guías partidos; una enorme criatura de dos patas la pisoteaba, las garras la atravesaban para alcanzar las formas que se debatían debajo, los chillidos hendían el aire. La cabeza giró hacia un lado y el demonio continuó con su zancada larga y la cola tiesa. Había unas espadas enormes en sus manos.

Otro cruzó su camino, rápido, agazapado, en dirección a la casa del capataz. Abasard vio una figura salir disparada del camino de esa segunda bestia, pero no fue lo bastante rápida y la criatura echó de repente hacia delante la cabeza y la giró de modo que las mandíbulas se cerraron a ambos lados de la cabeza del hombre. Un instante después, el reptil lanzó la forma agitada por los aires con un impulso capaz de romper varios huesos. El cadáver inerte salió volando y aterrizó con un golpe antes de rodar por la hoguera entre una rociada de chispas.

Abasard se quedó allí, paralizado por el horror de la matanza que tenía delante. Había reconocido al hombre. Otro endeudado, un hombre que había estado cortejando a una de sus tías, un hombre que siempre parecía estar riéndose.

Otra figura le llamó la atención. Su hermana pequeña, de diez años, salía disparada del campamento, alejándose de otra tienda cuyos habitantes estaban muriendo bajo las espadas que los destrozaban… Nuestra tienda. Padre

El reptil levantó la cabeza, vio la silueta fugitiva de su hermana y se abalanzó tras ella.

De inmediato, Abasard se puso a correr en línea recta hacia la monstruosa criatura. Si el engendro lo vio a punto de cruzarse con él, le dio igual… hasta el último momento, cuando Abasard levantó el palo para blandirlo por encima de la cabeza con la esperanza de golpear a la bestia en la pata trasera, ya se imaginaba los huesos partiéndose…

La espada más cercana asestó una estocada, tan rápida, tan…

Abasard se encontró tirado en hierbas empapadas, notaba el calor que se derramaba por un lado de su cuerpo, y según el calor salía a raudales, él sentía cada vez más frío. Se quedó mirando, sin ver nada todavía, notando que algo iba mal. Se hallaba tirado de lado, pero tenía la cabeza pegada al suelo y la oreja aplastada contra el mismo. Debería haber un hombro por debajo de la cabeza, y un brazo, y era por donde se le estaba derramando todo el calor.

Y más abajo todavía, en ese lado del pecho, eso también parecía haber desaparecido.

Podía sentir la pierna derecha dando patadas en el suelo. Pero no había pierna izquierda. No lo entendía.

Poco a poco se acomodó de espaldas y se quedó mirando el cielo nocturno.

Tanto sitio ahí arriba, un techo fuera del alcance de todos que cubría un lugar en el que podían vivir. Sin apiñarse, con espacio para todos.

Comprendió que se alegraba de haber ido allí, para ver, para presenciar, para entender. Se alegraba, incluso mientras moría.

Mascararroja salió de la oscuridad y se dirigió adonde esperaba Masarch con el caballo letherii. Tras él, el rebaño de rodaras era una masa en movimiento, los machos dominantes en cabeza, la atención fija en Mascararroja. Los perros ladraban y lanzaban mordiscos en los flancos más alejados. Gritos distantes de los otros dos jóvenes guerreros indicaban que estaban donde debían.

Mascararroja montó, saludó con la cabeza a Masarch y dio la vuelta con el animal.

Masarch hizo una larga pausa y se quedó mirando el lejano campamento letherii, donde parecía que la impía matanza continuaba sin amainar. Sus guardianes, había dicho.

No teme los desafíos venideros. Se apoderará de las pieles del caudillo ganetok. Nos liderará a la guerra contra los letherii. Es Mascararroja, que abjuró de los leznas solo para volver.

Me convencí de que era demasiado tarde.

Ahora creo que me equivocaba.

Pensó otra vez en su noche de la muerte, y los recuerdos regresaron como demonios alados. Se había vuelto loco en ese tronco ahuecado, se había vuelto tan loco que apenas nada de él había sobrevivido para regresar cuando la luz de la mañana lo había cegado. Y la locura estaba suelta, le hormigueaba en los extremos de los miembros, suelta y salvaje, pero sin decidirse todavía a actuar, a dar la cara. No había nada que la contuviese. Nadie.

Nadie salvo Mascararroja. Mi caudillo. Que desató su propia locura hace años.