39

ITINERARIO ESTÁTICO CELESTE

¿Era ésta la manera de terminar una Novela? Las Novelas no sólo aguijonean el odio para hacernos al final gozar de la derrota de los que odiamos, sino que invitan también a la compasión para luego llevarnos a descubrir libres de peligro a los que amamos. Novelas que acabaran tan mal, Roberto no las había leído jamás.

A menos que la Novela aún no hubiera acabado, y tuviera de reserva a un Héroe secreto, capaz de un gesto imaginable sólo en el País de las Novelas.

Por amor, Roberto decidió realizar aquel gesto, entrando él mismo en su narración.

Si yo hubiera llegado ya a la Isla, decíase, ahora podría salvarla. Es sólo mi pereza la que me ha mantenido aquí. Ahora estamos ambos anclados en el mar, deseando las opuestas riberas de una misma tierra.

Y sin embargo, no todo está perdido. Yo la veo expirar en este mismo momento, pero si yo en este mismo momento alcanzara la Isla, estaría en ella un día antes de que ella llegara, dispuesto a aguardarla y ponerla a salvo.

Poco importa que yo la reciba del mar mientras está ya a punto de exhalar el último suspiro. En efecto, se sabe que cuando el cuerpo viene a ese trance, una fuerte emoción puede llegar a darle nueva savia, y hanse visto moribundos que, al saber que la causa de su desventura había sido alejada, volvieron a florecer.

¡Y qué mayor emoción, para aquella moribunda, que encontrar en vida a la persona amada! Ni siquiera deberé revelarle que soy diferente del que amaba, porque era a mí y no a otro a quien ella habíase entregado; tomaría sencillamente el lugar que se me debía desde el principio. No sólo, sin reparar en ello, Lilia sentiría un amor diferente en mi mirada, puro de toda lujuria, trémulo de devoción.

¿Es posible, cualquiera se preguntaría, que Roberto no hubiera reflexionado que ese desquite le estaba concedido sólo si él de verdad hubiera tocado la Isla ese día, al máximo a las primeras horas de la mañana siguiente, cosa que sus experiencias recentísimas no hacían probable? ¿Y era posible que no diera en la cuenta de que estaba proyectando allegarse a la Isla para encontrar a aquélla que llegaba allí sólo en virtud de su relato?

Roberto, ya lo hemos visto, después de haber empezado a pensar en un País de las Novelas completamente ajeno a su propio mundo, por fin había llegado a hacer que confluyeran los dos universos el uno en el otro sin esfuerzo, y había confundido sus leyes. Pensaba poder llegar a la Isla porque se lo estaba imaginando, e imaginar la llegada della en el momento en el que él hubiera llegado ya, porque así lo estaba queriendo. Por otra parte, aquella libertad de querer acontecimientos y de verlos realizados que hace tan imprevisibles a las Novelas, Roberto estábala transfiriendo al propio mundo: por fin habría llegado a la Isla por la sencilla razón de que —de no llegar a ella— no habría sabido ya qué contarse.

En torno a esta idea, que quienquiera que no nos hubiera seguido hasta aquí juzgaría sinrazón o falta de juicio como se quiera decir (o se quisiera entonces), él ahora reflexionaba de manera matemática, sin esconderse ninguna de las eventualidades que juicio y prudencia le sugerían.

Como un general que dispone, la noche de antes de la batalla, los movimientos que sus tropas llevarán a cabo en el día por venir, y no sólo se representa las dificultades que podrían surgir y los accidentes que podrían estorbar su plan, sino que se identifica también con la mente del general adversario, para prever sus movimientos y contramovimientos, y disponer del futuro actuando en consecuencia de lo que el otro podría disponer en consecuencia de aquellas consecuencias, así Roberto sopesaba los medios y los resultados, las causas y los efectos, los pros y los contras.

Tenía que abandonar la idea de nadar hacia la barbacana y superarla. Ya no podía divisar los pasajes sumergidos, y no habría podido alcanzar la parte emergente sino arrostrando invisibles acechanzas, sin duda mortales. Y por fin, aun admitiendo que hubiere podido alcanzarla —encima o debajo del agua que estuviere—, no era seguro que hubiera podido caminar con sus débiles polainas, que el arrecife no ocultara simas en las que habría caído sin poder ya salir.

No se podía alcanzar, por tanto, la Isla sino volviendo a hacer el recorrido de la barca, es decir nadando hacia el sur, costeando a distancia la bahía más o menos a la altura del Daphne, para luego doblar hacia oriente una vez superado el promontorio meridional, hasta alcanzar la caleta de la que habíale hablado el padre Caspar.

Este proyecto no era razonable, y por dos razones. La primera, que a duras penas él había conseguido hasta entonces nadar hasta el límite de la barbacana y en ese punto las fuerzas ya le abandonaban; así pues, no era sensato pensar que habría podido recorrer una distancia cuatro o cinco veces superior. Y sin amarra, no tanto porque no tenía una tan larga, sino porque esta vez si iba, era para ir, y si no llegaba no tenía sentido volver atrás. La segunda, era que nadar hacia el sur quería decir moverse contra corriente: y, sabiendo ahora que sus fuerzas servían a contrastarla sólo pocas brazas, él habría sido arrastrado inexorablemente hacia el norte, más allá del cabo septentrional, alejándose cada vez más de la Isla.

Después de haber calculado con rigor estas posibilidades (después de haber reconocido que la vida es breve, el arte vasto, la ocasión instantánea y el experimento incierto) habíase dicho que era indigno de un gentilhombre abandonarse a cálculos tan mezquinos, como un burgués que computara las posibilidades que tenía jugándose a dados su avaro peculio.

Es decir, habíase dicho, un cálculo se ha de hacer, mas que sea sublime, si sublime es la apuesta. ¿Qué se jugaba en aquella apuesta? La vida. Mas su vida, si él no hubiera conseguido abandonar la nave jamás, no era mucho, sobre todo ahora que a la soledad habríase añadido la consciencia de haberla perdido a ella para siempre. ¿Qué ganaba, en cambio, si superaba la prueba? Todo, el gozo de volverla a ver y salvarla, en cualquier caso de morir sobre ella muerta, cubriendo su cuerpo con una mortaja de besos.

Es verdad, la apuesta no era a la par. Había más posibilidades de morir en el intento que no de alcanzar la tierra. Pero también en ese caso el alea era ventajosa: como si le hubieran dicho que tenía mil posibilidades de perder una miserable suma contra una sola de ganar un inmenso tesoro. ¿Quién no hubiera aceptado?

Al final había sido embargado por otra idea, que le reducía en gran medida el riesgo de aquella jugada, es más, lo veía ganador en ambos casos. Admitiérase incluso que la corriente le hubiera arrastrado en la dirección opuesta. Pues bien, una vez rebasado el otro promontorio (lo sabía por haber hecho la prueba con la tabla de madera) la corriente lo habría conducido a lo largo del meridiano…

Si se hubiera dejado ir a la flor del agua, con los ojos al cielo, él no habría visto jamás moverse el sol: habría fluctuado en aquella cresta que separaba el hoy del día de antes, fuera del tiempo, en un eterno medio día. Parándose el tiempo para él, habríase detenido también en la Isla, retrasando al infinito la muerte della, puesto que ya todo lo que le acaecía a Lilia dependía de su voluntad de narrador. En suspenso él, en suspenso la historia sobre la Isla.

Acuminadísimo quiasmo, además. Ella habríase hallado en la misma posición en la que había estado él durante un tiempo ya incalculable, a dos brazas de la Isla, y él perdiéndose en el océano, le habría hecho dádiva de la que habría de ser su esperanza, manteniéndola en suspenso sobre la espumosa cima de un interminable deseo, ambos sin futuro y, por tanto, sin muerte por venir.

Luego se demoró representándose cuál habría sido su viaje, y por la conflación de universos que él ya había decretado, sentíalo como si fuera también el viaje de Lilia. Era el extraordinario caso de Roberto el que le habría garantizado a ella una inmortalidad que la trama de las longitudes no le habría concedido si no.

Se habría movido hacia el norte a una velocidad apacible y uniforme: a su derecha y a su izquierda se habrían seguido los días y las noches, las estaciones, los eclipses y las mareas, novísimas estrellas habrían atravesado los cielos llevando pestilencias y estrago de imperios, monarcas y pontífices habrían encanecido y desaparecido en remolinos de polvo, todos los turbillones del universo habrían cumplido sus ventiscosas revoluciones, otras estrellas se habrían formado del holocausto de las antiguas… A su alrededor, el mar habríase desencadenado y luego abochornado, los alisios habrían hecho sus corros, y para él nada habría mudado en aquel plácido surco.

¿Se habría detenido un día? Por lo que recordaba de los mapas, ninguna otra tierra, que no fuera la Isla de Salomón, podía extenderse en aquella longitud, por lo menos hasta que ésta, en el Polo, no empalmara con todas las demás. Pues si un navío, con el viento en popa y una selva de velas, empleaba meses y meses y meses en realizar un recorrido igual al que habría emprendido, ¿cuánto habría durado él? Quizá años, antes de llegar al lugar donde no sabría qué había sido del día y de la noche, y del transcurrir de los siglos.

Mas en el intervalo habría descansado en un amor tan sutil que no le habría preocupado perder labios, manos, pupilas. El cuerpo se habría vaciado de toda su savia, sangre, bilis o pituita. El agua, entrando por todos los poros, penetrando en las orejas, le habría revocado el cerebro de sal. Le habría sustituido el humor vitreo de los ojos. Le habría invadido las narices yendo a desleír todo vestigio de elemento terrestre. Al mismo tiempo, los rayos solares lo habrían alimentado de partículas ígneas, y éstas habrían menguado el líquido en un único entrevero de aire y de fuego atraído por fuerza de simpatía hacia arriba. Y él, ahora liviano y volátil, levantábase para empalmarse con los espíritus del aire, luego con los del sol.

Y lo mismo ella, en la sólida luz de aquel escollo: expandíase como oro batido hasta la hoja más aérea.

Así, en el curso de los días habríanse unido en aquel concierto. Instante tras instante habrían sido de verdad el uno al otro como los firmes gemelos del compás, moviéndose cada uno al movimiento del compañero, inclinándose el uno cuando el otro vaga más lejos, volviendo a crecer erguido cuando el otro se le une de nuevo.

Entonces ambos habrían continuado su viaje en el presente, derechos hacia el astro que los esperaba, polvo de átomos entre los otros corpúsculos del cosmos, vórtice entre los vórtices, eternos ya como el mundo porque ribeteados de vacío. Conciliados con su destino, porque el movimiento de la tierra trae terrores y daños, pero la trepidación de las esferas es inocente.

Así pues, la apuesta le habría dado en cualquier caso una victoria. No había que dudarlo. Mas tampoco disponerse a aquel triunfal sacrificio sin su ajuar de justos ritos. Roberto consigna a sus papeles los últimos actos que se dispone a cumplir, y para lo demás nos deja adivinar gestos, tiempos, cadencias.

Como primer lavacro liberatorio, tardó casi una hora en arrancar una parte del ajedrez que separaba la puente de la entrepuentes. A continuación, descendió y dio en abrir todas las jaulas. A medida que desarraigaba los juncos, le arrollaba un rumor único de alas, y tuvo que defenderse levantando los brazos ante el rostro, pero al mismo tiempo gritaba «¡Hala, hala!» y alentaba a los prisioneros empujando con las manos incluso a las gallinas, que aleaban sin encontrar la vía de salida.

Hasta que, otra vez en cubierta, vio a la populosa bandada levantarse entre la arboladura, y le pareció que durante algunos segundos el sol estaba cubierto por todos los colores del arco iris, descaecidos al través por los pájaros del mar, que habían acudido curiosos a unirse a aquella fiesta.

Luego, había tirado al mar todos los relojes, no pensando absolutamente que perdía tiempo precioso: estaba borrando el tiempo para propiciarse un viaje contra el tiempo.

Por fin, para impedirse cualquier cobardía, congregó en la puente, bajo la mayor, troncos, tablillas, toneles vacíos, los roció con el aceite de todas las lantias, y les prendió fuego.

Se había levantado una primera llamarada, que acarició sin tardanza las velas y las jarcias. Cuando hubo obtenido la certeza de que la hoguera estaba alimentándose por fuerza propia, se dispuso al adiós.

Estaba aún desnudo, desde que había empezado a morir transformándose en piedra. Desnudo incluso de la amarra que ya no limitaría su viaje, había bajado al mar.

Había apuntado los pies contra la madera, dándose un golpe hacia adelante para apartarse del Daphne, y después de haber seguido el costado hasta la popa, habíase alejado para siempre, hacia alguna de las dos felicidades que sin duda le esperaba.

Antes aún que el destino, y las aguas, hubieran decidido por él, quisiera que, deteniéndose de vez en cuando para tomar aliento, hubiera dejado vagar la mirada desde el Daphne, que saludaba, hasta la Isla.

Allá abajo, por encima de la línea trazada por las copas de los árboles, con ojos ya agudísimos, debería haber visto alzarse en vuelo, como una saeta que quisiera herir el sol, la Paloma Naranjada.