El momento del despertar nos aguarda a todos
en un umbral o donde el camino vira
si de la vida se tira, chispas como polillas al interior
a esta única astilla de tiempo que resplandece
como el sol sobre el agua, nos acrecentaremos
convertidos en una masa hecha pequeña, nervada de temores
y atravesada por todo lo que de repente es
valioso, y el ahora se traga,
el peso del yo es una inmediatez aplastante,
en este día donde el camino vira,
llega el momento del despertar.
Reflejos en invierno
—Corara de Drene
El ascenso a la cima empezó donde terminaba el camino construido por los letherii. Con el río dando voz a su incesante rugido a quince pasos a su izquierda, los adoquines toscos se desvanecieron bajo un deslizamiento de piedras negras en la base de una morrena. Unos árboles arrancados alzaban ramas dobladas y retorcidas entre los escombros, miembros sobresalientes de los que colgaban raíces enroscadas que chorreaban agua. Ringleras de bosque trepaban por la ladera de la montaña hacia el norte, al otro lado del río, y los riscos recortados que bordeaban el torrente de agua por ese lado verdeaban por el musgo. La montaña contraria, que flanqueaba la pista, era un contraste inhóspito decorado con un encaje de fisuras, un paisaje roto, excavado y casi sin árboles. En medio de esta fachada hecha pedazos, las sombras distinguían extrañas irregularidades de líneas y ángulos; y en la pista en sí, aquí y allá, se habían tallado unos escalones anchos y gastados, erosionados por el agua y los siglos de pisadas.
Seren Pedac creía que una ciudad había ocupado en otro tiempo toda la ladera de la montaña, una fortaleza vertical tallada en la roca viva. Incluso distinguía lo que ella creía que eran grandes ventanas abiertas, y quizá los salientes fragmentados de balcones en las alturas, desdibujados entre las brumas. Sin embargo, algo (algo enorme, terrible en su monstruosidad) había impactado contra el lado entero de la montaña y había borrado de su falda la mayor parte de la ciudad con un solo golpe. Casi podía discernir el perfil de esa colisión, pero entre los pedregales de escombros que resbalaban por las laderas hendidas, la única piedra visible pertenecía a la montaña en sí.
Se encontraban en la base de la pista. Seren observaba los ojos exánimes del tiste andii, que escrutaban las alturas con calma.
—¿Y bien? —preguntó.
Silchas Ruina sacudió la cabeza.
—No de mi gente. K’chain che’malle.
—¿Una víctima de vuestra guerra?
Él la miró como si intentara calibrar la emoción que se ocultaba tras la pregunta, después le contestó.
—La mayor parte de las montañas en las que los k’chain che’malle tallaron sus fortalezas flotantes están ahora bajo las olas, inundadas tras el desplome de Omtose Phellack. Las ciudades están talladas en la piedra, aunque solo las primeras versiones son como las ves aquí, abiertas al aire en lugar de enterradas en el fondo de la piedra informe.
—Una transformación que sugiere una necesidad repentina de autodefensa.
Silchas asintió.
Temor Sengar había pasado junto a ellos y estaba empezando a subir. Tras un momento, Udinaas y Tetera lo siguieron. Seren había insistido en dejar los caballos atrás y se había impuesto. En el claro que tenían a la derecha había cuatro carretas cubiertas con lonas. Era obvio que ningún vehículo conseguía subir y a partir de aquel punto todo el transporte se hacía a pie. En cuanto a la cantidad de armas y armaduras que transportaban los traficantes, o bien habrían tenido que esconderlo por allí y aguardar a un equipo que lo llevara a hombros, o habrían cargado a los esclavos como mulas.
—Yo nunca he cruzado este puerto concreto —dijo Seren—, aunque he divisado esta ladera desde lejos. Incluso entonces me pareció ver pruebas de un cambio de forma. Una vez se lo pregunté a Casco Beddict, pero no quiso decirme nada. En algún momento, sin embargo, creo que nuestra pista nos lleva al interior.
—La hechicería que destruyó esta ciudad fue formidable —dijo Silchas Ruina.
—Quizá alguna fuerza de la naturaleza…
—No, corifeo. Starvald Demelain. La destrucción fue obra de dragones. Eleint de pura sangre. Al menos una docena, trabajando en armonía, un desencadenamiento combinado de sus sendas. Inusual —añadió.
—¿Qué parte?
—Una alianza tan grande, para empezar. Y también el alcance de su rabia. Me pregunto qué crimen cometieron los k’chain che’malle para merecer semejante represalia.
—Yo sé la respuesta —dijo un susurro sibilante tras ellos; Seren se volvió, bajó los ojos y los guiñó para mirar el espectro insustancial que se había agazapado allí.
—Marchito. Me preguntaba adónde habías ido.
—Viajes al corazón de la piedra, Seren Pedac. Al interior de la sangre congelada. ¿Cuál fue su crimen, te preguntas, Silchas Ruina? Pues nada menos que la aniquilación garantizada de toda existencia. Si los aguardaba la extinción, entonces también moriría todo lo demás. ¿Desesperación o un rencor maligno? Quizá ninguna de las dos cosas, quizá un desgraciado accidente, esa herida en el centro de todo. Pero ¿qué nos importa? Todos seremos polvo para entonces. Indiferentes. Insensibles.
Silchas Ruina le contestó sin volverse.
—Ten cuidado con la sangre congelada, Marchito. Puede apoderarse de ti de todos modos.
El espectro lanzó un siseo que era una carcajada.
—Como una hormiga en la savia, sí. Ah, pero es tan seductora, amo.
—Estás advertido. Si quedas atrapado, yo no puedo liberarte.
El espectro se deslizó junto a ellos y subió fluyendo por los irregulares escalones.
Seren se colocó bien la cartera de cuero que llevaba en los hombros.
—Los fent transportaban las provisiones en equilibrio sobre la cabeza. Ojalá pudiera hacer yo lo mismo.
—Las vértebras se compactaban —dijo Silchas Ruina—, lo que daba como resultado un dolor crónico.
—Bueno, ahora mismo noto unos cuantos crujidos en las mías, así que me temo que no veo la diferencia. —Empezó a subir—. Sabes, como soletaken podrías…
—No —dijo él al seguirla—, hay demasiada sed de sangre en la transformación. La avidez draconiana de mi interior es donde reside mi rabia, y no es fácil dominar esa rabia.
La corifeo, incapaz de contenerse, lanzó un bufido burlón.
—¿Te divierte, corifeo?
—Scabandari está muerto. Temor vio su cráneo aplastado. A ti te apuñalaron y luego encerraron, y ahora que estás libre, lo único que te consume es el deseo de venganza… ¿contra qué? ¿Un alma incorpórea? ¿Algo menos que un espectro? ¿Qué quedará de Scabandari a estas alturas? Silchas Ruina, la tuya es una obsesión patética. Al menos Temor Sengar busca algo positivo, y no es que lo vaya a encontrar, dado que tú, con toda probabilidad, aniquilarás lo que quede de Scabandari antes de que tenga la oportunidad de hablar con él, suponiendo que sea siquiera posible. —Cuando el otro no dijo nada, Seren continuó—. Al parecer mi destino es guiar ese tipo de misiones. Igual que mi último viaje, el que me llevó a las tierras de los tiste edur. Todo el mundo reñido, por todas partes motivos ocultos y en conflicto. Mi tarea era singular, por supuesto: llevar a los muy idiotas y después apartarme todo lo posible cuando sacaran los cuchillos.
—Corifeo, mi rabia es más complicada de lo que crees.
—¿Qué significa eso?
—El futuro que nos planteas es demasiado simple, demasiado confinado; sospecho que cuando lleguemos a nuestro destino, nada procederá según anticipas.
Seren lanzó un gruñido.
—He de aceptarlo, puesto que fue lo que ocurrió en la aldea del rey hechicero. Después de todo, las repercusiones supusieron la conquista del Imperio de Lether.
—¿Asumes la responsabilidad, corifeo?
—Asumo la responsabilidad de muy pocas cosas, Silchas Ruina. Eso tiene que ser obvio.
Los escalones eran empinados, los bordes gastados y traicioneros. A medida que subían el aire se iba enrareciendo, las brumas se arremolinaban procedentes de las cataratas que caían a su izquierda, el sonido era un rugido que trepaba entre las piedras en un tumulto de ecos. Donde las antiguas escaleras se desvanecían por completo, se habían construido caballetes de madera que formaban algo parecido a un cruce entre una escala y unos escalones apoyados en aquella roca escarpada, sesgada.
Tras subir un tercio del camino, encontraron un saliente donde pudieron reunirse para descansar. Entre los escombros esparcidos de la plataforma había restos de métopas, cornisas y frisos que lucían tallas demasiado fragmentadas para ser identificables, lo que sugería que una fachada entera había existido alguna vez justo encima de ellos. Los andamios se convirtieron en una auténtica escala y, a la derecha, a una altura de tres hombres, se abría la boca de una cueva rectangular, casi con forma de puerta.
Udinaas se quedó mirando ese portal oscuro durante un buen rato antes de volverse hacia los otros.
—Sugiero que lo intentemos.
—No es necesario, esclavo —respondió Temor Sengar—. Esta pista es recta, simple, fiable…
—Y cuanto más subimos, más helada está. —El endeudado hizo una mueca y se echó a reír—. Oh, es que hay canciones que cantar, ¿verdad, Temor? Los peligros y las tribulaciones, las glorias del sufrimiento, todo para ganar tu heroico triunfo. Quieres que los ancianos que en otro tiempo fueron tus nietos reúnan al clan alrededor del fuego para relatar tu historia, la misión de un guerrero solitario en busca de su dios. Ya casi los oigo describiendo al formidable Temor Sengar de los hiroth, hermano del emperador, con su recua de seguidores, la niña perdida, la inveterada guía letherii, un fantasma, un esclavo, y, por supuesto, el némesis de piel blanca. El Cuervo Blanco con sus elocuentes mentiras. Pero si tenemos toda la gama de arquetipos, ¿a que sí? —Metió la mano en la cartera que tenía al lado, sacó una bota de agua, dio un largo trago y se limpió la boca con el dorso de la mano—. Pero imagina que todo sea para nada, que te precipites de un escalón resbaladizo y caigas desde una altura de quinientos hombres a una muerte ignominiosa. No es como dice el cuento, por desgracia, pero claro, la vida no es un cuento, ¿no? —Volvió a guardar el cuero y se echó al hombro su mochila—. El esclavo amargado elige una ruta diferente hacia la cima, el muy idiota. Claro que —hizo una pausa para sonreírle a Temor—, alguien tiene que ser la moraleja en esta épica, ¿no?
Seren observó al hombre trepar los peldaños. Cuando llegó enfrente de la boca de la cueva, subió los brazos hasta que se agarró al borde de piedra con una mano y siguió con un pie que fue estirando hasta que la punta del mocasín se apoyó en el saliente. Y después, con un cambio rápido de peso combinado con un empujón que lo alejó de la escala, giró con agilidad sobre una pierna y levantó la otra en el aire. Se adelantó, empujado por el peso de la cartera que llevaba a la espalda, y entró en la oscuridad de la puerta.
—Nada mal hecho —comentó Silchas Ruina, y había algo parecido a la diversión en su tono, como si hubiera disfrutado al ver al esclavo picar la arrogancia sentenciosa de Temor Sengar, lo que revelaba dos perspectivas en su comentario—. Me parece que voy a seguirlo.
—Yo también —dijo Tetera.
Seren Pedac suspiró.
—Muy bien, pero sugiero que nosotros usemos cuerdas y dejemos los alardes para Udinaas.
La boca de la cueva reveló que había sido un pasillo que, con toda probabilidad, había llevado a un balcón antes de que la fachada se hubiera partido. Unas secciones inmensas de los muros, desgarradas por las grietas, habían cambiado de posición y se habían asentado en ángulos opuestos. Y cada grieta, cada fisura que Seren podía ver por todos lados, hervía con los cuerpos peludos de murciélagos que se retorcían, despertados por su presencia, chirriando y a punto de sufrir un ataque de pánico. Cuando Seren dejó su mochila en el suelo, Udinaas se puso a su lado.
—Toma —dijo, su aliento surgía en penachos—, enciende tú este farol, corifeo; cuando baja la temperatura, las manos se me entumecen. —Cuando ella lo miró, el antiguo esclavo posó los ojos en Temor Sengar y luego dijo—: Demasiados años metiendo las manos en agua helada. Un esclavo entre los edur no sabe de comodidades.
—No pasabas hambre —dijo Temor Sengar.
—Cuando un árbol de palosangre caía en el bosque —dijo Udinaas—, nos enviaban a traerlo a rastras a la aldea. ¿Recuerdas esos momentos, Temor? A veces, el tronco cambiaba de posición de forma inesperada, se deslizaba por el barro o lo que fuera y aplastaba a un esclavo. Uno de ellos era de nuestra casa, tú no te acuerdas de él, ¿verdad? ¿Qué es un esclavo muerto más? Los edur gritabais cuando pasaba eso, decíais que el espíritu del palosangre tenía sed de sangre letherii.
—Ya basta, Udinaas —dijo Seren, que por fin consiguió encender el farol. Cuando brotó la luz, los murciélagos salieron como una explosión de las grietas y de repente el aire se llenó de aleteos frenéticos. Una docena de latidos después, las criaturas se habían ido.
Seren se irguió y levantó el farol.
Estaban pisando una pasta gruesa y mohosa, guano, plagada de larvas y escarabajos, de la que se alzaba un hedor pestilente.
—Será mejor que entremos —dijo Seren— y nos quitemos esto. Hay fiebres…
El hombre chillaba mientras los guardias que tiraban de las cadenas lo arrastraban por el patio hasta el muro de los anillos. Los pies aplastados dejaban manchas sanguinolentas en los adoquines. Los chillidos de acusación surgían del hombre como un lamento, una rabia estridente ante la forma del mundo, el mundo letherii.
Tanal Yathvanar lanzó un leve bufido.
—Oiga eso. Qué ingenuidad.
Karos Invictad, de pie junto a él en el balcón, le lanzó una mirada severa.
—Qué necio eres, Tanal Yathvanar.
—¿Centinela?
Karos Invictad apoyó los antebrazos en la barandilla y miró con los ojos guiñados al prisionero. Unos dedos como gusanos hinchados de río se entrelazaron poco a poco. En las alturas se carcajeaba una gaviota.
—¿Quién representa la mayor amenaza para el imperio, Yathvanar?
—Los fanáticos —respondió Tanal tras un momento—. Como ese de ahí abajo.
—En absoluto. Escucha lo que dice. Lo embarga la certeza. Se atiene a una visión segura del mundo, un hombre con las respuestas correctas; no hay ni que decir que las propias preguntas previas eran las correctas. En un ciudadano con certidumbre, Yathvanar, se puede influir, convertir en lo contrario, lo puedes transformar en un diligente aliado. Lo único que hay que hacer es encontrar lo que más lo amenaza. Prender su miedo, reducir a cenizas los cimientos de su certeza, y después ofrecerle una forma alternativa de pensar, de ver el mundo, igual de cierta. Extenderá los brazos, cruzará el abismo, por ancho que sea, y se aferrará a ti con todas sus fuerzas. No, nuestros enemigos no son los que están seguros. Equivocados en estos momentos, como en el caso de ese hombre de ahí abajo, pero siempre vulnerables al miedo. Quítales el consuelo de sus convicciones y engatúsalos con convicciones fabricadas por ti, convicciones que parezcan contundentes y razonables. Podemos tener la seguridad de que al final las abrazarán.
—Entiendo.
—Tanal Yathvanar, nuestros mayores enemigos son aquellos que carecen de certezas. Los que tienen preguntas, los que contemplan nuestras pulcras respuestas con un escepticismo inextinguible. Esas preguntas nos asaltan, nos socavan… Agitan. Has de entender que esos peligrosos ciudadanos comprenden que no hay nada sencillo; su postura es todo lo opuesto al candor. Los hace humildes la ambivalencia de la que son testigos, y desafían nuestras sencillas y consoladoras afirmaciones de claridad, de un mundo en blanco y negro. Yathvanar, cuando desees insultar del peor modo posible a un ciudadano así, llámalo ingenuo. Se pondrán furibundos, se quedarán casi sin palabras… hasta que observas que sus mentes dan marcha atrás y revelan una cascada de expresiones cuando se preguntan a sí mismos: ¿quién es el que se atreve a llamarme ingenuo? Bueno, es su respuesta, está claro que una persona en posesión de certezas, con toda la arrogancia y pretensión que supone tal posición; una confianza, así pues, que permite el juicio displicente, el rechazo burlón articulado desde la más elevada postura. Y a partir de entonces en los ojos de tu víctima entrará la luz del reconocimiento; en ti, él se enfrenta a su enemigo, su enemigo más real. Y conocerá el miedo. De hecho, el terror.
—Surge entonces la pregunta, centinela…
Karos Invictad sonrió.
—¿Poseo yo certezas? ¿O de hecho me veo plagado por preguntas y dudas y me debato en las corrientes salvajes de la complejidad? —Se quedó callado un momento antes de continuar—. No me atengo más que a una certeza. El poder es lo que da forma al rostro del mundo. En sí mismo, no es ni benigno ni maligno; no es más que la herramienta con la que el que lo empuña reforma todo lo que le rodea, le da nueva forma para que se adapte a su… comodidad. Por supuesto, expresar poder es promulgar una tiranía, que puede ser sutil y blanda o cruel y dura. Implícita en el poder (político, familiar, como quieras) está la amenaza de la coerción. Contra todos los que optan por resistirse. Y que conste que si está disponible la coerción, no te quepa duda de que se utilizará. —El centinela hizo un gesto—. Escucha a ese hombre. Me está haciendo todo el trabajo. Abajo, en las mazmorras, sus compañeros de celda oyen sus desvaríos y algunos se unen al coro, los guardias toman nota de quién, y ésa es una lista de nombres que examino a diario, porque ésos son los que puedo ganarme. Los que no dicen nada, o los que dan la espalda, ésa es la lista de los que deben morir.
—Así que —dijo Tanal— lo dejamos chillar.
—Sí. La ironía es que es ingenuo de verdad, aunque no por supuesto en el sentido al que te referías en un principio. Es su misma certeza la que revela su alegre ignorancia. Es una ironía mayor que ambos extremos del espectro político revelan una convergencia de medios y métodos y, de hecho, hasta la misma actitud de los creyentes, su ferocidad contra los que les llevan la contraria, la sangre que derramarán con gusto por su causa, para defender su versión de la realidad. El odio que revelan hacia los que expresan dudas. El escepticismo disfraza el desprecio, después de todo, y ser despreciado por alguien que no se atiene a nada es sufrir la herida más profunda, la más cortante. Así que nos aferramos a la certeza, Yathvanar, y pronto convertimos en nuestra misión arrancar de raíz y aniquilar a los que plantean preguntas. Ah, y qué placer derivamos de ello…
Tanal Yathvanar no dijo nada, lo embargaba una tormenta de sospechas, ninguna de las cuales podía aislar o ubicar.
—Juzgaste muy rápido, ¿no? —dijo Karos Invictad—. Ah, cuántas cosas revelaste con ese comentario desdeñoso. Y admito que me divirtió la respuesta instintiva que suscitaron en mí tus palabras. Ingenuo. Que el Errante me lleve, me apetecía arrancarte la cabeza del cuerpo, como decapitar a una mosca de los pantanos. Quería mostrarte el verdadero desdén. El mío. Por ti y todos los que son como tú. Quería coger esa expresión burlona de tu cara y meterla en una picadora. ¿Crees que tienes todas las respuestas? Debes de creerlo, dada la facilidad con la que juzgaste y hablaste. Bueno, patética criaturita, un día la incertidumbre llamará a tu puerta, se te meterá por la garganta y a ver qué llega antes, la humildad o la muerte. En cualquier caso, te concederé un momento de compasión, que es lo que me distingue a mí de ti, ¿no? Hoy llegó un paquete, ¿verdad?
Tanal parpadeó. Ves como todos poseemos un ansia. Después asintió.
—Sí, centinela. Un nuevo rompecabezas para usted.
—Excelente. ¿De quién?
—Anónimo.
—Qué curioso. ¿Forma parte del misterio, o es temor al ridículo cuando lo resuelva tras pensarlo un simple instante? Bueno, ¿cómo ibas a poder contestar tú a esa pregunta? ¿Dónde está ahora?
—Deberían haberlo entregado en su despacho, señor.
—Bien. Deja que el hombre de abajo se pase chillando el resto de la tarde. Luego envíalo otra vez abajo.
Tanal se inclinó cuando Karos dejó el balcón. Esperó un centenar de latidos antes de abandonarlo él también.
Muy poco después descendió al nivel inferior de las antiguas mazmorras y bajó por una escalera de caracol hasta unos pasillos y unas celdas que no se habían usado de forma regular en siglos. Las recientes riadas habían inundado ese nivel y el superior, aunque desde entonces las aguas ya habían bajado y dejado a su paso densos sedimentos y el hedor de aguas estancadas y sucias. Con un farol en la mano, Tanal Yathvanar fue descendiendo por un canal inclinado hasta que llegó a lo que una vez había sido la cámara de inquisición principal. Unos mecanismos arcanos, corroídos por el óxido, se agazapaban en el suelo adoquinado, o bien estaban clavados a los muros, con una jaula parecida al armazón de una cama suspendida del techo por gruesas cadenas.
Justo enfrente de la entrada había un artilugio con forma de cuña repleto de esposas y cadenas que podía tensar un trinquete montado en un lado del muro. La cama inclinada miraba hacia la cámara y esposada a ella estaba la mujer que le habían ordenado liberar.
Estaba despierta y apartó la cara de la luz repentina.
Tanal dejó el farol en una mesa atestada de instrumentos de tortura.
—Hora de la toma —dijo.
Ella no dijo nada.
Una académica muy respetada. Y mírala ahora.
—Todas tus grandilocuentes palabras —dijo Tanal—. Al final resultaron menos sólidas que el polvo al viento.
La voz femenina era entrecortada, ronca.
—Ojalá algún día te atragantes con ese polvo, hombrecito.
Tanal sonrió.
—«Hombrecito». Intentas herirme. Un esfuerzo patético. —Se acercó a un baúl que había apoyado en la pared, a su derecha. Había contenido yelmos de tortura, pero Tanal había sacado los aplastacráneos y había llenado el baúl con petacas de agua y alimentos secos—. Tendré que traer calderos con agua jabonosa —dijo mientras sacaba lo necesario para hacerle a la mujer algo de comer—. Por inevitable que sea la defecación, el olor y las manchas son muy desagradables.
—Oh, así que te ofendo, ¿eh?
Tanal la miró y sonrió.
—Janath Anar, profesora titular de la Academia de Estudios Imperiales. Por desgracia, parece que no has aprendido nada de las costumbres imperiales. Aunque se podría argüir que eso ha cambiado desde que has llegado aquí.
La mujer lo estudió, una expresión extraña y pesada en sus ojos amoratados.
—Desde el Primer Imperio hasta hoy, hombrecito, siempre ha habido épocas de tiranía pura y dura. Que los actuales opresores sean tiste edur apenas merece una nota siquiera. Después de todo, la verdadera opresión procede de vosotros. Letherii contra letherii. Es más…
—Es más —dijo Tanal burlándose de ella—, los patriotas son un regalo, un favor que los letherii hacen los suyos. Mejor nosotros que los edur. Nosotros no hacemos arrestos indiscriminados; no castigamos por ignorancia; no somos aleatorios.
—¿Un regalo? ¿De verdad crees eso? —preguntó la mujer sin dejar de estudiarlo—. A los edur les importa un bledo en un sentido u otro. Es imposible matar a su líder y eso convierte su dominio en absoluto.
—Un tiste edur de alto rango colabora con nosotros casi a diario…
—Para manteneros a raya. A ti, Tanal Yathvanar, no a tus prisioneros. A ti y a ese loco de Karos Invictad. —La académica ladeó la cabeza—. Me pregunto por qué las organizaciones como las vuestras las dirigen de forma invariable patéticos fracasos humanos. Pervertidos y psicóticos de mentes estrechas. A todos los maltrataron los matones del colegio siendo niños, claro está. O abusaron de ellos padres retorcidos; estoy segura de que tienes historias terribles que confesar de tu miserable juventud. Y ahora que el poder está en tus manos, ah, cómo debemos sufrir el resto.
Tanal se acercó con la comida y la petaca de agua.
—Por el amor del Errante —dijo la mujer—, suéltame al menos un brazo para que pueda comer sola.
Él se colocó a su lado.
—No, lo prefiero así. ¿Te humilla que te den de comer como si fueras un bebé?
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Janath mientras él destapaba la petaca.
Tanal se la puso en los labios agrietados y la miró beber.
—No recuerdo haber dicho que quisiera nada —respondió.
La académica apartó la cabeza y tosió, el agua se le derramó por el pecho.
—Lo he confesado todo —dijo tras un momento—. Tienes todas mis notas, mis traidoras conferencias sobre la responsabilidad personal y la necesidad de compasión…
—Sí, tu relativismo moral.
—Refuto cualquier noción de relativismo, hombrecito, cosa que sabrías si te hubieras molestado en leer esas notas. Las estructuras de una cultura no evitan ni excusan la ilegalidad manifiesta ni la injusticia. El statu quo no es sagrado, ni un altar que pintar con ríos de sangre. La tradición y la costumbre no son argumentos sólidos…
—Por el Cuervo Blanco, mujer, eres una auténtica conferenciante. Me gustabas más inconsciente.
—Pues vuelve a darme una paliza y déjame sin sentido —respondió ella.
—Por desgracia, no puedo. Se supone que debo liberarte.
Los ojos de la mujer se entrecerraron y se clavaron en los suyos, al cabo los volvió a apartar.
—Qué descuido por mi parte —murmuró.
—¿En qué sentido? —preguntó él.
—Casi me sedujo. El atractivo de la esperanza. Si se supone que tienes que liberarme, jamás me habrías traído aquí abajo. No, yo he de ser tu víctima privada, y tú mi pesadilla privada. Al final, las cadenas que te aten a ti podrán rivalizar con las mías.
—La psicología de la mente humana —dijo Tanal mientras le metía un poco de pan empapado de grasa en la boca—. Tu especialidad. Resulta que puedes leer mi vida con la misma facilidad con la que lees un pergamino. ¿Se supone que eso ha de asustarme?
Ella masticó y después, con cierto esfuerzo, tragó.
—Yo empuño un arma mucho más letal, hombrecito.
—¿Y cuál sería?
—Me deslizo en tu cabeza. Veo a través de tus ojos. Nado en las corrientes de tus pensamientos. Estoy aquí de pie, contemplando a esa criatura manchada por sus propios excrementos, encadenada a esta cama de violaciones. Y al final empiezo a entenderte. Es más íntimo que hacer el amor, hombrecito, porque todos tus secretos se desvanecen. Y por si te lo estuvieras preguntando, sí, lo estoy haciendo incluso ahora. Estoy escuchando mis propias palabras como las escuchas tú, siento la tensión que se apodera de tu pecho, ese extraño escalofrío bajo la piel a pesar del sudor fresco. El miedo repentino, cuando te das cuenta del alcance de tu vulnerabilidad…
La golpeó. Con la fuerza suficiente para ladearle la cabeza. A la profesora le brotó sangre de la boca y tosió, una, dos veces, recuperaba el aliento en jadeos entrecortados, líquidos.
—Podemos reanudar esta comida más tarde —dijo él luchando por no dar inflexión a sus palabras—. Supongo que chillarás lo que te toque en los días y semanas venideros, Janath, pero te aseguro que tus gritos no llegarán a nadie.
Una peculiar tos seca sacudió a la mujer.
Tras un momento, Tanal se dio cuenta de que se estaba riendo.
—Una bravuconería impresionante —dijo con sinceridad—. Al final puede que te libere de verdad. Por ahora, no me decido. Estoy seguro de que lo entiendes.
La mujer asintió.
—Zorra arrogante —dijo Tanal.
La académica se rió otra vez.
Su carcelero retrocedió.
—No creas que voy a dejar el farol —gruñó.
La carcajada femenina lo siguió al pasillo, cortándolo como vidrios rotos.
El ornamentado carruaje, con adornos de palosangre reluciente, permanecía inmóvil, aparcado en un lado de la avenida principal de Drene. Sus altas ruedas montaban a horcajadas la cloaca abierta. Los cuatro caballos, de un blanco óseo, permanecían apáticos bajo aquel calor impropio de la estación, las cabezas colgando por encima de las colleras. Justo delante de ellos, un arco abierto enmarcaba la calle y tras él se veía el laberinto extenso del Mercado Mayor, una inmensa explanada atestada de puestos, carretas, ganado y todo un gentío.
El flujo de riquezas, la cacofonía de voces y la multitud de manos que ofrecían o aferraban parecían culminar en una fuerza que apaleaba los sentidos de Brohl Handar incluso desde donde estaba sentado, protegido por los lujosos confines del carruaje. Los sonidos palpitantes del mercado, el flujo constante y caótico de gente bajo el arco y las multitudes en la calle misma, todo hacía pensar al supervisor en el fervor religioso, como si estuviera presenciando una versión frenética de un funeral tiste edur. En lugar de mujeres expresando sus rítmicos gruñidos de dolor constreñido, los boyeros obligaban a las bestias a abrirse paso rebuznando entre la masa. En lugar de jóvenes no iniciados en la sangre que vadeaban aguas cubiertas con espuma ensangrentada hundiendo los remos en las olas, se oía el estrépito de las ruedas de las carretas y los gritos agudos de los buhoneros. El humo de las piras y ofrendas que envolvían una aldea edur era allí un río denso, polvoriento, matizado por un millar de olores. Estiércol, pis de caballo, carne asada, verduras y pescado, pieles de myrid sin curar y pieles curtidas de rodara; desechos medio podridos y los aromas empalagosos de drogas narcóticas.
Allí, entre los letherii, no se arrojaban ofrendas valiosas al mar. El marfil de las focas de grandes colmillos se apoyaba en las estanterías como filas de dientes de algún mecanismo de tortura de madera. En otros puestos reaparecía ese mismo marfil, pero tallado con mil formas diferentes, muchas de ellas imitando objetos religiosos de los edur, los jheck y los fent, o como piezas de algún juego de mesa. El ámbar pulido era un adorno, no las lágrimas sagradas del atardecer capturado, y el propio palosangre había sido tallado para transformarlo en cuencos, tazas y utensilios de cocina.
O para adornar un carruaje ostentoso.
Por una rendija de las contraventanas, el supervisor observó la oleada que iba y venía por la calle. De vez en cuando aparecía algún edur entre la multitud, una cabeza más alto que la mayoría de los letherii, y a Brohl le pareció que podía leer cierta perplejidad tras sus expresiones altaneras y distantes; y una vez, en el rostro de un anciano del consejo, a quien Brohl conocía en persona, un anciano vestido con ostentosidad y repleto de anillos, vio el brillo de la avaricia en los ojos.
El cambio pocas veces se elegía y por lo común su llegada era lenta, sutil. Cierto, los letherii habían experimentado la conmoción de ejércitos derrotados, un rey asesinado y una nueva clase gobernante, pero al final tanto revés repentino no había resultado ser tan catastrófico como podría haberse esperado. La madeja que mantenía unido a Lether era resistente y, como ya sabía Brohl, mucho más fuerte de lo que parecía. Lo que más lo inquietaba a él, sin embargo, era la facilidad con la que esa madeja enredaba a todos los que se encontraban en medio.
Te toca y te envenena, nada letal todavía, solo embriagadora. Dulce, pero quizá, en último caso, fatal. Es lo que se puede esperar de… la comodidad. Aun así, él se daba cuenta de que no todos contaban con la recompensa de la comodidad; de hecho, parecía inquietantemente escasa. Mientras que los que poseían riquezas era obvio que se regocijaban en lucirla, esa misma ostentación subrayaba el hecho de que eran una minoría clara. Pero ese desequilibrio era, comprendía al fin, necesario. No todo el mundo podía ser rico, el sistema no permitiría tal igualdad, pues el poder y el privilegio que ofrecía dependían justo de lo contrario. De la injusticia, ¿o cómo si no pueden apreciarse los regalos del privilegio? Para que haya ricos, tiene que haber pobres, y más de los últimos que de los primeros.
Reglas sencillas a las que se llegaba con facilidad a través de la simple observación. Brohl Handar no era un hombre sofisticado, un defecto que le recordaban a diario desde su llegada como supervisor de Drene. No tenía ninguna experiencia concreta en el gobierno, y pocas de las habilidades que poseía podían aplicarse a sus nuevas responsabilidades.
El comisionado, Letur Anict, estaba librando una guerra no oficial contra las tribus de allende las fronteras, y estaba usando tropas imperiales para robar tierras y consolidar sus recién adquiridas propiedades. Un baño de sangre que no tenía ninguna justificación real, el objetivo era la riqueza personal. De momento, sin embargo, Brohl Handar no sabía lo que iba a hacer sobre el tema, si es que de verdad iba a hacer algo. Había preparado un largo informe para el emperador en el que proporcionaba detalles bien documentados para describir la situación en Drene. Ese informe continuaba en posesión de Brohl, porque había empezado a sospechar que, si lo enviara a Letheras, no llegaría al emperador, ni a ninguno de sus asesores edur. El canciller letherii, Triban Gnol, parecía ser cómplice y quizá incluso estaba confabulado con Letur Anict, lo que insinuaba una inmensa red de poder oculta bajo la superficie y que parecía prosperar sin trabas y sin que la afectara el gobierno edur. De momento, todo lo que Brohl Handar tenía eran sospechas, indicios de esa insidiosa red de poder. Una conexión era segura, y era con esa asociación letherii de familias acaudaladas, la Consigna Libertad. Era posible que esa organización estuviera en el fondo de todo el poder oculto. Pero no podía estar seguro.
Brohl Handar, un noble menor entre los edur y recién nombrado supervisor de una pequeña ciudad en una esquina remota del imperio, sabía de sobra que no podía desafiar a una entidad como la Consigna Libertad. De hecho, estaba empezando a creer que las tribus tiste edur, repartidas como estaban por esa inmensa tierra, eran poco más que restos de un naufragio que sorteaban las corrientes indiferentes de un río profundo e hinchado.
Y, sin embargo, contamos con el emperador.
Que es muy probable que esté loco.
No sabía a quién acudir; ni siquiera si lo que estaba presenciando era, en verdad, tan peligroso como parecía.
A Brohl lo sobresaltó una conmoción cerca de la puerta del mercado, se inclinó hacia delante y apoyó un ojo en la ranura que quedaba entre las contraventanas.
Un arresto. La gente se iba apartando a toda prisa de la escena mientras dos letherii anodinos, uno a cada lado, empujaban a su víctima de cara contra uno de los postes de la puerta. No se gritaban acusaciones, no había negativas atemorizadas. El silencio compartido por los agentes patriotas y su prisionero dejó un extraño temblor en el supervisor. Como si los detalles no le importaran a ninguno.
Uno de los agentes hizo un registro en busca de armas, no encontró ninguna y luego, mientras su compañero sujetaba al hombre contra el ornamentado poste, le quitó a su víctima la cartera que llevaba en el cinturón, a la altura de la cadera, y empezó a rebuscar en ella. La cara del prisionero estaba ladeada y apretada contra el bajorrelieve de la amplia columna cuadrada, unas tallas que representaban alguna gloria pasada del Imperio de Lether. Brohl Handar sospechaba que a todos los implicados se les escapaba la ironía.
Al tipo se le acusaría de sedición. Siempre era la misma acusación. ¿Pero contra qué? No contra la presencia de los tiste edur, eso sería inútil, después de todo; y desde luego casi no había habido ningún intento de represalias, al menos ninguno del que se hubiera enterado Brohl Handar. Así que… ¿qué, con exactitud? ¿Contra quién? Siempre había endeudados, y algunos huían de sus deudas, pero la mayoría no lo hacía. Había sectas construidas alrededor de inquietudes políticas o sociales, y muchas de ellas buscaban a sus miembros entre los restos privados de derechos de las tribus sometidas (los fent, los nerek, tarthenos y demás). Pero desde la conquista, la mayor parte de esas sectas o bien se habían disuelto o habían huido del imperio. Sedición. Una acusación que silenciaba cualquier debate. En algún lugar, por tanto, tenía que existir una lista de las creencias aceptadas, la multitud de convicciones y fes que componían la doctrina adecuada. ¿O se estaba produciendo algo más insidioso?
Se oyó un arañazo en la puerta del carruaje y un momento después se abrió.
Brohl Handar estudió la figura que subía al pescante y que hizo ladearse el carruaje con su peso.
—Por supuesto, Orbyn —dijo—, entre.
Músculo ablandado por años de inactividad, cara carnosa, las mandíbulas pesadas y flácidas, Orbyn Buscaverdad parecía sudar de forma incesante, fuera cual fuera la temperatura ambiente, como si una presión interna expulsara las toxinas de su mente hacia la superficie de la piel. El jefe local de los patriotas era, en opinión de Brohl Handar, la criatura más despreciable y maliciosa que había conocido jamás.
—Su llegada es muy oportuna —dijo el tiste edur cuando Orbyn entró en el carruaje y se acomodó en el banco de enfrente; el olor acre de su sudor flotó hasta él—. Aunque no era consciente de que supervisaba en persona las actividades diarias de sus agentes.
Los labios finos de Orbyn se plegaron en una sonrisa.
—Nos hemos topado con cierta información que podría ser de interés para usted, supervisor.
—¿Una más de sus inexistentes conspiraciones?
La sonrisa se ensanchó por un momento, un simple destello.
—Si se está refiriendo a la conspiración de Bolkando, por desgracia, esa pertenece a la Consigna Libertad. La información que hemos conseguido concierne a su gente.
Mi gente.
—Muy bien. —Brohl Handar esperó. Fuera, los dos agentes se estaban llevando a su prisionero a rastras y a su alrededor se reanudaba el flujo humano, sibilino y evasivo.
—Se ha avistado una partida al oeste de Rosazul. Dos tiste edur, uno de ellos de piel blanca. A este último creo que se le conoce como el Cuervo Blanco, un título que nos resulta muy inquietante a los letherii, por cierto. —Pestañeó, los párpados entornados—. Los acompañaban tres letherii, dos féminas y un esclavo fugado con los tatuajes de propiedad de la tribu Hiroth.
Brohl se obligó a permanecer imperturbable, aunque la tensión le atenazó el pecho. Esto no es asunto tuyo.
—¿Tiene más detalles sobre su ubicación actual?
—Se dirigían al este, a las montañas. Hay tres pasos, solo dos abiertos tan al principio de la temporada.
Brohl Handar asintió lentamente.
—Los k’risnan del emperador también son capaces de determinar su paradero general. Esos pasos están bloqueados. —Hizo una pausa y después añadió—: Es como predijo Hannan Mosag.
Los ojos oscuros de Orbyn lo estudiaron entre los pliegues de grasa.
—Pretende recordarme la eficacia edur.
Sí.
El hombre conocido como «Buscaverdad» continuó.
—Los patriotas tienen preguntas respecto al tiste edur de piel blanca, ese tal Cuervo Blanco. ¿De qué tribu procede?
—De ninguna. No es tiste edur.
—Ah. Me sorprende. La descripción…
Brohl Handar no dijo nada.
—Supervisor, ¿podemos ayudar?
—No será necesario en este momento —respondió Brohl.
—Por curiosidad, me pregunto por qué no han rodeado ya a la partida y efectuado la captura. Mis fuentes indican que el tiste edur no es otro que Temor Sengar, el hermano del emperador.
—Como he dicho, los pasos están bloqueados.
—Ah, entonces están cerrando la red en estos mismos momentos.
Brohl Handar sonrió.
—Orbyn, acaba de decir que la conspiración de Bolkando cae en el ámbito de la Consigna Libertad. Con eso, ¿está diciéndome en realidad que a los patriotas no les interesa el tema?
—En absoluto. La Consigna utiliza nuestra red de forma habitual…
—Por lo que sin duda los recompensan.
—Por supuesto.
—Me encuentro…
Orbyn alzó una mano y ladeó la cabeza.
—Tendrá que disculparme, supervisor. Oigo alarmas. —Se levantó con un gruñido y abrió de un empujón la puerta del carruaje.
Perplejo, Brohl no dijo nada y observó irse al letherii. Cuando se cerró la puerta, estiró la mano hacia un pequeño compartimento y sacó una bola tejida llena de hierbas aromáticas que se llevó a la cara. Un tirón de un cordón avisó al cochero de que recogiera las riendas. El carruaje dio un bandazo cuando empezó a avanzar. Brohl empezó a oír las alarmas, una cacofonía frenética. Se inclinó hacia delante y habló por el tubo del altavoz.
—Acerquémonos hasta esas campanas, cochero. —Dudó y después añadió—. No hay prisa.
La guarnición de Drene disponía de una docena entera de edificios de piedra situados en una colina baja al norte del centro de la ciudad. Arsenal, establos, barracones y el cuartel general de mando, todo bien fortificado, aunque el complejo no estaba amurallado. Drene había sido una ciudad-estado en un tiempo, siglos atrás, y tras una prolongada guerra con los leznas, el asediado rey había invitado a las tropas letherii a alcanzar la victoria contra los nómadas. Décadas después habían salido a la luz pruebas de que el conflicto en sí había sido el resultado de ciertas manipulaciones letherii. En cualquier caso, las tropas letherii nunca habían abandonado la ciudad; el rey aceptó el título de visir y, tras una sucesión de trágicos accidentes, tanto él como todo su linaje desaparecieron de la faz de la tierra. Pero eso ya se había convertido en historia, esa historia que se contemplaba con indiferencia.
Cuatro avenidas principales salían de la plaza de armas de la guarnición; la que llevaba al norte convergía con el camino de la Puerta que conducía a la muralla de la ciudad y la pista de la Costa Norte, la menos frecuentada de las tres rutas terrestres que entraban y salían de la ciudad.
Entre las sombras, bajo el balcón con tejado a dos aguas de una finca palaciega algo más allá del arsenal, en la avenida del norte, una figura baja y ágil permanecía en la penumbra fresca desde la que podía verlo todo sin obstáculos. Una capucha de tejido basto ocultaba los rasgos, aunque si alguien se hubiera molestado en pararse y hubiera guiñado mucho los ojos, se habría sorprendido de ver el destello de unas escamas carmesíes donde debería estar la cara y unos ojos ocultos en ranuras ribeteadas de negro. Pero había algo en la figura que alentaba el desinterés. Las miradas la eludían, pocas veces comprendiendo que, de hecho, había alguien esperando en esas sombras.
Se había colocado ahí justo antes del amanecer y ya era bien entrada la tarde. Los ojos clavados en la guarnición, los mensajeros que entraban y salían del cuartel general, la visita de media docena de mercaderes nobles, la adquisición de caballos, chatarra, sillas de montar y materiales diversos. Estudió las pieles sin curar de los escudos redondos de los lanceros, las caras planas, la piel oscurecida hasta alcanzar un tono entre púrpura y ocre que hacía que los tatuajes fueran sutiles y extrañamente hermosos.
A última hora de la tarde, cuando se alargaban las sombras, la figura se fijó en dos hombres letherii que cruzaban su campo de visión por segunda vez. Su falta de atención parecía… llamativa, y un instinto le dijo a la figura encapuchada que era hora de irse.
En cuanto pasaron a su lado subiendo la calle hacia el oeste, la figura salió de entre las sombras con paso rápido y silencioso tras los dos hombres. Percibió que, de repente, estaban alertas, quizá incluso alarmados. Momentos antes de alcanzarlos, giró a la derecha y se metió por un callejón que llevaba al norte.
Quince pasos después encontró un hueco oscuro en el que podía esconderse. Se echó hacia atrás el manto y lo sujetó para dejar libres los brazos y las manos.
Pasaron una docena de latidos antes de oír sus pisadas.
Los observó pasar junto a él, cautos, los dos con cuchillos desenfundados. Uno le susurró algo al otro y vacilaron.
La figura permitió que su pie derecho arañara el suelo cuando se adelantó.
Los otros giraron en redondo.
El látigo cadaran de Lezna’dan fue un susurro que salió serpenteando: el cuero (tachonado con filos superpuestos con forma de medialuna, afilados como dagas y del tamaño de una moneda) surgió con un destello que dibujó un arco resplandeciente y lamió la garganta de los dos hombres. Salpicó la sangre.
Contempló cómo se derrumbaban. La sangre fluyó a borbotones, de manera más copiosa del hombre de la izquierda, y se extendió por los adoquines grasientos. La figura se acercó a la otra víctima, desenvainó un cuchillo y le clavó la punta en la garganta; luego, con un movimiento ágil fruto de la práctica, cortó la cara del hombre, llevándose piel, músculo y pelo. Repitió la espeluznante operación con el otro hombre.
Dos agentes menos de los patriotas con los que lidiar.
Por supuesto trabajaban en tríos, uno siempre seguía a distancia a los dos primeros.
En la guarnición sonaron las primeras alarmas, una colección aguda de campanas que repicaron por el aire polvoriento sobre los edificios.
Plegó sus horripilantes trofeos y los metió bajo un pliegue de la camisa suelta de lana de rodara que le cubría el camisote de hojuelas; después, la figura comenzó a andar por el callejón rumbo a la puerta del norte.
Un pelotón de la guardia de la ciudad apareció por la otra bocacalle, cinco letherii con armaduras y yelmos que empuñaban espadas cortas y escudos.
Al verlos, la figura echó a correr; liberó el látigo cadaran que llevaba en la mano izquierda y con la derecha soltó de una sacudida los cordones de cuero crudo que le ataban a la cadera el hacha rygtha con forma de medialuna. Tenía un mango grueso, de la longitud del hueso del muslo de un hombre adulto, y en cada extremo iba acoplada una hoja de hierro, también con forma de medialuna y cuyos planos estaban en perpendicular. Cadaran y rygtha, armas ancestrales de la Lezna’dan, su dominio era prácticamente desconocido entre las tribus desde hacía al menos un siglo.
La policía, por tanto, jamás se había enfrentado a esas armas.
A diez pasos de los tres primeros guardias, el látigo se disparó, un ocho sesgado, desdibujado, que engendró gritos y chorros de una sangre que se derramó casi negra en la oscuridad del callejón. Dos de los letherii se tambalearon hacia atrás.
La figura ágil y fibrosa se acercó al último hombre de la primera fila. La mano derecha se deslizó por el mango hasta toparse con un reborde bajo la medialuna de la izquierda; el mango se levantó con un golpe seco, en paralelo a la parte inferior del antebrazo de la figura, un movimiento que bloqueó una estocada desesperada de la espada corta del guardia. Luego, cuando el lezna adelantó el codo, la hoja derecha salió con un destello y cortó la cara del hombre al impactar justo debajo del yelmo y hacer un tajo en el puente nasal y el hueso frontal antes de hundirse en la materia blanda del cerebro. La medialuna, ahusada y bien afilada, se desprendió con facilidad cuando el lezna se deslizó junto al guardia que empezaba a caer; el látigo regresó, en un movimiento que lo había mandado por encima de la cabeza de su dueño, y envolvió con un siseo el cuello del cuarto letherii (que chilló y dejó caer la espada mientras intentaba deshacerse de aquellas hojas letales); el lezna se agazapó, deslizó la mano derecha por el mango de la rygtha hasta el reborde de la hoja derecha y después lanzó un tajo. El quinto guardia levantó el escudo con una sacudida repentina para bloquearla, pero fue demasiado tarde, la hoja lo alcanzó entre los ojos.
Un tirón del látigo decapitó al cuarto guardia.
El lezna soltó el mango del cadaran y sujetó la rygtha por los dos extremos, se acercó al último guardia, le aporreó la garganta con el mango y le aplastó la tráquea.
Recogió el látigo y se apartó.
Una calle, el ruido de los lanceros a la derecha. La puerta, a la izquierda, a cincuenta pasos, estaba invadida por guardias y las cabezas se giraban hacia él.
La figura se lanzó directamente a por ellos.
La atri-preda Bivatt tomó en persona el mando de una tropa de lanceros. Con veinte jinetes tras ella, condujo su caballo a medio galope siguiendo el rastro del baño de sangre.
Los dos agentes de los patriotas en el centro del callejón. Cinco guardias de la ciudad al final del mismo.
Salió cabalgando a la calle, viró su montura a la izquierda y sacó su espada larga al acercarse a la puerta.
Cuerpos por todas partes, veinte o más, y solo dos parecían seguir vivos. Bivatt se quedó mirando por debajo del borde del yelmo, un sudor frío le cosquilleaba bajo la armadura. Sangre por todas partes. En los adoquines, las paredes y la propia puerta llenas de salpicaduras. Miembros amputados. El hedor a vientres vacíos e intestinos derramados. Uno de los supervivientes estaba chillando, la cabeza se agitaba de un lado a otro. Le habían rebanado las dos manos.
Junto a la puerta de la ciudad, Bivatt vio al frenar que había cuatro caballos derribados, sus jinetes tirados en el camino. El polvo que flotaba indicaba que el resto de la primera tropa en llegar se había lanzado en su persecución.
El otro superviviente se acercó tambaleándose. Había sufrido un golpe en la cabeza, el yelmo estaba abollado por un lado y la sangre le corría por ese lado de la cara y el cuello. En sus ojos, cuando la miró, una expresión de horror. El hombre abrió la boca, pero no brotó ninguna palabra.
Bivatt examinó la zona una vez más y después se volvió hacia su finadd.
—Llévese a la tropa, vaya tras ellos. ¡Y saque las armas, maldito sea! —Bajó la cabeza y miró con furia al guardia—. ¿Cuántos había?
El otro la miró con la boca abierta.
Estaban llegando más guardias. Un sajador corrió hacia el hombre que chillaba y que había perdido las manos.
—¿Ha oído mi pregunta? —siseó Bivatt.
El hombre asintió.
—Uno. Un hombre, atri-preda —dijo.
¿Uno? Ridículo.
—¡Descríbalo!
—Escamas… su cara eran escamas. ¡Rojas como la sangre!
Un jinete de su tropa regresó del camino.
—La primera tropa de lanceros está muerta, todos, atri-preda —dijo con tono agudo y tenso—. Camino abajo. Todos los caballos menos uno… señor, ¿lo seguimos?
—¿Que si lo siguen? ¡Maldito idiota… pues claro que lo siguen! ¡No le pierdan el rastro!
Una voz habló tras ella.
—Esa descripción, atri-preda…
Bivatt se giró en la silla.
Orbyn Buscaverdad, empapado en sudor, se encontraba en medio de la carnicería y había clavado los ojitos en ella.
Bivatt le mostró los dientes en una especie de gruñido.
—Sí —soltó de repente. Mascararroja. Nada menos.
El comandante de los patriotas de Drene frunció los labios y bajó los ojos para examinar los cadáveres que había por todos lados.
—Parece —dijo— que su exilio de las tribus ha terminado.
Sí.
Que el Errante nos proteja.
Brohl Handar se bajó del carruaje y examinó la escena de la batalla. No podía ni imaginarse qué clase de armas habían usado los atacantes para lograr la clase de daño que veía ante él. La atri-preda había asumido el mando e iban apareciendo más soldados; mientras, Orbyn Buscaverdad permanecía a la sombra de la entrada de la garita de la puerta de la ciudad, observando sin decir nada.
El supervisor se acercó a Bivatt.
—Atri-preda —dijo—, aquí no veo a más muertos que los suyos.
La mujer lo miró con furia, pero era una mirada que contenía más que simple rabia. El supervisor vio miedo en los ojos femeninos.
—Alguien se infiltró en la ciudad —le contestó—, un guerrero lezna.
—¿Esto es obra de un solo hombre?
—Es el menor de sus talentos.
—Ah, entonces sabes quién es el hombre.
—Supervisor, estoy bastante ocupada…
—Hábleme de él.
La mujer hizo una mueca y le hizo un gesto para que la acompañara a un lado de la puerta. Los dos tuvieron que pasar con cuidado por encima de los cuerpos tirados en los adoquines resbaladizos.
—Creo que acabo de enviar una tropa de lanceros a la muerte, supervisor. No estoy del humor más adecuado para tener una conversación prolongada.
—Hágame el favor. Si hay una partida de guerra de guerreros leznas al borde de esta ciudad, tiene que haber una respuesta organizada… Una respuesta —añadió al ver la expresión ofendida de la militar— que implique a los tiste edur además de a sus unidades.
Tras un momento, Bivatt asintió.
—Mascararroja. El único nombre por el que lo conocemos. Incluso en la Lezna’dan, allí no tienen tampoco más que leyendas sobre su origen…
—¿Y son?
—Letur Anict…
Brohl Handar siseó de rabia y miró furioso a Orbyn, que se había acercado hasta donde podía oírlos.
—¿Por qué es que cada desastre comienza con el nombre de ese hombre?
Bivatt reanudó su relato.
—Hubo una escaramuza, hace ya años, entre una rica tribu lezna y el comisionado. En pocas palabras, Letur Anict codiciaba los inmensos rebaños de la tribu. Despachó agentes que, una noche, entraron en un campamento lezna y lograron raptar a una joven, una de las hijas del jefe del clan. Verá, los leznas tenían por costumbre llevarse niños letherii. En cualquier caso, esa hija tenía un hermano.
—Mascararroja.
La atri-preda asintió.
—Un hermano menor. En fin, que el comisionado incorporó a la chica a su casa y en poco tiempo la chica estaba endeudada con él…
—Sin duda sin ni siquiera ser consciente de ello. Sí, lo entiendo. Así que, para cancelar esa deuda y con ello adquirir la libertad de la joven, Letur exigió los rebaños del padre.
—Sí, más o menos. Y el líder del clan accedió. Por desgracia, cuando las fuerzas del comisionado se acercaron al campamento lezna con su valiosa carga, la chica se clavó un cuchillo en el corazón. A partir de ahí las cosas son bastante confusas. Los soldados de Letur Anict atacaron el campamento lezna y mataron a todo el mundo…
—El comisionado decidió que se llevaría los rebaños igualmente.
—Sí. Resultó, sin embargo, que hubo un superviviente. Unos cuantos años después, a medida que las escaramuzas se hicieron más fieras, las tropas del comisionado se encontraron perdiendo combate tras combate. Se volvían las tornas en las emboscadas. Y el nombre de Mascararroja se oyó por primera vez… un nuevo caudillo. Bueno, lo que sigue es incluso menos preciso que lo que he descrito hasta el momento. Al parecer hubo una reunión de clanes y Mascararroja habló, es decir, riñó con los ancianos. Pretendía unir a los clanes contra la amenaza letherii, pero no hubo forma de convencer a los ancianos. Rabioso, Mascararroja fue poco prudente al hablar. Los mayores le exigieron que se retractara de lo dicho. Él se negó y lo exiliaron. Se dice que viajó al este, a las tierras salvajes que hay entre esta tierra y Kolanse.
—¿Qué significa esa máscara?
Bivatt negó con la cabeza.
—No lo sé. Dice una leyenda que mató a un dragón muy poco tiempo después de la matanza de su familia. No era más que un niño, lo que hace poco probable la historia. —La atri-preda se encogió de hombros.
—Así que ahora ha vuelto —dijo Brohl Handar—, o algún otro guerrero lezna ha adoptado la máscara y pretende meter el miedo en los corazones letherii.
—No, era él. Utiliza un látigo recubierto de filos y un hacha con dos cabezas. Son armas casi míticas por sí solas.
El supervisor la miró con el ceño fruncido.
—¿Míticas?
—Las leyendas leznas sostienen que en otro tiempo su pueblo libró una guerra, lejos, al este, cuando los leznas moraban en las tierras agrestes. El cadaran y la rygtha eran armas diseñadas para lidiar con ese enemigo. No tengo más detalles que los que le acabo de dar, salvo que parece que fuera lo que fuera ese enemigo, no era humano.
—Cada tribu tiene relatos de guerras pasadas, una época de héroes…
—Supervisor, las leyendas leznas no son así.
—¿Ah, no?
—No. En primer lugar, los leznas perdieron esa guerra. Por eso huyeron al oeste.
—¿No ha habido expediciones letherii que se adentraran en las tierras agrestes?
—No desde hace décadas, supervisor. Después de todo, sigue habiendo enfrentamientos con los distintos territorios y reinos que hay a lo largo de esa frontera. Prácticamente acabaron con la última expedición, solo hubo una única superviviente que se volvió loca por lo que había visto. Hablaba de algo llamado la «noche siseante». La voz de la muerte, al parecer. En cualquier caso, nadie pudo curarle la locura, así que se le dio muerte.
Brohl Handar lo pensó un momento. Había llegado un oficial y estaba esperando para hablar con la atri-preda.
—Gracias —le dijo a Bivatt, después dio media vuelta.
—¿Supervisor?
La miró otra vez.
—¿Sí?
—Si Mascararroja lo consigue esta vez… me refiero a con las tribus; bueno, entonces sí que necesitaremos a los tiste edur.
El otro alzó las cejas.
—Por supuesto, atri-preda. —Y quizá así pueda lograr que me escuchen el emperador y Hannan Mosag. Maldito sea ese Letur Anict. ¿En qué nos ha metido ahora?
Puso al caballo letherii a galope tendido, dejó el camino del norte y atajó por el este, cruzó campos recién labrados que antaño eran pastos de la Lezna’dan. Su paso atrajo la atención de los granjeros, y del último villorrio que rodeó salieron tres soldados apostados que habían ensillado caballos y se lanzaron a perseguirlo.
En una hondonada del valle que acababa de dejar Mascararroja, los soldados encontraron la muerte entre un coro de chillidos animales y humanos, penetrantes pero muy breves.
Una ráfaga de rhizanos giró en una nube estridente encima de la cabeza del guerrero lezna, la violencia los había ahuyentado de sus anfitriones favoritos, las alas batiendo como tambores diminutos y las largas colas serradas siseando en el aire tras Mascararroja. Éste ya hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a su ubicua presencia. Habitantes de las tierras salvajes, esos reptiles voladores del tamaño de comadrejas estaban muy lejos de casa, a menos que a sus anfitriones (en el valle que dejaba atrás y seguramente preparando otra emboscada) los pudieran llamar su casa.
Fue frenando al caballo y cambió de posición, incómodo en la poco práctica silla de montar letherii. Sabía que ya no lo iba a alcanzar nadie y no tenía sentido matar a la bestia de agotamiento. El enemigo se sentía muy seguro de sí mismo en la guarnición de la ciudad, estaban orgullosos de sus trofeos y Mascararroja se había enterado de muchas cosas durante la noche y el día que había pasado observándolos. Lanceros de Rosazul, con los estribos adecuados y ágiles sobre sus monturas. Mucho más formidables que la infantería de años antes.
Y hasta el momento, desde su regreso, de su pueblo él solo había visto campamentos abandonados, los rastros que dejaban boyeros con rebaños más bien pequeños y círculos de tipis sin usar. Era como si hubieran diezmado su hogar y hubieran huido todos los supervivientes. Y en el único escenario de batalla que se había encontrado no había más que cadáveres de extranjeros.
El sol estaba bajo en el horizonte, tras él, y caía la tarde cuando se topó con el primer campamento lezna’dan quemado. De un año de antigüedad, quizá más. Huesos blancos que sobresalían entre la hierba, tocones ennegrecidos de los armazones de las chozas, un olor polvoriento a desolación. No había ido nadie a recuperar a los caídos, a colocar los cuerpos masacrados en las plataformas de tablones atados para liberar las almas y que bailasen con las aves carroñeras. La escena le trajo malos recuerdos.
Siguió cabalgando. A medida que oscurecía, los rhizanos poco a poco se fueron alejando y Mascararroja empezó a oír el golpeteo doble, uno a cada lado, de sus dos compañeros, que, una vez terminado su sangriento trabajo, llegaron a flanquearlo, apenas visibles en la oscuridad.
Los rhizanos se posaron en los lomos horizontales y recubiertos de escamas; comenzaron a lamer las entrañas que los habían salpicado y a arrancar pulgas, después levantaban las cabezas con movimientos bruscos e inhalaban de repente para absorber los insectos que pretendían picarlos y que zumbaban demasiado cerca.
Mascararroja dejó que se le cerraran un poco los ojos, llevaba despierto buena parte de dos días. Con Sag’Churok, el enorme macho deslizándose por el suelo a su derecha, y Gunth Mach, el joven parásito que se estaba convirtiendo en una hembra, a su izquierda, no podía estar más seguro.
Al igual que los rhizanos, los dos k’chain che’malle parecían satisfechos, aunque estuvieran en esa tierra extraña y tan lejos de los suyos.
Satisfechos de seguir a Mascararroja, de protegerlo, de matar letherii.
Y él no tenía ni idea de por qué.
Los ojos de Silchas Ruina eran como los de un reptil a la luz del farol, no podía haber una visión más apropiada dada la cámara en la que se encontraban, por lo menos en lo que respectaba a Seren Pedac. Las paredes de piedra, que subían curvándose hasta terminar en una cúpula, estaban talladas en forma de escamas superpuestas. El patrón ininterrumpido la desorientaba y le producía ciertas náuseas. Se sentó en el suelo y parpadeó para quitarse la gravilla de los ojos.
Le pareció que la mañana tenía que estar cerca. Llevaban casi la noche entera recorriendo túneles, subiendo pendientes y salvando rampas de caracol. El aire estaba cargado, a pesar de las corrientes constantes que bajaban, como si estuviera reuniendo fantasmas con cada cámara que atravesaba y cada corredor por el que descendía.
Seren apartó la mirada de la figura de Silchas Ruina, irritada por la fascinación que le inspiraba aquel guerrero salvaje, sobrenatural, el modo en que podía quedarse inmóvil, apenas perceptible el movimiento ascendente y descendente del pecho. Enterrado durante milenios, pero vivo sin lugar a dudas. La sangre fluía por sus venas, los pensamientos se alzaban manchados por el polvo del desuso. Cuando hablaba, la corifeo podía oír el peso de las lápidas de los túmulos. Era inimaginable para ella cómo podía sufrir tanto una persona sin volverse loca.
Claro que, quizá estaba loco, algo oculto en lo más profundo de su interior, ya fuera constreñido por las exigencias o solo esperando su liberación. Como asesino (porque eso era con toda seguridad lo que era) resultaba a la vez concienzudo y desapasionado. Como si las vidas mortales pudieran reducirse en significado, reducirse a un criterio quirúrgico: obstáculo o aliado. Nada más importaba.
Seren comprendía el consuelo de ver el mundo de ese modo. La comodidad de su sencillez era invitadora. Pero, para ella, imposible. No se podía cerrar los ojos a las complejidades del mundo. Sin embargo, para Silchas Ruina, tales aparentes complejidades carecían de relevancia. Había encontrado una especie de certidumbre, y eso era inatacable.
Por desgracia, Temor Sengar no estaba dispuesto a aceptar la futilidad de sus asaltos constantes contra Silchas Ruina. El tiste edur se plantó cerca del portal triangular que no tardarían en atravesar, como si lo impacientara ese descanso.
—Tú crees —le dijo entonces a Silchas Ruina— que no sé prácticamente nada de esa antigua guerra, la invasión de este reino.
Los ojos del tiste andii albino se movieron y se clavaron en Temor Sengar, pero Silchas Ruina no respondió.
—Las mujeres recordaban —dijo Temor—. Transmitieron los relatos a sus hijas. Generación tras generación. Sí, sé que Scabandari te acuchilló por la espalda, allí, en esa colina desde la que se contemplaba el campo de batalla. ¿Pero fue ésa la primera traición?
Si estaba esperando alguna reacción, el otro lo decepcionó.
Udinaas dejó escapar una carcajada profunda, estaba sentado con la espalda apoyada en el muro de escamas.
—Lo vuestro tiene tan poco sentido —dijo—. Quién traicionó a quién. ¿Qué importa? No es como si tuviéramos que confiar unos en otros para mantenernos unidos. Dime, Temor Sengar, que fuiste mi amo en su tiempo, ¿tiene tu hermano idea de quién es Ruina? ¿De dónde venía? Yo diría que no. O bien habría venido tras nosotros en persona, con diez mil guerreros para respaldarlo. En su lugar, juegan con nosotros. ¿No sientes ninguna curiosidad por saber la razón?
Nadie habló durante media docena de latidos, después Tetera lanzó una risita que atrajo las miradas de todos. La niña parpadeaba como un búho.
—Quieren que primero encontremos lo que estamos buscando, claro.
—Entonces ¿por qué bloquear nuestros intentos de viajar tierra adentro? —quiso saber Seren.
—Porque saben que no es en esa dirección.
—¿Cómo iban a saberlo?
Las manitas manchadas de polvo de Tetera aletearon como murciélagos por la oscuridad.
—Pues porque se lo dijo el dios Tullido. El dios Tullido dijo que todavía no es hora de viajar al este. Aún no está listo para una guerra abierta. No quiere que entremos en las tierras salvajes, donde aguardan todos los secretos.
Seren Pedac se quedó mirando a la niña.
—En el nombre del Errante, ¿se puede saber quién es el dios Tullido?
—El que le dio a Rhulad su espada, corifeo. El verdadero poder que respalda a los tiste edur. —Tetera levantó las manos de golpe—. Scabandari está muerto. El trato lo hizo Hannan Mosag y la moneda de cambio fue Rhulad Sengar.
Temor se levantó enseñando los dientes y se quedó mirando a Tetera con algo parecido al terror en los ojos.
—¿Cómo sabes tú eso? —le preguntó.
—Los muertos me lo dijeron. Me contaron montones de cosas. Y también los que estaban bajo los árboles, los atrapados. Y dijeron también otra cosa. Dijeron que la rueda inmensa está a punto de girar, una última vez, antes de que se cierre. Se cierra porque no le queda más remedio, porque él la hizo así. Para que le cuente todo lo que necesita saber. Para que le cuente la verdad.
—¿Contarle a quién? —preguntó Seren, que frunció el ceño con expresión confusa.
—A él, al que viene. Ya veréis. —La niña se acercó corriendo adonde estaba Temor, lo tomó por una mano y empezó a tirar de él—. Debemos darnos prisa o nos cogerán. Y si nos atrapan, Silchas Ruina tendrá que matar a todo el mundo.
Podría estrangular a esa cría. Pero la corifeo se puso de pie otra vez.
Udinaas se estaba riendo.
También le apetecía estrangularlo a él.
—Silchas —dijo Seren cuando se acercó—, ¿tienes idea de qué estaba hablando Tetera?
—No, corifeo. Pero —añadió— pienso seguir escuchando.