Nos topamos con el demonio en la ladera oriental del Espinazo Radagar. Estaba echado en un barranco poco profundo, formado por una riada, y el hedor que impregnaba el aire caliente nos habló de carne medio podrida; y así fue, en el examen realizado con el mayor cuidado en ése, el día siguiente a la emboscada a nuestro campamento, que habían realizado atacantes desconocidos, descubrimos que el demonio estaba, aunque todavía vivo, herido de muerte. ¿Cómo describir a semejante entidad demoníaca? Al erguirse, se habría alzado sobre dos enormes y musculadas extremidades traseras, reminiscencia de las de un shaba, esa ave incapaz de volar que se encuentra en las islas del archipiélago Dracónico, pero en comparación mucho más grandes. La cadera del demonio, cuando se pusiera en pie, se habría encontrado al nivel de los ojos de un hombre. De cola larga, el peso del torso del demonio, equilibrado de modo uniforme por las caderas, lo obligaría a adelantar el largo cuello y la cabeza y mantener la columna en horizontal. Dos largas extremidades delanteras, envueltas en densos músculos y escamas endurecidas que proporcionaban una armadura natural, terminaban no en garras o manos avariciosas, sino en enormes espadas de hojas de hierro que parecían fundidas, metal en hueso, con las muñecas. La cabeza tenía un morro pronunciado, como el de uno de esos cocodrilos que se encuentran en el barro de la orilla sur del mar Rosazul, pero, una vez más, mucho más grande. La deshidratación había hecho retroceder los labios, que revelaban filas desiguales de colmillos, cada uno largo como una daga. Los ojos, enturbiados por la muerte que se acercaba, eran, no obstante, misteriosos y ajenos a nuestros sentidos.
La atri-preda, osada como siempre, se adelantó para librar al demonio de su sufrimiento clavando una espada en el tejido blando de la garganta. Con esa herida letal, el demonio dejó escapar un grito de muerte que nos dolió, pues el sonido que emitió estaba más allá del registro que podíamos oír, y casi logra que nos estalle el cráneo, tan feroz fue que nos salió sangre de la nariz, los ojos y los oídos.
Otro detalle que merece la pena mencionar antes de que me extienda sobre el alcance de las susodichas lesiones. Las heridas visibles en el demonio eran de lo más curiosas. Cuchilladas alargadas, curvas, quizá efectuadas por algún tipo de tentáculo, pero un tentáculo que tenía dientes afilados, mientras que otras heridas eran más cortas pero de naturaleza más profunda, producidas de forma invariable en una región vital para la locomoción u otra aflicción parecida en los miembros, en los que se habían cortado tendones y demás…
—Comisionado Breneda Anict, Expedición
al interior de las tierras salvajes
Anales oficiales de Pufanan Ibrys
No era un hombre en la cama. Oh, sus partes funcionaban a la perfección, pero en cualquier otro sentido era un niño, ese emperador de las Mil Muertes. Pero lo peor de todo, decidió Nisall, era lo que pasaba después, cuando caía en ese medio sueño, medio otra cosa, con espasmos en los miembros, una retahíla interminable de palabras reviviendo de su boca en una letanía de ruegos puntuados por sollozos desesperados que arañaban el aire perfumado de la estancia. Y no mucho después, cuando ella se escapaba de la cama en sí, se envolvía en una bata y se colocaba cerca de la escena pintada en la ventana falsa, a cinco pasos de distancia, lo observaba gatear por el suelo y dirigirse como si lo hubiera lisiado una lesión en la columna, arrastrando la omnipresente espada con una mano, al otro lado de la habitación, a una esquina, donde se pasaba el resto de la noche acurrucado, encerrado en una pesadilla eterna.
Un millar de muertes. Revividas noche tras noche. Mil.
Una exageración, por supuesto. Unas cuantas centenas como mucho.
El tormento del emperador Rhulad no era producto de una imaginación enfebrecida, ni nacía de una multitud de angustias. Lo que lo acosaba eran las verdades de su pasado. Nisall era capaz de identificar algunos de los murmullos, en concreto el que dominaba sus pesadillas, pues ella había estado allí. En la sala del trono, testigo de la no-muerte de Rhulad, que había sollozado en el suelo embadurnado por su propia sangre, con un cadáver en su trono y el asesino de Rhulad echado medio erguido contra el estrado. A ése se lo había llevado el veneno.
El patético deslizamiento de Hannan Mosag hacia ese trono lo había detenido el demonio que había aparecido para recoger el cuerpo de Brys Beddict, y la estocada casi indiferente que mató a Rhulad cuando la aparición salió de la sala.
El chillido del emperador al despertar había convertido el corazón de Nisall en un trozo de hielo, un grito tan brutal y crudo que sintió su fuego en la garganta.
Pero fue lo que siguió, muy poco después de su regreso, lo que perseguía a Rhulad con un millar de hojas chorreantes.
Morir, solo para regresar, es no escapar nunca. No escapar… de nada.
Al cerrarse las heridas se había aupado, se había quedado a gatas, todavía aferrado a la espada maldita, el arma que jamás soltaba. Sollozando, tomando aliento con bocanadas entrecortadas, se arrastró hacia el trono y hundió el cuerpo una vez más cuando alcanzó el estrado.
Nisall había salido de donde se había escondido momentos antes. Tenía la mente entumecida: el suicido de su rey, su amante, y el del eunuco, Nifadas, las conmociones, una tras otra, en ese terrible salón del trono, las muertes, que caían como una multitud de lápidas en un campo anegado. Triban Gnol, siempre pragmático, se arrodilló ante el nuevo emperador y juró servirlo con la facilidad de una anguila deslizándose bajo una nueva roca. El primer consorte también lo había presenciado todo, pero Nisall no vio por ninguna parte a Turudal Brizad cuando Rhulad, entre el brillo de las monedas húmedas de sangre, se retorció en el escalón y le enseñó los dientes a Hannan Mosag.
—No es tuyo —dijo con voz ronca.
—Rhulad…
—¡Emperador! Y tú, Hannan Mosag eres mi ceda. Ya no eres el rey hechicero. Mi ceda, sí.
—Vuestra esposa…
—Muerta. Sí. —Rhulad se aupó al estrado, se levantó y se quedó mirando al rey letherii muerto, Ezgara Diskanar. Estiró la mano que le quedaba libre, cogió la pechera de la túnica de brocado del rey, sacó a rastras el cadáver del trono y lo dejó caer a un lado; la cabeza crujió contra el suelo de azulejos. Un escalofrío pareció atravesar a Rhulad. Se sentó en el trono y los miró, los ojos posándose una vez más en Hannan Mosag—. Ceda —dijo—, en éste, nuestro aposento, te acercarás siempre a nos boca abajo, como haces ahora.
Entre las sombras del otro extremo del salón del trono se oyó una risa aguda llena de flemas.
Rhulad se encogió un instante antes de seguir hablando.
—Nos dejarás ahora, ceda. Y llévate a esa arpía, Janall, y a su hijo contigo.
—Emperador, por favor, debéis entender…
—¡Largo!
El chillido sacudió a Nisall, que vaciló y luchó por contener el impulso de huir, de escapar de aquel lugar. De la corte, de la ciudad, de todo.
La mano libre del emperador se estiró de golpe y, sin volverse, se dirigió a ella.
—Tú no, puta. Tú quédate.
Puta.
—Es un término inapropiado —dijo Nisall, que se puso rígida de miedo, sorprendida por su propia temeridad.
El emperador clavó los ojos enfebrecidos en ella. Después, de modo harto incongruente, hizo un gesto de desdén con la mano y habló con un cansancio repentino.
—Por supuesto. Nos disculpamos, concubina imperial… —Su rostro rutilante se crispó en una pequeña sonrisa—. Tu rey debería haberte llevado a ti también. Fue egoísta, o quizá su amor por ti era tan profundo que no podía soportar invitarte a la muerte.
Nisall no dijo nada porque, en verdad, no tenía respuesta que darle.
—Ah, vemos la duda en tus ojos, concubina, pero te comprendemos. Has de saber que no te usaremos con crueldad. —Quedó en silencio y miró a Hannan Mosag, que volvía a cruzar a rastras el umbral de la grandiosa entrada de la cámara. Había aparecido otra media docena de tiste edur, trémulos, con movimientos furtivos, sin saber muy bien qué era lo que estaban presenciando. Una orden siseada de Hannan Mosag envió a dos al salón, y cada uno cubrió con la arpillera las formas mutiladas de Janall y Quillas, su hijo. El sonido cuando sacaron a rastras de la cámara los dos sacos llenos de carne fue, a oídos de Nisall, más espeluznante que todo lo que había escuchado hasta el momento ese malhadado día.
—Al mismo tiempo —continuó el emperador tras un momento—, el título y sus privilegios consiguientes… se mantienen, si así lo deseases.
Nisall parpadeó, se sentía como si se hubiera metido en arenas movedizas.
—¿Me dais libertad para elegir, emperador?
Un asentimiento, los ojos llorosos y enrojecidos todavía clavados en la entrada de la cámara.
—Udinaas —susurró—. Traidor. Tú… tú no fuiste libre de escoger. Esclavo, mi esclavo, jamás debería haber confiado en la oscuridad, nunca… —Se estremeció una vez más en el trono, los ojos reluciendo de repente—. Viene.
Nisall no tenía ni idea de a quién se refería, pero la emoción cruda de aquella voz la asustó de nuevo. ¿Qué más podía aparecer en ese día terrible?
Unas voces fuera, una de ellas sonaba amarga, después cohibida.
La mujer observó que un guerrero tiste edur entraba sin prisas en el salón del trono. El hermano de Rhulad. Uno de ellos. El que había dejado a Rhulad tirado en las baldosas. Joven, atractivo a ese modo de los edur, a la vez diferente y perfecto. Nisall intentó recordar si había oído su nombre.
—Trull —dijo el emperador con voz ronca—. ¿Dónde está? ¿Dónde está Temor?
—Se ha… ido.
—¿Ido? ¿Nos ha dejado?
—Nos. Sí, Rhulad, ¿o insistes en que te llame emperador?
Varias expresiones cruzaron el rostro tachonado de monedas de Rhulad, una tras otra, después hizo una mueca.
—Tú también me dejaste, hermano —dijo—. Me dejaste sangrando… en el suelo. ¿Te crees muy diferente a Udinaas? ¿Menos traidor que mi esclavo letherii?
—Rhulad, ojalá fueras mi hermano de antaño…
—¿Aquel del que te mofabas?
—Si parecía que eso hacía, me disculpo.
—Sí, ahora te das cuenta de la necesidad de disculpas, ¿no?
Trull Sengar se adelantó.
—Es la espada, Rhulad. Está maldita. Por favor, tírala. Destrúyela. Ya has conseguido el trono, ya no la necesitas…
—Te equivocas. —Le enseñó los dientes en una mueca fiera, como si lo pusiera enfermo el odio que sentía por sí mismo—. Sin ella solo soy Rhulad, hijo menor de Tomad. Sin la espada, hermano, no soy nada.
Trull ladeó la cabeza.
—Nos has liderado en la conquista. Yo permaneceré a tu lado. También estarán Binadas y nuestro padre. Te has ganado ese trono, Rhulad, nada tienes que temer de Hannan Mosag…
—¿Ese miserable gusano? ¿Crees que me asusta? —La punta de la espada produjo un chasquido seco cuando saltó de las baldosas. Rhulad apuntó con el arma al pecho de Trull—. ¡Soy el emperador!
—No, no lo eres —respondió Trull—. Tu espada es el emperador… tu espada y el poder que la respalda.
—¡Mentiroso! —chilló Rhulad.
Nisall vio a Trull estremecerse y después recuperar la compostura.
—Demuéstralo.
El emperador abrió mucho los ojos.
—Haz pedazos esa espada, por la bendición de la Hermana, déjala caer de tu mano. Incluso eso, Rhulad. Solo eso. ¡Déjala caer!
—¡No! ¡Sé lo que quieres, hermano! La cogerás tú, te veo tenso, listo para tirarte a por ella, ¡veo la verdad! —El arma temblaba entre ellos, como si ansiase sangre, la sangre de quien fuera.
Trull negó con la cabeza.
—La quiero hecha pedazos, Rhulad.
—No puedes permanecer a mi lado —siseó el emperador—. Demasiado cerca, hay traición en tus ojos… ¡me dejaste! ¡Tullido en el suelo! —Alzó la voz—. ¿Dónde están mis guerreros? ¡Que entren en la cámara! ¡Vuestro emperador lo ordena!
Media docena de guerreros edur apareció de repente con las armas en la mano.
—Trull —susurró Rhulad—. Veo que no tienes espada. Ahora te toca a ti dejar caer tu arma favorita, tu lanza. Y tus cuchillos. ¿Qué? ¿Temes que te asesine? Demuéstrame que confías tanto como dices. Que tu honor sea mi guía, hermano.
Nisall no lo sabía entonces, no comprendía lo suficiente el modo de vida de los edur, pero vio algo en el rostro de Trull, una especie de rendición, pero una rendición que era mucho más complicada, más difícil, que limitarse a entregar sus armas allí, ante su hermano. Niveles de resignación que se posaban uno sobre otro, el descenso de cargas imposibles, y lo que sabían los dos hermanos que indicaba esa rendición. Ella no comprendió en ese momento lo que significaba la respuesta de Trull, el modo en que se hizo, no en su propio nombre, no por sí mismo, sino por Temor. Temor Sengar, más que cualquier otro. Ella no comprendió entonces la inmensidad del sacrificio de aquel edur cuando se descolgó la lanza y la dejó caer con estrépito sobre las baldosas; cuando se quitó el cinturón de los cuchillos y lo tiró a un lado.
Debería haber habido triunfo en los ojos torturados de Rhulad, pero no lo había. En su lugar, una especie de confusión nubló su mirada y lo hizo apartar los ojos, como si buscara ayuda. Su mirada encontró y se concentró en los seis guerreros, hizo un gesto con la espada y habló con voz entrecortada.
—Trull Sengar debe ser pelado y expulsado. Cesará de existir, para nos, para todos los edur. Llevadlo. Atadlo. Lleváoslo.
Nisall tampoco había comprendido lo que esa sentencia, esa decisión, le había costado al propio Rhulad.
Libre de elegir, la concubina había optado por quedarse, por razones que no pudo elucidar ni siquiera en su propia mente. ¿Era compasión? Quizá. Ambición, sin lugar a dudas, pues había percibido, como el depredador que se ha de ser en la vida en la corte, que había una forma de llegar a él, una forma de sustituir (sin toda esa historia concomitante) a los que ya no estaban junto a Rhulad. No uno de los guerreros que lo adulaban; no servían para nada, en último caso, y ella sabía que Rhulad era más que consciente de esa verdad. Nisall comprendió que, a fin de cuentas, el emperador no tenía a nadie. No tenía a su hermano, Binadas, que, como Trull, lo conocía demasiado bien y por tanto era demasiado peligroso para que el emperador lo mantuviera cerca, así que lo había enviado en busca de paladines y de los parientes repartidos de las tribus edur. En cuanto al padre, Tomad, una vez más el papel subordinado resultaba extremadamente incómodo para encajarlo. De los k’risnan supervivientes de Hannan Mosag, a la mitad entera los había enviado a acompañar a Tomad y Binadas y así mantener la debilidad del nuevo ceda.
Y durante todo ese tiempo, mientras se iban tomando esas decisiones, cuando se llevó a cabo el pelado, en secreto, lejos de ojos letherii, y mientras Nisall maniobraba para meterse en la cama del emperador, el canciller, Triban Gnol, lo iba observando todo con los ojos entornados de un ave raptora.
El consorte, Turudal Brizad, había desaparecido, aunque Nisall había oído rumores entre los sirvientes de la corte, rumores que decían que no se había ido muy lejos, que rondaba por los pasillos menos frecuentados y los misterios subterráneos del antiguo palacio, fantasmal y pocas veces algo más que visto a medias. Nisall no sabía muy bien si creer esas afirmaciones; aun así, si de verdad continuaba oculto en el palacio, la concubina comprendió que tampoco le extrañaría. No importaba, Rhulad no tenía esposa, después de todo.
La amante del emperador, un papel al que estaba acostumbrada, aunque no lo parecía. Rhulad era tan joven, tan diferente de Ezgara Diskanar. Sus heridas espirituales eran demasiado profundas para que las sanaran sus caricias y así, aunque se encontraba en una posición de renombre, de poder (cerca como estaba del trono), se sentía impotente. Y profundamente sola.
Se levantó y observó al emperador de Lether retorcerse mientras se acurrucaba todavía más en la esquina de la habitación. Entre los gimoteos, gruñidos y jadeos, escupió fragmentos de su conversación con Trull, el hermano del que había renegado. Y una y otra vez, con susurros roncos, Rhulad rogaba que lo perdonara.
Pero los esperaba un nuevo día, se recordó Nisall. Y ella vería a ese hombre roto recuperar la compostura, recoger los trozos y ocupar su lugar en el trono imperial, mirarlo todo con ojos enrojecidos, la armadura fragmentada de monedas reluciendo con un brillo apagado bajo la luz de las antorchas tradicionales que revestían las paredes de la estancia; y donde faltaban monedas, no había más que tejido cicatrizado, verdugones ribeteados de carmesí de carne deformada. Y en el curso del día esa espeluznante aparición procedería a asombrarla.
El emperador de las Mil Muertes había renunciado a los antiguos protocolos del gobierno imperial y soportaba sentado un desfile de peticiones, un número siempre creciente de ciudadanos del imperio, pobres y ricos por igual, que habían terminado por aceptar la invitación imperial, alimentando su valor para enfrentarse cara a cara con su gobernante extranjero. Pues campanada tras campanada, Rhulad impartía justicia lo mejor que podía. Su esfuerzo y empeño en comprender las vidas de los letherii habían conmovido a Nisall de formas inesperadas, había llegado a creer que había un alma decente bajo todo ese infausto trauma. Y fue entonces cuando Nisall se encontró siendo más necesaria, aunque con más frecuencia en los últimos tiempos era el canciller el que daba todos los consejos; la concubina se daba cuenta que Triban Gnol había empezado a verla como una rival. Él era el principal organizador de las solicitudes, el filtro que mantenía el número en un nivel manejable, y su despacho había prosperado en consecuencia. Que su extenso personal también servía como una inmensa e invasiva red de espías en palacio se daba por hecho.
Así pues, Nisall observaba a su emperador, que había ascendido al trono vadeando sangre, esforzarse por ser un gobernador benigno, buscar una sensibilidad tan honesta y torpe que no podía ser más que genuina. Y le estaba rompiendo el corazón.
Pues al poder no le interesaba la integridad. Incluso Ezgara Diskanar, tan lleno de promesa durante sus primeros años, había terminado por alzar un muro entre él y los ciudadanos del imperio durante la última década de su gobierno. La integridad era demasiado vulnerable al abuso de otros, y Ezgara había sufrido esa traición una y otra vez, y quizá la más dolorosa de todas, la de su propia mujer, Janall, y luego la del hijo de ambos.
Era demasiado fácil despreciar la carga de tales heridas, la profundidad de esas cicatrices.
Y Rhulad, el hijo menor de una familia noble edur, había sido víctima de la traición, la traición de lo que debía de haber sido verdadera amistad (con el esclavo, Udinaas) y en los hilos de la sangre compartida, la de sus propios hermanos.
Pero cada día ese hombre superaba los tormentos de la noche que acababa de terminar. Nisall se preguntaba, sin embargo, cuánto tiempo más podía durar aquello. Solo ella era testigo del triunfo interno del emperador, de esa guerra extraordinaria que libraba consigo mismo cada mañana. El canciller, a pesar de todos sus espías, no sabía nada de ello, Nisall estaba segura. Y eso lo hacía peligroso en su ignorancia.
La concubina tenía que hablar con Triban Gnol. Necesitaba arreglar ese puente. Pero no pienso ser su espía.
Un puente muy estrecho, entonces, un puente que debía cruzar con cautela.
Rhulad se removió en la oscuridad. Se oyó un susurro.
—Sé lo que quieres, hermano… Así que guíame… que tu honor sea mi guía…
Ah, Trull Sengar, allí donde ahora aceche tu espíritu, ¿te complace? ¿Te complace saber que tu pelado fracasó?
De modo que ahora has regresado.
Para acosar así a Rhulad.
—Guíame —dijo Rhulad con voz ronca.
La espada arañó el suelo y reverberó sobre el mosaico como una carcajada fría.
—No es posible, me temo.
Bruthen Trana estudió al letherii que tenía delante durante largo rato y no dijo nada.
La mirada del canciller se apartó por un instante, como si se distrajese, parecía a escasos momentos de despedir al guerrero edur; después, quizá al darse cuenta de que eso podría no ser demasiado inteligente, se aclaró la garganta y habló con tono comprensivo.
—El emperador insiste en atender estas peticiones, como bien sabe usted, y consumen cada momento que pasa despierto. Son, si me disculpa, su obsesión. —Alzó las cejas unos milímetros—. ¿Cómo puede un auténtico súbdito cuestionar el amor por la justicia de su emperador? Los ciudadanos han terminado por adorarlo. Han terminado por verlo como el gobernante honorable que es en realidad. Esa transición ha llevado cierto tiempo, lo admito, y ha implicado un esfuerzo inmenso por nuestra parte.
—Deseo hablar con el emperador —dijo Bruthen, su tono era idéntico al de la vez anterior que había pronunciado esas palabras.
Triban Gnol suspiró.
—Es de suponer que desea dar en persona su informe sobre el centinela Karos Invictad y sus patriotas. Le garantizo que remito tales informes. —Miró con el ceño fruncido al tiste edur, asintió y dijo—: Muy bien, transmitiré sus deseos a su alteza, Bruthen Trana.
—Si fuera necesario, póngame entre los solicitantes.
—Eso no será necesario.
El tiste edur contempló al canciller durante media docena de latidos, después se volvió y salió del despacho. En la gran antesala esperaba una multitud de letherii. Una veintena de rostros se volvieron para contemplar a Bruthen cuando serpenteó entre los presentes, rostros nerviosos que luchaban con el miedo, mientras otros estudiaban al tiste edur con ojos que no revelaban nada (los agentes del canciller, los que Bruthen sospechaba que salían cada mañana para reunir a los solicitantes del día y los aleccionaban sobre lo que le tenían que decir a su emperador).
Sin hacer caso de los letherii que se apartaban para dejarlo pasar, salió al pasillo y continuó por el laberinto de aposentos, pasillos y pasajes que componían el palacio. Vio muy pocos tiste edur, salvo uno de los k’risnan de Hannan Mosag, encorvado y caminando con un hombro rozando un muro, en los ojos un destello de reconocimiento antes de continuar su camino cojeando.
Bruthen Trana se dirigió al ala de palacio más cercana al río; allí el aire era frío y húmedo y los pasillos estaban casi vacíos. Si bien la inundación sufrida durante las primeras etapas de la construcción se había rectificado gracias a un ingenioso sistema de pilones bajo la superficie, parecía que nada podía disipar la humedad. Se habían abierto agujeros en las paredes exteriores para crear un flujo de aire, sin demasiado resultado, aparte de llenar la oscuridad mohosa con el olor del barro del río y de las plantas que se pudrían.
Bruthen atravesó uno de esos agujeros y salió a un camino adoquinado casi deshecho, con árboles derribados deshaciéndose entre hierbas altas a su izquierda y los cimientos de un edificio pequeño a su derecha. El abandono persistía en el aire quieto como polen suspendido. Bruthen estaba solo cuando subió por la ladera irregular del camino y llegó al borde de la zona despejada, al otro extremo de la cual se alzaba la antigua torre de los azath, con las estructuras menores de los jaghut a ambos lados. En ese claro había jalones de tumbas dispuestas sin ningún orden discernible. Urnas medio enterradas, las bocas selladas con cera, de las que surgían armas. Espadas, lanzas rotas, hachas, mazas… trofeos del fracaso, un bosque atrofiado de hierro.
Los campeones caídos, los residentes de un cementerio prestigioso. Todos habían matado a Rhulad al menos una vez, algunos más de una; el mayor de todos, un tartheno casi de pura sangre, había asesinado al emperador siete veces, y Bruthen recordaba con absoluta claridad la expresión de rabia creciente y terror en el rostro bestial del tartheno cada vez que su oponente caído se levantaba, renovado, más fuerte y letal que unos instantes antes.
Entró en la extraña necrópolis, los ojos repasando las distintas armas, en otro tiempo cuidadas con tanto cariño (muchas de ellas tenían hasta nombre), pero en esos momentos recubiertas de orín. Al otro extremo, un poco separada de todas las demás, se hallaba una urna abierta. Meses antes, por curiosidad, Bruthen había metido la mano en ella y había encontrado una copa de plata. La copa que contuvo el veneno que mató a tres letherii en el salón del trono, el veneno que mató a Brys Beddict.
No había cenizas. Hasta su espada había desaparecido.
Bruthen Trana sospechaba que si ese hombre regresase de nuevo, otra vez se enfrentaría a Rhulad y haría lo que había hecho antes. No, era más que una sospecha. Era una certeza.
Invisible para Rhulad, mientras el nuevo emperador yacía allí, hecho jirones en el suelo, Bruthen se había metido en la cámara para verlo por sí mismo. Y en la mirada temerosa de ese momento había discernido la espantosa precisión de esa masacre. Brys Beddict había ejecutado un trabajo mecánico. Como un erudito diseccionando un argumento débil, un esfuerzo no mayor por su parte que el de atarse los mocasines.
Ojalá Bruthen hubiera visto el duelo en sí, ojalá hubiera presenciado el arte de ese espadachín letherii trágicamente asesinado.
Se quedó allí, con la mirada baja, fija en la urna polvorienta y cubierta de telarañas.
Y rezó por el regreso de Brys Beddict.
Estaba tomando forma un patrón, poco a poco, de forma inexorable. Sin embargo, el Errante, en otro tiempo conocido como Turudal Brizad, consorte de la reina Janall, no podía discernir su significado. Esa sensación de inquietud, de pavor, era nueva para él. De hecho, él consideraba que no se podía imaginar un estado mental más embarazoso para un dios, allí, en el corazón del reino.
Oh, había conocido épocas de violencia; había recorrido las cenizas de imperios muertos, pero su sentido del destino permanecía incluso entonces, sin tacha, inviolado y absoluto. Y para empeorar las cosas, los patrones eran su obsesión personal, una obsesión sostenida por su fe en su dominio de ese arcano lenguaje, un dominio que nada ni nadie podía desafiar.
¿Entonces quién es el que juega conmigo ahora?
Permaneció en la oscuridad, escuchando el goteo del agua que se filtraba por una pared invisible, y se quedó mirando la Cedance, las losas de piedra de las Fortalezas, el rompecabezas en el suelo que conformaba los cimientos de ese reino. La Cedance. Mis losas. Mías. Yo soy el Errante. Ésta es mi partida.
Entretanto, el patrón seguía desarrollándose ante él, penosamente, el rumor de las piedras demasiado bajo y profundo para oírlo, pero su resonancia hacía que le chirriasen los huesos. Trozos dispares que se unen. Una función oculta hasta el último momento, cuando todo llega demasiado tarde, cuando el cierre impide toda huida.
¿Esperas que no haga nada? No soy una simple víctima tuya más. Soy el Errante. Por mi mano, todo destino gira. Todo lo que parece aleatorio es propósito mío. Es una verdad inmutable. Siempre lo ha sido. Siempre lo será.
No obstante, tenía el sabor del miedo en la lengua, como si hubiera estado chupando monedas sucias día tras día, pasándose la riqueza de un imperio por la boca. Pero ¿es un flujo amargo que entra o que sale?
El susurro agudo del movimiento, todo propósito de las imágenes talladas en las losas… perdido. Ni una sola Fortaleza se revelaba.
La Cedance había estado así desde el día en que había muerto Ezgara Diskanar. El Errante tenía que ser idiota para despreciar la relación, pero ese razonamiento todavía tenía que llevarlo a alguna parte. Quizá no era la muerte de Ezgara lo que importaba, sino la del ceda. Nunca le caí muy bien. Y me quedé allí, observando, cuando el tiste edur se apartó un poco hacia un lado, cuando arrojó su lanza, atravesó a Kuru Qan y mató al ceda más grande que había habido desde el Primer Imperio. Mi partida, pensé en ese momento. Pero ahora, me pregunto…
Pero quizá era la de Kuru Qan. Y, de algún modo, sigue jugándose. No le advertí de ese peligro inminente, ¿verdad? Antes del estertor de su último aliento, él habría comprendido esa… omisión.
¿Ese puñetero mortal me ha maldecido? ¡A mí, un dios!
Una maldición así sería vulnerable. Ni siquiera Kuru Qan era capaz de elaborar algo que no pudiera desmantelar el Errante. Solo tenía que entender su estructura, todo lo que la sujetaba, las estacas ocultas que guiaban esas losas.
¿Qué es lo que viene? El imperio ha renacido, vigorizado, revelando así la veracidad de la antigua profecía. Es todo como preví.
Su estudio de los borrosos adoquines bajo la pasarela se convirtió en una mirada feroz. Siseó de frustración y observó que su aliento desaparecía en jirones con el frío.
Una transformación desconocida en la que no veo nada salvo el hielo de mi propia exasperación. Así pues, veo, pero estoy ciego, ciego a todo.
El frío también era un fenómeno nuevo. El calor del poder se había desangrado de ese lugar. Nada era como debería.
Quizá, en algún momento, tendría que admitir la derrota. Y entonces estaré obligado a hacer una visita a un vejestorio pequeño y malhumorado que trabaja como sirviente de un idiota inútil. Humilde, me acercaré en busca de respuestas. Permití vivir a Tehol, ¿no? Esto tiene que contar para algo.
Mael, sé que interferiste la última vez. Con una indiferencia desvergonzada por las reglas. Mis reglas. Pero te he perdonado, y eso también tiene que contar para algo.
La humildad sabía incluso peor que el miedo. Todavía no estaba listo para eso.
Se haría cargo de la Cedance. Pero para usurpar el patrón, primero tendría que encontrar a su hacedor. ¿Kuru Qan? No estaba convencido.
Hay perturbaciones en el panteón, nuevas y antiguas. Caos, el hedor de la violencia. Sí, es la intromisión de un dios. Quizá la culpa sea del propio Mael; no, no es eso. Lo más probable es que no sepa nada, que permanezca en la bendita ignorancia. ¿Me servirá eso para hacerle comprender que algo va mal?
Un imperio renacido. Cierto, los tiste edur tenían sus secretos, o por lo menos ellos creían que esas verdades estaban bien escondidas. No lo estaban. Un dios extraño las había usurpado y había hecho de un joven guerrero edur un avatar, un paladín, con los defectos correspondientes en espeluznante homenaje a las patéticas disfunciones del propio dios. Poder que sale del dolor, gloria que sale de la degradación, temas que se yuxtaponen, un imperio renacido al que se le ofrece la promesa del vigor, de la expansión y la longevidad, nada de lo cual, tenía que admitir, se garantizaba de verdad. Así son las promesas.
El dios se estremeció de repente bajo el aire cortante de esa inmensa cámara subterránea. Se estremeció en esa pasarela que pendía sobre una incógnita arremolinada.
El patrón estaba tomando forma.
Y cuando la tuviera, sería demasiado tarde.
—Es demasiado tarde.
—Pero tiene que haber algo que podamos hacer.
—Me temo que no. Se muere, amo, y si no nos aprovechamos nosotros de su fallecimiento ahora mismo, otro lo hará.
El pez capabara había usado sus tentáculos para trepar por la pared del canal, se había subido al borde y desde allí a la pasarela, donde quedó aplastado, extrañamente despatarrado; yacía con la boca abierta, las agallas jadeantes, observando la mañana que se nublaba mientras él expiraba. La bestia era larga como un hombre es alto, gorda como un mercader de corderos de las islas interiores y, para asombro de Tehol, incluso más feo.
—Pues se me rompe el corazón.
Bicho se rascó la testa casi sin pelo y suspiró.
—Es el agua, que está más fría de lo habitual —dijo—. A éstos les gusta el barro caliente.
—¿Agua fría? ¿No puedes hacer algo sobre eso?
—La Hidrogación de Bicho.
—¿Estás extendiendo el negocio?
—No, solo estaba probando el título.
—¿Y cómo se hidroga?
—No tengo ni idea. Bueno, sí que la tengo, pero no es lo que se dice un oficio legítimo.
—Lo que significa que pertenece al reino de los dioses.
—Sobre todo. Aunque —dijo después, más animado— con la reciente serie de riadas, y dada mi pasada experiencia en la consecución de cimientos secos, empiezo a ver ciertas posibilidades.
—¿Puedes empapar inversores?
Bicho hizo una mueca.
—Siempre viendo el lado destructivo, ¿no, amo?
—Es mi naturaleza oportunista. La mayor parte de las personas —añadió— lo consideraría una virtud. Ahora bien, ¿me estás diciendo de verdad que no puedes salvar a este pobre pez?
—Amo, ya está muerto.
—¿Lo está? Oh. Entonces supongo que ya tenemos la cena.
—Más bien quince cenas.
—En cualquier caso, he de cumplir con un compromiso, así que te veré a ti y al pez en casa.
—Bien, gracias, amo.
—¿No te dije que este paseo matinal resultaría beneficioso?
—No para el capabara, por desgracia.
—Lo admito. Oh, por cierto, necesito que me hagas una lista.
—¿De qué?
—Ah, eso tendré que decírtelo más tarde. Como he dicho, llego tarde a una reunión. Se me acaba de ocurrir: ¿este pez es demasiado grande para que lo lleves tú solo?
—Bueno —dijo Bicho mientras le echaba un vistazo a los restos—, es pequeño para lo que suelen ser los capabaras, ¿recuerda al que intentó copular con una galera?
—La apuesta sobre el resultado dejó a los Ahogamientos en mantillas. Perdí todo lo que tenía ese día.
—¿Todo?
—Tres diques de cobre, sí.
—¿Qué resultado anticipó?
—Pues botecitos de remos que bogaban solos con grandes palas con aletas.
—Llega tarde a su reunión, amo.
—¡Espera! ¡No mires! Necesito hacer algo indecoroso ahora mismo.
—Oh, amo, ¿en serio?
Había espías en las esquinas. Pequeños pelotones de patriotas con capas de lluvia grises se movían entre la multitud, que se separaba para evitarlos cuando pasaban contoneándose con las manos enguantadas posadas en las porras que llevaban en el cinturón, en los rostros la arrogancia bruta de los matones. Tehol Beddict vestía su manta a modo de sarong y caminaba con la elegancia benigna de un ascético de algún culto poco conocido pero inofensivo. O al menos eso esperaba él. Aventurarse por las calles de Letheras en esos días implicaba cierto riesgo que no había existido durante los tiempos del agradable descuido del rey Ezgara Diskanar. Si bien por un lado eso prestaba un aire de intriga y peligro a cada salida (incluyendo la compra de tubérculos ya pasados), también estaban los nervios tensos que no había forma de sofocar, por muchos nabos mohosos que uno llevara encima.
Lo que agravaba las cosas en ese caso era que su propósito sí que era la subversión. Una de las primeras víctimas del nuevo régimen había sido el gremio de los Cazarratas. Karos Invictad, el centinela de los patriotas, se había puesto a trabajar su primer día en el cargo y había despachado a todo un batallón de cien agentes a la Casa de las Escamas, el modesto cuartel general del gremio, donde habían arrestado a decenas de cazarratas, muchos de los cuales, resultó después, eran meras ilusiones, un detalle que nunca se anunció, por supuesto, no fuera a ser que la llegada de los temidos patriotas solo suscitara mofas públicas. Cosa que no sería muy útil.
Después de todo, la tiranía no suele tener sentido del humor. Demasiado sensible, demasiado pagada de su poder. Por consiguiente, nos encontramos ante una tentación casi abrumadora, ¿cómo no se me va a disculpar alguna que otra burla? Por desgracia, los patriotas carecían de flexibilidad en tales asuntos, el arma más letal contra ellos era la carcajada desdeñosa, y lo sabían.
Cruzó el canal Quillas por un puente menor, se dirigió al menos ostentoso distrito norte, y al final entró sin prisas en un callejón con recodos y revueltas repleto de sombras, un callejón que en otro tiempo había sido una calle de tierra, antes del invento de las carretas de cuatro ruedas y las yuntas de dos caballos. En lugar de los habituales cuchitriles y puertas traseras que serían de esperar en un callejón así, a éste lo bordeaban tiendas que no habían cambiado demasiado en los últimos setecientos años, más o menos. Allí, la primera a la derecha, el templo Media-Hacha de las Hierbas, que olía como el agujero de un pantano y en el que se podía encontrar a una bruja con cara de pasa que vivía en un barrizal, con todas sus preciosas plantas atestando las orillas o creciendo en el propio charco moteado de insectos. Se decía que había nacido en ese cieno y solo era medio humana; y que su madre también había nacido allí, y la madre de su madre. Que eran concepciones inmaculadas no había ni que decirlo, puesto que Tehol no era capaz de imaginarse a ningún hombre razonable, ni siquiera a un hombre no razonable, zambulléndose ahí.
Enfrente del Media-Hacha estaba la entrada estrecha de una tienda dedicada a trozos cortos de cuerda y postes de madera de un hombre y medio de altura. Tehol no tenía ni idea de cómo podía sobrevivir una empresa tan especializada, sobre todo en un mercado tan confuso y truncado como aquél, pero su puerta había permanecido abierta durante casi seis siglos, cerrada cada noche con un trozo corto de cuerda y un poste de madera.
El surtido que iba bajando por el callejón era parecido solo en su peculiaridad. Estacas y clavijas de madera en un establecimiento, correas de sandalias en otro (no las sandalias, solo las correas). Una tienda que vendía cerámica con fugas, que no era una indicación de incompetencia, por cierto; en realidad las ollas se hacían de forma deliberada así para que filtraran líquido a diferentes, y precisos, ritmos de pérdida; había un lugar que vendía cajas imposibles de abrir; otro, tintes tóxicos. Dientes de cerámica, botellas llenas de orina de mujeres embarazadas, ánforas enormes que contenían mujeres embarazadas muertas; los excrementos de puercos obesos; y mascotas en miniatura, perros, gatos, pájaros y roedores de todo tipo, todos ellos reducidos en tamaño generación tras generación de reproducción selectiva. Tehol había visto perros guardianes que no le llegaban a él más que al tobillo, y si bien eran muy monos y tan vivaces como correspondía, él tenía sus dudas en cuanto a su eficacia, aunque seguramente eran el terror de los ratones del tamaño de uñas y de los gatos que podían subirse al dedo gordo del pie de una anciana, que se los ataba con un ingenioso lazo en la correa de la sandalia.
Desde la ilegalización del gremio de los Cazarratas, el callejón de la Aventura había adquirido una nueva función, a la que Tehol se aplicó con la indolencia de los iniciados. Primero entró en el Media-Hacha, se abrió camino como pudo entre las enredaderas que había a la entrada, y se detuvo a un paso de caer de cabeza en el charco de barro.
Unos chapoteos y algo denso que se vertía y apareció una cara arrugada de piel oscura entre las hierbas altas que ribeteaban el agujero.
—Eres tú —dijo la bruja, que hizo una mueca y dejó salir deslizándose la lengua demasiado larga para mostrarle todas las sanguijuelas que tenía pegadas a ella.
—Y tú eres tú —respondió Tehol.
La protuberancia roja con todas sus amiguitas regresó a su sitio.
—Ven a nadar un poco, hombre odioso.
—Sal y deja que se te recupere la piel, Munuga. Resulta que sé que apenas tienes tres décadas.
—Soy un mapa de sabiduría.
—Como advertencia contra los peligros de los baños excesivos, es posible. ¿Dónde está la raíz gorda esta vez?
—¿Qué tienes para mí primero?
—Lo que siempre tengo. Lo único que quieres de mí, Munuga.
—¡Lo único que jamás darás, querrás decir!
Con un suspiro, Tehol se sacó de debajo del sarong improvisado un frasquito y lo levantó para que lo viera la bruja.
Ésta se lamió los labios, cosa que resultó de una complicación alarmante.
—¿Qué clase?
—Huevas de capabara.
—Pero yo quiero lo tuyo.
—Yo no produzco huevas.
—Ya sabes a qué me refiero, Tehol Beddict.
—Por desgracia, la pobreza es más que profunda. Además, he perdido el estímulo para ser productivo, en todos los sentidos de la palabra. ¿Pues, qué clase de mundo es éste para que me plantease siquiera traer un niño a él?
—Tehol Beddict, tú no puedes traer un niño al mundo. Eres un hombre. Déjame a mí esa parte.
—Verás, tú sales de esa sopa espesa, te secas y me dejas ver el aspecto que se supone que tienes, ¿quién sabe? Podrían ocurrir cosas extraordinarias.
La bruja frunció el ceño y levantó un objeto.
—Aquí tienes tu raíz gorda. Dame ese frasco y lárgate.
—Estoy deseando que llegue la próxima vez…
—Tehol Beddict, ¿sabes para qué se usa la raíz gorda?
La suspicacia había avivado los ojos de la mujer y Tehol se dio cuenta de que si le diera por secarse de verdad, quizá fuera bastante atractiva, después de todo, en un estilo un tanto anfibio.
—No, ¿por qué?
—¿Requieren de ti que la ingieras de un modo extraño?
Él negó con la cabeza.
—¿Estás seguro? ¿Nada de té extraño que huele amarillo?
—¿Que huele amarillo? ¿Qué significa eso?
—Si lo olieras, lo sabrías. Está claro que no lo has olido. Bien. Largo, me estoy arrugando.
Una partida apresurada, así pues, del Medio-Hacha. Continuó hasta la entrada de Ollas Inconmensurables de Grool. Cabía suponer que esa descripción estaba destinada a enfatizar la calidad sin rival o algo así, ya que las ollas se vendían como relojes y para experimentos alquímicos y demás, funciones que dependían de un ritmo preciso de flujo.
Tehol entró en la atestada y húmeda tienda.
—Siempre estás frunciendo el ceño cuando entras aquí, Tehol Beddict.
—Buenos días, loable Grool.
—La gris, sí, esa de ahí.
—Una olla magnífica…
—Es un vaso de precipitación, no una olla.
—Por supuesto.
—Precio habitual.
—¿Por qué te escondes siempre detrás de todas estas ollas, loable Grool? Lo único que te veo son las manos.
—Mis manos son la única parte importante que tengo.
—De acuerdo. —Tehol sacó una aleta dorsal recién extirpada—. Una sucesión de púas, estas de un capabara. Diámetros degradados…
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, se ve, se van haciendo más pequeñas a medida que van retrocediendo.
—Sí, ¿pero con qué precisión?
—Eso lo tienes que decidir tú. Tú pides objetos con los que hacer agujeros. Pues aquí tienes… a ver… doce. ¿Cómo no va a complacerte?
—¿Quién dijo que no estaba complacido? Ponlas en el mostrador. Coge el vaso de precipitación. Y saca esa maldita raíz gorda de aquí.
Y de allí a la tienda de enfrente, la tienda de animales pequeños y Vendeanimales Shill, una mujerona que no dejaba de ir y venir por las filas de jaulitas apiladas, tras sus planos talones una multitud de criaturitas que trinaban y se escabullían. Shill chilló encantada, como siempre, ante los regalos del vaso de precipitación y la raíz gorda; esta última, según resultó, la utilizaban de forma habitual las esposas maliciosas con la intención de encoger los testículos de sus maridos; mientras que Shill, tras ciertas delicadas modificaciones, aplicaba las propiedades menguantes de la raíz a sus camadas, a las que daba el té que olía amarillo en incrementos precisos, utilizando el vaso de precipitación agujereado.
La reunión se agrió cuando Tehol le dio una palmada a un mosquito que tenía en el cuello, y solo para que le informaran de que acababa de matar a un murciélago chupasangre pigmeo. Su respuesta de que no terminaba de ver la diferencia no fue bien recibida. No obstante, Shill abrió la trampilla que había en el suelo, al fondo de la tienda, y Tehol descendió los veintiséis estrechos y empinados escalones que llevaban al torcido pasillo (de veintiún pasos de longitud) que conducía a la antigua tumba vacía, con aspecto de colmena, cuyas paredes habían sido desmanteladas en tres lugares para moldear unas puertas toscas que daban paso a unos túneles serpenteantes de techos bajos, dos de los cuales terminaban en trampas fatales. El tercer pasadizo se abría al fin a una larga cámara ocupada por una docena, más o menos, de refugiados desaliñados, la mayor parte de los cuales parecía dormido.
Por fortuna, la investigadora jefe Rucket no estaba entre los somnolientos. Alzó las cejas cuando vio a Tehol, su rostro admirable se llenó de una expresión de auténtico alivio y le hizo un gesto para que se acercara a su mesa. La superficie estaba cubierta de pergaminos que mostraban planos y diagramas estructurales.
—¡Siéntese, Tehol Beddict! ¡Tome, un poco de vino! Beba. ¡Por el Errante, una cara nueva! No tiene ni idea de lo harta que estoy de mis persistentes compañeros de tugurio.
—Está claro —respondió él mientras se sentaba— que necesita salir más.
—Por desgracia, la mayor parte de mis investigaciones actuales son, por su naturaleza, más propias de archivos.
—Ah, el gran misterio que ha descubierto. ¿Está más cerca de una solución?
—¿Gran misterio? Más bien maldito misterio, y no, continúo perpleja, al tiempo que mi mapa crece cada día que pasa. Pero no hablemos más de eso. Mis agentes informan de que las grietas de los cimientos se extienden de forma inexorable; bien hecho, Tehol. Siempre supuse que era más listo de lo que parecía.
—Bueno, gracias, Rucket. ¿Tiene esas teselas lacadas que le pedí?
—Ónice terminó la última esta mañana. Dieciséis en total, ¿correcto?
—Perfecto. ¿Bordes biselados?
—Por supuesto. Todas sus instrucciones fueron obedecidas con diligencia.
—Magnífico. Bien, sobre esa propagación inexorable…
—¿Desea que nos retiremos a mi aposento privado?
—Eh, ahora no, Rucket. Necesito dinero. Una inyección para reforzar una inversión primordial.
—¿Cuánto?
—Cincuenta mil.
—¿Veremos algún rendimiento?
—No, lo perderán todo.
—Tehol, lleva usted la venganza muy lejos, desde luego. ¿Qué beneficio obtenemos nosotros, entonces?
—Pues nada menos que el regreso a la preeminencia del gremio de los Cazarratas.
Los ojos más bien soñadores de la investigadora jefe se abrieron de par en par.
—¿El fin de los patriotas? ¿Cincuenta mil? ¿No será mejor setenta y cinco? ¿Cien?
—No, cincuenta es lo que necesito.
—No anticipo ninguna objeción por parte de mis compañeros maestros del Gremio.
—Maravilloso. —Dio una palmada y se levantó.
La mujer lo miró con el ceño fruncido.
—¿Adónde va?
—Pues a su aposento privado, por supuesto.
—Oh, qué bien.
Tehol la miró con los ojos entrecerrados.
—¿No viene usted también, Rucket?
—¿Para qué? El nombre «raíz gorda» es un chiste que hacemos las mujeres, ¿sabe?
—¡Yo no he bebido ningún té que oliera amarillo!
—En el futuro le aconsejo que se ponga guantes.
—¿Dónde está su aposento, Rucket?
Se alzó una ceja.
—¿Tiene algo que demostrar?
—No, solo necesito comprobar… una cosa.
—¿Para qué? —le volvió a preguntar ella—. Ahora que se ha despertado su imaginación, se convencerá de que ha empequeñecido, Tehol Beddict. Es la naturaleza humana. Peor, porque encima es usted hombre. —Rucket se levantó—. Yo, sin embargo, puedo ser objetiva, aunque sea de forma devastadora en ocasiones. ¿Se atreve entonces con mi escrutinio?
Tehol frunció el ceño.
—Está bien, vamos. La próxima vez, sin embargo, prescindamos por completo de la invitación a su aposento, ¿de acuerdo?
—El sufrimiento está en los detalles, Tehol Beddict. Como estamos a punto de descubrir.
Venitt Sathad desenrolló el pergamino y ancló las esquinas con unas piedras planas.
—Como puede ver, maese, hay seis edificios independientes en las propiedades. —Empezó a señalar las ilustraciones de cada uno—. Establos y cuadras. Almacén frío. Despensa, con bodega. Alojamientos para sirvientes. Y, por supuesto, la posada en sí…
—¿Qué hay de ese edificio cuadrado de ahí? —preguntó Rautos Hivanar.
Venitt frunció el ceño.
—Por lo que tengo entendido, el interior lo llena casi en su totalidad un objeto icónico de algún tipo. El edificio es anterior a la posada en sí. Los intentos de desalojarlo fracasaron. Ahora, el espacio que queda se utiliza para almacenamientos varios.
Rautos Hivanar se recostó en su sillón.
—¿Hasta qué punto es solvente esta adquisición?
—Ni más ni menos que cualquier otro albergue, maese. Quizá merezca la pena debatir la inversión con los otros accionistas, incluyendo a Karos Invictad.
—Hmm, lo tomaré en consideración. —Se levantó—. Entretanto, coloca los artefactos nuevos en la mesa de limpieza de la terraza.
—De inmediato, maese.
A catorce leguas al oeste de las islas Dracónicas, una calma chicha se había asentado sobre esa zona del océano, aplanando los mares y convirtiéndolos en una pátina lisa y oleaginosa bajo el aire húmedo e inmóvil. A través del catalejo, aquel barco solitario, el casco negro bajo en el agua, parecía inerte. El mástil principal estaba astillado, todas las jarcias desaparecidas. Alguien había improvisado un trinquete, pero la lona deshecha por la tormenta colgaba flácida. El timón estaba atado. No había movimiento.
Skorgen Kaban, conocido como el Guapo, bajó poco a poco el catalejo, pero continuó mirando el barco lejano con el ojo bueno guiñado. Levantó una mano para rascarse uno de los agujeros por los que respiraba (lo único que le quedaba de lo que antaño había sido una nariz grande y ganchuda) e hizo una mueca cuando se clavó una uña en una cicatriz sensible. El picor no existía, pero los orificios abiertos tenían tendencia a supurar y al fingir rascarse miraba si había alguna humedad reveladora. Ése era uno de los muchos gestos que probablemente a él le parecían muy sutiles.
Por desgracia, su capitana era demasiado avispada para dejarse engañar. La mujer apartó la mirada de soslayo con la que estudiaba a Skorgen y se volvió hacia su tripulación, que esperaba allí. Una pandilla miserable pero ladina. La calma chicha agobiaba a todo el mundo, como era comprensible, pero la bodega del corsario estaba atestada de botín y esa racha de suerte del Errante no parecía terminar.
Acababan de encontrar otra víctima más.
Skorgen aspiró una bocanada de aire con un silbido.
—Es edur, sin duda —dijo—. Yo diría que se perdió y lo zarandeó un poco esa tormenta que vimos ayer por el oeste. Lo más probable es que la tripulación esté enferma o muerta, o que hayan abandonado el barco en uno de sus botes salvavidas knarri. Si lo hicieron, se habrán llevado lo bueno con ellos. Si no —le dedicó una gran sonrisa que reveló los dientes ennegrecidos—, podemos terminar lo que empezó la tormenta.
—Como mínimo —dijo la capitana—, echaremos un vistazo. —Sorbió por la nariz—. Al menos obtendremos algo de esta calma chicha. Que saquen los remos, Skorgen, pero que la cabeza del vigía no deje de girar en todas direcciones.
Skorgen la miró.
—¿Crees que podría haber más aquí fuera?
La capitana hizo una mueca.
—¿Cuántos barcos mandó el emperador?
El ojo bueno del otro se abrió todavía más y estudió al derrelicto solitario de nuevo con la ayuda del catalejo.
—¿Crees que es uno de ellos? Por el culo del Errante, capitana, si tienes razón…
—Ya tienes tus órdenes, y parece que he de recordártelo otra vez más, primer oficial. Nada de blasfemias en mi barco.
—Mis disculpas, capitana.
Se alejó a toda prisa y empezó a trasmitir las órdenes a la tripulación, que permanecía a la espera.
La calma chicha imponía siempre cierto silencio, una especie de suspicacia supersticiosa se apoderaba de los marineros, como si cualquier sonido que llegara demasiado lejos pudiera agrietar el espejo del mar.
La capitana escuchó los veinticuatro remos que salían deslizándose y las palas que se posaban en el agua. Un momento después se oyó la llamada apagada del timonel y el Gratitud Imperecedera se quejó con el primer bandazo. Unas nubes de moscas durmientes se alzaron alrededor del barco cuando se alteró la superficie diáfana del mar cercano. Los puñeteros bichos tenían tendencia a buscar un sitio oscuro para refugiarse cuando las obligaban a echar a volar. Los marineros tosieron y escupieron, ellos que podían, observó la capitana, mientras una nube quejumbrosa le giraba alrededor de la cabeza y un sinfín de insectos empezaba a metérsele por la nariz, los oídos y entre los ojos. El sol y el mar ya eran problema suficiente, se combinaban para asaltar su dignidad y la poca vanidad que podía reunir una mujer que estaba muerta; pero en el caso de Shurq Elalle, esas moscas hacían que su desdicha fuera más profunda e intensa.
Pirata, no-muerta divina, ramera insaciable, bruja de las aguas profundas; habían sido buenos tiempos desde que había zarpado del puerto de Letheras por el río largo y ancho rumbo a los mares occidentales. Enjuta y lustrosa, esa primera galera había sido su billete a la fama, y Shurq todavía lamentaba su pérdida, víctima de las llamas provocadas por una escolta mare en Fin de la Risa. Pero estaba contenta con el Gratitud Imperecedera. Un poco grande para su tripulación, cierto, pero con su regreso a Letheras, ese problema se podría solucionar con bastante facilidad. La mayor sensación de pérdida la había experimentado con la partida de la Guardia Carmesí. Barras de Hierro había dejado claro desde el principio que solo se estaban pagando el pasaje. Aun así, habían sido unas adquisiciones formidables durante ese viaje salvaje por el océano, esa estela de sangre que habían mantenido ancha e ininterrumpida con la toma de un barco mercante tras otro, cada uno despojado de todos sus objetos valiosos y luego, las más de las veces, hundido en el agua oscura. No habían sido solo las espadas, letales como eran, sino la magia de Corlo, una magia mucho más refinada, mucho más inteligente, que nada que hubiera presenciado Shurq hasta entonces.
Fueron detalles que le abrieron los ojos, y también la mente. El mundo era enorme. Y en muchos sentidos fundamentales, el Imperio de Lether, hijo del Primer Imperio, había quedado reducido a una especie de monte atrasado en su forma de pensar, en su modo de trabajar. Toda una lección de humildad.
La despedida de Barras de Hierro y su pelotón no había sido tan emotiva ni sentida para Shurq Elalle como seguramente les había parecido a todos los demás, porque la verdad era que cada vez le había ido inquietando más su compañía. Barras de Hierro no era de los que encontraba la subordinación de su agrado durante mucho tiempo; oh, sin duda era diferente cuando se trataba de sus compañeros juramentados de la Guardia Carmesí, o de su legendario comandante, el príncipe K’azz. Pero ella no era juramentada, ni siquiera soldado en esa compañía. Así que siempre que sus objetivos fueran en paralelo, las cosas iban bien, y Shurq se había asegurado de no desviarse nunca, para evitar cualquier enfrentamiento.
Había depositado a los mercenarios en una playa pedregosa de la costa oriental de una tierra llamada Jacuruku, bajo una tormenta de granizo que hacía tronar el cielo. El desembarco no había carecido de testigos, por desgracia, y la última vez que había visto a Barras de Hierro y sus soldados, se volvían hacia tierra para enfrentarse a una docena de figuras con inmensas armaduras que descendían por la accidentada cuesta, con grandes yelmos con el visor bajado. Una pandilla de aspecto brutal, Shurq esperaba que toda esa beligerancia fuera sobre todo para impresionar. Las cortinas grises de lluvia no habían tardado en ocultar los detalles de la playa cuando tiraron de remo para regresar al Gratitud.
Skorgen juró que había captado un choque de espadas (un leve eco) con la oreja buena, pero Shurq no había oído nada.
En cualquier caso, se habían escabullido de esas aguas, como tenían por costumbre hacer los piratas cuando se corría el riesgo de encontrarse con resistencia organizada acechando cerca, y Shurq consoló su agitada conciencia recordándose que Barras de Hierro había hablado de Jacuruku con cierta familiaridad, al menos en lo que respectaba a conocer su nombre. Y en cuanto a las aprensivas plegarias de Corlo a un variopinto elenco de divinidades, bueno, el tipo era propenso al melodrama. Una docena de caballeros no habría bastado para detener a Barras de Hierro y su Guardia Carmesí, decididos como estaban a hacer lo que fuera que tuviesen que hacer, que, en ese caso, era cruzar Jacuruku de una costa a otra y luego buscarse otro barco.
Un mundo enorme, desde luego.
Los remos salieron del agua, se introdujeron sin ruido y el Gratitud Imperecedera se puso al pairo del naufragio edur. Shurq Elalle se acercó a la barandilla y estudió la cubierta visible del barco de madera negra.
—Flota muy bajo —murmuró Skorgen.
No había cuerpos entre la confusión. Pero sí que había confusión y trastos.
—No fue una evacuación ordenada —dijo Shurq Elalle; salieron volando los rezones, las púas mordieron la madera y se tensaron las cuerdas—. Seis con nosotros, las armas en la mano —ordenó al tiempo que desenvainaba su propio estoque y se subía a la barandilla.
Cruzó de un salto y aterrizó con agilidad en la cubierta central, a dos zancadas del tocón astillado del palo mayor. Momentos después, Skorgen se reunió con ella, llegó con un gruñido y una maldición cuando se dio un golpe en la pierna mala.
—Esto fue una pelea —dijo mirando a su alrededor. Regresó cojeando a la barandilla y arrancó de un tirón el astil astillado de una flecha, la estudió y frunció el ceño—. La muy puñetera es corta y achaparrada, mira esa cabeza, podría atravesar un escudo recubierto de bronce. Y este plumaje… es cuero, son como aletas.
¿Y dónde estaban los cuerpos? Shurq Elalle arrugó la frente y se dirigió a la escotilla del camarote. Se detuvo ante la bodega cuando vio que habían hundido la escotilla de un golpe. La apartó con un pequeño puntapié, se agachó y miró en la oscuridad del habitáculo.
El espejeo del agua y cosas flotando.
—Skorgen, aquí hay botín. Acércate y mete la mano para coger una de esas ánforas.
El segundo de a bordo, Miseria, los llamó desde su barco.
—¡Capitana! Esta carraca está más baja en el agua que cuando llegamos.
Shurq empezó a oír los gemidos suaves del casco.
Skorgen metió el brazo bueno y enganchó con la mano el asa de un ánfora. Siseando por el peso, levantó el objeto que le llegaba casi a la cadera y después lo hizo rodar entre la capitana y él.
El ánfora era una pieza preciosa, observó Shurq. Fabricada en el extranjero, tenía un vidriado de color crema que llegaba hasta la base, que era como una colmena invertida cuyas volutas estaban delineadas en patrones geométricos negros sobre un blanco reluciente. Pero fue la imagen pintada en la curva y el vientre lo que captó su interés. Abajo, en un lado, había una figura clavada en una cruz con forma de equis. De la cabeza levantada de la figura salían cuervos dibujando remolinos. Cientos, profundamente intrincados, cada detalle grabado (cuervos que se desbordaban hacia el exterior, o quizá hacia el interior) para concentrarse en las curvas anchas del ánfora hasta rodear todo el objeto. ¿Convergiendo para alimentarse del hombre indefenso? ¿Huyendo de él como últimos pensamientos moribundos?
Skorgen había sacado un cuchillo y estaba cortando el sello para desprender la gruesa cera que envolvía la tapa. Tras un momento consiguió soltarla. Tiró de la tapa para abrirla y se apartó de un salto cuando brotó una sangre densa que se extendió por la cubierta.
Parecía fresca y de ella se alzaba un aroma a flores, acre y demasiado dulce.
—Polen de kagenza —dijo Skorgen—. Evita que la sangre se coagule, los edur la usan para pintar templos en el bosque, ya sabes, en los árboles. La sangre santifica. No es un templo de verdad, claro. No hay paredes, ni techo, solo un soto…
—No me gustan los primeros oficiales que cotorrean —dijo Shurq Elalle al tiempo que se erguía una vez más—. Saca las demás. Ya solo los recipientes nos harán ricos durante un mes o dos. —Y volvió a dirigirse a la cabina.
El pasillo estaba vacío, la puerta de la cabina rota, abierta y colgando de una bisagra de cuero. De camino les echó un vistazo a los huecos laterales y vio los catres de la tripulación, dispuestos en niveles, pero no había ninguno ocupado, aunque sí estaban desarreglados, como si los hubieran registrado.
En el camarote en sí, más señales de saqueo, y en el suelo el cadáver despatarrado de un edur. Le habían clavado las manos y los pies a los tablones con unas picas y alguien había usado con él un cuchillo, alguien muy metódico. La habitación hedía a excrementos derramados y la expresión congelada en el rostro era una máscara retorcida, invadida por la agonía, los ojos fijos en la nada como si fuera testigo de una fe hecha pedazos, una revelación terrible en el momento de la muerte.
Oyó a Skorgen acercarse por detrás y oyó su maldición baja cuando vio el cuerpo.
—Lo torturaron —dijo—. Torturaron al capitán. Éste era merude, casi un anciano, maldita sea. Que el Errante nos proteja, capitana, nos van a cargar el muerto a nosotros si alguien se topa con esto antes de que se hunda del todo. Tortura. Eso sí que no lo entiendo.
—Es muy sencillo —le contestó—. Querían información.
—¿Sobre qué?
Shurq Elalle miró a su alrededor.
—Se llevaron el diario de navegación, los mapas. Veamos, podrían haber sido piratas, si no estuvieran familiarizados con Lether, claro que en ese caso no les habría hecho falta torturar al pobre cabrón. Además, se habrían ido con el botín. No, quienquiera que hiciese esto necesitaba más información, no solo la que se saca de los mapas. Y les importaba un pimiento el botín.
—Unos cabrones repugnantes, fueran quienes fueran.
Shurq pensó otra vez en el ánfora y su espeluznante contenido. Después se dio la vuelta.
—Quizá tenían una buena razón. Agujerea el casco, Skorgen. Pero esperaremos por aquí. A la madera negra no le gusta hundirse. Quizá tengamos que prenderle fuego.
—Una pira para atraerlos a todos, capitana.
—Soy consciente de los riesgos. Ponte a ello.
De regreso a cubierta, Shurq Elalle se dirigió al castillo de proa, donde se quedó examinando el horizonte mientras Skorgen y la tripulación comenzaban a demoler la nave.
Desconocidos en el mar.
Que no son amigos de los tiste edur. Con todo, creo que preferiría no encontrármelos. Se volvió para mirar la cubierta central.
—¡Skorgen! Cuando terminemos aquí, nos ponemos a los remos. Regresamos a la costa.
El tipo alzó las cejas llenas de cicatrices.
—¿Letheras?
—¿Por qué no? Podemos liquidar y cargar tripulación.
El magullado hombre esbozó una gran sonrisa.
Regresamos a Letheras, sí. Y rápido.