COLOPHON
Ya está. Y qué fue luego de Roberto, no lo sé ni creo que se podrá saber jamás.
¿Cómo sacar una novela, de una historia aun así tan novelesca, si luego no se conoce el final; o mejor, el verdadero principio?
A menos que la historia que hay que contar no sea la de Roberto, sino la de sus papeles. Aunque aquí tengamos que proceder por conjeturas.
Si los papeles (por lo demás fragmentarios, de los que he sacado un relato, o una serie de relatos que se intersecan y se ensartan) han llegado hasta nosotros es porque el Daphne no se quemó del todo, me parece evidente. Quién sabe, quizá aquel fuego rozó sólo los palos, pero luego se extinguió en aquella jornada sin viento. O nada excluye que unas horas después haya caído una lluvia torrencial, que apagó la hoguera…
¿Cuánto permaneció allá abajo el Daphne antes de que alguien lo encontrara y descubriera los escritos de Roberto? Intento dos hipótesis, ambas fantásticas.
Como ya he indicado, pocos meses antes de aquellos sucesos, y precisamente en febrero de 1643, Abel Tasman, salido de Batavia en agosto de 1642, después de haber tocado aquella tierra de van Diemen que se habría convertido luego en Tasmania, viendo sólo de lejos Nueva Zelanda y dirigiéndose hacia las Tonga (ya alcanzadas en 1615 por van Schouten y le Maire, y bautizadas islas del Coco y de los Traidores), procediendo hacia el norte, había descubierto una serie de islitas rodeadas de arena, registrándolas a 17,19 grados de latitud sur y a 201,35 grados de longitud. No vamos a discutir sobre la longitud, pero aquellas islas que había llamado Prins Willems Eijlanden, si mis hipótesis son justas, no habrían debido estar lejos de la Isla de nuestra historia.
Tasman acaba su viaje, dice, en junio, y por lo tanto, antes de que el Daphne pudiera llegar por aquellas partes. Pero nadie nos asegura que los diarios de Tasman sean verídicos (y entre otras cosas ya no existe el original)[3]. Intentemos, por tanto, imaginar que, por una de aquellas desviaciones casuales de las que su viaje es tan rico, él haya vuelto a aquella zona digamos en septiembre de aquel año, y haya descubierto el Daphne. Ninguna posibilidad de volverlo a poner en funciones, privado de la arboladura y de las velas como tenía que estar ya. Lo había visitado para descubrir de dónde venía, y había encontrado los papeles de Roberto.
Por poco italiano que supiera, había entendido que se discutía el problema de las longitudes, por lo que aquellos papeles se convertían en un documento reservadísimo que había que entregar a la Compañía de las Indias Holandesas. Por esto calla en su diario todo el asunto, quizá falsifica incluso las fechas para borrar todo rastro de su aventura, y los papeles de Roberto van a parar a algún archivo secreto. Que luego Tasman realizó otro viaje al año siguiente, y Dios sabe si fue adonde había dicho[4].
Imaginémonos a los geógrafos holandeses hojeando aquellos papeles. Nosotros lo sabemos, no había nada interesante que encontrar en ellos, excepto quizá el método canino del doctor Byrd, del cual apuesto que varios espías ya habían conseguido saber por otros caminos. Se encuentra la mención de la Specola Melitense, pero quisiera recordar que, después de Tasman, pasan ciento treinta años antes de que Cook vuelva a descubrir aquellas islas, y de seguir las indicaciones de Tasman no se habría podido volverlas a encontrar.
Luego, por fin, y siempre un siglo después de nuestra historia, la invención del cronómetro marino de Harrison pone punto final a la frenética búsqueda del punto fijo. El problema de las longitudes deja de ser un problema, y algún archivista de la Compañía, deseoso de vaciar los armarios, tira, regala, vende, quién sabe, los papeles de Roberto, ahora ya pura curiosidad para algún maníaco de manuscritos.
La segunda hipótesis es novelescamente más cautivadora. En mayo de 1789 un fascinante personaje pasa por aquellas partes. Es el capitán Bligh, que los amotinados del Bounty habían arriado en una chalupa con dieciocho hombres fieles, y confiado a la clemencia de las olas.
Ese hombre excepcional, cualesquiera que hayan sido sus defectos caracteriales, consigue recorrer más de seis mil kilómetros para arribar por fin a Timor. Al realizar esta empresa, pasa por el archipiélago de las Fiji, toca casi Vanua Levu y atraviesa el grupo de las Yasawa. Esto quiere decir que, si apenas hubiera desviado levemente hacia el este, habría podido arribar perfectamente por las partes de Taveuni, donde me gusta argüir que se encontraba nuestra Isla; que si luego valieran pruebas en cuestiones que atañen al creer y al querer creer, pues bien, me aseguran que una Paloma Anaranjada, o Orange Dove, o Fíame Dove, o mejor aún Ptilinopus Víctor, existe sólo allá abajo. Sólo que, corro el riesgo de arruinar toda la historia, la paloma naranja es el macho.
Ahora bien, un hombre como Bligh, si hubiera encontrado el Daphne apenas en estado razonable, puesto que había llegado hasta allí en una simple barca, habría hecho lo imposible para volverlo a poner en funciones. Pero ya había pasado casi siglo y medio. Alguna tempestad había sacudido ulteriormente aquel buque, lo había desanclado, el barco había ido a volcarse sobre el arrecife; o no, había sido capturado por la corriente, arrastrado hacia el norte y arrojado en otros bajíos o en la escollera de una isla cercana, donde había permanecido expuesto a la acción del tiempo.
Probablemente Bligh subió a bordo de un bajel fantasma, con los costados incrustados de conchas y verdes de algas, con el agua estancada en una bodega destripada, refugio de moluscos y peces venenosos.
Quizá sobrevivía, inestable, el alcázar, y en el camarote del capitán, secos y polvorientos, o quizá no, húmedos y macerados, pero aún legibles, Bligh encontró los papeles de Roberto.
Ya no eran tiempos de grandes angustias sobre las longitudes, quizá lo atrajeran las referencias, en lengua desconocida, a las Islas de Salomón. Casi diez años antes un cierto señor Buache, Geógrafo del Rey y de la Marina Francesa, había presentado una memoria a la Academia de las Ciencias sobre la Existencia y Posición de las Islas de Salomón, y había sostenido que no eran sino aquella bahía de Choiseul que Bougainville había tocado en 1768 (y cuya descripción parecía conforme a la antigua de Mendaña), y las Terres des Arsacides, tocadas en 1769 por Surville. Tanto que mientras Bligh navegaba aún, un anónimo, que era probablemente el señor de Fleurieu, iba a publicar un libro titulado Decouvertes des Frangois en 1768 amp; 1769 dans le Sud-Est de la Nouvelle Guinèe.
No sé si Bligh había leído las reivindicaciones del señor Buache, pero sin duda en la marina inglesa se hablaba con enojo de ese rasgo de arrogancia de los primos franceses, que se jactaban de haber encontrado lo inencontrable. Los franceses tenían razón, ahora que Bligh podía no saberlo, o no desearlo. Podría por tanto haber concebido la esperanza de haber puesto las manos en un documento que no sólo desmentía a los franceses, sino que lo habría consagrado a él como descubridor de las Islas de Salomón.
Yo imaginaría que, antes, había dado las gracias mentalmente a Fletcher Christian y a los demás amotinados por haberlo puesto brutalmente en el camino de la gloria, luego había decidido, como buen patriota, callar con todos de su breve desviación hacia oriente y de su descubrimiento, y de entregar con absoluta reserva los papeles al Almirantazgo británico.
Pero también en ese caso, alguien los habrá juzgado de escaso interés, desprovistos de toda virtud probatoria y, de nuevo, los habrá exilado entre legajos de chismes eruditos para literatos. Bligh renuncia a las Islas de Salomón, se conforma con ser nombrado almirante por otras innegables virtudes suyas de navegador, y morirá igualmente satisfecho, sin saber que Hollywood lo habría vuelto detestable a la posteridad.
Y así, aunque una de mis hipótesis se prestara a seguir la narración, ésta no tendría un final digno de ser narrado, y dejaría descontento e insatisfecho a todos los lectores. Ni siquiera así las vicisitudes de Roberto se prestarían a enseñanza moral alguna, y estaríamos aún preguntándonos cómo le sucedió lo que le sucedió, concluyendo que en la vida las cosas suceden porque suceden, y sólo en el País de las Novelas es donde parecen suceder por alguna finalidad o providencia.
Que, si tuviera que sacar una conclusión, tendría que ir a rebuscar entre los papeles de Roberto una nota, que se remonta sin duda a aquellas noches en las que aún se interrogaba sobre un posible Intruso. Aquella noche Roberto miraba una vez más el cielo. Recordaba cómo en la Griva, cuando habíase derrumbado por la edad la capilla de familia, su preceptor carmelita, que había hecho aprendizaje en Oriente, había aconsejado que reconstruyeran aquel pequeño oratorio según la moda bizantina, de forma redonda con una cúpula central, que precisamente nada tenía que ver con el estilo a que estaban acostumbrados en Monferrato, pero el viejo Pozzo no quería meter la nariz en cosas de arte y de religión, y había escuchado los consejos de aquel santo varón.
Viendo el cielo antípoda, Roberto daba en la cuenta de que en la Griva, en un paisaje circundado por doquier por las colinas, la bóveda celeste se le parecía como la cúpula del oratorio, bien delimitada por el breve círculo del horizonte, con una o dos constelaciones que él era capaz de reconocer, de suerte que, por lo que sabía, el espectáculo mudaba de semana en semana. Visto que él íbase a dormir pronto, no había tenido modo de advertir que cambiaba incluso en el transcurso de la misma noche. Y por tanto, aquella cúpula habíale parecido siempre estable y redonda, y en consecuencia, igualmente estable y redondo había concebido el universo mundo.
En Casal, en el centro de una llanura, había entendido que el cielo era más vasto de lo que él creía, pero el padre Emanuel le convencía más de que imaginara las estrellas descritas por conceptos, que de que mirara las que tenía encima de la cabeza.
Ahora, espectador antípoda de la infinita extensión de un océano, divisaba un horizonte ilimitado. Y arriba, encima de la cabeza, veía constelaciones jamás vistas. Las de su hemisferio, las leía según la imagen que otros le habían fijado ya, aquí la poligonal simetría del Carro Mayor, allá la alfabética exactitud de Casiopea. Pero en el Daphne no tenía figuras predispuestas, podía unir cualquier punto con cualquier otro, sacar las imágenes de una serpiente, de un gigante, de una cabellera o de una cola de insecto ponzoñoso, para luego deshacerlas e intentar otras formas.
En Francia y en Italia observaba también en el cielo un paisaje definido por la mano de un monarca, que había fijado las líneas de las calles y de los servicios postales, dejando entre ellas las manchas de los bosques. Aquí, en cambio, era pionero en una tierra desconocida, y tenía que decidir qué sendas habrían enlazado un pico con un lago, sin un criterio de elección, porque todavía no había ciudades y aldeas en las laderas del uno o en las riberas del otro. Roberto no miraba las constelaciones: estaba condenado a instituirlas. Se maravillaba de que el conjunto se dispusiera como una espiral, una cáscara de caracol, un vórtice.
Y es en ese punto cuando se acuerda de una iglesia, harto nueva, vista en Roma; y es la única vez que nos deja imaginar que había visitado aquella ciudad, quizá antes del viaje a Provenza. Aquella iglesia le había resultado demasiado diferente, tanto de la cúpula de la Griva como de las naves, geométricamente ordenadas por ojivas y cruceros, de las iglesias vistas en Casal. Ahora entendía por qué: era como si la bóveda de la iglesia fuera un cielo austral, que estimulaba al ojo a que intentara siempre nuevas líneas de fuga, sin jamás descansar en un punto central. Bajo aquella cúpula, donde quiera que se colocara, quien mirara hacia arriba se sentía siempre en las márgenes.
Daba en la cuenta ahora de que, de manera más indeterminada, menos evidentemente teatral, vivida a través de pequeñas sorpresas día a día, aquella sensación de un descanso negado habíala tenido antes en Provenza y luego en París, donde cada uno de algún modo le destruía una certeza, y le indicaba una forma posible de dibujar el mapa del mundo, pero las sugerencias que procedían de partes diferentes no se componían en un dibujo finito.
Oía de máquinas que podían alterar el orden de los fenómenos naturales, de suerte que lo grave tendiera hacia arriba, y lo ligero se desplomara hacia abajo, que el fuego mojara y que el agua quemara, como si el mismo creador del universo fuera capaz de enmendarse, y pudiera al fin constreñir a las plantas y a las flores contra las estaciones, y las estaciones a trabar una lid con el tiempo.
Si el Creador aceptaba mudar de aviso, ¿existía aún un orden que Él hubiera impuesto al universo? Quizá había impuesto muchos, desde el principio, quizá estaba dispuesto a cambiarlos día a día, quizá existía un orden secreto que presidía aquel mudar de órdenes y de perspectivas, pero nosotros estábamos destinados a no descubrirlo jamás, y a seguir más bien el juego voluble de aquellas apariencias de orden que se reordenaban a cada nueva experiencia.
Y entonces la historia de Roberto de la Grive sería sólo la de un enamorado infeliz, condenado a vivir bajo un cielo exagerado, que no conseguía conciliarse con la idea de que la tierra vaga a lo largo de una elipse de la cual el sol es sólo uno de los fuegos.
Lo que, como muchos convendrán, es demasiado poco para sacar una historia con unos pies y una cabeza.
En definitiva, si de esta historia quisiera sacar una novela, demostraría una vez más que no se puede escribir si no es haciendo palimpsesto de un manuscrito encontrado; sin conseguir substraerse jamás a la Angustia de la Influencia. Ni escaparía a la pueril curiosidad del lector, el cual querría saber si de verdad Roberto escribió las páginas sobre las que me he demorado incluso demasiado. Honradamente, tendría que contestarle que no es imposible que las haya escrito alguien diferente, que quería fingir sólo que contaba la verdad. Y así perdería todo el efecto novelesco: donde, sí, se finge que se cuentan cosas verdaderas, pero no se debe decir en serio que se finge.
No sabría ni siquiera excogitar a través de qué último azar las cartas llegaron a las manos de quien debería de habérmelas dado, sacándolas de una miscelánea de otros deslavados y arañados autógrafos.
—El autor es desconocido —me esperaría, con todo, que hubiera dicho—, la escritura tiene garbo y aire, pero como ve, está descolorida, y los folios son todos una mancha. En cuanto al contenido, por ese poco que he hojeado, son ejercicios de manera. Ya sabe usted cómo se escribía en aquel Siglo… Era gente sin alma.