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Dos fuerzas, en otro tiempo en cruel oposición, se encontraron convertidas en virtuales compañeras de cama, aunque ninguna llegó a decidir a cuál le abrieron las piernas primero. Los hechos puros y duros son los siguientes: resultó que la estructura jerárquica original de las tribus tiste edur encajó a la perfección con el sistema de poder letherii, poder que se alcanzaba a través de la riqueza. Los edur se convirtieron en la corona, que se aposentó con facilidad sobre la glotonería hinchada de Lether, pero ¿una corona posee voluntad propia? ¿El portador se comba bajo su carga? Otra verdad ahora, en perspectiva, se hace evidente. Tan impecable como pareció ser esa fusión, bajo la superficie se produjo un ayuntamiento más sutil y mucho más letal: el de los defectos concretos de cada sistema, y esa combinación iba a resultar ser una infusión muy volátil.

La dinastía Hiroth (volumen XVII)

La colonia, una historia de Lether

—Dinith Amara

—¿De dónde es éste?

Tanal Yathvanar observó al centinela rotar con lentitud los extraños objetos en sus regordetas manos, las piedras de ónice de los muchos anillos que adornaban los cortos dedos refulgían bajo los haces de sol que entraban por las ventanas abiertas. El objeto que Karos Invictad manipulaba era una deforme colección de cierres de bronce, los extremos doblados y convertidos en ondas que se retorcían unas alrededor de otras para formar una jaula rígida.

—Rosazul, creo, señor —respondió Tanal—. Uno de los de Senorbo. De media se tarda en resolverlo tres días, aunque el récord está en poco menos de dos…

—¿Quién? —quiso saber Karos, y alzó la vista desde su sillón, tras el escritorio.

—Un mestizo tartheno, si se lo puede creer, señor. Aquí, en Letheras. Según dicen, el tipo es retrasado, pero posee un talento natural para resolver rompecabezas.

—Y el reto es deslizar los cierres con una configuración concreta para provocar un derrumbamiento repentino.

—Sí, señor. Se aplasta. Por lo que he oído, el número concreto de manipulaciones es…

—No, Tanal, no me lo digas. Ya deberías saberlo. —El centinela, comandante de los patriotas, dejó el objeto en la mesa—. Gracias por el regalo. Y ahora —una breve sonrisa—, ¿hemos incomodado a Bruthen Trana tiempo suficiente, te parece? —Karos se levantó e hizo una pausa para colocarse bien las sedas carmesíes (el único color y el único material que vestía), después cogió el pequeño cetro que había convertido en el símbolo oficial de su cargo, palosangre negra de su tierra natal edur con chapa plateada tachonada de ónices pulidos, y señaló con él la puerta.

Tanal se inclinó y salió el primero al pasillo, rumbo a las amplias escaleras por donde bajaron al piso principal; atravesaron sin prisas las puertas dobles y salieron al complejo.

Habían colocado la fila de prisioneros a plena luz del sol, cerca del muro occidental del recinto. Los habían sacado de sus celdas una campanada antes del amanecer y era poco más del mediodía. La falta de comida y agua, y el calor abrasador de la mañana, todo ello combinado con los brutales interrogatorios de la última semana, había provocado que más de la mitad de los dieciocho detenidos perdiera la consciencia.

Tanal vio el ceño del centinela al descubrir los cuerpos inmóviles derrumbados y encadenados.

El enlace tiste edur, Bruthen Trana, de los den-ratha, estaba en pie, a la sombra, más o menos enfrente de los prisioneros; su figura alta y silenciosa se giró poco a poco cuando se acercaron Tanal y Karos.

—Bruthen Trana, sea usted muy bienvenido —dijo Karos Invictad—. ¿Está usted bien?

—Procedamos, centinela —dijo el guerrero de piel gris.

—De inmediato. Si quiere acompañarme, podemos examinar a cada prisionero reunido aquí. Los casos concretos…

—No tengo ningún interés en acercarme a ellos más de lo que estoy —dijo Bruthen—. Se han ensuciado con sus propios desechos y apenas corre la brisa en este recinto.

Karos sonrió.

—Entiendo, Bruthen. —El centinela apoyó el cetro en un hombro y se volvió hacia la fila de detenidos—. No es necesario que nos acerquemos, como usted dice. Empezaré con el del extremo izquierdo, entonces…

—¿Inconsciente o muerto?

—Bueno, a esta distancia, ¿quién sabe?

Al observar el ceño del edur, Tanal se inclinó ante Bruthen y Karos y recorrió los quince pasos que lo separaban de la fila. Se agachó para examinar la figura echada, después se irguió.

—Vive.

—¡Entonces despiértalo! —ordenó Karos. Su voz, cuando se alzaba, se hacía aguda, lo suficiente para estremecer a cualquier oyente lo bastante idiota; es decir, idiota si el centinela presenciaba esa reacción instintiva. Ese tipo de descuidos no ocurrían más que una vez.

Tanal pateó al prisionero hasta que el hombre consiguió emitir un sollozo seco, áspero.

—En pie, traidor —dijo Tanal en voz baja—. Son órdenes del centinela. Levántate o empezaré a romper huesos en ese saco patético que llamas cuerpo.

Observó mientras el prisionero se incorporaba con esfuerzo.

—Agua, por favor…

—Ni una sola palabra más. Ponte derecho, enfréntate a tus crímenes. Eres letherii, ¿no? Muéstrale a nuestro invitado edur lo que eso significa.

Tanal regresó entonces con Karos y Bruthen. El centinela había empezado a hablar.

—… relación conocida con elementos disidentes del Colegio de Médicos, cosa que ha admitido. Aunque no se le puede achacar ningún delito concreto, está claro que…

—El siguiente —interpuso Bruthen Trana.

Karos cerró la boca y sonrió sin mostrar los dientes.

—Por supuesto. El siguiente es poeta, escribió y distribuyó una llamada a la revolución. No niega nada y, de hecho, usted mismo puede ver su estoico desafío incluso desde aquí.

—¿Y el que tiene al lado?

—El propietario de una posada, frecuentaban la taberna de la misma elementos indeseables (soldados desencantados, de hecho), y dos de ellos están entre estos detenidos. Nos informó de la sedición una puta honorable…

—¿Una puta honorable, centinela? —El edur esbozó una media sonrisa.

Karos parpadeó.

—Bueno, sí, Bruthen Trana.

—Porque informó sobre un tabernero.

—Un tabernero implicado en traición…

—Que exigía una tajada demasiado alta de las ganancias de la moza, más bien. Continúe, y, por favor, sea breve en sus descripciones de los delitos.

—Por supuesto —dijo Karos Invictad, el cetro daba suaves golpecitos en su blando hombro, como una batuta que marcara una marcha lenta.

Tanal, de pie junto a su comandante, se mantuvo en posición de firmes mientras el centinela reanudaba su informe sobre las transgresiones concretas de esos letherii. Los dieciocho prisioneros eran una muestra representativa de los más de trescientos encadenados en las celdas subterráneas. Un número decente de arrestos para esa semana, reflexionó Tanal. Y a los traidores más notorios les aguardaban los Ahogamientos. De los más o menos trescientos veinte, un tercio estaba destinado a caminar por el fondo del canal, cargados con unos pesos aplastantes. Los corredores de apuestas se quejaban porque ya nadie sobrevivía a la ordalía. Por supuesto no se quejaban en voz muy alta, ya que los verdaderos agitadores se arriesgaban a sufrir el mismo destino; no habían hecho falta más que unos cuantos Ahogamientos en los primeros días para enmudecer las protestas del resto.

Era un detalle que Tanal había terminado por apreciar, una de las leyes perfectas de Karos Invictad sobre la coacción y el control, enfatizada una y otra vez en el extensísimo tratado que el centinela estaba redactando sobre el tema al que más aprecio tenía: «Coja cualquier segmento de la población, imponga definiciones estrictas pero claras sobre sus características concretas, y luego fije como objetivo que las cumplan. Soborne a los débiles para que expongan a los fuertes. Mate a los fuertes, y el resto será suyo. Continúe con el siguiente segmento».

Los corredores de apuestas habían sido objetivos fáciles, no caían bien a demasiada gente, sobre todo a los jugadores empedernidos, y de esos cada vez había más.

Karos Invictad concluyó su letanía. Bruthen Trana asintió, se volvió y dejó el complejo.

En cuanto desapareció, el centinela miró a Tanal.

—Una vergüenza —dijo—. Los que estaban inconscientes.

—Sí, señor.

—Un cambio de cabezas en la muralla exterior.

—De inmediato, señor.

—Bueno, Tanal Yathvanar, antes de nada debes venir conmigo. Solo será un momento, después podrás volver a las tareas pendientes.

Regresaron al interior del edificio; los pasos cortos del centinela obligaban a Tanal a frenar una y otra vez de camino al despacho de Karos.

El hombre más poderoso, sin contar con el propio emperador, ocupó de nuevo su lugar tras el escritorio. Cogió la jaula de cierres de bronce, cambió alrededor de una docena en un frenesí de movimientos precisos y el rompecabezas se aplastó. Karos Invictad le sonrió a Tanal y después tiró el objeto sobre el escritorio.

—Envía una misiva a Senorbo, en Rosazul. Infórmale del tiempo que necesité para encontrar una solución y luego añade, como nota personal mía, que temo que esté perdiendo su toque.

—Sí, señor.

Karos Invictad estiró una mano para coger un pergamino.

—Bueno, ¿cuál fue el porcentaje de intereses que acordamos que me pertenecía en la posada de la Serpiente Boca Arriba?

—Creo que Rautos indicó cuarenta y cinco, señor.

—Bien. A pesar de todo, creo que procede tener una reunión con el maese de la Consigna Libertad. A finales de esta semana servirá. A pesar de los ingresos de los últimos tiempos, continuamos sufriendo una extraña escasez de dinero en metálico, y yo quiero saber por qué.

—Señor, ya conoce las sospechas de Rautos Hivanar sobre ese asunto.

—De forma vaga. Le complacerá saber que ahora estoy dispuesto a escuchar con más atención las susodichas sospechas. Así pues, dos temas en el orden del día. Programa la reunión para que dure una campanada. Oh, y una última cosa, Tanal.

—¿Señor?

—Bruthen Trana. Estas visitas semanales. Quiero saber si está obligado. ¿Es la forma edur de mostrar el descontento real o es un castigo? ¿O es que a esos cabrones les interesa de verdad lo que se cuece aquí? Bruthen no hace ningún comentario, jamás. Ni siquiera pregunta qué castigos se siguen de nuestras sentencias. Es más, su grosera impaciencia me cansa. Puede que nos merezca la pena investigarlo.

Tanal alzó las cejas.

—¿Investigar a un tiste edur?

—Con discreción, por supuesto. Cierto, no nos ofrecen más que una apariencia de lealtad incondicional, pero no puedo evitar preguntarme si de verdad son inmunes a la sedición entre los suyos.

—Incluso si no lo son, señor, con todo respeto, ¿son los patriotas la organización adecuada…?

—Los patriotas, Tanal Yathvanar —dijo Karos con aspereza—, poseen la cédula imperial para vigilar el imperio. En esa cédula no se hace distinción entre edur y letherii, solo entre leales y desleales.

—Sí, señor.

—Y ahora, creo que te aguardan tareas pendientes.

Tanal Yathvanar se inclinó y salió del despacho.

La finca dominaba un saliente de tierra en la orilla norte del río Lether, cuatro calles al oeste del canal Quillas. Unos muros escalonados marcaban sus límites y bajaban por la orilla hasta meterse en el agua, sobre postes para atemperar el tirón de la corriente, hasta una distancia de más de dos botes de largo. Poco más allá se alzaban unas estacas de amarre. Había habido riadas esa estación. Un suceso infrecuente en el último siglo, observó Rautos Hivanar mientras hojeaba el Compendio de la Finca, un tomo familiar de notas y mapas que recogía los ochocientos años de linaje Hivanar sobre esa tierra. Se acomodó en el sillón afelpado y con una languidez contemplativa se terminó el té de balat.

El administrador y agente principal de la casa, Venitt Sathad, se adelantó sin ruido para devolver el Compendio al cofre de madera y hierro hundido en el suelo, bajo la mesa de mapas, después volvió a colocar las tablas, desenrolló la alfombra y cubrió el punto. Una vez completada su tarea, dio un paso atrás para regresar a su puesto junto a la puerta.

Rautos Hivanar era un hombre grande, rubicundo y de rasgos bastos. Su presencia tendía a dominar cualquier sala, por espaciosa que fuera. Se encontraba en la biblioteca de la hacienda, cuyos muros estaban recubiertos de estantes hasta el techo. Pergaminos, tabletas de arcillas y libros encuadernados llenaban cada espacio disponible; el saber reunido de un millar de eruditos, muchos de los cuales ostentaban el nombre Hivanar.

Como cabeza de familia y supervisor de sus inmensas propiedades financieras, Rautos Hivanar era un hombre muy ocupado, y las exigencias sobre su intelecto se habían redoblado tras la conquista tiste edur (que había desencadenado la formación y el reconocimiento oficial de la Consigna Libertad, una asociación de las familias más acaudaladas del Imperio de Lether) de modos que jamás habría imaginado antes. Le costaría mucho explicar lo tediosas o enervantes que le parecían todas esas actividades. Pero eso era en lo que se habían convertido, a medida que sus sospechas se transformaban poco a poco, de forma gradual, en certezas; al tiempo que empezaba a percibir que, en algún lugar, allí fuera, había un enemigo (o enemigos) empeñado en la singular tarea del sabotaje económico. No simple malversación, una actividad con la que él mismo estaba muy familiarizado, sino algo más profundo que lo abarcaba todo. Un enemigo. Un enemigo de todo lo que sustentaba a Rautos Hivanar y la Consigna Libertad de la que él era maese; de hecho, de todo lo que sustentaba al propio imperio, fuera quien fuera el que se sentaba en el trono, fueran quienes fueran incluso esos bárbaros salvajes, miserables, que se pavoneaban en la cumbre de la sociedad letherii como grajillas grises sobre un alijo de baratijas.

Tal comprensión por parte de Rautos Hivanar en otro tiempo habría provocado en su interior una respuesta entusiasta. La simple amenaza habría bastado para lanzar una caza vigorosa, y la noción de una agencia con un propósito tan diabólico (una agencia, se veía obligado a admitir, guiada por el más sutil de los genios) debería haber animado la partida hasta que su persecución terminara convirtiéndose casi en una obsesión.

En su lugar, Rautos Hivanar se encontró buscando anotaciones en los polvorientos libros de cuentas en busca de pruebas de riadas pasadas; estaba persiguiendo un misterio mucho más mundano que no interesaría más que a un puñado de académicos que hablaban entre dientes. Y eso, admitía con frecuencia para sí, era muy raro. No obstante, la compulsión cobraba fuerzas, y por la noche yacía junto a la masa recostada y sudorosa que era su mujer, desde hacía treinta y tres años, y se encontraba con que sus pensamientos trabajaban sin cesar, luchaban contra el flujo cíclico de las corrientes del tiempo y trataban de hallar un modo de remontarse atrás, con toda su susceptibilidad, hasta eras pasadas. Buscando. Buscando algo…

Con un suspiro, Rautos dejó la taza vacía y se levantó.

Cuando se acercó a la puerta, Venitt Sathad (cuyo linaje familiar ya llevaba seis generaciones endeudado con los Hivanar) se adelantó para recuperar la frágil tacita y partió en pos de su amo.

Salieron al recinto del muelle, cruzaron el mosaico que representaba la investidura de Skoval Hivanar como ceda imperial tres siglos antes y bajaron las escaleras llanas de piedra a lo que, en épocas más secas, era el jardín inferior. Pero las corrientes del río se habían arremolinado allí y se habían llevado tierra y plantas, lo que había expuesto una disposición muy peculiar de cantos rodados colocados como en una calle pavimentada, enmarcada con postes de madera formando un rectángulo; los postes ya no eran más que tocones podridos que se alzaban de los charcos que había dejado la riada.

Al borde del nivel superior, varios trabajadores, bajo la dirección de Rautos, habían utilizado baluartes de madera para impedir que se derrumbara y, en un lado, había una carretilla llena de multitud de objetos curiosos que había expuesto la riada. El suelo pavimentado estaba sembrado de ese tipo de objetos.

En total, caviló Rautos, todo un misterio. No había ningún documento que revelara que el jardín inferior había sido otra cosa distinta a lo que era, y las anotaciones del paisajista (que databan de poco después de la finalización del edificio principal de la finca) indicaban que la orilla a ese nivel no era otra cosa más que antiguos sedimentos de riadas.

La arcilla había conservado la madera, al menos hasta hacía poco, así que no había forma de saber cuándo se había erigido el extraño constructo. La única indicación de su antigüedad quedaba probada en los objetos, todos de bronce o de cobre. No eran armas, que podían aparecer si se tratara de un túmulo, y si eran herramientas, entonces eran para actividades olvidadas mucho tiempo atrás, puesto que ni un solo trabajador de los que Rautos había llevado a ese lugar era capaz de desentrañar la función de esos utensilios; no se parecían a ninguna herramienta conocida, no eran para trabajar la piedra, ni la madera, ni para procesar alimentos.

Rautos cogió uno y lo examinó, y por lo menos era la centésima vez que lo hacía. Bronce, fabricado con un molde de arcilla (la pestaña era claramente visible), el objeto era largo, parecía redondeado, pero doblado casi en ángulo recto. Unas incisiones conformaban un patrón sombreado en la articulación. Ninguno de los extremos mostraba modo alguno de añadir un accesorio, así pues su función no era formar parte de un mecanismo más grande. Rautos levantó su peso considerable con la mano. Había algo desequilibrado en ese artilugio, a pesar del ángulo central. Lo dejó y sacó una lámina circular de cobre, más fina que la capa de cera de la tableta de un adivinador. Ennegrecida por el contacto con las arcillas, pero los bordes solo estaban empezando a mostrar señales de verdete. Se habían hecho un sinfín de agujeros en la lámina, sin ningún patrón concreto, pero cada agujero era uniforme y perfecto, de una redondez ideal, sin borde que indicara desde qué lado se había hecho el agujero.

—Venitt —dijo—, ¿tenemos un mapa que recoja las ubicaciones precisas de estos objetos cuando se encontraron en un principio?

—Desde luego, maese, no hay más que unas cuantas excepciones. Lo examinó la semana pasada.

—¿Lo examiné? Muy bien. Extiéndelo de nuevo en la mesa de la biblioteca esta tarde.

Ambos hombres se volvieron cuando la portera de la verja apareció por el estrecho pasaje lateral que había en el lado izquierdo de la casa. La mujer se detuvo a diez pasos de Rautos y se inclinó.

—Maese, un mensaje del centinela Karos Invictad.

—Muy bien —replicó Rautos con aire distraído—. Me ocuparé de él dentro de un momento. ¿El mensajero aguarda respuesta?

—Sí, maese. Está en el patio.

—Ocúpate de que le ofrezcan un refrigerio.

La portera se inclinó y se fue.

—Venitt, creo que debes prepararte para emprender un viaje en mi nombre.

—¿Maese?

—El centinela al fin percibe la magnitud de la amenaza.

Venitt Sathad no dijo nada.

—Has de viajar a Drene —dijo Rautos, los ojos una vez más puestos en el misterioso constructo que dominaba la terraza inferior—. La Consigna requiere un informe muy concreto de los preparativos que se llevan a cabo allí. Por desgracia, las misivas del comisionado no están siendo muy satisfactorias. Necesito confianza en esos asuntos si he de concentrarme al máximo en la amenaza que tenemos aquí.

Una vez más, Venitt no dijo nada.

Rautos miró al río. Los barcos pesqueros se reunían en la bahía de enfrente y dos mercantes se iban acercando a los muelles principales. Uno de ellos, que lucía la bandera de la familia Esterrict, parecía dañado, quizá por el fuego. Rautos se limpió la tierra de las manos y dio media vuelta para regresar al edificio, su sirviente echó a andar tras él.

—Me pregunto qué yace bajo esas piedras.

—¿Maese?

—No importa, Venitt. No hacía más que pensar en voz alta.

El campamento lezna’dan había sido atacado al amanecer por dos tropas de la caballería rosazul de la atri-preda Bivatt. Doscientos lanceros cualificados metiéndose a caballo en un torbellino de pánico entre las figuras que salían como podían de las chozas de pieles; los perros de guerra de raza drene, que llegaron momentos antes que los soldados montados, se habían abalanzado sobre las jaurías de perros pastores y de tiro leznas y en unos momentos las tres razas se habían enzarzado en una batalla despiadada.

Los guerreros leznas no estaban preparados y pocos tuvieron tiempo para buscar siquiera sus armas antes de que los lanceros irrumpieran entre ellos. En un instante, la matanza se extendió hasta abarcar a los ancianos y los niños. La mayor parte de las mujeres lucharon junto a sus parientes varones, esposa y marido, hermana y hermano, muriendo juntos en una última mezcla de sangre.

El combate entre los letherii y los leznas duró doscientos latidos enteros. La guerra entre los perros fue mucho más prolongada, pues los perros pastores (si bien más pequeños y más compactos que sus atacantes) eran rápidos y no menos crueles, mientras que los de tiro, criados para arrastrar carros en verano y trineos en invierno, eran comparables a la raza drene. Adiestrados para matar lobos, los perros de tiro demostraron poder competir con los perros de guerra, y si no hubiera sido por los lanceros, que se tomaron como un deporte el matar a las bestias moteadas, se hubieran vuelto las tornas de la batalla. En cualquier caso, la jauría lezna optó al final por escapar y los supervivientes huyeron a la llanura, hacia el este; unos cuantos perros de guerra drene fueron a darles caza antes de que los llamaran sus adiestradores.

Mientras los lanceros desmontaban para asegurarse de que no había supervivientes entre los leznas, otros salían a caballo para recoger los rebaños de myrid y rodaras del valle siguiente.

La atri-preda Bivatt permanecía a horcajadas sobre su semental, luchando por controlar a la bestia a pesar del olor a sangre que impregnaba el aire matinal. A su lado, sentado con torpeza y obvia incomodidad en la extraña silla, Brohl Handar, recién nombrado supervisor tiste edur de Drene, observaba a los letherii saquear de forma sistemática el campamento, desnudar los cadáveres y sacar los cuchillos. Los leznas se trenzaban las joyas (la mayor parte de oro) a conciencia en el cabello, lo que obligaba a los letherii a rebanar esas secciones de cuero cabelludo para hacerse con el botín. Por supuesto, era algo más que conveniencia lo que dictaba esa mutilación, porque también se había extendido a la recolecta de jirones de la piel que se había decorado con tatuajes; el estilo particular de los leznas era rico en color y con frecuencia perfilado con puntadas de hilo de oro. Esos trofeos adornaban los escudos redondos de muchos lanceros.

Los rebaños capturados pertenecían desde ese momento al comisionado de Drene, Letur Anict, y cuando Brohl Handar observó los cientos de myrid que llegaban por la colina, y cuyo pelaje negro y lanudo les daba todo el aspecto de cantos rodados cuando empezaron a bajar a centenares por la ladera, quedó claro que la fortuna del comisionado había aumentado de forma notable. Los seguían los más altos rodaras, de lomo azul y cuello largo, las largas colas se agitaban casi aterradas cuando los perros de guerra que flanqueaban el rebaño se abalanzaban una y otra vez en ataques fingidos.

La atri-preda lanzó un suspiro que siseó entre los dientes.

—¿Se puede saber dónde está el comisionado? Esos malditos rodaras van a lanzarse en estampida. ¡Teniente! ¡Que los adiestradores llamen a sus mastines! ¡Deprisa! —La mujer se desató el yelmo, se lo quitó y lo dejó sobre el pomo de la silla. Después miró a Brohl—. Ahí lo tiene, supervisor.

—Así que éstos son los leznas.

La mujer hizo una mueca y apartó los ojos.

—Un campamento pequeño para lo que suelen ser. Setenta y tantos adultos.

—Pero rebaños grandes.

La mueca femenina se transformó en un ceño.

—En otro tiempo eran más grandes, supervisor. Mucho más grandes.

—Deduzco entonces que esta campaña suya está consiguiendo expulsar a estos intrusos.

—No es mi campaña. —La atri-preda pareció leer algo en los ojos del hombre porque añadió—: Sí, por supuesto, yo estoy al mando de las fuerzas expedicionarias, supervisor. Pero recibo mis órdenes del comisionado. Y, hablando con propiedad, los leznas no son intrusos.

—El comisionado afirma otra cosa.

—Letur Anict ostenta un alto cargo en la Consigna Libertad.

Brohl Handar estudió a la mujer por un momento.

—No todas las guerras se libran por la riqueza y la tierra, atri-preda —dijo después.

—Debo disentir, supervisor. ¿Acaso los tiste edur no invadieron de forma preventiva para responder a lo que se percibía como una amenaza de pérdida de tierra y recursos? La asimilación cultural, el fin de su independencia. Y no me cabe la menor duda —continuó Bivatt— de que los letherii buscábamos arrasar su civilización, como ya habíamos hecho con la tarthena y tantas otras. Y por tanto, una guerra económica.

—No me sorprende, atri-preda, que su raza lo viera de esa manera. Y seguramente el rey hechicero tuviera tales preocupaciones en mente. ¿Los conquistamos para poder sobrevivir? Quizá. —Brohl se planteó decir algo más, pero después sacudió la cabeza y observó los cuatro perros de guerra que se acercaban a un perro ganadero herido. La bestia coja se enfrentó a ellos, pero no tardó en caer pataleando, luego se quedó silenciosa e inerte cuando los perros de guerra le desgarraron el vientre.

—¿Se pregunta alguna vez, supervisor —preguntó Bivatt—, qué bando ganó en realidad esa guerra?

El otro le lanzó una mirada lúgubre.

—No, no me lo pregunto. Sus exploradores no han encontrado ninguna otra señal de leznas en esta zona, según tengo entendido. ¿Así que ahora el comisionado consolidará los derechos letherii de la forma habitual?

La atri-preda asintió.

—Puestos avanzados. Fuertes, caminos elevados. Los colonos llegarán a continuación.

—Y después el comisionado seguirá extendiendo sus codiciosas intenciones hacia el este.

—Como bien dice, supervisor. Por supuesto, estoy segura de que reconoce que las adquisiciones benefician también a los tiste edur. El territorio del imperio se expande. Estoy convencida de que el emperador estará complacido.

Era la segunda semana de Brohl Handar como gobernador de Drene. Había pocos tiste edur en esa esquina remota del imperio de Rhulad, menos de un centenar, y solo los tres miembros de su equipo pertenecían a la tribu de Brohl, los arapay. La anexión de la Lezna’dan, mediante lo que venía a ser un genocidio sistemático, había comenzado hace años (mucho antes de la conquista edur), y los detalles concretos de quién gobernara en la lejana Letheras no parecían tener demasiada relevancia en esa campaña militar. Brohl Handar, patriarca de un clan dedicado a cazar focas de grandes colmillos, se preguntó (y no por primera vez) qué estaba haciendo allí.

Su función de supervisor parecía consistir en poco más que la mera observación. El verdadero poder del gobierno lo tenía Letur Anict, el comisionado de Drene, que «ostenta un alto cargo en la Consigna Libertad». Una especie de gremio de mercaderes, había descubierto, aunque no tenía ni idea de qué era, en concreto, lo liberador de esa misteriosa organización. A menos, por supuesto, que fuera la libertad de hacer lo que les placiese. Incluyendo el uso de tropas imperiales para contribuir a la adquisición de más riquezas todavía.

—Atri-preda.

—¿Sí, supervisor?

—Estos leznas… ¿se defienden? No, no como hicieron hoy. Me refiero a si montan incursiones. ¿Concentran a sus guerreros para prepararse para una guerra generalizada?

La mujer parecía incómoda.

—Supervisor, en esto hay dos… bueno, niveles.

—Niveles. ¿Qué significa eso?

—Oficial y… extraoficial. Es una cuestión de percepción.

—Explíquese.

—La creencia entre el pueblo común, según se ha difundido a través de los agentes imperiales, es que los leznas se han aliado con los ak’ryn al sur, así como con los d’rhasilhani y los dos reinos de Bolkando y Saphinand (en pocas palabras, todos los territorios que bordean el imperio), y han creado una fuerza beligerante, belicista y potencialmente abrumadora, la horda de la conspiración de Bolkando, que amenaza todos los territorios orientales del Imperio de Lether. Es solo cuestión de tiempo que dicha horda termine de reunirse, momento en el que se pondrá en marcha. Por consiguiente, cada ataque lanzado por el ejército letherii sirve para reducir el número con el que los leznas pueden contribuir; y además, la pérdida de ganado valioso debilita a su vez a los salvajes. Es muy posible que la hambruna consiga lo que las espadas solas no pueden, el derrumbamiento total de los leznas.

—Entiendo. ¿Y la versión extraoficial?

La atri-preda lo miró.

—No hay ninguna conspiración, supervisor. Ninguna alianza. Lo cierto es que los leznas siguen luchando entre ellos; después de todo, sus pastos están menguando. Desprecian a los ak’ryn y los d’rhasilhani, y es muy probable que jamás hayan conocido a nadie de Bolkando o Saphinand. —La militar vaciló un momento antes de continuar—. Es cierto que tuvimos un choque con una especie de compañía mercenaria hace dos meses, la desastrosa batalla que provocó su nombramiento, sospecho. Ascendían a quizá setecientos y tras media docena de escaramuzas, encabecé una fuerza de seis mil letherii y fuimos en su persecución. Supervisor, perdimos casi tres mil soldados en esa batalla final. Si no hubiera sido por nuestros magos… —Bivatt sacudió la cabeza—. Y seguimos sin tener ni idea de quiénes eran.

Brohl estudió a la mujer. Él no sabía nada de ese choque. ¿La razón de su nombramiento? Quizá.

—La versión oficial que mencionó antes, la mentira, justifica la matanza de los leznas a los ojos del pueblo llano. Todo lo cual sirve al deseo del comisionado de hacerse más rico todavía. Entiendo. Dígame, atri-preda, ¿por qué necesita Letur Anict todo ese oro? ¿Qué hace con él?

La mujer se encogió de hombros.

—El oro es poder.

—¿Poder sobre quién?

—Quien sea, todo el mundo.

—Salvo los tiste edur, que son indiferentes a la idea letherii de riqueza.

La militar sonrió.

—¿Lo son, supervisor? ¿Todavía?

—¿Qué quiere decir?

—Hay hiroth en Drene, sí, los ha conocido. Cada uno de ellos afirma ser pariente del emperador y con esa afirmación han requisado las mejores fincas y tierras. Tienen cientos de endeudados como esclavos. Muy pronto, quizá, habrá tiste edur entre los miembros de la Consigna Libertad.

Brohl Handar frunció el ceño. En un risco lejano había tres perros leznas, dos de tiro y un perro ganadero más pequeño, que observaban cómo se llevaban los rebaños por el campamento destruido, el ganado chillando por el hedor a sangre derramada y excrementos. El tiste edur estudió las tres siluetas del risco. Se preguntó adónde irían ahora.

—Ya he visto suficiente. —Le dio la vuelta al caballo con un tirón demasiado brusco de las riendas, la cabeza de la bestia se levantó de golpe, bufó, dio unos pasos atrás y giró. Brohl tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el equilibrio.

Si a la atri-preda le hizo gracia, fue lo bastante inteligente como para que no se le notara.

En el cielo habían aparecido las primeras aves carroñeras.

El río Jasp Sur, uno de los cuatro tributarios del río Lether que bajaba de las montañas Rosazul, estaba flanqueado en la orilla sur por un camino elevado que, poco más adelante, comenzaba su largo ascenso al paso montañoso tras el que se encontraba el antiguo reino de Rosazul, sometido ya al Imperio de Lether. El Jasp Sur bajaba rápido por allí, el impulso de su descenso salvaje de las montañas no lo había ralentizado todavía la inmensa llanura que iba cruzando. El agua helada azotaba los enormes cantos rodados dejados por glaciares extinguidos largo tiempo atrás y arrojaba al aire una bruma gélida que flotaba en nubes sobre el camino.

La figura solitaria que aguardaba a los seis guerreros tiste edur y su séquito era, si acaso, más alta que cualquier edur, pero delgada, envuelta en un manto negro de piel de foca con la capucha subida. Dos tahalíes le cruzaban el pecho y de ellos colgaban dos espadas largas letherii; los pocos mechones de largo cabello blanco que habían escapado al viento estaban húmedos y se pegaban al cuello del manto.

Para los edur merude que se acercaban, la cara que se asomaba a la cogulla parecía pálida como la muerte, como si un cadáver acabara de salir arrastrándose de las aguas paralizantes del río, un ente congelado durante mucho tiempo entre las venas blancas de las montañas que los aguardaban.

El guerrero que iba en cabeza, un veterano de la conquista de Letheras, les hizo un gesto a sus compañeros para que se detuvieran y se acercó a hablar con el desconocido. Además de los otros cinco edur, había diez soldados letherii, dos carretas cargadas y cuarenta esclavos encadenados unos a otros en una fila tras la segunda carreta.

—¿Desea compañía —preguntó el merude, y guiñó los ojos para ver algo más de aquella cara en sombras— para el ascenso al paso? Se dice que quedan bandidos y renegados en las alturas.

—Soy mi propia compañía.

La voz era ronca, el acento arcaico.

El merude se detuvo a tres pasos. Ya podía ver algo más de la cara. Rasgos edur, más o menos, pero blancos como la nieve. Los ojos eran… desconcertantes. Rojos como la sangre.

—¿Entonces por qué bloquea nuestro camino?

—Capturaron a dos letherii dos días atrás. Son míos.

El merude se encogió de hombros.

—Entonces debería haberlos mantenido encadenados por la noche, amigo. Estos endeudados echan a correr a la menor oportunidad. Por suerte para usted, los capturamos. Oh, sí, por supuesto que los devolveré a su cuidado. Por lo menos la chica; el hombre es un esclavo fugitivo de los hiroth, o eso revelan sus tatuajes. Le espera un Ahogamiento, por desgracia, pero consideraré ofrecerle un sustituto. En cualquier caso, la chica, joven como es, resulta valiosa. Confío en que pueda desembolsar el coste de recuperarla.

—Me los llevo a los dos. Y no le pago nada.

El merude frunció el ceño.

—Los perdió por descuidado —dijo—. Nosotros fuimos diligentes y los recuperamos. Por tanto, esperamos compensación por nuestros esfuerzos, del mismo modo que usted debería esperar que su descuido le suponga un coste.

—Desencadénelos —dijo el desconocido.

—No. ¿A qué tribu pertenece? —Los ojos todavía clavados sin vacilación alguna en los suyos parecían profundamente… muertos—. ¿Qué le ha pasado a su piel? —Tan muerta como la del emperador—. ¿Cómo se llama?

—Desencadénelos ya.

El merude sacudió la cabeza y se echó a reír (una carcajada un tanto débil), después les hizo un gesto a sus compañeros para que se adelantaran al tiempo que él empezaba a sacar su alfanje.

La incredulidad ante lo absurdo del desafío ralentizó su reacción. El arma estaba a medio salir de la vaina cuando una de las espadas largas del desconocido salió con un destello de su funda y abrió la garganta del edur.

Con un grito de rabia, los otros cinco guerreros sacaron sus espadas y se abalanzaron, los diez soldados letherii siguieron su ejemplo a toda prisa.

El desconocido observó derrumbarse al líder, un chorro de sangre cayó en la bruma del río que descendía sobre el camino. Desenvainó la otra espada larga y se adelantó para recibir a los cinco edur. Un choque de hierro y las dos armas letherii estaban cantando en las manos del desconocido, un timbre creciente con cada golpe que absorbían.

Dos edur dieron un tropezón hacia atrás al mismo tiempo, ambos heridos de muerte, uno en el pecho y el otro con un tercio del cráneo rebanado. Este último se dio la vuelta, la lucha continuaba, pero él estiró un brazo para recoger el fragmento de cuero cabelludo y hueso y echó a andar como un borracho por el camino.

Cayó otro edur, la pierna izquierda amputada. Los dos que quedaban retrocedieron a toda prisa y les gritaron a los letherii que en ese momento vacilaban tres pasos por detrás de la lucha.

El desconocido continuó presionando. Paró una estocada del edur de la derecha con la espada larga de la mano izquierda, deslizó la hoja por debajo y la subió, la llevó a la izquierda antes de que un giro de muñeca arrancara el arma de la mano del atacante; después lanzó una estocada recta que enterró la punta en la garganta del edur. Al mismo tiempo extendió la espada larga del brazo derecho e hizo una finta por lo alto. El último edur se echó hacia atrás para evitar ese amago e intentó una cuchillada destinada a cortar la muñeca del desconocido. Pero la espada larga se hundió entonces con un movimiento hábil y apartó el alfanje al tiempo que la punta se clavaba en el ojo derecho del guerrero y rompía los delicados huesos orbitales de camino al cerebro.

El desconocido avanzó entre los dos edur que caían y derribó a los dos letherii más cercanos, momento en el que los ocho restantes se rindieron y echaron a correr tras las carretas, donde los propios conductores se revolvían y abandonaban, aterrados, el lugar, y después siguieron corriendo junto a la fila de pasmados prisioneros. Volaron camino abajo arrojando las armas en el proceso.

Cuando un letherii concreto pasó enfrente de uno de los esclavos, una pierna salió disparada y puso la zancadilla al hombre; pareció entonces que la cadena se retorció cuando el esclavo emboscado saltó sobre el indefenso letherii, la cadena suelta envolvió el cuello y el esclavo la tensó. Las piernas patearon, los brazos se agitaron y las manos arañaron, pero el esclavo no cejó y al final cesaron los esfuerzos del guardia.

Silchas Ruina, las espadas todavía lamentándose en sus manos, se acercó adonde Udinaas continuaba estrangulando al cadáver.

—Ya puedes parar —dijo el tiste andii albino.

—Puedo —dijo Udinaas con los dientes apretados—, pero no quiero. Este cabrón era el peor de todos. El peor.

—Su alma ya está ahogándose en la bruma —comentó Silchas Ruina, y se volvió cuando dos figuras surgieron de los arbustos que bordeaban la zanja del lado sur del camino.

—Sigue ahogándolo —dijo Tetera desde donde estaba encadenada, fila abajo—. Me hizo daño, fue ése.

—Lo sé —respondió Udinaas con voz áspera—. Lo sé.

Silchas Ruina se acercó a Tetera.

—Te hizo daño. ¿Cómo?

—Lo habitual —respondió ella—. Con la cosa entre las piernas.

—¿Y los otros letherii?

La niña sacudió la cabeza.

—Ésos solo miraban. Se reían, siempre riéndose.

Silchas Ruina se volvió cuando llegó Seren Pedac.

Seren tuvo un escalofrío al ver la expresión en los ojos misteriosos del tiste andii cuando Silchas Ruina se dirigió a ella.

—Perseguiré a los que huyen, corifeo. Y me reuniré con vosotros antes del fin del día.

Seren apartó los ojos, su mirada vislumbró por un instante a Temor Sengar, en pie junto a los cadáveres de los tiste edur merude, después dejó a toda prisa que su mirada recorriera la llanura salpicada de rocas que llevaba al sur, por donde todavía vagaba el tiste edur que había perdido un tercio del cráneo. Pero esa visión también resultó demasiado conmovedora.

—Muy bien —dijo y miró con los ojos guiñados las carretas y los caballos que permanecían en los yugos—. Continuaremos por este camino.

Udinaas, que al fin había agotado toda su rabia con el cuerpo letherii que tenía debajo, se levantó y la miró.

—Seren Pedac, ¿qué hay del resto de estos esclavos? Debemos liberarlos a todos.

Seren frunció el ceño. Con el agotamiento le costaba pensar. Meses y meses de ocultarse, huir y eludir tanto a edur como a letherii; sus esfuerzos por dirigirse al este bloqueados una y otra vez, lo que los obligaba a ir siempre al norte, y el terror interminable que moraba en su interior, todo ello había abotargado sus pensamientos. Liberarlos. Sí. Pero entonces

—Solo más rumores —dijo Udinaas, como si le leyera el pensamiento, como si él pudiera hallar las ideas de ella antes que ella misma—. De esos hay de sobra y confunden a nuestros cazadores. Escucha, Seren, ya saben dónde estamos, más o menos. Y estos esclavos harán todo lo que puedan para evitar que los vuelvan a capturar. No tenemos que preocuparnos demasiado por ellos.

La corifeo alzó las cejas.

—¿Respondes por tus compañeros endeudados, Udinaas? Todos los cuales darán la espalda a la oportunidad de comprar con información vital una vida libre, ¿no?

—La única alternativa, entonces —dijo él, mirándola—, es matarlos a todos.

Los que escuchaban, aquéllos a los que las palizas no habían convertido en autómatas sin opinión, alzaron la voz de repente con proclamas y promesas, extendiendo las manos hacia Seren y haciendo repicar las cadenas. Los otros levantaron la vista con miedo, como myrid que captaran el olor de un lobo que no podían ver. Algunos sollozaron, encogidos en el barro pétreo del camino.

—El primer edur que mató —dijo Udinaas— tiene las llaves.

Silchas Ruina había bajado por el camino. Apenas visible entre la bruma, el tiste andii se transformó en algo enorme, alado, y emprendió el vuelo. Seren echó un vistazo a la fila de esclavos y comprendió con alivio que ninguno había visto el vuelo de Silchas.

—Muy bien —respondió a Udinaas, y se acercó adonde permanecía Temor Sengar, cerca de los edur muertos.

—He de coger las llaves —dijo la corifeo, y se agachó junto al primer edur caído.

—No lo toques —dijo Temor.

Ella alzó la mirada y lo estudió.

—Las llaves… las cadenas…

—Ya las busco yo.

Seren asintió, se irguió y dio un paso atrás. Observó mientras él rezaba una plegaria silenciosa y después se arrodillaba junto al cuerpo. Encontró las llaves en una saquita de cuero atada al cinturón del guerrero, una saquita que también contenía un puñado de piedras pulidas. Temor cogió las llaves con la mano izquierda y sostuvo las piedras en la palma de la derecha.

—Éstas —dijo— son de la costa merude. Seguramente las recogió cuando no era más que un niño.

—Los niños crecen —dijo Seren—. Hasta de los árboles rectos brotan ramas torcidas.

—¿Y qué defecto tenía este guerrero? —quiso saber Temor, mirándola con rabia desde el suelo—. Siguió a mi hermano, como hicieron todos los demás guerreros de las tribus.

—Algunos, con el tiempo, le dieron la espalda, Temor. —Como tú.

—A lo que yo le he dado la espalda se encuentra a la sombra de aquello hacia lo que me vuelvo, corifeo. ¿Pone eso en duda mi lealtad hacia los tiste edur? ¿Mi propia raza? No. Eso es algo que a todos os conviene olvidar, una y otra vez. Entiéndeme, corifeo. Me esconderé si he de hacerlo, pero no mataré a los míos. Teníamos dinero, podríamos haber comprado su libertad…

—No la de Udinaas.

El otro enseñó los dientes y no dijo nada.

Sí, Udinaas, sé que sueñas con matarlo. Si no fuera por Silchas Ruina…

—Temor Sengar —dijo Seren—, has elegido viajar con nosotros y no puede haber duda, ninguna duda, de que Silchas Ruina está al mando de esta exigua partida. Pueden desagradarte sus métodos si quieres, pero solo con él llegarás al final. Lo sabes.

El guerrero hiroth apartó la mirada y volvió a observar el camino, parpadeando para espantar el agua.

—Y con cada paso, el coste de mi búsqueda aumenta, un endeudamiento que tú deberías entender, corifeo. La forma de vida letherii, las cargas de las que nunca se puede escapar. Ni dejar atrás comprándolas.

La corifeo extendió la mano para coger las llaves.

El guerrero las dejó en su mano sin querer encontrarse con sus ojos.

No somos muy diferentes de estos esclavos. Seren sopesó el peso del hierro que tintineaba entre sus dedos. Encadenados juntos. Y sin embargo… ¿quién tiene el medio para liberarnos?

—¿Adónde ha ido? —preguntó Temor.

—A dar caza a los letherii. Confío en que no pongas objeciones.

—No, pero tú deberías, corifeo.

Supongo que sí. La corifeo echó a andar hacia donde aguardaban los esclavos.

Un prisionero cerca de Udinaas había reptado hasta él y Seren oyó la pregunta que le susurraba.

—Ese asesino alto… ¿era el Cuervo Blanco? Lo era, ¿verdad? He oído…

—Tú no has oído nada —dijo Udinaas mientras levantaba el brazo cuando vio acercarse a Seren—. La de tres bordes —le dijo—. Sí, ésa. Que el Errante nos lleve, os tomasteis vuestro tiempo.

Seren manipuló la llave hasta que el primer grillete se abrió con un chasquido.

—Se suponía que vosotros dos teníais que estar robando en una granja, no dejando que os cogieran unos rastreadores de esclavos.

—Los rastreadores acamparon en los puñeteros terrenos, nadie nos sonreía esa noche.

La corifeo abrió el otro grillete y Udinaas salió de la fila frotándose los verdugones rojos que le rodeaban las muñecas.

—Temor intentó disuadir a Silchas —dijo Seren—. ¿Sabes?, a juzgar por esos dos, no me extraña que los edur y los andii hayan librado diez mil guerras.

Udinaas lanzó un gruñido mientras los dos se dirigían adonde se encontraba Tetera.

—Temor está resentido por haber perdido el mando —contestó el antiguo esclavo—. Que sea a manos de un tiste andii solo empeora las cosas. Sigue sin convencerse de que la traición fue al revés todos esos siglos atrás, que fue Scabandari el que primero sacó el cuchillo.

Seren Pedac no dijo nada. Se colocó delante de Tetera, bajó la cabeza y miró la cara sucia de la niña, los ojos antiguos que se alzaban poco a poco para encontrarse con los suyos.

Tetera sonrió.

—Te he echado de menos.

—¿Cuánto abusaron de ti? —le preguntó Seren mientras le quitaba los grandes grilletes de hierro.

—Puedo caminar. Y he parado de sangrar. Eso es buena señal, ¿verdad?

—Es probable. —Pero esa charla sobre violaciones no era agradable, Seren tenía sus propios recuerdos que la acosaban cada minuto del día—. Habrá cicatrices, Tetera.

—Estar vivo es duro. Siempre tengo hambre, y me duelen los pies.

Odio a los niños con secretos, sobre todo a los que tienen secretos de los que ni siquiera son conscientes. Busca las preguntas adecuadas, no hay otra forma de hacer esto.

—¿Qué más te molesta de estar entre los vivos otra vez, Tetera? —¿Y… cómo? ¿Por qué?

—Sentirme pequeña.

El brazo derecho de Seren recibió el pellizco de un esclavo, un anciano que estiraba la mano en busca de las llaves con una esperanza patética en los ojos. Seren se las dio.

—Libera a los otros —le dijo. El hombre asintió con vigor mientras hurgaba en sus grilletes—. Bueno —le dijo Seren a Tetera—, ésa es una sensación que todos debemos aceptar. Demasiado del mundo se resiste a nuestros esfuerzos por amoldarlo a lo que nos complacería. Vivir es conocer la insatisfacción y la frustración.

—Todavía quiero desgarrar gargantas, Seren. ¿Eso es malo? Creo que tiene que serlo.

Al oír a Tetera, el anciano se encogió y redobló sus torpes intentos de liberarse. Tras él, una mujer maldijo con impaciencia.

Udinaas había trepado al fondo de la carreta de cabeza y estaba muy ocupado saqueándola en busca de todo lo que pudieran necesitar. Tetera fue a reunirse con él con movimientos torpes.

—Tenemos que salir de esta bruma —murmuró Seren—. Estoy empapada. —Se acercó a la carreta—. Daos prisa con eso, vosotros dos. Si otra compañía nos encuentra aquí, podríamos meternos en un lío. —Sobre todo ahora que Silchas Ruina se ha ido. Habían sobrevivido hasta ese momento solo gracias al tiste andii. Cuando ocultarse y evadir a quienes los buscaban fallaba, se expresaban sus dos espadas, la espeluznante canción de la eliminación. El Cuervo Blanco.

Había pasado una semana desde la última vez que habían visto a edur y letherii que eran con toda claridad cazadores. Cazadores que buscaban al traidor, Temor Sengar. Que buscaban al que los había traicionado, Udinaas. Pero Seren Pedac estaba confusa, debería de haber ejércitos enteros dándoles caza. Si bien la persecución era persistente, era porfiada más que feroz en su ejecución. Silchas había mencionado una vez, de pasada, que los k’risnan del emperador estaban haciendo hechicerías rituales cuya intención era atraer y atrapar. Y que al este los aguardaban trampas, y también alrededor de la propia Letheras. Seren entendía las del este, pues su destino siempre había sido las tierras salvajes que había más allá del imperio, tierras donde Temor (por alguna razón que no quiso explicar) creía que hallaría lo que buscaba; una creencia que Silchas Ruina no refutó. Pero rodear la capital en sí desconcertaba a Seren. Como si Rhulad tuviera miedo de su hermano.

Udinaas bajó de un salto de la carreta de cabeza y se dirigió a la segunda.

—Encontré dinero —dijo—. A montones. Deberíamos llevarnos también estos caballos, podemos venderlos una vez que bajemos el puerto.

—Hay un fuerte en el puerto —dijo Seren—. Puede que no tenga guarnición, pero no hay garantías, Udinaas. Si llegamos con caballos… y los reconocen…

—Podemos rodear el fuerte —respondió él—. Por la noche. Sin que nos vean.

Seren frunció el ceño y se limpió el agua de los ojos.

—Eso es más fácil sin caballos. Además, estas bestias son viejas, están deshechas, no nos darán mucho por ellas, sobre todo en Rosazul. Y cuando regrese el wyval, seguro que se mueren de terror.

—El wyval no va a volver —dijo Udinaas mientras le daba la espalda, la voz áspera—. El wyval se ha ido, y punto.

Seren sabía que no debería dudar de él. El espíritu del engendro del dragón había vivido en su interior, después de todo. Pero no había una explicación obvia para la desaparición repentina de la bestia alada, al menos ninguna que Udinaas quisiera compartir. El wyval se había ido más de un mes antes.

Udinaas juró desde donde se había agachado en el fondo de la carreta.

—Aquí no hay nada más que armas.

—¿Armas?

—Espadas, escudos y armaduras.

—¿Letherii?

—Sí. Bastante mediocres.

—¿Qué estaban haciendo estos traficantes de esclavos con una carreta cargada de armas?

El antiguo esclavo se encogió de hombros, se bajó, pasó junto a ella a toda prisa y empezó a desenganchar los caballos.

—Estas bestias lo habrían pasado mal en el ascenso.

—Ya vuelve Silchas Ruina —dijo Tetera, y señaló el camino.

—Qué rápido.

Udinaas lanzó una carcajada dura.

—Los muy idiotas deberían haberse desperdigado, haberlo obligado a darles caza uno por uno. En su lugar, seguro que se reagruparon como los estúpidos soldaditos buenos que eran.

Desde cerca de la carreta de cabeza habló Temor Sengar.

—Tu sangre es muy clara, Udinaas, ¿verdad?

—Como el agua —respondió el antiguo esclavo.

Por el amor del Errante, Temor, él no eligió abandonar a tu hermano. Lo sabes. Y tampoco es el responsable de la locura de Rhulad. Así que, ¿qué parte del odio que destilas por Udinaas es porque te sientes culpable? ¿A quién hay que culpar de verdad por Rhulad? ¿Por el emperador de las Mil Muertes?

El tiste andii de piel blanca salió sin prisas de entre las brumas, una aparición, el manto negro reluciendo como piel de serpiente. Las espadas una vez más en la vaina que amortiguaría sus gritos; las voces de hierro, reticentes a desvanecerse, persistirían durante días.

Cómo odiaba Seren ese sonido.

Tanal Yathvanar estaba de pie mirando a la mujer desnuda que había en su cama. Los interrogadores habían trabajado duro con ella para arrancarle las respuestas que buscaban. Estaba casi destrozada, la piel llena de cortes y quemaduras, las articulaciones hinchadas y moteadas de cardenales. Apenas había estado consciente cuando la había usado la noche anterior. Era más fácil que con las putas, y, además, no le costaba nada. A él no le interesaba mucho golpear a sus mujeres, solo verlas golpeadas. Comprendía que su deseo era una perversión, pero esa organización (los patriotas) era el refugio perfecto para personas como él. Poder e inmunidad, una combinación letal. Sospechaba que Karos Invictad era más que consciente de esas escapadas nocturnas y que se guardaba esa información como un cuchillo envainado.

No es como si la hubiera matado. No es como si ella fuera a recordar esto siquiera. De todos modos, está destinada a los Ahogamientos, ¿qué importa si yo disfruto un poco antes? Los soldados hacen lo mismo. Él había soñado con ser soldado una vez, años antes, cuando en su juventud albergaba nociones románticas y equivocadas del heroísmo y la libertad sin restricciones, como si lo primero justificara lo segundo. Había habido muchos asesinos nobles en la historia de Lether. Gerun Eberict había sido uno de esos hombres. Había asesinado a miles: ladrones, matones y gandules, depravados e indigentes. Había «limpiado» las calles de Letheras, y ¿quién no había disfrutado de la recompensa? Menos mendigos, menos rateros, menos sin techo y demás fracasados decrépitos de la era moderna. Tanal admiraba a Gerun Eberict, había sido un gran hombre. Asesinado por un matón que le había hecho papilla el cráneo; una pérdida trágica, sin sentido y cruel.

Un día encontraremos a ese asesino.

Le dio la espalda a la mujer inconsciente, se colocó bien la túnica ligera para que las costuras del hombro quedaran uniformes y rectas y después cerró los broches del cinturón de armas. Uno de los requisitos del centinela que debían cumplir los oficiales de los patriotas: llevar cinturón, daga y espada corta. A Tanal le gustaba sentir su peso, la autoridad implícita en el privilegio de llevar armas cuando a todos los demás letherii (salvo los soldados) se lo prohibía la proclama del emperador.

Como si fuéramos a rebelarnos. El maldito idiota cree que ganó la guerra. Todos lo creen. Pandilla de bárbaros lerdos.

Tanal Yathvanar fue hasta la puerta, salió al pasillo y se dirigió al despacho del centinela. Un momento antes de que llamara a la puerta sonó la segunda campanada después de mediodía. Un murmullo lo invitó a entrar.

Encontró a Rautos Hivanar, maese de la Consigna Libertad, ya sentado enfrente de Karos Invictad. El hombretón parecía llenar la mitad de la habitación y Tanal observó que el centinela había colocado su sillón tan atrás como había podido, de modo que estaba inclinado contra el alféizar de la ventana. En ese espacio, Karos intentaba encontrar una postura de afable comodidad.

—Tanal, nuestro invitado está insistiendo mucho en sus sospechas. Lo suficiente para convencerme de que debemos dedicar bastante más atención a encontrar la fuente de la amenaza.

—Centinela, ¿el propósito es la sedición o la traición, o estamos tratando con un ladrón?

—Un ladrón, diría yo —respondió Karos al tiempo que le lanzaba una mirada a Rautos Hivanar.

Las mejillas del hombre se hincharon y después exhaló un lento suspiro.

—Yo no estoy tan seguro. A primera vista parece que nos enfrentamos a un individuo obsesivo, consumido por la codicia y que, por tanto, atesora riquezas. Pero solo como dinero en sí, y por eso está resultando tan difícil encontrar un rastro. No hay propiedades, no hay ostentación, no hace alarde de privilegios. Ahora bien, como sutil consecuencia, la escasez de dinero es al fin perceptible. Cierto, no se ha producido ningún daño real en la estructura financiera del imperio. Todavía. Pero si continúa la merma —sacudió la cabeza—, comenzaremos a notar la tensión.

Tanal se aclaró la garganta.

—Maese —preguntó entonces—, ¿ha dedicado a alguno de sus agentes a investigar la situación?

Rautos frunció el ceño.

—La Consigna Libertad prospera precisamente porque sus miembros albergan la convicción de que son los jugadores más poderosos en un sistema inatacable. La confianza es una cualidad muy frágil, Tanal Yathvanar. Cierto, unos cuantos que tratan de forma específica con finanzas me han transmitido su preocupación. Druz Thennic, Barrakta Ilk, por ejemplo. Pero no se ha formalizado nada aún, no hay una sospecha real de que algo vaya mal. Sin embargo, esos hombres no son tontos. —Miró por la ventana que había detrás de Karos Invictad—. La investigación la deben llevar a cabo los patriotas con la mayor discreción. —Los ojos de párpados pesados bajaron y se posaron en el centinela—. Tengo entendido que en los últimos tiempos ha puesto las miras en académicos y eruditos.

Un encogimiento de hombros modesto y un alzamiento de cejas de Karos Invictad.

—Los muchos caminos de la traición.

—Algunos son miembros de familias establecidas y muy respetadas de Lether.

—No, Rautos, no los que hemos arrestado.

—Cierto, pero esas desafortunadas víctimas tienen amigos, centinela, que a su vez han acudido a mí.

—Bueno, amigo mío, es un asunto extraordinariamente delicado, desde luego. Pisa usted terreno muy poco firme, sin más que barro bajo sus pies. —Se adelantó en el sillón y plegó las manos en el escritorio—. Pero lo investigaré de todos modos. Es posible que la última serie de arrestos haya conseguido sofocar el desencanto que reina entre los intelectuales, o por lo menos que haya eliminado a los más notorios de esa panda.

—Gracias, centinela. Y bien, ¿quién llevará a cabo su investigación?

—Bueno, de eso me ocuparé yo en persona.

—Venitt Sathad, mi ayudante, que aguarda abajo, en el patio, puede servir como enlace entre su organización y yo esta semana; después asignaré a otra persona.

—Muy bien. Deberían de bastar informes semanales, al menos para empezar.

—De acuerdo.

Rautos Hivanar se levantó y, tras un momento, Karos Invictad siguió su ejemplo.

De repente el despacho estaba atestado y Tanal retrocedió un poco, enfadado por la intimidación que sentía por instinto alzarse en su interior. No tengo nada que temer de Rautos Hivanar. Ni de Karos. Soy su confidente, de los dos. Confían en mí.

Karos Invictad estaba un paso por detrás de Rautos, una mano en la espalda del hombre cuando el maese abrió la puerta. En cuanto Rautos salió al pasillo, Karos sonrió, le dijo unas últimas palabras a su visitante, que respondió con un gruñido, cerró la puerta y se volvió hacia Tanal.

—Una de esos académicos tan respetados está ensuciando tus sábanas, Yathvanar.

Tanal parpadeó.

—Señor, se la sentenció a los Ahogamientos…

—Revoca el castigo. Que la aseen.

—Señor, bien podría ser que después recuerde…

—Podrías ejercer cierta moderación, Tanal Yathvanar —dijo Karos Invictad con tono frío—. Arresta a alguna hija de los que ya están encadenados, maldito seas, y diviértete con ellas. ¿Me he explicado bien?

S-sí señor. Si ella se acuerda…

—Entonces habrá que darle una indemnización, ¿no crees? Confío en que mantengas tus finanzas en orden, Yathvanar. Y ahora, desaparece de mi vista.

Cuando Tanal cerró la puerta tras él, tuvo que hacer un esfuerzo para aspirar una bocanada de aire. El muy cabrón. No podía advertirme para que no la tocara, ¿no? ¿Quién cometió este gran error? Pero quieres hacérmelo pagar a mí. Por todo ello. Que Filo y Hacha te lleven, Invictad, no sufriré solo.

No lo haré.

—En la depravación se observa cierta fascinación, ¿no te parece?

—No.

—Después de todo, cuanto más enferma está el alma, más dulce es su castigo.

—Suponiendo que lo haya.

—Hay un punto central, estoy seguro. Y debería estar justo en el centro, según mis cálculos. Quizá el fulcro en sí tenga algún defecto.

—¿Qué cálculos?

—Pues los que te pedí que hicieras por mí, por supuesto. ¿Dónde están?

—Los tengo en la lista.

—¿Y cómo calculas el orden de tu lista?

—Ese cálculo no me lo pidió.

—Cierto. Pero en fin, si dejase las patas quietas, podríamos comprobar mi hipótesis como es debido.

—No quiere, y yo lo entiendo. Usted está intentando ponerlo en equilibrio sobre el punto medio de su cuerpo, pero él está diseñado para levantar esa parte con todas esas patas.

—¿Son observaciones formales? Si lo son, anótalas.

—¿En qué? Nos tomamos la tableta de cera para almorzar.

—No me extraña que me sienta como si pudiera comerme una vaca sin ni siquiera un hipido. ¡Mira! ¡Ja! ¡Está encaramado! ¡Perfectamente encaramado!

Los dos hombres se inclinaron para examinar a Ezgara, el insecto que tenía una cabeza en cada extremo. Nada único, por supuesto, los había a montones en esos días, llenando un nicho arcano en la complicada miasma de la naturaleza, un nicho que llevaba vacante un sinfín de milenios. Las patitas como ramitas rotas de la criatura pataleaban con gesto impotente.

—Lo está torturando —dijo Bicho— con una depravación clara, Tehol.

—Solo lo parece.

—No, es así.

—Está bien. —Tehol estiró la mano y levantó al indefenso insecto del fulcro. Las cabezas del animalito giraron sobre sí mismas—. Además —añadió mientras miraba de cerca a la criatura—, no era ésa la depravación de la que hablaba. ¿Cómo va el negocio de la construcción, por cierto?

—Hundiéndose a toda prisa.

—Ah. ¿Es una afirmación o indigencia menospreciada?

—Nos estamos quedando sin compradores. No hay dinero en metálico y se acabaron los créditos, sobre todo cuando resulta que los promotores no pueden vender las propiedades. Así que he tenido que despedir a todo el mundo, incluyéndome a mí.

—¿Y cuándo ocurrió todo eso?

—Mañana.

—Típico. Siempre soy el último en enterarme. ¿Crees que Ezgara tiene hambre?

—Comió más cera que usted, ¿adónde se cree que van todos los desperdicios?

—¿Los suyos o los míos?

—Amo, yo ya sé adónde van los suyos, y si Biri se entera…

—Ni una palabra más, Bicho. Bien, según mis observaciones y de acuerdo con las anotaciones que no has hecho, Ezgara ha consumido una cantidad de comida equivalente en peso a un gato ahogado. Sin embargo, sigue siendo diminuto y estando ágil y en forma, y gracias a nuestro almuerzo de cera de hoy, sus cabezas ya no chirrían cuando giran, lo que me tomo como una buena señal, puesto que ahora no nos despertará cien veces cada noche.

—Amo.

—¿Sí?

—¿Cómo sabe cuánto pesa un gato ahogado?

—Selush, por supuesto.

—No entiendo.

—Tienes que acordarte. Hace tres años. El gato salvaje que atraparon con una red en la hacienda Rinnesict, el que estaba violando a un pato ornamental que no podía volar. Lo sentenciaron al Ahogamiento.

—Una muerte terrible para un gato. Sí, ya me acuerdo. Los aullidos se oyeron en toda la ciudad.

—Ese mismo. Un benefactor anónimo se compadeció del empapado cadáver felino y le pagó a Selush una pequeña fortuna para que amortajase a la bestia y tuviese un enterramiento como era debido.

—Está usted loco. ¿Quién haría eso y por qué?

—Con segundas intenciones, por supuesto. De otro modo, ¿qué validez tendría la comparación? A modo de descripción, llevo años esperando para usarla.

—Tres.

—No, mucho más. De ahí mi curiosidad y oportunismo. Antes del líquido final de ese gato yo temía expresar en voz alta la comparación que, al carecer de veracidad por mi parte, podría invitar al ridículo.

—Es usted de lo más sensible, ¿no?

—No se lo digas a nadie.

—Amo, en cuanto a esas criptas…

—¿Qué pasa con ellas?

—Creo que habría que ampliarlas.

Tehol usó la punta del índice derecho para acariciar el lomo del insecto, o si no, para ponerlo de los nervios.

—¿Ya? Bueno, ahora mismo, ¿a qué profundidad estás bajo el río?

—Más de medio camino.

—¿Y eso son cuántas?

—¿Criptas? Dieciséis. Cada una de la altura de tres hombres por dos.

—¿Todas llenas?

—Todas.

—Oh. Así que es de presumir que ya está empezando a doler.

—Construcciones Bicho será la primera gran empresa en derrumbarse.

—¿Y a cuántas arrastrará con ella?

—No hay forma de decirlo. Tres, quizá cuatro.

—Creí que habías dicho que no había forma de decirlo.

—Entonces no se lo diga a nadie.

—Buena idea. Bicho, necesito que me construyas una caja, con especificaciones muy específicas que ya se me ocurrirán más tarde.

—Una caja, amo. ¿Sirve la madera?

—¿Qué clase de frase es ésa? La madera no sirve a nadie.

—No, que si sirve, ya sabe, si vale.

—Sí, sirve esa madera.

—¿Tamaño?

—Desde luego. Pero nada de tapa.

—Por fin entra en detalles.

—Ya te dije que lo haría.

—¿Para qué es la caja, amo?

—No puedo contártelo, por desgracia. No de forma específica. Pero la necesito pronto.

—En cuanto a las criptas…

—Haz diez más, Bicho. El doble de tamaño. En cuanto a Construcciones Bicho, aguanta un poco todavía: acumula deudas, elude a los acreedores, no dejes de comprar materiales y mételos en almacenes que cobren un alquiler exorbitante. Ah, y malversa todo lo que puedas.

—Perderé la cabeza.

—No te preocupes. A aquí Ezgara le sobra una.

—Vaya, pues gracias.

—Y ni siquiera chirría.

—Qué alivio. ¿Qué está haciendo ahora, amo?

—¿A ti qué te parece?

—Que se vuelve a la cama.

—Y tú tienes que construir una caja, Bicho, una caja de lo más lista. Pero acuérdate, nada de tapa.

—¿Puedo al menos preguntar para qué es?

Tehol se acomodó en su cama, estudió el cielo azul por un momento y después le sonrió a su criado, que resultaba que era un dios ancestral.

—Pues para que tenga su castigo, Bicho, ¿para qué si no?